LA VERGÜENZA

Tanto los Shein como los Spiegelman tenían contratos en un remoto pueblo de las montañas. En interés de la seguridad durante el viaje y la sociabilidad, los hombres de negocios rivales unieron fuerzas y, quizá de una forma insensata, invitaron a sus familias a acompañarlos.

En el caluroso agosto, la caravana avanzaba con dificultad en dirección norte por caminos labrados por la lluvia. Existía el riesgo continuo de deslizamientos de tierra y, de vez en cuando, surgían gritos de uno de los carromatos. En el primero viajaban Meyer, su mujer Alma Lucia y sus dos hijos, mientras que Abraham y los hermanos Spiegelman viajaban en el último. En el de en medio, Eva estuvo a punto de vomitar por quinta vez aquel día. Había dado a luz tres semanas antes y ahora lo único que deseaba era beber cerveza. Tres semanas antes, había visto a una criatura salir de su cuerpo, que ahora estaba entumecido. Pero no había cerveza, al menos no para ella, y se veía obligada a viajar sentada junto a la insufrible Beatrice Spiegelman, quien, quizá para distraer a Eva o para ahuyentar su propia ansiedad, hablaba sin parar sobre sus planes para fundar un colegio para niñas no confesional.

Beatrice no solo estaba entusiasmada con la idea del colegio, sino que también tenía muchos otros planes. Sobre todo estaba empeñada en la recogida de la basura. La basura, decía, exasperaba su alma de mujer. Mantener limpia la sociedad, ocuparse de que el centro de las ciudades no se convirtiera en un corral era una tarea de mujeres.

—Solo entonces —continuó Bea Spiegelman—, el camino a la grandeza quedará libre.

Mientras Tranquilo fustigaba a los burros y las ruedas del carromato avanzaban a trompicones por los surcos del camino, Eva notaba los giros de las ruedas debajo de sus pies; debajo de sus botas, que estaban acordonadas demasiado apretadas. Todavía tenía los pies hinchados, igual que los pechos que, aparte de llenar la blusa de su querida hermana que tantas veces se había puesto, eran inútiles.

—Regla número tres —continuó Bea con cierta nostalgia; sin duda, su oratoria le recordaba alguna lejana ceremonia escolar—: En caso de que algún animal muera dentro de los límites de la ciudad de Santa Fe, la persona o personas a las que dicha bestia o bestias pertenezcan deberán, antes de transcurridas veinticuatro horas desde la muerte del susodicho animal o animales, llevarse el cuerpo o cuerpos fuera de la citada ciudad a… a un lugar distante donde no resulten molestos ni por su aspecto ni por su olor desagradable. —Tosió de forma remilgada—. Esta es muy importante.

Tres semanas antes le habían arrebatado a su niña. Abe fue el responsable. Ella quería abrazarla solo un poco más: su bebé perfecto, su precioso cuerpo inerte, pero Abe insistió, con lágrimas en los ojos, y ella no tenía fuerzas para discutir. Como le ocurrió a su hermana, en lo que parecía un indudablemente significativo giro de los acontecimientos, el parto se adelantó. Y la criatura de cara azulada y cubierta de sangre no solo nació aquella noche y murió al amanecer, sino que la culpabilidad de Eva, como si fuera nueva, también renació. Sin duda, se trataba de un castigo y, aunque no podía negar que se lo merecía, quería saber cuándo acabaría. Cualquier incertidumbre sobre la existencia de Dios también quedaba eliminada: su existencia quedaba probada por aquel terrible horror y aquel hediondo silencio que no le permitía descansar por muy cansada que estuviera. Ella quería que su bebé estuviera vivo; vivo o en ningún lugar; Dios no podía quedárselo bajo tierra como si le hubiera permitido vivir y respirar pero solo fuera de Él.

—¿Te encuentras mal? —le preguntó Bea repentinamente.

Eva se había fijado en que tenía la costumbre de formular preguntas con tal brusquedad que, aunque fueran bien intencionadas, adquirían el matiz severo e incluso histérico de una crítica desmesurada.

