EL GANSO

Las náuseas se abrieron paso a través del sueño y Eva corrió al lavabo mientras tropezaba con el dobladillo del camisón. Estaba embarazada, ahora estaba segura; lo supo en el mismo instante en que oyó el inusual graznido. Se había acostumbrado a la compañía del canto de los gallos a aquella hora del día, al ladrido de los perros y al golpeteo sordo de los cascos de los caballos que salían de la ciudad. También se había acostumbrado a las maldiciones que proferían los jugadores con sus voces tensas y desesperadas después de haber perdido hasta la última moneda, pero aquel graznido le resultó desconocido, aunque juraría que lo había oído mucho tiempo atrás. Mientras se refrescaba la cara con agua fría, lo que no evitó que siguiera teniendo el estómago revuelto, sintió un vergonzoso y breve impulso de abortar. ¿Por qué había de tener ella un hijo y Henriette no? ¿Podía Dios cometer semejante injusticia?

Entonces se dio cuenta de que el graznido procedía de un ganso.

Permaneció unos instantes debajo de las vigas del portal, con un mantón apretado sobre los hombros, mientras respiraba el paliativo aire del nuevo amanecer. Los graznidos habían cesado y no había ningún ganso a la vista. Entonces Eva se rio en voz alta, convencida de que se había imaginado la existencia de aquel animal porque, a pesar de las náuseas o debido a ellas, por primera vez desde que, seis meses antes, llegaron a Santa Fe tenía apetito. No había ningún ganso, solo burros apestosos que sacudían sus mugrientas colas y un borracho solitario que trastabillaba por el centro de la calle, aparentemente atraído por ambos lados de esta pero incapaz de decidirse. Eva se escondió detrás de la puerta para que él no la viera, pero no la cerró del todo. El cielo del amanecer era uno de los pocos aspectos verdaderamente espléndidos de aquella vida indigna en la que se encontraba y un invierno atroz se aproximaba a gran velocidad, de modo que estar en el umbral de la puerta sin temblar como una hoja podía considerarse una bendición. El aire fresco presagiaba la llegada del invierno, pero ella ya lo sentía en los huesos. Aquellas habitaciones con paredes cubiertas de barro se cernirían mucho más sobre ella cuando no pudiera dejar las puertas abiertas, y se imaginó pasándose los días esperando la llegada de un envío de prendas de lana; un envío perpetuamente aplazado o asaltado por los bandidos: cada cuadrilla más aterradora que la anterior. Se imaginaba que le contaban que Billy el Niño y sus hombres escaparon con un cargamento de prendas de lana femeninas mientras que otras partidas: el tabaco de mascar, las navajas de afeitar y los cigarros mexicanos no habían sufrido ningún percance. Ya podía oír la conversación que mantendría con Abraham en un tono al que cada día estaba más acostumbrada; un tono entre burlón y hostil. Él le recordaría que ella había recibido una formación en costura y que, por lo tanto, no comprendía que los elegantes bordados que había realizado durante la juventud no le sirvieran para elaborar su propia ropa interior de lana aunque esa no hubiera sido la finalidad. El invierno indudablemente sería atroz.

Pero después de permanecer un rato en el umbral de la puerta, con ganso o sin él, después de inhalar, durante aquella mañana de octubre, la revelación secreta de que por fin su vientre albergaba un bebé, repentinamente la invadió un sentimiento que, poco a poco, identificó como orgullo. Aunque lo que le había dicho a Abraham era cierto: hasta entonces no había hecho nada para evitar un embarazo, también era verdad que no lo había deseado del todo. ¿Cómo podía permitirse una vida tan completa?, ¿una vida que su hermana nunca tendría? «Henriette», dijo como solía hacer a veces, como si el nombre se hubiera transformado en otra palabra, como «ayuda», «¡cielos!» o incluso «hola». A veces, la pronunciaba cuando Abraham no iba a casa a cenar o cuando le levantaba la voz como respuesta a su pregunta: «¿Cuándo construirás nuestra casa?» En esas ocasiones, ella a veces la susurraba como si fuera una condena: «Henriette.» Y, una vez, pronunció otro nombre en la almohada de su marido, un nombre que se mantenía extraño y hermoso porque ella nunca lo decía en voz alta, un nombre que ella todavía no sabía si amar u odiar. Lo dijo cuando supo que había elegido aquella vida como respuesta a la posibilidad de otra vida, y cuando, ciertas mañanas, la almohada de su marido olía a manteca de cerdo y galletas saladas. Entonces ella sabía, sin preguntar, que él había estado en el saloon más barato de la ciudad, que también era el que estaba más cerca de la casa. Allí, una prostituta mexicana ofrecía whisky y mujeres: mujeres de piel oscura, mujeres que fumaban cigarrillos y que recorrían las calles camino del trabajo lentamente, como si dijeran: «Miradnos, no nos escondemos. Deberíais saberlo.» Pero en aquel momento susurró el nombre de su hermana con reconocimiento, mientras el sol naciente se difuminaba en el cielo como arena que se tamizara lentamente en más arena; un cielo pálido que era casi imposible diferenciar de los descoloridos edificios de adobe, de la tierra misma.

