DINERO EN EFECTIVO

No había bancos. Aunque los mercaderes adinerados tenían cajas fuertes que eran utilizadas por los representantes de los indios para guardar sustanciosas cantidades, se trataba de una economía con escaso dinero en efectivo, con un saldo comercial negativo. Meyer Shein había instalado una caja fuerte en la habitación trasera de la tienda durante la Guerra Civil, mientras (como su hermano pequeño puntualizaba a la menor oportunidad) Abraham estaba luchando por su nuevo país. Pero ni siquiera aquella caja era lo bastante grande para guardar todos los objetos de plata que les dieron para que los protegieran. Meyer improvisó discretamente y guardó la plata nada más y nada menos que en unos cajones de embalaje que antes contenían hachas. Cuando la guerra terminó y uno de los cajones desapareció, Meyer consideró a Abraham el principal sospechoso y, por mucho que Abraham proclamara su inocencia, Meyer nunca estuvo totalmente convencido de que no fuera el culpable. Además, sus sospechas se vieron intensificadas cuando percibió la creciente atracción que experimentaba Abraham por el juego.

Por encima de todo, Meyer temía la corrupción y la traición, pero no así Abraham, porque él las aceptaba; creía que era lógico esperarlas. Él solo confiaba en su instinto y le daba a Meyer inspiradas charlas en las que detallaba las razones por las que debía confiar en él; porque solo Meyer tenía la llave de la caja fuerte. Pero a pesar de sus peroratas, que abarcaban desde el arrepentimiento a la furia, Meyer nunca accedió a darle una copia de la llave a menos que pagara sus deudas crónicas (deudas de las que Meyer, de hecho, desconocía su magnitud). El hecho de no poseer una copia de la llave de la caja fuerte fue la razón de que Abraham no insistiera en guardar allí las joyas de Eva. Seguro que en la caja fuerte habrían estado más seguras, pero Abraham no soportaba la idea de no tener acceso a ellas siempre que quisiera. Le gustaba contemplar los collares de zafiros y diamantes, el anillo de rubíes y el broche de esmeraldas; le gustaba tocarlos y volver a cerrar el joyero, convencido de que no estaba tan desesperado.

Meyer no podía saber con certeza cuánto debía Abe a otras personas, pero si la deuda que había acumulado con la compañía podía considerarse ilustrativa del total, era poco probable que le diera nunca nada a Abraham por voluntad propia, y mucho menos una copia de aquella llave. Incluso en los momentos en los que la deuda no llegaba a ser escandalosa, si Meyer lo veía entrar en el saloon de doña Cuca u oía que había hecho una apuesta arriesgada en casa de Spiegelman, lo reprendía y, a menudo, dejaba de hablarle durante días.

A pesar de todo, eran hermanos.

Y Meyer era tímido.

Durante su infancia, los niños que no eran judíos se burlaban de él sin piedad e incluso le pegaban a diario. Su hermano menor puso fin a aquellos abusos y Meyer siempre se había sentido en deuda y también resentido con él por aquellos recuerdos. Tuvo que pasar mucho tiempo, durante su vida en Norteamérica, para que finalmente capitulara y, aunque con reticencia, invitara a su hermano a su casa, pues, obviamente, ansiaba su compañía.

Se dirigieron al poblado indio para comerciar. Nunca hablaron de las razones por las que cada uno de ellos valoraba aquellas visitas incluso hasta llegar al punto del sentimentalismo. Aunque a los dos los educaron en la convicción de que estar rodeados de cosas bellas elevaba el espíritu, solo uno lo creía realmente. Pero en aquel caso esto no importaba, porque si Meyer se sentía afín al afán coleccionista de sus padres y al hecho de que el salón de su casa en Berlín estuviera abarrotado de objetos curiosos, Abraham, aunque no sentía aquella afinidad, albergaba un creciente interés por los indios. Su interés rayaba en la fascinación, y esta podía convertirse rápidamente en odio si los indios mataban a alguien en la ruta de las caravanas, lo que constituía una hipocresía de pasiones que él se negaba a considerar como tal.

De modo que los hermanos compartían el mismo entusiasmo por llenar la tienda con cerámica y curiosidades indias. El valor intrínseco de aquellos objetos era una de las pocas cosas en las que los dos hermanos estaban de acuerdo. Cuando aquellos artículos no se convertían rápidamente en ganancias, ninguno de ellos lo mencionaba. Abraham simplemente cambiaba el contenido de los expositores y, utilizando sus dotes de convicción, guiaba a los comerciantes franceses y yanquis en la dirección adecuada.

