Eva se despertó antes del alba y vio que Abraham estaba embutiendo en una bolsa su ropa, una pastilla de jabón y balas. Antes de que pudiera construir las palabras para preguntarle qué estaba haciendo, él le contó que se iba de la ciudad.
—Haz ver que no sabes nada. ¿Me entiendes? Si la gente cree que te he abandonado incluso estando embarazada, que lo crean. ¿Me oyes? ¿Me oyes?
Parecía agobiado y presa del pánico, y a Eva le sorprendió darse cuenta de que todavía tenía el perturbador instinto de reconfortarlo.
—¿Adónde vas?
Se incorporó en la cama y realizó una mueca de dolor.
—¿Qué te pasa? —le preguntó Abraham.
A ella le sorprendió que él hubiera notado su molestia.
—Estoy embarazada —contestó con manifiesto desagrado—. Hay muchos detalles que no te cuento.
Alisó la manta por encima de su barriga, como si estuviera tranquilizando al bebé nonato.
—¿Qué se supone que estás haciendo? —preguntó con resignación.
—Tengo un plan —respondió él previsiblemente mientras se ataba los zapatos—. Hay minas.
—¿De oro?
—Es posible. O quizá de diamantes —respondió él—. Quizá sea mejor que no lo sepas. —Se acercó al lado de la cama de Eva y dijo—: Me voy.
—Ya lo veo.
—Cualquier cosa que necesites, pídesela a Meyer. —Asintió repetidas veces, como si esperara que sus pensamientos se acompasaran al movimiento de su cabeza—. Es mejor así.
—Abraham, estás equivocado respecto al señor Ehrenberg.
—No quiero hablar de eso. Yo sé lo que sé.
A Eva le escocía ligeramente la mejilla derecha y se preguntó si le habría dejado aunque fuera una leve marca roja. Deseó que así fuera.
—Y yo también —replicó.
Oyó los pesados pasos de Abraham sobre los tablones de madera, el sonido de la puerta al cerrarse suavemente y los escarceos de la yegua. Se trataba de una yegua nueva y quién sabía lo resistente que era o lo lejos que él pretendía hacerla llegar.
Mientras Eva registraba el hecho de que Abraham se había ido, un pequeño ardor de miedo empezó a crecer en su interior desde la base de la espina dorsal. Mantuvo las manos sobre su barriga como si quisiera mantener al bebé en su sitio. Percibió su propia respiración y el leve silbido del viento, pero el rosado amanecer parecía calmado. Todo el ruido estaba en su interior, aumentando y creciendo hasta que no tuvo más remedio que dejarlo salir. Chilló hasta que su corazón no fue más que un latido sordo. Sabía que nadie podía oírla, no desde el interior de aquella casa separada de las de los vecinos. Nadie la oyó chillar.
Fue un amanecer tranquilo, tanto que era imposible imaginar la mañana que se avecinaba. Repentinamente, alguien llamó con furia a la puerta. Los golpes hicieron que Eva saltara de la cama y bajara las peligrosas escaleras. Abrió la puerta y se encontró con Meyer.
—¿Dónde está mi hermano? —exigió él.
—Creí que estaba en la tienda —respondió ella casi sin aliento.
No sabía con certeza por qué le había mentido.
Meyer clavó en ella una mirada que Eva nunca había percibido en él: una mirada de lástima, pero también de incredulidad, como si ella fuera culpable de haberse casado con semejante hombre, como si solo ella fuera lo bastante loca para quedarse embarazada en un momento como aquel.
Eva sabía que Meyer era un hombre bueno, lo que hizo que le resultara difícil soportar su furia. Pensó en seguirlo y contarle la verdad, pero entonces se dio cuenta de que no podía salir, no cuando estaba tan voluminosa y próxima al momento del embarazo en que su pobre hermana murió y ella dio a luz a su hija muerta.
