El saloon de Cuca, Nochebuena, tarde por la noche: el lugar más seguro que se le ocurrió. Desde luego, no creía que doña Cuca pudiera mirarlo a los ojos y ordenar a sus hombres que le hicieran daño, sobre todo en medio de una multitud que celebraba la Navidad; una multitud cuya sed no podía considerarse espiritual, pero que, de todos modos, tenía una gran sed festiva. El caos del saloon le pareció más seguro que su opresiva casa, donde su infeliz esposa parecía que quisiera despedazarlo con sus pequeños y fuertes dedos.
Se consoló con la promesa que le ofrecían las puertas de listones del saloon, con el convencimiento de que, cuando las traspasara, la muchacha se apartaría del cuerpo con el que estuviera y acudiría a su lado. Ella era dulce y aduladora, él era rico y feliz, y estas ilusiones funcionaban para ambos. Además, ella nunca tenía que hacer gran cosa. Él le pagaba y ni una sola vez tomaron una habitación, nunca abandonaron la seguridad de la mesa, de las galletas saladas y de la multitud tranquilizadoramente borracha.
Cuando entró, Cuca lo ignoró y él no tuvo ocasión de acercarse a ella. La muchacha tomó su abrigo, le llevó una bebida y se sentó en su regazo mientras una pasajera voz interior le preguntaba a Abraham cuándo se acabaría su crédito. El trasero de la muchacha era huesudo, su viejo vestido de tafetán estaba desgarrado y su cara desfigurada por una marca de nacimiento en mitad de la frente, pero olía a algo no probado, no saboreado, y después de dos bourbons tomados deprisa y de un solo trago, Abraham hundió la cara en su cálido cuello y estuvo a punto de mordérselo. El sonido de las risitas de ella quedó camuflado por su espeso cabello, un cuarto del cual estaba recogido, pero el resto caía en una interminable y oscura melena alrededor de la cara de Abraham ofreciéndole un suave escondite, como las paredes de una cueva; y lo mantuvo confinado hasta que, finalmente, tuvo que salir para tomar aire.
—Buenas noches, el Guapo.
La muchacha tenía un hueco entre sus dos incisivos y si esto tenía algo que ver con el hecho de que raras veces hablaba no estaba claro, pero cuando decía algo, incluso algo tan predecible como aquel saludo, Abraham sentía un absurdo escalofrío. Ella tenía diecisiete o veinte años, según cuándo se lo preguntara, los ojos negros y rasgados de los mestizos y se llamaba Gregoria, nombre que no le pegaba en absoluto. La primera noche que le preguntó cómo se llamaba (después de que ella le sirviera bebidas en la mesa del rincón durante horas), él le dio unos cuantos centavos e intentó hablar con claridad. Le dijo que sería su amigo, pero que la llamaría Lucía, María o Florita, según le apeteciera, pero no por su verdadero nombre, porque fuera quien fuese quien se lo hubiera puesto, se había equivocado de cabo a rabo. «¿Quién te puso tu nombre, muchacha?», le preguntó. Pero aunque su español era bueno y se dio cuenta de que ella lo entendió, como única respuesta la muchacha sonrió y guardó el dinero en su zapato rojo. Y aunque él permaneció fiel a su embriagada palabra y cada vez que la veía la llamaba por un nombre distinto, ella siempre respondía a su llamada, y aquello se convirtió en un juego para los dos.
—Conchita —le susurró él en Nochebuena después de dejar a su encantadora esposa barriendo fragmentos de cristal roto.
Eva pronto lo abandonaría; encontraría la forma de hacerlo, sobre todo cuando descubriera lo endeudado que estaba. Los hombres de Cuca irían a por él y Meyer descubriría que no solo le robó un cajón de objetos de plata poco después de regresar de la guerra, sino que, poco a poco, le había estado robando el dinero que guardaba debajo del tablón del suelo.
—Llévame a una habitación, Conchita.
Aunque aquella era la primera vez que se lo pedía, ella no pareció sorprendida. Se levantó de su regazo y lo tomó de la mano como si se tratara de un ciego. Mientras cruzaba la puerta negra con su banda de seda rosa clavada a la madera con tachuelas (una promesa nada sutil de lo que ocurría detrás de la puerta), Abraham creyó oír unos cuantos silbidos y abucheos, pero él estaba borracho, borracho de verdad, y no estaba seguro de lo que oía (esto le ocurría a veces), ya fueran disparos, patadas en el suelo, cantos o gritos. En aquellos casos, percibía una repentina y potencial amenaza en todo, desde el ruido de los cascos de los caballos en las calles hasta el silencio en un oscuro pasillo. Y aquel pasillo era realmente oscuro, y los lugares oscuros y desconocidos siempre parecían mucho más oscuros.
