LAS LECCIONES

El caballo de Beatrice Spiegelman no se asustó cuando Eva acarició su lustrosa ijada castaña.

—Hola, amigo —lo saludó Eva.

—Le gustas —comentó Beatrice con un tono que reflejaba a la vez entusiasmo y una ligera desaprobación—. Ahora apoya el pie en el estribo —indicó—. Y te advierto que es verdad que los caballos huelen el miedo.

Eva subió a lomos del caballo y enseguida quiso echar a galopar; no dejaría ningún rastro, solo polvo rojo y caliente.

—¿Qué miedo? —preguntó bruscamente antes de esbozar una sonrisa conciliatoria.

Las lecciones de monta tenían lugar todos los días después del desayuno, cuando Eva estaba encantada de salir de la opresiva y polvorienta casa que apestaba a los puros de Abraham y a los frijoles de Chela. Beatrice tenía un don natural para enseñar y, durante todo un mes, estuvo comentando los grandes progresos que realizaba Eva. De modo que, a pesar de que Beatrice esporádicamente insistía en hablar solo en inglés; a pesar de que formulaba preguntas constantemente y su capacidad para escuchar las respuestas era, como mucho, dudosa; y a pesar de que disfrutaba matando moscas con un entusiasmo que rayaba en el fanatismo, Eva disfrutaba enormemente de la nueva actividad. Con el tiempo, llegó a anhelar con vehemencia la posición ventajosa que suponía estar a lomos de un caballo, lo que le hacía sentirse como si nada pudiera con ella, ni siquiera su sentido de la corrección. ¡Qué emocionante era sentir que ella y el caballo podían huir juntos en cualquier momento como dos enamorados!

Cuando Beatrice, a quien empezó a llamar Bea, consideró que estaba preparada, se aventuraron a ir más allá de la periferia de la ciudad. Antes de que Bea se lo sugiriera, a Eva nunca se le había ocurrido realizar tal actividad; no solo porque creía que carecía de la habilidad necesaria, sino también porque le preocupaba demasiado lo que los demás pudieran pensar. A Beatrice, sin embargo, la opinión de los demás no le preocupaba en absoluto y, aun así, en lugar de parecer rebelde, conseguía cambiar patrones. Había algo en Beatrice Spiegelman que, de una forma exasperante, parecía estar por encima de cualquier reproche.

Galoparon atravesando zonas desérticas y matorrales hasta donde el obispo vivía y cultivaba una especie de jardín encantado. Había uvas de esquejes de vides de California, moras, melocotones y rosas trepadoras. Un puente dividía por la mitad un estanque de truchas. Mientras los caballos se refrescaban debajo de un álamo de Virginia enorme, las dos mujeres permanecieron sobre aquel puente encantador como si fueran turistas en Florencia o París y estuvieran contemplando no el Duomo o Notre Dame, sino la modesta casa de adobe del obispo, donde su cocinera, ignorando sus protestas cuando se enteraron de que el obispo no estaba en casa, les preparó un refrigerio.

—¡Qué civilizado es esto! —exclamó Eva mientras contemplaba las densas matas de romero y menta.

Beatrice asintió con la cabeza. Sus pensamientos estaban, obviamente, en otro lugar.

—En general, esto es más civilizado de lo que había imaginado. Me refiero a Norteamérica.

—¡Se diría que estás decepcionada!

Beatrice esbozó una inusual sonrisa avergonzada.

—No me malinterpretes, me alegré de disfrutar de cierto confort después del terrible viaje en diligencia, pero supongo que tenía una… expectativa.

—¿Qué tipo de expectativa?

Beatrice sacudió la cabeza.

—Tengo que aprender a guardarme estas cosas para mí misma.

Eva no dijo nada; miró a lo lejos, a lo que supuso que eran unos pavos reales. Parecían adornos turquesa contra un fondo plateado.

