ACABADO

Mientras buscaba las joyas, mientras mantenía tanto la concentración como la esperanza, Abraham oyó que Eva salía de la casa. Oyó sus pasos rápidos y los lloros del bebé al que ella había intentado calmar sin éxito, y dedujo que había salido en busca de ayuda. Tuvo la vaga certeza de que su mujer estaba huyendo de él, aunque le costaba creerlo. Él no quería que ella lo viera de aquel modo y experimentó cierto alivio al sentirse tan avergonzado. Porque de verdad estaba avergonzado, aunque, al mismo tiempo, nunca había tenido tanto miedo. Era aquel miedo lo que lo había enfurecido repentinamente hasta llegar a juguetear con las cerillas que tenía en los bolsillos y a considerar la posibilidad de incendiar la casa antes de permitir que doña Cuca se la quedara.

Evidentemente, la casa, al menos eso le había dicho doña Cuca la noche anterior, mientras Antonio mantenía su famoso cuchillo contra la garganta de Abraham, no cubriría la cifra que le debía. Las joyas eran su última posibilidad. Cuando se fue de la ciudad, se llevó el joyero, pero cuando lo abrió (en mitad de la noche, en una meseta) le quedó muy claro que había subestimado a su mujer. Ella había previsto su peor comportamiento y había sido recompensada.

Abraham había planeado entrar a hurtadillas en la casa aquella mañana, encontrar las joyas y volver a marcharse. Con lo que no había contado era con que la puerta estuviera cerrada con pestillo ni que hubiera alguien más allí. No se le ocurrió que hubiera un bebé (¿suyo?) que reclamara atención o que él se sintiera tan trastornado al verlo y tan débil que estuviera a punto de llorar también como un bebé. Ni que, ¡por Dios!, la mujer de Theo y su sirvienta también estuvieran en la casa.

Este era uno de sus múltiples problemas: nunca tenía en cuenta todos los factores.

Cuando conoció a su mujer, su impresión inicial fue que ella era una mujer simple, pero ahora sabía lo terrible que era juzgando a las personas. Eva, por su parte, lo entendía muy bien. Había escondido las joyas (¿cuándo había dejado él de mirar dentro del joyero?) y ahora podían estar en cualquier lugar: en el joyero de Beatrice Spiegelman o incluso enterradas en la tierra rojiza del famoso jardín del obispo Lagrande.

En las montañas Organ había encontrado un puesto de avanzada donde nadie lo conocía. Había tiendas de campaña y mujeres, licor y plata, y se quedó allí hasta que un mercader polaco que estaba de paso lo vio y exclamó: «¡Shein!» Entonces supo que había llegado la hora de irse.

Creyó que todavía disponía de una última posibilidad de cancelar sus deudas, pero ahora, cuando dejó a su yegua atada a un poste y contempló la casa convencido de que sería la última vez que la vería, cuando se dirigió a la plaza mientras sorbía los restos de whisky del odre y notaba lo holgados que le iban los pantalones en la cintura y los muslos, no logró dilucidar cuál podía ser aquella última posibilidad.

Caminó por la periferia de la plaza. Todos los hombres le resultaban familiares; todos llevaban una pistola y todas las pistolas tenían una bala con su nombre. Aquella era una ciudad pequeña y él estaba marcado. Le sorprendería si vivía lo suficiente para averiguar el nombre del bebé.

Se preguntó si lo lincharían y lo colgarían del árbol más alto de la alameda, donde él había estado años atrás: un hombre libre y arrogante entre hombres libres y arrogantes; un hombre que, junto con los demás, había abucheado al vagabundo, al criminal o al hijo de puta que acababan de ahorcar. Levantó la vista hacia las ramas, hacia sus siniestras curvas y rezó para que, en lugar de ahorcarlo, le pegaran un tiro.

Cuando se fue a las montañas, se imaginó que trabajaría duro en las minas de plata, que encontraría la forma de conseguir oro y labrarse una fortuna. Pero lo único que encontró en aquellos lugares fue un camino que conducía a su tumba.