—No especialmente.

—¡Pobre y querida Eva! Eso te sentará bien.

Bea era más joven que Eva, más de dos años más joven, pero no parecía saberlo. Y, como Eva, al conocer a Abraham, decidió seguir el consejo de su madre y no revelar su edad (consejo que por el hecho de habérselo dado en pocas ocasiones tenía más fuerza), ya le parecía bien actuar de hermana pequeña con todos aquellos que lo desearan, al menos durante tanto tiempo como le fuera posible.

—¿Qué me sentará bien?

—¡Van a celebrar una gran fiesta en nuestro honor! Un fandango. El obispo dice que la gente es encantadora, simple y encantadora.

—¿El obispo? —preguntó Eva, y sintió ganas de llorar—. ¿Lo visitas con frecuencia?

—He seguido montando a caballo y visitándolo en su jardín. Además, Theo y yo comimos un día en el interior de su casa. ¡Él insistió en que comiéramos con sombrillas para que el polvo no cayera en las ostras! —Beatrice se rio y, a continuación, preguntó con nerviosismo—: ¿Te acuerdas del día tan encantador que pasamos allí? ¿Cuando fuimos tú y yo juntas a caballo?

Eva asintió con la cabeza. Nunca se le habría ocurrido hacer algo así de no ser por Beatrice.

—¡Me sentí tan agradecida hacia ti! —declaró.

En su momento, se sintió agradecida y, aunque su embarazo continuó después de aquel día y notó, incluso semanas más tarde, que el bebé movía saludablemente los brazos y las piernas en su interior, ahora consideraba que montar aquel día formaba parte de una irresponsable cadena de sucesos, y sabía que Beatrice también lo veía así.

Hannah Spiegelman, la tímida cuñada de Bea, estaba sentada en un desvencijado banco delante de ellas e intentaba amamantar a su bebé, pero este lloraba y no había dejado de llorar durante las dos horas que llevaban de viaje. Los lloros empezaron como gemidos y fueron creciendo hasta convertirse en auténticos gritos con ocasionales sollozos. A Eva la estaba volviendo loca. Quería hacerlo callar con efectividad, como cuando mataba a una mosca; casi podía saborear el subsiguiente silencio. Si el bebé dejaba de llorar y Bea de hablar, ella podría contemplar el cielo, aquel cielo azul acuoso y oscurecido por voluptuosas nubes, lo que constituía un evento en sí mismo. O podría cerrar los ojos y visualizar las paredes de su nueva casa, cuya construcción Abraham, finalmente, ¡finalmente!, había retomado después de firmar aquel contrato meses atrás y después de apostar contra un buscador de diamantes muy afortunado a quien, como explicaba Abraham, la suerte, afortunadamente, se le había acabado.

Eva intentó aislarse del calor y del bebé llorón imaginándose las fiestas que celebraría en invierno como una mujer nueva en una casa nueva. Se veía como una madre y como una reina de las nieves, y regiría no solo a sus rollizos hijos, sino también las esculturas de hielo y las naranjas confitadas. Se veía como una mujer feliz que colgaría guirnaldas de luces en las altas acacias. En su sueño nevado, el bebé estaba callado como un cielo de enero, pero en la sofocante atmósfera del carromato, el pequeño monstruo no paraba de llorar.

—¿Podemos ayudarte en algo? —le preguntó Bea a Hannah, quien inmediatamente levantó la mirada y negó con la cabeza; tenía los ojos negros y atónitos de un roedor.

Cuando Eva empezó a cantar, el bebé lloró todavía más fuerte. Y cuanto más fuerte lloraba él, más alto cantaba ella. Cantó un aria ligera de Offenbach que creía haber olvidado. No solo no se acordaba de la última vez que había tocado aunque solo fuera una nota al piano, sino que hacía mucho tiempo que no pensaba en la música: ni en el placer que le proporcionaba ni en la calidez que podía transmitir al rostro de los oyentes, suavizando sus facciones con un sentimiento de gratitud.