—Mira —continuó Beatrice, como Eva sabía que sucedería—, la cuestión es que procedo de una familia muy adinerada. Espero que no me consideres grosera por contártelo y no sé cómo lo ves tú, pero me molesta la idea de que una joven rica no tenga que aprender a hacer nada. Me molesta que la educación apenas importe y que, sobre todo si es atractiva, se dé por supuesto que no tendrá problemas en encontrar un marido; aunque apenas tenga aptitudes o incluso sea maleducada. Semejante cinismo me resulta odioso. ¿A ti no?

—Por supuesto —respondió Eva con voz afable.

—Es solo que… Solo esperaba sentirme… necesaria, supongo.

—¿Necesaria? ¿Para quién? Has viajado muy, muy lejos para cumplir esa expectativa, ¿no crees?

—No importa —dijo Beatrice.

Eva rio con cierta crueldad.

—¡Ojalá me pareciera más a ti!

—¿Por qué lo dices? No creo que lo digas en serio.

—Vamos, demos un paseo —dijo Eva.

Pasearon por los rastrillados senderos con pasos, ahora rápidos, ahora lentos; a la sombra de los olmos, los arces y los sauces llorones que se inclinaban hacia las orillas llenas de flores del estanque. Bea le señaló los enormes repollos y remolachas, los perales y las pálidas flores que atraían a las abejas.

—El obispo es un hombre que realmente disfruta de los refinamientos —comentó Eva.

—Pero los de él son de una naturaleza más elevada. Fundamentalmente, desea demostrar todo lo que se puede conseguir con muy poco.

—O quizá, simplemente, echa de menos la buena comida y el buen vino.

—Mmm… —Bea tocó una hoja seca y luego la arrancó de su pedúnculo—. Cuando era una niña, en Frankfurt, teníamos una institutriz a la que, aparentemente, todos adorábamos tanto que nuestra madre nunca cuestionó su autoridad. Nos preparaba las comidas más exquisitas: patatas crujientes, cacerolas de chocolate fundido… Todo delicioso. Solo después de que Siegfried, mi hermano pequeño, le comentara a nuestra madre que los pechos de mademoiselle Landau eran pesados como la masa del pan jalá, ella comprendió lo que sucedía cuando la institutriz acostaba al pequeño Siegfried. Cuando despidieron a su querida mademoiselle, Siegfried se negó a comer durante una semana.

Eva apenas pudo contener una carcajada.

—Huelga decir que, después de aquello, solo tuvimos institutrices alemanas —explicó Bea.

—¡Huelga decirlo!

—¿Y tú, Eva Shein? ¿Tuviste una institutriz en Berlín cuando eras pequeña?

Fue como si Beatrice supiera que le pasaba algo y quisiera averiguar de qué se trataba.

—Así es —contestó Eva con calma—. Yo también tuve una institutriz francesa y una casa de verano y creía que nunca dejaría la casa de mis padres y, mucho menos, mi ciudad natal.

—¿Y qué te hizo cambiar de opinión? ¡Oh, no tienes por qué explicármelo! Es lo mismo que me sucedió a mí con Theo. El amor nos vuelve locas. Y ahora estamos aquí.

—Nos vuelve locas —repitió Eva—. ¡Qué razón tienes!

—Lo que no significa que estuvieras loca por venir aquí.

—Desde luego que no.

—No creo que ninguna de nosotras cometiera una locura al venir.

—Lo sé. Sé que no lo crees —corroboró Eva.

Se detuvo, inhaló hondo y aceptó el regalo del aire seco y dulce.

Beatrice parecía esperar que Eva terminara su razonamiento y dijera algo como: «Yo tampoco lo creo.» Pero Eva no tenía nada que decir y se quedó tan quieta que se acordó de la tarde que posó para que Heinrich la retratara; se acordó de la brisa que entraba por la ventana, de la claridad de la luz y de la embriagadora sensación de sentir, por primera vez, que era el centro de todo. «¿Estás atontada? —quiso decirle con voz retadora a su antiguo, joven y simple ser—. ¿Por qué no lo olvidas ya?»