La comunicación entre los hermanos Shein nunca era mejor que cuando acababan de comprar artículos en el poblado. A la vuelta, Abraham olía a humo de hojas y vestía pieles y abalorios mientras que Meyer, complacido con las adquisiciones, esbozaba una tranquila sonrisa.

Uno de aquellos días, poco después de Navidad, conducían una carreta llena de cerámica sentados uno junto al otro para protegerse del frío invernal. Como la mayoría de las conversaciones del momento, también la de ellos se centró en el vagabundo que había estado a punto de matar al obispo. Abraham en particular tenía mucho que decir. Insistió en que la plaza debía estar más iluminada y en que los hombres de honor deberían montar un servicio de vigilancia alrededor de las dependencias de las hermanas. Meyer no pudo evitar sonreír levemente.

—¿Qué te resulta tan divertido? —quiso saber Abraham.

—¿Y tú piensas participar en ese servicio de vigilancia?

—Sé que, en tu opinión, soy demasiado sentimental en todo lo relacionado con el obispo, pero te recuerdo, Meyer, que me salvó la vida, así que haré todo lo que él considere necesario.

—La verdad es que no comprendo por qué el vagabundo no le robó nada. Los anillos de Lagrande debían de estar allí, en su habitación. Tienes que admitir que no tiene mucho sentido.

—¡Y te sorprende que yo esté preocupado! Asesinato, Meyer, asesinato; esta es mi principal preocupación. Lo mismo que dijo el periódico. O quizás el vagabundo sintió pánico antes de coger nada. ¡Santo Dios, Meyer! ¿Y aquel dinero que dijiste que no sabías dónde estaba? Justo el otro día. Dijiste que no se trataba de una gran cantidad, pero que no lo encontrabas. ¿De dónde dijiste que había desaparecido?

—No lo dije.

—Pues no te sorprenda que el responsable sea el mismo vagabundo.

—Es posible —respondió Meyer—. ¡Quién sabe!

—No comprendo que te preocupes tanto por lo que podría pasar en cualquier situación y que cuando un peligro real está cerca, te resistas a creértelo. ¿Puedes explicármelo?

Incluso mientras despotricaba, Abraham no pudo evitar darse cuenta de que el anochecer era de un deslumbrante color plata; el crepúsculo lo inquietaba y le daba sed. Sintió un dolor agudo y se dio cuenta de que se trataba del sentimiento de culpabilidad. El mismo dolor le atenazaba y desaparecía cuando entraba y salía de su casa o del establecimiento de doña Cuca que, últimamente, ya no constituía un refugio para él, sino una medida del tiempo que le quedaba antes de que doña Cuca, no solo le retirara el crédito, sino que ordenara que se encargaran de él. Lo que necesitaba, por encima de todo, era conseguir el dinero necesario para cancelar su deuda con ella. Sabía que no le quedaba mucho tiempo. Agarró con más fuerza las riendas y miró hacia delante, hacia donde la ciudad empezaba a emerger del paisaje como un escarpado alivio.

—A nuestra madre le encantaban los cielos bonitos —comentó Abraham.

Meyer asintió con la cabeza.

—Nunca permitía que alguien discutiera durante una puesta de sol. Le producía ansiedad —recordó Meyer—. ¡Mierda! —exclamó—. ¿Crees que, si no nos hubiéramos ido, todavía estaría con vida?

Abraham miró a su hermano, quien estaba colorado, sudoroso y, literalmente, se retorcía las manos. ¡Nunca dejaba de sorprenderlo lo bien que se desenvolvía en el mundo!

—¡No seas ridículo! —replicó Abraham—. «Nunca seremos libres a menos que creemos nuestra propia sociedad.» ¿Has olvidado todos tus discursos? ¿Podríamos haber sido libres en cualquier rincón podrido de Europa? Tú creaste una pequeña fortuna, Meyer. Podrías haber puesto pies en polvorosa, regresar a casa y encontrar una esposa alemana, pero, en lugar de eso, me mandaste llamar y te uniste a una nativa. ¿Y ahora te preguntas si deberíamos estar aquí?

Meyer sonrió cansinamente. Abraham sabía que era en respuesta a sus coloquialismos norteamericanos. Su hermano y su silenciosa mujer española sin duda se partían de risa a sus expensas.

