La habitación en la que descansaba el joven había sido, en su momento, la bodega del obispo. Todavía olía a oscuridad y a algo dulce: una mezcla pastosa de uva fermentada y piedra fría y húmeda. Era tan oscura que solo después de estar varios minutos en ella podía uno distinguir los leves matices visuales y percibir el paso del tiempo. Después de que el obispo se trasladara a su casa en el campo para dejar espacio a las hermanas y antes de la aparición repentina del joven, la bodega era el lugar al que las hermanas enviaban a los alumnos rebeldes a rezar cuando se portaban mal. Había sido una bodega, una sala de castigo y, cuando Levi Ehrenberg apareció herido y maltrecho en la puerta de la tienda, se convirtió en una enfermería, una habitación oscura y casi neutra entre la vida y la muerte.
Una semana después de que lo encontraran desplomado en la calle, la hermana Blandina anunció que el joven señor Ehrenberg podía recibir visitas. Y después de que Abraham insistiera en que Eva le llevara, por el amor de Dios, «¡Unas galletas! ¡Un pañuelo bordado! ¡Caramelos de menta! ¡Lo que sea que llevan las mujeres cuando cuidan a un enfermo!», finalmente ella decidió visitarlo.
Aquellos días, como todavía hacía mucho calor, solía madrugar. Su sueño era interrumpido sistemáticamente si no, en primer lugar, por los mosquitos, sí, a continuación, por los numerosos habitantes que no tenían la suerte de disponer de una casa de adobe y preferían dormir en las calles, al aire libre, a pesar de la abundancia de insectos, a hacerlo en sus agobiantes y calurosas casas. Inevitablemente, al rayar el día o antes, se producía bastante movimiento, de modo que los primeros ruidos que Eva oía al despertarse eran arrebatos de furia y exclamaciones de frustración que, en medio de la confusión, parecían ininteligibles gritos infantiles en los que resultaba imposible distinguir no solo la causa del jaleo, sino tampoco el idioma en el que se proferían.
La ciudad entera estaba irritable y exhausta. Se percibía una ola creciente de impaciencia, pero los ciudadanos seguían con sus tareas y lo mismo hizo Eva aquel día. No tenía hijos, pero no estaba enferma, se recordó a sí misma. Y su nueva casa estaba siendo construida de verdad. No tenía hijos, pero no estaba hecha un guiñapo y ensangrentada como el pobre alemán que, según Beatrice, no solo era el único superviviente de un ataque indio, sino que había atravesado a pie kilómetros y kilómetros de desierto rocoso hasta llegar a Santa Fe. Eva se sentó junto a la pequeña ventana del dormitorio y recogió su cabello en un moño. Contempló el convento, la escuela y la capilla que se divisaban al otro lado de la calle mientras esperaba que una fugaz brisa refrescara su sudorosa nuca. «Pobre hombre», susurró mientras imaginaba las manos secas de la hermana Blandina y la desagradable voz de la hermana Theodosia. La imperturbable calma del colectivo de las monjas era, sin duda, producto de un gran esfuerzo, pero también resultaba sumamente desalentadora. Eva no podía quitarse de la cabeza la idea de que a aquellas hermanas les entusiasmaba el sufrimiento, o puede que no les encantara, pero de algún modo indefinible e innegable vivían para él.
Ninguna brisa la alivió y Eva empezó la ardua tarea de vestirse. Después de acordonar, ceñir y alisar prendas de ropa, se sintió realmente mareada. Al cabo de un rato, salió por la puerta trasera y se dirigió al albaricoquero. Este crecía en una porción de tierra diminuta, protegido por una valla. Lo regó y el árbol se avivó al tiempo que se encorvaba hacia la bañera vacía y rayada de porcelana. Introdujo en ella una rama y después dos, como si quisiera decir que, a pesar de su aspecto innegablemente lozano, todavía tenía sed. Eva cogió la fruta para el señor Ehrenberg, pero decidió no preparar el strudel que había planeado cocinar. Finalmente, cruzó la calle con una cesta de albaricoques demasiado maduros: sus dedos, incluso después de habérselos enjuagado, estaban pegajosos.
