En Berlín, una vez finalizado el invierno, el inicio de la Pascua judía era la ocasión para vestir nuevos diseños y colores más brillantes. Los hombres llevaban sombreros de copa, las damas trajes elegantes y todo olía a nuevo y fresco. Todos los años, la cocinera enseñaba a las niñas a preparar Mandelbrot y tartas de miel y todos los años ellas lo olvidaban. Una vez, sorprendentemente, su madre les enseñó a teñir huevos duros de un rojo intenso para la fuente del Seder, algo que, a diferencia de los dulces, Eva no olvidó nunca, y de hecho esperaba con ilusión ver cómo el tinte le manchaba inevitablemente los dedos y tardaba días en desaparecer.
Un año, su madre se había marchado antes para ir a tomar los baños y Eva, Henriette y Rahel acompañaron a su padre en el tren a Karlsbad. Allí celebraron el Seder en la suite de un hotel, y su madre, con el cuello envuelto con varias sedas para evitar el siempre temido catarro, se sintió emocionada.
Pero aquello no era Berlín ni tampoco Karlsbad. Aquello era Santa Fe, donde, a pesar de las promesas de Abraham sobre la llegada de un elusivo cargamento procedente de Nueva York, no había ropa nueva y las cocineras hablaban español más deprisa de lo que Eva hubiera creído nunca que pudiera hablarse un idioma; además, insistían en hervir la carne y las verduras hasta matarlas. Aquello era Santa Fe, donde un ladrón había cometido el acto impío de entrar a hurtadillas en la habitación del obispo en Nochebuena y, como nadie había podido capturarlo durante el invierno, Abraham se había ido obsesionando con él y estaba muy preocupado por las idas y venidas de su mujer. Ella consideraba que su actitud era un poco ridícula (¿A aquellas alturas, el ladrón no se habría trasladado ya a otra ciudad? ¿Acaso no estaban rodeados de peligros continuamente?), pero también dulce; desde aquella fatídica Nochebuena, Abraham parecía, más que nunca, genuinamente preocupado por su seguridad.
Celebrarían el Seder en casa de Wolf Spiegelman, donde los suelos de madera, la cocina de hierro forjado y los numerosos retratos sin duda la sumirían en un estado de codicia que no había experimentado desde la última celebración del Yom Kippur. Aquella combinación de religiosidad y envidia le resultaba angustiante. Se sentía culpable y supersticiosa y se prometió que se centraría en la historia del Éxodo. En lugar de comparar condiciones de vida, intentaría escuchar en su cabeza la voz grave de su padre mientras leía en voz alta el relato con una timidez que la sumergía en la historia y, de algún modo, le rompía el corazón.
Era un día claro y fresco, justo en mitad de la primavera. Ella había decidido contribuir a la fuente del Seder de los Spiegelman no solo con un huevo, sino con un montón de ellos. Chela no la ayudaría porque, como ocurría de vez en cuando, ni siquiera había asomado la cabeza por la casa. Los huevos estaban inmersos en una cocción de pieles de cebollas rojas y marrones y Eva los supervisaba cada hora en su primitiva cocina, encantada con el simple proceso de ver cómo las cáscaras iban oscureciéndose desde el color marrón al burdeos. Por la tarde, se tomó un breve descanso y, cuando se despertó, el color de los huevos se parecía al de la tierra de las montañas de color sangre que se elevaban en la distancia. Incluso cuando estaba en el interior de la cocina sin ventanas, sabía el color exacto que tenían las montañas a cada hora del día; había memorizado su naturaleza austera e intangible, el hecho de que estuvieran siempre allí y siempre fuera del alcance.
Las horas transcurrieron, se aproximó la hora de encender las velas y entonces oyó a Abraham, que hablaba bruscamente a los burros mientras los ataba a los postes y, mientras se restregaba inútilmente las manos (sabía que el tinte rojo que tenía debajo de las uñas y que le manchaba las palmas de las manos no desaparecería hasta pasados unos días), no pudo evitar desear que él le contara alguna buena noticia; quizá la milagrosa decisión de reiniciar la construcción de la nueva casa con un equipo recién contratado.
