EN LO ALTO DE LA ESCALERA

Desde su lugar, en lo alto de la escalera, que era lo más lejos que se atrevía a ir de su dormitorio, Eva oyó la voz potente e impactada de Beatrice Spiegelman cuando vio lo desatendida que estaba la casa. Acababa de regresar a la ciudad después de acompañar a su marido a Taos en un viaje que había durado casi un mes. Ella y Luz, su doncella, habían llegado a la casa de Eva al amanecer y, aunque Eva le pidió que se fuera y acudiera en otro momento, Bea no le hizo caso y dio instrucciones a Luz para que empezara a hervir agua.

Cedieron a los ruegos de Eva y cerraron con pestillo las puertas delantera y trasera de la casa y los postigos de las ventanas. Limpiaron el salón mientras la pequeña Henriette succionaba el voluminoso pecho de Eva, que, sentada en el duro suelo, arriba de la escalera, y apoyada en la pared se dejó arrullar por el dulce flujo de la leche y el hambre del bebé.

Los pezones de Eva todavía estaban surcados por pequeños cortes producidos por los frustrados intentos de mamar de Henriette durante las primeras semanas; aquellas largas horas en las que su diminuta boca no podía abrirse lo suficiente. Al principio, Henriette se abalanzaba sobre los pezones de su pobre madre, pero los mordía con desespero en lugar de succionarlos y se rendía enseguida. Luego introducía sus diminutas y agitadas manos en su boca y abandonaba los pulsantes y expectantes pechos de su madre. Pero, recientemente, Henriette había empezado a succionar la leche de una forma rápida y eficaz que también resultaba muy reconfortante para Eva. Aparentemente, las dos se estaban volviendo cada vez más fuertes.

Eva esperaba la visita de Meyer, pero él no había ido a verlas desde el nacimiento de Henriette. Después de aquella visita inicial, había enviado a Alma Lucia unas cuantas veces y esta, afortunadamente, había limpiado las habitaciones, lavado las sábanas y dejado un cesto con tamales, que, nada más irse, Eva se comió de una sentada. Nunca había tenido un apetito tan voraz.

Pero hacía más de dos semanas que no bajaba la escalera.

Si las monjas la visitaban, Eva les pedía que le subieran una bandeja con comida y se alimentaba de aquella comida hasta la llegada del próximo visitante. Además, le daba migas a Schwefel, el pájaro, cuyos gorjeos extrañamente la reconfortaban.

El obispo también la visitó y le llevó un cesto con fruta y una fuente con carne previamente cocinada y ella disfrutó felizmente de su presente, que le duró varios días. Durante un breve instante, mientras tiraba los huesos y las pepitas por la ventana, como si fuera una reina prepotente, incluso se sintió indulgente en lugar de destrozada. Delante de las visitas, restaba importancia a la desaparición de Abraham, aunque sospechaba que no engañaba a nadie.

Dos hombres vigilaban la casa. Siempre estaban allí, con aspecto aburrido pero preparados para actuar con violencia. Cuando Eva miraba por la ventana escondida detrás de las sábanas y veía a aquellos hombres, apretaba a su hija contra su pecho y la amamantaba, tanto para sentirse reconfortada ella misma como para calmar a su bebé.

Un día, hacía ya más de dos semanas, golpearon la puerta una y otra vez y la llamaron por su nombre hasta que, finalmente, Eva respondió. Intentó mantener la voz calmada mientras pronunciaba su frase típica a través de la puerta cerrada con pestillo: «Mi marido no está en casa.»

—Ya lo sabemos, condenada mujer —declaró una voz grave y áspera—. Ahora abra la puerta.

—Por favor —pidió ella hablando peor el inglés de lo que en realidad sabía—, vayan a la tienda Shein Brothers’.

—No necesitamos comprar nada. Si no abre la puerta y nos da nuestro dinero, lo conseguiremos de la forma que sea. —Se oyó una tos, un murmullo y el golpe de un puño contra la puerta—. No querríamos que su bebé se asustara. Los bebés se asustan fácilmente.

Eva, después de volverse en silencio, como si reaccionara a un simple insulto, subió la escalera y, desde entonces, no la había vuelto a bajar.

