LA ENFERMERÍA

El obispo montaba a caballo por el monte cuando tropezó con un extraño animal. Decidido a capturarlo, lo persiguió hasta que hombre y bestia quedaron exhaustos. Cuando lo arrinconó contra un árbol, el animal mostró sus afilados dientes y, cuando se acercó a él, el animal arañó y manoteó en el aire. Finalmente, después de luchar, el obispo le echó su manto por encima. Cuando lo examinó de cerca, le impactó descubrir que no se trataba de un animal, sino de una niña pequeña pero salvaje. Sin duda era mestiza, y solo sabía gruñir y bufar. El obispo llevó a la pobre niña a las monjas, quienes consiguieron dominarla con éxito y le cortaron su largo y enmarañado cabello.

Cuando The New Mexican publicó una versión de esta historia, ya era del dominio público. Se había producido un flujo continuo de gente que llegaba de lugares tan remotos como Las Cruces para ver a la niña salvaje y para elogiar la buena labor de las monjas al conseguir que su aspecto fuera exactamente igual que el de las demás niñas. Huelga decir que las monjas estaban muy ocupadas, de modo que, hacia la mitad de la tercera semana de convalecencia del señor Ehrenberg, aparentemente, se sintieron complacidas al traspasar sus cuidados a Eva.

A pesar de su categórica insistencia en que, para actuar de enfermera, se requería una formación y una serie específica de habilidades, sus estrictos principios acabaron en una serie de recordatorios superficiales.

Eva tenía una rutina. Todos los días, visitaba a las niñas huérfanas y les repartía lápices, caramelos, tablillas o cintas coloreadas. Luego se dirigía a atender al señor Ehrenberg. La niña salvaje, a la que habían bautizado con el nombre de María, siempre contemplaba el cabello perfectamente recogido de Eva con tanta intensidad, que este acababa soltándose y cayendo sobre sus hombros cuando iba de camino de la enfermería.

Aquel día, incluso antes de que saliera el sol, Eva supo que, a pesar de que el otoño por fin había llegado, haría un calor excepcional. De todos modos, su mayor y secreta preocupación estaba relacionada con el paciente que se encontraba al otro lado de la calle, quien, aunque se había recuperado de forma notable, todavía no se había levantado de la cama.

Cuando Abraham se fue a la tienda, Eva no volvió a acostarse, sino que se vistió y se roció con una generosa cantidad de perfume de violetas. Ya había gastado el de Henriette (el frasco permanecía en el tocador como si fuera un artefacto destinado a refractar la luz a través del cristal), pero había conseguido otro gracias a un mercader francés que había pasado por la ciudad unos meses antes. Eva se dijo a sí misma que utilizaba el costoso perfume con la caritativa esperanza de aportar frescura a la oscura y húmeda habitación. Esta, como correspondía a una enfermería, carecía de adornos, pero resultaba deprimente lo vacía que estaba. Lo único que había era una imagen de Jesucristo crucificado que colgaba encima de la cama y en la que este no solo estaba cercano a la muerte, sino que, como Eva estaba convencida que comentaban las monjas, guardaba un parecido asombroso con el paciente judío: débil, barbudo y cubierto de heridas sin cicatrizar.

—¿Dónde le duele hoy, señor Ehrenberg? —preguntó Eva mientras entraba en la habitación después de llamar a la puerta.

A menudo sentía que sus entradas eran inadecuadas; o demasiado alegres o demasiado lúgubres.

—Hoy me duele… —empezó él, y se interrumpió un instante para reflexionar—. Hoy me duele todo el torso, el hombro derecho, el pie izquierdo, la cabeza, la boca y detrás de los ojos. Y también ha empezado a dolerme el estómago.

—¡Vaya, esa es una gran cantidad de dolor! —contestó Eva, y le sirvió agua de una jarra que había en la mesilla de noche—. Hoy le duele una zona más que ayer.

Una de las cualidades del señor Ehrenberg que más agradaban a Eva era su tendencia a ser sincero incluso en las cuestiones más insignificantes. En claro contraste con las historias acerca de su valor que había oído de Bea Spiegelman y las monjas, él no sentía ningún pudor en mostrarse vulnerable o agradecido. Estas muestras de debilidad, en lugar de parecerle desagradables, como ella esperaba, le resultaban en cierto modo excitantes.

—¿Y dónde le duele a usted? —preguntó él con su voz grave y su tono realista—. ¿Dónde localizaría usted su dolor, señora Shein?

Eva le tendió el vaso de agua tibia y, mientras él bebía, bajó la mirada. Los cortes de su boca no habían cicatrizado del todo y un hilillo de agua resbaló por su poblada barba.

—No sea tonto —murmuró ella.

—Siéntese y quéjese —la animó él.

Eva se sentó en la silla roja, juntó las manos y luego se llevó un pañuelo a la nuca.