El estrecho pasillo parecía demasiado pequeño para conducir a ningún lugar y, mientras la muchacha encendía una lámpara y los ojos de Abraham se ajustaban a la luz, él tuvo la creciente sensación de que todo estaba amañado, de que, en cualquier momento, doña Cuca aparecería deslizando los dedos por el papel medio despegado de la pared, unos dedos que, a pesar del tiempo que pasaba puertas adentro, estaban manchados por el sol. Entonces ella le explicaría detalladamente qué castigo le esperaba. Abraham podía visualizar el castigo pero, a pesar de ello, no dejó de seguir a la muchacha, como si, siguiéndola, pudiera eliminar aquella intuición. Sus ojos siguieron sus caderas, que no se balanceaban, sino que se movían hacia delante, como un carromato en la noche, desplazándose a toda velocidad hacia el Oeste, desde territorio colonizado a territorio salvaje. Se preguntó si aquella muchacha no era diferente del conductor de una caravana de carromatos a quien le preguntó, una noche que cruzaban vertiginosamente las llanuras, por qué iba tan deprisa y él le contestó con brusquedad, aunque sin perder la concentración, que estaba demasiado aterrorizado para disminuir la marcha.
La muchacha se detuvo frente a él; era más alta que Eva, más alta y mucho más robusta. Cuando tocaba a su mujer, al principio todo era un poco impreciso, como si ella precisara del contacto de sus manos para poner los pies en el suelo, para estar en la tierra como todo el mundo. La muchacha estaba delante de él, con su mala postura y una sonrisa que mostraba el hueco entre sus dientes. Las comisuras de sus labios subían y bajaban reflejando alternativamente expectación y aburrimiento. Cuando empezó a desabrocharse la blusa, pareció todavía más joven. Abraham pensó que aquel acto atrevido se debía más a la necesidad de sentirse cómoda en aquella ropa apretada que alguien había elegido para ella que al deseo de seducirlo.
De repente, Abraham alargó los brazos y la agarró por la cintura. Cuando subió las manos por su cuerpo, ella abrió la puerta de una de las tres habitaciones del pasillo.
—Todavía no —soltó él, y retiró las manos como si fuera un niño cuando, de hecho, deseaba desesperadamente arrancarle la ropa y pegarse a su piel.
Imaginaba que su piel sería como la de la española por la que, mucho tiempo atrás, aprendió a bailar; una mujer a la que amó, en California, la ambiciosa hija de un terrateniente que le dijo claramente que nunca se casaría con él y que después le enseñó palabras soeces en español en los rincones ocultos de la hacienda de su padre.
Y ahora él contemplaba los ojos rasgados de la muchacha y se imaginaba que su piel sería como la de la española de su memoria, aunque a veces dudaba de si aquel recuerdo era real o no, porque, si lo era, si él había estado realmente en California, donde uno podía disfrutar de una libertad más auténtica, le costaba creer que se hubiera ido de allí. Pero se había ido y él sabía por qué: porque quería algo más, y lo había encontrado en una mujercita mimada de Berlín.
Aquellos ojos negros y rasgados destellaron y Abraham vio que se deslizaban desde sus hombros hasta su estómago, desde sus rodillas hasta los dedos de sus pies, con una firme promesa, pero también como si él estuviera hecho de oro y ella quisiera cortarle un pedazo. Se acercó a ella y con las manos le cubrió los pechos, que seguían apretujados por el emballenado de tela barata. Abraham notó el aliento cálido que brotó de sus finos labios mientras ella murmuraba oraciones o palabras seductoras que él no entendió. Cuando cerró los ojos, fue a Eva a quien vio, y quizá debido al licor o al espíritu de su difunto padre —tan moralista e influyente—, en lugar de volver a apartarse de la muchacha, la levantó en vilo, la apoyó en la pared y la penetró hasta que, finalmente, abrió los ojos y lo único que vio fue a una prostituta mexicana desconocida, y ya no oyó más la voz de su padre. Entonces salió huyendo. Corrió asustado por el oscuro y empapelado pasillo, atravesó la puerta negra y después de ser engullido por el olor a sudor de bourbon de la multitud, se sumergió en la noche.