Cuando apartó la mirada de las cambiantes franjas del horizonte, se dio cuenta de que, después de todo, los graznidos no habían sido producto de su imaginación. El ganso estaba delante de ella, en silencio, incluso con expresión grave; sus ojos negros y redondos como cuentas se clavaban en los de Eva como si pudiera leerle la mente, como si viera el daguerrotipo de Henriette cuando tenía doce años, mientras recogía moras para elaborar una salsa. El ganso (que Eva enseguida decidió que no pertenecía a nadie) tenía plumas grises y pardas mezcladas con otras de borde blanco y algunas estaban estropeadas. Estaba lo bastante cerca de Eva para mordisquearle el tobillo y la miraba directamente a la cara. Eva recordó que las moras mancharon la fina tela de algodón de la falda de su hermana y que Henriette se enojó tanto que se le pasaron las ganas de comer su plato favorito: dorado y crujiente ganso asado.

—¡Va! —gritó Eva probando su español, cosa que no se atrevía a hacer delante de otros seres humanos; no desde que Chela le había dejado claro que su voz sonaba como si tuviera algo atascado en la garganta.

Eva se contuvo y no le dijo que lo que tenía atascado en la garganta era todo el idioma alemán, el idioma que ella amaba.

—¡Va! —volvió a gritar, esta vez más alto, pero el ave, simplemente, cambió el peso de una pata a la otra, hasta que fue Eva quien retrocedió hacia el interior de la casucha de adobe que Abraham llamaba su hogar.

Eva se quedó en el centro de la cocina y se acordó de que, pocas horas después de llegar, se puso a separar los platos de los lácteos de los de la carne, y que Abraham, después de observarla brevemente (ella creyó que se sentía orgulloso, incluso emocionado), le dijo: «Ya hemos terminado con todo eso, gatita. Aquí ya no es necesario.» Y sonrió casi beatíficamente, como si acabara de proclamar las leyes de un extraño Kashrut. Y se fue a trabajar en sábado.

Durante aquellas primeras semanas, Eva había consultado con empecinamiento el manual titulado Gastronomía kosher, un regalo de despedida de su padre. Se trataba de un libro pequeño como su mano, encuadernado en piel marrón y con hojas beige moteadas y llenas de especificaciones sobre la compatibilidad entre los rituales judíos y la cocina refinada. Eva esperaba que aquel libro proporcionara algún tipo de consuelo a aquellos que se encontraban lejos de su hogar, pero en lugar de ello, encontró unas directrices punitivas escritas por una judía con pretensiones de superioridad moral cuyo principal centro de atención consistía en cómo la ignorancia culinaria conducía a una «magnificencia desmesurada» o a una «tediosa frugalidad».

El libro contenía una receta de gofres que, cómo no, requería una plancha para hacer gofres. Según la autora, esta podía encontrarse en cualquier tienda de cualquier ferretero hebreo practicante. Después de leer aquella tontería (¿Un ferretero hebreo?), Eva dejó el libro a un lado durante días, hasta que decidió consultarlo para buscar un sustituto para la manteca de cerdo. Y después de múltiples intentos de derretir sebo de res con romero y de añadir unas valiosas gotas de agua de azahar y remover sin cesar con un tenedor de madera, cerró el libro y lo desechó definitivamente. Entonces recurrió a la manteca de cerdo de Chela y disfrutó del silbido que producía cuando entraba en contacto con la sartén. Eva aprendió dos cosas de las comidas cocinadas con manteca: el techo no caía sobre la cabeza de uno (como ella esperaba) y, para su consternación, su sabor le gustaba mucho.

