LAS JOYAS

La leche caía por su blusa mientras Henriette lloraba y lloraba. Después de rechazar, una y otra vez, el pecho de Eva, evidentemente, seguía hambrienta. Eva salió temblando y a toda prisa del convento. Cuando huyó de la casa mientras Abraham todavía estaba dentro, solo miró hacia atrás una vez. Allí estaba la casa, el hogar que ella había deseado con tanto desespero, y, de repente, le pareció una casa de muñecas construida solo para que los niños jugaran; un regalo que, a la larga, y si no era destruido violentamente, le sería arrebatado.

Salió del convento, donde había pasado la última hora haciendo compañía a las huérfanas y actuando como si nada ocupara su mente salvo presentarles a su bebé y hacer un poco el bien. Mientras caminaba, se volvió una y otra vez, pero lo único que vio fueron casas corrientes, perros tumbados panza arriba al sol y, conforme se acercaba a la plaza, carros de mercancías que emprendían la ruta hacia pueblos vecinos.

Allí había actividad económica. A pesar de la salvaje vida exterior, allí, en aquel lugar remoto y sin ley, había una rutina sólida y ganada con esfuerzo. ¿Cómo pudo creer que Abraham llegara a formar parte de ella? Él era un jugador y seguiría jugando con sus vidas hasta que no quedara nada de ellos salvo el rumor de sus inicios.

Un carromato estaba parado delante de la tienda Shein Brothers’. Eva agarró firmemente a Henriette y avanzó entre los burros, los bueyes y las moscas temiendo encontrarse con aquellos dos matones. Caminó deprisa. Temía detenerse. Y allí, en la puerta, gritando en un español con acento y supervisando los cajones que se cargaban en los carros no estaba Meyer, como ella esperaba, sino Levi Ehrenberg.

Eva se detuvo repentinamente y se dio cuenta de que, desde donde estaba, si no daba otro paso, él no la vería. Se permitió observarlo y su forma de moverse la dejó sin habla; nunca lo había visto moverse y se dio cuenta de que no solo ella se había quedado sin habla, sino que lo mismo le ocurría a Henriette. Respiraron juntas, Eva y su hija, captando el olor de los animales y los hombres que estaban trabajando. Percibieron la vista. Él, desde luego, todavía cojeaba, y parecía compensarlo gesticulando con las manos. Era un hombre trabajador, ella lo sabía, pero, de todos modos, le sorprendió. Eva empezó a caminar incluso antes de haber tomado la decisión de hacerlo, pero él todavía no la vio. No la vio hasta que ella estuvo justo delante de él y Henriette soltó un grito.

Permanecieron en la sombra, entre los sudorosos animales y la recalentada tienda; entre los trabajadores que corrían de un lado a otro gritando en alemán y español. Eva se preguntó cómo podía pesar tanto su hija si ni siquiera tenía tres meses.

—Señora Shein —la saludó él.

Si Eva no se hubiera dado cuenta de que sus orejas habían enrojecido, no habría sabido que se había sorprendido al verla.

—Veo que ha tenido un bebé sano —continuó él—. Debe de sentirse muy feliz.

—Feliz —repitió ella—. Oh, sí.

—Es una niña, ¿no?

Ella asintió exageradamente.

—Me impresiona que se haya dado cuenta. Cuando son tan pequeños resulta casi imposible distinguirlos.

—Debo reconocer que lo había oído comentar.

—¿Ah, sí?

La idea de que alguien supiera que ella seguía en la ciudad, por no decir que había tenido una niña le pareció increíble. ¡Se había sentido tan invisible! Como si, después de todo, la hubieran enterrado viva.

—¿Y cómo se llama?

Eran las nueve de la mañana y el calor diurno ya subía por su dolorida espalda y traspasaba la fina piel de su bebé. Las nueve y su marido había regresado como un animal perseguido y rabioso; el tipo de animal más peligroso. Aun así, Eva Shein se vio incapaz de expresar el pánico que sentía. Se preguntó si, de hecho, era aquella perversa calma la que, a pesar de todo, le había permitido sobrevivir.

