En Karlsbad, durante los veranos, un daguerrotipista itinerante llevaba su equipo de casa en casa. Se trataba de un buen lugar para practicar su profesión porque, en la temporada alta, la ciudad se llenaba de damas con el tiempo, los fondos y quizá la naturaleza morbosa suficientes para pensar que aquella podía ser la última vez que lo vieran. Eva recordaba que su madre posó para el daguerrotipista en el jardín, con la cara peligrosamente cerca de una flor de azahar en la que zumbaba una abeja enorme. A diferencia de los retratos de Heinrich (pintados pocos años después), aquellos daguerrotipos se realizaron para ser utilizados como carte-de-visite. Se trató de un regalo sorpresa de su padre, quien claramente confiaba en que, respaldada por una carta de visita adecuada, su mujer se sentiría inclinada a abandonar los baños e incorporarse a la vida urbana con más frecuencia. Él obviamente deseaba que ella visitara en Berlín a más personas además de su profesora de piano; que visitara casas en las que pudiera presentarse mediante algo tan novedoso y elegante.
Eva recordaba haber visto la pálida cara de su madre mientras posaba (volviéndose sutilmente a izquierda y derecha, ofreciendo su majestuoso perfil) y darse cuenta, aunque creía firmemente que ninguna piel pálida ni ojos oscuros merecían aparecer en una daguerrotipia más que los de su madre, que a ella no le atraía la idea de que su imagen fuera reproducida. Eva no entendió por qué su madre se sentía tan incómoda delante de la cámara; por qué se mostró tan seca con el jovial fotógrafo.
Aquel día, en aquel feliz momento en el que Abraham finalmente había cumplido su promesa, Eva estaba, por fin, sobre el suelo de madera de aquella, ¡su casa! (a pesar de que el carpintero estaba en aquel preciso instante clavando el primer poste de la barandilla de la escalera). A la mejor luz de la tarde y en el más espacioso de los salones de toda Norteamérica, Eva se dio cuenta, con reticencia, de que, a pesar de que intentaba mostrarse más amable que su madre años atrás y mientras sonreía entre giro y giro de la cabeza a izquierda y derecha e intentaba cumplir con las instrucciones del fotógrafo, se sentía igualmente reacia a que le sacaran una fotografía.
—¿Señora Shein, querría, por favor, ignorar los martillazos y mirar hacia la cámara?
El fotógrafo era joven y procedía de una familia de granjeros sueca. Había dejado a los suyos en Minnesota para perseguir su sueño, que consistía en tomar fotografías, y esperaba tener, algún día, un taller propio en California. Durante la primera media hora de conocerse, él se mostró muy comunicativo y le explicó a Eva todos sus sueños, algo que ella había llegado a considerar una característica norteamericana. Y también tenía el habla distendida de los vendedores, lo que, en opinión de Eva, constituía una cualidad porque, en última instancia, tenía que conseguir que las personas se compraran a sí mismas y tenía que convencerlas de que su imagen, por muy normal que fuera, merecía ser captada y conservada.
Eva miró por la ventana, por encima del hombro del fotógrafo, y contempló toda la actividad que todavía se desarrollaba alrededor de la casa a pesar de que, oficialmente, se habían mudado hacía más de una semana. Después de unos cuantos días gélidos durante los que apenas se pudo hacer nada, el tiempo se suavizó de repente y a Eva le tranquilizó ver que, en aquel momento, el obispo Lagrande estaba plantando un árbol joven que ella desconocía con sus propias y huesudas manos. Le había prometido que realizaría aquel considerado gesto y allí estaba, cumpliendo con su palabra a pesar de que seguía haciendo el frío suficiente para que su aliento se condensara en el aire.
Eva siempre se sentía un poco incómoda en presencia de aquel hombre bueno, como si él no solo pudiera leerle la mente, sino que, después de la noche que ella lo visitó en su jardín, la contemplara con una actitud de reprobación, como si ella tuviera que ser más lista de lo que evidentemente era. Eva se alegró al ver a Tranquilo, quien se detuvo frente a la casa con su característica determinación, a las riendas de otra carreta cargada con artículos de importación que Abraham debía de haber enviado desde la tienda.
Tranquilo iba y venía entre la carreta y la puerta de la casa por el tablonaje provisional que comunicaba el suelo de tierra con la entrada principal. Llevaba cajones a la cocina y a la planta superior, pero por mucho que Eva lo llamó y le dio las gracias, él no se acercó al salón. Ella pensó que no debía de caerle bien o que quizás incluso la detestaba, pero nunca lo sabría.
