LA AMÉRICA DE ABRAHAM

Las últimas palabras que pronunció Meyer Shein antes de retirarse a dormir la primera noche que Abraham pasó en Santa Fe fueron: «No se te ocurra ir al saloon de doña Cuca.» Abraham era lo bastante listo para no llevarle la contraria a su hermano la primera noche que pasaba en su casa, pero Meyer continuó como si Abe hubiera hecho exactamente eso y bajó la voz en señal de advertencia: «Doña Cuca ha conducido a más de unos cuantos hombres por el incauto camino que irremediablemente acaba en el árbol de los ahorcados.»

Se rumoreaba que doña Cuca había concedido crédito a su amante y que, cuando él dejó de pagar puntualmente y después de tan solo dos advertencias, lo encontraron muerto de un tiro en la cabeza y además desnudo en el centro de la plaza. También se decía que doña Cuca guardaba mechones de pelo de aquellos que no sabían perder en la mesa de juego, que ordenaba a Antonio, su hombre, que les arrancara los pelos lo más cerca posible de la nuca y que Antonio no era nada delicado. «Por las noches te quedarás en casa con nosotros, Abraham. ¿Entendido?», ordenó Meyer. Y, a continuación, como si supiera lo poco probable que era que Abraham le obedeciera, añadió: «Al menos por ahora.»

Abe salió a hurtadillas de la casa de su hermano y recorrió las calles sin pavimentar intentando averiguar adónde había llegado final y milagrosamente. ¿Cómo esperaban que durmiera junto a dos sobrinos medio españoles que, aunque tenían los rasgos de su abuelo alemán, hablaban el español a una velocidad impresionante? Su hermano se había casado con una nativa y sus hijos eran pequeños españoles: casi demasiadas novedades para su mente. Pero después de estar a punto de morir en un vagón de tren que procedía de Independence, Missouri, Abraham juró que, si la fiebre que padecía remitía, no malgastaría ni un segundo de su condenada vida, de modo que, mientras intentaba imaginar cómo sería el interior del establecimiento de doña Cuca, decidió no pensárselo más e ir a divertirse. Los niños eran bien educados, su hermano prosperaba y, lo que era más increíble, él, Abraham, estaba vivo.

Sus compañeros de viaje estaban dispuestos a dejarlo morir en la pradera; creían que padecía cólera y no pensaban arriesgarse con una enfermedad tan mortífera. Pero mientras lo tumbaban sobre la hierba, apareció una carreta solitaria y de ella salió, como en una alentadora quimera, un hombre alto y delgado. Aquel hombre alto se inclinó como un flexible abedul y le ofreció a Abraham un lugar en su carreta. Hablaba inglés con acento francés, su voz era baja y grave y le prometió a Abe que no lo dejaría morir. Aquel hombre era el obispo de Santa Fe y, mientras Abraham recorría las desconocidas calles, vislumbró en la distancia las almenadas torres de la iglesia de adobe de la ciudad y pensó en el obispo con un familiar estremecimiento de gratitud. Gracias al obispo, ahora él no era un montón de huesos de diecinueve años abandonados en la pradera, sino un joven saludable de veinte en Santa Fe. Se enderezó, se quitó el sombrero, alisó su estimado y abundante cabello y, cuando vio las luces amarillas del saloon en la distancia, se dirigió hacia allí.

Una vez en el interior, el aspecto de la temida crupier le sorprendió. Era más joven de lo que esperaba, su vestido era de tafetán rojo y dorado y sus facciones más inexpresivas que duras. Estaba de pie detrás de una mesa de juego y a su lado había un hombre con un sorprendente mentón partido que Abraham supuso que se trataba de Antonio. De vez en cuando, algún que otro cliente se acercaba a la mesa de juego. Algunos ganaban y otros perdían, pero nadie sacó una navaja y Abraham se convenció de que su hermano había sido alarmista en sus advertencias, como era típico en él.

A los diez años, Meyer ya era viejo, con sus estrechos hombros curvados por el sentido de la responsabilidad y su repertorio de advertencias siempre a punto. En primavera, cuando eran niños y jugaban en el Tiergarten, advertía a Abe de que no debía ensuciarse los pantalones, hablar con tenderos desconocidos o jugar con rudeza.

Abraham pidió un whisky y se sentó a la mesa más cercana a la puerta mientras se hacía la estúpida promesa de que, si se producía un tiroteo (de momento era lo único que había imaginado), al menos podría salir corriendo. Bebió y observó lo que ocurría. Se fijó en los dedos grasientos de unos hombres que hablaban demasiado deprisa para entenderlos y aceptó un cigarrillo de una jovencita de piel morena. No pudo evitar pensar que la escena era sumamente amena; una forma estupenda de pasar el tiempo. Y regresó al saloon las seis noches siguientes. Bebió la cantidad suficiente de un licor que unos comerciantes de Nueva Inglaterra quemados por el sol llamaban «Vamos, alégrate» y se metió con varias señoritas de tez pálida que no demostraron sentirse en absoluto ofendidas. Se fijó en que doña Cuca solo hablaba con unos pocos hombres y que, de vez en cuando, le susurraba algo a Antonio (o al menos al hombre que él suponía que era Antonio; por supuesto nadie los había presentado). Entonces Antonio se acercaba a un individuo y le ofrecía un trago, le hablaba con rudeza o, en los casos más beligerantes, lo acompañaba al exterior. En una ocasión, Abraham oyó un grito terrible antes de que Antonio volviera a entrar, pero supuso que el pobre bastardo probablemente se merecía lo que había recibido. Fuera lo que fuese. Uno tenía que estar totalmente loco, pensó, para emborracharse de aquella manera e importunar a los demás en el único saloon decente de la ciudad.