Siguió corriendo, alejándose del saloon de Cuca sin un destino concreto, hasta que ya no oyó el desafinado piano ni las estridentes risas y se dobló por la cintura, sin aliento, como si, después de todo, los matones de Cuca le hubieran propinado una paliza. Inhaló el aire frío surcado de humo de leña de pino y de los restos almizclados de la festiva noche y, aunque estaba muy borracho, se dio cuenta de que estaba frente a la iglesia, escuchando los ecos de la misa de medianoche. Nunca había estado tan cerca de la iglesia de adobe; solía verla de lejos y, desde la distancia, la parda estructura parecía elevarse por encima de las rojizas montañas como un árbol más alto y fuerte que los demás.
En aquel momento, los elaborados planes del obispo de construir una catedral no le parecieron necesarios. El arquitecto francés de Toulouse, los sumamente habilidosos picapedreros…, todo le pareció inútil. Aquella iglesia de adobe era buena y noble. Y destacaba en su entorno, que era, alternativamente, dorado y rojizo a la luz del día, pálido en contraste con el violeta intenso de las tormentas o como lo veía él ahora, en aquella noche invernal y con el cielo de fondo, primero oscuro como una amenaza y más claro cuando empezó a nevar.
En lugar de dirigirse a su casa, como sabía que debería hacer, Abraham se refugió de la nevada en el interior de la iglesia. Entró con cuidado, sin provocar la menor conmoción. Se imaginó haciendo lo mismo en Berlín y le avergonzó notar que el estómago se le encogía de miedo. Entrar en una misa de medianoche era tan provocativo e ilícito como el hecho de que acabara de practicar sexo con una prostituta. Miró a su alrededor, a la multitud reunida y decididamente concentrada en el ornamentado altar, donde el obispo Lagrande oficiaba la misa. Era como si el obispo fuera la luna misma, más potente y brillante que todas las velas que iluminaban la iglesia.
A Abraham le reconfortaban las multitudes, algo que siempre le sorprendía, y tenía que reconocer que el sentimiento asociado a un propósito común elevaba su espíritu. Aunque las mujeres, con sus gruesas capas de colorete y sus chillones adornos, parecían prostitutas y los hombres, con las cabezas uniformemente inclinadas, parecían extrañamente abatidos, Abraham experimentó una curiosa sensación de concordia. Se permitió reconocer que quizá su mujer era estéril y se puso a rezar con tanto fervor como le fue posible.
Aquella misma noche, en medio de las luminarias que bordeaban la plaza, algunos de aquellos individuos sombríos habían realizado, enmascarados, una danza ritual en la que las mujeres jóvenes sostenían cáscaras de huevo llenas de un líquido aromatizado y, después de perseguir y alcanzar a los hombres que les gustaban, rompían los huevos en su cabeza entre burlas y halagos. Un general venido de los estados del este aprovechó la ocasión para exclamar con ironía: «¡Fantástica muestra del catolicismo en Nuevo México!» Abraham se rio, pero, al mismo tiempo, pensó que el general era un puritano, e incluso se arrepintió de haberle reído la gracia.
Abraham no era un hombre religioso, esto era un hecho, pero mientras contemplaba aquel mar de ojos oscuros concentrados en el obispo, se dio cuenta del poder que ostentaba su amigo francés y no pudo evitar maravillarse.
Allí estaba Jesús, una imagen de madera en la cruz, con pintura bermellón a modo de sangre. Allí estaba aquella iglesia extraña para él en todos los aspectos salvo por los recuerdos que despertaba en él de compañeros de colegio y familiares lejanos que, para horror de su padre, habían elegido convertirse al catolicismo.
Su padre había estado totalmente en contra de las conversiones en una época en la que, en Alemania, se consideraban un paso necesario para escalar en la sociedad. Abraham, que respetaba a su padre más de lo que podía medir o justificar, siempre pensó, de hecho nunca se permitió pensar otra cosa, lo mismo que su padre, quien repitió una y otra vez hasta su muerte: «Nada bueno saldrá de esto.»
Pero ahora él estaba en un mundo nuevo donde la posición social se medía no por los títulos, sino por el dinero, y él había eliminado cualquier posibilidad en aquel sentido para sí mismo.