Bea Spiegelman pareció sentirse avergonzada por Eva, como si en lugar de cantarle una canción al bebé llorón, se hubiera ofrecido para darle el pecho y de este hubiera brotado leche cortada.

Un grupo de personas, en su mayoría mexicanos de piernas arqueadas, sonrisas taimadas y todos necesitados de un baño y unos cuantos anglosajones quemados por el sol cruzaron las puertas del Ayuntamiento del pueblo a última hora de la tarde. Había hombres sin mujeres, mujeres sin niños y familias de aspecto atribulado. Los maridos, nada más llegar, atacaron el whisky.

A Eva, a veces le daba por reír sin razón alguna y aquella fue una de esas veces: caminar casi de puntillas debido a la hinchazón de sus pies; desfilar por el Ayuntamiento oscuro y con olor a humedad como si se tratara del salón de baile Sofia Luisa; ver a los hombres ponerse en fila no para bailar la Danse Française o realizar un giro de un vals, sino para saciarse de whisky… Algunos hombres parecían burros atados a un amarradero que bebían de un abrevadero. Una mujer con un morado no disimulado en la mejilla vio que Eva la estaba mirando y esta no pudo apartar la vista hasta que le llamó la atención una muchacha rellenita y con cara de malhumor que miraba uno de los barriles que había en un rincón.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó Abraham, que se había acercado a ella sin que se diera cuenta.

Eva se sobresaltó, pero se tragó su primera respuesta (algo que ya era una costumbre en ella) y dijo otra con voz calmada e impasible. Su fingimiento, que era palpable como el polvo rosa que levantaban los burros en los caminos, se había convertido en algo tan familiar como la humedad que envolvía a Rahel («… una tendría que colgarse cuando es joven») o la de Berlín en primavera.

—Ya hueles a whisky —contestó Eva. Intentó que sus ojos brillaran con sorna, como solía hacer antes para que sus reproches resultaran encantadores—. ¡Cómo desearía haber tenido un poco para el bebé! Gritaba de una manera tan horrorosa…

—Escucha, el violinista —dijo él con los ojos vidriosos.

Pero cuando siguió su mirada hasta el rincón de la habitación, Eva vio que miraba a la muchacha que estaba junto al barril, quien examinó su contenido antes de introducir la mano en él. Eva notó en sus húmedos dedos, aunque de una forma indirecta, las cantidades ingentes de balas del barril, más duras y frías que cualquier pastilla del doctor Sam. Pero lo que la muchacha cogía no eran balas ni tornillos, sino algo que, por su aspecto, debían de ser pasas. Eva y Abraham la observaron en un silencio forzado mientras ella devoraba las pasas una a una y deprisa con sus pequeños dientes torcidos.

El sonido estridente de las cuerdas del violín llenó la abarrotada habitación, y el músico, que estaba encima de una tarima larga y delgada, bailó como una marioneta mal manejada. Los niños salieron de detrás de las faldas de las mujeres y de debajo de las mesas: dedos pegajosos de pasas, caras manchadas de tierra, piececitos de pilluelos que se movían en grupo. La melodía del violinista se aceleró mientras un hombre corpulento con pantalones de gamuza soltaba gritos y armaba jolgorio animando a las parejas que merodeaban por donde estaba el whisky a que bailaran en la cada vez más oscura habitación. «¡Señores y señoritas! ¡Señores y señoritas!»

Cuando un hombre agarró a Eva, un hombre casi tan pequeño como ella, un granjero tan borracho que ella percibió el hedor del alcohol sin marca a través de los poros de su oscura piel, Abraham no hizo nada para rescatarla. Ella protestó mientras las manos rígidas y callosas del hombre la conducían por la habitación, pero cuando tuvo claro que él no pensaba soltarla, intentó relajarse y le permitió guiarla. Mientras giraba por la sala, Eva intentó fijarse en lo que había a su alrededor. Buscó con la mirada a otras damas respetables a las que hubieran obligado a bailar, pero las figuras no solo le resultaban irreconocibles, sino que se movían extrañamente despacio. En marcado contraste con el ritmo creciente de la música, parecían bosquejos borrosos de personas reales. Cuando Heinrich cruzó por su mente, o se le apareció (al menos así lo consideraba ella últimamente, como una especie de premonición) tuvo que cerrar brevemente los ojos. La habitación daba vueltas y Eva sintió los delgados dedos de Heinrich entre sus omoplatos. Entonces se dio cuenta de que lo que sentía era lo contrario de una premonición; era el agudo reconocimiento de algo que nunca sucedería. Ella nunca bailaría con él en el salón de baile Sofia Luisa; nunca tomarían el té en la avenida Kurfürstendamm. Nunca volvería a verlo. Los bailarines parecían tan torpes y patosos como pavos peleándose.

