Cuando dejó a su hermano sentado en la oscura oficina de la tienda aquella mañana, guardó el billete de cien dólares en lo más hondo de su bolsillo procurando no romperlo.
Si hubiera regresado a la casa, sin duda habría recogido a su mujer y a su hija (por supuesto que era su hija) y se habría dirigido a la finca del obispo. Una vez allí, habría suplicado al obispo Lagrande que los ayudara a salir de la ciudad, y en esto estaba pensando cuando dobló una esquina y los hombres de Cuca le cortaron el paso. Estaba pensando en esto cuando, después de que lo arrastraran hasta el río de color pardo; después de que lo tiraran al suelo y él tragara tierra y sangre amarga; después de que uno de los hombres le propinara tres patadas en las tripas, el otro le puso una pistola en la sien.
—Tomad —ofreció Abraham sacando el billete que Meyer le había lanzado a los pies—. Cogedlo. Y… hay más.
El hombre que sostenía la pistola soltó una sonora carcajada.
—Te hemos estado esperando. Y no hemos echado a la calle a tu mujer y a tu bebé. ¿Estás agradecido?
Él asintió con la cabeza y tragó una angulosa piedrecita.
—¿Entonces por qué no lo dices?
—Estoy agradecido —dijo Abraham.
Levantó la vista y habría jurado que vio el coche de doña Cuca y su condenada silueta en el interior. Más allá del coche estaba el cielo. Él sabía que, en cuestión de pocos minutos, el sol brillaría con todo su esplendor y que él no tendría que protegerse la cara. Cerró los ojos, que estaban inyectados en sangre y, con la misma certeza con la que sabía lo que iba a suceder, notó el frío metal de la pistola presionado contra su sien. Se imaginó a Eva y se imaginó a su bebé. Y entonces se dio cuenta de que era una niña, una niña que se parecía de manera sorprendente a su madre, quien, afortunadamente, ya no vivía y no tendría que recibir una noticia como aquella.
—Estoy agradecido.