Ella quería tener una fotografía de su hija muerta, pero nadie la escuchó. No habría resultado difícil, porque en aquel momento el fotógrafo estaba en la ciudad. Ella habría contemplado la fotografía todos los días durante el resto de su vida, o al menos en aquel momento, cuando todavía oía el eco del portazo que dio Meyer, lo que enfatizaba la frustración que experimentaba su cuñado.
El portazo era el último ruido que recordaba haber oído cuando se despertó en la cama, confusa y hambrienta. Meyer la miraba con aire de disculpa.
—Te desmayaste —explicó él.
Ya no estaba precisamente enfadado.
Entre aquel momento y ahora, ella debía de haberse levantado de la cama, comido, lavado y hablado con Beatrice, quien seguro que se había presentado con unas galletas maravillosas y melocotones en conserva. Al menos, seguro que había sido ella quien le había llevado su preciado pájaro amarillo en su jaula de bambú, que ahora vivía junto a la cama de Eva, sobre la mesilla. Schwefel, pequeño fósforo de azufre, que había sobrevivido al viaje desde Nueva York.
Pero ella no recordaba nada de eso con claridad y le parecía que, después de que Meyer se marchara, se durmió y, al despertarse, las monjas, como una plaga, habían tomado el control de su casa.
La hermana Blandina, que olía a lejía, se inclinó sobre Eva y le tendió un vaso de leche. Eva debió de parecer tan confusa como lo estaba.
—Ahora beba leche —le indicó Blandina—. Lleva haciéndolo casi una semana, tres veces al día. Ha estado muy enferma y ha tosido sangre. Esto la ayudará a fortalecerse.
—¿Pero qué pasa? ¿Qué me ha pasado?
—Tiene una fiebre muy alta. El doctor Sam ya no sabe qué hacer. ¿Está segura de que no tomó algo?
—¿Que si tomé algo?
—Algo que no debería haber tomado.
—No sé qué está insinuando. ¿Qué me pasa?
La hermana Blandina sacudió la cabeza con evidente exasperación.
—Beba, señora Shein. Beba la leche.
—En la ruta, conocí a unos bebés —se oyó decir Eva incluso antes de situar aquel recuerdo. Los padres eran de Rhode Island, un lugar del que ella no había oído hablar nunca—. Unos gemelos que murieron por beber leche. Por lo visto, la vaca había comido un algodoncillo venenoso —explicó—. No creo que deba beberla.
Pero la hermana Blandina fingió no haberla oído.
—Dé las gracias por esta leche —declaró por fin, y esbozó un amago de sonrisa.
—Estoy agradecida. Lo estoy. —Eva oyó el roce de unos pies en el pasillo y una aguda e inesperada carcajada—. Solo me pregunto si debería beberla.
Habían trasladado a Schwefel al otro lado de la habitación y, en su lugar, había una gruesa Biblia azul y, encima, un libro de plegarias. Se acordó de que, años atrás, la fiebre también le había subido; que después de lo de Heinrich, después del fajín de seda y los charcos de barro, ella había sentido que viajaba a otro mundo donde los colores eran más brillantes e inquietantes.
—Yo suelo padecer fiebres altas —explicó con un tono de voz que le pareció de persona responsable—. ¿Está usted realmente aquí? Me siento tan rara.
—¡Pues claro que estamos aquí! Escúcheme, jovencita…, señora Shein, usted le cae bien al obispo; como es tan bueno y generoso, la trata como a una de los suyos. Cuando el obispo la visite y le pregunte cómo la hemos cuidado, haga el favor de no contestarle que no recuerda si estuvimos o no aquí, ¿comprende? No cuando hemos estado limpiando esta sucia casa y Philomene ha preparado montones de sopa. Por todos los santos, ¿recuerda usted la sopa?
—Estaba deliciosa —respondió Eva, aunque lo único que recordaba era la sensación de humedad en el pecho cuando la escupió y la aspereza con que, probablemente Blandina, la lavó frotándola con un paño frío.
De repente sintió la necesidad urgente de orinar y echó las sábanas a un lado en un torpe intento por levantarse. Pero entonces se dio cuenta de que estaba sumamente débil y que no podía hacerlo sola. Enseguida se vio sostenida por dos monjas de alas negras que la acompañaron al lavabo.