La séptima noche, cuando atravesó la puerta, vio que doña Cuca le susurraba algo a Antonio y que este dejaba un whisky en la barra y le indicaba a Abraham con su mentón partido que se sentara. Abraham se dio cuenta de que había estado esperando aquella invitación. Al mismo tiempo, pensó que no había ningún problema en que se sentara a la barra, que uno podía sentarse a una barra y que ello no implicaba que estuviera dispuesto a jugar.

Más whisky. Doña Cuca lo saludó con la cabeza. Finalmente, le sonrió. Fue como si lo estuvieran engatusando para que se acercara, como si la sensación del licor en su sangre y en su aliento y el hecho de ponerse en pie y acercarse a la mesa de Monte constituyera una broma, una broma privada entre doña Cuca y él.

Dejó una moneda sobre el tapete y, cuando ella finalmente habló, el tono de su voz fue sorprendentemente bajo. Abraham no entendió el español de doña Cuca y ella lo repitió deliberadamente en inglés, aunque no más alto:

—Caballeros, no se emborrachen.

—¡Ah! —exclamó él con un sonoro suspiro—, pero yo no soy un caballero.

Una risa ronca, una risa que sintió que se había ganado con esfuerzo.

—¿Su esposa le permite alejarse tanto de casa?

—Nada de permisos. —Abraham sonrió—. Y ninguna esposa.

Ella asintió con la cabeza. De repente, pareció sentirse aburrida.

—¿Entonces va a jugar?

Aparte de lo que había aprendido durante el viaje marítimo en tercera clase y en los mugrientos bares de los muelles de Nueva York y las calles de San Luis, Missouri, él no sabía nada de apuestas; solo que la casa siempre ganaba. Miró alrededor, a la clientela que, indudablemente, no era judía, a las pistolas con cachas de nácar que había encima de algunas mesas o en las pistoleras. El Monte era un juego de oros, copas y espadas; se trataba de un juego que uno aprendía a base de perder, pero Abraham se oyó decir a sí mismo:

—Sí. —Y repitió—: Sí, juego.

Esta vez lo dijo más alto, y no pudo evitar sonreír. Al fin y al cabo estaba en Nuevo México.

Aquella noche, hacía ya doce años, era un joven que estaba en deuda con su responsable hermano, al que debía el pasaje desde Alemania; un joven que no tenía dinero salvo la moneda que había dejado sobre el tapete y otra que guardaba en el bolsillo. Y también era un hombre que señaló un montón de monedas.

—¿Cuánto hay ahí?

Ella lo miró más atentamente y se inclinó sobre la mesa mientras unos brillantes de aspecto chabacano resplandecían en su pelirrojo cabello. Su vestido de tafetán crujió cuando ella se movió y a Abraham el sonido le resultó sumamente excitante.

—Unos cinco mil.

Doña Cuca no bajó la mirada y sus pestañas cobrizas no parpadearon y, mientras Abraham era consciente de su camisa europea y de su arreglado bigote, supo lo que ella veía en sus ojos.

—Haré algo más que jugar —dijo él—. Apostaré diez mil al rey de espadas contra la banca.

—Señor —dijo ella en tono burlón.

Él sintió que el «Vamos, alégrate» le calentaba las piernas.

Los padres de Abraham se habían conocido en unas reuniones sociales con intereses culturales y estaban abonados a una sala de conciertos. Abraham, por su parte, era un judío que, secretamente, carecía de oído para la música y a quien le importaban poco las sinfonías, los estudios o el negocio de antigüedades de su padre, con sus minuciosas preocupaciones estéticas. En Berlín, Abraham era un judío que luchaba contra los no judíos o se mostraba demasiado amigable con ellos y a menudo tenían que recordarle su rígida posición social. Pero allí, en aquella habitación llena de oficiales españoles, unos cuantos yanquis, un portugués grandilocuente y un puñado de bellezas rellenitas de piel morena, era un mercader alemán, un rico, a pesar de que todavía no había trabajado ni un solo día en aquel país.

—Empecemos, por favor —pidió Abraham.

Entonces pensó que la bebida que tenía en las tripas era brandy, solo brandy aderezado con algo dulce y ácido. Se había tomado una buena cantidad de aquel licor con el portugués, que ahora estaba sentado en una silla tapizada con terciopelo rojo y tenía una muchacha en su regazo; una muchacha que no debía de tener más de quince años.

—Está usted muy seguro de sí mismo, señor.

Abraham se fijó en que doña Cuca no era guapa y esta idea le produjo una sensación de poder perversa. No había nada guapo en ella salvo su peculiar cabello pelirrojo.

—Es evidente que usted también, señora.

—Señorita —lo corrigió ella, y apartó un rebozo a rayas de vivos colores dejando ver una pistola escondida entre su fajín de seda y su amplia cadera.

—Yo ya he hecho mi apuesta —afirmó Abraham.

Doña Cuca y el silencioso Antonio, quien tenía el pelo tan negro que despedía reflejos azulados a la luz de las lámparas, intercambiaron sendas miradas. Abraham la miró fijamente y doña Cuca empezó a barajar las cartas. Las manejaba hábilmente con sus fuertes manos. Sacó un dos y un siete y los colocó sobre la mesa. Abraham se dio cuenta de que la gente se estaba aglomerando a su alrededor y murmuraba «¡Jesucristo!». Cuando doña Cuca volteó la tercera carta, Abraham exhaló un aliento que no sabía que había estado conteniendo y, cuando ella sacó la cuarta, él soltó un grito; un grito alto y fuerte que nunca había oído salir de su blanca garganta.