A Abraham no le avergonzaba en absoluto tener invitados a cenar en aquella diminuta casa y entre aquellas irregulares paredes que, en la oscuridad, parecían una cueva y, a la luz de las lámparas, permanentemente sucias. Con gran confianza en sí mismo y una amplia sonrisa, alegaba que su situación era temporal, como si al calificarla de temporal, aquella forma de vivir resultara sumamente divertida. Si el tema de construir casas más confortables salía a la luz mientras tenían visita, Abraham soltaba la tranquilizadora frase que Eva había oído a diario durante los últimos meses: «Los planos de la nueva casa están en camino.» Después, solía alardear de lo mucho que disfrutaba viviendo como un auténtico habitante de Santa Fe.

De algún modo, ofrecía una imagen romántica de su vida espartana, una encantadora ficción elaborada para los invitados en la que Eva no era la joven melancólica de Berlín cuya idea de una vida espartana, hasta que unió su vida a la de Abraham, consistía en una casa de verano en Karlsbad, sino Eva, la sana fräulein a la que no le importaban las comodidades ciudadanas y que se había lanzado sin pensárselo dos veces a casarse con un hombre que asumía riesgos.

Resultaba casi divertido ver cómo desviaba la conversación del tema de las casas y convencía totalmente a los demás de que él y su mujer no vivían en la miseria rodeados de insectos enormes, peculiares olores culinarios y de los residuos de los frecuentemente vaciados orinales, sino que eran grandes aventureros y que aquella forma de vivir no distaba mucho de realizar una larga excursión por las montañas o salir a navegar por el mar.

Abraham no estaba en absoluto avergonzado de la cocina a la vista, donde, mientras los ilusos invitados terminaban el strudel (o la rudimentaria aproximación a un strudel cocinada con manzanas deshidratadas o cerezas de capulín meticulosamente picadas), Chela sumergía los platos sucios, ¡la vajilla de la familia Frank!, en un pegajoso cubo lleno de agua que habían hervido en la chimenea.

Todas las semanas, Abraham le prometía una cocina de hierro forjado, pero, por alguna razón, nunca cumplía su promesa.

Así que, mientras Eva oía murmullos en la tienda y en la plaza en el sentido de que su marido era un «rico judío», él era extrañamente selectivo en cómo gastaba su rumoreada riqueza y lo único con lo que contaba Eva para cocinar era una chimenea en forma de herradura que dejaba restos de quemaduras no solo en las manos de Eva y Chela, sino también en las paredes.

Mientras «olvidaba» encargar una cocina o alegaba que le encantaba el olor a humo de pino y que nada hacía sentirse más vital a un hombre que un hogar con un fuego trepidante, Abraham no tenía reparos en mostrar a sus colegas el Steinway cuadrado, los elegantes vestidos de Eva (que, evidentemente, formaban parte de su ajuar) o explicarles que ellos tenían la primera bañera de Santa Fe (aunque esta estaba en el patio trasero y los únicos que la utilizaban para bañarse eran los pájaros).

Cuando, al principio, Eva insistió en que la casa no era adecuada para recibir visitas, Abraham, simplemente, se rio.

—Vivimos en el gran Oeste americano, no en una sombría mansión en Charlottenburg.

Ella quiso preguntarle: «¿Qué problema hay exactamente con una mansión en Charlottenburg?» y «¿Qué otro lugar podría resultar más agradable para cenar?» Pero no dijo nada; nada sobre el hecho de que el objetivo de su dote era acondicionar su casa, y, si no se empleaba para eso, ¿a qué se estaba destinando exactamente? De modo que Eva le dio a Chela sus elegantes servilletas para que las lavara, porque, si iban a tener invitados, al menos estos tendrían servilletas de hilo en su regazo. Su madre le dio las mantelerías de la familia con la condición de que las utilizara incluso si tenía que extenderlas sobre la arena del desierto o si se veía rebajada a servir teref a salvajes desnudos. Abraham se reía cuando repetía estas condiciones para ilustrar tanto el supuesto sentido del humor de su suegra como los ideales absurdamente formales de su país de origen, pero Eva consideraba que la promesa que le hizo a su madre era tan conmovedora como bonitas las mantelerías. Y le decía a Abraham una y otra vez: «Las utilizaré hasta que se desgasten tanto que no quede nada más que su precioso polvo.»

