EL OESTE

En la diligencia procedente de Apache Pass viajaban nueve pasajeros. Ya habían conseguido engullir el rancho que, como la experiencia les había enseñado, daban habitualmente en las paradas y que consistía en panceta, frijoles, patatas, galletas y café, y estaban preparados para sumergirse de nuevo en el seco calor. En el exterior, era primavera, pero en el interior de la diligencia, con otros ocho cuerpos calientes además del de Henriette, era verano.

Desde que subió a la diligencia en Mesilla (con el nombre de Eva Frank, ¿quién sabía hasta dónde llegaban las deudas de Abraham?), se habían detenido en varias paradas reemplazando caras viejas por caras nuevas. Normalmente, cuando reemprendían la marcha, Eva estaba demasiado cansada e incómoda para sentir nada más que el urgente y frustrado deseo de dormir y respirar aire puro, pero en esta ocasión, mientras la diligencia se tambaleaba a uno y otro lado esforzándose en seguir la marcha, sintió un principio de pánico y culpabilidad. También estuvo tentada, como le sucedía incontables veces todos los días, de abrir la carta y el cajón.

De vez en cuando, su existencia le producía un estremecimiento de emoción que, después de los últimos meses, no creía que volvería a experimentar. Como no había abierto ni examinado ninguno de los dos paquetes, su contenido seguía siendo incierto y, en su secretismo, ambos seguían conteniendo una promesa. El cajón era una deidad vestida con ropas humildes y capaz de metamorfosearse. Podía contener botellas de champagne francés; una maleta llena de dinero; instrucciones detalladas y preocupadas de Abraham o una carta larga como una novela de Heinrich, el pintor, evocando una modificación del pasado. Y, lo que era todavía mejor, ninguna de aquellas opciones era tan triste y maravillosa como la que ella sabía, con toda certeza, que era la verdadera.

Se imaginó que abría el cajón mientras oía los ruidosos taconazos de las botas de los bulliciosos jóvenes que viajaban en la plataforma superior. Abrazó con fuerza a Henriette e intentó mirar por la ventanilla como si, a semejanza de otros pasajeros, también hubiera alguien despidiéndola con frenesí.

Aunque, por un lado, se sentía más que agradecida a Levi Ehrenberg; a Feliz, el conductor y a los burros que habían tirado del carromato y a su hija, que casi nunca lloraba, por el otro, se reprendió a sí misma por aquella huida precipitada y mal planeada. Había abandonado a su marido y se había llevado a su hija. No tenía nada salvo la carta, el cajón, la ropa que llevaba puesta y las joyas que cosió a la falda lo mejor que pudo poco después de nacer Henriette. ¿Qué debía de haber hecho Abraham cuando descubrió que no solo las joyas, sino que también ella y Henriette habían desaparecido? Había intentado imaginárselo desde que salió de la ciudad escondida en el carromato, y lo que se le ocurría siempre era esto: estaría demasiado ocupado intentando salvar su propia vida para preocuparse por lo que les había ocurrido a los demás. Lo más probable, y la idea no la consolaba, la pérdida de las joyas eclipsaría la pérdida de su mujer y su hija.

Respiraba superficialmente y con dificultad como siempre que luchaba contra la ponzoñosa mezcla de rabia y miedo hasta que se imaginó a Levi Ehrenberg de pie en el apeadero de la diligencia junto a las otras personas que la apreciaban. Apoyaba el peso en la pierna buena y apretujaba el sombrero en su mano. Se imaginó que sonreía brevemente mientras la despedía agitando la mano y que entrecerraba los ojos para protegerse del sol poniente sin apartar la mirada de la diligencia o que se hacía sombra en los ojos con las manos. Conforme las ruedas adquirían velocidad, se imaginó que caminaba al lado de la diligencia y que, si pudiera correr, seguro que habría corrido; habría corrido hasta que no quedara ni rastro de la diligencia en la distancia, ni siquiera su fantasmagórica y persistente imagen en su retina. Lo veía. Levi se detenía, miraba a lo lejos y daba un puntapié a la tierra rojiza. Aquella visión desesperada, aunque sabía que era producto de su imaginación, hizo que Eva rompiera a llorar. Y no vertió unas cuantas lágrimas dignas, sino que lloró de una forma desgarrada y convulsiva. Henriette la contempló con sus ojos negros y curiosos que no parecían tener miedo de la infelicidad de su madre, sino estar decididamente encantados. Pero ni siquiera esto logró que Eva dejara de llorar, y solo lo hizo cuando vio que la mujer negra la observaba.