Cambió el peso de pierna y cambió sus pensamientos: se preguntó qué contendría aquel envío y esperó, en contra de toda esperanza, que fueran los apliques de bronce. Repasó la lista de los pedidos que Abraham había realizado y que ella había memorizado hacía mucho tiempo. Cuando le dio la lista fue como si se disculpara por tantas noches que había pasado fuera de casa y, aunque la lista no borrara todas aquellas noches sin dormir, lo cierto era que Abraham no había reparado en gastos.
En el salón ya había un gran sofá de madera de pino chapado de abedul y tapizado en seda, una mesa abatible de nogal y una vitrina rinconera a juego. La primera noche que durmieron en la casa, ella permaneció despierta toda la noche deambulando por las habitaciones hasta que, al final, desempacó las mantelerías bordadas con seda y perfectamente almidonadas de su ajuar. Todavía estaban en el cajón de embalaje que habían traído de Alemania. Eva sacó las capas de papel de seda y las guardó donde debían guardarse, en un armario, bien protegidas.
—Señora Shein —dijo el fotógrafo de cara anodina—, piense en algo agradable, por favor.
—Ya estoy pensando en algo agradable.
—Bueno —replicó él impasible—, entonces piense en otra cosa.
Las circunstancias habían sido escabrosas: el bebé había sido concebido en una bañera rodeado de agua sucia y hojas; el acto tuvo lugar al aire libre, en mitad de la noche, y Abraham se comportó de una forma muy diferente a como era: alguien fuerte y al mismo tiempo humilde, alguien que ella desearía conocer. Fuera como fuera, existía un bebé, otra promesa imposible que crecía en su interior. Y ahora ella vivía en una casa; una casa que sería perfecta cuando estuviera pintada y empapelada y cuando los escalones de la entrada estuvieran colocados.
—¿A que es una casa preciosa? —le preguntó al fotógrafo.
Él asintió con el entusiasmo apropiado y escondió la cabeza debajo de la tela negra de la cámara.
—No lo digo por alardear —prosiguió Eva—, es solo que me siento orgullosa de mi marido, de su fortaleza.
—Como debería ser.
Todavía no había puertas en los marcos y Eva había colgado sábanas en su lugar, de modo que, a veces, sobre todo en la oscuridad, la casa parecía embrujada. Cuando las blancas sábanas se hinchaban entre habitación y habitación, la visión resultaba extrañamente fascinante. Las escaleras interiores estaban sin pulir y todavía no había barandilla, de modo que subirlas y bajarlas requería mucha concentración, sobre todo en su estado.
—Sé que se lo he preguntado muchas veces, pero solo me está fotografiando la cara, ¿no? Nada por debajo del cuello.
—Por supuesto, señora Shein. ¿Acaso me toma por un aficionado?
—Disculpe que se lo pregunte con tanta frecuencia. Es que me resulta embarazoso. Solo accedí a que me fotografiara en mi estado por insistencia de mi marido. Verá, él está ansioso por tener un recuerdo del acontecimiento de la mudanza.
El fotógrafo se enderezó y resopló con sonoridad. Miró alrededor y asintió.
—La casa es preciosa, señora Shein. Preciosa e imponente, y aunque es la primera vez que nos vemos y no tengo con qué comparar, me atrevería a decir, señora Shein, y espero que no le moleste que se lo diga, que sus ojos son, sin lugar a dudas, tan bonitos como antes. Puede estar segura de que sus ojos no se ven embarazados. Sus ojos están hechos para ser pintados por un gran artista.
Eva notó que se ruborizaba y se sentó enseguida junto a la ventana.
—Discúlpeme, me temo que estoy diciendo tonterías.
—Y yo me temo que no soy un gran artista, pero como soy el único que está dispuesto a hacerlo, ¿por qué no se relaja y mira directamente a la cámara?
—Lo siento —replicó ella—, pero creo que, después de todo, no quiero que me haga ningún retrato.
El fotógrafo pareció confuso pero no ofendido. Se encogió de hombros y se marchó como ella le pidió.
