Los ventanales del saloon de doña Cuca estaban tapados por dentro con gruesas cortinas de terciopelo, de modo que si un cliente, como por ejemplo Abraham Shein, cruzaba las puertas batientes cada día más temprano, después de tomar un whisky o un brandy, ya no recordaba qué luz había en el exterior; y después de hacer su segunda apuesta, se olvidaba de que había más luz aparte de la que proyectaban las lamparillas rojas de las bajas mesas. A veces, después de haber perdido lo suficiente y haber bebido la cantidad suficiente de alcohol, un hombre podía incluso olvidar quién era. Encima de la barra colgaba un espejo a modo de recordatorio; la superficie era lo bastante clara para que la imagen resultara inequívoca y lo bastante turbia para reflejar vagamente lo que quedaba del jugador. Y también mostraba la imagen de los demás clientes, como la de los asiduos oficiales con botones dorados. Pero, al cabo de un rato, todas las figuras se desdibujaban en una única imagen borrosa envuelta en un eco arrogante de carcajadas.
Y también estaba Benoit, el franco canadiense que estaba constantemente como una cuba. Benoit siempre hablaba con exaltación poética de las lujosas pieles de las bestias que había cazado y vendido para, al menos eso parecía, poder beber y jugar en aquel lejano territorio situado a miles de kilómetros de su hogar. Y estaba don Pérez, quien condujo veinte mil ovejas hasta California, las vendió y regresó justo antes de la primera nevada con su vida y sus ganancias intactas. Pérez se marchó de Santa Fe siendo un joven testarudo y regresó siendo un hombre con ojeras oscuras debajo de los ojos, endurecido y envalentonado por sus ganancias, aunque había empezado a perderlas en el local de doña Cuca. Ocasionalmente, aparecía un cliente misterioso y aquel día lo hizo en la forma de un sureño flaco que lucía un alfiler de diamantes en su negra solapa. Antes de empezar a jugar, tomó una yema de huevo, azúcar y soda y, conforme pasaban las horas y acumulaba más monedas, empezaron a circular rumores incluso entre las aletargadas almas cuyo único interés consistía en beber. Se decía que el flaco desconocido era un profesional llegado de Nueva Orleans y que buscaba vengarse de doña Cuca por algo que ocurrió años atrás, ya fuera por pérdidas de juego o porque había sido su amante. En cualquier caso, ella le había hecho daño.
Abraham se estaba tomando el tercer whisky de la noche y, como había hecho en cualquier otro momento que había pasado despierto en su vida prestada y cuestionable desde que la recibió, estaba pensando en la carta. Cuando se la dieron, no se entretuvo mucho examinando el sobre. Se la entregó un soldado raso y no había ningún sello de cera ni ningún dato que revelara la identidad del remitente. Ni siquiera estaba escrita en papel militar oficial ni contaba con ningún encabezamiento ni nada parecido a un timbre oficial. Abraham visualizó la breve nota; había memorizado el desechado mensaje, que ahora estaba grabado en su mente. Lo que le daba rabia era la falta absoluta de respeto. ¡Él era un veterano de guerra en aquel país! Mientras muchos otros inmigrantes, incluido su hermano, regresaron a Alemania para evitar servir en el ejército, él se trasladó a Norteamérica y se alistó en una guerra cuya importancia solo empezaba a entender ahora. Entregó toda su juventud, fuerza y habilidades a un idioma nuevo, a un pueblo nuevo, a un derramamiento de sangre nuevo. Él fue un miembro del ejército de los Estados Unidos antes de ser cualquier otra cosa en aquel país; antes de ser un hombre de negocios, un marido o un deudor. Y, por si esto fuera poco, fue el general mismo quien le estrechó la mano y le dijo: «Comuníquele a su hermano que el contrato de este año pertenece a los hermanos Shein.»