Eva la vio subir en la última parada (sola, lo que consideró que era una mala señal) y al fijarse en ella se acordó de que debía estar siempre alerta en lugar de dejarse consumir por una improbable fantasía.

—Discúlpeme —balbuceó Eva y enseguida se enjugó los ojos con la descolorida manga de la blusa que todavía consideraba propiedad de su hermana.

Aquella nueva cara, aquella joven negra, la primera con la que Eva hablaba, la miró sin comprender. Eva ya había visto a personas negras antes, aunque solo unas pocas, en Nueva York y Kansas, pero nunca había oído hablar a una de ellas y, aunque estaba muy asustada, consideró que era importante fingir que no lo estaba.

La mujer negra no dijo nada, pero a Eva no le gustó que la observara. Se apoyó en la rígida cortina de cuero y, aunque era consciente de que la mujer la miraba y a pesar de todos sus esfuerzos, cuando Henriette se durmió en sus brazos, Eva notó que se le cerraban los párpados.

Se despertó presa del pánico, agitando los brazos al no sentir en ellos el peso de su hija, y estuvo a punto de chillar cuando oyó un sonoro «¡Chsss!».

Vio que la mujer negra acunaba a su hija. Le había arrebatado a Henriette.

—¿Cómo se atreve? —gritó Eva.

La mujer se llevó el dedo a la boca y volvió a reclamarle silencio. Luego se inclinó hacia su asiento.

—Usted se durmió —susurró sin el menor atisbo de disculpa.

Entonces le devolvió a Henriette, con lo que Eva tuvo que reconocerlo, fue un cuidado extremo. Su hija se estremeció; por lo visto le molestó abandonar unos brazos tan confortables. La mujer negra volvió a acomodarse en su banco y siguió ponderando a Eva con la mirada.

—No estaba dormida —alegó Eva.

—¡Chsss!

Muy a su pesar, Eva obedeció las indicaciones de la mujer y bajó la voz hasta convertirla en un susurro.

—No estaba dormida.

—¡Oh, sí que lo estaba! Estaba profundamente dormida. Creí que la pobre criatura iba a resbalar de sus brazos.

—No estaba dormida.

—Estaba roncando, querida. Estaba durmiendo como un tronco, ¿comprende?

Eva sacudió la cabeza con tozudez y acunó a Henriette, pero su hija había empezado a agitarse y Eva sintió como si lo estuviera haciendo todo mal. Dio una ojeada a la mujer negra, quien se estaba abanicando con un folleto que había cogido en la parada. Eva pensó que debería impactarle la tonalidad chocolate de su piel, pero era como si, de una forma insospechada, ya nada pudiera impactarle. Quizá los demás, tuvieran el aspecto que tuviesen, ya no le parecían tan raros porque ella también lo era. Supuso que su idea de sí misma se estaba diluyendo del mismo modo que las almas debían de desvanecerse para pasar de este mundo al próximo. En aquel momento se dio cuenta de que ser diferente constituía un lujo y, al mismo tiempo, una maldición y, aunque se asegurara a sí misma que muchas cosas la distinguían del resto de las pobres almas que, como ella, realizaban aquel viaje, también sabía que ya no pertenecía exactamente a ningún lugar. Poco a poco, fue asimilando las implicaciones de este hecho mientras se dejaba transportar lejos, lejos y más lejos por el traqueteo provocado por las ancas de los caballos.

—Esta ha sido la primera vez que ha estado separada de mis brazos desde hace días —explicó mientras Henriette seguía retorciéndose—. Es posible que yo haya reaccionado excesivamente.

La mujer negra asintió con la cabeza.

—¿Quiere que la sostenga un rato?

Incluso mientras lo hacía, le resultó difícil de creer, pero Eva le tendió a Henriette y enseguida experimentó una inmensa sensación de ligereza.

—Buena chica —arrulló la mujer negra a Henriette.

Eva inhaló hondo y suspiró con tensión. Sus brazos y sus hombros estaban más entumecidos de lo que pensaba.

—Sí que es buena, ¿verdad?

—¡Parece usted sorprendida!

—Y lo estoy —confirmó Eva mientras ponía atención en su respiración—. Casi todo me sorprende.

—¡Vaya, no sé cómo es eso posible! Al fin y al cabo viaja usted sola con un bebé. Debe de tener usted una bonita historia a sus espaldas. —Sacudió la cabeza y chasqueó la lengua—. ¡Sin duda debe de tener una bonita historia para estar ahora mismo en esta diligencia!

Eva no supo discernir si había hostilidad en su voz o si, simplemente, era su tono habitual. La mujer negra siguió mirando a Henriette y la montó a caballito sobre sus rodillas mientras mantenía levantada su pequeña barbilla.