—No tengo la menor duda —respondía él dándole suaves palmaditas en la cabeza—. Ahora, por favor, ve con Tranquilo a Fort Marcy e indícales a nuestros invitados a qué hora los esperamos.

Una noche de junio, mientras el cielo pasaba del naranja púrpura a un extraño verde nácar, se sentaron con sus invitados yanquis en el exterior. Eva había servido champagne y ostras enlatadas que habían llegado en un cargamento reciente a la tienda Shein Brothers’. Cuando Abraham reclinó su silla hacia atrás y apoyó las botas en la barandilla del portal, Eva se sintió avergonzada hasta que, para su sorpresa, los demás hombres lo imitaron.

Con su sombrero desenfadado, sus poblados bigotes y un surtido de expresiones de la zona que, evidentemente, resultaban graciosas, Abraham entretuvo a los invitados del Este con interesantes relatos sobre la ruta al Oeste. Eva no los había oído nunca y se preguntó si Abraham no se los habría inventado. Mientras contemplaba a su marido, fue consciente de que estaba sentada de una forma sumamente rígida, aunque no paraba de balancearse de atrás adelante, perpetuamente a la deriva entre el escepticismo y la admiración, hasta que les rodeó una nube de mosquitos y se puso a llover, por lo que tuvieron que entrar y encender las velas. Eva llevaba el cabello recogido en un moño con dieciocho horquillas; las suficientes no solo para mantener el cabello en su lugar, sino también para producirle un dolor de cabeza tremendo. Pero a pesar del dolor, tuvo que reconocer que la situación fue divertida.

Entre los invitados había un frenólogo, un hombre callado que sostuvo su dolorida cabeza y declaró que su cráneo era inusualmente suave, lleno de secretos, y que, además de proteger esos secretos, ella tenía que comer más productos de procedencia animal.

—Más carne —le aconsejó el frenólogo—. ¡La respuesta para usted es la carne! Actuará en su mente como el estiércol con las flores, provocando un grado de expansión y florecimiento que, de otro modo, sería imposible alcanzar.

El resto de los invitados, un oficial sorprendentemente bajito y su coqueta esposa, un periodista y un guapo ingeniero, habían bebido demasiado champagne para darse cuenta de lo colorada que se puso Eva mientras aquel hombre extraño le sostenía la cabeza. Y Abraham estaba demasiado entretenido con los curiosos pronósticos para detenerse a pensar en qué podían consistir los secretos de su mujer. Contrariamente a su naturaleza explícitamente pragmática, Abraham adoraba la idea de que el porvenir podía ser adivinado y que las fortunas podían predecirse por la forma de las cosas, en las cartas o las hojas. Pero ella sabía cómo se predecían las fortunas, y no necesitaba que ningún científico de salón se lo dijera. Las fortunas se predecían tomando decisiones.

Después de insistir durante meses en que Chela barriera el portal al menos dos veces al día, ahora Eva le indicó que echara allí todas las pieles y corazones de las manzanas para atraer al elusivo ganso, y que nada más percibir el atisbo de un graznido, también echara puñados de harina de maíz. El portal enseguida quedó asqueroso de harina y restos de manzana y Chela se contrarió tanto cuando el ganso casi le mordió que a Eva le aterrorizó la idea de perderla, como había perdido a otras dos mujeres que limpiaron y cocinaron para ella antes que Chela (Luz, gorda y tranquila, y Juanita, llorosa y escandalosa). Pero Chela se quedó y, finalmente, el ganso construyó un nido en el tejado, que era bajo y plano, y pronto empezó a vigilar la entrada de la casa con la misma efectividad que un perro guardián.