Beatrice se hizo sombra con la mano y contempló sin entrecerrar los ojos el color gris azulado de la sierra Jémez.

—Impresionante —declaró.

Como si aquella vista diera por finalizada la cuestión.

Al anochecer, Eva ya estaba cansada de tanto sol y ejercicio y, como a aquellas alturas, ya sabía que Abe no llegaría a casa a tiempo para la cena, envió a Chela a su casa. En lugar de prepararse la comida, abrió una lata de arenques y se dejó caer en el sofá permitiéndose considerar, aunque solo fuera por un instante y a solas, que nada merecía el esfuerzo de levantarse.

Comió los arenques deprisa y con los dedos; uno detrás de otro, hasta que se manchó la blusa. La brisa que entraba por la pequeña ventana era sorprendentemente fresca y transportaba los sonidos melancólicos del final de otro día: niños que lloraban, hacendados cansados, hermanas que discutían por una u otra cuestión doméstica… Eva se levantó para cerrar la ventana y vio, sorprendida, que Meyer estaba frente a la casa.

—¿Sí? —preguntó Eva mientras abría la puerta.

Odiaba que Meyer la hubiera interrumpido y que su blusa estuviera manchada de aceite, pero se aseguró de no mostrarse grosera. Durante un instante, tuvo miedo, pero no estuvo segura de por qué.

—¡Hola, Meyer, buenas tardes! —saludó—. Abraham no me comentó que vendrías.

—No. —Meyer se acercó a la puerta con el sombrero entre las manos—. Me imagino que no te lo comentó.

—¡Cielos! ¿Le ha ocurrido algo a Abraham? —preguntó Eva con la respiración entrecortada.

Meyer hizo el amago de sacudir la cabeza.

—¿Meyer?

—No, Eva, querida —contestó él como si la conversación no se estuviera desarrollando como él había planeado—. No ha ocurrido nada. Bueno, nada que yo sepa; claro que lo que yo pueda saber sería de muy poca utilidad. Verás… —Miró a un lado y otro del callejón, hasta que ella se dio cuenta de que no lo había invitado a entrar y le hizo una señal para que lo hiciera—. Creo que, últimamente, no estoy al corriente de muchas cosas —dijo reflexivamente. Le dio el abrigo a Eva pero conservó el sombrero—. Verás —repitió con calma—. No sé lo suficiente acerca de mi hermano. Me temo que nunca lo he sabido.

Ella se rio, o intentó reír.

—¡Oh, Meyer! —exclamó en un tono de voz que incluso para sus oídos sonó más apropiado para un escenario—. ¿Quieres un té? —le preguntó.

Él ni siquiera se molestó en responder.

—Pues él te admira. Te respeta. Te admira y te respeta.

Eva se dio cuenta de que se estaba repitiendo, pero también sabía que era verdad.

—¿Ah, sí? —preguntó Meyer con una sonrisa tan leve que solo podía ser cínica.

Notoriamente, evitaba sentarse a pesar de que Eva se lo ofreció varias veces.

—Me pregunto… —empezó él, y ahora fue muy directo, aunque su expresión dejaba poco espacio a los cumplidos—. Me pregunto si él te respeta a ti.

—¿Perdona?

—Eres una mujer encantadora, Eva. Y siempre me ha parecido muy extraño que aceptaras casarte con mi hermano.

—¡Meyer!

—Yo de ti lo vigilaría —sugirió claramente y, aunque todavía estaba en el interior de la casa, se puso el sombrero—. Y, si no te importa…

—¿Sí? —preguntó ella intentando que su voz no sonara asustada, pero estaba demasiado aturdida para conseguirlo.

—Me lo cuentas.

—¿Que te lo cuente?

Él asintió con la cabeza.

—Podrías contarme adónde va.

Se marchó sin despedirse, dejando que sus inquietantes palabras flotaran en el aire.