—Gracias, señorita —agradeció el hombre cuando la música terminó, como si, de repente, se hubiera vuelto tímido.

—Señora —lo corrigió ella antes de cruzar las puertas batientes para salir al aire fresco de la montaña.

Mirara adonde mirara, había niños. Corrían en fila como la cola de un dragón en la decreciente luz anaranjada; sus dedos regordetes agarraban las flexibles cinturas de los compañeros de delante, algunos sin camisa. Jugaban a ser indios: aullaban, bailaban, escupían y rodaban por el suelo rocoso. Se dirigió a un claro donde había unos corrales desvencijados y vio que cuatro niños algo mayores saltaban por turnos sobre lo que parecía ser un buey muerto y competían para ver quién botaba con más ímpetu en el hinchado abdomen del animal y aterrizaba más lejos. Unos hombres toscos que estaban reunidos alrededor de unas pequeñas hogueras no hacían nada para detener aquel juego. Asaban pedazos de carne y tiras de chiles y no se fijaron en aquel revulsivo espectáculo, sino en Eva, una dama pálida y extraña que estaba apoyada en un árbol muerto y retorcido y que parecía hipnotizada por los niños y su peligroso juego. Ella vio que los hombres la señalaban antes de ver a Abraham, quien la agarró por el brazo y la arrastró detrás del árbol hueco para que no los vieran. Cuando la abofeteó, ella tuvo la extraña sensación de que algo se soltaba; hacía tiempo que lo veía venir. Abraham nunca le había pegado y, aunque le había levantado la mano a menudo, siempre se había detenido a mitad de camino, de modo que fue casi un alivio ver el final. Su mano cortó el aire como una guadaña al segar la mies y Eva pasó de ser una respetable anomalía en un remoto asentamiento montañés a un simple tallo de trigo, delgado y hueco, inútil en sí mismo. El bofetón le dolió, pero no dijo nada.

—¿Acaso no tienes vergüenza? —le preguntó él.

—¡No me dejaba ir!

Una rama puntiaguda, que insistía en crecer del tronco seco, pinchaba a Abraham en la nuca. Él escupió al suelo en lugar de a Eva.

—Parecía que te lo pasabas bien —replicó él con la cara y los ojos encendidos—. Se te veía animada.

Ella se dio cuenta de que él necesitaba ejercer el control y que, si un animal hubiera aparecido repentinamente y se hubiera cruzado en su camino, él seguramente le habría pegado un tiro.

—Meyer todavía parece preocupado por ti —declaró ella—. Tienes que contármelo. Tienes que contarme qué ocurre entre tu hermano y tú.

—No ocurre nada —contestó Abraham mientras seguía conteniendo su enojo—. Me pidió que consiguiera este contrato y aquí estamos. Me pidió… —Sacudió la cabeza y guardó silencio. Después, se alisó las solapas del abrigo—. No debería haberte pegado.

—No —corroboró Eva—. No está bien.

—Delante de Dios, sé que no está bien. —Tosió de forma entrecortada y sonora—. Ya no tendrás que preocuparte por mi relación con Meyer nunca más.

—¿Ah, sí? ¿Por qué?

—No solo he conseguido este contrato, sino que hay otro en camino. Un gran contrato —declaró incapaz de no alardear—. Con los militares —continuó mientras sonreía.

—¡Felicidades! —exclamó ella en español con una sonrisa tensa.