—Discúlpame —pidió Meyer—, estoy siendo autocompasivo.

—Tú eres la persona menos autocompasiva que conozco —replicó Abraham enseguida y sorprendido de la pasión que puso en su respuesta—. Mira, la verdad es que ella murió sola —admitió.

El cielo plateado volvió a adquirir un tono impreciso; el humo se elevaba en la distancia. Los indios consideraban que el crepúsculo era el mejor momento para atacar y, después de todas las travesías que había hecho por la ruta de las caravanas, se ponía nervioso cuando el sol empezaba a ocultarse detrás de las montañas y casi desaparecía por completo.

—¿Sabías que cuando uno de los miembros de la tribu de los Ute muere trasladan todo el campamento? De algún modo, parece una buena idea, ¿no crees?

—Supongo que sí —reconoció Meyer—. Sin embargo, sería un momento muy ajetreado para trasladarse, ¿no?

—Los Acoma consideran que un enfermo ha muerto cuando ya no tiene esperanzas de seguir viviendo. Para los indios la muerte se traduce en no tener corazón.

—¿En no tener pulso o en no tener voluntad?

—No lo sé. Solo espero que nuestra madre no estuviera muerta mucho antes de morir.

Abraham notó que su hermano lo observaba de una forma extraña y dejó de cavilar sobre aquella cuestión. No le contó que, un día, durante la última primavera, cuando había ido a visitar al obispo, el jefe indio apareció para decirle que su hijo, Pluma Amarilla, había muerto.

—¿Debo echarlo fuera como a un perro? Porque los hombres blancos nos llaman perros. ¿O lo enterrará usted? —preguntó el jefe.

Luego hizo el gesto de verter agua para que el obispo supiera que su hijo estaba bautizado. Abraham no le contó a Meyer que acompañó al obispo al poblado para recoger el cadáver ni que el viento soplaba de todas las direcciones en un réquiem natural y sobrecogedor. Y tampoco le contó que, cuando vieron al hijo del jefe, el joven estaba enfermo, pero vivo y en pie, aunque era su padre quien lo mantenía erguido.

—¿No me habías dicho que tu hijo había muerto? —le preguntó el obispo comprensiblemente confuso.

—Pero, obispo, realmente está muerto. Véalo —dijo el jefe, señalando con la cabeza los ojos de mirada vacía de su hijo—. Mi hijo ya no tiene corazón.

Siguieron avanzando y, cuando ya estaban cerca de la ciudad, Abraham se imaginó la cara de Eva cuando él cruzara la puerta sin tener una respuesta a su eterna pregunta sobre cuándo estaría terminada la nueva casa.

—Escúchame, Meyer —declaró tirando con nerviosismo de las riendas—. Spiegelman lleva realizando emisiones de acciones liberadas desde antes de la guerra y he pensado que podríamos hacer lo mismo. ¿Te las imaginas? ¡Acciones Shein! ¡Tan buenas como el oro! —declaró, intentando convencerlo—. Además, escúchame…, con ese maníaco corriendo por la ciudad…

Meyer sacudió lentamente la cabeza sin siquiera molestarse en mirarlo.

—Creo que no, Abraham —contestó casi en un susurro.

Unas serpientes de cascabel subían serpenteando la ladera empinada y pedregosa de una colina y unos cuervos negros seguían su rastro desde lo alto. Los cuervos no solo seguían a las serpientes y los hombres, sino a todo ser viviente: pájaros agresivos que planeaban de un lado a otro en silencioso rastreo y que, en aquellos momentos, contrastaban con un cielo que se iba oscureciendo. Todo estaba demasiado callado. Abraham ansió oír disparos, coyotes aullando…, alguna prueba sonora de vida.

Meyer había rechazado su propuesta tan deprisa que la principal reacción de Abraham no fue de enfado o resentimiento, sino de vergüenza. Nunca le pareció tan patente lo que Meyer suponía: que, en el fondo, Abraham no era mejor que un delincuente cualquiera, y que, si se ponían en circulación acciones de los Shein, tarde o temprano caería en la tentación de disponer de aquel capital (algo que sin duda ya había hecho), y que, como un conductor de tren enloquecido por el opio, haría descarrilar la compañía que Meyer había levantado en el abismo sin fondo de la bancarrota.

—¿Qué puedo hacer, Meyer?

Meyer no lo miró.

