Un carpintero francés que había vivido en Kentucky durante una década, se trasladó al Oeste en busca de oportunidades. El obispo le aseguró con absoluta firmeza que Abraham era un hombre de palabra. Así que el carpintero asumió la construcción de la nueva casa de los Shein retomando las obras donde el anterior equipo las había dejado. Milagrosamente, las promesas de Abraham (que en otros ámbitos menos visibles ya no valían nada) dieron lugar a grandes adelantos en el trabajo: en cuestión de semanas, el francés enseñó a una cuadrilla de obreros local cómo se construía una estructura de madera. De modo que se levantaron las paredes, se fabricaron los marcos de las ventanas y, ahora, el tejado estaba casi terminado. Abe le había prometido al francés que le pagaría a final de mes, lo que no le resultaría difícil a pesar de tener que pagar lo que le debía a Cuca, porque, como le decía a su mujer casi todas las noches desde que regresaron de las montañas, la última vez que cenó en Fort Marcy, agasajó al general Tierney con chocolate suizo y puros mexicanos birlados (¡tomados prestados!) de la tienda y, antes de la medianoche, había conseguido para la tienda de los hermanos Shein un importante contrato militar por el que suministrarían a los soldados una gran variedad de productos, desde maíz hasta papel y whisky.
Entre los pocos ingresos que había obtenido del contrato de las montañas (la mayoría de los beneficios habían acabado en manos de Meyer en compensación por la deuda secreta e interminable de Abraham) y las exitosas apuestas contra el desafortunado buscador de diamantes, Abraham había podido pagar a doña Cuca lo suficiente para que le permitiera apostar en su mesa de juego sin que ella realizara comentarios maliciosos. Abraham era consciente de que, por encima de todo, su presencia se toleraba porque ella sabía (¡todo el mundo lo sabía!) que, gracias a sus considerables habilidades sociales, los hermanos Shein contaban con un contrato militar sin precedentes.
Meyer por fin estaba satisfecho, y Eva sonreía en lugar de pasarse el día en la cama. Abraham tuvo que admitir que, últimamente, ella estaba menos centrada en él y en sus perspectivas de futuro y más en ser útil. El dinero en efectivo que Abraham conseguiría gracias al contrato sería considerable. Podría pagar al diligente carpintero francés, a Meyer y, en particular, a doña Cuca. Además, cuando por fin su nombre volviera a ser considerado con respeto por todos y cada uno de los ciudadanos de Santa Fe, él tendría una casa que estaría a la altura de su reputación. Lo único que tenía que hacer era supervisar las obras y, a la larga, comprar los muebles y demás enseres. Envió cartas a ultramar, a casas de subastas que su padre conocía, presentándose y solicitando objetos especiales. También se puso en contacto con algunos de los proveedores de la tienda en Nueva York y reservó, a nombre de la compañía, dos alfombras persas y una araña de cristal para el techo.
Quizá fue el alemán que encontraron en la puerta de la tienda lo que, en última instancia, lo puso en marcha. Aquella noche, sintió como si estuviera mirando su propio futuro: sus propios ojos hinchados, su cara con manchas de sangre seca y su incapacidad para caminar por sí mismo. El joven estaba tan incapacitado físicamente que resultaba difícil imaginar que no solo hubiera sobrevivido a un atroz ataque de los indios, sino que hubiera tenido la fortaleza física para llegar hasta Santa Fe sin un burro o un caballo y, por lo que ellos sabían, sin más suministros que una cantimplora agujereada de piel de cabra que había perdido su contenido hacía tiempo. El hecho de que se hubiera derrumbado justo delante de la tienda de los hermanos Shein, probablemente, no era más que una casualidad, pero Abraham creía, en secreto, que se trataba de una señal y juró ocuparse del joven.
No obstante, cuando lo visitó se sintió, en cierto modo, decepcionado. Aquel hombre tenía algo, algo que Abraham solo podía expresar así: le había puesto los pelos de punta. Había percibido en él algo que no le gustaba, cierta astucia, algo casi femenino. Además, él no podía permitirse perder el tiempo con un individuo enfermo y necesitado que, obviamente, quería los contactos de Abraham, por muy inconsistentes que fueran.