Ellos siguieron vigilando la casa. A veces, aporreaban la puerta, pero no habían ido más lejos. Aquella mañana no estaban, lo que todavía puso más nerviosa a Eva, porque su ausencia solo podía significar que estaban planeando algo, y no parecía probable que sus planes incluyeran una retirada elegante. No estaban debajo de los álamos de Virginia, escarbando con los pies en el suelo y fumando y riendo como solían hacer, mientras mostraban sus dientes sucios y cariados. Ella nunca se preguntó de qué se reían, del mismo modo que aquel día no se preguntó dónde estaban. Los hombres que la vigilaban existían, tanto si estaban a la vista como si estaban comiendo en sus casas con sus poco probables familias y, en cualquier caso, ella estaba atrapada en lo alto de la escalera. Eva estaba convencida de que sabría cuándo podía bajar y que, en el caso de que no fuera su marido quien acudiera a librarla de aquel purgatorio, reconocería a su salvador inmediatamente.

La pequeña Henriette tenía los ojos del color de la regaliz; dos golosinas en el escaparate de una confitería; negras y brillantes, y resultaba imposible dejar de mirarlos. Fijaba la mirada en Eva y le agarraba el dedo con manos expresivas, como si fuera a pronunciar un discurso en el que le daría instrucciones sobre cómo proceder. Su nariz era larga, no respingona como la de los bebés, y, normalmente, tenía los labios separados, como si estuviera pensando, como Eva recordaba que los tenía Heinrich mientras pintaba.

Esta comparación debería de haberla inquietado, pero no lo hizo tanto como sería de esperar, porque ella era obsesiva incluso en su imaginación; sobre todo en su imaginación, donde los pensamientos giraban interminablemente como las ruedas de una diligencia, una imagen y un sonido que todavía percibía por las noches, cuando cerraba los ojos.

Se imaginaba las ruedas y también la sudorosa piel de los pobres caballos cuyo valor, como el de ella, se medía segundo a segundo solo por su desplazamiento hacia delante. A veces, aunque estaba totalmente exhausta, no podía dormir y se pasaba horas contemplando a su bebé, que dormía al lado de ella, sin acabar de asimilar del todo su existencia, lo apropiado que era que estuviera allí. Entonces, un sentimiento de egoísmo y de codicia que bordeaba la lujuria la invadía.

Henriette dormía con los brazos por encima de la cabeza, como si estuviera cayendo y no le importara. Eva no quería compartirla con el resto del mundo. Aunque todos los días y todas las noches esperaba el regreso de Abraham, la espera estaba empañada por el doloroso recelo de que la reclamara como suya.

Y ahora estaba allí, sin hacer nada salvo esperar en lo alto de la escalera mientras Beatrice y Luz limpiaban la casa. No tuvo el valor de decirles que no tenía sentido que limpiaran, que aquella casa, aquella escalera, ya no eran de ella. Era solo cuestión de días que aquellos hombres echaran la puerta abajo. Su marido tampoco era ya de ella. Nunca regresaría a buscarla. Antes dejaría que aquellos hombres la atraparan. «Yo soy mi amada y mi amada es mía»; ella creía en el valor de aquellas palabras no solo de niña, sino también cuando realizó siete círculos alrededor de su marido mientras el rabino pronunciaba las famosas palabras con una voz potente y nasal que no resultaba nada romántica. Ella sabía que aprendería a amar a Abraham y lo había amado, aunque fuera de la manera en que un marinero náufrago ama el mar. Él lo era todo en su mundo y ahora su mundo estaba vacío de todo salvo por su cuerpo, que estaba milagrosamente lleno de leche, y su niña, que mamaba de su pecho. No tenía nada salvo su libreta de notas, un pájaro chillón y, sí, los zafiros, los rubíes, las esmeraldas y el collar de diamantes que solo había visto colgado en el escote de su madre.

—¡Vamos, baja, querida! —la llamó por última vez Beatrice desde el pie de la escalera—. Tienes que ver la casa. ¡Insisto en que la veas! De verdad, no está tan mal.

—¿Crees que estoy aquí arriba porque me asusta limpiar? —preguntó Eva.

Se rio y su risa le pareció una brisa fresca. No recordaba la última vez que se había reído.