—¿Cuánto tiempo hace que se fue mi marido? —preguntó entre temblores cuando volvieron a tumbarla en la cama.
—Ahora duérmase, señora Shein. Los libros de oraciones la protegerán del demonio. A usted y a su bebé. El demonio, Dios lo sabe, ha visitado esta casa demasiadas veces.
—¿Pero dónde está Chela? —gritó Eva.
—¿Quién?
—Chela —repitió ella, convencida de que la escondían de ella.
—Aquí no hay ninguna Chela. La semana pasada vino una chica mexicana y…
—¡Sí, sí, esa es Chela!
—Dijo que había encontrado trabajo en otro lugar.
—¿Puedo verla?
—Dice usted tonterías, señora Shein. En serio, debe usted descansar.
Había fideos cocinados con leche, pollo en una sartén algo oxidada y la sopa de Philomene, que parecía más fácil de conseguir que el agua; era roja y salada, y aun así, no sabía a nada. Cuando Eva preguntó de qué estaba hecha, las monjas cambiaron de tema, como hacían siempre que preguntaba por su marido.
No obstante, en sus sueños la sopa estaba hecha claramente con sangre, pero ¿sangre de quién? Ellas no se lo decían. La hermana Blandina le gritaba: «¡Mantén el cuchillo en alto!» y «¡Come la sopa de sangre!» En sus sueños había un cuchillo cerca de su muñeca, lo que le producía una sensación extrañamente agradable. Ella sabía que las monjas lo habían puesto allí con el único propósito de ahuyentar a los demonios que querían comerse a su bebé. ¿Y la sopa de sangre? Era para que recuperara las fuerzas.
Todo esto tenía más sentido que el silencio que reinaba en la habitación, porque nadie respondía a sus preguntas. Tenía más sentido que la horrible comida que, aparentemente, cocinaban así a propósito y que ella rechazaba. Hasta que, un día, la hermana Blandina le abrió la boca a la fuerza y la hermana Josephine se la metió para que la tragara. Luego ella vomitó pollo cartilaginoso y sopa de color carmesí hasta que no le quedó nada dentro.
Transcurrieron días y más días y nadie acudía a visitarla. En cierta ocasión, Eva juraría haber oído a Beatrice en la puerta, pero las monjas le dijeron que se marchara. Eva gritó que estaba en la planta superior y que necesitaba ver a Beatrice; que, por favor, la dejaran pasar, pero lo siguiente que oyó fue que la puerta se cerraba y unos pasos que subían por la escalera.
—¿Qué le pasa? —le preguntó la hermana Blandina con amabilidad.
—Es mi amiga. ¿Por qué no le permiten subir a verme?
—No sé de qué me está hablando.
—La he oído en la puerta.
—Abajo no hay nadie, querida. ¿Tengo que volver a llamar al doctor Sam?
El doctor Sam tenía unas manos frías que se entretenían demasiado y hablaba de la posibilidad de ponerle una sanguijuela en la espina dorsal, pero le dejó un poco de láudano en un precioso botellín marrón que ella prácticamente había conseguido terminar sin que lo vieran las monjas, de modo que tenía sentimientos encontrados respecto a verlo. Aunque ansiaba tener otro botellín marrón, arrepentida, negó con la cabeza.
—¡Hace tanto tiempo que no tengo noticias de nadie! —exclamó.
—Esto no son unas vacaciones, señora Shein —replicó la monja con fría determinación. Eva se arrepintió de haber dicho nada—. Está usted muy enferma…
—Pero ¿qué me pasa?
—Está usted enferma y está embarazada. ¿Acaso no se toma ninguna de estas cosas en serio?
—Solo digo que resultaría agradable saber qué ocurre fuera de esta habitación. —Se esforzó para que su voz sonara alegre, como si un buen comportamiento pudiera cambiar algo—. El paciente, por ejemplo —dijo como quitándole importancia—, nuestro paciente. ¿Cómo se encuentra el pobre señor Ehrenberg?
