La hermana Blandina procedía de Avignon y había dejado atrás cinco hermanos solteros. La hermana Theodosia soñaba con chocolate y en Riom había dejado a una hermana que hacía el mejor chocolate que había probado nunca: cubierto de almendras tostadas. Cuando la hermana Josephine se fue de Lyon llorando a lágrima viva, un arcoíris se desplegó sobre la casa de su padre y, al día siguiente, él murió. La hermana Philomene no hablaba mucho, sus labios eran carnosos y, a menudo, cantaba.
Habían viajado hasta allí para ayudar al obispo en su misión civilizadora y para conducir a las jovencitas por el camino de la virtud en aquella tierra salvaje. Habían ido a Santa Fe a cuidar a los huérfanos y enseñarles ortografía, lectura, escritura, gramática, aritmética, geografía, historia y, a los más inteligentes, astronomía (con la ayuda de globos terráqueos), filosofía natural, botánica y también costura, dibujo, pintura, a tocar el piano y la guitarra, canto y, por último, francés.
Las monjas. Vivían a la vuelta de la esquina, detrás de los muros de adobe de las dependencias del antiguo obispo. Tenían cara de pocos amigos y pegaban en las manos a los niños de habla hispana. Recitaban sus novenas mientras maldecían las risas que salían flotando por las puertas de vaivén de doña Cuca, las cuales se abrían con excesiva frecuencia.
—Bon soir —saludó Eva Shein con una sonrisa tensa y sorprendida en el umbral de la puerta de su casa.
El roce del aire de la tarde en su cara le sorprendió: no lo había experimentado en todo el día. Transportaba un repique de campanas. El embriagador olor del humo de la leña de pino se elevó en finas volutas hacia el cielo.
—El tiempo ha cambiado pronto este año —respondió la hermana Blandina en inglés después de carraspear con aire autoritario—. Solo con estar aquí en la puerta se queda una helada.
—Lo siento…
A Eva le costó pronunciar aquellas palabras, pues deseaba cerrar la puerta con todas sus fuerzas, pero no podía permitir que le dijeran al obispo que no las había dejado entrar, que se había negado a recibirlas obligándolas a permanecer allí fuera, en el frío. Su tercer invierno en Santa Fe prometía ser difícil. Semana tras semana, los periódicos contaban historias de las praderas: cinco soldados asesinados, a seis mercaderes les habían arrancado la cabellera, superficies de ríos convertidas en gruesas capas de hielo.
—Por favor, entren.
—No quisiéramos molestarla —declaró la hermana Theodosia mientras cruzaban el umbral.
Avanzaron con paso inseguro por el recién barrido suelo de tierra. Chela se había pasado el día anterior barriendo y observando, de vez en cuando, a su extraña señora, que permaneció todo el tiempo en el portal, porque Eva ya no soportaba estar sola en su dormitorio y tampoco salir al aire libre, donde el cielo era demasiado nítido y abierto y la gente la miraba continuamente.
—¿Té?
La palabra salió flotando de su boca. Le sonó sumamente extraña, como si la oyera en aquel momento por primera vez.
—¿Ha salido usted hoy, querida? —preguntó Theodosia mientras se sentaba a la mesa.
—Chela, por favor… —estuvo a punto de decir Eva.
Deseó con toda el alma pedirle ayuda a Chela (ayuda para que las hiciera desaparecer), pero enseguida cayó en la cuenta, sobresaltada, de que Chela no estaba en la casa. Estaba con su familia: su marido, un granjero cultivador de chiles; su robusto hijo y su hija. Era Nochebuena, recordó Eva, y, repentinamente, el olor a guirnaldas de hojas frescas y carne asada también se hizo presente en el aire invernal.
—Joyeux Noël —consiguió decir—. ¡Qué amables al venir a visitarme en un día tan especial! Con todos esos buenos niños cristianos… En fin, que no tenían por qué molestarse.