—Sí, me siento feliz —contestó él.

El hueco del árbol olía a arcilla y se oyó un siseo apenas audible, como si unas serpientes los estuvieran rodeando con movimientos invisibles. Eva deseó tomar de las manos a Abraham.

—Yo no quería bailar con él —declaró—. Quería que tú me rescataras. Deberías haberme rescatado.

Él cogió unos palos y los sopesó brevemente, como si intentara decidir cuál era el mejor. Después, salió de detrás del árbol y lanzó los palos lo más lejos que pudo. No se detuvo a comprobar dónde habían aterrizado, y fue extraño que no quisiera saberlo porque siempre competía, aunque fuera contra él mismo. Abraham estaba convencido de que, en todos los ámbitos de la vida, había ganadores y perdedores, y él no había viajado a Norteamérica para acabar siendo uno de los últimos.

—Quizá no quieras rescatarme —declaró ella—. Quizá pienses que no te he dado nada más que muerte.

—Sin embargo, después de tanta muerte, sigues teniendo el aspecto de una niña. ¿Cómo es posible?

Abraham todavía estaba enfadado, pero había algo más. Su aspecto era el mismo que tenía a veces antes de acostarse, cuando estaba tan borracho que le pedía, sin la menor vergüenza, que lo ayudara a desvestirse.

—Pero no soy una niña. Me siento como si tuviera cien años.

Él sacudió la cabeza y cortó el extremo de un puro.

—Dios quiera que vivas tanto.

Unas nubes de color ciruela cambiaron a color malva y, finalmente, a gris. Abraham encendió una cerilla, dio una fuerte chupada al puro y, mientras caía la noche, los gritos de los niños que se oían a lo lejos finalmente cesaron. Los muchachos no se habían zambullido en el vientre del buey y sus bonitos e inocentes cuerpos no se habían cubierto de intestinos pardos medio putrefactos. Tampoco habían dado señales de sentir asco y de arrepentirse de su juego. Simplemente, se habían cansado y se habían ido dejando que el hinchado buey siguiera su natural y horripilante proceso de descomposición. Los niños más pequeños mamaban ahora de los pechos de sus madres y compartirían delgados colchones de paja con otros niños anónimos sobre suelos lodosos e irregulares. Eva se imaginó que sus bebés, los tres que nunca vieron la luz y el que murió poco después de nacer, estaban con ellos, con aquellos niños sin nombre, pobres y sucios, pero vivos. No estaba segura del tiempo que pasó en el frío y húmedo hueco del árbol, pero cuando salió las hogueras se habían convertido en brasas ardientes. En la distancia, se veían bonitas, como amapolas sobre seda negra, pero ella sabía que, si se acercaba, vería los restos de las juergas que se habían celebrado en un lugar que, en realidad, no era nada divertido.

Abraham ya se había ido. Ella debería haberlo acompañado al interior del edificio, pero prefirió quedarse allí, a solas con la huella perdurable de él. A veces se preguntaba si no prefería los recuerdos y los espíritus a las personas vivas. En aquel momento, había mestizos y hombres necios que, junto con Abraham, que iba vestido con su elegante traje y lucía su arreglado bigote, se peleaban para acceder al grifo del barril de veinte litros de whisky. Querían más y más. «Esto es América», pensó Eva.

Oyó que la llamaban y, haciendo caso omiso del impulso que la empujaba a esconderse más adentro en el hueco del árbol, salió y se encontró con Beatrice Spiegelman, que sostenía una vela.

—¡Eva! —exclamó Beatrice levemente horrorizada—. Estás a oscuras.

—Ya sé que está oscuro, Beatrice. Hoy he visto cómo salía el sol y también cómo se ponía.

—¡Por el amor de Dios…!

—Presente.

Imitó a un soldado desfilando, lo que le supuso un considerable esfuerzo al tener que levantar alternativamente las rodillas por debajo de sus pesadas faldas, pero Beatrice no se rio. En el interior del salón estalló un rugido, como si estuvieran en plena batalla.

—¡Esta gente…! —exclamó Bea, sacudiendo la cabeza.