Estaba pensando en la carta cuando la muchacha con los dientes separados se acercó a él. Meses antes, después de conseguir el contrato de Fort Marcy, se había dejado conducir por su prostituta favorita a través de la puerta negra adornada con una banda rosa, como una vaca es conducida a los pastos. Sin embargo, hacía apenas un mes, su chica no estaba y se vio obligado a ir con otra, una mujer alta y orgullosa, con mandíbula de caballo y unos pezones sorprendentemente grandes y oscuros. La poseyó en el suelo y, después, ganó una partida terminando, así, con una mala racha. Desde aquel día (o noche, no estaba seguro), estableció la firme regla de ir con una chica diferente cada vez. Siempre las poseía antes de jugar, nunca después, porque le relajaba y, al mismo tiempo, le recordaba lo desesperado y lo lejos que estaba de cualquier tipo de vida respetable. Y esto lo incitaba a sumergirse más y más en aquel tipo de vida.
—Buenos días, señor —lo saludó la muchacha de los dientes separados.
Él se había tirado a aquella muñeca de ojos rasgados incontables veces; la había visto morderse el labio mientras él la penetraba con demasiada fuerza y ella lo había visto despertarse por la mañana con una erección falsa en dos ocasiones mientras soltaba maldiciones por haber pasado con ella toda la noche. Y a pesar de todo aquello, ella seguía dirigiéndose a él como si acabaran de conocerse, como si aquello fuera un picnic y él hubiera acudido a cortejarla.
Abraham masculló algo acerca del hecho de que habían estado juntos la noche anterior, y cuando ella lo miró como si quisiera abofetearlo, él no se sorprendió. Solo él era lo bastante tonto para vincularse tanto con una prostituta.
—¿Dónde está Carlota? —le preguntó y su voz sonó miserable incluso a sus exhaustos oídos.
El carpintero y sus hombres habían terminado la casa y Eva y él se habían mudado allí. La casa era enorme y estaba llena de artículos de lujo importados. Todo esto había sido posible gracias al contrato, a los fondos del gobierno que pronto recibirían. Si en el pasado tuvo problemas, si él había creado algún problema, el de ahora era de una magnitud totalmente diferente. Sentía una aprensión física, una intensa sensación de vértigo, que, cuando cerraba los ojos, no hacía más que aumentar. Desde que, el día anterior, leyó aquellas palabras de caligrafía irregular, no había disfrutado de un instante de paz: «El general siente comunicarle que, debido a un lamentable informe sobre su conducta como caballero, el contrato ha sido concedido a otro comerciante.»
Pasarían horas, quizá días, antes de que Eva se enterara de la noticia, pero él nunca le diría que habían perdido el contrato, y se preguntó, sin sentirse especialmente mal, qué mentiras le contaría para ocultarle la verdad.
La muchacha de los dientes separados señaló con la barbilla la puerta negra donde Carlota esperaba. Después (no podían haber transcurrido más de veinte minutos), Abraham se acercó a la barra y pidió otra bebida, pero no se sentía relajado ni motivado, sino indignado y cansado.
—¿Ya ni siquiera vas a cenar a tu casa?
Abraham oyó a sus espaldas aquella voz ronca, aquella burla sofocada.
Cuando Cuca se sentó a su lado, Abraham supo que lo había estado observando desde que el hombre del alfiler de diamantes se fue llevándose buena parte de su dinero y sin tener la decencia de gastar una cifra razonable en el bar, por lo que el estado de ánimo de Cuca no era, ni mucho menos, ecuánime. Abraham también se dio cuenta de que ella lo sabía. Sabía lo del contrato y sabía que lo habían perdido. Y también había visto cómo hablaba Abraham a sus chicas, con cuáles se acostaba y a cuáles rechazaba, como si tuviera derecho a rechazar a una sola de ellas, como si tuviera algún derecho en aquel lugar.