La nieve entraba por las rendijas de la puerta y Abraham se imaginó que el techo abovedado de la iglesia salía volando hacia las estrellas y que aquella habitación, aquella multitud, quedaba cubierta por la nieve hasta que no quedaba nada de aquel rito particular salvo el silencio que había entre oración y oración.
Cuando las hermanas llegaron a Santa Fe, el obispo les cedió sus amplias dependencias para que pudieran acceder convenientemente a la iglesia, pero se reservó dos habitaciones hasta encontrar un alojamiento adecuado para él. Ahora, su nueva casa estaba situada lejos de la ciudad y contaba con muchas hectáreas de tierra fértil, porque entre las considerables aspiraciones del obispo figuraba la de disponer de extensos jardines. De todos modos, Abraham no fue el único en especular, irónicamente, sobre el hecho de que en la elección del emplazamiento influyera, decisivamente, la distancia que la separaba de las buenas hermanas. En cualquier caso, las dos habitaciones temporales no fueron modificadas y él las utilizaba en noches como aquella, cuando se hacía demasiado tarde para trasladarse sin correr graves peligros.
Abraham siguió al obispo Lagrande hasta aquellas habitaciones después de que la penitente multitud se dispersara. Mientras seguía al flacucho hombre de larga y oscura sotana bajo la copiosa nevada, Abraham fue consciente de lo absurdo que era su comportamiento y de lo inapropiada que era aquella hora. Sin embargo, no se cuestionó por qué estaba borracho y helado en lugar de estar calentito y descansando (aunque sintiéndose culpable) en la cama con su mujer. El obispo entró en sus habitaciones mientras Abraham se escondía detrás de una carreta e intentaba sin éxito encender un quebradizo puro.
Minutos después, Abraham llamó a la puerta (estaba seguro de haberlo hecho), aunque tampoco podía negar que entrara a hurtadillas. El obispo ya dormía. Abraham sabía que tenía que marcharse sin demora, pero, de repente, se sintió absolutamente helado y exhausto. Mientras el obispo respiraba pesadamente en su catre, Abraham vislumbró un hueco lleno de astillas en la pared. Como siempre llevaba cerillas en los bolsillos, la tentación fue demasiado grande y, en cuestión de segundos, las astillas habían prendido.
—¿Por qué enciendes el fuego? —le preguntó, simplemente, el obispo en español.
—No lo estoy encendiendo —se oyó contestar Abraham y, sorprendentemente, el obispo siguió durmiendo.
Abraham se volvió de espaldas al fuego y, mientras este le calentaba la espalda, miró hacia el obispo, cuya arrugada cara era iluminada ocasionalmente por las llamas azules y anaranjadas. Sus ojos se fueron ajustando a la luz y Abraham examinó aquella habitación que era pequeña como una celda. Vio que la larga y oscura sotana estaba doblada sobre una sencilla silla y estuvo tentado de ponérsela para calentarse y también porque le pareció una idea graciosa, pero resistió la tentación solo para hacer algo más estúpido todavía.
—Devuélvame mi maldito dinero —dijo Abraham, pero el obispo ni siquiera se movió.
Abraham llevó la mano al revólver que colgaba de su cadera: un peso adicional frío, oscuro y pequeño que le transmitía seguridad.
—Necesito mi dinero —insistió con una inusual y espantosa falta de compostura.
Pero el obispo siguió durmiendo.
Abraham deseó suplicarle; de hecho, lo hizo. Deseó decirle que había contraído demasiadas deudas, que no tenía derecho a entregarle aquel dinero, que no debía haberlo hecho. Deseó hablarle con claridad, pedirle perdón y suplicarle que le devolviera el dinero. Necesitaba hacerlo, pero en lugar de hablar, hizo lo que llevaba haciendo toda la noche: huir.
Los titulares de The New Mexican comunicaron: «Intento de asesinato. Salvado por los pelos. Gracias a Dios.» Los artículos explicaban que, en Nochebuena, el obispo Lagrande olió a humo y se despertó en mitad de la noche justo a tiempo de ver a un individuo sin identificar que salía corriendo de la habitación; también vio el reflejo de una pistola. En aquellos artículos, el obispo no expresaba más que preocupación por el misterioso vagabundo. «¡Qué alma tan desdichada! —declaró el obispo—. Aquel hombre debía de estar desesperado.»