Eva deseó darle las gracias, pero, en lugar de hacerlo, se rodeó con sus propios brazos y contempló, primero la extraña imagen de su hija en los rollizos brazos de aquella mujer y, después, el horizonte. Nunca lo conseguirían. La omnipresente idea ocupaba su mente casi todas las horas del día. Pero, aunque le resultaba imposible imaginar que ella y su hija consiguieran llegar a San Francisco, la idea de dirigirse al Oeste le parecía más accesible. «Al Oeste.» Se lo dijo al vendedor de pasajes y a cualquiera que se lo preguntara. Lo repitió tan frecuentemente en su cabeza que, para ella, ya no significaba nada.

—Usted debe de haber visto muchas cosas —prosiguió la mujer de color—. ¡Dios sabe que yo sí que las he visto! Y debo confesar que me gusta viajar sola. Todo es demasiado extraño para que una se sienta sola.

—Supongo que sí —admitió Eva, aunque ella habría dicho que, tanto si estaba o no de viaje, ella se sentía sola a menudo.

—¿De dónde procede? ¿De dónde es su acento?

—De Alemania —respondió Eva—. Soy alemana.

Decidió no dar más explicaciones. ¿De dónde procedía? Desde luego, no de Santa Fe, pues allí había dejado no solo a un marido (que probablemente la estaría buscando), sino a un marido cuya vida ahora se medía por sus deudas; unas deudas que sus acreedores seguramente estarían encantados de cobrarle a cualquiera si, después de exprimir a Abraham hasta extraerle la vida, resultaba ser insolvente.

—Vaya, eso está muy lejos, ¿no? Yo procedo de Nueva Jersey. Y, créame, el trayecto es lo bastante largo.

Eva asintió cortésmente aunque nunca había oído hablar de aquel lugar.

—¿Se trata de una ciudad yanqui?

La mujer volvió a soltar una risa tensa.

—¿Intenta averiguar si alguna vez he sido una esclava? No, señora. Mi padre es un pastor.

Henriette empezó a gimotear, y la mujer, con un movimiento repentino, la puso de lado.

—¿Qué hace? —preguntó Eva soltando un grito ahogado.

La mujer no le hizo caso e hizo callar a Henriette.

—Pero ¿qué está haciendo? Haga el favor de devolvérmela ahora mismo —exigió Eva, enojada por lo estúpida que había sido al dejar a su hija en manos de una desconocida.

Pero Henriette había dejado de lloriquear y ahora parecía sumamente complacida.

—Soy enfermera de profesión, señora —explicó la mujer mientras le devolvía a Henriette—. Una enfermera, ¿comprende? ¿Me cree?

—Yo solo…

Pero la mujer sacudió la mano con desdén y chasqueó de nuevo la lengua.

—¿Por eso se dirige al Oeste? ¿Para buscar un empleo? —preguntó Eva enojada por lo forzada que sonaba su voz.

La mujer se encogió de hombros.

—Mi tío está muy enfermo y dispone de una habitación de sobra. Dice que me ayudará a seguir estudiando. —Bajó la voz al ver que Henriette sonreía y continuó casi como si hablara solo con ella—. Mi hermana me ha prometido que me enviará mis libros de química en cuanto me haya instalado. Asistí a la escuela en Nueva York e incluso presencié una operación. La paciente tenía el útero dañado y, en apenas dos horas, le cortaron un trozo de carne y le cosieron la herida. Y debo reconocer que disfruté viéndolo. ¡Todo era tan científico! Y, a pesar de la sangre y todo lo demás, nadie lo diría, pero todo se hizo de una manera muy limpia. Yo ayudé a las otras enfermeras a mantener su vagina abierta. El único problema fue el olor a éter; me hizo sentir realmente mal. Pero tendré que superarlo, ¿no le parece?

—Es sorprendente.

Eva no sabía exactamente a qué se refería con su comentario, si al hecho de que tuviera delante a una mujer, una mujer negra con cejas excesivamente depiladas, labios carnosos y el cabello crespo y recogido que era una enfermera y a la que, mientras la diligencia traqueteaba de un modo infernal y mientras los mosquitos zumbaban entre nubes de polvo, nada parecía impresionarla, o al hecho de que acabara de pronunciar la palabra «vagina».

—En realidad, no lo es. Lo que es realmente sorprendente es lo difícil que resulta ser independiente —replicó la mujer mientras miraba por la polvorienta ventanilla.

Eva percibió su frustración y pensó: «Nadie está satisfecho.»

—Yo estuve casada —explicó la mujer como si supiera que Eva se lo estaba preguntando interiormente—. Pero mi marido murió.