Las chicas estaban ocupadas durante todo el año, pero los meses de invierno eran los más provechosos. Los hombres tenían frío y se sentían solos, y que estuvieran o no casados no parecía muy relevante. Abraham percibió en los ojos de Cuca que, para ella, él no era más que un hombre marcado y desesperado. Percibió su desprecio, que estaba implícito en la forma en que había formulado aquella simple pregunta: «¿Ya ni siquiera vas a cenar a tu casa?», y lo vio en la forma en que movió los dedos cuando lio el delgado cigarrillo.
—He venido a jugar al Monte.
—Creí que venías por algo más; eso es lo que me cuentan mis chicas, y esas chicas además de ser duras, no mienten.
—No, no mienten porque les pagas.
Cuca, sorprendentemente, se rio, pero Abraham tuvo la sensación de que, con la misma facilidad, podría haberle pegado un tiro.
—Preciosa Cuca, cuya mente es tan aguda como un cuchillo pero que carece de corazón —dijo él lentamente.
—Créeme, soy toda corazón. ¿Por qué crees, si no, que gozas de tan buena salud?
Él esbozó una sonrisa tensa sin mostrar los dientes.
—¿Jugamos?
—Primero debes saldar tu deuda —replicó ella, exhalando una densa nube de humo—. Ha llegado tu hora. ¿Entiendes?
Abraham se volvió hacia ella sin revelar nada, ni su larga y aburrida historia de decadencia personal ni sus excusas aparentemente especiales.
—Entiendo.
Permanecieron sentados y en silencio durante unos instantes, y Abraham, no por primera vez aquel día, se acordó de su mujer, de su hinchada barriga, de su ser que era familiar y, a la vez, imposible de conocer. En la mente de Abraham, ella siempre estaba sola, detrás de una puerta cerrada.
—Déjame jugar —pidió él en voz baja—. Dame una última oportunidad. Porque sabes que te pagaré. Siempre encontraré la manera de devolverte tu dinero.
—No —replicó ella—, no hay trato. —Agitó la mano con desdén, como si estuviera regateando en el mercado por unos jabones de primera calidad o por unos cestos llenos de maíz—. Me temo que las cosas no funcionan así.
—Ya sabes lo que ha sucedido con el contrato —comentó él, intentando ocultar su enojo—. Sé que lo sabes.
Pero ella, simplemente, lo contempló con una mirada vacía de todo, incluso de lástima.
—Era seguro —explicó Abraham, pero incluso él se dio cuenta de lo inconsistentes que eran sus palabras—. Era oficial. Esos bastardos me la han jugado.
Ella volvió la cabeza y solo asintió y fumó; fumó y asintió, como una especie de maldita vidente. De repente, él se dio cuenta de que ella había influido en la pérdida del contrato. Se sintió profundamente avergonzado por haber tardado tanto en comprenderlo: ella había colaborado con los Spiegelman en contra de él.
—Quiero la casa —dijo ella, finalmente, sin siquiera tener la cortesía de mirarlo a la cara mientras le pedía semejante cosa.
—¿Que quieres mi casa?
Ella asintió como si él acabara de preguntarle si quería tomar algo.
—Y todo lo que hay en ella. Hasta el último pedazo de encaje francés de tu mujer.
—No puedo hacerlo.
Cuca se levantó y alisó su chillona falda de tafetán.
—¿Ah, no? —replicó sin sorprenderse—. Bueno, entonces tendrás noticias de mis amigos pronto.
Apagó su cigarrillo hasta que no quedó nada salvo pedacitos de hojas cenicientas.
—Abe… —empezó Cuca.
Se inclinó acercándose mucho a él y Abraham percibió su olor, un olor a perfume ácido y a tabaco acre con rastros de cebollas quemadas.
—No se te ocurra volver por aquí hasta que me hayas pagado mi dinero. ¡Porque se trata de mi dinero! ¿Con qué dinero crees que has construido esa casa? Y no dispones de mucho tiempo, guapo —añadió, levantando el dedo índice adornado con un anillo.
—Puedes quedártela —murmuró él.
Lo dijo tan bajito que ni siquiera él lo oyó. Ella ya le había dado la espalda, de modo que se vio obligado a repetirlo.