Abraham salió de la enfermería decidido a convencer al resto de la comunidad de que se ocuparan de él, pero cuando se cruzó con un grupo de monjas, tuvo que reconocer que el joven estaba realmente enfermo y necesitado de ayuda. Por mucho que deseara desentenderse de él, Abraham también creía que su aparición constituía algún tipo de presagio y, más que por un impulso bondadoso, decidió ocuparse de él para asegurarse de que el presagio fuera favorable.
Fue por esta razón que dijo: «Buenas hermanas, esperen…», y les preguntó dónde podía encontrar a la persona que estaba al cargo.
No pensó en la última vez que estuvo en la iglesia ni en cómo recorrió aquel recinto bajo una copiosa nevada y con una pistola fría y pesada en la mano. No era consciente de que, aquella noche, estaba borracho y trastornado hasta el punto de que podía haber matado a alguien, aunque no lo hizo, y ahora estaba allí, a plena luz del día y con una petición intachable. Llamó a la puerta indicada y esperó. Como no obtuvo respuesta, silbó una melodía que confiaba que fuera solemne. No dio un vistazo al interior de ninguna otra habitación ni llamó en voz alta para advertir de su presencia. Entonces oyó voces de niños detrás de una puerta cerrada y guardó silencio.
—¿Puedo ayudarlo en algo? —preguntó una voz cortante a su espalda.
Abraham carraspeó y se volvió de cara a la hermana, quien lo miraba con recelo, como si él estuviera a punto de pedirle dinero en lugar de ofrecérselo (¿Su reputación de deudor se había extendido hasta el punto de llegar al interior de un convento?).
—He venido por el alemán —explicó él en voz muy alta, como si el volumen sirviera para que su presencia pareciera oficial en lugar de sospechosa.
—¿Desea usted visitarlo?
—Ya lo he hecho —replicó él con brusquedad—, pero ya no dispongo de más tiempo. Quiero hablar de sus cuidados.
—Hacemos todo lo que podemos, señor Shein. Estamos muy ocupadas, señor —declaró ella en tono agresivo, como si él no supiera nada de trabajar, como si estuviera permanentemente de vacaciones.
—No dude ni por un segundo de que yo, en realidad todos, valoramos la labor que realizan al cuidar de ese pobre hombre —contestó él con una sonrisa resuelta que su mujer siempre interpretaba como preámbulo de problemas seguros e inmediatos.
Si ella hubiera estado allí, habría percibido su sonrisa y lo habría arrastrado al exterior antes de que él pudiera formular su petición. Pero Eva no estaba allí, de modo que él continuó, aunque con la impresión de tener un par de ojos fijos en la nuca y con la confianza de que ella no apareciera de repente, pues sabía que, últimamente, se mostraba ansiosa por resultar útil en aquel lugar.
—No le haré perder el tiempo, hermana —declaró Abraham mientras se quitaba el sombrero.
—Hermana Blandina —le informó ella—. Acompáñeme, por favor, señor Shein.
Lo condujo al interior de una habitación y le indicó una de las dos sillas pequeñas y de aspecto monástico que había allí. Él negó con la cabeza con tanta corrección como le fue posible.
—Quiero que permitan que mi mujer ayude a cuidar del joven alemán de una forma más permanente.
—Bueno —soltó ella con voz imponente y fiera—, no sé qué tiene usted en mente, pero esto no es…
—Por favor, no sea suspicaz. Mi mujer tiende a la melancolía. Se deprime enseguida y necesita tener un propósito en la vida. Me sentiré feliz si me permiten compensarlas.
—¿Compensarnos? ¡Usted y su gente no tienen ni idea de lo que es la vida religiosa! Esto no es una especie de salón de apuestas ni su tienda, señor Shein.
Pronunció la palabra «tienda» con tanto o mayor desagrado que «salón de apuestas».
—¿Por qué no me dice lo que necesitan en sus dependencias, hermana?
—¿Por qué no da una ojeada usted mismo, señor? ¡Vamos! Mire en el interior de la clase que hay al otro lado del pasillo. ¿Por qué no me dice usted lo que necesitamos?
Abraham la obedeció. Abrió la puerta apenas una rendija, con aprensión ante la perspectiva de ver un lastimoso grupo de huérfanos y ante la posibilidad de que lo vieran, aunque, de hecho, ninguna cabeza se volvió hacia él. Nada hacía pensar que aquella habitación fuera un aula de estudio: ni pizarras, ni tablas, ni mapas, ni libros, salvo uno que en aquellos momentos tenía la profesora y otro para los alumnos, que estaban apiñados alrededor de una niña menuda y delgaducha que lo sostenía con orgullo.