Aquello podía hacerlo dormida. ¡Podía ser tan cortés! Eva sabía que algunas personas alegaban esto en su defensa cuando alguien hacía un comentario desfavorable sobre sus estados de ánimo. Era cortés, pero no comunicativa, y todavía no tenía ninguna amiga de verdad. Las monjas se sentaron a la mesa. El frufrú de los hábitos negros, aunque solo fuera por un instante de tranquilidad, fue el único sonido que se oyó en la habitación. Eva miró a las monjas, a sus ojos de vaca y sus caras redondas, mientras ellas, pacientes en todo, esperaban el té. Sonrió. Sonrió. Esto podía hacerlo dormida. Quizás estaba dormida. Quizá no se había despertado en una casa de barro simplemente para estar sola durante horas, caminando de un lado a otro y luego quedándose quieta para contemplar un suelo de tierra del que hacía tiempo que habían limpiado la sangre —el suelo de tierra era el de ella, y la sangre la de ella—, una sangre oscura como berenjenas mezcladas con tierra; otra prueba más de su voluble útero. ¿Al fin y al cabo, qué esperaba? Al menos estaba viva.
—Ya sabe lo que dice el doctor Sam acerca de tomar el aire —comentó Blandina.
—No querrá usted sufrir de melancolía —añadió Josephine con su voz aguda y nasal—. Debe pensar en la próxima vez.
«La próxima vez me negaré —pensó Eva—. Después de esto, insistiré en que use un condón de tejido animal o de goma. Yo sé que los venden en la tienda, junto con fotografías sexys envueltas en papel marrón de carnicero y procedentes de China y Francia.» Pero esto no podía contárselo a las monjas. Y tampoco podría hacerlo, porque la próxima vez sería pronto, y cuando él se acercara, ella simplemente cerraría los ojos, inhalaría hondo y cedería. Era una mujer. No podía esconderse detrás de unos hábitos sagrados y amar a un padre celestial. Aquello era la Tierra, ella pronto volvería a estar fuerte y las tres primeras veces no habían llegado a buen término.
«Queridos padres —había escrito al poco tiempo de llegar a la ciudad—: Abraham dice que la casa pronto estará terminada. Él es alemán y ansía que la casa lo refleje. La casa será la primera en Santa Fe que no sea de estilo español, mexicano o indio. Será una mansión de ladrillo, con adornos de marquetería y, probablemente, una cúpula. Quizá, después de todo, yo pueda contar con mi propio jardín de hierba con manzanos, ciruelos y cerezos. Ten por seguro, padre, que aquí hay hierba; no es un extenso desierto como temías. En el jardín habrá una fuente y, todavía mejor, tendremos un garaje. De modo que la casa será muy espaciosa, ¡por si os animáis a venir a territorio fronterizo! Abraham dice que solo es cuestión de días que empiecen a construir los cimientos. ¿A que es emocionante?»
«Querido tío Alfred —había escrito también—: siempre te he echado de menos. Espero que tu familia goce de buena salud. Sé que crees que Norteamérica es el único país realmente libre del mundo, pero esta mañana, al amanecer, miré por la ventana y vi no uno, sino tres hombres ahorcados en un roble. Algunas noches, se oyen disparos. Oh, tío, ¿qué he hecho?»
—¿Querría tocar algo para nosotras? —preguntó Theodosia después de beber dos tazas de té.
—Realmente, no me siento…
—Su forma de tocar es inigualable —insistió ella—. Y es Navidad.
Había migas en su hábito y en su barbilla.
—¿Qué les gustaría escuchar?
El Steinway cuadrado estaba en un rincón, como un canario atrapado en una mina. «Heinrich, un poco bebido, da un agradable paseo con su pareja por las festivas e invernales calles»: este era su pensamiento de pájaro atrapado en su limitada mente.
—¡Oh, cualquier cosa, querida! Toque cualquier cosa. O quizás a Mendelssohn, si le apetece.