Se imaginó a sí misma desembarcando de un barco a vapor en Bremen y lanzándose a los brazos de sus padres. Sintió la flexible piel de su madre y la chaqueta de tela de estambre de su padre; incluso pudo ver sus contenidos pasos mientras la conducían al coche. La arroparían en su cama de plumas de siempre. Días de comidas familiares y conversaciones nuevas calmarían el pasado y el dolor.

Pero esto no sucedería.

Allí no había nada para ella salvo una pequeña lápida y su propio y cobarde silencio entre sonrisas rotas. Años de despertarse y saber que nada sobre la vida y la muerte de su hermana podría ser olvidado.

—Estaba a punto de cometer una estupidez —se oyó decir Eva en voz alta.

—¿En serio?

—¿Sabe lo que iba a hacer?

Él negó con la cabeza y, durante unos instantes, ignoró el hecho de que los trabajadores se movían más despacio.

—Estaba a punto de ir a correos y enviar una carta a mi familia informándoles de que quería regresar a casa. Estaba considerando la idea de pedirles que me ayudaran. ¿No es eso una estupidez?

—Pero este es su hogar —respondió él simplemente.

Ella sacudió la cabeza de un lado a otro y fue como si, con aquel único movimiento, una llave hubiera girado en su interior.

—No, no puede serlo.

Las lágrimas brotaron silenciosas y cayeron sobre el pelo ralo de Henriette.

—Comprendo —comentó él.

Luego soltó un respingo, como si hubiera estado a punto de olvidar algo. Aquel sonido era tan inusual en él, tan nervioso y asustadizo.

—Tengo algo. Ha llegado un cajón para usted —anunció.

—¿Un cajón? Pero ¿cuándo?

—Discúlpeme, me pareció demasiado importante para enviárselo con cualquier persona a su casa y yo… Yo todavía no podía llevárselo personalmente. Verá, yo…

—Por favor —lo interrumpió ella casi con severidad—, entiendo por qué no me lo llevó usted mismo.

—Es de casa —explicó él como si admitiera una verdad encubierta: que, después de todo, su hogar nunca estaría allí—; lo digo por el matasellos.

Levi le indicó que se acercara a la tienda, pero ella no quiso entrar.

—Espere aquí —le dijo él—. No tardaré.

Ella esperó en una sombra debajo del toldo.

Eva no había dejado de vigilar por si veía a aquellos dos hombres, pero aunque no los vio, todos los hombres de la calle parecían constituir una amenaza velada. Arrulló a Henriette hasta que Levi regresó con un cajón y una carta con la familiar y pulcra caligrafía de Alfred. Introdujo la carta en la cinturilla de su vestido mientras Levi empujaba el cajón contra los ladrillos de adobe del edificio. Los dos se quedaron mirándolo unos instantes, como si esperaran que dijera algo.

—Gracias —dijo Eva.

—¿No va a abrirlo? —preguntó él—. ¿Cómo puede resistirse al menos a abrir la carta? Yo abriría cualquier carta o paquete que recibiera del extranjero inmediatamente.

—No, no lo haría —replicó ella, intentando no sonar tan aterrorizada como se sentía.

Se sentía aterrorizada porque sospechaba que estaba envuelto con tanto esmero, que había atravesado el imponente océano y aquel territorio salvaje para llegar, finalmente, a ella.

Sabía que, si abría aunque solo fuera la carta, caería al suelo y nunca abandonaría el trozo de sombra en el que se encontraba. Más que nada, más que querer desclavar las tablas de madera de la tapa, más que abrir el cajón, lo que quería, lo que necesitaba era moverse.

—No tengo tiempo —explicó.

—¿Entonces es verdad que se va?

Durante un segundo, ella creyó que él iba a acercársele y asintió como si le diera permiso.

—Pues yo no creo que deba irse —replicó él.