Antonio no mostró ninguna emoción mientras recogía las monedas y se las entregaba a Abraham.

—Bravo —dijo doña Cuca, y a continuación envolvió tabaco en una farfolla de maíz y encendió su afilado extremo—. Dígame cómo se llama.

—Me llamo Abraham Shein.

Y, al oír el apellido de su padre en lo que, sin duda, era un antro de perdición, de repente se sintió como un niño. Se inclinó de modo que Antonio no pudiera oírlo.

—Debo confesarle algo, señorita —susurró inclinando la cabeza con un gesto teatral—. No tengo más que un puñado de dólares en el bolsillo. Me temo que, si hubiera perdido, habría contraído una gran deuda con usted. No habría tenido más remedio que convertirme en su esclavo.

Recogió las ganancias y se atrevió a sonreír.

—Abraham Shein —contestó ella, y Abraham se encontró con su dura y verde mirada—. Conozco esta baraja de cartas tanto como le conozco a usted. Usted es joven y estúpido, pero un día me ayudará. No se confunda, le he repartido esas espadas a propósito. No deseaba arriesgarme a tener que matarlo.

Después de todos aquellos años, doña Cuca seguía trabajando por las noches supervisando las apuestas, el bar y a las muchachas. Todavía era callada y su cara inexpresiva y seguía siendo una señorita que no pensaba casarse a menos que el matrimonio elevara su posición en el mundo: la elevara mucho más de lo que ella había conseguido con sus considerables habilidades. Y seguía teniendo fama de ser peligrosa para otras personas: solo para los imbéciles y los infelices.

Un viernes por la noche, después de cenar en casa de su hermano, Abraham irrumpió en el saloon. Tras la cena, había acompañado a Eva a casa, pero él ni siquiera entró. Ella nunca le preguntaba a dónde iba y esto le inquietaba, porque el silencio era peor que un interrogatorio. Sus oscuros ojos lo mortificaban con sus acusaciones. ¿Qué derecho tenía ella a tener aquellos ojos? Se clavaban en él incluso cuando no los veía, aun cuando ella dormía profundamente en mitad de aquellas noches negras como el carbón.

Cuando Abraham se sentó a la barra, Antonio le sirvió un Brandy Sour y un bol de galletas saladas. Porque Antonio era un camarero excelente y sabía cuánto le gustaban las galletas saladas, sobre todo cuando estaba nervioso.

—¡Cuca! —llamó Abraham seguro del afecto que ella le profesaba a pesar de que, recientemente, había perdido un montón de veces en el juego y no había pagado su deuda.

Estaba seguro de su afecto a pesar de saber (no era ningún incauto novato) que había entrado a formar parte del círculo de deudores de doña Cuca, con los que no se sentía vinculado, porque, al fin y al cabo, doña Cuca y Abraham Shein tenían una relación que iba más allá de la de un crupier y un jugador. Se trataba de una relación que implicaba comprensión, una sensibilidad tácita que quedaba patente en sus bromas y en su comunicación no hablada. Abraham tenía la certeza de que doña Cuca sabía que solo era cuestión de días, quizá semanas, que le devolviera lo que le debía con intereses. Ella no demostró tener ninguna prisa mientras se abría paso hacia él a través de la sedienta multitud. Cuando llegó hasta él, sonriendo y con su peculiar cabello pelirrojo y sus ojos verdes, él la saludó como de costumbre:

—Algún pobre bastardo irlandés debió de pasárselo en grande con una de tus múltiples antepasadas.

Ella también le respondió con su saludo rutinario:

—¡Dios ayude al bueno de Meyer Shein por meterse en negocios con un bastardo como tú!

A veces, sin previo aviso, sus bromas ofendían profundamente a Abraham y aquella noche fue una de aquellas veces. Era verdad que Meyer había fundado el negocio y que gestionaba el dinero y que Abraham no era el hombre más comedido con el dinero de la ciudad, pero a veces Abraham estaba convencido de que los aires de superioridad de su hermano solo se debían al hecho de que sabía que corrían bromas como aquella por la ciudad y que, cuando Abraham asumía, de vez en cuando, riesgos fallidos, podía meterse con él con toda libertad.

Abraham estaba un poco arruinado. En el saloon podía beber brandy, comer galletas saladas y disponía de crédito sin problemas (de hecho, Cuca fingía sentirse insultada cuando él intentaba pagar cada vez que consumía algo, como si se tratara de un desconocido) y agasajaba a las mujeres de los oficiales de Fort Marcy regalándoles, a escondidas, mantones de seda y también cigarros mexicanos, dulces y buenos vinos franceses para las fiestas. Pero Abraham no solo seguía debiendo a su hermano el pasaje del viaje desde Alemania, sino que Meyer estaba perdiendo la paciencia por todos aquellos artículos que desaparecían en nombre de la generosidad de Abraham hacia otros. Según Meyer, el lento daño que Abe causaba no compensaba su habilidad con los clientes, sus incuestionables y curiosas dotes de persuasión. Lo cierto era que los artículos de la tienda se vendían bien con o sin los alardes de generosidad de Abe.