Fue realmente sorprendente que Abraham no lo matara enseguida teniendo en cuenta que anunciaba sus frecuentes llegadas a altas horas de la noche, pero contrariamente a lo que Abraham, que era un hábil tirador, había hecho en las llanuras, ahora no parecía interesado en eliminar algo que estuviera a tan corto alcance. Alegó que no merecía la pena molestarse, aunque a Eva le gustaba pensar que había elegido un marido que, aunque incuestionablemente diestro en la materia, no sentía mucho entusiasmo en matar. Aunque al principio ella se sintió atraída por el ganso únicamente como fuente de placer alimenticio, llegó a sentirse unida al pobre animal de una forma irritante e innegable. Cuando se lo contó a Abraham una noche, mientras él se quitaba la ropa manchada de salsa, él se negó a aceptarlo y tomó la pistola de donde la había dejado: encima del tocador cuidadosamente cubierto de encaje de Eva. Vestido solamente con la ropa interior, Abraham volvió a salir a la calle y, a la luz de la luna, efectuó un disparo rápido, pero el ganso aleteó con frenesí y, cuando la bala se hundió en un amarradero de caballos, Abraham regresó al dormitorio maldiciendo al «hijo de puta, condenado e insignificante ganso», y Eva se sintió silenciosamente aliviada.

Debería haberse despertado mucho antes que él para servirle el desayuno, pero las extremidades le pesaban mucho y, aunque percibió la franja de luz que entraba por la pequeña ventana, fingió estar dormida. Se imaginó a sí misma desde arriba y vio su cuerpo embarazado de cuatro meses como si fuera una sanguijuela pegada a las sábanas de la cama; una sanguijuela que se atiborraba de los prolongados placeres del sueño. Por otro lado, también experimentaba placer cuando lo observaba sin que él se diera cuenta, a la luz del alba. Durante las mañanas especialmente frías, armada con la excusa de estar embarazada, se quedaba debajo de las sábanas y contemplaba cómo el aliento de Abraham se condensaba en el aire que era cada vez más azul; lo contemplaba mientras él intentaba no temblar. A cualquier otra hora del día, Abraham parecía sentirse cómodo, totalmente a gusto entre toda aquella suciedad, entre aquella variopinta población que hablaba idiomas extraños, pero en las mañanas realmente frías, se lo veía solo e incómodo. Había un toque de crueldad —ella era consciente de ello— en el placer que experimentaba mientras lo observaba moverse en aquel frío matutino que ella también sentía.

Después de casi nueve meses de matrimonio, él seguía siendo, en la mayoría de los aspectos, un desconocido, y a Eva le gustaba verlo realizar su rutina matinal. Todavía había novedad en el pelo negro y rizado de su pecho de barril, en sus pies blancos y grandes, en sus potentes pisadas y en el barullo que organizaba aunque la tarea que tuviera entre manos requiriera de un toque más delicado. Eva lo observaba con los ojos entrecerrados mientras él se abotonaba la ropa sin gracia alguna y se echaba el abrigo sobre los hombros como si en lugar de un abrigo fuera una bestia con la que hubiera luchado hasta matarla apenas unos minutos antes. De algún modo, todos aquellos actos toscos producían en ella un desconcertante efecto magnético. Podía observarlo durante largo rato; de hecho, se veía misteriosamente empujada a hacerlo.

Cuando él desaparecía en la cocina, ella se incorporaba y se miraba reflexivamente en el espejo de mano. A Abraham no le gustaba que se pusiera el gorro de dormir y alegaba que le recordaba a los hospitales: de niño pasó un aterrador mes en uno de ellos víctima de un brote casi fatal de gripe. Así que, todas las mañanas, ella tenía que esforzarse para dominar su cabello y pelear para juntar los burdos rizos desde las distintas direcciones que tomaban y agruparlos en una forma presentable. Sacó los pies de entre las sábanas, los apoyó en el suelo y se enfrascó en la tarea de vestirse.

Al cabo de pocos minutos, le llegó un olor a frito y el siseo de la manteca, la harina de maíz y los chiles en el fuego, que invariablemente hacían que ansiara tomar un simple bollo.

—Buenos días, Chela —se aventuró a saludar en español—. Querido —le dijo a Abraham en su idioma—, ¿estás seguro de que no prefieres unas simples patatas?

Él la miró como si le estuviera sugiriendo que se comiera un cerdo.

—Lo único que quiero decir es que el desayuno de Chela, por muy delicioso que sea, puede resultar un poco… pesado.

—Es un fantástico desayuno mexicano —replicó él en inglés—. No tiene nada de malo. Al contrario, nos iría muy bien un poco de fuego en nuestra sangre.

Entonces le dijo algo a Chela en español rápidamente. Ella, que estaba junto al fuego, se rio en voz baja mientras rompía unos huevos.

—¿Qué le has dicho?

—Nada. Nada en absoluto.