Pasó junto a las colas oscilantes de los burros atados a los amarraderos, junto al constante zumbido de las moscas que los rondaban y notó las miradas insistentes de los entrecerrados ojos de los hombres que llenaban los abrevaderos de agua. Mientras el sol se elevaba centímetro a centímetro en el vasto cielo metálico, la habitual imagen de las mexicanas envueltas en mantones negros le pareció, como de costumbre, innecesariamente opresiva en aquel calor, pero entonces, de repente, las oscuras figuras pasaron de parecerle oprimidas a curiosamente magníficas y, durante largos segundos, las vio como oscuras esculturas de bronce frente a paredes de palacios italianos de color ocre. Ella nunca había visto un palacio italiano y no se le ocurría cuándo podría hacerlo, pero la visión le pareció tan real como la boñiga seca de burro que estuvo a punto de pisar, pero que vio justo a tiempo de esquivarla y el olor a moho y alcanfor que procedía de las dependencias de las monjas. Entró en uno de los edificios y agradeció la fresca temperatura.
La entrada era oscura y silenciosa. No había llamador ni campana para anunciar su llegada. Eva avanzó por el oscuro pasillo y se asomó por una puerta entreabierta. Unas niñas mugrientas estaban alineadas frente a una mesa larga y sin sillas. Hablaban entre ellas deprisa, pero se callaron cuando vieron a Eva, con las cucharas preparadas, como si ella fuera el festín.
—Buenos días —saludó Eva en español.
Las dos palabras llenaron la habitación hasta que la respuesta educada y al unísono de las niñas borró su eco.
—Buenos días —repitió Eva cuando vio aparecer a la hermana Josephine por una puerta más pequeña de lo normal que estaba situada al otro lado de la habitación.
—¡Señora Shein! —exclamó la hermana casi sin aliento.
Parecía casi mística con la gran bandeja llena de tazas, pero no hubo nada místico en la forma en que dejó una taza delante de cada niña, acto que solo estuvo acompañado del severo recordatorio de que debían dar las gracias. Por lo que Eva vio, el desayuno no constaba de ningún otro componente. Las niñas bebieron, concentradas y a sorbos, el café de olor amargo. Con lo único con lo que realmente contaban las niñas era con un festín de mortificaciones, pensó Eva.
—¿Ha venido a visitar a las niñas que viven de la beneficencia? —preguntó la hermana con voz cantarina.
—Sí, sí por supuesto —respondió Eva, ruborizándose.
La boca de una de las niñas estaba peligrosamente abierta; dos estaban calvas como bebés y tenían la cabeza salpicada de costras.
—¡He traído albaricoques! —exclamó Eva de forma impulsiva—. Los he recogido hace apenas unos minutos para las niñas.
La hermana Josephine la observó con suspicacia.
—Bien, se lo agradecemos —declaró.
Eva le tendió la cesta. Esperó unos segundos, pero la hermana no repartió la fruta entre las niñas y Eva se dio cuenta de que no quería hacerlo delante de ella. Carraspeó y dijo:
—También he venido a visitar al señor Ehrenberg.
—Comprendo.
—He oído que ya se encuentra lo bastante bien para recibir visitas.
—Está usted en el edificio equivocado. Esto es el refectorio. Y ese joven no está, ni mucho menos, en condiciones de recibir visitas.
—Sí, pero tengo entendido que la hermana Blandina dijo que…
—¿Es usted amiga del señor Ehrenberg?
—Bueno, no, no nos conocemos, pero…, bueno —balbuceó—. Verá, él es alemán.
La hermana asintió con la cabeza y señaló el edificio contiguo.
—Bueno, supongo que todos están emparentados —comentó como si hablara consigo misma. Y añadió—: ¡Qué amable!
Eva salió al jardín y vio, entre las acacias, una tienda de campaña de algodón. Antes de que pudiera averiguar qué había dentro, la hermana Blandina apareció, la tomó del brazo y la condujo al otro edificio, donde un estrecho pasillo conducía a otra puerta de poca altura. Blandina agarró el tirador y se inclinó para no golpearse la cabeza al entrar, pero volvió a cerrar la puerta enseguida, antes de que Eva pudiera dar una ojeada al señor Ehrenberg.
—Me temo que está durmiendo —informó la hermana Blandina mirando hacia el suelo, y suspiró como si Eva debiera haberlo sabido.
Eva se imaginó la frustración de Abraham cuando le contara lo sucedido, cuando le explicara la excusa por la que no había presentado sus respetos al herido.
—Puedo esperar —sugirió Eva—. O…
—¡Hermana! —gritó una voz familiar en la distancia. Eva miró hacia el jardín, donde Josephine agitaba los brazos—. ¡La niña Rodríguez! —gritó asustadísima—. ¡La malvada, malvada niña!
—Vaya usted —animó Eva a la hermana Blandina—. Encontraré la salida yo sola.
—Puede usted volver en otro momento —contestó ella de modo cortante, y se marchó arrastrando los pies y dejando a Eva sola en el pasillo.