—Te sentirías mucho mejor si lo hicieras. —Beatrice esbozó una sonrisa cansada, como si hubiera estado representando cierto papel y, finalmente, hubiera decidido abandonarlo—. Eva —prosiguió—, desearía… —Pero reprimió con decisión ese deseo—. Mi marido cree que te has vuelto loca.

—¿Cree que me he vuelto loca? ¡Es mi marido quien ha enloquecido! Lo que constituye una locura es que tenga un contrato que cumplir, un contrato del gobierno, y se haya ido de la ciudad. Lo que es una locura es que esté huyendo de dos peligrosos pistoleros con quienes, obviamente, está en deuda.

—¿Qué hombres?

—¡Por esto no bajo la escalera! ¿Lo comprendes? No bajo porque tengo miedo de esos hombres. Pronto nos echarán de aquí, ¿sabes? Solo me pregunto por qué no lo han hecho todavía. Es mi marido quien ha enloquecido, Beatrice. Puedes decirle a tu marido que yo te lo he dicho. Yo solo soy precavida.

—¡Cielos! —exclamó Beatrice mientras se apoyaba en el principio de una barandilla que Eva sabía que nunca vería terminada—. Los hermanos Shein perdieron ese contrato, Eva. Creía que ya lo sabías, querida. Lo perdieron hace meses.

Eva se rio involuntariamente.

—¿Qué quieres decir con «hace meses»? ¿Cómo lo sabes?

Beatrice bajó la vista hacia sus manos y, mientras Luz fregaba el suelo detrás de ella, no dijo nada.

—¿Beatrice?

—Lo sé porque concedieron el contrato a mi marido y a su hermano.

—Pero…, ¡el contrato pertenecía a los hermanos Shein!

Para sorpresa de Eva, Beatrice se sentó en el primer escalón.

—Abraham perdió el contrato, y la culpa no fue ni de mi marido ni de mi cuñado. Tú lo sabes, Eva. —Beatrice levantó la vista hacia Eva brevemente y volvió a apartarla—. Seguro que lo sabes.

Eva quiso discutírselo, quiso defender a Abraham, pero no quedaba nada que defender.

—Lo sé —confirmó.

Se agarró a su hija con fuerza. Quizá con demasiada fuerza. No quería llorar.

—Por favor, querida, baja.

La alegría de Bea había decaído y a Eva le entró el pánico de que incluso ella la abandonara, de que, finalmente, hubiera agotado la paciencia de la persona más infatigable que conocía.

—¿Quieres que baje? —preguntó.

—Por favor, querida, da solo un paso por vez. Te prometo que puedes hacerlo.

—Prefiero quedarme aquí arriba —contestó Eva agarrándose al sólido pasamanos de madera—. Me gusta estar aquí, en lo alto de la escalera. Desde aquí puedo dar instrucciones a los sirvientes y puedo contemplar la casa sin formar realmente parte de ella.

—¿Por qué no bajas y me permites sostener al bebé?

—¿Tú crees que estoy loca, Bea?

—No tienes sirvientes, Eva.

Eva sintió que se reía, pero ningún sonido salió de su boca.

—Ya lo sé.

Alguien llamó a la puerta y Eva gritó:

—¡No contestes!

Eva se levantó de repente y corrió a la ventana del dormitorio mientras Henriette rompía a llorar con ímpetu. Sus lloros agitaron a Schwefel, el pájaro, pero Eva no oyó sus chillidos ni sus graznidos. Apartó las sábanas y vio a Abraham justo debajo de ella, aporreando la puerta, como solían hacer los hombres que vigilaban la casa, como si, a fuerza de insistir, fuera a echarla abajo.

Realmente se trataba de Abraham y Eva se avergonzó de no sentir lástima por él, de considerarlo responsable de su propia desesperación. Por encima de la ligera alegría que le produjo verlo, experimentó una auténtica sensación de terror. De repente, él no era más que un desconocido.

—¡Marchaos! —les gritó a Bea y a Luz. Soltó las sábanas y corrió con su llorosa hija no solo hasta lo alto de la escalera, sino que, esta vez, también la bajó—. ¡Por favor, marchaos! —insistió.

—¡Eva! —exclamó Beatrice, pero su alegría al ver a Eva en la planta baja enseguida se convirtió en confusión.