Ella se dio cuenta enseguida de que él no lo decía en serio y que, aunque parecía afligido y estaba ligeramente inclinado hacia ella, a escasos centímetros de tocarla, algo había cambiado significativamente.

—Por favor —suplicó Eva—. Por favor, ya no estamos en la enfermería.

—No, no lo estamos, tiene usted razón.

—Solo debemos decir lo que sentimos de verdad.

—Me temo que eso no puedo hacerlo —repuso él.

Una nube se movió y, repentinamente, el sol la deslumbró. Eva se hizo sombra en los ojos con la mano y se apartó de la luz acercándose más a Levi hasta que pudo oler el sudor en su cuello y el café matutino en su aliento.

—¿Quién es su prometida? —susurró Eva.

Como cuando le ofreció las fresas, Eva se dio cuenta de que él estaba genuinamente sorprendido.

—¿Quién se lo ha contado? —preguntó Levi.

—Nadie me ha contado nada. —Y se alegró de que fuera verdad porque no habría querido saberlo—. Lo presiento —admitió—. Percibo que ha cambiado. Verá… —empezó, y aunque estaban tan cerca que podían tocarse, tuvo que apartar la vista—. No creo que sepa lo bien que lo entiendo.

—Sí, lo sé —confirmó él.

Levi se mordió el labio y ella deseó colocar sus temblorosas manos a ambos lados de su cara.

—Por favor, dígamelo.

—Sarah —contestó él—. Se llama Sarah.

—¿Entonces no es Julie?

Levi la miró como si, durante un breve instante, recordara el largo viaje que había realizado hasta llegar allí. Luego sacudió la cabeza con una expresión entre tímida y orgullosa que ella nunca había visto en su cara.

—Viene de Las Cruces y, antes de eso, de Frankfurt.

—¿Están comprometidos?

Él asintió con la cabeza y ella tragó saliva y notó, en la boca, el polvo que flotaba en el aire.

«¿La ama?», le preguntó, pero solo con los ojos. Sabía que, aunque la hubiera oído, no podía responderle. Se trataba de una pregunta imposible de responder aunque solo fuera porque, probablemente, se trataba de un matrimonio concertado y él todavía no sabía si la amaba o no. «Venga conmigo —deseó decirle—. Quiero que venga conmigo.»

Eva se permitió mirarlo fija y abiertamente porque no podía apartar la mirada y porque estaba francamente desesperada. Se acercó al cajón y lo tocó ligeramente con la punta de su bota. Él le devolvió la mirada, pero solo brevemente. Carraspeó y miró alrededor: le preocupaba que alguien los viera tan juntos. Eva apretó momentáneamente a Henriette contra ella.

—¿Así que ha encontrado una novia alemana? —preguntó ella con suavidad.

Sabía que Levi era un hombre de palabra y que la había dado a una mujer que se llamaba Sarah. Levi no se iría con ella, y fue entonces cuando comprendió que el compromiso era formal, que pudo admitir ante sí misma cuánto deseaba que él la hubiera acompañado.

Y aunque sabía que él era otra de las muchas personas que no volvería a ver nunca más, pensó que, si lo miraba a los ojos el tiempo suficiente, él comprendería lo apurado de su situación.

Todo un minuto pareció transcurrir antes de que él, finalmente, preguntara:

—¿Ha hablado usted con Meyer?

Ella comprendió, entonces, que él había oído los rumores acerca de Abraham y que ahora sabía que eran ciertos.

Eva negó con la cabeza.

—No puedo —confesó—. Durante el rato que llevo aquí, hablando con usted, me he dado cuenta de que no puedo.

—Su marido estuvo aquí y se marchó no hará ni una hora. Discutieron y Meyer no ha salido de la oficina desde entonces; lo último que necesitaba Meyer era que alguien lo alterara. Acaba de llegar de visitar a un médico en Las Cruces.

—Habla usted como si estuviera enfermo.

Levi Ehrenberg sacudió la cabeza durante unos segundos mientras una sonrisa hostil flotaba en sus labios.