A diferencia de Abraham, Meyer no había viajado a Norteamérica empujado por elaboradas fantasías, sino, únicamente, como una forma de evitar el servicio militar obligatorio alemán. A diferencia de Abraham, no se había alistado en la Guerra Civil norteamericana y le importaban poco la posición social y la reputación. Lo único que le interesaba era el trabajo y la familia, la familia y el trabajo. Para Meyer, la euforia consistía en montar a caballo los domingos con su familia hasta el poblado indio, donde, por lo que Abraham sabía, hacían poco más que comer sobre una manta y contemplar el horizonte como hacía el ganado. Meyer no apostaba; ni siquiera en las partidas semanales de póquer que se celebraban en casa de Wolf Spiegelman y que pronto empezarían.

—Dime —pidió Abraham mientras contemplaba la cara envejecida de Cuca a través de un velo de perfume y humo—. ¿Te he resultado útil como anunciaste una vez hace mucho tiempo?

—Tú ya sabes que me has ayudado. ¡Has perdido tantas veces apostando!

Cuca rio con su risa ronca, que, normalmente, reconfortaba a Abraham, pero aquella noche no fue así.

—¿Me has traído lo que me debes?

Él tosió. El whisky le quemó la garganta, y se avergonzó de su propio asombro. Nunca imaginó que Cuca le formularía aquella pregunta.

—No te he traído nada —contestó quizá demasiado deprisa—. Me disculpo —añadió, mirando directamente aquellos ojos fantásticos y verdes que nunca parecían parpadear—. Pero ya sabes que no tienes por qué preocuparte por eso —dijo con descaro—. Conmigo no.

—¡Oh, yo no me preocupo! —replicó ella con naturalidad—. Solo los tontos se preocupan.

Abraham se rio, pero notó que su risa era diferente. Se trataba de la risa de un hombre que se estaba acostumbrando a perder. Se esforzó para que la indignación no se reflejara en sus facciones, que mostraban una sonrisa alarmantemente amplia.

—¿Cómo está tu princesa? —preguntó ella como si le estuviera interrogando por un problema de termitas o un caso de gota.

—¿Mi princesa? —Abraham suspiró—. Bueno, supongo que está bien —contestó.

Intentó no pensar en las joyas de su mujer, aquellas valiosas reliquias de familia que constituían una parte significativa de su dote y que se suponía que no debían vender nunca. Abraham medía su carácter por el hecho de que nunca había estado tentado de empeñar las joyas de su mujer. Aun así, no podía negarlo, le gustaba saber que estaban allí. A veces, miraba hasta diez veces en un mismo día debajo de la cama, donde las joyas vivían en un joyero cerrado del que solo Eva y él tenían la llave.

—Mi princesa… necesita descansar.

—Como todos —repuso Cuca con voz inexpresiva.

Era evidente que no había cambiado la opinión que tenía de la voluble señora Shein. Abraham había visto a Eva sonreírle cálidamente un día mientras paseaban por la plaza y, menos de una semana más tarde, mirarla con tanta frialdad que Abraham se sintió avergonzado; no tanto por el esnobismo de su mujer, sino porque conocía la causa profunda de su reacción. Él percibía su atenta mirada en mitad de la noche, cuando él se metía tarde en la cama oliendo de una forma totalmente distinta a como olía el hombre que ella había visto a primera hora de la mañana. Abraham sabía que Eva suponía que doña Cuca regentaba un burdel, lo que, desde luego, era cierto, y que él era un cliente regular del mismo, lo que, de hecho, no lo era. Había una muchacha con el cabello negro y ondulado y una seductora separación entre los dientes que se sentaba de vez en cuando en su regazo, pero por mucho alcohol que él hubiera bebido, siempre conseguía rechazar cualquier invitación por parte de ella.

Cuca inhaló hondo el humo del tabaco, lo que no repelió a Abraham.

—He oído comentar lo del baile del gobernador —dijo ella finalmente.

—Sí —respondió él—. Buen asunto para el negocio de los hermanos Shein.

—Sí, eso creo. Suministrar las provisiones para una fiesta en Fort Marcy. ¡Muy bien!

Apagó su cigarrillo en el vaso casi vacío de Abraham y él no pudo evitar lamentar la pérdida del último sorbo mientras se daba cuenta de la hostilidad que se escondía detrás de aquella colilla apagada.

—Envíos de ostras conservadas en hielo. Eso es lo que he oído. Y cajones de champagne francés. ¿Qué se pondrá la señora Shein?

Frunció la boca con impaciencia, esperando la respuesta de Abraham, pero él solo pudo decir:

—Lo tendrás.

Lo dijo en voz tan baja que no tuvo más remedio que repetirlo.

Ella realizó una mueca durante un instante y al final suspiró.

—Eso es bueno, señor. Muy bueno. —Entonces apartó con decisión la arruinada bebida—. Antonio —llamó con una sonrisa rabiosa—. Otra para el Guapo. Parece sediento, ¿no?

En casa del mayor de los Spiegelman la partida estaba en marcha y, cuando Abraham entró en la habitación, los hombres apenas lo saludaron con la cabeza de tan concentrados como estaban. El suelo de tierra estaba cubierto con tablas de pino y mientras estas crujían bajo las suelas de las botas de Abraham, él se dio cuenta de que ya no podía pisar un suelo de madera sin sentirse culpable.