—Lo siento.

—No —repuso ella—, no tiene por qué sentirlo. No pienso volver a casarme nunca. Y tampoco quiero volver a trabajar como empleada doméstica. Esto es lo que resulta tan difícil, ¿sabe?, salir adelante sola. Estoy harta de ser dependiente. Estoy harta de estar siempre preocupada por si como mucho, por si me sirvo muchas alubias o por si me he puesto un pedazo de tarta demasiado grande.

—Mi marido también murió —dijo Eva de una forma espontánea.

De todos modos, no quería pensar en él como si estuviera muerto. A pesar de sus graves errores, no soportaba imaginarse a Abraham frío y sin vida, sin su exasperante carácter. A pesar de sus terribles decisiones, de sus engaños y mentiras y por mucho que lo intentara, nunca podría odiarlo de verdad.

—¿En serio?

A Eva se le ocurrió que quizás aquella mujer creía que la pequeña Henriette no tenía un padre, que Eva no se había casado nunca, y la simple idea hizo que se ruborizara.

—Era un hombre maravilloso. —Y, sin pensárselo dos veces, añadió—: Era un artista.

—¡Vaya, eso suena interesante!

Eva se dio cuenta de que era una entre tantas otras mujeres que viajaban solas, que, en verdad, no era alguien tan especial. Allí estaba, atravesando el país una vez más hacia un mundo diferente, pero, sobre todo, era diferente porque ella no tenía a nadie que la protegiera. Ella podía ser quien quisiera; su hija podía ser la hija de cualquier hombre.

Al otro lado de la ventanilla, las rocas rojas, como edificios enormes, resaltaban en los cielos surcados por rayos de luz. Al otro lado de la ventanilla la vista era espectacular, pero en el interior de Eva crecía un terror susurrante, una sensación turbia y atenazadora que era demasiado convincente para considerarla un mero estado de ánimo. La sensación le resultaba familiar; era como la que experimentó en el viaje que realizó desde el este cinco años atrás, pero ahora, aunque estaba más sola que nunca, aunque volvía a huir de algo y se alejaba de cualquier tipo de vida que hubiera imaginado para sí misma, curiosamente, tenía menos miedo.

—Señora Pauline Harber —dijo la mujer al día siguiente después del desayuno mientras se llevaba una mano al pecho.

Eva asintió con la cabeza y también se presentó. Le avergonzó que hubieran esperado tanto para darse los nombres.

—¿Podría vigilar mi bolsa, señora Frank? Esos rufianes que viajan en la plataforma superior… —Pauline se interrumpió—, si entran yo… Solo me gustaría dormir un poco.

—Solo son unos muchachos —comentó Eva sin concederles mucha importancia.

¡A aquellas alturas estaba tan acostumbrada a los jóvenes norteamericanos! ¡Había tantos de ellos y tan pocos de cualquier otro tipo!

—Son chicos blancos —replicó Paulina significativamente—. Y están aburridos hasta la médula como el resto de nosotros. Como ya le he comentado, usted parece una auténtica dama, y además es encantadora, pero seguro que sabe de sobras lo que algunos hombres blancos opinan de alguien como yo.

—Yo… —empezó Eva con voz apagada—, desde luego que vigilaré su bolsa.

¿Qué otra cosa podía decirle? Desde luego, algo más; algo amable, bueno y noble. Beatrice Spiegelman, por ejemplo, se habría enfrascado en una conversación sobre la opresión y la injusticia, y quizá la conversación habría derivado al controvertido tema de las superiores cualidades de los pieles rojas. Pero lo único que se le ocurrió decir a Eva fue:

—No se preocupe y duérmase.

Y eso es lo que hizo Pauline con tranquilidad mientras Henriette contemplaba la luz verdosa que entraba por las ventanillas.

Eva no estaba segura de cuánto tiempo tardaron Pauline y Henriette en dormirse; lo único que sabía era que no se imaginaba a ella misma durmiendo nunca más. Desplazó suavemente a Henriette a un lado y sacó la carta y el pedazo de papel que le había entregado Levi Ehrenberg y que guardaba en la cinturilla de su falda. Las miró como miraría un tesoro; como suplentes de aquellos a los que amaba, y se dio cuenta de que no solo había memorizado el nombre y la dirección de la nota de Levi, sino también el tono exacto del color ámbar de la tinta y la mancha de tierra de la esquina superior izquierda. Intentó imaginarse a aquella familia y se preguntó si Levi Ehrenberg había llevado un pedazo de papel similar en su largo viaje desde el este, un papel en el que alguien había garabateado el apellido Shein. Cerró los ojos e intentó imaginarse cómo sería la tienda de San Francisco. Mientras se recordaba a sí misma que debía dominar sus expectativas, vio hileras de guantes, sartas de perlas y alemanes de voz suave detrás del mostrador. Y, en la casa de la familia: animadas veladas alrededor de la mesa, un piano perfectamente afinado y una habitación confortable que amablemente les cederían a ella y Henriette.