—Es Abraham —explicó Eva casi sin aliento—. Ha regresado. Cuando te avise, quiero que lo dejes entrar y que te vayas inmediatamente. No permitas que se acerque a ti, ¿me oyes? Tú y Luz alejaos de aquí corriendo tanto como podáis.

No estaba segura de lo que creía que Abraham podía hacerle a Beatrice, pero, al fin y al cabo, su amiga gozaba de una buena posición económica. De hecho, en aquel momento lucía un prendedor de marfil que a él podía permitirle jugar una o dos partidas de cartas.

Beatrice agarró a Eva por los hombros.

—¿Por qué dices estas cosas? —le preguntó, esbozando una sonrisa suplicante—. Él puede haber cometido errores; incluso errores terribles, pero…, bueno, es tu marido.

Eva se dio cuenta, con una repentina punzada de dolor, de que a pesar de toda su fortaleza y positivismo y a pesar de su aguda inteligencia, Beatrice Spiegelman era realmente ingenua. Sintió el impulso de tomarle la mano y así lo hizo. La tenía fría y seca. Eva la sostuvo apretándola con fuerza mientras hablaba.

—Tienes razón, es mi marido, de modo que, por favor, déjanos a solas —le imploró.

Esbozó una sonrisa forzada mientras movía a Henriette de arriba abajo para calmarla. La movió, la meció y rezó. Rezó para mantener la cordura, para conservar una claridad mental que, por lo que temía, era cada vez mayor del mismo modo que cada vez notaba más el peso de su hija en sus brazos. Rezó para no acabar pareciéndose a su madre, quien, milagrosamente, no se había diluido hasta morir después de tomar tantos baños.

—Tienes que prometerme que os iréis.

Los golpes seguían sin tregua y Beatrice finalmente mostró el aspecto que Eva esperaba que tuviera antes de conocerla: el de una joven que estaba lejos de su hogar, una joven que acababa de darse cuenta de que aquella vida no consistía en unas vacaciones y que no había vuelta atrás.

—Pero…, ¿qué ocurre, Eva?

—Pobre Beatrice —replicó Eva mientras Henriette lloraba sin cesar—. Gracias. Gracias por todo.

Abrazó torpemente a su amiga con el brazo que tenía libre. Para Eva, Beatrice olía como debía oler una mujer; como una polvera recién abierta, dulce y protegida. Besó a su amiga en ambas mejillas y ofreció su pecho a su sollozante hija a cambio de un atribulado silencio. Luego atravesó a toda prisa el salón (donde ahora el olor a amoníaco era sofocante) y subió la escalera mientras Henriette no paraba de succionar.

—¡Ahora! —gritó.

Cuando Henriette soltó su pezón y Eva oyó las pisadas de Abraham y sus nerviosos gritos mientras la llamaba; cuando lo oyó recorrer el salón mientras esperaba que su mujer saliera a recibirlo, Eva supo que Beatrice le había hecho caso y que ella había hecho bien en pedirle que se fuera.

Entró en el dormitorio y, sin siquiera pensárselo, agarró el palo que guardaba como protección. Cuando él entró en la habitación, ni siquiera pareció sorprenderse al ver a su mujer en una esquina, sosteniendo a su hija en un brazo y blandiendo un palo con la otra mano. Durante un instante, ninguno de los dos dijo nada. Él estaba prácticamente irreconocible porque había perdido mucho peso y ahora lucía una barba descuidada. Su mirada era salvaje y tenía manchas en la piel. El olor a whisky apenas enmascaraba su propio hedor. Al principio, ella no se dio cuenta de que él sostenía su joyero por su dorada asa. Oscilaba de un lado a otro; vacío.

—Necesito las joyas —soltó él por fin.

Entonces ella se dio cuenta de la razón de su regreso.

—¿Dónde están? —Caminó de un lado a otro de la habitación sin apartar los ojos de Eva—. ¡Cielo santo, nunca dices nada! ¿Cómo lo consigues? ¡Eres como una piedra!

—¿Cómo pudiste? —preguntó ella suavemente, aunque la verdad era que no le sorprendía.

—Crees que soy un animal, pero no lo soy. —Inhaló hondo—. No lo soy.

—¿Qué puedo hacer por ti, Abraham? —preguntó ella armándose de valor.

Él se puso colorado.

—Sé que tienes las joyas.

—¿Qué joyas?