—¿Y qué le hace suponer que yo padezco de algún dolor?

—Quizá soy de naturaleza morbosa. O quizás en este lugar… —Su voz se fue apagando y señaló de forma imprecisa la lóbrega habitación—, no me imagino a nadie sin algún tipo de sufrimiento.

—Quizá desea usted que yo sufra.

—No, en absoluto —replicó él tomándose su tiempo, como si, de algún modo, hubiera considerado esa posibilidad.

—Cualquier dolor que pueda padecer, será responsabilidad mía —respondió ella simplemente.

—Este es el segundo comentario misterioso que ha hecho usted hoy.

—¿Y cuál es el primero?

Él sacudió la cabeza, como si no hubiera querido decir lo que acababa de decir o no tuviera importancia.

—De ningún modo pretendo ser misteriosa —declaró ella ruborizándose intensamente y apartando la mirada. Notó que él la miraba fijamente y, al final, admitió—: A veces, siento un dolor en el pecho.

—Mmm… —murmuró él con voz neutra, como si no fuera un hombre gravemente herido, sino un médico seguro de sí mismo que se disponía a tomarle el pulso.

Su expresión cambió y pasó de reflejar vulnerabilidad a una ambigüedad de una belleza misteriosa. Aunque sus facciones no eran particularmente atractivas, arqueó las cejas de tal forma que este gesto le confirió un aire distinguido, y Eva medio esperó que dijera algo sabio. Pero él solo tosió con debilidad mientras intentaba sentarse con dificultad, de modo que ella se inclinó para ayudarlo.

Eva percibió su olor a enfermedad, el oscuro e insistente olor ácido, y, de una forma inesperada e inadecuada, rompió a reír. Los delgados brazos de él temblaron mientras ella alisaba la manta que lo cubría. Después, volvió a sentarse.

La reacción de él a su risa fue curiosa; no parecía ni divertido ni ofendido.

—¿Le gustaría saber cómo es el dolor que siento? —preguntó ella sin lograr poner una expresión seria—. Es como si me pisaran —explicó con sinceridad—. Como si me aplastaran.

Él la observaba y Eva se preguntó si se daba cuenta de que sus amplias sonrisas no eran tanto expresiones espontáneas de placer como luchas interiores: conflictos repentinos y hostiles entre su interior y el exterior que siempre la tomaban por sorpresa.

—Así es el dolor que siento a veces. —Luchó contra el instinto que la incitaba a callar—. Surge de ningún lugar y nunca se lo he contado a nadie.

—¿Por qué no?

—Supongo… Supongo que me asusta la posibilidad de descubrir que haya algo en mí que no vaya nada bien.

Él intentó inclinarse hacia ella y su mueca de dolor se transformó en un amago de sonrisa.

—Señora Shein —susurró—, yo no creo que haya nada que no vaya bien en usted. —Sacudió la cabeza—. Nada en absoluto.

Eva se hizo una silenciosa promesa que empezaría a cumplir en aquel mismo instante: transmitiría a aquel hombre la fortaleza y la serenidad o, como mínimo, la competencia que debía transmitir una buena enfermera.

—A veces —continuó mientras desobedecía totalmente sus propias instrucciones—, tengo miedo de que me entierren viva.

Él asintió de forma exagerada.

—A mí también me da miedo —admitió él—. Reconozco que yo también tengo miedo de que me entierren vivo.

Ella acercó la silla apenas un milímetro a la cama y odió el roce de la madera contra la piedra, el cual anunciaba todos sus movimientos.

—A veces, cuando estoy despierta, por la noche, noto el tacto del ataúd de pino y oigo la tierra y las piedras que caen sobre él. Incluso percibo el olor de la tierra.

Cerró los ojos y se dio cuenta de que, en su pesadilla, la tierra olía como aquella habitación, a piedra y enfermedad groseras. Tanto allí, donde la sangre y el sudor de Levi Ehrenberg se mezclaban con el aire fermentado, como en su entierro imaginario, que le parecía igual de real aunque mucho más solitario, había, aparte de la muerte, una sensación palpable de algo que ella consideraba una especie de fertilidad distorsionada. En aquellos dos deprimentes lugares no solo había una sensación de muerte, sino también, y de una forma inexplicable, de prosperidad. Cuando se imaginaba que la enterraban viva, lo que más miedo le daba era el momento final en la oscuridad. Más que la sensación de desorientación, temía la inevitable certeza de que ella nunca sería tan fértil como la tierra que la rodeaba y que la muerte le llegaría, simplemente, porque nadie en el mundo la escuchaba con la suficiente atención.

—Dígame —pidió él sin juguetear con un botón ni con las sábanas y sin mirar nada salvo a ella—, ¿por qué no le ha contado estas cosas a su marido?

Eva, al oír su pregunta, que era tan sumamente inadecuada y que llegó hasta ella dando volteretas por el aire, se ruborizó.