—¿Me está usted provocando, señora Shein?
—Solo le he preguntado cómo…
—Si lo entiendo bien, usted está aquí, tumbada en la casa de su marido, una casa que él construyó para usted a un coste considerable ¿y usted se interesa por el señor Ehrenberg?
—No veo que las dos cosas estén relacionadas.
La hermana Blandina se dirigió a la ventana y corrió las sábanas que, un día que parecía años atrás, Eva colgó provisionalmente a modo de cortinas. La monja estaba de espaldas a Eva, pero ella sabía que su expresión era seria.
—Solo Dios puede juzgar con certeza lo que constituye o no un pecado, pero nosotras no somos estúpidas, ¿comprende?
Eva se sentó con dificultad, pero sin ayuda. Acabó respirando con pesadez, exhausta tras realizar aquel pequeño esfuerzo. Notó que el bebé se movía, seguramente estiraba un codo o una rodilla, y se sobresaltó como le ocurría siempre. Siempre la pillaba desprevenida.
—No —contestó mientras recuperaba el aliento—, me temo que no lo comprendo.
La hermana Blandina se volvió y a Eva le impresionó ver color en sus mejillas normalmente pálidas.
—Los vi en el pasillo de la enfermería —dijo sin pestañear—. Estaban juntos…
—¡No! —exclamó Eva—. ¡Lo ha interpretado mal! Lo estaba ayudando a caminar. Estaba…
—Solo Dios lo sabe con certeza —declaró la hermana Blandina, y realizó lo más parecido a un gesto de indiferencia que nunca podría realizar.
—¡Lo estaba ayudando! —exclamó Eva, y le sobrevino un ataque imparable de tos.
Mientras tosía, la hermana Blandina le preguntó:
—¿Tiene alguna duda de que Dios lo ve todo?
Lo preguntó como si de verdad dudara de Eva.
Eva levantó los ojos hacia el techo enyesado.
—Claro que no tengo ninguna duda —consiguió decir entre tos y tos, y se extrañó al sentir que casi echaba de menos las vigas de madera del dormitorio de Burro Alley, donde nunca se había sentido ni remotamente cómoda—. Claro que no.
—Se está poniendo usted nerviosa, señora Shein. Por favor, descanse —declaró la hermana con amabilidad. Y se fue.
Schwefel hacía ruidos con las garras. Su jaula estaba muy lejos. Las sábanas de la ventana se agitaban como si hubiera alguien detrás de ellas. En el tocador del rincón había un cepillo de plata, un peine, pedazos de encaje, agujas de coser y su libreta de notas. El espejo reflejaba la mitad de su imagen, que se veía borrosa porque el cristal estaba sucio.
Ella lo había visitado y habían charlado. Charlaron bordeando los temas, nunca abordándolos directamente, lo que quizá condujo a una sensación de flirteo, pero seguro que se trataba de una sensación inocente. Al menos eso creía ella; solo una chispa en el día a día de un hombre enfermo. Lo visitó. Le sirvió agua, le ofreció albaricoques: el sabor de algo dulce. Lo escuchó. Le llevó fresas. Cuando él le dijo que la quería, nunca volvió a verlo. Nunca volvió.
¿Nunca?
Lo visitó. Lo amó. Ella llevaba puesto un vestido que le venía grande y que olía a flores amargas. Lo escuchó. El carboncillo arañó el papel. Amenazaba lluvia. «No —pensó titubeante—, eso fue antes.» Pero entonces se acordó de la enfermería y vio que la hiedra crecía en círculos y colgaba lo bastante bajo para rozar el cuello pálido y la espalda de Levi Ehrenberg. Pensó en la enfermería. Y su hermana yacía en el catre, empapada en sudor y sin respirar.
Al pensar en aquella imagen se atragantó. Se obligó a abrir los ojos, pero entonces se dio cuenta de que ya los tenía abiertos y que las visiones eran más poderosas que aquella habitación o aquella casa, una casa que ella creía que sería lo bastante sólida para cohesionar su vida.