—¡Aquí huele a rayos! —exclamó él en lugar de anunciar lo que ella esperaba. Se sentó en la silla de respaldo alto y se desató los zapatos rápidamente, como si sus pies corrieran el peligro de asfixiarse—. ¿Qué demonios les ha ocurrido a tus manos?
—Los huevos —respondió ella en alemán y con voz mucho más sumisa de lo que pretendía.
Él la miró como hacía a veces, como si ella fuera una indeseable o una princesa y él estuviera intentando decidirlo.
—¿Dónde está Chela?
Eva se encogió de hombros; a aquellas alturas ya estaba acostumbrada a estar ocasionalmente sin criada. No le importaba levantarse por las mañanas y preguntarse si Chela aparecería porque no soportaba la idea de contratar a otra desconocida. Se había acostumbrado a Chela y ella lo sabía, y Eva no podía culparla por aprovecharse de la situación.
—He preparado los huevos yo misma —le respondió—. Son un símbolo perfecto de la primavera.
—Y de la fertilidad —contestó él significativamente—. Eso es lo que nos enseñaron en mi familia.
El corazón de Eva se aceleró con un temor y una excitación que ya le eran familiares. ¡Si él supiera que había visitado a una bruja! Chela la había llevado en secreto a consultar a doña Teresa, quien le había dado unas instrucciones peculiares: «Mantente alejada de los gatos: si te tragas aunque solo sea un pelo de gato, te volverás estéril y/o el niño morirá. Y también de las ranas; mantente alejada de las ranas, porque en realidad son brujas malas muertas. Encuentra a un hombre que se llame Juan y haz que te ate una cinta alrededor del cuello; si es de día, cualquier color servirá, pero si es de noche, la cinta deberá ser roja.» Doña Teresa rompió un huevo en la frente de Eva y le prohibió limpiar la yema que había quedado pegada a su cuero cabelludo como mínimo antes de cinco horas. ¡Si él supiera que le había hecho caso en todo!
—Ven aquí —dijo Abraham.
Ella se imaginó que iba a preguntarle para cuándo podía esperar tener su primer hijo o, como le había preguntado otras veces, qué les ocurría a sus entrañas. Pero cuando se acercó y se quedó de pie frente a él, casi tocando sus largas piernas que, primero, estaban dobladas como una mesa y, después, estiradas, él se acomodó más hacia el fondo de la silla y, en silencio, estiró los brazos para agarrarla.
—Gracias por preparar los huevos —declaró.
Y la sentó en su regazo de un modo que resultó dulce y, en cierto sentido, extraño, como si él fuera otra persona y ella también; alguien que no estaba a punto de preguntarle acerca de su nueva casa. En realidad, a ninguno de los dos le apetecía hablar del futuro y, en aquel momento, entre la luz del día y la de las velas y justo antes de tener que vestirse para el Seder, tampoco tenían por qué hacerlo.
Como Chela no estaba, la casa parecía diferente, y, de pronto, Eva se acordó de aquellas lejanas velas encendidas en la ruta de Santa Fe, cuando él la buscaba mientras Tranquilo estaba cazando. Ella siempre se sorprendía, hasta que dejó de sorprenderse y se dio cuenta de que lo esperaba. Pensó que todo aquello se desvanecería, y esto es lo que ocurrió en aquel momento, mientras él le desabrochaba el corsé con sus grandes y burdos dedos, mientras la llevaba a la cama antes de que fuera la hora de acostarse: ella se desvaneció miembro a miembro hasta que incluso su voz se apagó.
Avanzaron por Burro Alley a la luz del atardecer. Abraham llevaba el cesto con los huevos de color vino y Eva se arrebujó en el chal.
—¿Tienes frío? —preguntó Abraham.
—Enseguida estaré bien —respondió ella ya cerca de la casa de Wolf Spiegelman—. Ya hemos llegado.
—¡No, no! Estoy seguro de habértelo dicho. La celebración es en casa de Theo Spiegelman.
—¡Pero si acaban de llegar del extranjero! Su mujer no puede estar, ya, recibiendo visitas.
Abraham se encogió de hombros.