Pero entonces pensó en Schwefel, el pájaro, y se acordó de que salió volando de la jaula y de la casa para desaparecer en la distancia azul. Se preguntó quién encontraría su libreta de notas y si alguien hojearía sus íntimas anotaciones antes de utilizarlas para alimentar un fuego.

«Querido Alfred —redactó mentalmente con el paso de los días—: Le escribo para informarle de que Santa Fe ya no es mi hogar. Abraham Shein ya no es mi marido. He dado a luz a una niña y nos dirigimos al Oeste. Es una niña buena, tío Alfred, y le he puesto el nombre de Henriette. Vamos camino de San Francisco.

»Un compañero de viaje me ha contado que en los márgenes del río Mississippi crecen álamos de Virginia y que, cuando el río crece con las lluvias de primavera, a veces se lleva parte de la ribera y algún que otro árbol alto cae en la corriente. Mientras sus raíces permanecen ancladas en la tierra y el tronco flota en el agua, se oye al espíritu del árbol llorar y llorar. Yo me siento como ese tronco flotante, tío Alfred, como esas raíces arraigadas; no soy más que un fantasma diluido y dividido.»

En la carta no incluiría que aquel mismo compañero de viaje (un joven ingeniero de Hannibal, Missouri, que se había cansado de viajar en la plataforma superior), más tarde, después de haber bebido una cantidad considerable de whisky, anunció que no pensaba sentarse al lado de una mujer negra. Su voz, que antes era sensible, se volvió dura y mezquina, sobre todo después de que Eva le contestara, sin titubear, que quizá debería regresar a los asientos exteriores y que Pauline era una gran amiga suya.

Eva jugueteó con un trozo de espejo que había encontrado en la última parada. Contempló cómo su cara aparecía y desaparecía alternativamente mientras su reflejo la atraía y repelía al mismo tiempo.

«… Me pregunto si me reconocería, tío Alfred. Ahora tengo pecas, sí, y estoy más delgada y más rellenita a la vez a causa de mi reciente embarazo. Pero hay algo más que me pregunto si percibiría, algo oscuro y sutil, como una parcela de tierra sobre la que se han encendido muchas hogueras y que, en consecuencia, está arruinada, pero también preparada para lo que venga.»

En el exterior, los rayos de luz se fueron difuminando a medida que el calor envolvía el día con su manto. De vez en cuando, Eva oía los taconazos de las botas de los jóvenes que viajaban arriba, pero ahora, mientras contemplaba a la enfermera Pauline, no pudo evitar escucharlos de una forma diferente. Ocasionalmente, gritaban, pero lo que más se oía era el golpeteo de los cascos de los caballos, el crujido de los arreos y los restallidos del látigo del conductor, que, como destellos de plata, surcaban el denso aire poblado de mosquitos.

Las noches eran diferentes: la mayoría de los pasajeros se apiñaban en el interior, apretujados unos contra otros. Eva nunca había viajado tan pegada a unos desconocidos y aquella situación le recordó, únicamente, la que vivió en el barco de vapor de Bremen, cuando estalló una tormenta y ella se refugió, erróneamente, en la cubierta de tercera clase.

Una noche, los relámpagos rasgaron el cielo y hasta los jóvenes más temerarios y jactanciosos reclamaron un lugar en los cojines tapizados en cuero del interior, los cuales en realidad eran más duros que los bancos mismos. Corrieron las cortinas y, conforme se dormían, los desconocidos se apoyaron en otros desconocidos, con las bocas abiertas o las barbillas pegadas al pecho.

Mosquitos y hormigas voladoras se arremolinaban en aquel escenario. Los pasajeros se propinaban manotazos unos a otros intentando matar a los temidos bichos, y pronto ya no hubo más desconocidos. En determinado momento, en mitad de la noche, Eva vio al ingeniero de Missouri profundamente dormido y con la cabeza cómodamente apoyada en Pauline.

En otra ocasión, se produjo una pelea entre dos hombres por algo que ni Eva ni Pauline comprendieron. Un día, Henriette gritó, lloró y se retorció en los brazos de Eva hasta que un hombre llamado Will, que tenía las comisuras de la boca curvadas hacia abajo, improvisó un rebozo con un pedazo de arpillera. De este modo, Henriette podía viajar cómodamente pegada al pecho de su madre sin que esta tuviera que sostenerla. Luego, con el reticente permiso de Eva, sopló humo de tabaco en el oído de la pequeña hasta que el dolor disminuyó o Henriette se cansó de llorar. En cualquier caso, fue como un milagro.