Tenía los ojos abiertos (se los tocó con los dedos para asegurarse), y había cuatro bebés muertos sobre el elegante suelo de madera. Allí estaba el hijo de Henriette; su hija, que tenía la cara amoratada, y los gemelos que murieron en el camino por culpa de la leche de vaca envenenada. Estaban muertos, pero tenían los ojos abiertos y la miraban fijamente, formulando una pregunta silenciosa que ella nunca podría responder.
No había hecho nada incorrecto, se recordó a sí misma, pero este pensamiento le pareció insustancial e incluso pecaminoso mientras seguía viendo a los pobres bebés, todos desnudos y sin nombre. Cerró los ojos y solo vio oscuridad. Durante un instante lo prefirió, hasta que se sintió atrapada y necesitó descorrer las sábanas. No sabía si, en el exterior, el suelo sería verde y fértil o árido y nevado. De repente, le resultó imperativo averiguarlo, de modo que se arrastró por el suelo mientras se arañaba las rodillas y cerraba los ojos para no ver a los bebés esparcidos por el suelo. Y cuando llegó a la ventana, se enredó en las sábanas. Olían a aire y las apartó para dar una ojeada al mundo.
Era por la tarde, casi primavera. Vio burros, carretas y hombres sin abrigo, y a una mujer con un rebozo negro. Vio nubes enormes, más finas y blancas que la sábana que la envolvía. Y, entonces, vio a Abraham.
Parecía más delgado y cansado, y transportaba unos sacos sobre sus fuertes espaldas. Ella sabía que los sacos debían de estar llenos de oro o diamantes. Se dirigía hacia la casa ignorando a las personas con las que se cruzaba. Se dirigía hacia la casa. Y ella lo saludó con la mano, pero él no solo no le devolvió el saludo, sino que se volvió de golpe y siguió caminando. «¡Abraham!», gritó ella tan fuerte como pudo. Intentó, sin éxito, abrir la ventana mientras seguía llamándolo. Lo llamó una y otra vez, como si al repetir su nombre pudiera atraerlo hacia la casa.
—¡Señora Shein! —gritó la hermana Blandina mientras entraba a toda prisa en la habitación.
Eva levantó la mirada hacia ella desde el suelo, enredada en las sábanas, que se habían descolgado.
—He visto a mi marido —anunció Eva.
La hermana Blandina se acercó a la ventana y miró con atención durante un rato. Luego, se volvió hacia Eva y le pidió que lo comprobara por sí misma.
—Ha regresado —murmuró Eva.
—Vuelva a mirar, señora Shein. Vamos.
Eva la obedeció y allí estaba él, con su pelo espeso y sus amplias espaldas.
—Ha regresado de su viaje —dijo Eva, y empezó a arrastrarse hacia la puerta.
Pero la hermana Blandina la levantó del suelo y sostuvo su cabeza entre sus manos frías y secas.
—¡Mire! —le dijo.
Y Eva miró. Como por arte de magia, el delgado y cansado Abraham, el Abraham que transportaba un saco de oro, el Abraham que la salvaría, se convirtió en alguien que no se parecía en nada al hombre con el que ella se había casado. Entonces se dio cuenta, sobresaltada, de que la hermana tenía razón. El hombre de la calle tenía el pecho hundido y una barba fina y puntiaguda. No se parecía a nadie que ella conociera.
—¡Oh! —se oyó decir Eva—. ¡Oh, Dios mío!
Blandina, con una fuerza que a Eva no le sorprendió, la llevó de vuelta a la cama. Eva hundió la cara en su hábito, que olía a moho, a manteca de cocinar y a almidón. Sin decir una palabra, la hermana dejó a Eva en la cama y volvió a colgar las sábanas dejando, otra vez, la habitación a oscuras.
—Lo que ha visto usted es el demonio —declaró la hermana Blandina con voz suave—. Intenta entrar en la casa. Quiere al bebé, pero no le permitiremos que se acerque a usted, ¿comprende?
—Estaba convencida de que había visto a mi marido.