—Esto no es de su incumbencia, señor Ehrenberg.

Él se encogió de hombros y ella se dio cuenta de lo que hacía, de cómo —¡qué provocación!— la incitaba a seguir hablando. Sin embargo, no pudo evitar replicar:

—¿Y qué significa ese encogimiento de hombros? ¿No le parece que está siendo sumamente petulante?

—Su marido me visitó.

—¿Ah, sí? Pues está muy ocupado.

—¡Oh, ya lo sé! Ya sé lo ocupado que está.

—Dígame, ¿qué significa ese comentario?

—Como ya le he dicho, sé que es un hombre muy ocupado.

—¿Señor Ehrenberg?

—Lo único que significa es que no comprendo cómo puede ser feliz con un hombre como él.

—¡Señor Ehrenberg! —exclamó ella, aunque no exactamente enfadada.

Le daba vergüenza admitirlo, pero al principio lo único que sintió fue un gran alivio. Pero entonces se lo pensó mejor y se enderezó en la silla.

—¿Cómo se atreve a decir algo así?

—Lo he dicho una vez y no volveré a decirlo. Nunca lo repetiré.

—No, no lo hará —confirmó ella—. Fingiremos que nunca lo ha dicho.

—Exacto —dijo él—. Fingiremos.

Ella deseó levantarse y marcharse, pero no quería que él la siguiera con la mirada en aquel momento, de modo que permaneció sentada a su lado, en la silla pintada de rojo, mirando el armazón de la cama, mirando el suelo.

—¿Sabe por qué decidí detenerme junto a la puerta de la tienda Shein Brothers’? —preguntó él.

—No quiero oírle hablar más de mi marido.

—Solo quiero añadir una cosa más.

—¿Y luego parará?

Él asintió con la cabeza.

—¿Sabe por qué me desplomé a la entrada de la tienda?

—Señor Ehrenberg —respondió ella—, en aquel momento usted debía de estar delirando. Dudo de que estuviera en disposición de elegir.

—Pero sí que elegí. Lo recuerdo.

—Probablemente le gustó su aspecto.

Eva levantó la vista y vio que él sonreía brevemente, sin duda hasta que los labios le escocieron.

—Su marido dijo exactamente lo mismo.

—¿Y qué más dijo mi marido?

—¿Por qué no se lo pregunta a él?

—Quizá lo haga —anunció ella.

Entonces, en contra de lo que le aconsejaba el sentido común, al que intentaba escuchar con gran esfuerzo, Eva sonrió.

Como las paredes eran muy gruesas y no había ventanas, no les llegaban muchos sonidos del exterior, pero Eva distinguió unos gritos y el peculiar ladrido de un perro que siempre llamaba su atención; un chucho que dormía a la sombra de la carreta que estuviera más cerca del convento. Se trataba de un perro negro, desaliñado y pequeño. Parecía viejo y enfermo, pero ya lo parecía cuando ella llegó a Santa Fe. Eva lo llamaba el Maestro, y sus ladridos eran infrecuentes pero inconfundibles.

—¿Oye esos ladridos? —preguntó Eva.

Él asintió.

—De todos los perros de la ciudad, ese es mi favorito.

—Pues hay muchos, ¿no?

Ella asintió con la cabeza.

—Pero este… ladra totalmente indignado. Es como si dijera: ¡Esto es un verdadero ultraje! ¿No ven que estoy hecho para algo más importante que estas calles polvorientas? —Eva nunca expresaba estos pensamientos tan infantiles en voz alta, pero, al hacerlo, no se sintió avergonzada, sino inesperadamente contenta—. Es como si no fuera un perro.

Levi Ehrenberg ladeó la cabeza como si intentara comprender, exactamente, lo que quería decir.

—«Ella es una gatita enferma —empezó a recitar—. Y él se siente enfermo de ser perro. En sus cabezas, creo, ninguno de los dos está totalmente bien.»

Lo dijo con cierto aire de disculpa, como si se arrepintiera de haberse tomado tantas libertades, pero también como si hubiera deseado tomarse muchas más.

—Heinrich Heine —añadió él.

—Lo sé —respondió ella, asintiendo con la cabeza.

—¿Lo sabe? —preguntó él con expresión atribulada, con los ojos radiantes y las sienes brillantes de sudor.

—Sí —confirmó ella.

De repente le preocupó que, con tanta conversación, le hubiera subido la fiebre.

Él sacudió la cabeza; algo mucho más importante que el hecho de que Eva conociera la poesía de Heinrich Heine parecía inquietarlo y, de repente, Eva se sintió como si estuviera sentada al lado de un invitado difícil y fuera ella la que tuviera que reconducir la conversación al buen camino.

—¿Su familia lo envió aquí para que alcanzara el éxito? Seguro que cuando emprendió aquel terrible viaje, lo despidieron agitando los brazos una y otra vez hasta que les dolieron.