—Es justo al final de la calle.
—Ya sé dónde viven. Es la casa con el bonito porche delantero. ¡Qué mujer tan afortunada!, ¿no crees? —preguntó con voz tensa—. ¡Llegar después de un viaje horroroso y encontrarse una casa como esa!
No le sorprendió que él no le contestara. Se preguntó cómo sería la recién casada, quien, con la celebración del Seder de aquella noche, no solo hacía su debut en sociedad, sino que, por lo visto, también haría de anfitriona. Theo Spiegelman había realizado un buen matrimonio durante su último viaje a Núremberg. Su mujer era alta, pelirroja y se llamaba Beatrice: esto era lo único que había oído contar Eva. Y en su viaje de novios habían recorrido todo el continente. A Abraham le gustaba contar que Theo había viajado a Europa en busca de esposa porque, al día siguiente de que los Spiegelman colocaran un maniquí en el escaparate de su tienda, The New Mexican no publicó un artículo alabando el nuevo y exótico método de publicidad, sino que anunció en los titulares: «¡Theo por fin consigue novia!»
—Recuerda que tú tienes más experiencia que ella —murmuró Abraham cuando se acercaban a la puerta de Theo Spiegelman—. Puedes transmitirle cierta seguridad.
A través de las ventanas se percibía la luz dorada de las habitaciones y lo único que deseaba Eva era estar en un sitio bonito.
—¿Seguridad? ¿Cómo puedo transmitirle seguridad a alguien que vive en una casa como esta?
—Probablemente, la joven todavía estará asustada y tendrá náuseas por el cambio de comida, agua y clima. Por no hablar de los rumores acerca del vagabundo que todavía anda suelto por ahí… Podrías facilitarle su proceso de adaptación.
—¿Por qué te preocupas tanto por la mujer de Theo? ¿Acaso perdiste una apuesta en casa de Spiegelman?
Eva estaba bromeando, o al menos eso pretendía, pero Abraham no se rio. Ni siquiera sonrió.
Cuando Beatrice apareció en la puerta, resultó evidente que no necesitaba que le transmitieran seguridad, porque Eva se dio cuenta (del modo que solo una mujer puede darse cuenta) de que ya había asimilado todo lo que significaba el Oeste. Lo percibió en cómo iba peinada (¡y no llevaba ni dos semanas en la ciudad!), con el cabello suelto, sobre los hombros; y también en su forma de moverse, con absoluta soltura. El salón estaba animado. Eva vislumbró a los colegas de Abraham y a sus esposas: Hannah, la tímida mujer de Wolf, que procedía de Westfalia; Alma Lucia, la mujer de Meyer y sus hijos (tres niños que solo hablaban entre ellos y únicamente en español); y Fanny Sheinker, también de Westfalia, que solo hablaba del tiempo. Eva también vio a dos perros salchicha que iban pegados a las faldas de Beatrice y que ladraban de una forma insufrible, hasta que ella les dio una brusca orden en alemán. Esto a Eva le pareció prometedor, pero entonces Beatrice cambió repentinamente al inglés y exclamó:
—¡He oído hablar mucho de vosotros! —Y abrazó a Eva y después a Abraham como si hubieran pasado todas las Pascuas juntos y aquella solo fuera una más—. Por favor, entrad —añadió—. Os estamos esperando.
—¡Oh! ¿Llegamos tarde? —preguntó Eva en alemán.
—No, claro que no —respondió Beatrice en inglés, manteniéndose firme, pero entonces, como si supiera que se estaba mostrando terca, transigió y continuó en alemán—: Los hombres siempre quieren empezar lo antes posible para recitar el Kiddush y poder empezar a beber.
—¡En Pascua, beber en exceso es un mitzva! —exclamó Abraham a pleno pulmón mientras entraba en la sala y estrechaba la mano a Theo y Wolf.
—Yo no estoy segura de la exactitud de esa interpretación —le dijo Eva a Beatrice, quien esbozó una amplia sonrisa y dio sendas palmaditas a los perros antes de acompañar a Eva al interior de la sala.