Eva la siguió en dirección a la refriega.

Las casi consumidas velas proyectaban sombras titilantes en la pared cubierta con muselina. Eva no se había dado cuenta antes, pero ahora le llamó la atención la deslucida tela que habían clavado en la pared en un intento por contribuir al ambiente festivo. Pero, en aquel momento, la fiesta se estaba pervirtiendo. Se había formado un círculo alrededor de algo que, inicialmente, no les resultó evidente, pero conforme se acercaban, Eva y Bea no tuvieron ninguna duda de que se trataba de algo perverso. A través de los huecos que había entre la multitud, vislumbraron vestidos desgarrados en movimiento, brazos que se agitaban y cabellos que iban de un lado a otro. Al principio, Eva pensó que sus ojos la engañaban, pero pronto se dio cuenta de que, efectivamente, se trataba de una pelea entre dos mujeres adultas que se agarraban y pegaban como bestias. Cuando la mujer de piel morena arrancó un mechón del cabello greñudo de la más alta, los gritos de la multitud se elevaron a coro. Eva intentó localizar a Abraham, pero apenas podía ver algo más allá de las personas que tenía justo delante, que gritaban entusiasmadas a voz en cuello. La gente pateaba el suelo siguiendo un ritmo y un grupo de jóvenes charlaban entre ellos como si aquellas mujeres no merecieran más respeto que la pelea de gallos que presenció en el barco de Bremen. Entonces, como si se tratara de una pesadilla y no de la vida real, unos hombres alentaron la furia de las mujeres y les dieron sendos cuchillos. Se trataba, claramente, de un deporte sangriento para deleite de los espectadores, una excusa para una sádica diversión. Eva vio, fugazmente, un trozo de piel marrón: ¿una pantorrilla?, ¿un brazo? Y, durante unos instantes pensó que aquella luchadora podía ser la malhumorada muchacha que había visto antes, la joven con aspecto de niña que comía pasas. Pero entonces vio una mandíbula fuerte y un pecho voluminoso y supo que estaba equivocada. En cualquier caso, ¿qué importancia tenía? Estaban en medio de desconocidos, pobres montañeses cuyo destino era, esencialmente, el mismo: casarse con parientes y quedarse ciegos o volverse locos. La muchacha comedora de pasas debía de estar trabajando justo en aquel momento; trabajando en una habitación trasera que debía de apestar a sudor y whisky para ganarse un sueldo nocturno antes de que los hombres estuvieran demasiado borrachos para responder a los instintos y se volvieran demasiado mezquinos para pagarle.

La mujer alta acuchilló el aire con un gesto teatral; con la barbilla en alto y los pies bien asentados en el suelo. La mujer de piel oscura gritó como si hubiera recibido la cuchillada, como si su sangre estuviera brotando de su corazón herido. ¿Se trataba realmente de un espectáculo? ¿Las mujeres se abrazarían más tarde con satisfacción por todas las apuestas que se habían realizado en los momentos de mayor excitación?

Eva se volvió hacia Beatrice Spiegelman. Esperaba verla encendida de indignación o incluso encolerizada por semejante falta de moral: sin duda instigada por sus largos e indignados monólogos del viaje. Pero, en realidad, Bea estaba boquiabierta y completamente aturdida.

Mientras la mujer alta intentaba apuñalar una y otra vez a su contrincante sin éxito, Eva se imaginó que Abraham estaba en los brazos de la muchacha, la comedora de pasas, la prostituta que se parecía a ella. Y probablemente estaba con ella. En aquellos momentos, Eva se sentía demasiado débil para fingir que creía otra cosa. Se imaginó que él aplastaba a la muchacha contra una cama que se combaba o contra el suelo y que ella agarraba el pelo lacio y espeso de Abraham con sus manos pequeñas y pegajosas mientras él se movía como el cuchillo de la mujer alta, mientras aquel cuchillo se clavaba, finalmente, en el pecho de la mujer morena…

—Es vergonzoso —declaró Bea sin apartar la mirada.

—Sí —contestó Eva—, lo es.