Él sacudió la cabeza y jugueteó con el botón que había entre su pecho y su barriga; pronto se soltaría y tendrían que volvérselo a coser.

—No —declaró. Las puntas de sus dedos eran cuadradas y más anchas que los mismos dedos—. Vine a Norteamérica para escapar de mi familia.

—¡Oh! —balbuceó ella—. Comprendo.

—Nadie dice algo así, ¿no? Seguro que a nadie le gusta oírlo.

Eva se acordó del salón de sus padres, de la oración Kaddish de luto, de los ojos húmedos y hundidos, de las voces inundadas de tristeza. No encontró ni una sola mirada comprensiva y estaba convencida de que, en cualquier momento, confesaría la verdad y la inmensidad de su culpa sería revelada. Se acordó de la biblioteca de su padre, de que él se sentaba al escritorio solo y que, a veces, un amigo se sentaba frente a él. Durante toda aquella semana, ella estuvo al otro lado de la puerta, escuchando: «¡Nuestra Henriette! —balbuceaba su querido padre, y lo repetía una y otra vez; su voz nunca había sonado tan confusa—. Tengo la impresión de que está en la habitación contigua y de que su pelo sigue recogido en trenzas.»

—Oí que aquí había alemanes que prosperaban —explicó Levi Ehrenberg—. Oí hablar de su marido. Verá, yo lo admiraba. Había oído que viajó a California y que luchó en la Guerra Civil. Supongo que esperaba que fuera un hombre más generoso. Yo era un ingenuo. Al final, todo el mundo busca su fortuna personal. Yo también me declaro culpable de lo mismo. —Hizo crujir sus huesudos nudillos uno a uno. El sonido fue tan ordinario como agradable—. Yo necesitaba…, necesito ayuda.

Eva apartó la mirada instintivamente, como si quisiera mirar por la ventana que, claramente, no había en aquella oscura habitación. Cayó en la cuenta de que él no tenía fiebre, sino que era listo. Sabía más cosas de las que había dejado ver acerca de la ciudad y sus habitantes, pero no había querido parecer un oportunista. Eva pensó en Heinrich, tan reacio a admitir que pintaba sus retratos por dinero; su orgullo era enorme y, aunque ella lo sabía, de todos modos lo admiraba.

—¿Entonces, qué ocurrió? —Su mirada recorrió la pared y se dio cuenta de que su voz reflejaba inquietud. Y también interés—. ¿Qué ocurrió con su familia?

Él respiró con dificultad unas cuantas veces.

—Mi familia estaba…, está en el negocio de la fundición.

—De la fundición —repitió ella.

Oyó el leve sonido de unos pasos al otro lado de la puerta. El calor era aplastante, agobiante. Él estaba realmente mal; las hermanas le habían contado que, mientras dormía, a veces lloraba e incluso gritaba. Y tenía casi todas las costillas rotas.

Él apartó la mirada del botón flojo, estornudó y frunció el ceño. Eva se dio cuenta de que, con tantas costillas rotas, el estornudo debía de haberle causado un dolor atroz.

—Gesundheit.

—Gracias —dijo él, y se limpió la nariz con la manga—. Lo siento.

—Por favor —insistió ella—. Su familia. La fundición.

—Sí —continuó él—. Se trataba de un negocio lucrativo. Somos ocho hermanos y yo soy el menor. Tenía una hermana más pequeña, Sophy, pero un caballo la lanzó al suelo…

—¡Qué horror!

Durante un instante, mientras se acordaba de su hermana, el señor Ehrenberg pareció casi feliz.

—Tenía doce años —prosiguió, pero entonces se interrumpió y sacudió la cabeza mientras reconducía la historia hacia otro tema—. Todos los hermanos trabajábamos para nuestro padre. Yo veía a mis hermanos todos los días y cenábamos juntos todas las noches. Nuestra madre nos había prohibido hablar de trabajo en la mesa, pero nosotros lo hacíamos de todos modos. Siempre. A mí me gustaba hablar del trabajo. Me gustaba resolver problemas; incluso los inventaba y los resolvía antes de que surgieran. Por si la vida no nos traía bastantes problemas, yo tenía que inventarme unos cuantos por adelantado. Una noche, discutí con mi hermano mayor sobre un asunto sin importancia. Ya ni me acuerdo. «¡Escúchame!», le grité. «¿Qué importa si te escucha o no, Levi?», dijo el hermano que le seguía en edad. Yo le pregunté qué quería decir con eso y él se echó a reír. —Levi entrecerró los ojos, se encogió de hombros e inclinó la cabeza, como si no viera bien—. Mi hermano había bebido demasiado vino.

—¿Por qué se echó a reír? —preguntó Eva, aunque enseguida se dio cuenta de que la pregunta era estúpida.