Eva se dirigió lentamente al banco del piano, como si avanzara penosamente por un pantano y sus faldas tiraran de ella hacia abajo. A pesar de o quizá debido a la gran ausencia de alta sociedad en Santa Fe, se esperaba que ella no solo se pusiera corsé y vestidos elegantes cuando paseara, sino también mientras estaba en casa, en horas apropiadas, por si recibía alguna visita. Cuando llegó a la ciudad, la noticia apareció en primera plana de The New Mexican, de modo que era su deber, o al menos ella así lo creía, reflejar al máximo el importante estatus social de Abraham. Y ella estaba orgullosa de él, tenía que reconocerlo, orgullosa de su valor y tenacidad y de la forma en que todos los hombres, desde los buscadores de yacimientos yanquis hasta los mestizos, lo saludaban con gran respeto al pasar.
—¡Oh, fijaos en su encantadora postura! —susurró Josephine.
Ella ajustó el banco a los pedales y, finalmente, cerró los ojos, como hacía siempre antes de empezar a tocar. Y, como estaba de cara a la pared y ellas solo le veían la espalda, los mantuvo cerrados. Entonces colocó los dedos sobre las teclas, rozando apenas el frío marfil a través de la fina y omnipresente capa de polvo. Cuando el leve aroma a violetas llegó a su nariz, cuando la desenfadada risa de Henriette llenó sus oídos, Eva empezó a tocar Canciones sin palabras de Mendelssohn, empezando por la pieza más sencilla y siguiendo hasta la más difícil, la que siempre consideró que Henriette interpretaba con mayor maestría.
Tocar el piano se había convertido para ella en algo parecido a correr: una actividad que realizaba de niña, si no con excelencia, sí sin esfuerzo y sin darle mucha importancia. Ahora lo tocaba cuando estaba en peligro. No era que ya no le proporcionara placer, sino que se había convertido en un refugio, lo más cercano a un estado de gracia en el que la conversación ya no era necesaria y las expectativas eran más fáciles de comprender.
Su espalda estaba recta, sus dedos se movían con rapidez y, durante un fluido lapso, se perdió en algún lugar del tiempo: voló sobre los tejados invernales en Berlín; recogió moras durante un verano en Karlsbad; contempló a su madre mientras empolvaba su delicada y blanca piel. Al final, Eva escuchó la música que sus manos recreaban, pero la pieza sonó mucho más potente y elegante porque era Henriette quien la interpretaba y ella solo la miraba. En verdad le encantaba mirarla. La pieza, en lugar de fría y desafinada, sonó cálida y uniforme, como un sorbo de agua fresca, el primero después de una travesía de días por el desierto. Ya no estaba rodeada de monjas bienintencionadas, sino de algo mucho mayor que nunca podría nombrar. No sabía lo que era la seguridad hasta que renunció a ella.
Estaba flotando en una nota menor casi al final de la pieza cuando una repentina y urgente necesidad de parar se hizo irrefrenable, como los retortijones justo antes de que la sangre brotara señalando un fin incuestionable. Intentó obligar a sus manos a moverse. Incluso se detuvo y volvió a empezar dos veces antes de rendirse al silencio, al silencio desilusionado de la habitación.
—Discúlpenme, por favor.
Pasó corriendo junto a las figuras vestidas de negro que estaban sentadas a la mesa de su comedor. Blandina, Theodosia, Josephine y Philomene —¡qué nombres tan exóticos y bonitos!— se erguían, imponentes, como las montañas que rodeaban la ciudad, como una mancha juzgadora, como nubes en el cielo. Estaban allí sentadas, en su incomprensible existencia como mujeres; sentadas formando una unidad que resultaba tan atrayente como terrible, como unos brazos enormes que se acercaban a ella y la enclaustraban.
Una vez en el lavabo, empapó un trapo de algodón en el cuenco de cobre lleno de agua y lo presionó contra su frente como Chela había hecho amablemente mientras ella todavía podía quedarse en la cama descansando. Apoyó la cabeza en la astillada puerta, cerró los ojos y escuchó.
—No podemos —dijo Josephine—. Ni siquiera han pasado cuarenta minutos.
—A mí, para empezar, no me atrae nada entretener a damas adineradas —susurró Blandina.
—El obispo dice…
—Ella está sufriendo… —empezó la voz de Philomene, aguda, difusa.