Recordó que, el mes anterior, se celebró el primer Yom Kippur oficial en la ciudad. Se decía que por fin se había celebrado porque la llegada de una nueva esposa judía, ¡la señora Eva Shein!, había empujado a la población a reaccionar y dejar de actuar como unos niños caprichosos que intentaban eludir el cumplimiento de las tradiciones. Y también recordó que, cuando su familia y sus colegas se reunieron para la celebración en aquella misma habitación, lo que él experimentó con más intensidad no fue el sentimiento religioso ni el espíritu comunitario, sino pánico y resentimiento al percibir en la cara de Eva su lucha interna contra la impura envidia. Sus ojos se fijaron inmediatamente en las paredes tapizadas de seda y cubiertas de retratos al óleo de la casa de Spiegelman. Esto, más que cualquier otra comodidad, parecía representar para ella cierta sensibilidad europea que, para su satisfacción, por lo visto no era la única que la anhelaba.

Más tarde, aquella noche, Eva le indicó a Abraham que Wolf Spiegelman, su apreciado colega y feroz competidor, parecía compartir su interés por los suelos de madera, un interés que él había, si no despreciado, sí desechado. Eva le recordó que Theo, el hijo de los Spiegelman, regresaría pronto de su viaje a Alemania con su reciente esposa y planes inmediatos para construir una casa adecuada; en general, ambas cosas ocurrían sucesivamente. Eva murmuró duras palabras mientras le daba la espalda bajo las sábanas y su pequeño y tenso cuerpo se encogía sobre sí mismo. A Abraham le recordó, más que a nada, a una oruga. Mientras él la rodeaba con sus piernas, mientras subía su camisón (voluminoso hasta el punto de resultar ridículo), ella insistió en que no se avergonzaba de albergar aquellos deseos de comodidad a pesar de vivir lejos de casa; a pesar de vivir allí, en lo que ella llamaba la América de Abraham.

Abraham aceptó un bourbon de don Romero, el anterior gobernador, y se sentó en su sitio habitual, entre Spiegelman e Isinfeld, aunque aquella noche Isinfeld estaba sentado al otro lado de la mesa. En su lugar estaba, nada más y nada menos que el obispo, quien, tras años de rechazar rigurosamente cualquier invitación social en la que el juego estuviera presente, después de su reciente viaje al extranjero, había claudicado. El obispo tenía sed de europeos, cualquier europeo, incluso de los judíos o al menos a ellos les gustaba tomarle el pelo en este sentido. De modo que allí estaba, bebiendo sorbos de vino y con aspecto apesadumbrado, como era habitual cuando los veía jugar, como si se tratara de un niño enfermizo en el patio de un colegio; no muy distinto de Meyer, porque lo que él quería hacer realmente (o eso imaginaba Abraham), era apostar. No obstante, nunca jugó ni una mano. Aquella era la segunda vez que asistía a una de sus partidas desde su teatral y largamente esperado regreso. El hecho de que hubiera sobrevivido no solo a los ataques de los indios (por no mencionar los peligros del océano o los brotes del temido cólera), sino también a la muerte misma, a la muerte impresa en los periódicos, había hecho del obispo Lagrande un héroe de magnitud no menos que mítica.

Aun así, allí estaba, una figura devota y taciturna, con los ojos empañados de melancolía. Abe no se quitó la chaqueta e hizo lo posible por ignorar la actitud del obispo, que no podía más que considerar un augurio de mala suerte.

El círculo terminó la mano en curso y a Abraham le pareció increíble que Cuca le soltara que tenía que devolverle el dinero que le debía. De modo que empezó a dale vueltas no a cómo podía devolverle el dinero lo antes posible, sino al mortificante hecho de que su petición, dada la amistad que había entre ellos, por no hablar del puesto que él ocupaba en la comunidad, resultaba insultante, miserable y un auténtico atropello. Levantó el dedo hacia quien repartía las cartas y mientras este las colocaba suavemente delante de Abraham, él no pudo evitar darse cuenta de cómo le gustaba su sonido casi imperceptible y de que su reloj de la suerte ardía en su bolsillo como solía hacer antes de una gran jugada vencedora.

—Juegue una partida, obispo, solo esta vez —pidió Abraham mientras sentía el vigorizante y agradable tacto de las cartas.

Las estudió y, después de ordenarlas, bebió un generoso trago de bourbon. Se trataba de una mala mano, pero Abraham se recordó a sí mismo que, aunque se requería algo más que buenas cartas para ganar una partida, para ganar una de importancia crucial no se necesitaban buenas cartas. Se reclinó en la silla y estiró las piernas como si no pudiera estar más cómodo.

Isinfeld miró con nerviosismo a través de sus gafas de montura de alambre; Spiegelman tamborileó con sus uñas demasiado largas y se mordió el labio inferior y Sheinker encendió otro puro. Se trataba de hombres con hábitos nerviosos de toda la vida; hombres que, obviamente, se preguntaban si Abraham estaría a la altura de su reputación y subiría las apuestas. Como era habitual, cada vez que entraba en casa de Spiegelman, percibía que su llegada era tanto temida como bienvenida; su presencia era inseparable de su potencial para llevar una partida más allá de lo que cualquiera de ellos desearía. A veces, a Abraham aquella reticencia le resultaba enternecedora, pero aquella noche, vio a sus colegas a través de los lentes de la indignación: ellos también habían atravesado el océano y las planicies; ellos también habían sobrevivido a pandillas de salvajes, climas adversos y terrenos abruptos para acabar allí, sentados y preocupándose. ¡Eran todos tan pusilánimes y tenían tanto miedo a perder!