—¿No lo sabía? Le propinaron una paliza. Los hombres a quienes su marido les debe dinero. —Cuando percibió el evidente desconcierto de Eva, miró alrededor y luego apoyó una mano en la espalda de ella apremiándola para que entrara en el edificio—. ¿Dónde cree él que está usted ahora? —le preguntó—. Me refiero a su marido.

—No lo sé —respondió ella poniéndose repentinamente nerviosa y sin apartar la mirada del cajón que estaba junto a la puerta—. No lo sé.

—¿Dónde cree él que está usted? —repitió Levi.

El corazón de Eva latía desaforadamente. Realmente iba a hacerlo. Ya lo estaba haciendo.

—Me temo que necesito su ayuda —admitió.

Entonces se lo explicó todo.

Él no le sugirió que lo reconsiderara. No la cuestionó en absoluto. Salió a la calle durante un buen rato y, cuando regresó, parecía arrepentido.

—Venga —la acució—. Debemos darnos prisa.

Tomó el cajón y, sin consultarla, lo cargó con cuidado en un carromato. Luego señaló a un mexicano de cara redonda que estaba sentado en el asiento del conductor y que sostenía relajadamente las riendas.

—Feliz la llevará a Mesilla. Allí podrá tomar una diligencia hacia el Oeste. —Introdujo la mano en su chaqueta y sacó un pedazo de papel en el que había escrito un nombre y una dirección—. Me han dicho que esta familia es generosa —explicó señalando el papel—. Dan trabajo a sus compatriotas. Son propietarios de una gran tienda.

Eva se dio cuenta de que él había estado esperando aquel momento; un momento en el que ella acudiría a él en busca de ayuda. De hecho, se había preparado para ello.

—Dicen que San Francisco es una ciudad bonita —continuó Levi. Colocó el papel en la mano de Eva y no la soltó—. Vivirá en una ciudad junto al mar. —Durante un instante, adoptó un aire de disculpa y sacudió la cabeza, como si supiera que no podía ignorar la dureza de la realidad frente a una persona tan perspicaz como ella—. Eso si logra soportar un viaje tan largo —reconoció.

Soltó la mano de Eva y, como si temiera su respuesta, le preguntó si tenía dinero.

Ella miró alrededor y, por pura necesidad, le tendió a su hija. Él la tomó en sus brazos con extrema precaución; era evidente que nunca había sostenido a un bebé. Y allí, entre el carromato y el almacén, donde en aquel momento no había ningún empleado, Eva levantó su pesada falda. No se la había quitado desde hacía varias semanas porque temía que podía tener que hacer lo que estaba haciendo en aquellos momentos: escapar sin nada más que la ropa que llevaba puesta. Había albergado la esperanza de que Abraham regresara siendo un hombre nuevo y mejor, pero, de todos modos, había cosido sus joyas, su única posibilidad de ser libre, en la oscura tela.

—Eva —dijo él.

Era la primera vez que la llamaba por su nombre de pila. Resultaba difícil adivinar qué le resultaba más impactante, si ver las joyas o que ella se hubiera levantado las faldas delante de él y al aire libre de modo que nada salvo una fina y desgastada enagua amarilla se interpusiera entre él y su carne.

—Tengo que vender alguna joya —explicó ella mientras soltaba las faldas.

—No —declaró él con énfasis—. No.

Agarró a Eva por los hombros. Incluso deslizó las manos por los brazos de ella, como si Eva tuviera frío y él la estuviera calentando. Pero entonces miró a Henriette, que estaba entre ellos: un sólido recordatorio de dónde terminaba Eva Shein y empezaba Levi Ehrenberg.

—No renuncie a ellas tan fácilmente.

—Yo no diría que es fácilmente.

Él le tendió un abultado sobre lleno de dinero.

—No puedo aceptarlo —repuso ella, pero no lo dijo en serio.

Tomó el dinero y la mano de Levi y, durante un breve momento, los tuvo ambos.