Todos los días parecía que no lograrían superar la noche, pero la mañana llegaba un día tras otro, como una sepia de color apagado y mimetizada en sí misma que adoptara el brillante color de lo que traía el nuevo día.

Pauline raras veces hablaba cuando los «muchachos» estaban en el interior, pero una noche que llovía a cántaros, Will enumeró otros remedios seguros además del humo de tabaco para el dolor de oído: el escozor de garganta podía curarse envolviendo el cuello con un calcetín sucio: cuanto más sucio el calcetín, mejor; la ralladura de cuerno de búfalo mezclada con whisky podía curar a un borracho del hábito de beber; la molleja seca de pollo mezclada con arena limpia de un río eliminaba la úlcera de cualquier estómago; una llave fría que se dejara caer por sorpresa en el interior de la camisa detenía de inmediato la hemorragia nasal del paciente. La pobre Pauline no pudo contenerse y discutió todos y cada uno de los remedios. ¡Estaba tan orgullosa de la ciencia, tan segura de su infalibilidad! Para gran sorpresa de ella (y de Eva), de repente Will se convirtió en un atento oyente sumamente interesado en sus refutaciones. Un extraño silencio siguió a la culta conversación y aquel silencio indujo a Eva a dormir de verdad por primera vez en muchos días mientras Henriette permanecía suspendida y arrebujada en su nuevo rebozo de arpillera.

Cuando se despertó, tosiendo a causa del omnipresente polvo y el agobiante calor, Eva vio que no solo estaba amaneciendo, sino que habían llegado a una estación construida, como la última, con ladrillos toscos y disgregables de adobe y que solo contaba con unos corrales como posibles lugares de descanso. Después de tomar un miserable cuenco de frijoles medio crudos y excesivamente especiados, Eva entró en uno de los corrales y dejó a su hija encima de un montón de heno que era bastante fresco. Luego colocó el cajón contra una pared construida con restos de tablas de madera y se respaldó en la que estaba enfrente sin importarle mucho que los nudos de la madera se le clavaran en la espalda. Después de mirar durante un buen rato el cajón (uno de los clavos se había aflojado un poco), sacó el rasgado pedazo de papel de Levi y frotó el borde como si se tratara de una lámpara mágica. Luego dejó la carta de Alfred sobre su regazo y contempló su caligrafía como si fuera un texto sagrado grabado en una tabla antigua. «Señora de Abraham Shein.»

El nombre mismo ya le sonaba extraño.

Cada vez le resultaba más difícil creer que aquellos hombres dejaran vivir a Abraham y temía enterarse de su muerte tanto como temía que la persiguieran y la encontraran. Se imaginó un día de niebla en San Francisco: un hombre anónimo se acercaba a ella con el sombrero en la mano a la salida de una sinagoga o en un parque. «¿Es usted la señora de Abraham Shein?»

Pero todavía no lograba imaginarse su vida más allá de las paradas de la diligencia, de las desagradables galletas que sabían a corteza de árbol, de los frijoles que le producían retortijones cada vez que se atrevía a tomar un bocado. En sus sueños veía la ciudad de San Francisco, pero sabía que aquellas imágenes provenían de ejemplares antiguos de las revistas Godey’s y Harpers, o de Beatrice, quien le había contado una o dos historias que, a su vez, le habían contado sus primas, que viajaron allí para la boda de un familiar cuando ella era una niña.

Pauline también le había leído cartas de su tío en las que mencionaba que las calles estaban entabladas y equipadas para resistir las herraduras de hierro de los caballos de ciudad; que el clima era templado, pero que por las tardes había niebla y que el viento a menudo transportaba tormentas de arena de las cercanas dunas.

Se imaginó una versión caricaturizada de una gran metrópolis: un circo de marineros de los mares del Sur, de árabes con turbantes, estafadores australianos y vendedores ambulantes que ofrecían comida caliente de sus braseros, comida cuyo sabor no se parecía en nada a lo que ella había probado hasta entonces.

Y, además de todo esto, estaba la moda (de la que llevaba prescindiendo tanto tiempo): polisones voluminosos, boas de plumón de cisne y elaboradas mangas abombadas. Había vivido lo suficiente para saber que existían mundos diferentes; mundos de restaurantes y teatros franceses, de lavanderías chinas y carniceros polacos. Y, aun así, le costaba creer que algún día pudiera estar en medio de uno de ellos.