Cuando se hubo ido, Eva no se quedó sola, porque el carpintero siguió trabajando. Ella permaneció inmóvil y escuchó los martillazos entre irritada por el ruido y contenta de poder contar con una barandilla. No le costaba imaginarse a Abraham intentando convencerla de que las personas, en realidad, no necesitaban muestras de boato como una barandilla; podía imaginarse subiendo y bajando las escaleras durante años sin nada a lo que agarrarse.
De hecho, Abraham ya se había caído por las escaleras en una ocasión, y ella se despertó sobresaltada en mitad de la noche. Seguía desapareciendo con regularidad después de cenar. En realidad, lo hacía más frecuentemente ahora, como si, al haberse trasladado por fin a una casa de verdad, contara con una licencia más amplia para actuar de forma disoluta. Ella lo había oído subir con pesadez aquellas escaleras tantas veces en un periodo tan corto que ya formaba parte de sus sueños. Eva soñaba con tormentas descomunales y con bestias que surgían de la lluvia y se aproximaban.
Escuchó los martillazos hasta que el obispo, con la ropa y las manos manchadas de tierra, interrumpió sus pensamientos.
—El correo del este está llegando con mucha puntualidad estos días, sobre todo si tenemos en cuenta las inclemencias del tiempo —declaró, y le tendió un sobre—. Lo he aceptado en su nombre.
—¿Es para mí?
Él asintió y se lo entregó.
—Así es. ¡Vaya, veo que la carta la hace muy feliz! En tal caso, me siento afortunado de ser el mensajero. Porque nunca se sabe.
—Sí, nunca se sabe. Es de mi tío Alfred. Ya se lo he mencionado anteriormente. Vive en París. —Eva sujetó el sobre con cuidado para no emborronar la tinta con las manos que, aquellos días, le sudaban más de lo acostumbrado—. Intentaré no abrirla inmediatamente —comentó, y se echó a reír.
—Para prolongar la sensación de felicidad, ¿no?
—Y por educación —reconoció ella—. Al fin y al cabo, usted es un invitado importante. Por cierto, ¿quiere un té?
—He venido para plantar su árbol, querida señora Shein —respondió él—. Y mire —añadió mientras señalaba por la ventana—. Lo he hecho.
El viento sopló y el joven árbol se inclinó a un lado. Parecía delgado y vulnerable.
—Es absolutamente hermoso —declaró ella, y tomó las manos del obispo en un arranque de gratitud.
—Tomaremos el té en otra ocasión. Por favor, lea la carta —la animó él mientras se dirigía a la puerta—. Ha realizado un largo viaje hasta encontrarla.
Eva se acordó de las cartas esparcidas como entrañas en la ruta de Santa Fe; todas aquellas cartas perdidas por el camino. Deseó contarle aquella historia al obispo, pero cuando encontró las palabras para empezar, él ya no estaba. Eva abrió el sobre no como en ocasiones anteriores, en la perpetua penumbra de la casa de Burro Alley, sino en aquel salón de grandes ventanales, en un lugar que, con la incorporación de alfombras y sofás, apliques y una luz suave, sería perfecto para recibir visitas. Aunque en aquel momento no tenía muchas ganas de ver a nadie, pensó que, ahora que el lugar existía, el deseo llegaría.
Mientras leía la carta, vio que el sol de la tarde proyectaba sombras sobre el suelo de madera. En la carta (y en todas las que le había mandado) el tío Alfred le comentaba que estaba considerando la posibilidad de trasladar a su familia desde Francia, donde disfrutaban de una vida cómoda, a Alemania, ahora que la ley de amnistía estaba vigente. Pero en la mente de Eva, la voz de su tío seguía sonando como cuando tenía veinte años. El Alfred de su mente tenía una barba poblada (castaña con zonas rojizas) e infinitas maneras de hablar de la libertad. La voz joven que ella imaginaba sonó especialmente discordante cuando, al final de la carta, él incluyó un consejo para ella. Le explicó que Auguste, su mujer, daba paseos diarios durante los embarazos y que esta era la razón de que hubieran sido bendecidos con hijos tan robustos. «Camina —había escrito el tío Alfred con su caligrafía apresurada—. Camina hasta que el color encienda tus mejillas. Y si eres tan remilgada como para llevar corsé, ¡por el amor de Dios, quítatelo!»
El tío Alfred nunca mencionaba a Henriette en sus cartas. Aunque Eva escribiera algo recordándola, el tío Alfred no aprovechaba la oportunidad para escribir sobre ella. Era como si hubiera decidido que la única forma en la que podían mantener una correspondencia era no recreándose en el pasado.