Fingió bostezar, introdujo la mano en el bolsillo superior de la chaqueta y sacó los billetes que había destinado para el triunfo crucial de aquella noche. Los puso con determinación sobre la mesa; una respuesta silenciosa a la silenciosa pregunta de sus colegas mientras se aseguraba de mirar a cada uno de ellos a los ojos. Todos sostuvieron su mirada con la patente intención de adivinar si Abe realmente contaba con las cartas adecuadas para respaldar aquella apuesta. Sheinker aportó su parte de la apuesta, y lo mismo hizo Isinfeld, hasta que el montón no fue cosa de broma.

—¿Juega usted, obispo? —insistió Abraham.

El obispo sacudió la cabeza con tristeza y Abraham sintió el deseo repentino de propinarle un puñetazo, de darle algo mucho más fuerte con lo que lidiar que un simple vaso de vino. Quería obligarlo a reír; no a esbozar una sonrisa nostálgica que, normalmente, se mostraba como un débil suspiro típicamente francés, sino a reír de una forma más auténtica, con una risa que temporalmente le recordara que, a pesar de ser un clérigo, todavía era todo un hombre y que pocas cosas lo diferenciaban de una habitación llena de mercachifles.

—¿Qué demonios le ocurre? —preguntó Abraham con una voz que apenas disimuló su indignación.

¿Cómo podía jugar una mano vencedora con aquella sombra recriminadora? «Yo no creo en Jesucristo —estuvo a punto de decir entre dientes—. ¿Realmente cree que puede juzgarme como a un bastardo mexicano de un rancho aislado o una criada que suplica su bendición?» De repente, Abraham tuvo la certeza de que el obispo lo sabía todo: no solo su desafortunada mano de cartas, sino sus cargas y deudas secretas, sus promesas vacías…, y que su aspecto abatido no era más que una forma sutil de censura.

Spiegelman refunfuñó y Abraham apartó la silla de la mesa. Las patas rechinaron sobre el suelo de madera y aquel sonido le resultó extrañamente placentero.

—Simplemente quiero saber qué preocupa a nuestro amigo el obispo —dijo Abraham—. ¿Acaso no distinguís cuándo un hombre está atormentado?

Apoyó las manos en los hombros del obispo y, para su sorpresa percibió, a través de la áspera lana de la sotana, que eran sumamente huesudos.

El obispo medio sonrió y sacudió la mano para que se apartara, como una mujer que dijera que no pasaba nada, que negara que su marido estaba borracho, e insistiera, con una sonrisa nostálgica, en que ella también se lo estaba pasando bien. Pero Abraham no estaba borracho; no realmente. Era de constitución robusta y, con el tiempo, había madurado como un queso fuerte e intenso. Se necesitaba mucho alcohol para que, en una sola noche, llegara a hablar con voz pastosa y perdiera la memoria. ¿Por qué Cuca le había hablado de aquella manera?, se preguntó. Su dinero estaba en el centro de la mesa, debajo del montón de billetes. Durante un instante, no vio dinero, sino solo papel sucio, impreso con caligrafía elaborada e ilustraciones ambiciosas. Vio que alguien había elegido la imagen de unas mujeres vestidas con ropa griega que, de forma irónica, pensó él, pretendían representar la justicia y el honor. El montón de billetes parecía inocente y poco sólido y, al mismo tiempo, vulnerable y majestuoso como las plumas de un pájaro raro y muerto.

—Nuestro buen amigo católico —masculló bajando la voz. De repente no sintió nada salvo la necesidad urgente de saber lo que pasaba por la mente del obispo—. No puede usted engañarme.

—Déjalo tranquilo, Abe…

Las manos de Abraham ya no tocaban los hombros del obispo, sino que estaban por encima de estos, con las palmas extendidas.

—¿Qué ocurre? —preguntó como habría hecho su madre si uno de sus hijos estuviera causando problemas—. ¡Está aquí sentado y abatido después de haber sobrevivido cuando debería estar disfrutando de la vida! ¡Su vida!

Tomó sus cartas y las mantuvo cerca del pecho, donde el corazón le latía desaforadamente porque sabía lo que venía a continuación a pesar de no estar completamente seguro. Sintió en sus piernas el mismo calor que experimentó la primera vez que apostó en la ciudad; sintió aquel impulso irrefrenable que había aprendido a respetar.

—¿Tan importante es este juego que no podemos hablar como amigos?

—No es nada —intervino el obispo sucintamente—. Es solo que… —Se interrumpió, obviamente consciente de que, de algún modo, Abraham había conseguido obligarlo a hablar. Y lo hizo con voz rápida y entrecortada, como si quisiera terminar la frase lo antes posible—. Os pido disculpas, pero no consigo más fondos. Mis recursos… —Negó con la cabeza—. Ya no dispongo de más recursos.

Spiegelman se agitó en la silla y contempló el montón de dinero como si se tratara de otro jugador de quien desconfiar. Deslizó la mirada de sus cartas al dinero, estudió por última vez sus cartas y, finalmente, igualó la apuesta.

—¿Y la Asociación Francesa? —preguntó Spiegelman al obispo obviamente trastornado y molesto por aquel giro en la conversación.

El obispo hizo una mueca y sacudió lentamente la cabeza.

—Si no se me ocurre nada…, todos mis planes, los habilidosos picapedreros de Francia…, n’est ce pas? Todo habrá sido inútil. La catedral solo existirá en mi mente. Esto es…, como comprenderéis, c’est un desastre —soltó finalmente.