—Todos tenemos que sufrir, ¿no es así? Ya han pasado casi dos meses. Fue el designio de Dios. Por todos los santos, ¡si ni siquiera está bautizada!
—Su marido es amigo del obispo.
—¡Su marido es un jugador judío!
—Silencio, hermana Blandina.
—Bueno, es verdad.
—El obispo dice… —empezó Josephine.
Josephine era como un lago; esta era la imagen que acudía a la mente de Eva cuando pensaba en ella: plana y plácida. ¿O era gorda y fláccida?
—El obispo dice que debemos quedarnos una hora —continuó Josephine—. Y yo, por mi parte, satisfaré su petición. Además, estamos en Navidad —finalizó virtuosamente.
Cuando ya no pudo aguantar más, Eva abrió la puerta de golpe.
—¡Claro que mi marido apuesta! —dijo.
Aunque puede que lo gritara, no estaba segura.
—¿Qué quiere usted decir? —preguntó Blandina.
Sus pálidas caras de repente enrojecieron. Inclinaron la cabeza, todas menos la hermana Philomene, cuyos ojos, almendrados tanto por el color como por la forma, parpadearon con frenesí.
—Apostar es un deporte. Es un juego —alegó Eva.
—Por favor, discúlpenos —pidió Philomene.
—¿Me oyen?
Las manos de Eva empezaron a temblar. Las monjas, lógicamente, no la habían visitado por voluntad propia: ella era demasiado desagradable para que la soportaran. Había sido el obispo, su único amigo verdadero; él las había enviado con la mejor intención sin comprender que aquellas monjas no eran más que una camarilla de señoras que la despreciaban. Despreciaban su debilidad y su indolencia. Desaprobaban los libros que leía. Reprobaban que, en lugar de leer la Biblia, se refugiara en novelas alemanas llenas de incuestionables fechorías. Y sobre todo le recriminaban que no tuviera los principios morales para zurcir su propia ropa.
Pero Philomene se acercó lentamente a ella, alargó el brazo y le tocó la cara.
—¡Philomene! —gritó la hermana Josephine.
Pero Philomene no se apartó. Su mano era cálida y olía como el interior de un preciado libro.
—Por favor —susurró Eva en su oreja, pequeña y rosada como una concha.
—¿Qué le ocurre? —preguntó en un susurro apremiante la hermana Philomene.
Su aliento olía levemente a ajo y a un jardín de rosas mustias.
—Por favor… —fue lo único que pudo decir Eva, y se atragantó con el resto de las palabras que medio brotaron de su garganta.
Philomene tomó las manos temblorosas de Eva y, como si lo comprendiera todo, o al menos aquel extraño anhelo, deslizó los dedos de Eva por debajo de su pesada toca y le permitió tocar su suave pelo cortado.
Aquella noche, después de encender las velas, apretar su corsé, lavarse la cara y ponerse colorete, Eva esperó a Abraham, pero en lugar de él, dos hombres llamaron a la puerta.
—Señora Shein —saludó el más alto en inglés.
Se trataba de un individuo descomunal, sin dientes, de carrillos pálidos y vestido con un buen traje.
—Mi marido no está en casa —respondió ella, utilizando una de las primeras frases que Abraham insistió en que aprendiera a decir en voz alta.
Ella se sentía inusitadamente segura de su pronunciación, de modo que le sorprendió que el hombre más bajo, que era español, diera un paso adelante y le preguntara dónde estaba su marido.
—Mi marido no está en casa —repitió ella en voz más alta. Y añadió—: Quizá deseen dejar una tarjeta de presentación.
—No tenemos tarjetas —replicó el hombre alto—. No, señora.
El español se echó a reír y Eva pudo ver todos sus dientes, algunos de los cuales estaban forrados en oro.
Poco después de que se fueran, Abraham llegó oliendo a brandy y a nieve.
—Tienes mejor aspecto —dijo en alemán.
Ella intentó sonreír, pero exhaló un suspiro.