En cierto sentido, los dos vivían en el exilio, y podían contarse muchas cosas sobre sus respectivos asentamientos, que no podían ser más diferentes. Alfred tampoco le preguntó nunca por qué, si no era realmente feliz, no regresaba a casa. A ella le gustaba pensar que él no se lo preguntaba porque creía que Norteamérica era excitante y el único lugar donde uno podía hacer realidad sus sueños de libertad y democracia, pero en realidad ella sabía que no se lo preguntaba porque temía la reacción de sus padres si regresaba después de tanto tiempo.
Al irse Eva, sus dos hijas habían desaparecido de su vista, aunque, por supuesto, no de su mente, y permanecían en un mundo de recuerdos dorados al que ellos podrían acudir durante sus últimos años de vida. Su padre le escribía tanto en su nombre como en el de su madre, pero sus cartas eran breves y carentes de expresividad. En opinión de Eva, eran insulsas debido a una combinación mortal de lástima y formalidad. Le describía el tiempo que hacía en Alemania con gran detalle, y nunca mencionó a Henriette.
Eva no había vivido con su tío desde que era una niña y era consciente de que había conferido a sus irregulares cartas (algunas de las cuales eran francamente tediosas y obsesivas en los detalles sobre política) una exagerada significación emocional. Pero cuando veía su picuda caligrafía, era como volver al hogar de su infancia sin el caos que se produjo después. Le gustaba que sus sentimientos hacia Alfred no fueran complicados; lo quería por dedicar tiempo a escribirle, y nunca se planteó cuestionar su autoridad. Y fue así que, aunque hasta entonces lo único que había hecho era subir y bajar las nuevas escaleras (al fin y al cabo, el temor a perder otro bebé pesaba mucho más que el temor a morir de aburrimiento), decidió seguir el consejo de su tío y, vestida con su corpiño más holgado y una piel de zorro, salió a dar un paseo.
El cielo se veía plano: una extensión blanquecina que hacía juego con los restos de nieve vieja y obstinada que quedaba en los irregulares tejados de las casas. Eva deslizó la vista desde las dependencias del Ayuntamiento a la iglesia, que estaba enfrente de aquel. En mitad de la plaza, una bandera norteamericana sucia y descolorida que, aunque no era vistosa, sí que al menos transmitía respetabilidad, contrastaba con las pálidas nubes. Eva saludó amablemente con la cabeza a los hombres que, al verla, se quitaron el sombrero o el bombín y, cuando vio una elegante calesa tirada por dos ponis blancos que, sin duda, pertenecía a un funcionario del gobierno, se imaginó que era el hombre que había otorgado el contrato de Fort Marcy a la tienda Shein Brothers’ y tuvo que esforzarse para no detener la calesa y agradecérselo personalmente.
El aire era lo bastante fresco para que no hubiera mucha gente en la plaza y, durante unos segundos, le dio pánico que Alfred estuviera equivocado, que el liberalismo francés lo hubiera trastocado y que, si ella quería dar a luz a un bebé saludable, debería moverse lo menos posible. Había leído todos los artículos de todas las revistas femeninas que había encontrado en la tienda. Las cartas que contenían la llenaban de preocupación, pero, aun así, no podía dejar de leerlas. Ya había oído supersticiones antes: «La sal y los huevos dan buena suerte.» «Se debe llevar al bebé escaleras arriba antes de llevarlo escaleras abajo.» Pero ver aquellas y otras supersticiones impresas la empujaba a leer más y más, como si algún día pudiera encontrar la respuesta definitiva que, en sus momentos más inteligentes, sabía que nunca encontraría.
Leyó cartas de mujeres de colonos; de damas mucho más solas que ella; de jóvenes desafortunadas que vivían aisladas en las terribles llanuras, a menudo abandonadas por sus desaprensivos maridos…
«Queridas amigas —decía una de aquellas cartas—: Estoy embarazada de seis meses y tengo el constante capricho de comer ciruelas. Pienso en ellas antes de levantarme y también mientras me visto. Un día, estaba muy cansada y me froté los ojos con los dedos. Y pensé: “Bueno, supongo que no tendrá importancia.” Pero le pregunté a mi vecina y ella me dijo que seguro que había marcado al bebé, que si te encaprichas con algo y no lo comes y, a continuación, te tocas la cara o cualquier otra parte del cuerpo con la mano o incluso si te rascas, seguro que habrás marcado al bebé. Tu inocente criatura estará marcada por tus caprichos egoístas. Pero yo ni siquiera puedo dormir por todas las cosas que deseo comer. ¿Y qué puedo hacer si me obsesiona comer melón cantalupo y no es la temporada de esa fruta? ¿O chocolate deshecho? ¡Ahora no puedo disponer de esas cosas! ¿Pueden estos pensamientos perjudicar a mi bebé? ¡Por favor, aconsejadme sobre lo que debo hacer!»