Se despertó sobresaltada por la necesidad de atender al bebé, pero la desgarradora realidad era que no había ningún bebé que reclamara sus cuidados; ni siquiera existía la misteriosa promesa de un bebé alojado en su cuerpo. Ya había esperado a Abraham durante toda la noche en otras ocasiones, pero nunca en un lugar como aquel. Se preguntó (y estaba convencida de que no era la única que se lo preguntaba) en qué estarían pensando los hombres cuando llevaron a sus familias a aquel lugar. En la montaña, los coyotes aullaban y la fiesta continuaba con una incesante serie de gritos vulgares, mientras que en el interior del desvencijado edificio, solo arpillera y pieles dividían en compartimentos el destartalado alojamiento que les habían asignado. A su derecha, Meyer y Alma Lucia susurraban en español, mientras que, a su izquierda, Theo y Beatrice soltaban risas ahogadas. Hasta que todo fue silencio, salvo por algún ronquido errático y los amenazadores ruidos del jolgorio exterior: gritos y disparos que, aunque aumentaban y disminuían a ratos, no cesaban.

Cuando llegó a la cama, Abraham olía tan mal que lo único que pudo hacer Eva fue llorar. En la luz tenue y gris, él se tumbó sobre la áspera manta sin quitarse las botas.

—Soy un afortunado hijo de puta —declaró.

—¿Por qué lo dices? —preguntó ella mientras los párpados se le cerraban lentamente.

—Mírate, gatita.

—¿Que me mire?

—Eres un bomboncito.

Eva volvió la cabeza hacia el otro lado.

—¿Por qué insistes en hablar de esta manera?

—No sé a qué te refieres. Hablo en inglés. Vivimos en Norteamérica.

—Tú no eres un vaquero, Abraham, y yo no soy una prostituta.

Él se desabotonó la camisa sin levantarse. Un botón se soltó y cayó al suelo.

—¿De verdad amas tanto Alemania? —gruñó en voz baja—. Pues aquí eres más alemana que en ningún otro lugar. Aquí, gatita, puedes ser tan alemana como crees ser; más de lo que podrías ser en Alemania.

—¿Qué tonterías estás diciendo?

—Saquearon la sastrería de mi tío —explicó él con la voz pastosa de un borracho.

—¿Quién lo hizo?

—Y también le pegaron. Le dieron una buena paliza. Lo dejaron en la calle sangrando. Y él lo único que hizo fue alejarse cojeando. Y siguió trabajando en el mismo lugar, en la misma maldita ciudad.

—¿Por qué le pegaron? —insistió ella.

Él se volvió hacia ella y la miró con lucidez, casi con ternura. Ella miró más allá de él, hacia los pedazos de arpillera rasgada y las manchas de humedad del techo. Cuando él se puso encima de ella, el corazón de Eva latió vertiginosamente y los oídos le pitaron. Y mientras Abraham le agarraba los pechos, ella notó el amargo peso de su carne y el hedor a whisky de su aliento y sintió náuseas, pero él apoyó la cabeza y se quedó dormido.

Al anochecer llegaron a Santa Fe. Eva nunca creyó que se sentiría tan feliz al ver las casuchas cubiertas de barro y la mísera plaza de la ciudad. Después de pasar la noche en vela, tenía la garganta seca, por no mencionar una gruesa capa de polvo producto del viaje, de modo que apenas pudo reaccionar cuando Beatrice señaló la tienda de los hermanos Shein y exclamó:

—¿Qué hay allí?

Un hombre joven estaba junto al portal. Abraham bajó del carromato y se acercó al desconocido con cautela, con una pistola en una mano y una lámpara en la otra. Cuando la luz iluminó la cara del joven, Eva vio que estaba maltrecho: tenía la cara y el pecho ensangrentados y un ojo hinchado. Abraham lo ayudó a levantarse y, cuando Eva oyó al pobre hombre murmurar su agradecimiento con voz apagada y desesperada, tardó unos instantes en darse cuenta de que no solo era un desconocido, sino que hablaba en alemán.