Cuando Cuca se volvió de nuevo hacia él, parecía preparada a firmar el contrato allí mismo.
—Puedes quedártela; lo organizaremos todo. Solo déjame jugar una vez más. Permíteme intentar ganar lo que he perdido.
—¿Ganar? —preguntó ella con amargura—. ¿Eso es lo que crees que puedes hacer? Esto es un juego, amigo. Un juego. —Entonces su cara se suavizó—. ¿Quieres jugar? —le preguntó con dulzura pero con crueldad, como si se tratara de un niño molesto.
Lo que recordaba de aquella última partida de Monte era la reina de copas y que, nada más apostar a esa carta, supo que iba a perder.
Recordaba haber utilizado los últimos restos de su encanto para apelar a los viejos tiempos, a viejos favores. «Dame tiempo», suplicó como último recurso, porque finalmente comprendió que lo que estaba en juego era su vida. «A ti no te cuesta nada. Es como si te pidiera aire.» Pero sus súplicas solo encontraron desdén como respuesta. Miró alrededor para comprobar si la muchacha de los dientes separados…, alguien, se daba cuenta de que se iba, pero la sala podría haber sido cualquier salón de juego en cualquier otro lugar. Cuando salió al frío crepúsculo, no era más que un desconocido que lo había perdido todo. Y no había nada especial en ello.
La puesta de sol era inquietantemente deslumbrante. Inundaba la mitad de la plaza con su cegadora luz blanca. Su reloj de bolsillo se había parado y no tenía ni idea de qué hora era, lo único que sabía era que ahora el tiempo era valioso y que el día estaba a punto de acabar. Contempló la fachada de su tienda. El bonito letrero negro contenía el buen nombre de su padre.
El apellido se lo concedió un cliente agradecido a su tatarabuelo, que era orfebre. El cliente era un barón y, después de que el Código de Napoleón entrara en vigor, anunció que se sentiría honrado de compartir su apellido con un hombre tan talentoso; que aquel judío era digno de tener un apellido.
Abraham contempló el apellido. A su lado figuraba una palabra que siempre lo llenaba de un inenarrable sentimiento de buena voluntad: «Hermanos.» Siempre le había gustado ser hermano. Siempre se había sentido orgulloso (incluso a pesar de sus pequeñas e inherentes injusticias) de que Meyer fuera su hermano, y ahora tenía miedo de mirarlo a la cara. Ni siquiera se acordaba de la última vez que habían comido juntos. Su relación se reducía a las horas que compartían en el trabajo y, mayoritariamente, consistía en que Meyer le recordaba, al principio pacientemente y después no tanto, los pedidos que había olvidado cumplimentar.
Justo el día antes, Abraham había abierto la carta en la habitación trasera de la tienda. La leyó y su primera reacción consistió en ir a buscar a su hermano. Salió a trompicones, en un estado de shock, pero no encontró a su hermano, sino a Levi Ehrenberg, quien estaba conversando con un grupo de trabajadores mexicanos.
No se imaginaba de qué estaban hablando o, lo que era lo mismo, cómo podía el delgaducho alemán entender lo que ellos decían. Y en aquel momento envidió al delicado joven porque su vida estaba limpia. Puede que no contara con nada salvo con el trabajo que Meyer le había ofrecido, pero tampoco tenía responsabilidades. No obstante, había en él cierta indiferencia; su expresión general era de exculpación, como si conociera los secretos de Abraham y fingiera que no lo juzgaba. Aunque nunca hubiera dicho nada abiertamente, Abraham presentía que Ehrenberg se burlaba sutilmente de él y no lograba decidir si sus sospechas eran producto de una paranoia o de su perspicacia. Además, todavía conservaba la idea, la idea secreta, de que Levi Ehrenberg había llevado consigo a Santa Fe algún tipo de horrible maldición.