—Puedes agasajar a la gente —respondió.

—¿Agasajar a la gente? —preguntó Abraham con amargura.

—Necesitamos efectivo, Abe. ¿Lo comprendes? Necesitamos invertir mucho dinero en un banco de Nueva York. Es la única forma de obtener intereses. Y los militares pagan en efectivo, no con maíz o las malditas ovejas. De modo que puedes agasajar a nuestros contactos en Fort Marcy y conseguirnos un contrato con los militares.

—¿Y si no lo consigo?

—Si no lo consigues, me temo que tendré que cambiar el nombre del negocio y volver a llamarlo Meyer Shein y nada más —dijo con una sonrisa apenas contenida—. Sin siquiera ponerle un miserable «y hermano» como coletilla.

Había oscurecido y, cuando entraron en la plaza, Abraham olió a nieve. Los empleados salieron corriendo de la tienda para atender a los burros y ayudar a los hermanos a descargar las mercancías. Cuando bajaron de la carreta, Abraham recuperó las agallas.

—Déjame dejar algo claro: sé que no emitirás acciones, simplemente, porque tienes miedo de que te robe. Pues bien, Meyer, los dos estamos de acuerdo en que eres listo como un zorro, pero esta decisión es desastrosa.

—No creo que lo comprendas —masculló su hermano mayor, entrecerrando los ojos debido a la nieve que había empezado a caer—. Tú no tienes derecho a opinar sobre mis decisiones. Perdiste ese derecho hace mucho tiempo.

Cogió un cajón lleno de artículos y entró en la tienda.

Abe lo siguió hasta el almacén trasero, donde guardaban una gran variedad de artículos cubiertos por una gruesa capa de polvo. Tenían que ordenar las mercancías.

—Ahora, escúchame, Meyer —declaró Abraham después de propinarle una patada a una caja vacía que tenía junto a los pies—. ¿Cuánto respeto hemos conseguido desde que le presté aquel dinero al obispo? ¿Acaso no te tratan mejor los católicos cuando acompañas a tu mujer y a tus hijos a la iglesia?

—¡Mis hijos son judíos! —explotó Meyer aunque, de algún modo, consiguió mantener la voz baja—. Te lo he repetido una y mil veces. A ella le gusta que vayamos todos juntos a la iglesia de vez en cuando, pero… ¡Maldita sea, Abe!

—Meyer —intervino Abraham—, ella no es judía, de modo que tus hijos no son realmente judíos. En realidad, no.

Lo dijo como si, sencilla y amablemente, se lo estuviera recordando, pero, en realidad, era su única carta ganadora. Aunque él creía que los matrimonios entre personas de distintas creencias aparecían profusamente en la Biblia y que en realidad era algo que no tenía gran importancia, sabía que esto constituía el punto más débil de su hermano; sabía que Meyer, al casarse por amor con Alma Lucia, creía que sus hijos eran técnicamente católicos y que, realmente, había hecho algo malo a los ojos de Dios.

Meyer se apretó los párpados con los dedos como si la fuente de la paciencia se encontrara justo detrás de estos y necesitara abrir el grifo. Después abrió los ojos y miró a Abraham fijamente y sin miramientos.

—¿Qué importancia tiene eso? —le preguntó con una sonrisa leve y truncada. A continuación, no pudo evitar levantar la voz—: ¿Qué importancia tiene eso? —repitió mientras le propinaba una patada a la caja en dirección a Abraham: una acción rara en él. Y añadió—: Sé que me robas.

Lo dijo con tranquilidad, como si le estuviera contando algo sin importancia.

—Tú… ¿De qué me estás hablando?

—Sé lo del dinero: un poco de aquí, un poco de allá. ¿Realmente crees que no me doy cuenta de todas y cada una de las monedas que desaparecen? ¿De verdad crees que levanté este negocio siendo descuidado? ¿Siendo un estúpido? Y dime, ¿ese respeto por parte del obispo, ese elevado estatus nuestro consigue vidrieras de colores para la nueva casa que le has prometido a tu mujer? ¿Le proporciona eso una mejor atención médica en San Luis?

La nieve caía, húmeda, en el exterior. Amenazaba tormenta. Las manos y los pies de Abraham se enfriaron.

—¿Qué atención médica?

Meyer sacudió la mano y no le hizo caso, como si Abraham ya lo supiera y no tuviera sentido que le formulara aquella pregunta.