El bebé le propinó una patada tan fuerte que ella pensó que debía de haberle dejado una marca. Mientras jadeaba, sintió que le abrían las entrañas con unas garras.
—El demonio adopta muchas formas. —Blandina tomó la sábana del suelo y tapó a Eva con ella provocándole un agradable estremecimiento—. Se aprovecha de su debilidad. —Entonces cogió la manta del suelo y arropó a Eva de tal forma que apenas podía moverse. El desgarramiento interior se intensificó—. Ahora quiero que me mire a los ojos. Ahora mismo, ¿me oye?
Eva tardó unos segundos, pero le obedeció. Las comisuras apergaminadas de los ojos de la hermana Blandina estaban surcadas de arrugas. Sus ojos eran de un color gris mármol; un par de ojos extrañamente atractivos en una expresión endurecida hacía ya mucho tiempo.
—He corrido las sábanas de la ventana para mantener al demonio fuera. Es a él a quien ha visto. No era su marido, ¿comprende?
Eva asintió con la cabeza de una forma automática, hipnotizada por las violentas patadas del bebé, que ahora le producían un dolor más agudo todavía.
—Pero yo tengo el cuchillo —murmuró Eva.
—¿Qué cuchillo?
—Tengo el libro de oraciones en la mesilla de noche.
—¿Qué cuchillo?
Eva siguió concentrando la mirada en los ojos grises de la hermana.
—Usted me lo dio.
La hermana Blandina apartó la mirada y luego ahuecó la almohada en la que Eva apoyaba la cabeza.
—¿Qué le ocurre? —le preguntó.
De repente, pareció sentirse muy triste.
Eva se tocó la cara y notó que estaba húmeda debido a sus propias lágrimas.
—No lo sé.
—Mantendremos las sábanas corridas.
—¿Y qué me dice del libro de oraciones? —preguntó Eva sinceramente.
Aunque no había leído ni una página del libro, había empezado a confiar en su protección. De una cosa estaba segura: corría peligro.
—Un libro de oraciones no es suficiente por sí mismo. Para mantener a raya al demonio no debemos permitir que la luz entre en la habitación.
—Pues yo diría que…
—No se levante de la cama sin que una de nosotras esté presente.
Eva oyó el frufrú de su hábito mientras la hermana se dirigía a la puerta.
—¡Espere! —gritó Eva—. Por favor.
—¿Qué quiere?
—¿Cree usted…? ¿Cree usted que yo me merezco esto? ¿Cree que me lo merezco?
La hermana Blandina no intentó ocultar su impaciencia, pero después de considerarlo durante un instante, se sentó en la cama de Eva.
—No —respondió finalmente, aunque sin vehemencia—. Usted no es una mujer mala. —Entonces, extrañamente, apoyó la mano en la muñeca de Eva—. Usted se siente desdichada y lo siento. Quiero que entienda lo que le voy a contar. De niña, me puse muy enferma, ¿sabe?
—No, no lo sabía —respondió Eva—. Debió de ser muy duro para usted.
—Lo fue —confirmó la hermana Blandina, y asintió con la cabeza—. Le costará imaginárselo, pero, de niña, fui bendecida con una bonita melena dorada. Cuando la llevaba suelta, me caía por la espalda como trigo sedoso. Cuando caí enferma, se me cayó todo el pelo.
—Pe…, pero… —tartamudeó Eva—. Pero…
De repente, necesitó, desesperadamente, ganarse el afecto de la hermana y demostrarle toda la comprensión que realmente sentía. Todo lo que sabía acerca de la hermana Blandina, quien solo le había revelado su lugar de nacimiento, se lo habían contado las otras monjas. La idea de que la hermana Blandina no solo hubiera sido una niña, sino que tuviera un cabello largo y precioso y que cayera enferma, hizo que Eva llorara de nuevo.
—Seguro que volvió a crecerle.