—Bueno, algo sí que le has dicho. Está claro.

—¿Has estado practicando el español?

—Sabes perfectamente que sí.

—Pues entonces lo entenderás pronto. Comprenderás todas las cosas sin sentido que le digo a Chela.

Abraham se rio y Chela se rio con él, esta vez con descaro, mientras le servía unos huevos con frijoles.

—Gracias, Chela —dijo Eva en español.

Abraham introdujo el extremo de una servilleta en el cuello de su camisa y empezó a comer.

—Querida… —dijo con la boca llena. Masticó y tragó deprisa y tomó un sorbo de café—. Estás pálida. Deberías pasear por la plaza; hacer un poco de ejercicio.

—Me da vergüenza —contestó Eva casi en un susurro mientras se sentaba en una silla al lado de Abraham—. ¡Salir a pasear sin un corsé! Todo el mundo se enteraría.

—¡Oh, paparruchas! —exclamó él con la boca otra vez llena.

—¿Qué significa eso? ¿«Papas», «ruchas»?

Él agitó la mano con impaciencia. A veces era como si hablara no tres sino diez idiomas diferentes.

—Si te respetas a ti misma, los demás te respetarán —añadió él, mostrándose indulgente y hablándole en alemán. Cortó los chamuscados chiles verdes en trocitos muy pequeños y se los comió de uno en uno—. ¿Acaso no te sientes orgullosa de tu estado? Y, por favor, nada de falsa modestia, ya sabes cómo aborrezco ese aspecto de las mujeres.

—Me siento… Siento que debería ser mi secreto; un secreto sagrado.

—Tú y tus secretos; como si fueras un zorro.

—No soy ningún zorro.

—¿Ah, no? ¿Entonces qué, un pájaro?

Ella negó con la cabeza.

—¿Un oso?

—Tú sí que eres un oso. —Eva no pudo evitar sonreír—. Un gran oso pardo.

—¿Feroz? —preguntó él mientras empezaba a ponerse colorado a causa del chile.

—Gordo —dijo ella sintiéndose ligera—. Un oso grande y gordo. —Suspiró y lo miró mientras esbozaba una sonrisa cansada—. Solo soy prudente.

—Bueno, mi pequeño pajarillo, pues yo no lo soy. Como tú ya sabes, soy un hombre que piensa a lo grande y es por esto que puedo anunciarte, oficialmente y con gran orgullo —levantó el dedo índice en el aire como si estuviera comprobando la dirección del viento—, que la estructura de la casa, tu casa, se está construyendo.

—No me tomes el pelo sobre este asunto —replicó ella con seriedad antes de permitirse experimentar una punzada de esperanza.

—¿Tomarte el pelo? —Él sacudió la cabeza y apenas contuvo una sonrisa—. Debes tener fe, pajarillo, fe.

Ella casi lo besó en la boca a plena luz del día, delante mismo de Chela.

—¡Pero esto es una noticia maravillosa!

Él asintió con la cabeza y ella se dio cuenta de que intentaba disimular su orgullo y placer al verla tan eufórica.

—Así que, si quieres comprobar que es verdad, te sugiero que saques tu perfecto y recientemente rellenito ser a dar un paseo —declaró mientras tomaba un último sorbo de café—. Hace un día precioso.

—Solo pienso en mi hermana y…

Él sacudió la cabeza.

—¡Pero es verdad!

Abraham dio un manotazo en la mesa, pero en lugar de gritarle o de exigir más comida especiada, anunció:

—El obispo vendrá hoy a cenar.

—¡Vaya! —exclamó ella sorprendida pero no disgustada por el repentino y evidente cambio de tema—. ¿Así que, al fin y al cabo, existe? Empezaba a creer que se trataba de un personaje culto inventado solo para mí.

De hecho, no solo se lo había oído contar a Abraham, sino que también había leído en periódicos tan conocidos y extendidos como The New York Herald que, después de estar fuera casi un año, después de haber viajado a Roma en su infatigable reclutamiento de jesuitas y a Francia y Lyon para conseguir más fondos para la construcción de la catedral de Santa Fe, el obispo y sus nuevos voluntarios no solo habían sido asesinados en algún lugar cerca de Fort Larnet, sino que les habían arrancado la cabellera y habían sido terriblemente mutilados. Eva presenció muestras de dolor por toda la ciudad: réquiems y lágrimas. Abraham, junto con el señor Isinfeld, el señor Sheinker y el señor Spiegelman, recitó con devoción el Kaddish para él. De modo que, cuando el obispo Lagrande y su gente llegaron a la ciudad, a pesar de que llovía intensamente y tronaba, fueron recibidos por una multitud jubilosa y todas las campanas de Santa Fe repicaron. Eva supuso que se trataba del momento de mayor regocijo que había vivido la ciudad hasta entonces.