«Queridísima Eva:»

—Tío Alfred —dijo en voz alta, como si, en aquel preciso momento, él hubiera entrado en el corral, hubiera cogido una brizna de paja del suelo y la deslizara elegantemente entre sus dedos como haría con un cigarrillo mientras se preguntaba qué explicarle, como si no lo hubiera hecho ya en la carta que ahora ella sostenía en las manos.

«Queridísima Eva:»

Continuó leyendo y sintió unas contracciones y retortijones tan fuertes en el estómago que le recordaron al parto. Su mano se apoyó, instintivamente, en su hija, como para asegurarse de que aquel no había sido inútil.

Después de leer las dos primeras frases, dejó caer la carta, fechada meses atrás, en el suelo cubierto de paja.

Cuando Alfred le escribió la carta, su padre había muerto y no se esperaba que su madre viviera más de una semana.

«¡No!», fue su primer pensamiento.

Entonces se dio cuenta de que, a pesar de la frágil salud de su madre y el constante desaliento de su padre, una parte de ella creía que, después de marcharse de Alemania, sus padres tendrían otra oportunidad de vivir el uno con el otro, aunque solo fuera por lo mucho que habían perdido. Su exilio debería haber producido algún tipo de resultado provechoso y ella creía que sería el reencuentro de sus padres. El hecho de que murieran tan pronto después de que ella se marchara no formaba parte de sus fantasías. De hecho, aunque era una idea extremadamente infantil y jamás lo habría admitido delante de nadie, nunca creyó que sus padres morirían algún día.

Enderezó la espalda y, sin apartar la mano de la pequeña barriga de Henriette, vomitó por encima de la valla del compartimento del establo hasta el último frijol que tanto le había costado tragar. Solo cuando ya lo hubo sacado todo y lo único que le producía arcadas era el polvoriento aire del corral, pudo apartar la mano de Henriette y dejarla dormir. Entonces lloró por sus padres como lloraba cuando era joven e inocente y solo ellos podían calmar sus miedos.

No tenía espejos que pudiera tapar y las mangas de la blusa de su hermana ya estaban desgarradas. Si hubiera tenido una pistola, habría disparado, aunque solo fuera para hacer ruido. Cuando su hermana murió, ella cosió y cosió con la única finalidad de sentir los consoladores pinchazos de la aguja. Nadie, en aquellos estados y territorios fronterizos, sabía lo paciente que era su padre o lo pícaras que eran las sonrisas de su madre y, por muy angustioso que esto fuera, ella lloró porque lo que más la conmovía, más que cualquiera de las lecciones que sus padres le enseñaron, era la simple imagen de la brillante calva de su padre.

Tomó de nuevo la carta y siguió leyendo.

Alfred tenía la intención de llevar a su familia de vuelta a Alemania y continuar con el negocio del padre de Eva. Pretendía recorrer Europa y utilizar las posibilidades sociales del negocio de la banca de una forma totalmente diferente a como lo hacía su padre. Quería utilizar las comidas de trabajo como oportunidades para respaldar sus convicciones políticas, aunque esto significara perder uno o dos clientes. Por lo que Eva dedujo, Alfred se sentía extrañamente contento de estas potenciales pérdidas financieras porque parecían servirle de consuelo ante tanta muerte y, al menos para él, significarían que no había cambiado tanto.

En la carta también le hablaba del éxito de Bismarck en la guerra. Y le explicaba que, aunque Sonnemann, el editor liberal predecía que para conseguir la unidad de Alemania tendrían que pagar un alto precio (la pérdida de libertad) de hecho, Alemania estaría unida bajo una única bandera blanca, negra y roja, y estaría mucho mejor equipada para proteger a sus judíos que Francia, Austria o Inglaterra. La integración, decía, era una posibilidad real.

En un momento de irritación inusual y furiosa, Eva pensó que era típico de Alfred escribir sobre su carrera y sobre política (por muy importantes que fueran los temas que tratara) en la misma carta en la que le comunicaba la muerte de sus padres.

La carta también contenía párrafos interminables acerca de Auguste, su elegante mujer: que lo que más le gustaba era el queso y el chocolate; que, a pesar de ello, era tan esbelta como su preciosa hija y su pendenciero hijo; que hablaba cuatro idiomas con fluidez; que los viernes preparaba un pastel; que fue idea de ella regresar a Alemania y que estaba convencida de que Alfred extrañaba mucho su país.

Eva se dio cuenta de que el tío Alfred, a pesar de sus tendencias obsesivas y políticas, amaba profundamente la vida familiar.