Se dio cuenta de que había dejado de caminar y que estaba como embobado delante de la tienda de los Spiegelman, como si en cualquier momento fuera a montar una escena o quizá, para ser más realista, entrar y pedir trabajo. Un empleado le gritó que se apartara, porque, sin darse cuenta, obstaculizaba el paso a los trabajadores que trasladaban los últimos cajones de mercancías de un carromato a la tienda. Abraham también le gritó, aunque sin ninguna razón lógica. El hedor del sudor frío de los burros hizo que el whisky que había bebido le subiera hasta la garganta. De algún modo, consiguió no vomitar. Entonces miró hacia la plaza, la iglesia y más arriba, hacia las montañas y el ardiente horizonte, como si esperara encontrar una perspectiva más amplia, como si no pudiera ver lo bastante lejos. Y, cosas de la vida, sí que vio algo en particular, algo que, desde luego, cambió su punto de vista aunque a él le costó creer lo que veía.
Su mujer estaba en la plaza, su menuda y embarazada mujer, y estaba hablando con Levi Ehrenberg. Aunque Abraham sabía que tenía la costumbre de pasear y, de hecho, él la había animado a hacerlo, y aunque lo único que vio fue a dos personas hablando, nunca había visto a su mujer en la calle de aquella manera, sin una acompañante, y la escena lo enervó. Junto a los pies de Levi y Eva había una ardilla que no se movía; incluso los árboles parecían haber dejado de mecerse. Abraham se aproximó y se escondió detrás de un roble recio como si fuera un asesino. Ella no lo vio, seguro, y la expresión de su cara, confiada y animada, le indicó lo que necesitaba saber.
Mucho después del anochecer, Abraham por fin regresó a su casa. Había estado vagando por los límites de la ciudad y luego se dirigió a las montañas, al jardín del obispo. Entonces se dio cuenta de que ya no sentía los pies y que el cielo estaba totalmente oscuro. Regresó a la casa que finalmente había construido, una casa que había asegurado que ya estaba construida cuando pidió la mano de Eva a su padre. Después de estar a punto de caerse del tablonaje provisional que sustituía las escaleras de la entrada, dejó de maldecir y entró en el edificio con paso decidido. Durante su paseo sin rumbo fijo, había encontrado a hombres generosos que le ofrecieron whisky, de modo que todavía estaba borracho; él lo sabía, aunque lo habría negado rotundamente incluso delante del mismísimo Jehová. Mientras cruzaba la puerta y entraba en la casa, que estaba a oscuras, intentó centrarse en la naturaleza sólida del suelo de madera cepillada a mano, pero lo único que sintió fue inestabilidad: una sensación viscosa en los ojos y en los miembros, como si hubiera alcanzado el límite de su ser terrenal y pudiera disolverse. No gritó para anunciar su llegada; no sabía qué hora era, pero percibió el parpadeo de las luces de unas velas en la distancia y unos lánguidos diseños en las paredes del comedor.
La mesa estaba maravillosamente puesta: un barco de lino blanco en un mar opaco. Seducía con olores a carne estofada y pan recién horneado, que, obviamente, hacía rato que se había enfriado. Había tazones de sopa y cubertería de plata brillante y su mujer estaba dormida en su nueva silla tapizada de seda verde oscura, con la cabeza delicadamente apoyada en el borde de la mesa, como si la hubiera colocado allí junto con las servilletas, el salero y el pimentero de cristal y los afilados y resplandecientes cuchillos. Abraham se sentó sin quitarse el abrigo ni el sombrero, como si sospechara que todavía estaba fuera y que estaba alucinando: que había caminado tanto que había pasado de largo el jardín del obispo y ahora estaba bajo la nieve.
Cuando Eva abrió los ojos, él casi no se dio cuenta: ¡llevaba mirándola tanto rato!
—El sombrero y el abrigo —dijo ella por fin mientras arreglaba su despeinado cabello.