Eva no oyó nada de la crisis que tenía lugar en el refectorio, donde imaginó que una de aquellas niñas pobres, hambrientas y de cabello áspero estaba siendo azotada una y otra vez por las monjas. Y tampoco oyó nada del bullicio de media mañana de la abarrotada calle, de las continuas negociaciones entre burros y conductores, la serie interminable de saludos proferidos a voz en cuello, los intercambios de bromas lascivas y las quejas sobre el calor. Mientras estaba con las manos vacías en aquel lugar desconocido para ella, mientras permanecía allí inmóvil, no oyó nada salvo lo que parecía un goteo apenas perceptible de agua sobre piedra; o quizá no se trataba de ningún goteo, sino del raro y hueco sonido del silencio.
El picaporte de la puerta era muy pesado y chirrió cuando ella lo accionó. ¡Qué fácil le resultó entrar a hurtadillas en la habitación!
Además de la vela que titilaba junto a la cama, había un montón de velas y cerillas en un soporte cerca de la puerta. Eva encendió una y la llevó hasta donde dormía el paciente. Se trataba de un hombre delgado, con una barba espesa de color castaño. Era más un muchacho que un hombre. Podía tener entre dieciséis y algo más de veinte años. Tenía un ojo tapado con una venda y el otro cerrado; sus mejillas estaban marcadas con moratones y su expresión, si un hombre profundamente dormido podía tener una, era relajada. De todos modos, Eva tuvo la clara impresión de que, cuando estuviera despierto y de pie, sería un hombre de movimientos rápidos. Y, a pesar del hecho de que su labio inferior estaba hinchado y en el superior tenía un corte cosido con hilo negro, Eva, sin un fundamento sólido, enseguida se lo imaginó riendo. Dormía tumbado sobre la espalda, con un brazo laxo y el otro en cabestrillo. Alguien («¿Quién?») lo había lavado y vestido con aquella aproximación a una camisola de hospital: una prenda que había estado manchada de sangre, que después había sido frotada y blanqueada y que ahora tenía zonas gastadas y descoloridas. Las amarillentas sábanas habían sido apartadas a un lado y colgaban arrugadas casi hasta el suelo. Sus dedos, los que tenía a un costado, empezaron a moverse, y sus labios también. El corazón de Eva se aceleró, pero volvió a latir más despacio cuando se dio cuenta de que él solo estaba soñando.
Un abrasador día de verano, en Karlsbad, encontraron un chucho de pelo manchado entre un grupo de olmos; debía de estar hambriento y sediento. Ellas, dos hermanas, se sentaron en silencio y observaron aquel perro profundamente dormido que movía frenéticamente las patas y gimoteaba como si estuviera persiguiendo algo que siempre estaba fuera de su alcance.
Eva se dirigió lentamente a la silla roja que había junto a la cama y se agarró con fuerza a la madera pintada. Percibió —lo habría jurado— que el joven no respiraba y la invadió un miedo tan espantoso que lo único que vio en su mente fueron los cadáveres chamuscados que encontraron en la ruta de Santa Fe, con la cabellera arrancada y abandonados para servir de alimento a los buitres. Enseguida quiso salir huyendo, pero cerró los ojos y se obligó a permanecer exactamente donde estaba. Agarró la vela con fuerza y prometió interiormente que, si abría los ojos y el joven estaba realmente muerto, buscaría a las hermanas y se lo contaría a pesar de que, para ellas, el hecho de que hubiera entrado en la habitación, posiblemente, fuera más horrible que la muerte del joven. Ya podía percibir el particular sabor de la culpabilidad que persigue a quienes descubren a un muerto y viven para contarlo.
Cuando abrió los ojos, el joven no solo respiraba, sino que la miraba fijamente, sobresaltado y muy vivo. Él agarró la arrugada sábana con la mano sana.
—Todo está bien —lo tranquilizó ella en alemán—. Está usted a salvo.
—¿Quién te ha enviado?
—No me ha enviado nadie. He venido para saludarlo.
—Te dije que no lo quiero.
—¿Que no lo quiere…? —Eva se sentó en la pequeña silla—. No estoy segura de qué…
—Te odio —dijo él.
Tenía la cara pálida, los labios rojos y su ojo sano vidrioso y entrecerrado, como los de un pez o una muñeca.
—Señor Ehrenberg —dijo Eva con amabilidad—, ha estado usted enfermo.
—La nieve —respondió él—. Nos perderemos.
Eva se levantó de la silla y retrocedió hasta la pared. Mientras ella se alisaba la falda, él la miró fijamente, como si ella estuviera haciendo algo mucho más interesante.
