Era tarde, por la noche, y la luna estaba hinchada debido al calor. Por mucha agua que bebiera, no conseguía saciarse. Aquella esfera rolliza y aquel calor depredador habían infectado los sueños de Abraham y, en ellos, él era blanco y grande como la luna, y se ahogaba en su propia e insoportable piel, que lo cubría como si se tratara de múltiples prendas de lana de las que no podía escapar por muchas capas que se quitara. Cuando se deshacía de una capa, crecía otra, hasta que se preguntó si no desaparecería pronto en un exceso de su propio ser.
Cuando se despertó, ni delgado ni gordo, la luna hinchada proyectó su luz a través de la ventana abierta e iluminó la sábana blanca que brillaba al lado de Abraham, el espacio vacío que se arremolinaba como crema batida y donde Eva no estaba durmiendo. Eva no estaba en la habitación.
Aquella noche, horas antes, Abraham se había acostado no con una sino con dos prostitutas: una antes de beber y otra antes de apostar. Se preguntó si su mujer olería el aroma de las otras mujeres, pero, incluso mientras se lo preguntaba, se imaginó que, en el caso de que ella le pidiera explicaciones, él olisquearía su camisa y, por el bien de Eva, alegaría enojado que su sudor no era más que el resultado de un largo día de trabajo. También se preguntó, con una impasibilidad desacostumbrada, si sería capaz de cambiar sus malas costumbres. Entonces se acordó de algo que su hermano dijo años atrás, poco después de que Abraham llegara a la ciudad. ¿De qué habían estado hablando? No se acordaba. Solo recordaba haber estado bebiendo whisky hasta altas horas de la noche y que Meyer parecía disfrutar de su compañía. «¿Cambiar? —dijo Meyer mientras chupaba un puro añejo—. Solo cambiamos cuando morimos.»
Abrió los ojos y contempló el techo bajo y familiar y el marcado contorno de las vigas en la oscuridad. En cierta ocasión, vio que una araña colgaba de su finísimo hilo mientras construía, de una forma asombrosa, una telaraña a la plateada luz de la luna. En otra ocasión, un vagabundo (un vagabundo de verdad, no uno creado por su sombría imaginación) se asomó con descaro por la pequeña ventana y no se fue ni siquiera cuando Abraham se incorporó y lo miró a los ojos. Aparentemente empujado por aquel recuerdo, Abraham, aunque Eva no estaba en la cama, alargó el brazo, como si quisiera protegerla.
Se levantó, y con la mente y los miembros todavía aletargados por el sueño, se sentó frente al tocador de Eva. Aunque la oscuridad de la habitación no le permitió distinguir nada en el espejo, él se quedó mirándolo, como si, a pesar de todo, su reflejo fuera a aparecer. Tanteó el tocador, tomó un frasco e inhaló su concentrado perfume, pero no era lo que él estaba buscando; estaba acostumbrado a algo más difuso, suavizado por la delicada piel de Eva. Insatisfecho, dejó el frasco, tomó una polvera y hurgó en el interior hasta que sus manos quedaron cubiertas de aquellos polvos que parecían harina. De repente, volvió a ser un niño. Estaba en la cocina de la casa de sus padres y en el aire flotaba un intenso olor a limón. Era un niño y estaba ayudando a su querida cocinera. Se dio cuenta de que se había olvidado de todo: de los boles para mezclar ingredientes que estaban curiosamente alineados en la encimera, de las nubes de harina que se desvanecían en el aire y del olor a levadura del pan que surgía a medida que la piel femenina transpiraba. Todo volvió a su mente en un instante, pero, aun así, no consiguió recordar el nombre ni la cara de la cocinera. «¡Qué voluble! —pensó con genuina decepción—. ¡Qué mente tan condenadamente voluble!»
Abraham, en lugar de ir a buscar a su mujer, desprendió cabellos de su cepillo hasta que ningún rizo oscuro y elástico quedó entretejido en las cerdas. En lugar de echar la suave maraña de cabellos por la ventana, la apretó en su puño como haría un hechicero con una semilla mientras aseguraba que, al abrir el puño, la semilla se habría convertido en algo distinto. Quizás en montones de billetes de dólares nuevecitos.