Ella le sirvió una simple sopa de patata, carne fría y repollo y, del mismo modo que sabía que aquella comida era la que menos le gustaba a él, también supo, por todo el whisky que se tomó además de los tres vasos de vino, que sería una de aquellas noches en las que él necesitaría salir a caminar. No le preguntó nada. Él pareció aliviado. Cuando llevaba menos de cinco minutos lavando los platos, Abraham se puso su elegante abrigo y un sombrero oscuro. Ella se sintió perversamente orgullosa de poder anticipar las acciones de su marido y más sola que antes.

Miró por la ventana, pero lo único que vio fue la oscuridad del callejón y el distante titileo de una farola. Entonces se le ocurrió una idea absurda que era más propia de un juego de niños; el tipo de juego en el que ella nunca había destacado. Sin pensárselo mucho y antes de que él se alejara demasiado, Eva se bebió el resto del whisky de Abraham, se cubrió con un mantón oscuro como si fuera una mexicana y, antes de articular una de las múltiples razones por las que no debía hacerlo, y aunque sin duda Meyer no pretendía que hiciera exactamente aquello, hizo caso de su inadecuada sugerencia y siguió a su marido.

Por la noche, el adobe era extrañamente luminiscente, como si no fuera el sol, sino la luna la que hubiera secado todos aquellos ladrillos de barro; la misma luna brillante que ahora iluminaba a los burros y caballos que dormían en la calle.

Oyó a Abraham antes de verlo. Acariciaba el cuello de una yegua moteada y cantaba una canción acerca del ferrocarril; la misma que cantaba, casi con repetición litúrgica, tanto en el barco de vapor como en los viajes en carreta para combatir las inevitables náuseas. Según Abraham (y se trataba de una cuestión de orgullo importante), él nunca, ni una sola vez desde su Bar Mitzva, había vomitado.

Le dio a la yegua dos fuertes palmadas y siguió caminando más allá de los portales de los que colgaban las ristras de chiles que se estaban secando al aire. Eva lo siguió de cerca. Lo observó mientras deseaba las buenas noches a un hombre viejo y esquelético que iba vestido con un uniforme del ejército de la Unión. El hombre estaba apoyado en su rifle y mascullaba palabras ininteligibles en voz baja. Al menos en el fondo de su atribulada mente, parecía decidido a proteger la plaza. Lo observó mientras se detenía delante de la casa de huéspedes de una viuda de Missouri que, sorprendentemente, solo aceptaba inquilinos con la condición de que, mientras durara su estancia, no cerraran nunca la puerta de la habitación con llave. La viuda estaba sentada debajo de los extremos de las vigas que sobresalían de la fachada de la pensión y estaba tejiendo. Abraham se detuvo y también le dio las buenas noches. Al verlo, la cara de la mujer se iluminó. Mientras Eva se preparaba para sentirse oficialmente celosa, él se dirigió hacia la llamada de una desafinada música de baile y el brillo rosado de unas luces y, como era de esperar, llegó al saloon de doña Cuca, donde entró no solo con seguridad, sino como si supiera que, quisiera lo que quisiese, ella se lo daría gratis.

Abraham no había visto a Eva mientras se escondía detrás de puertas, postes y caballos y tampoco la vio ahora cuando se acercó con audacia al ventanal de la entrada (las cortinas estaban descorridas), desde donde doña Cuca en persona inspeccionaba la estrecha calle. Cuando sus ojos se encontraron, a Eva le sorprendió descubrir que, de cerca, la pelirroja mexicana no era nada guapa y mientras doña Cuca presionaba los dedos contra el cristal como si quisiera tocar el hombro de Eva, esta, extrañamente, sintió lástima por ella.

«Entre.»

Eva juraría que vio a doña Cuca articular esta invitación antes de saludar a Abraham con expresión seria.

Cuando entró en el saloon, lo primero que hizo Abraham no fue pedir una bebida o hacerle guiños a una prostituta, sino entregarle un sobre a doña Cuca. Por la forma en que se lo ofreció y ella lo aceptó, Eva dedujo que contenía una considerable cantidad de dinero. Doña Cuca no solo asintió con la cabeza, sino que también le dio una palmada en la espalda, como si él hubiera hecho algo noble, como si estuviera orgullosa de él.