—Quizá su risa fue el detonante —reflexionó Levi antes de continuar con la historia—. «Tú eres el más pequeño —dijo con claridad mi hermano borracho—. Nunca serás socio de la empresa.» Yo miré a mi padre esperando que lo contradijera, pero él ni siquiera levantó la vista del plato.

—¡Qué horror! —exclamó Eva.

Pero no estaba lo bastante sorprendida u horrorizada: había aprendido mucho acerca de los hombres y los negocios desde que llegó a Santa Fe, dos años atrás.

—Entonces me levanté de la mesa, me puse el abrigo y salí de la casa —prosiguió Levi.

—¿Y adónde fue?

Eva se dio cuenta de que estaba apretando las manos y, si hubiera podido ver su propia expresión, tendría que haber admitido, avergonzada, que era de puro placer.

Él inhaló aire, lo que inició una larga serie de toses. Eva esperó y él también esperó, con dignidad y mucha paciencia, hasta que la tos cesó por completo. Entonces reemprendió la historia:

—Empecé a trabajar para nuestro mayor competidor. Era un auténtico negrero; brutal pero honesto. Y ahorré dinero. La verdad es que vivía en un sótano, como un perro. Abandoné las leyes Kashrut; dejé de lado todas las oraciones.

—No creí que fuera usted un hombre religioso.

—Sí que lo era —repuso él—. Pero ya no lo soy.

Eva nunca lo había oído hablar con tanta convicción, y fue esta convicción la que estuvo a punto de hacerla llorar. Era como si él acabara de revelarle con gran detalle las diversas razones por las que uno no podía contar con Dios.

—¿No volvió a ver a su familia?

—Sabía que nada cambiaría. —Sacudió la cabeza—. No podía alejarme de ellos lo suficiente.

—Y ahora todo ha cambiado —comentó Eva.

—Y ahora todo ha cambiado.

Un día, a última hora de la tarde, Eva le contó que, durante la travesía en barco, una mujer le leyó el futuro.

—¿Y qué le dijo la adivina? —le preguntó el señor Ehrenberg.

Eva se sonrojó y todavía lo hizo más cuando notó que tenía las mejillas coloradas.

—Predijo que yo tendría muchos hijos.

—No me está diciendo la verdad, ¿no?

—¿Cómo puede decir algo así? Por supuesto que le digo la verdad. —De hecho, la adivina le dijo exactamente aquello. Aunque también le dijo que guardaba secretos—. En cualquier caso, yo no creo en los adivinos. Pero mi marido sí. Le encantan las predicciones de cualquier tipo. ¿No le parece curioso? Nunca habría dicho que era un hombre supersticioso.

—¿Se refiere a antes de conocerlo bien?

—Supongo que sí, pero incluso ahora me sorprende.

—¿Cómo se conocieron?

—Su voz no suena como si realmente quiera saberlo, señor Ehrenberg —declaró Eva.

—Es verdad —admitió él—. Solo pretendía ser cortés.

—Pues la cortesía no se le da muy bien, ¿no cree?

Él sacudió lentamente la cabeza.

—Deme la mano —pidió Levi.

Eva se rio.

—¿Acaso quiere leérmela?

—No —respondió él.

Eva estaba segura de que le daría una explicación, pero transcurrieron varios segundos y, finalmente, se dio cuenta de que no pensaba hacerlo.

Permanecieron en silencio mientras Eva mantenía ambas manos en su regazo. A pesar de que no había ventanas, notó que el sol se estaba poniendo; la temperatura había descendido levemente. Al principio, el silencio le resultó incómodo, pero al cabo de un rato, se dio cuenta de que se había ido arrellanando en la silla y que su respiración era más profunda, casi somnolienta. Miraba, sobre todo, el suelo y las paredes, pero cuando oyó las campanas de la iglesia, finalmente miró a Levi Ehrenberg y tuvo la impresión de que él no había dejado de mirarla. Levi sonrió lo mejor que pudo (la hinchazón había disminuido un poco) como si quisiera asegurarle que, dijera lo que dijese la adivina, el futuro era incierto.

—¿Quién es Julie? —le preguntó ella días más tarde.

Eva estaba de pie donde debería haber una ventana y él bebía a sorbos el caldo de un bol.

—¿Julie?

—La nombró mientras tenía fiebre.

—¡Oh! —exclamó él, dejando el bol en la bandeja.

—¿Y bien?

Él empezó a toquetear el botón de su camisa.

—No debería habérselo preguntado —intervino ella con precipitación, aunque se sintió inexplicablemente traicionada.

—Usted ya lo sabe.

—¿Disculpe?

Él la miró de un modo extraño.

—¿No lo sabe?

—Pues claro que no.

—Muy bien —dijo él sin alterarse—. ¿Entonces quién supone usted que es Julie?