—En la fiesta me he encontrado a la señora Smithson. Te envía sus mejores deseos. Todos te envían sus mejores deseos. —Le tendió el abrigo y el sombrero y ella los llevó al dormitorio—. Era un grupo alegre —le explicó él desde el otro lado de la pared—. La habitación estaba iluminada con cientos de velas. Te habría encantado verlo.
—Me alegro de que te hayas divertido —contestó ella consciente de que había hablado demasiado bajito.
Contempló de frente su demacrada imagen en el moteado espejo. Algunas zonas de su cara estaban hundidas y se veían oscuras y fantasmagóricas. Pronto no sería nada más que un juego de luz y sombras, un estudio de huesos en contraste. Regresó al comedor.
Abraham estaba sentado a la mesa, esperando que le sirviera la cena.
Ella llevó los platos y sirvió vino en las copas de cristal. Él comió un bocado de carne de ternera y la masticó con ahínco.
—Podrías empezar a plantearte visitar a las mujeres de los oficiales.
Ella bebió un trago largo de vino.
—No puedo invitarlas aquí, eso seguro.
—Podrías visitarlas antes de que el tiempo se vuelva demasiado frío —continuó él como si ella no hubiera dicho nada—. Podrías visitar las dependencias del gobierno.
—Podría.
—No puedes seguir encerrada y llorar indefinidamente —masculló él.
Esto último lo había dicho en inglés, lo que molestó enormemente a Eva. Ella hablaba en inglés con todo el mundo; no le importaba, de verdad que no, pero él era su marido y aquella era su casa. Su insistencia en utilizar aquel idioma resultaba exasperante.
—Yo hago algo más que llorar —replicó ella con voz tensa y en alemán.
—¿Ah, sí?
—Hoy he tocado el piano para las monjas. Me han visitado.
Las mariposas de la luz revoloteaban en la pared detrás de la cabeza de Abraham, en los círculos amarillos de la luz de las velas. Las llamas proyectaban sombras en el techo: espectros danzantes, flores de papel, osos. Él levantó la vista del plato. A ella se le ocurrió otra posibilidad.
—O quizá le pediste tú al obispo que las enviara.
Abraham sostuvo el tenedor en alto y se rio.
—¿Por qué habría de hacer algo así?
—Para reconfortarme o asustarme. No estoy segura de cuál de las dos cosas.
—¿Por qué habría de querer asustarte?
—Dime —dijo ella en inglés ignorando a su corazón, que latía más deprisa de lo que debería—, ¿quiénes son esos hombres?
—¿Qué hombres? No estás hablando claro, Eva. Debes intentar ser clara cuando hablas.
—Aquí, aquí, en la puerta —dijo ella lentamente—. Preguntaron por ti. Dos hombres.
—Bueno, ¿cómo quieres que sepa quiénes eran? Ya sabes cuánta gente quiere algo de Meyer y de mí.
—Ellos no preguntaron por tu hermano.
—No tienes que dar importancia a los rufianes fronterizos. ¿Qué les dijiste?
—¿No quieres saber qué aspecto tenían y lo que dijeron?
—¿Qué les dijiste tú?
—Que mi marido no estaba en casa.
—Buena chica.
Ella asintió y bebió un trago largo de vino.
—¿Cómo va el negocio esta semana?
—Estamos prosperando. Ya lo sabes.
Ella sintió los familiares pinchazos detrás de los ojos.
—Entonces… —balbuceó mientras tragaba la bilis—. Entonces… ¿Entonces por qué nadie ha trabajado en la construcción de la casa? Todos los días paso por delante y ahí está, abandonada, como si se tratara de escombros. Es vergonzoso. Mi dote… —empezó, pero le avergonzaba preguntar: «¿Por qué vivimos aquí?»
—Eres totalmente consciente de que…
—Tu hermano Meyer construyó una casa. ¡Su mujer tiene una cocina de hierro forjado y eso que es una nativa! ¡A Alma Lucia la educaron para cocinar sobre un fuego de leña!
—Incluso en un hogar modesto como este, eres objeto de mimos —se defendió él sacudiendo la cabeza—. Eres…
—Esto no es como nos lo describiste ni es lo que le prometiste a mi padre.