¿Qué habría alegado Eva si Abraham la hubiera sorprendido escondida entre las sombras? ¿O, inexplicablemente, frente aquel local? Eva nunca lo averiguaría porque Abraham nunca miró atrás, ni una sola vez en todo el trayecto, ni siquiera durante un segundo de curiosidad o recelo. Y mientras doña Cuca le ofrecía una mordaz invitación para que entrara y viera por sí misma lo que hacía su marido, Eva se retiró sin siquiera realizar un gesto con la cabeza; y pasó por delante de la misma viuda de la casa de huéspedes, del hombre ridículo y de los burros y caballos dormidos.

No quería saberlo. No quería saber las cantidades de dinero que apostaba y perdía ni los extremos a los que llegaba al otro lado de las puertas batientes. Al fin y al cabo, ¿qué haría ella cuando lo averiguara? ¿Qué podía hacer? ¿Adónde podía ir aparte de a casa, con Abraham? Y no solo aquella noche, sino siempre. Había tomado una decisión. Había elegido. Se lo diría a Meyer cuando volviera a ver su cara de basset; le diría: «Tienes razón, no sabes lo que hace tu hermano, pero ¿a ti qué te importa?»

Cuando llegó a Burro Alley, se dio cuenta de que no podía entrar en su casa del mismo modo que no podía volver al saloon de doña Cuca. Y, sin pensárselo dos veces, regresó a la entrada del callejón y montó sobre el caballo más feo de Abraham, al que, con una falta total de imaginación, le habían puesto el nombre de Trueno. A medida que la brisa adquiría fuerza y se convertía en viento, Eva supo exactamente a dónde se dirigía. El lomo del caballo era cálido y ancho, y tomaba los giros con tanta naturalidad y rapidez que resultaba difícil no quererlo. Costaba resistirse a su movimiento bruto y decidido. Tuvo que reconocer que, cuando se puso el sol y regresó a la ciudad con Beatrice, sabía que haría exactamente lo que estaba haciendo. Se había ido del jardín del obispo a la hora adecuada, pero no porque quisiera irse todavía.

La noche no era bonita. Aunque la luna brillaba, el cielo estaba nublado, pero no le sorprendió encontrar al obispo en el exterior, junto al estanque. Al verla, él se sobresaltó y, como si el estanque fuera su espejo emocional, de repente la superficie vítrea se agitó, como si hubiera caído una tormenta de granizo.

—Discúlpeme —pidió Eva, y su voz reflejó más pánico del que sentía—. Disculpe que haya venido.

El obispo Lagrande la miró. Desde la elevada posición de Eva, se veía viejo pero no débil.

—Señora Shein —saludó él, y añadió en francés—: No la consideraba una amazona.

—Supongo que se lo contará a mi marido —dijo ella, intentando desmontar con gracia.

Se dio cuenta de que su comentario era desagradable y se disculpó de nuevo.

—Es tarde —comentó él, pero entonces se encogió de hombros, arrancó migas de una hogaza de pan y las echó al estanque.

La superficie del agua volvió a agitarse y Eva se rio demasiado fuerte al darse cuenta de que la agitación no se debía a una comunión espiritual entre el obispo y el agua, sino, simplemente, al pan que él echaba a los peces.

—Tome —dijo él tendiéndole un pedazo de pan—. Para los alevines de trucha. Esas pequeñas criaturas están llenas de vida.

Hizo una demostración no muy agraciada animando a Eva a utilizar todo su peso para lanzar las migas.

Ella arrancó un trocito de pan y lo lanzó al agua. Le sorprendió que aquel simple acto la reconfortara. Cuando sus ojos se ajustaron a la oscuridad, vislumbró los remolinos marrones y verdes que se apiñaban con rapidez cerca de la orilla, donde ellos estaban. Se dio cuenta de que el obispo mascullaba algo y sonreía y tuvo la sensación de que estaba interrumpiendo algo.