Estaba visiblemente agitada, pero esto no afectó en nada a Abraham. Ni siquiera se detuvo a pensar qué aspecto debía de tener, helado hasta los huesos y sucio, y que debía de oler a mujeres, alcohol y a la suciedad de la calle. Pero cuando miró a su mujer, no pensó en lavar ni una sola parte de su cuerpo.
—¿El sombrero y el abrigo?
—¿Me los das? Los colgaré en el perchero.
Tenía el cabello enredado por haber dormido en aquella posición tan incómoda y se le ensortijaba alrededor de su enrojecida cara. En la mejilla llevaba la leve marca del festón del cubierto sobre el que había descansado.
—Te he visto —declaró él.
Abraham dejó el sombrero (un sombrero que había caído más de una vez en los pestilentes charcos de las callejuelas de la ciudad) encima del blanco e impoluto mantel. No le sorprendió que ella no reaccionara; este era su truco cuando creía que él estaba borracho. Y era muy buena haciéndolo.
—Te he visto —repitió él con voz más potente y yendo directamente al grano.
Ella se enderezó y lo miró a los ojos como si no le importara lo que él fuera a decir, como si él solo quisiera provocarla.
—Te he visto en la plaza. Te he visto hablando con él.
Eva suspiró exageradamente, y su suspiro fue tan simple, tan condescendiente, que antes de pensárselo siquiera durante un segundo, antes incluso de creérselo, Abraham gritó:
—¿El maldito bebé es mío?
Ella se levantó y empezó a retirar la vajilla de la mesa; los tazones llenos de sopa primero. Él la siguió y se fijó en su redondeada figura, que ahora le pareció extraña y desaliñada. Ella llevó los tazones a la cocina recién embaldosada como si representara el papel de una esposa metódica y ordenada.
—¡Contéstame ahora mismo! ¡Háblame!
Pero ella no se volvió hasta que hubo dejado los tazones en la encimera. Incluso entonces intentó pasar de largo por el lado de Abraham para seguir retirando la intacta comida.
—Déjame pasar —exigió Eva—. Déjame pasar ahora mismo.
Pero él no podía dejarla pasar, no podía perderla de vista. Se acercó a ella acorralándola contra una pared, y luego otra; paredes que ya no eran de él, ni siquiera en su mente.
—Le dije a Meyer que no confiara en él…
—Abraham —replicó ella haciendo uso, de una forma patente, de todo su autodominio—, por favor apártate. Querido, ahora mismo, no sabes nada.
—Lo sé todo —anunció él, inclinándose hacia ella.
Justo entonces decidió que a la mañana siguiente se iría. Y se llevaría el joyero de Eva.
—Muy bien —replicó ella parpadeando para contener las lágrimas que él quería ver, que él ansiaba ver. Pero ella no se lo permitiría—. Muy bien.
De repente, él retrocedió como si ella le hubiera propinado una patada, cuando lo único que había hecho era bajar la voz.
—Lo sé todo —repitió él.
Respiró entrecortadamente, como al comienzo de un fuego, cuando los silenciosos vapores toman fuerza a pesar de que nadie puede verlos. Ella siguió guardando las inútiles posesiones: la vajilla, las copas de cristal, las velas… Algunas las habían traído desde Alemania, pero otras las habían comprado recientemente con dinero que él no tenía. Abraham simplemente la siguió de un lado a otro, sin ofrecerle ayuda, enorme y silencioso como un monstruo solitario; el tipo de monstruo que solo existía en los cuentos. Todas sus pisadas, todos sus gestos, resonaron en aquella casa robada que, de repente, parecía demasiado grande.
Abraham la agarró del hombro y ella no dijo nada, solo siguió moviéndose. Él percibió su silencio y notó que era crítico. Mientras la obligaba a volverse hacia él, supo que le pegaría incluso antes de hacerlo. Supo que era la única forma de poder marcharse. Cuando le pegó pensó: «¡Qué mejilla tan pequeña y suave!», y tuvo miedo de lo que pudiera hacer después. No es que hubiera superado su rabia, sino que se había vuelto consciente de su miedo.