Eva sintió lástima por aquella mujer y sabía que su temor era infundado. Sin embargo, a pesar de su lógica, procuraba no tocarse la cara y no podía evitar sentir pánico cada vez que sentía el incontrolable y diario deseo de comer Brot, el sustancioso pan de sabor amargo que tan notoriamente faltaba en aquella tierra. Cuanto más desesperadas y desinformadas eran las cartas, más dudaba ella de que realmente supiera algo.
Beatrice Spiegelman tenía todo tipo de teorías. Por ejemplo, que si una se lo proponía realmente (y con un poco de ayuda del Todopoderoso), podía determinar el sexo del bebé: si concebía dos días después de la menstruación, tendría un niño; si tenía relaciones sexuales durante el octavo mes del embarazo a la pálida luz de la luna, tendría una niña. Y también tenía una teoría para averiguar el sexo del bebé durante el embarazo: «Las niñas te roban la belleza —le comunicó solemnemente Beatrice—. Si tus caderas y tu nariz se ensanchan, puedes apostar que estás gestando una niña.»
Eva sospechaba que Beatrice también estaba en estado, aunque sabía que lo mantendría en secreto hasta el momento adecuado. Cuando le contó que volvía a estar embarazada, notó en ella cierta desaprobación por el hecho de que se lo hubiera comentado antes de haber notado algún movimiento del feto. Esto traía mala suerte (¡ya lo sabía!), pero se lo permitió porque la mala suerte ya le había sobrevenido en cuatro ocasiones aunque ella no le había contado a nadie que estaba embarazada.
Además, no pudo contenerse por la impresión que le causó darse cuenta de que estaba equivocada, que podía volver a quedarse embarazada a pesar de que esta idea (aunque ahora estaba contentísima) la aterrorizaba y sentía que lo último que quería era tener un bebé, porque, de una manera realista, sabía que se estaba preparando para morir.
No creía especialmente en el cielo, y en cualquier caso tampoco creía que acabara allí después de morir, de modo que ni siquiera tenía el consuelo de reunirse con Henriette, quien, si, efectivamente, el cielo existía, seguro que estaría allí. Henriette murió en una ciudad sofisticada, donde las comadronas recibían una rigurosa formación. ¿Qué posibilidades tenía ella en aquella tierra donde apenas había atención médica? Había oído hablar de los remedios indios: infusiones de raíces y otros brebajes, pero la verdad era que aquel país no era para los enfermos ni los delicados; había poco espacio para aquel frágil estado entre la vida y la muerte. Siempre resultaba sorprendente que un enfermo recobrara la salud, lo que hacía que su recuperación, la del señor Levi Ehrenberg, fuera realmente increíble.
Eva empezó a caminar todas las tardes; siempre realizaba el mismo recorrido y, aunque no había visto a Levi desde el verano —cuando le ofreció fresas que, según le habían contado, y para su vergüenza, no eran para el disfrute de las monjas, sino para venderlas y ayudar a mantener el orfanato—, siempre esperaba verlo en la plaza, hiciera el tiempo que hiciera, sentado debajo de un árbol y con aquella Biblia desgastada en las manos. De hecho, regresó a la enfermería días después de su última visita, pero las monjas le contaron que, en contra de sus estrictas advertencias, él se había ido del convento sin contarles adónde pensaba ir.