Eva sintió celos. Celos de la familia de Alfred. Celos de que sus hijos crecieran en la misma y encantadora casa en la que ella había pasado su infancia mientras que su hija, a tan tierna edad, tenía suerte al poder dormir sobre un montón de paja. Sintió celos de que ellos hubieran vivido en París, hubieran conocido a Heinrich Heine y de que pudieran regresar a Berlín y cambiar drásticamente su forma de vivir sin tener que viajar muy lejos. Sintió celos de no haberse casado con un hombre como su tío Alfred.

Pero, hacia el final de la carta, los celos dieron lugar a una emoción más expansiva, porque después de muchas páginas (que ella sabía que volvería a leer hasta que le resultaran tan familiares como las oraciones del Sabbat, las cuales no olvidaría aunque no las recitara durante veinte años) esto es lo que Alfred había escrito:

«Auguste y yo hemos hablado largo y tendido sobre ello y, aún a riesgo de que te sientas insultada por nuestra oferta, nos gustaría que vinieras a vivir con nosotros. Espero que comprendas, querida Eva, que te lo ofrezco con la mejor de las intenciones y con el ánimo de que seas feliz. De nuestra correspondencia deduzco, quizás erróneamente, que, aunque a estas alturas, Dios lo quiera, tengas un bebé al que prestar tus cuidados, quizá no te hayas hecho del todo a la idea de vivir en Norteamérica con tu marido. Sé que mi oferta es, como mucho, ofensiva y, como poco, decididamente nada ortodoxa, pero como yo nunca he estado a favor de la ortodoxia, me gustaría ofrecerte, a ti y, Dios mediante, a tu precioso bebé, un pasaje de vuelta a casa.

»Por el momento, espero que el cajón te haya llegado intacto. Aunque Auguste me asegura que mi idea no es nada práctica, te los he enviado tan pronto como he podido. Sé que querrías tenerlos.»

A continuación, como si Alfred no pudiera contenerse y como si lo supiera todo acerca de Heinrich (ella no pudo evitar pensarlo), escribió: «El gusto de tu padre, Dios lo tenga en la gloria, nunca fue muy sofisticado.»

Sentada en el corral, Eva dejó que la nudosa madera se clavara en su espalda y en su piel a través de la muy raída blusa de su hermana. Dejó de llorar. Miró el cajón pero no lo tocó.

Durmiera donde durmiese, en un corral, sentada en la diligencia o en la rara sombra de un árbol y a pesar de que su hija estuviera profundamente dormida y el único sonido que emitiera fuera el de su respiración, la despertaban los lloros de hambre de Henriette. Su hija, su milagro, succionaba diligentemente sus pechos a medida que los días y las noches se fundían en un único estado de supervivencia. Agradeció a Dios que, a pesar de lo poco que comía y la mala calidad de la comida, siguiera teniendo leche.

—La gente no viaja al Oeste para morir —le decía Will siempre que la veía preocupada—, sino para vivir. Acuérdese de mis palabras: su hija verá California.

El problema con California era que no conseguía tener más que una visión infantil de ella en la que todo era dorado, todo era rico y, si sabía algo era esto: esos calificativos solo podían aplicarse a la comida y a las joyas. De modo que decidió ejercitar su imaginación. Empezó por lo pequeño, visualizando únicamente la diligencia, como si la viera desde la perspectiva de un halcón, yendo más allá de su campo de visión pero sin ir muy lejos. Allí estaba: una caja pintada de verde que avanzaba sobre ruedas por el camino; lentamente. Allí estaba, y allí estaban ellos: ella y aquel grupo de ocho personas que probablemente no volvería a ver cuando llegaran a su destino.

Esperaba que Pauline encontrara un trabajo como enfermera del mismo modo que esperaba pasear con ella por las calles difíciles de imaginar de San Francisco. Pero incluso Eva sabía que lo más probable era que, en el plazo de dos años, Pauline estuviera trabajando como empleada doméstica o pidiendo trabajo en un burdel, con una sonrisa bonita y amarga en el rostro. Le resultaba imposible especular sobre su propio e incierto destino: se imaginó en el mismo y aterrador burdel, pero enseguida borró esa idea de su mente.

O podía regresar a Berlín. Ella y Henriette podrían contemplar los abedules mientras paseaban por el Tiergarten, el mismo Tiergarten que permanecía congelado en su mente, como el resto de la ciudad, en un mundo helado donde el tiempo se había detenido por completo. Y, conforme la diligencia avanzaba hacia el oeste a su increíblemente lenta velocidad, y cuando el camino ya no ofrecía más distracciones, Eva pensó en su mundo helado e inmaculado mientras sostenía en la mano la carta de Alfred. Y articuló la palabra «hogar».