—No sonrías. No te atrevas a sonreír.

Mientras antes solo veía autoconfianza en las expresiones de Abraham, ahora vio algo totalmente diferente. Vio terror.

—Está bien, de verdad. No me enfadaré más, solo dime…, por favor, dónde las guardas.

—No —replicó ella, primero con voz suave y, cuando Henriette empezó a llorar, lo repitió más alto—. ¿Creías que las dejaría en esa caja y que permitiría que te las llevaras? ¿Crees que eres el único que tiene ideas?

—Eva, escúchame, por favor. Mi vida, nuestras vidas, dependen de ello.

Ella meció a su bebé, pero siguió mirando fijamente a Abraham. Sabía que sus ojos estaban hundidos y que sus ojeras eran de un oscuro color morado. Se preguntó si él había reconocido la gastada blusa que llevaba puesta, la que había pertenecido a su hermana muerta. Se preguntó si él había adivinado que no se había cambiado de ropa desde hacía días.

—¿Y cómo es eso? —preguntó ella sin dureza, como si, simplemente, quisiera saberlo.

Se preguntó, casi con total indiferencia, qué haría él, y lo que él hizo fue acercarse a ella. Eva intentó no temblar y permaneció abrazada a su bebé y con la espalda contra la pared.

—¿Abraham? —dijo con voz áspera e inquisitiva.

Soltó el palo y apretó a Henriette contra su pecho mientras él retrocedía y sacaba la ropa del vestidor y las sábanas del armario. Luego registró el tocador. La libreta de notas de Eva cayó al suelo.

—Abraham —suplicó ella, aunque sabía que era inútil—, tenemos una hija…

Él se estremeció como si sus palabras no fueran más que un tiroteo lejano. Luego se puso a cuatro patas y abrió los baúles que había debajo de la cama. Hurgó entre la ropa de lana y examinó los delicados botines de piel de Eva.

—¿Dónde están?

Lo preguntó en tono acusador; más como una exigencia que como una pregunta; como si ella le hubiera robado algo que le pertenecía por derecho propio.

—¡Tenemos una hija! —gritó ella, sintiéndose ajena a sí misma—. Esos hombres… —continuó mientras bajaba la voz—. Debes decirme, exactamente, qué les debes.

—¿Qué te han hecho? —preguntó él como si acabara de ocurrírsele que había puesto su vida en peligro.

Ella lo miró tan fijamente a los ojos que percibió tonos cobrizos y motas de color ónix que hasta entonces le habían pasado inadvertidos. Se vio a sí misma en sus pupilas y no parpadeó.

—Solo dame las joyas y yo me encargaré de todo —dijo él.

—Es demasiado tarde para eso. Han amenazado a nuestra hija, Abraham. ¿Lo comprendes? ¡Y tú eres el único responsable! —gritó finalmente—. ¡Tú eres el causante!

Fue como si estuviera tirando de él con un sedal; al principio, lentamente y, después, con fuerza. Él arremetió contra ella. La agarró por los hombros. Eva sabía que podía aplastarla a ella y a su hija, quien, obviamente y en lo que a él se refería, no tenía cara ni padre. Eva notó que él subía las manos desde sus hombros hasta su cuello. En la habitación todo era tenso y apenas había aire para respirar. Eva gritó; gritó y sollozó junto con su bebé hasta que, al final, él la soltó. Abraham se sujetó con sus propios brazos. Eva entró corriendo en el vestidor mientras apretaba a Henriette contra su cuerpo y cerró la puerta con llave.

—¡Abre la puerta! —gritó él.

Mientras le suplicaba que le abriera, ella notó que seguía buscando; debajo del colchón, debajo de las almohadas. Y cuando oyó que se dirigía a las otras habitaciones en las que, por supuesto, no había nada salvo polvo y los rayos del sol matutino, ella salió del vestidor, corrió escaleras abajo y salió a la calle.

Sabía que él había oído llorar al bebé y se alegró. Ni siquiera Abraham podría ignorar aquel terrible sonido. No podría borrarlo de su mente por muy lejos que se fuera. Sabría que, después de todo, ella había dado a luz a un bebé saludable, a una criatura que ella ya no podía imaginar que tuviera algo que ver con él; una niña que ya sabía cuál era la mejor manera de comunicar su sufrimiento.