»¿Los habéis traído con vosotros? —preguntó Eva con incredulidad, fijándose en sus pequeños y puntiagudos hocicos y en sus ojos redondos y negros como el carbón.
—Los hemos traído desde Alemania. ¿Te lo imaginas? ¡Mis pequeños guerreros! —susurró con voz de mimo—. ¡Y a ti también, Schwefel! —gritó dirigiéndose a un pájaro amarillo que estaba en una jaula de bambú—. A ti también te hemos traído con nosotros, aunque solo sea desde las calles de Nueva York.
Eva oyó el ruido que hacían las cocineras en la cocina (¿cómo había conseguido Beatrice tener personal de servicio tan pronto?) y, cuando percibió el olor a salvia y a carne que llegaba a la sala, tuvo miedo de sentirse repentinamente mal.
—No fue nada práctico, pero, ¡pobre Theo!, insistí —continuó Beatrice.
—Tu casa es preciosa —dijo Eva, y confió en que su comentario no hubiera sonado tan resignado como temía.
—¡Vaya, gracias! Theo la preparó de maravilla, aunque, en mi opinión, es excesiva. Yo prefiero un estilo más sencillo.
—¿Ah, sí?
Eva observó los pulidos suelos y las vidrieras de colores. Se fijó en que la luz del crepúsculo se filtraba por los cristales que tenían tonalidades similares a las de las joyas y otorgaba a la sala una sofisticación sutil.
—Sí, desde luego. Me encanta el adobe nativo. Si dependiera de mí, yo, indudablemente, habría construido la casa con adobe. Dicen que mantiene la casa fresca en verano y cálida en invierno. Me gustan las casas prácticas, ¿sabes a qué me refiero? Apuesto a que tu casa es de adobe. ¡Apuesto a que tu marido insistió en que lo fuera!
El pájaro amarillo graznó como si estuviera de acuerdo con su dueña.
—En realidad, estamos construyendo una casa nueva al estilo europeo; de ladrillo y madera. Las obras están en marcha.
—Claro que mi naturaleza práctica desaparece cuando se trata de los animales. ¡Me encantan los animales! Lo reconozco. Si vamos a ser amigas, deberías saberlo. Dentro de poco, en esta preciosa casa habrá más pájaros además de gatos y lagartos. Si viviera en África, sin duda tendría un montón de monos.
—A veces, esto parece África —comentó Eva mientras contemplaba cómo Abraham levantaba a sus sobrinos por los aires.
Curiosamente, a no ser que se lo imaginara, Meyer parecía evitar intencionadamente estrechar la mano de Abraham.
—¡Oh! ¿Habéis estado en África? —preguntó Beatrice.
Eva ni siquiera pudo reírse.
—No, no hemos estado en África —contestó—. Hablaba simbólicamente.
—¡Oh, me temo que yo soy muy literal! ¿Te gustaría ir?
—¿Adónde?
—A África.
—No especialmente —repuso Eva—. Aquí están los huevos para la fuente del Seder —anunció, tendiéndole la cesta.
—¡Perfecto! —exclamó Beatrice mientras tomaba la cesta—. Estás llena de símbolos, ¿no? Según tengo entendido, los huevos simbolizan la primavera.
—Y la fertilidad —murmuró Eva.
—Hoy he recibido otro regalo simbólico. El obispo me ha regalado un arbolito de su jardín. Ya conoces su jardín.
—¿El obispo?
—Sí, me ha regalado un naranjo para que mi matrimonio sea dulce. ¿No te parece acertado? No sé si lo has visto al llegar.
—Desde luego —consiguió decir Eva—, ¡qué amable!
—A que sí. Incluso lo plantó él mismo. —Beatrice era la imagen misma de la salud. Nunca suspiraba—. ¡Todo el mundo ha sido tan amable! —exclamó como si no estuviera sorprendida, sino, simplemente encantada, como si todo hubiera sido idea suya—. Con Wolf y Hannah ya me siento en familia y también con los Sheinker y los Isinfeld y, bueno, ¿no es obvio lo buena persona que es tu marido? ¡Qué hombre tan, tan encantador!