Abraham se sentó y miró al obispo. Se imaginó que sus cartas eran como almas esperando en una hilera. Bebió otro sorbo de bourbon y las caras de sus compañeros se volvieron borrosas; ni siquiera pudo distinguir sus propias cartas. Lo único que vio fueron unas llamas de queroseno reflejadas en las gafas de Isinfeld, el extremo encendido del puro de Sheinker y la reina y las espadas de la partida de Monte que jugó doce años atrás, cuando entendió lo que significaba ganar marcándose un farol; cuando comprendió que marcarse un farol era la mayor victoria de todas. Vio todo aquello y, por encima de todo, se vio a sí mismo. Se vio como un cazador ve a su presa, salvaje y llena de vida, y era desde aquel punto de vista como más se gustaba a sí mismo. Vio que dejaba el resto de su dinero, hasta el último billete, encima del montón y que sus compañeros de juego empalidecían. Abraham sabía que estaban contando el excepcionalmente abultado montón en sus mezquinas mentes y que se preguntaban si Abraham había llegado a su límite. Se imaginó el forro de seda marrón del bolsillo superior izquierdo de su chaqueta, el espacio vacío que, apenas unos segundos antes, estaba lleno de dólares que había ido sacando poco a poco de la oficina de la tienda Shein Brothers’, de un escondite situado debajo de un tablón del suelo cuya existencia Meyer creía que él desconocía. Y mientras todos los jugadores salvo Spiegelman se retiraban, uno detrás de otro, como los conservadores que Abraham sabía que eran; mientras todos menos Spiegelman rehusaban cubrir la apuesta de Abe recortando sus pérdidas y perdiendo lo que ya habían apostado, Abraham Shein y Wolf Spiegelman quedaron enfrentados cara a cara. En la habitación se respiraba tanta tensión que a Abe no le sorprendió ver que incluso el obispo bebía un vaso lleno de vino de un solo trago.

Los momentos como aquel eran los que más le gustaban y disfrutó viendo cómo Wolf se rascaba la cabeza mientras decidía qué hacer. Abraham disfrutó de aquella larga pregunta, pero todavía disfrutó más de la respuesta: Wolf Spiegelman claudicó y dejó sus sudadas cartas sobre la mesa con el ceño fruncido.

Abraham se aseguró de mantener la sonrisa: la obstinada confirmación de que aquello no era nada más que una diversión de caballeros. Entonces alargó los brazos para recoger todo aquel delicado, precioso, preciosísimo dinero manchado de tinta y de huellas de dedos. Las manos le temblaban porque sabía que los riesgos de la noche todavía no habían terminado y que no era momento de contenerse.

—Insisto —declaró, respirando con extraña pesadez mientras se alisaba el cabello con una mano—. Obispo, insisto en que acepte este dinero que he ganado. Usted es un gran amigo de todas las criaturas de Dios, incluso de los judíos…

Se obligó a sonreír, pero en la habitación nadie reía. Una vez más intentó mirarlos a los ojos a todos, pero Spiegelman evitó su mirada mientras tamborileaba rápidamente con sus largas uñas en la mesa, como si se tratara de un tambor militar.

—Amigos míos —continuó Abraham—, no puedo permanecer impasible mientras este gran hombre pasa apuros. Por lo tanto le pido, le pido encarecidamente que acepte este dinero ahora mismo. Lo último que queremos es dar la impresión a nuestro amigo de que formamos parte de, ¿cómo lo llaman?, de una aristocracia sin corazón, de modo que, por favor, obispo…

—Abraham… —lo interrumpió el obispo.

—No pienso escuchar ni una palabra hasta que lo haya aceptado.

El obispo Jean-Paul Lagrande miró avergonzado a aquellos hombres y cogió el dinero antes de que Abraham cambiara de opinión. Obviamente, se sentía tan aliviado que lo único que pudo decir fue gracias.

—Caballeros —dijo Abraham—, por favor, continúen.

Cuando se dio cuenta de que se había congraciado con un miembro de la comunidad mucho más respetado (aunque, también, mucho más pobre) que doña Cuca, Abraham sacó un puro de la caja de ébano de la mesa y contuvo una sonrisa tan genuina como terrible. No le correspondía a él tener grandes gestos como aquel; Abraham era consciente de ello. Era consciente de que su mujer se merecía una casa y que doña Cuca merecía que le pagara lo que le debía del mismo modo que sabía que no estaba bien haberle robado a su hermano. También era consciente de que aquellos hombres no eran estúpidos: todos consideraban que la motivación de su benevolente acto era bastante sospechosa y aun así tenían que reconocer que Abe había ganado el dinero limpiamente. Además, Abraham los había puesto en un aprieto innegable porque, quien propusiera seguir apostando para conseguir ganancias personales sería considerado poco menos que incívico, y aquellos tres hombres fundamentaban su posición social en su reputación casi tanto como en su posición económica. Por otro lado, ninguno de ellos quería que pareciera que, simplemente, estaba siguiendo el ejemplo de Abraham.

Abe era consciente de la rabia que sentían, pero ellos no podían hacer nada sin parecer mezquinos o meros imitadores, al menos no aquella noche. Uno solo tenía que mirar alrededor para comprender por qué Abraham se sentía orgulloso: el obispo parecía haberse quitado diez años de encima y ¿el resto de los hombres? Aquellos hombres parecían derrotados.

Ellos, sus correligionarios, sus compañeros de juego, sus colegas, miraban a Abraham fijamente, y mientras él chupaba el sabroso puro, sabía que todos intentaban decidir cómo actuar.