—¿Señor Ehrenberg?
—¡Oh! —exclamó él—. ¡Oh, eres tú!
En esta ocasión habló en un tono amable, como si un ruido fuerte lo hubiera despertado y la hubiera encontrado allí, una simple gata famélica junto a su puerta.
Al día siguiente, Eva regresó con más albaricoques para las niñas y un strudel para el señor Ehrenberg.
—¿Puedo darles la fruta a las niñas yo misma? —preguntó Eva.
La hermana Josephine ignoró su pregunta y la condujo a la enfermería, donde la hermana Blandina intentaba aplicar un paño en la frente del señor Ehrenberg mientras él despotricaba como un poseso en alemán, un alemán que ni siquiera Eva entendió. La hermana Philomene estaba en un rincón mordisqueándose la uña del pulgar.
—¿Por qué está nevando? —gritó él con una repentina claridad.
—Este no es lugar para usted, señora Shein —advirtió la hermana Blandina, que vio, en el umbral de la puerta, a una alemana mimada y recién casada, a la mujer de un mercader, un rico.
A Eva le ardió el pecho con una intensidad insospechada.
—No está nevando, señor Ehrenberg —contestó sin rodeos en alemán—. ¡Las hermanas están intentando ayudarlo!
Lo dijo casi gritando, como si hablara con un extranjero, cuando, de hecho, él era todo menos eso. Los dos procedían del mismo país, hablaban el mismo idioma y, probablemente, tenían la misma edad.
—Por favor, acompañe a la señora Shein afuera —pidió la hermana Blandina a la hermana Josephine con viva voz.
—¿Es usted alemana? —preguntó él mientras las lágrimas se acumulaban en su ojo sano.
—Sí, sí —respondió ella—. Aquí está usted a salvo.
—¿Judía? —preguntó él en un susurro.
—Sí.
—Yo también —contestó él con voz de alivio—. Yo también.
Nadie sabía nada de él, pero ¿quién fingiría ser judío en una tierra de católicos? Los judíos alemanes cuidarían de él como si se tratara de un primo lejano. Al menos eso le había dicho Abraham con orgullo, como si la idea fuera de él.
—¿Qué le han hecho a mi hermano? —preguntó el joven—. ¿Dónde está?
—Dígale que se tranquilice —pidió Blandina dirigiéndose inequívocamente a Eva y reconociendo, por lo tanto, que era, si no exactamente bienvenida, sí en cierto modo imprescindible, al menos en aquel momento.
Eva se acercó y percibió el nebuloso olor a alcohol y a sudor de calentura. Se sentó en la silla roja y baja.
—Está usted en Santa Fe, señor Ehrenberg.
—¡Tengo tanto frío, Julie!
—¿Qué dice? —susurró Josephine—. Esto es terriblemente frustrante.
—Levi —lo llamó Eva con familiaridad, como si estuviera actuando, y aunque se sentía extraña, también se sentía totalmente auténtica—. Estás a salvo, querido.
—¡Hueles tan bien! —susurró él.
—Cuéntenos lo que está diciendo, señora Shein —pidió Josephine—. ¡Por todos los santos!
Eva tomó las sábanas y la áspera manta que él había echado al suelo y lo cubrió con ellas hasta los hombros. Se detuvo un instante mientras él intentaba tocarle la cara. Eva percibió el olor a piel untada con ungüento y a sangre seca, pero no se retiró.
—¡Mira que tocar las sábanas! Mon Dieu! ¡Debería ponerse unos guantes!
—No tengo miedo —declaró Eva, sorprendiéndose a sí misma.
—Sí —replicó la hermana—, pero la enfermedad tampoco tiene miedo de usted.
—Lo que ha dicho es que…
El joven miró a Eva mientras las lágrimas brotaban de su ojo sano.
—Tócame…
—¿Qué quiere? —susurró Philomene.
—Él…
—Por favor, Julie…
—Me llamo Eva Frank —respondió ella—. Eva Shein —rectificó.
Transcurrieron varios segundos antes de que Eva apartara la mirada de la expresión confusa y afligida de él y la dirigiera de nuevo a las hermanas.
—Dice que tiene mucho frío.
—Philomene, ve a buscar otra manta —pidió la hermana Blandina—. ¿Qué más, señora Shein?
Eva miró a Levi Ehrenberg y, después, levantó la vista hacia el techo.
—Dice que le gustaría que regresara mañana.
—Bueno —dijo Blandina—, no sé cómo…
—Regresaré esta tarde —la interrumpió Eva.