—Le proporcionan placer…, los peces. Lo noto —susurró Eva.

—Oh, sí, desde luego que sí. Todo esto… —señaló de forma imprecisa a su alrededor—, en una tierra que llaman árida y yerma…

—Supongo que usted quiere constituir un ejemplo de todo lo que puede hacerse a partir de tan poco, ¿no?

Él volvió a encogerse de hombros y tosió dejando escapar un intenso aroma a uva que se asemejaba bastante a un Borgoña.

—Todos necesitamos comer.

Eva tuvo la clara sensación de que, a pesar de su vehemente deseo de construir la catedral, de hecho, era allí donde el obispo se sentía más cerca de Dios.

—¿No va a preguntarme por qué estoy aquí y cómo es que he salido a caballo de noche?

—Lo que le preguntaré es esto: ¿Ha ocurrido algo?

Ella levantó la mirada hacia la oscuridad, hacia los ciruelos, los melocotoneros y los perales.

—No, todavía no —respondió ella.

—Puede que sea un hombre que cree en los milagros, pero no soy un hombre simple, señora Shein. Mis instintos funcionan muy bien y, normalmente, sospecho lo peor.

—¿La realidad le sorprende agradablemente a menudo?

Él negó con la cabeza y realizó una mueca.

—No.

—Extraña declaración para venir de un hombre de Dios.

—Es posible, pero Dios no nos debe nada. Tenemos que ganarnos su gracia. No hay nada más frustrante que un corazón desagradecido.

Eva se lo imaginó en los días que estuviera de mal humor: su áspera voz sonaría como una puerta que rechina y se contendría justo antes de empezar a quejarse.

—Yo no estoy casado, pero usted sí, querida señora —declaró casi con mojigatería—. Y los casados deben tolerarse mutuamente las peculiaridades.

—Por supuesto —ratificó Eva, que no estaba ni remotamente interesada en la previsible letanía de sus deberes como esposa.

—Si usted estuviera casada digamos que conmigo, vería que, por ejemplo, no soy tan etéreo como uno esperaría.

—Obispo… —lo interrumpió Eva, pero él no le hizo caso.

—Vería que, a pesar de cultivar árboles frutales, no permito que entre ni una manzana en mi casa porque no soporto el ruido que hacen cuando alguien las muerde…

—Por favor —insistió ella—, realmente no veo…

—Usted lo vería; vería que, aunque quiero a estas truchas como a los hijos que nunca tendré, también las corto en filetes con tanta decisión y precisión que incluso la cocinera se maravilla de cómo lo hago.

Eva esperaba que sonriera, pero él no sonreía.

—Todos tenemos defectos, n’est ce pas? Vivir solo, señora Shein, tiene sus ventajas y bendiciones, pero yo diría que no es una situación beneficiosa para alguien como usted.

—¿Alguien como yo?

Le sorprendió darse cuenta de que no estaba a la defensiva. Aquella conversación tan inusual mantenida bajo aquel vasto cielo hacía que los salones de sus codiciosos sueños, salones adornados con telas estampadas, objetos recargados y escupideras forradas de satén resultaran, repentinamente, oscuros y opresivos. Eva notó que, sin saber bien por qué, una sonrisa se dibujaba lentamente en su cara.

—Querida, por favor, vuelva a su casa. —La voz del obispo adquirió un tono mordaz que sorprendió y, curiosamente, excitó a Eva—. No sé qué cree que puedo hacer por usted. Ni siquiera está en confesión.

—¿Es usted mi amigo? —preguntó ella de forma tonta e insinuante, como si la avanzada hora, la vagamente ilícita naturaleza del comentario del obispo y de su aliento con olor a vino le autorizaran a tomarse sus propias libertades.

Al ver que él no respondía, Eva volvió a preguntárselo mientras empezaba a experimentar pánico por lo que había hecho, por salir de su casa de noche. «¿Es usted mi amigo?»