Pero ella sabía dónde estaba ahora. Había oído decir que se había recuperado, aunque siempre cojearía, y que, después de una misteriosa desaparición (se especulaba sobre si había ido a Taos o Las Cruces y se comentaba que había trabajado para los ferrocarriles), había regresado a Santa Fe. Y, lo que era todavía más increíble, ahora estaba empleado en la tienda Shein Brothers’. Cuando Abraham le contó que habían contratado al alemán cojo, ella siguió bordando como si él le hubiera hablado de una venta sin importancia y sonrió de manera apropiada. «¿Dónde vive el joven?», preguntó ella, y cuando Abraham le respondió que vivía en la otra orilla del río, donde ella no había puesto ni siquiera el pie, Eva volvió a sonreír, hasta que Abraham exclamó: «¿A qué viene esa expresión? ¿Qué quieres que haga, que lo invite a vivir aquí?» Ella se mordió el labio para no formularle más preguntas, y también fue cuidadosa al elegir los momentos en los que fue a la tienda Shein. Solo iba cuando necesitaba urgentemente algo que Abraham había olvidado llevar a casa, lo que, por desgracia, ocurría con frecuencia. Se aseguró a sí misma que no había hecho nada inadecuado en relación con el señor Ehrenberg, pero si había aprendido algo desde que era una niña era esto: una nunca podía ser demasiado cuidadosa, sobre todo si se llamaba Eva Frank, y ella siempre se llamaría así, aunque nadie, en miles de millas a la redonda lo supiera. Todavía no había visto a Levi Ehrenberg renqueando por la calle, ni siquiera desde las ventanas de su casa, pero a menudo pensaba que, cuando lo viera, le parecería un extraño, que la amistad que habían compartido en la enfermería había sido, sin lugar a dudas, producto de su enfermedad y su correspondiente delirio, el cual, indudablemente, era contagioso.
De todos modos, cuando lo vio, aunque fue de lejos y ella estaba de cara al sol y él no era más que una sombra, lo reconoció enseguida.
La luz, durante todo el día, había sido tenue; más rosa que amarilla, más opalina que dorada, pero ahora, como si desafiara la llegada de la noche, el sol mostró toda la fuerza de su autoridad, como si todavía tuviera algo que decir antes de finalizar el día. Mientras Eva Shein se dirigía apresuradamente a su casa después del paseo diario por la plaza y en su mente oía advertencias en el sentido de que no debía correr, tropezó con una piedra y estuvo a punto de caer al suelo. Se detuvo en medio de la calle y cerró brevemente los ojos. Se dio cuenta de que no tenía por qué correr; el tiempo era bueno y el sol todavía brillaba en el cielo. A su alrededor, los hombres estaban finalizando las tareas del día: se deseaban buenas noches, ataban los burros a los amarraderos, transportaban atados de leña… Unas mendigas envueltas en mantos de lana incolora le contaron sucintamente su situación con voz ronca mientras Eva permanecía en silencio delante de ellas. Aunque no entendió ni una palabra de sus ruegos, deseó tener algo para ponerlo en sus manos resecas. Se sintió inútil (no llevaba ni una sola moneda en el bolso, solo una tarjeta de visita y dos pañuelos bordados, que, durante unos segundos, se planteó ofrecer a aquellas mujeres), y se sintió ridícula bajo su mirada de desespero al darse cuenta de que, a veces, le entraba el pánico por algo tan banal como llegar a su casa a tiempo. Se preguntó cómo conseguía, siquiera, salir de casa.
Desvió la mirada hacia el sol poniente de invierno y se llevó la mano a la frente para protegerse los ojos. Cuando vislumbró la figura que estaba a unos pasos de ella, se dio cuenta, tardíamente, de que, a diferencia de ella, que al estar de cara al sol solo percibía su oscuro contorno, él debía de verla claramente.
—Señora Shein —la saludó él con un tono de voz tranquilo y extraño mientras se acercaba a ella.
Los pantalones le quedaban ajustados y apenas le llegaban a los tobillos, su camisa estaba escasamente almidonada y el abrigo le iba grande, lo que unido a su bien afeitada cara le daba un singular aire de pillastre señorial. Si lo hubiera visto en Berlín, lo habría tomado por un estudiante, pero no estaban en Berlín y, si no lo conociera, habría pensado que, como las arrugadas mujeres, también él estaba pidiendo limosna para sobrellevar el duro invierno.
—Señor Ehrenberg —Eva esbozó una sonrisa que al principio fue tensa, pero que luego se relajó y se volvió no solo genuina, sino también incontenible—, tiene usted muy buen aspecto.
No era mentira. Sus mejillas tenían color y su piel ya no estaba quemada por el sol. Se apoyaba en un bastón burdamente tallado, pero, en cierto sentido, daba una impresión de vitalidad. Él asintió una y otra vez; por lo visto no sabía qué otra cosa hacer.