Se levantó y alisó su falda con dos movimientos rápidos que, de algún modo, pusieron punto final a la discusión. Después tendió el strudel a la hermana Philomene y deseó buenos días a las hermanas.
Beatrice Spiegelman preguntó a Eva si había oído hablar del señor Ehrenberg antes.
—¿Te refieres en Alemania? —inquirió Eva mientras se abanicaba con un ejemplar doblado de The New Mexican.
La portada rogaba a los conductores que dejaran de probar la velocidad de los carromatos en la plaza pública.
—Ajá —contestó Bea sin levantar la vista de su bordado.
—No. Al menos creo que no —respondió Eva.
Ni siquiera se le había ocurrido aquella posibilidad. Se acordó de que cuando lo visitó el día anterior (por quinta vez), las hermanas por fin dejaron de comportarse como si les sorprendiera verla. Después de entregarles la cesta de albaricoques, Eva se dio cuenta de que habían llevado una silla extra a la enfermería.
—Bueno, creo que si hubieras oído hablar de él te acordarías —comentó Bea, cuya postura cambiaba de recta a encorvada al menos cinco veces cada minuto.
—Mi memoria es horrible —se vio misteriosamente impulsada a responder Eva. No era verdad, se acordaba de todo—. Pero no, creo que no lo conozco de antes. —Bebió un trago largo del fuerte té que se había enfriado a causa de la conversación—. ¿Has ido a visitar al pobre hombre?
—Ajá —respondió Bea—. Y deduzco que tú también.
Eva asintió con la cabeza y siguió abanicándose.
—Su aspecto es tan enfermizo —comentó—, y, además…
—¿Qué?
—Me recuerda a alguien. Eso es todo.
—¿A quién? —preguntó Bea, incapaz de contener su necesidad de cotillear.
Aunque Eva encontraba este aspecto de Beatrice más atrayente que su habitual faceta de mujer virtuosa, evitaba contarle historias de su pasado. Ni siquiera le había contado el primer recuerdo, aquel que, de algún modo, había salido indemne de todas las cosas terribles que sucedieron después. «Nos sentamos para que nos retrataran —no le contó Eva—. Un pintor vino a casa y pintó nuestros retratos.»
La mañana siguiente, Eva se despertó al oír las habituales voces enfadadas y dedujo que acababa de amanecer, pero cuando miró por la diminuta ventana, vio que las voces pertenecían a unos hombres que pasaban por allí a lomos de sus caballos. Había dormido hasta tarde. Era media mañana y el sol estaba alto en el cielo, pero el ardiente calor por fin había cesado. No quedaban albaricoques. A lo largo de la semana, los últimos que quedaban habían caído en la bañera de porcelana o en el árido suelo y su carne harinosa y dorada estaba llena de bichos.
Las hermanas Theodosia y Philomene estaban sentadas y se reían a carcajadas como si no tuvieran más responsabilidad que atender al señor Ehrenberg. Cuando Eva entró, dejaron de reírse, pero el señor Ehrenberg, a quien ya le habían quitado la venda del ojo, puso los ojos bizcos y una expresión de payaso.
—¿Se siente mejor? —preguntó Eva alegremente en su idioma.
—¡Oh, me siento mucho mejor! ¡Gracias! —respondió él con ojos brillantes. Su voz, una vez liberada de los múltiples matices de las visiones producidas por la fiebre, sonaba más joven—. ¿Habla usted alemán?
—Por supuesto, señor Ehrenberg. Llevamos días hablando.
Al principio, él pareció confuso y, luego, aliviado.
—¡Es usted! —exclamó, y después se rio por algo que había en su mente, guiado por una lógica personal que solo él entendía.
—Por favor, dígale que es muy afortunado —pidió Theodosia—. Dígale que hemos rezado por su vida.
—Ha estado usted a punto de morir —susurró Eva.
Él asintió con la cabeza. Con la cara inclinada, el pelo enmarañado, los hombros algo estrechos y, a pesar de la barba, podría haber pasado por un muchacho de doce años. Cuando levantó la barbilla para mirar a Eva, sus ojos (los mismos ojos brillantes con los que había bizqueado para hacerse el gracioso) se nublaron por la verdad; la verdad que había intentado evitar tanto como había podido. Su intento de resultar divertido y su voz esperanzada casi hicieron que Eva cayera de rodillas.
—Todos murieron, ¿no? —preguntó él.
Su cara de expresión franca y tostada por el sol se volvió oscura y confusa.
«Pero yo estoy viva», estuvo a punto de decir Eva.