¿Y luego qué? ¿Dejaría de frecuentar el saloon de Cuca?
Eva no estaba en el lavabo ni sentada al piano tocando notas silenciosas. No estaba en la cocina ni debajo de la cama y, solo porque no quedaba ningún otro lugar donde mirar, Abraham abrió la puerta trasera de la casa. Allí, debajo de un ornamentado cielo y acompañada por una increíble ausencia de viento, estaba su mujer. Allí estaba, blanca como la nieve, gloriosa e impúdica. Allí estaba, al aire libre, en la bañera olvidada; abandonada hasta el punto de que solo contenía hojas, insectos y turbios charcos de lluvia. En Nueva York, ella le había suplicado, desesperadamente, que se la comprara, pero desde que llegaron a Santa Fe, ni una sola vez mencionó la posibilidad de utilizarla. Abraham reconocía que quizás ella esperaba que él hiciera algo o al menos se ofreciera a trasladarla al interior, cerca de la chimenea, pero Eva nunca dijo nada. De modo que, cada vez que salía al jardín trasero y contemplaba la miserable vista: los rosales medio marchitos, los montones de piedras y el polvoriento y montañoso horizonte, veía la bañera sin verla realmente. Si se detenía a pensar en ello, para él era como un viejo árbol muerto: demasiado pesado y voluminoso para arrancarlo de raíz. No veía más que algo inútil con delirios de grandeza. Ningún otro objeto podría haber representado mejor el descontento crónico de Eva.
«¡Mira! —pensó—. Ella ha estado aquí todo el tiempo.»
La contempló mientras se sumergía y emergía del agua una y otra vez a la luz de la luna. Se preguntó si era la primera vez que lo hacía o si había salido a hurtadillas otras veces y se había desvestido sin pudor, como una prostituta o una niña. Se preguntó si aquello se había convertido en una rutina. Pero su visión lo distrajo y evitó que siguiera especulando. Eva tenía el cabello húmedo, los ojos cerrados y los labios fruncidos con picardía. Era como si la bañera abandonada y lo extraño de la hora no le parecieran algo incómodo o impúdico, sino que, aquel flotar y sumergirse, aquel subir y bajar, hicieran que experimentara algún tipo de alivio. En aquel momento, lo único que deseó Abraham fue unirse a ella; sentir, como ella, el ir y venir del agua, un agua que, por muy sucia que estuviera, contenía a Eva.
Antes de que pudiera evitarlo, estaba arrodillado al lado de ella, ansiando tocar su piel. Al verlo, en lugar de sobresaltarse o de avergonzarse por estar al aire libre, Eva lo observó en silencio mientras él se desnudaba y lo animó a que se metiera en la bañera. ¡Ella parecía tan comprensiva! Y su comprensión lo excitaba. Ella se colocó encima de Abraham y los dos encajaron a la perfección. Respiraron juntos hasta que se hizo necesario hablar. Él quiso decirle que lo sentía, pero lo único que dijo fue:
—No te muevas.
—¿Qué me prometes?
¡Ella parecía tan cansada, tan joven con su piel y su cabello húmedos!
—Una casa. —Y lo dijo en serio. Totalmente en serio—. Piensa en todo lo que he hecho ya.
Ella asintió de una forma ausente, como si, de repente, la casa no tuviera importancia, como si, desde el principio, solo fuera un símbolo de otra cosa, una prueba. Quizás estaba soñando; quizá con otra persona. Las manos de Abraham se movieron con avidez, adelantándose a sus pensamientos. Frotó y pellizcó la piel de Eva hasta que se volvió rosada y roja. Ella estaba encima de él, en aquel lugar húmedo y pequeño, moviéndose con él, suavemente y al mismo ritmo. Actuaron con violencia y consideración, y no hicieron ruido bajo aquel cielo que compartían con el resto del mundo. Se estaban robando algo el uno al otro; sus buenos momentos.