Eva notó que su cara enrojecía intensamente y soltó:

—Bueno, yo diría que es una mujer a la que usted amaba.

—De modo que lo sabía.

—Yo no sé nada. Esto no es un juego.

Lo dijo con voz enfadada, pero no lo estaba; nunca se enfadaba con él.

—Lo siento, pero se trata de una historia triste. Claro que la mayoría de las historias de amor lo son.

—¡Qué dramático! —exclamó ella en parte avergonzada y en parte divertida al darse cuenta de que había hablado como su marido.

Él miró hacia el techo como si fuera a preguntarle algo serio, pero dijo:

—Me gustaría caminar un poco.

—Pues no debería; al menos todavía no.

—¿Me ayuda a levantarme? —preguntó él.

—¿Que si le ayudo…?

—O se lo pido a la hermana Blandina.

—No será necesario. Solo creo que debería esperar a que el doctor Sam lo examinara de nuevo. No querrá hacerse daño.

—Venga —pidió él—. Por favor.

Ella le tocó el hombro y a través del tejido de algodón crudo notó que estaba ardiendo.

—¿Realmente ha dormido toda la noche de un tirón como me han contado las hermanas?

—Así es —respondió él.

Su labio inferior era más carnoso que el superior y Eva se dio cuenta de que esta pequeña desigualdad era la causa de su sorprendente expresión juvenil.

—Apenas tengo fiebre; si es que tengo.

Ella lo observó durante unos segundos más de los estrictamente necesarios.

—¿Puede mover las piernas hacia este lado?

Él apartó la mirada de ella y pareció emplear toda su concentración en apoyar sus pies desnudos en el suelo. Sus pies eran anchos y de piel blanca, con arcos pronunciados y marañas de pelo pelirrojo en los dedos. Durante un instante, Eva los percibió como si estuvieran separados de sus piernas; podrían haber sido criaturas prehistóricas, muestras de científicos sumergidas en frascos llenos de un líquido viscoso.

—¿Preparado? —le preguntó Eva.

—Solo estoy herido, señora Shein, no soy un niño.

—¿Está listo para levantarse, señor Ehrenberg?

Eva lo levantó antes de que él pudiera responder y se sorprendió de su propia fuerza.

—Vaya —dijo Eva mientras él estaba de pie a su lado; sin aliento, pero erguido—, creí que era más alto.

—Puede que me haya encogido por estar postrado en la cama durante tanto tiempo —comentó él.

Se agarró con fuerza al brazo de Eva. Temblaba, pero intentó ocultarlo.

—Ahora no finja ser un estoico. No olvide que sé perfectamente que le encanta quejarse.

Él intentó sonreír, pero en realidad realizó una mueca: un indicio de que se sentía mucho más avergonzado de lo que estaba dispuesto a admitir por tener que apoyarse en ella y estar clavado en medio de aquella habitación pequeña como una celda por miedo a caerse si intentaba dar un paso.

—Las hermanas dicen que en esta habitación vive un fantasma.

Miró alrededor, como si intentara adaptarse al cambio de perspectiva, y luego dio un paso.

Ella lo orientó hacia la puerta.

—¿Cree usted en fantasmas? —preguntó Eva.

—Por supuesto. He visto demasiados para ignorarlos.

—Yo no creo que las personas estén vivas o muertas. De hecho, mi hermana me parece mucho más real que cualquier otra persona.

—¿Incluido yo? —preguntó él mientras daba otro paso—. ¿A pesar de mi pestilente olor o incluso si me apoyo en usted de esta forma?

Se apoyó más en ella y Eva notó su sorprendente peso y el calor que emanaba de su cuerpo con cada esfuerzo. Lo percibió tan vivo, tan sumamente real que pensó: «Este simple contacto, esta carne…, ¿no es esto con lo que sueñan los fantasmas?»

—Incluido usted —respondió ella con terquedad.

Percibió el olor de su pelo sucio. Olía a establo, como la granja de vacas que visitaba de niña. Pero también podía ser que ella estuviera proyectando mentalmente aquel olor térreo y dulzón porque él tenía el pelo pardo rojizo y le recordaba al heno.

—¿Y ese fantasma que vive aquí? ¿Lo ha visto usted?

—Se trata de una mujer —respondió él dando pasos cada vez más firmes—. Es una hermana infeliz.

—¿Hay algún otro tipo de hermana?

—¡Oh, yo creo que sí! De vez en cuando disfrutan de una buena comida y, a veces, su aliento huele a vino.

—¿Alguna vez ha visto a un hombre fantasma?

Él negó con la cabeza y salieron al oscuro pasillo sin que ninguno de los dos hubiera mencionado el hecho de que Levi estaba caminando y que lo hacía bastante bien.

—Normalmente, los fantasmas son mujeres —decidió ella—. ¿Por qué cree usted que es así?

—Las mujeres son más románticas.

—¿Está usted diciendo que los fantasmas son románticos?