Deseó haber considerado que la extraña sugerencia de Meyer era producto de su paranoia, de unos celos entre hermanos que no tenían nada que ver con ella. Deseó no haber visto la desafiante expresión de doña Cuca ni lo cómodo que se veía Abraham paseando de noche por las calles, como si estuviera soltero y nunca hubiera sentido interés o deseo por ella. También deseó estar bajo las sábanas y mantas de su bonita cama, sin dormir pero con sentido de la corrección.

—Me voy —anunció Eva con un escalofrío—. No sé qué me ha empujado a venir.

Tras dos intentos, montó a Trueno. El animal pateó el suelo levantando unas nubes de polvo que no fueron suficientes para ocultar lo ocurrido.

A Eva no se le ocurrió pensar que Abraham volvería a casa antes que ella, que sería él y no ella quien estaría sentado solo en la oscuridad. Mientras ataba a Trueno al amarradero, en la entrada del callejón, y mientras acariciaba la suave capa de polvo que cubría su flanco y notaba cómo sus enormes pulmones se expandían y contraían con su caliente respiración que olía a heno, Eva no tenía ni idea de que Abraham la estaba esperando.

—¿Dónde estabas? —preguntó él con una autoridad moral inusitada en un borracho—. ¡Maldita sea! —exclamó, y mientras ella se sentía terrible e inmediatamente culpable, él se levantó y apartó la silla de una patada—. ¿De dónde vienes?

—Cada vez que paso por delante de nuestro solar, de la estructura de madera y los montones de piedras, pienso que nuestra nueva casa es una reliquia; como si ya hubiéramos vivido y muerto.

—¿Eres consciente de que un peligroso vagabundo todavía anda suelto por ahí? ¿Eres consciente de que, incluso sin este peligro nunca, nunca debes salir sola por la noche? ¿Me oyes? ¿Me oyes?

—Vamos a necesitar una casa apropiada, Abraham.

Ya se lo había dicho antes, docenas de veces, pero aquella noche sonó diferente. Aquella noche su declaración tenía peso. Eva encendió una cerilla y, justo antes de quemarse, encontró una vela. Quería asegurarse de que él la viera bien cuando le dijera lo único que, de repente, faltaba decir. Él la agarró por la muñeca, pero ella no se inmutó.

—Ha ocurrido —anunció ella—. Justo como te dije que ocurriría.

—¿Qué tontería me estás diciendo?

—Estoy embarazada —confesó ella revelando el secreto que había guardado en lo más hondo de su ser, en un lugar más esencial e insondable que su médula.

Él aflojó la mano con la que la sujetaba y su expresión cambió tan drásticamente y pareció tan sumamente aliviado que, al principio, ella creyó que se trataba de un juego de luces y sombras de la vela.

Eva se había atrevido a guardar su secreto mientras montaba y desmontaba caballos, mientras galopaba y se sumergía en la velocidad y en el viento con una fuerza que necesitaba desesperadamente para evitar la desesperanza.

—¿Desde cuándo? —preguntó él.

Abraham había dejado de mirar el cuerpo de Eva en algún momento durante las últimas semanas; ella lo sabía. Había seguido tocándola, pero solo en mitad de la noche, y hacía tiempo que no se recreaba mirándola. Y ahora Eva se dio cuenta de que él se quedó impactado al ver su vientre, que, realmente, estaba mucho más expandido.

—Desde hace cinco meses. Un poco más —respondió ella cansinamente.

Hasta entonces, ella se había negado a actuar como si fuera verdad, pero en aquel momento se desabrochó el corsé y colocó las manos de Abraham en su vientre, delimitando el tirante y misterioso espacio.

Abraham soltó un sentido grito de alegría, pero este resonó en un tenso silencio.

Eva sabía que él mentiría sobre lo que había hecho aquella noche y ella no tenía suficientes energías para discutir. Ella también mentiría, porque, aunque ya no tenía nada que esconder, se sentía como si lo tuviera.