—He oído decir que trabaja usted para mi marido —prosiguió Eva.
Él volvió a asentir, pero esta vez Eva se dio cuenta de que la miraba de un modo distinto a como solía hacerlo en aquellos emocionantes y extraños días de su enfermedad. Ahora miraba su redondeado abdomen, y ella tuvo la sensación de que este no era más que una prueba de sus deseos carnales. Se ciñó el abrigo y esperó a que él hablara. Si, minutos antes se había sentido acomplejada por la verdadera pobreza de aquellas mujeres, temerosa de aquellas viejas arrugadas y sus maldiciones, en aquel momento no fue consciente de nada salvo de aquel extraño aunque esperado encuentro.
—He estado fuera —explicó él con voz casi imperceptible—. En Taos.
—Sí —respondió ella—, eso he oído. Debo decir que me sorprendió saber que ahora trabaja para mi marido. Por lo que recuerdo, no le caía muy bien.
Vio que él agarraba con fuerza el bastón.
—Trabajo para la tienda Shein Brothers’ —explicó él en voz baja—. Fue Meyer Shein quien me contrató.
—Aun así…
—Intenté encontrar trabajo en Taos. Le juro que hice lo que pude. Pero no había nada para mí en el norte, lo que, por supuesto, era lo que, inicialmente, me atrajo de aquel lugar, porque aquí… —dijo significativamente—, había demasiado.
Miró hacia el suelo y ella se ciñó el abrigo con tanta fuerza que temió hacerse daño en los brazos.
—Allí no había oportunidades —dijo él, finalmente—. Un hombre necesita oportunidades.
—Desde luego.
—Regresé por pura necesidad. Usted debería saberlo.
—¿Y no tuvo más remedio que trabajar para los hermanos Shein? —Se había propuesto no presionarlo, no preguntarle nada, y le sorprendió lo enfadada que sonó su voz—. Por favor —añadió ruborizándose, aunque supuso que él no se daba cuenta porque sus mejillas ya estaban sonrosadas por el frío—. Por favor, no tiene que darme ninguna explicación. Las cosas son como deberían ser.
—¿De verdad?
Ahora fue ella la que fijó la mirada en el frío y resquebrajado suelo, en las múltiples fisuras de la tierra.
—Actuó usted sabiamente al volver y aprovechar sus oportunidades.
Él pareció francamente ofendido. ¿Por qué la voz de Eva parecía cargada de amargura?
—Cuando nos vimos por última vez… —dijo él bajando la voz—. Me refiero a que…, lo que dije aquel día…
—Por favor —lo interrumpió ella.
Su voz sonó más tensa de lo que nunca creyó posible. Su vida estaba decidida y no había alternativas, algo que, antes, la consolaba. Entonces lo miró por primera vez directamente a los ojos, que, por lo que recordaba, eran oscuros, y ellos también la miraban fijamente, y, por lo visto, no eran marrones ni negros, sino de un azul acerado, como la parte más caliente de una llama. Se imaginó a su padre y a sus hermanos echando minerales metalíferos en un horno ardiente y gritando para poder oírse. Y vio una fábrica a las afueras de la ciudad, y una habitación llena de Ehrenbergs, cada uno más obstinado que el otro.
—No, por favor —insistió con decisión.
—Espero que no esté enfadada.
—¿Disculpe?
—Espero que no esté enfadada conmigo.
—¿Por qué habría de estarlo?
—Y espero que no se sienta decepcionada —añadió él.
—Me decepcioné a mí misma —dijo ella sin pensárselo, aunque no estaba segura de a qué se refería él—. Pero eso fue hace mucho tiempo.
Él retrocedió poco a poco. Su bastón se adelantaba a sus pasos. Antes de volverse por completo, habló en inglés. Era la primera vez que ella lo oía expresarse en aquel idioma.
—¡Está usted graciosa! —dijo, sorprendentemente, mientras señalaba con la cabeza la voluminosa barriga de Eva.
No podría haberlo descrito mejor; lo mismo pensaba ella cuando contemplaba su imagen en el espejo o cuando miraba hacia abajo, pero nunca nadie le había dicho algo así porque la maternidad y su rumoreada grandeza se consideraban muy serias. La observación de Levi Ehrenberg era totalmente inadecuada, no obstante, ella no podía estar más de acuerdo.