—Lo que digo es que las mujeres sí que lo son.

Si hubieran comentado el hecho de su repentina vitalidad, tendrían que haberse mirado; él con su atuendo de enfermo mal cosido y ella con el modelo más aproximado a la última moda según la revista Godey’s Lady’s Book, y ninguno de los dos se habría sentido cómodo.

Eva miró hacia el final del pasillo y prestó atención por si oía pasos, casi deseando encontrar una razón para acompañarlo de vuelta a la enfermería, pero no oyó ninguno.

—¿Está cansado? —le preguntó.

Él le contestó que se sentía mejor de lo que se había sentido desde que salió de la casa de sus padres. Ella asintió y se avergonzó al darse cuenta de que no se lo había imaginado con mejor salud, que se veía a sí misma yendo a la enfermería y charlando con Levi Ehrenberg indefinidamente, como si él solo existiera durante aquellas horas perdidas en las que solo un fantasma podría certificar que mantenían aquellas conversaciones. Sin darse cuenta, se habían detenido y ahora estaban uno al lado del otro en el pasillo. Eva fue intensamente consciente del contacto entre su brazo y el de él y, cuando notó que él se volvía hacia ella, no lo miró hasta que sus brazos y sus piernas se aflojaron y sus rodillas se doblaron, como si necesitara sentarse. Al final, se volvió hacia él y fue como si no lo hubiera visto nunca. Estaban tan cerca que ella percibía su respiración superficial.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó él con abatimiento—. Me he enamorado de usted.

—No diga eso —contestó ella—. Por favor, no lo diga.

—No lo diré.

—Ahora debería volver a la cama.

Pero él se negó a moverse.

—Lamento haberlo dicho —se disculpó Levi.

—Debería lamentarlo —corroboró ella—. Yo también lo lamento.

—Pero, en realidad, no lo lamento. Sé que pronunciar estas palabras no conducirá a nada bueno, pero, de todos modos, las he pronunciado y lo he dicho en serio. Así que ya lo sabe.

Ella intentó conducirlo de vuelta a la cama, pero él se movía muy despacio. Eva quería regresar deprisa antes de que sucediera algo, antes de permitir que sucediera algo: un beso o que él cayera al duro suelo de piedra. Podía imaginarse cualquiera de las dos posibilidades con demasiada claridad y, tanto en un caso como en el otro, ella sería la responsable.

—Por favor —susurró con las mejillas encendidas—. Sé que puede caminar más deprisa.

Prácticamente lo empujó hasta la enfermería. «¿Ahora ya lo sé?», se preguntó frustrada y agotada por la extraña y amarga batalla entre ayudarlo y resistirse a él.

Más tarde, se entretuvo en el patio, a la sombra de las acacias. Contempló la tienda de campaña de algodón mientras sus ojos se adaptaban a la nitidez del mundo exterior que lentamente se desplazaba hacia el otoño. La única rosa que había sobrevivido a aquel verano terriblemente caluroso caía, encorvada, tan cerca del suelo, que Eva estuvo a punto de asumir la responsabilidad de cortar la mustia flor. El calor se mantenía firme a pesar de que una neblina había empezado a oscurecer aquel cielo que, de tan azul, resultaba intimidante. No había ninguna hermana a la vista. Su silencio parecía conspiratorio. Ningún tropel de caras pálidas enmarcadas en blanco y negro, ningún grupo de figuras encorvadas o rectas que anunciaran su uniforme presencia con los mismos sonidos que otros grupos de mujeres del resto del mundo: el frufrú de las telas, las explosiones de risas inesperadas. Eva se las imaginó compitiendo para explicar la historia de la niña salvaje: que si era mexicana o india, de la tribu de los Pueblo, o, probablemente, ambas cosas; que sus uñas eran tan largas, curvadas y sucias de tierra como raíces de árboles; que intentó comerse un zapato…

Cuando la lluvia llegó, con apenas una brisa como advertencia, fue como si desde el principio Eva hubiera estado aguardándola bajo el sol para contar con una excusa que le permitiera protegerse en el interior de la tienda. No sabía qué esperaba encontrar allí, pero lo que descubrió fue un montón de fresas. No había visto una fresa desde que estuvo en Nueva York, donde comió tantas que se vio obligada a pasar largos y lastimosos periodos en el lavabo de la suite del hotel. Mientras la lluvia golpeaba con fuerza la lona de la tienda, Eva se sentó, un poco aturdida, en aquel invernadero provisional. Las plantas eran verdes y las fresas grandes como ciruelas. Sospechó que las hermanas ponían en práctica métodos de cultivo extremos y raros. Cogió con avaricia dos puñados de aquellos frutos y regresó, corriendo bajo la tormenta, a la enfermería.

—¡Mire lo que le he traído! —exclamó, llevando consigo el aroma ácido y dulce de las fresas y su respiración entrecortada después de correr bajo la lluvia.