A pesar de lo que acababa de hacer, Abraham sabía que ellos lo menospreciaban por considerarlo algo disoluto. Después de vivir más de una década en aquella región, y a pesar de que ahora ya había damas en la ciudad y de que él había realizado el considerable esfuerzo de ir a buscar una esposa alemana, no solo seguía frecuentando todo tipo de establecimientos de bebidas alcohólicas por muy mala que fuera su reputación, sino que insistía en hablar, casi exclusivamente, no el inglés común, sino el inglés de los norteamericanos que estaban fuera de la ley. Abraham sabía que aquellos hombres habían compartido con el obispo un leve desdén hacia su atronadora voz y sus frecuentes declaraciones provocativas y que, aunque habían despreciado silenciosamente sus a veces rudos modales, también sentían agradecimiento hacia él por ser diferente y ofrecerles un cierto sentido de solidaridad. Gracias a él se había creado un vínculo entre ellos y el obispo de voz comedida, pero, con su repentino y descomunal acto de generosidad, acababa de romper aquel vínculo.

—Seguid jugando —declaró Abraham en tono afable—. Pero yo me retiro.

Abraham y el obispo salieron de la casa de Spiegelman y se quedaron de pie en la calle desierta bajo un cielo tachonado de estrellas.

—Me temo que tu generosidad los empujará a realizar apuestas todavía más elevadas esta noche —declaró el obispo tras unos instantes de silencio—. ¿Crees que dejarán de jugar antes de que se haga de día?

—Bueno, dudo de que sus hábitos de juego tengan algo que ver conmigo. A ellos les gusta ganar —contestó Abraham casi a la defensiva. Se encogió de hombros—. Y a mí también.

—Sí, soy consciente de ello —afirmó el obispo.

Deslizó su mano llena de anillos por su mandíbula, como si la fina barba que la cubría a aquellas horas de la noche le produjera una sensación desconocida e incluso desagradable. Entonces carraspeó sin apartar la mirada de las estrellas y añadió:

—Y haré todo lo que esté en mi mano para que lo consigas. Tu benevolencia será recompensada.

Abraham estrechó su mano y lo abrazó de forma espontánea. La sotana del obispo estaba impregnada de olor a humo y cera de velas, pero Abraham también percibió un rastro de riqueza, un aroma que horas más tarde, cuando estuviera tumbado y despierto en su cama al amanecer, identificaría como el olor de la mantequilla. Dio un par de palmadas en la huesuda espalda del francés y, finalmente, deshizo el abrazo. Las ruedas de una carreta giraban unas manzanas más lejos. Unos burros rebuznaban a la luna.

Tomaron caminos separados, levantando polvo en dos direcciones distintas.

—¡Abraham! —gritó el obispo a unos metros de distancia—. Bonne nuit.

Abe nunca lo había oído hablar tan alto y, de algún modo, le resultó inquietante.

Cuando ya no lo vio a lo lejos, Abraham se imaginó el contorno de su propio cuerpo contra el cielo nocturno, el impreciso trazo de un niño emborronado en los bordes. De repente, le dolieron la espalda y los hombros y se planteó ir al saloon de doña Cuca para tomar un último y reconstituyente bourbon; a aquellas horas de la noche y después de las ganancias obtenidas durante el día, era del dominio público que Cuca se mostraba un poco más razonable.

Era una noche sin viento y Abraham podía oírlo todo, cada piedra que pisaba, cada coyote en la distancia… Pensó que, si prestaba la atención suficiente, oiría más allá de las gruesas paredes de adobe y percibiría el sonido de una cerilla al ser encendida, discusiones sobre dinero, vulgares escenas de amor, pero conforme se acercaba a la esquina, oyó, aunque levemente, el sonido real de unos gemidos, como los de un perro a punto de morir. Los oyó por encima del lejano piano del saloon, acelerado y desafinado; por encima del entrecortado balbuceo de los borrachos y de los puntos culminantes de las intermitentes risas. Oyó aquellos gemidos y sintió una gran tristeza, aunque no curiosidad. Aceleró el paso hacia la luz y el sonido que le eran familiares y, de algún modo, le invadió la imperiosa necesidad de que Cuca comprendiera que no era el tipo de hombre que consideraba que su fortuna personal era lo único importante en la vida. Cuando dobló la esquina, caminaba tan deprisa que pasó por delante del origen de los gemidos y estuvo a punto de no darse cuenta. Al fondo del callejón donde se amontonaba y llevaba meses amontonándose la basura; donde hacía tiempo que los perros escuálidos y hambrientos habían acabado con todos los restos comestibles, dos figuras imprecisas le estaban propinando una paliza a un pobre desgraciado y, por el sonido, cada vez más tenue, de los gemidos suplicantes, lo estaban haciendo de maravilla. Abe no los miró ni siquiera momentáneamente porque conocía bien sus caras. Hacía años que trabajaban para Cuca haciendo exactamente aquello, y el hecho de que estuvieran dándole una paliza a un hombre no le sorprendió. Cuando abrió las puertas del saloon, sintió que su cara se dividía en dos y se dio cuenta de que estaba sonriendo. Se imaginó a los hombres del callejón: un mexicano rechoncho y un fornido angloamericano de Denver y pensó que debían de haber terminado su tarea porque los gemidos, que habían sido tan jodidamente insistentes, ya no se oían. Pero entonces se dio cuenta de que, nada más cruzar aquella puerta, la sala lo absorbería y dejaría fuera todo lo demás. Durante un rato, el mundo exterior permanecería totalmente en la oscuridad.