Abraham cerró la puerta y regresó a la habitación donde lo esperaba la hermana Blandina.
—¿Por qué parece enfadado, señor Shein?
—¡No tienen libros!
—No, señor Shein, no los tienen.
Abraham extrajo los billetes del bolsillo de su chaqueta; billetes que había sacado de debajo del tablón del suelo de la tienda con el inusual convencimiento de que los repondría muy pronto. Era muy consciente del sistema, endeble y ridículo, que habían establecido su hermano y él; un sistema que consistía en que Abe cogía el dinero y Meyer hacía ver que no se enteraba (aunque, sin duda, llevaba la cuenta). Y Abe se preguntaba cuánto tiempo podría seguir haciéndolo antes de que Meyer reuniera suficiente valor y aliados para echarlo de la ciudad.
Abraham contó los billetes robados con la misma floritura que utilizaría con un cliente o un jugador.
—Quiero que mi compatriota esté bien atendido. Quiero que mi mujer se sienta útil. Y —sonrió— quiero que esos niños tengan libros.
La hermana Blandina parecía indignada, pero tomó el dinero inmediatamente. Volvió a dirigir su atención a sus papeles, y Abraham, entre respetuoso e irreverente, realizó un saludo militar; el mismo que realizaba ante sus superiores durante la guerra civil, la más sangrienta que había vivido aquel país.
Abraham siguió acumulando deudas en el saloon de doña Cuca. La promesa de un contrato militar era más que suficiente para mantener el grifo abierto. Nunca se le ocurrió que, en realidad, doña Cuca lo estuviera animando a incrementar su deuda. Abraham era demasiado arrogante y estaba empeñado en no verse como era: alguien que tenía poca o ninguna capacidad para reconocer la verdad.
Estaba convencido de que tenía lo necesario para ser extraordinario: alguien que no permitía que las oportunidades que se presentaban en la vida empezaran o acabaran conforme a unas normas. Cuando miraba en el espejo que colgaba encima de la barra del saloon de doña Cuca, veía al Guapo. Veía una mata de pelo densa y el talante de un superviviente que cumplía con sus obligaciones diurnas y nocturnas. Llevaba a su casa buenos pedazos de carne de la carnicería Dos Hermanos (donde siempre tenían la carne más fresca de la ciudad), latas de ostras, muestras de telas y, finalmente, una cocina de hierro forjado.
Cuando Eva volvió a casa después de atender al alemán enfermo y vio la cocina, lloró. Le dio las gracias una y otra vez, igual que Chela, y Abraham se preguntó por qué había esperado tanto tiempo para comprar aquella cocina que tanto deseaba Eva. Si cerraba los ojos, la comida sabía igual, pero si los abría, sabía el doble de buena, porque Eva ya no encorvaba los hombros debido al agotamiento ni se la veía acalorada por el fuego de la chimenea. Ahora solía pasar la mayor parte del día fuera de casa, ayudando a las monjas en la enfermería. Ya llevaba haciéndolo más de dos semanas y, aunque cuando él le preguntaba si el paciente le caía o no bien normalmente ella solo respondía encogiéndose de hombros, a Abraham no le importaba su falta de expresividad. «Tiene suerte de estar vivo» era lo único que Eva comentaba al respecto. «Sí, desde luego tiene suerte», contestaba Abraham.
Él no le contó que consideraba que era insolente, que, en su opinión, sufría algún tipo de maldición y que en el fondo esperaba que ella la contrarrestara. Era consciente —de verdad que lo era— de que ahora pensaba como un pagano, pero necesitaba toda la suerte que pudiera reunir. Lo realmente importante, se decía a sí mismo, era que había animado a su mujer a comprometerse en una tarea. Ella acudía todos los días a la enfermería con un vivo deseo de servir. Todas las mujeres, solía decir el padre de Abraham, tenían a una enfermera en su interior, y la de Eva por fin había salido a la luz, aunque para ello hubiera tenido que pasar muchos meses convencida de que no estaba bien. Últimamente, tuvo que reconocer Abraham, se sentía orgulloso de ella. En opinión del obispo, Eva estaba verdaderamente entregada.