—A pesar de todo —dijo él con voz suave, reclinándose en la silla y observándola como solía hacerlo, con franca valoración—, habrías venido.
—En nuestra entrada hay basura y excrementos de burro. Si tuviéramos que vivir así, sería otra cuestión. Si no tuviéramos elección, no me quejaría, pero… Abraham… —suplicó con las manos entrelazadas debajo de la mesa para no gesticular—. Querido, no comprendo… —Miró sus intensos ojos marrones, su espeso pelo peinado que nunca necesitaría una gota de perfume de malagueta. Él era su marido—. ¿Adónde va a parar el dinero?
—Fuera lo que fuese lo que os hubiera descrito, tú habrías venido. ¿Tengo o no tengo razón?
—Yo quería ir contigo.
Eva se secó las comisuras de los ojos.
—A veces me preguntó por qué.
—¿Por qué crees tú que me fui contigo? —preguntó ella.
Después de todo aquel tiempo, una parte de ella seguía flirteando como le había enseñado su hermana tanto tiempo atrás. Pensó que, si él decidía sonreír en aquel momento, todo sería distinto.
—Es curioso —dijo él—. Yo tenía la clara sensación de que tu padre quería que te trajera a Norteamérica.
Ella sacudió la cabeza y casi se atragantó.
—¿Cómo puedes decir eso?
—Creo que quería que te fueras.
—No sabes nada —replicó ella, y antes de que pudiera detener su lengua, continuó—: Ellos no creían que fueras lo bastante bueno para mí.
En Santa Fe nunca había silencio, ni siquiera en un momento como aquel. El saloon de doña Cuca, los perros, los gatos, los niños jugando, el balido de las ovejas y los gruñidos de los cerdos. Él dio un puñetazo en la mesa, cogió su copa y la lanzó contra la pared en sombras. Ella no pudo evitar soltar un grito ahogado.
—Antes de que Henriette se casara, un pintor nos retrató —explicó ella.
Su voz se quebró y unas lágrimas inútiles hicieron que su mirada se volviera vidriosa. El rojo vino goteó por la pared encalada y su aroma avinagrado llenó la pequeña habitación.
—Era un artista —añadió bajando la voz. Se levantó y cogió una escoba—. Me contó historias.
—¿Por qué querría un padre que su hija viviera al otro lado del océano?
—Estás mintiendo. Mi padre quería que me quedara en Alemania. Quería que me quedara pero permitió que me fuera. ¡Porque yo se lo supliqué! Se lo supliqué.
—¿Y qué le dijiste?
—Le dije que te quería, claro. Le dije: «Le quiero, papá.» Y tú… —Sintió que su cara se ponía tensa y que sus sienes empezaban a latir—, tú le dijiste que me tratarías bien. Le dijiste que aquí había mucha libertad y riquezas y…
—¿Y qué pasa con el pintor?
Ella contempló los cristales rotos que había en el suelo y se acordó de la ceremonia de su boda.
—Él pintó nuestros retratos. Ya te lo he dicho. —Él la miró a los ojos y ella continuó—: Me explicó que mientras traducía la Biblia, Martin Luther lanzó un tintero contra el diablo. Este no dejaba de tentarlo…
La tos la obligó a interrumpirse mientras se inclinaba con dificultad para recoger los cristales.
—¿Por qué me cuentas esto? —preguntó él, levantándose de la silla y dejando la servilleta encima de la mesa.
—En Wartburg Castle —continuó ella en voz baja—, todavía hay una mancha negra en aquella pared.
—El demonio no existe —declaró él casi con benevolencia—. Solo estamos tú y yo.
—¿Y qué me dices de Dios?
—Su existencia no es cuestionable.
—¿Quién es tu demonio?
—Chsss… —dijo él—. Chsss… Lo siento. Siento que perdieras el bebé.
—Cuéntame —pidió ella—. Cuéntame adónde te lleva tu demonio.
Y, como hacía a menudo cuando ella le formulaba preguntas, Abraham se puso el sombrero y salió a la noche cerrando la puerta tras él.