—No. —La hermana realizó una mueca y Eva pensó que se trataba de un gesto típicamente francés—. No igual. Nunca volvió a ser igual. Creció áspero, apagado y feo. Pero… —continuó mientras inhalaba una bocanada vigorizante de aire y volvía a levantarse—, fue una suerte que mi cabello no creciera igual, porque aquello fue la señal de mi llamada. Así fue como supe que debía dedicar mi vida a Dios. —Abrió la puerta del dormitorio, pero se detuvo en el umbral—. De todos modos —añadió antes de salir—, se trataba de un pelo precioso.
—¡Espere! —exclamó Eva con la voz entrecortada mientras sentía como si le apretaran la barriga con un tornillo de banco hasta lo más hondo de su ser—. No se vaya.
Las sábanas seguían corridas y la habitación estaba a oscuras, de modo que cuando Eva dejó de clavarse las uñas en el brazo a causa del dolor, no supo cuántas horas o días habían pasado. Aquel alumbramiento (tan indebidamente llamado, pues se diría que alumbrar es una labor sencilla y hermosa, un sinónimo de «iluminar») fue mucho más brutal que el anterior. Eva intentó verlo como una señal positiva en el sentido de que quizás en esta ocasión el bebé sobreviviría, aunque tenía la sensación de que ella se estaba desangrando e iba a morir. ¿Y qué vio en aquellos momentos? Vio a la hermana Philomene jugueteando con la jaula de Schwefel, introduciendo los dedos entre los barrotes de bambú. Vio a la hermana Josephine acercarse a ella con otro paño frío, aunque ella había dicho, o creía haber dicho, a lo largo de interminables horas que tenía mucho frío. Oyó chillar a la hermana Philomene y vio a Schwefel, el pájaro, volando sobre sus cabezas y chocando contra las paredes.
Sabía que el bebé había muerto, porque, ¿dónde estaba si no? Ella no veía a ningún bebé por ningún lado. Se preguntó, mientras veía al pájaro amarillo y a las monjas de hábito negro causar destrozos mientras intentaban atraparlo, si alguna vez había habido un bebé. Quizá, simplemente, la habían estado torturando desde el principio y la habían mantenido prisionera con sus aterradoras amenazas sobre el demonio.
Se dio cuenta de que estaba gritando cuando las hermanas la llamaron por su nombre y dos pares de manos distintas la agarraron por las muñecas. Las hermanas contrarrestaron sus gritos exclamando: «¡Mire! ¡Mire!», pero ella tenía miedo de lo que pudiera ver y de que fuera lo último que viera. Unas manos sujetaron su cara (esta vez las manos eran más suaves, las de Philomene) y, cuando por fin abrió los ojos, la hermana Blandina colocó un bulto en sus temblorosos brazos.
Eva fijó en él la mirada. No era como ella esperaba. Las monjas lo habían lavado y tenía una suave mata de pelo. Eva tocó la cabecita y le impactó lo fina que era la piel, tanto que su dedo bien podría haber estado tocando directamente el cráneo. El bebé se retorció y Eva nunca se había sentido tan impactada, tan emocionada.
—Gracias —dijo Eva, y lo repitió.
La criatura era ligera pero consistente, el peso más pequeño y preciso del mundo.
—¿Cómo la llamará? —preguntó la hermana Blandina.
—¿Eres una niña? —susurró Eva en la diminuta concha opalina que era su oreja.
Sus labios eran carnosos y tenía los ojos un poco cerrados, como si, simplemente, estuviera agotada de su largo e imposible viaje. Eva tembló tan intensamente que tuvo miedo de que se le cayera el bebé, pero también tenía miedo de separarse de él ni siquiera un segundo ahora que por fin, ¡por fin!, lo tenía en sus brazos.
—¿Cómo la llamará? —repitió la hermana Blandina.
Eva, que hasta entonces se había prohibido pensar en nombres o en la posibilidad de que el bebé llegara a vivir, dijo, sin pensar:
—Henriette. Henriette, por supuesto.
—¿De qué se ríe, señora Shein?
—No me estoy riendo —declaró Eva mientras apretaba a su hija contra su pecho y besaba su coronilla una y otra vez.