—Yo no te robo, Meyer. Es indignante que lo sugieras. Y te exijo que me respondas: ¿qué atención médica? —Vio que dos empleados esperaban para consultarles algo y los ahuyentó con brusquedad—. Y dime, ¿cómo sabes lo que le he prometido o no le he prometido a mi mujer?

—Abraham, ella no te ha dado ningún hijo.

—¿Cómo te atreves…? —explotó Abraham.

—Está demasiado delgada y débil, Abe. —Meyer parecía aterrado, pero logró continuar—: ¿O acaso no te has dado cuenta?

Abraham sintió que su brazo derecho palpitaba como no lo había hecho desde los días en que rescataba a su hermano de los bravucones que lo acosaban en las callejuelas de Berlín. En aquel momento, mientras la nieve caía sobre el tejado y se derretía, su mente retrocedió hasta muchos años atrás, hasta el callejón adoquinado que había detrás de la escuela de baile, a pocos minutos de la casa de sus padres. Hacía tiempo que deseaba besar a una chica, su primera chica, una belleza de ojos redondos y pies grandes, una chica católica y popular que odiaba bailar y cuyos labios hacían que bailar pareciera irrelevante. Se habían escabullido al exterior durante un vals y estaban escondidos entre dos carruajes solitarios. El oscilante sonido del piano se filtraba por las ventanas junto con los apresurados pasos para recuperar el ritmo y las instrucciones dadas a gritos. Él la había tomado de las manos (eran más cálidas y estaban más sudorosas de lo que esperaba y, de algún modo, esto le resultó excitante). Se inclinó para besarla cuando, de repente, oyó la voz nasal y ahogada de su hermano pidiendo ayuda, un sonido tan familiar como su propia respiración excitada. ¿Fingió, aunque solo fuera durante un segundo, que no había oído los gritos de su hermano? ¿Siguió inclinándose para obtener el beso que tanto quería, que tanto se merecía?

Mientras volvía a rememorar aquella escena, mientras él, un hombre casado que vivía en Nuevo México sentía que su brazo derecho pulsaba con violenta anticipación, mientras visualizaba a la rubísima estudiante que enseguida huyó asustada, deseó haber fingido, realmente, que no había oído la petición de auxilio de Meyer. Y, ahora, mientras contemplaba la cara fea y amargada de su hermano mayor, deseó, deseó con toda el alma, haber besado los maravillosos labios de aquella chica y haber permitido que aquellos malnacidos le propinaran una paliza a su hermano. Deseó que, después de todos aquellos años, en el almacén de una tienda, la tienda de ambos, Meyer no tuviera más remedio que recordar no solo que su hermano menor lo había salvado de una amarga humillación en el pasado, sino también de sufrir verdadero dolor físico.

Entonces lo hizo. Fingiendo que Meyer era uno de aquellos bastardos que odiaban a los judíos, fingiendo que era alguien a quien él no podía odiar más —un berlinés genuino de cara colorada—, Abraham le propinó un potente puñetazo cruzado, como el que le dio al muchacho que atacó a su hermano aquel día, cuando, apenas dos semanas antes de su Bar Mitzva, él ya era más alto que nadie.

La expresión de Meyer cuando finalmente se volvió hacia Abraham, curiosamente era más de lástima que de ninguna otra cosa.

—Lo siento —se disculpó Abraham—. Lo siento, Meyer.

Pero no lo sentía; todavía no. Más que nada, le sorprendía haber hecho algo así, le sorprendía que la nariz de su hermano sangrara y que él fuera el causante. Desgarró un pedazo grande de tela de un rollo que había en el suelo.

—Mantenlo presionado contra la cara —declaró, tendiéndoselo a Meyer—. Y mantén la cabeza en alto.

—No se lo cuentes a nadie —murmuró Meyer.

—No lo haré.

—Ahora vete a casa —dijo con una voz amortiguada por el improvisado y arrugado vendaje de algodón estampado—. No quiero verte.

Mientras avanzaba por el pasillo central y salía por la puerta principal, los empleados lo observaron con recelo y quizás algo más que una pizca de miedo. Él les deseó las buenas noches con una sonrisa estudiada y les agradeció el día de trabajo; como si en aquel momento tuviera el derecho de elogiar o desaprobar su trabajo; como si él no fuera, de hecho y simplemente, uno de ellos: un sirviente ennoblecido por un contrato de aprendizaje y consumido por la ambición.