Había pensado en Eva, pero nunca durante mucho rato. Era lo bastante presuntuoso para creer que le había arruinado la vida. Aunque, a veces, se permitía el pequeño lujo de pensar que había sido ella la que le había dado mala suerte. Que se había casado con él solo para huir de algún tipo de maldición y que esta la había perseguido a través del océano para acabar cayendo sobre él.

Unas mujeres que vendían maíz y bayas exponían sus mercancías sobre la rojiza tierra. Abraham se dio cuenta de que, al verlo, retrocedieron levemente y tuvo que asumir el hecho de que su aspecto era horrible; incluso unas mujeres pobres, miserables y desesperadas por vender sus mercancías se apartaban de él instintivamente. De todos modos, su aspecto no les impidió llamarlo incitándolo a comprar a los más altos precios. Sus voces le recordaron que aquello era Norteamérica y que, al principio, las posibilidades eran ilimitadas: unas mujeres pobres podían superar a un hombre desesperado y maloliente.

Un hermano, cualquier hermano, podía pedir ayuda.

La tienda funcionaba sin problemas. En la entrada, Levi Ehrenberg bramaba órdenes a un equipo de trabajadores. Abraham lo ignoró y entró deprisa en el edificio. Algunos artículos nuevos —una alfombra oriental, una cama de palisandro— llamaron su atención y le molestó fijarse en ellos; le molestó codiciar algo que no fuera la vida misma. Camino del almacén, los trabajadores se mostraron sospechosamente ocupados; nadie se dignó saludarlo. Ni siquiera levantaron la vista cuando él volcó un montón de cajones de embalaje. Como nadie se ofreció a ayudarlo, Abraham volvió a apilar los cajones en completo desorden, como el peor de los mozos.

—¿Qué ha pasado? —gritó Meyer a los trabajadores desde el otro lado de la puerta del almacén.

A Abraham le extrañó que no acudiera corriendo al oír el jaleo, pero cuando entró en la oficina y vio a su hermano, enseguida entendió la razón.

Meyer tenía la cabeza vendada y los dos ojos amoratados. Su nariz estaba tan hinchada que resultaba difícil reconocerlo. Tenía cortes en la mejilla y en la ceja que estaban a medio cicatrizar y uno de los brazos en cabestrillo.

—¡Santo Dios! —masculló Abraham—. Mataré a quien te haya hecho esto.

—Por favor —respondió Meyer—, guarda tus heroicidades para otra persona.

Se volvió con rigidez hacia un montón de papeles y empezó a contar en voz baja.

—¿Cuándo te han hecho esto? —Abraham, dispuesto a elaborar un plan, dispuesto a ayudar, colocó una silla al lado de su hermano—. Porque…

—No se te ocurra sentarte, Abraham.

—¡Oh! —exclamó él sorprendido—. Claro.

Permaneció en silencio en las sombras de la habitación durante largos minutos. Sintió una creciente necesidad de orinar, pero no podía irse, no en aquel momento, no cuando Meyer seguía contando como si estuviera contando las horas de vida que le quedaban a su hermano y como si eso no fuera más que otra tarea que tenía que realizar antes de cerrar las puertas y regresar a casa con su familia.

—¿Quién te ha hecho esto? —preguntó Abraham.

Encorvado sobre el escritorio y sin mirar a su hermano, finalmente, Meyer habló.

—Que me formules esta pregunta es… —Meyer se interrumpió y bajó la voz—. ¿Realmente eres tan estúpido, Abraham? Porque no creo que lo seas. No lo creo. No creo que sea la estupidez la que te impulse, aunque, llegados a este punto, desearía que así fuera.

—Yo solo quiero…

—Doña Cuca —declaró Meyer con voz ronca—. ¿Recuerdas que la noche que llegaste a la ciudad te dije que no fueras allí, que ni siquiera te acercaras?

—Meyer, yo…

—¡Maldito idiota! —explotó Meyer con una rabia sin precedentes, con la saliva acumulándose en las comisuras de su hinchada boca. Hizo una mueca reflejando un dolor que debía de ser crónico—. ¿Quién, si no, crees que haría algo así? Por lo visto, creían que les daría tu parte en el negocio. Pero tú no tienes ninguna parte en este negocio. ¿Entiendes?