Aquella mujer era, probablemente, la persona más optimista que había conocido nunca, pensó Eva. De todos modos, tuvo la sensación de que Beatrice se estaba refiriendo a algo concreto y no solo al modo en que Abraham estaba de pie en un rincón, obviamente impaciente por sentarse.
—Perdona, pero ¿qué has oído contar de mi marido?
—¡Bueno, solo que es un ejemplo fantástico para la comunidad! ¡Donar cinco mil dólares para la construcción de la catedral! ¡Es maravilloso! Y, por supuesto, todos los demás no tuvieron más remedio que hacer donaciones ellos también. Habrían quedado muy mal permitiendo que tu marido fuera el único filántropo. ¡Y ya sabes lo arrogantes que son nuestros hombres! Debes de sentirte muy orgullosa de él.
Repentinamente, Eva sintió claustrofobia, como si sus órganos se estuvieran apretujando unos contra otros con apremio, impidiéndole respirar el aire súbitamente viciado, impregnado de olores culinarios, perfumes variados y trazos de los puros de los hombres. Miró a Abraham hasta que consiguió llamar su atención y deseó que él fuera consciente de lo que Beatrice acababa de contarle.
—¡Oh, me siento muy orgullosa! —exclamó con vehemencia mientras tocaba las cicatrices de sus manos, algunas antiguas y otras recientes, causadas por cocinar directamente sobre las llamas—. No te lo puedes imaginar.
—Por favor, amigos —anunció Theo Spiegelman, quien siempre parecería un niño, sin importar lo grande que fuera su casa o lo competente que fuera su reciente esposa—, vayamos a la mesa.
La mesa estaba puesta con mantelería blanca y resplandeciente, buena cubertería de plata de la familia y cristalería que destellaba a la luz de las velas. Eva no pudo evitar imaginarse el viaje tan peligroso al que habían sobrevivido aquellos delicados objetos no solo para adornar aquella mesa, sino también para mantener viva una cultura. No creía que pudiera volver a ver un objeto bonito sin imaginar el viaje que había realizado y el hecho de que las personas que habían viajado con él debieron de hacerlo lívidas de miedo o retorciéndose por la monotonía de una dieta de alubias (si eran lo bastante afortunadas para tener alubias) o de hambre.
Al poner la mesa de aquella manera y al reunirse, todos los que estaban en la habitación prometían a los que habían dejado al otro lado del océano que todavía estaban íntimamente unidos a ellos. Eva se sintió momentáneamente sobrecogida por la pura belleza de la escena y por las distancias que todos los presentes habían recorrido para, después de llegar al otro lado del mundo, seguir con sus tradiciones; tradiciones en las que ella, sinceramente, nunca había reflexionado demasiado.
Entonces Theo Spiegelman recitó el Kiddush y Wolf murmuró una bendición para que las crujientes tortillas pudieran ser utilizadas en sustitución del matzá y, conforme la historia de Moisés se desarrollaba, el corazón de Eva no estaba con su gente vagando por el desierto (una escena que ahora tenía para ella un significado mucho más profundo), sino vuelto hacia dentro y exasperado, y aquel Seder se unió a los otros Seder formando parte de su cada vez más borroso pasado.
Abraham no tenía derecho a regalar dinero cuando ella tenía que suplicarle para poder tener una casa nueva o, como mínimo, una cocina.
No soportaba imaginarse qué estarían haciendo su padre y su madre durante aquella fiesta y enseguida le invadió la rabia al imaginárselos solos en su casa o en la suite de un hotel en Karlsbad, adonde su padre habría llevado a Rahel o a quienquiera que fuera ahora su cocinera. O quizás estarían en casa de los devotos familiares de su padre, casa que habían frecuentado muy poco y en la que su madre nunca había accedido a poner el pie. También intentó, aunque sin éxito, imaginarse al tío Alfred, con su mujer y sus hijos, a quienes nunca conocería. ¿Celebrarían el Seder en París? No se imaginaba su vida en absoluto y esto le dolía; solo concebía lo superficial: luces amarillas en el bulevar, Alfred escribiendo borradores de discursos y hablando hasta altas horas de la noche con hombres barbudos como él.