Él no reaccionó con el entusiasmo que ella esperaba. Su expresión apenas cambió. Entonces ella supo que, a partir de aquel momento, nada lo haría feliz salvo aquello que ambos sabían y que ya no podría volver a visitarlo.

—¿Por qué ha regresado?

Fuera, el viento silbaba entre las hojas empapadas de color verde jade. Eva oyó el lejano crujido de las carretas al detenerse y los gritos de los conductores mientras intentaban tranquilizar a las mulas y atarlas. Levi no sonrió. Resopló por la nariz casi con insolencia; vulgar como un viejo enajenado.

Eva notó que se sonrojaba y se quitó las pocas horquillas que le mantenían el moño en su lugar.

—¿No las quiere? —preguntó, dejando las fresas en una bandeja que había junto a la cama—. Son dulces.

—No —respondió él casi con amargura—. Solo váyase… Váyase, por favor.

Ella se dirigió a la puerta sin darle la espalda y vio que él, sumergido en su silencio, no apartó la vista de ella. La lluvia caía sobre el edificio de una forma constante; un fenómeno atmosférico que pasaba el rato, que creaba obstáculos a los viajeros, que enriquecía la tierra y alteraba el ánimo.

Al día siguiente, Eva no regresó. Le explicó a su marido que se sentía satisfecha al saber que había cumplido, lo mejor que sabía, con sus obligaciones caritativas, pero que se sentía culpable por haber dejado de lado las tareas domésticas. Después de indicarle a Chela, con todo lujo de detalles, lo que tenía que preparar para la cena de los siguientes cinco días y después de enviar una invitación a los Spiegelman (correspondiendo por fin a las de ellos y después de que Abraham casi hubiera renunciado a pedírselo más), Eva tomó un café y un pedazo de queso y empezó a bordar un pañuelo para su marido. Bordó sus iniciales con hilo dorado y un corazón escarlata escondido en el interior, donde solo él pudiera verlo. Abrió un pequeño baúl que guardaba debajo del tocador y sacó una caja polvorienta. Se acomodó en una silla y mesa desvencijadas que había en el patio trasero, abrió la caja y sacó su libreta de notas.

Entonces realizó su primer dibujo desde antes de que muriera Henriette. Solo después, mientras guardaba entre las últimas páginas de la libreta una hoja de fresa especialmente brillante y una mariposa de la luz iridiscente, se dio cuenta de que había dibujado una Biblia. Pero no se trataba de una Biblia que hubiera imaginado, como las que solía dibujar de niña, adornadas con ribetes y querubines, sino la que estaba en la mesilla de Levi Ehrenberg, junto a un desordenado montón de dibujos de las niñas huérfanas y un peine que parecía sin estrenar; una Biblia sencilla, encuadernada en cuero desgastado y con el lomo resquebrajado.

Su libreta (la conservaba desde que tenía catorce años) estaba llena de dibujos de flores del Flora’s Dictionary cuyos nombres había olvidado por completo; de pájaros tropicales de brillantes colores y picos negros y plantas tan exóticas que parecían insectos (copiadas de un libro de la biblioteca de su padre titulado Wild Curaçao). Más adelante, había una sección con apasionadas notas cuidadosamente pegadas y en meticuloso orden de las amigas que había perdido hacía tiempo no por su matrimonio ni por haberse mudado a otro mundo, sino por su propio retraimiento, por su secretismo, por todas las citas canceladas y las promesas rotas debido al tiempo que pasó con Heinrich, tiempo al que solo había dedicado unas leves insinuaciones en los confines de aquellas reflexivas páginas de su juventud por miedo a ser descubierta.

Mientras iba todavía más atrás en su libreta, hacia el principio, deslizó los dedos por la entusiasmada caligrafía de las listas de nombres de niñas y niños, provincias alemanas, ciudades francesas y mascotas exóticas y potenciales y se preguntó en qué punto de la lectura el lomo de la Biblia se había agrietado y Levi Ehrenberg había dejado de leer. Se preguntó si, en lugar de la Biblia, habría preferido leer a Balzac o Goethe o incluso un cuento para niños. Y, como solo contaba con la Biblia, que, obviamente, era prestada, porque estaba escrita en francés, Eva también se preguntó si tan solo había intentado leer aquellas historias que conocía desde niño a pesar de que, por lo que ella tenía entendido, no sabía leer en francés. Se preguntó si le gustaba leer y le pareció raro que, durante sus numerosas conversaciones, esta cuestión no hubiera surgido nunca. Hablaban a trompicones, en un idioma que, al mismo tiempo, les resultaba familiar y distante. Eva nunca le preguntó lo que ahora se preguntaba: si, al realizar el acto extremadamente privado de la lectura, él buscaba consuelo, aprendizaje o, como ella, escapar.