Abraham asintió con la cabeza, pero no podía dejarlo correr.

—Si tan solo me dieras…

—¿Que te dé qué? —soltó Meyer—. ¿Tiempo? ¿Dinero? ¿Fe? Te lo di todo.

—Yo no vivía de tu caridad —no pudo evitar decir Abraham.

—No, no siempre.

—Levanté este negocio contigo.

—Abraham…, eso no es verdad.

Meyer lo miró hasta que Abe se vio obligado a ver el alcance de sus heridas: el hecho de que había sangre en el blanco de uno de sus ojos y que quizá nunca recuperara totalmente la salud.

Meyer empezó a toser; sufrió un ataque de tos húmeda tan ruidoso que a Abe le resultó difícil continuar en la habitación. Pero se quedó; desde luego que se quedó, hasta que el estruendo quedó reducido a un terrible resuello. Un reloj marcó el inicio de la siguiente hora. Un gato delgaducho paseó sigilosamente por la habitación.

—Le he pagado a Cuca por ti.

—¿Que has hecho qué?

—Le he pagado aproximadamente la mitad de tu deuda.

Lo único que pudo hacer Abraham Shein fue sacudir la cabeza, como si este acto en sí mismo pudiera detenerlo todo; detener todo lo que había hecho desde que llevó a Eva Shein a Norteamérica; detener sus propias lágrimas, que no tardarían en resbalar por su sucia, aunque no ensangrentada, cara mientras Meyer seguía hablando.

—Ahora has muerto para mí, ¿entiendes? No quiero volver a verte nunca más.

—Yo… —empezó Abraham, pero Meyer lo interrumpió con un gesto de la mano.

Después de que la habitación empezara a caldearse, después de que se oyeran voces en la entrada de la tienda como contrapunto a su silencio, Abe se dirigió hacia la puerta.

—Abraham —lo llamó Meyer con voz suave.

Abe estuvo a punto de seguir caminando, lo que era preferible a volver a mirar a su hermano a la cara. Pero se detuvo y se volvió. Meyer le lanzó un billete de cien dólares.

Abraham se arrodilló para recogerlo del suelo y, como si su espalda hubiera sufrido una contractura y no pudiera levantarse, se quedó en aquella posición durante unos segundos.

—¿Por qué vienes a trabajar en este estado? —le preguntó sin pensar, casi de pasada, como si ahora que todo había terminado, pudieran charlar como amigos.

—No soporto que mi familia me vea así. Mis hijos me tienen miedo y mi mujer no para de llorar. —Encendió, con gran dificultad, un purito—. No soporto ver llorar a mi mujer.

Abe se levantó y pasó la mano por sus mugrientos pantalones.

—Te curarás —dijo—. Te curarás.

Porque se curaría. Se curaría. Tenía que curarse.

Meyer echó el humo lejos de él y de su hermano. Incluso en aquel momento, cuando parecía medio muerto, Meyer era un hombre atento.

—Claro que sí.

—Estoy… Por favor, Meyer… Estoy destrozado.

—Adiós —dijo Meyer en voz baja. Y luego aumentó el volumen—: Vende la casa.

Abraham Shein se imaginó que ya estaba fuera, más allá de aquellas paredes gruesas y oscuras. Se imaginó el sol que brillaba por encima de las nubes bajas, de los pinos, de la plaza y de la vieja iglesia y comprendió que estaba más familiarizado con aquella vista que con la calle empedrada de la ciudad donde nació, donde sus primeros recuerdos estaban coloreados por la elevada e inútil música del piano. Aquella música lenta y fluida ahora estaba enraizada en su cabeza, como si los preludios y los nocturnos de su madre lo estuvieran rondando y lo atrajeran, en un recorrido a lo largo de los años, hacia el pasado. Atrás y atrás, hasta mucho antes de que su hermano dijera: «Vende la casa», y él contestara: «Ya lo hice.»