Mientras sumergía su dedo rosado en el vino y después lo sacudía para que cayeran gotas en la fuente blanca y limpia, Eva recitó de forma automática las diez plagas mortales utilizando, inconscientemente, las correspondientes palabras en hebreo.
—Diez gotas para las diez plagas —recitó Theo Spiegelman con voz grave y seria—. El vino es símbolo de alegría y libertad…
—Amén —gritó el señor Isinfeld, y Eva se sintió aliviada de que no fuera Abraham quien lo hubiera gritado.
—Y, por lo tanto, disminuir el vino gota a gota simboliza disminuir la alegría y la libertad. Dios no quería matar a los egipcios y le dolió hacerlo…
Theo Spiegelman carraspeó y continuó, sincero y sumamente serio, y aquella afligida sinceridad le hizo sentir a Eva que podría amarlo o, lo que era lo mismo, que podría amar a cualquiera que fuera, sencillamente, quien declarara ser, aunque solo fuera eso.
Eva tomó la sopa de pollo y disfrutó viendo la forma en que los niños contemplaban la copa Kiddush que habían reservado para el profeta Elías, quien, como explicó Meyer en voz baja, nunca murió, sino que subió al cielo en un carro envuelto en llamas. Eva apenas pudo mirar a Abraham, pero participó en la velada; recibió al fantasma del profeta Elías y vio que los niños chillaban de placer mientras Wolf Spiegelman sacudía disimuladamente la mesa e insistía en que el vino de la copa estaba disminuyendo, que el fantasma de Elías había acudido de verdad y que estaba realmente sediento. Eva no oyó la alegría en las voces de los niños mientras miraban fijamente la copa Kiddush ni olió el vino dulce, pero vio al profeta Elías. No dejó de verlo envuelto en llamas y se preguntó por qué, hasta entonces, aquella imagen le había parecido gloriosa en vez de francamente aterradora.
Por la forma en que Abraham se enfrascó en una discusión con Theo Spiegelman cuando terminaron de cantar las canciones, estaba claro que sabía que ella estaba enfadada. Después de comer más cantidad de la que le correspondía del denso pudin de Pascua de Beatrice Spiegelman, después de masticar sin comedimiento el dulce y pegajoso pastel y de volcar una copa de vino tras otra, Abraham le preguntó a Theo con descaro si había traído algo más fuerte de su reciente viaje por Europa. Theo, aunque hacía años que conocía a Abraham, todavía parecía incapaz de decidir si Abraham era simplemente agresivo y grosero o, en realidad, el hombre más carismático que uno pudiera llegar a conocer. Lo siguiente que vio Eva desde su asiento en la sala junto a Hannah y Beatrice, quien no dejaba de hablar con suficiencia de las diferencias entre navajos y apaches, fue que Theo abría una botella.
En varias ocasiones, deseó sugerirle a Abraham que se marcharan, pero no tuvo el valor de acercarse a él mientras estaba en medio de una conversación. Sabía que defendería su empeño en tomar otra copa con el encanto que le caracterizaba cuando tenía público y le incomodaba la posibilidad de dar un espectáculo. Así que, como había temido, fueron los últimos en irse.
Fuera, la noche era asombrosamente clara. Eva disfrutó del aire y de la infinita inmensidad azul oscuro que, como Abraham le dijo tiempo atrás, era diferente de los cielos alemanes. Abraham arrastraba los pies y, cuando intentó tomarla del brazo, ella se envolvió con el chal de tal modo que él no encontró dónde agarrarse.
—¿Está usted enfadada, preciosa dama?
Ella no respondió porque sabía que, si lo hacía, uno de ellos levantaría la voz y, aunque la mayoría de las casas estaban construidas de espaldas a la calle debido al aprecio que los mexicanos sentían por la intimidad, sabía que, de todas formas, algunos vecinos los oirían y aunque solo uno de ellos lo hiciera, daría lugar a un sinfín de habladurías.
—¿Estás triste?
Esta vez, Abraham se lo preguntó con el acento de un pistolero, con la intención de hacer el payaso mientras el vino y los licores todavía lo mantenían eufórico.
—Vayamos a casa —replicó ella en voz baja.
—A estas alturas ya deberías saber que no me gusta nada que me ignoren.
—Pues mi pregunta todavía te gustará menos. —Ya estaban cerca de su casa, pero, de repente, Eva sintió que su muro de silencio se derrumbaba y levantó la voz—: ¡Podrías, simplemente, haberle prestado el dinero!
Abraham agitó una mano delante de su cara, como si tuviera enfrente una nube de insectos.
—¿De qué me estás hablando?
—Del regalo que le has hecho al obispo. El regalo que Beatrice Spiegelman considera que constituye un gran acto de civismo.
—¡Calla! —gritó él, y, al doblar la esquina, se tropezaron con el familiar olor a estiércol fresco de burro que ahogaba cualquier tipo de respuesta.
Ella se contuvo hasta que entraron en la casa, donde encendió velas mientras él se quitaba el abrigo y, enfadado, se ponía a caminar de un lado a otro.
—Esta noche me has avergonzado —le reprochó él como si fuera un puritano.
—¿Que yo te he avergonzado? ¡Tú te has bebido todo su licor! Has bebido más de lo que ellos te ofrecían.
—¡Se trataba de una fiesta!
—Quiero saber algo —pidió ella, dejándose caer en la silla de respaldo alto—. Olvida que vivimos aquí, en este horrible lugar, y que yo cocino directamente sobre las llamas…
—Esto no es cocinar directamente sobre las llamas. Te agradecería que no exageraras. Cocinar en el desierto: eso es cocinar directamente sobre las llamas. Lo que tenemos aquí es una especie de cocina…
—Olvídate de eso. Si, misteriosamente, tenías dinero, ¿por qué no, simplemente, se lo prestaste?
Abraham se quitó un zapato de una patada y este arrancó un triángulo de cal de la pared.
—No he venido a Norteamérica para convertirme en un prestamista —refunfuñó él—. Eso podría haberlo hecho en Alemania; y también en Francia. Re…, respeto… —balbuceó—. Respeto —repitió con más calma.
Ella percibió su mirada desenfocada y susurró:
—Sé que el respeto es importante, créeme.
—Darle aquel dinero al obispo y ganar ese tipo de respeto es invertir en nuestro futuro. La casa ya llegará. Tienes que aprender a ser más paciente o nos volverás locos a los dos.
Ella empezó a quitarse las horquillas de hueso y su cabello cayó en pesados mechones, como si no le perteneciera.
—Tengo algo que decirte —soltó él bruscamente—. Quería anunciarlo después de la cena, pero mi hermano, el Prudente, no me lo ha permitido.
A pesar de que parecía sumamente entusiasmado, Eva cruzó los brazos preparándose para lo peor.
—¿Y bien? —preguntó él alegremente—. ¿Quieres saber de qué se trata?
Ella asintió con la cabeza. Se dio cuenta de que Abraham estaba borracho; más borracho de lo que ella pensaba.
—He conseguido un contrato para la compañía, un contrato bueno y sólido en las montañas.
Ella esbozó una sonrisa forzada.
—Mi hermano está muy contento —explicó él—. Y yo esperaba que tú también lo estuvieras.
—Desde luego —afirmó ella—. Desde luego que estoy contenta.
Se contuvo y no le preguntó qué implicaría exactamente aquel contrato.
—¿Entonces por qué sigo teniendo la impresión de que desconfías de mí? —preguntó él con la impaciencia de un niño.
—Perdona —empezó ella—, pero si Meyer está tan contento, ¿por qué parecía evitarte esta noche? ¿Por qué no nos han invitado a cenar últimamente?
—No sé a qué te refieres. Todo va bien.
—Pues a mí no me lo parece.
—¡No te lo parece! —rio él—. ¡Eres tan dramática! Si tuvieras un bebé al que cuidar, si tuvieras responsabilidades, no te preocuparías constantemente por nada.
—¡Sí! —gritó ella de repente—. Lo sé. Lo sé. Lo sé. Lo sé.
Él la agarró firmemente por los hombros, como si pudiera hacerla callar solo con tocarla.