—Ha descansado de su aterrador viaje y ha decidido visitarnos. En particular, le gustaría conocerte.

—No sé por qué.

Él apartó el plato y se levantó para marcharse ignorando el modesto comentario de Eva.

—Hoy tienes una importante labor que realizar.

—¿Por qué quiere conocerme?

—Una de las cosas sin sentido que le decía a Chela era que el obispo es francés.

—Ya lo sé.

—Escapó por los pelos de ser asesinado por los salvajes. Sin duda le apetecerá comer paté.

Debido a su estado, Eva se quedó en el dormitorio hasta que la matanza terminó. No vería cómo Chela quebraba el fuerte cuello y sumergía al animal en agua hirviendo. Porque Eva estaba débil, supuestamente más débil de lo habitual, y debía tener mucho cuidado. En su nueva vida esto no significaba que tuviera que permanecer tumbada en el diván mientras escuchaba a su hermana tocar el piano, sino que evitara participar en la ruidosa muerte de un ganso. Pero su estado no la libraría de las labores de sacarle las vísceras y arrancarle las plumas. Plumas, plumas y más plumas. Y también se aseguraría de que lo desangraban, porque aunque había renunciado enseguida a cumplir con los preceptos sobre alimentación, a Abraham, siempre que era posible, le gustaba que el animal fuera desangrado. Eva sospechaba que él aprobaba aquella práctica no porque le quedara algo de interés en conservar la tradición kosher, sino porque así la carne tenía mejor sabor. «¡Manteneos firmes y no toméis la sangre, porque la sangre es el alma y no tomaréis el alma con la carne!», le gustaba recitar en su versión teatral de un rabino cuando llevaba a casa una gallina de Manuel, el hombre de las gallinas. Entonces, solía comer un pedazo de jamón con una galleta y declaraba: «Deuteronomio.» Como si recitar un fragmento de la Biblia en casa pudiera contrarrestar la existencia del jamón. Hasta entonces, Eva había desangrado a regañadientes a los animales ella sola, pero aquel día pretendía enseñar a Chela cómo debía atarse el ganso cabeza abajo sobre una olla. Sin embargo, enseguida se dio cuenta de que la pobre Chela creía que pretendía beberse la sangre, como si ella y Abraham fueran un par de Nosferatus, unos judíos de piel blanca bebedores de sangre.

—¡No! —exclamó Eva con expresión horrorizada—. ¡No es para beber! ¡No tomar! ¡No, no! —Y añadió con dramatismo como solía hacer cuando intentaba hablar otros idiomas—: ¡Dios mío! ¡Chela, no!

Chela, simplemente, realizó el signo de la cruz y observó cómo la oscura sangre goteaba y caía en la olla hasta que llegó el momento de actuar. Trabajaron codo con codo en la cocina sin ventanas. Eva picó nueces y albaricoques secos mientras Chela trituraba especias entre dos piedras pesadas.

Fuera, la luz del sol brillaba con intensidad. Una patrulla de soldados de caballería desfilaba por la plaza, un ahorcado se balanceaba colgado de un árbol, unos navajos llenaban pellejos con agua de un pozo, unas mujeres con rebozos transportaban a sus bebés de pelo negro, unos borrachos hurgaban en la basura como si avanzaran entre algas en el océano.

Fuera, se levantaba la estructura de una casa contra un cielo espectacular. Unos hombres se gritaban unos a otros mientras transportaban vigas de madera desde la calle al solar, mientras los martillos golpeaban los oscuros clavos: insistiendo en la posibilidad. Mientras ella imaginara y visualizara la construcción de la casa en lugar de comprobar si era verdad, no se sentiría decepcionada. De modo que no daría un paseo. Al menos no aquel día.

Fuera, la posibilidad existía como algo real. Fuera había caos y contraste, pero dentro de aquel capullo de interminables tareas, no había lugar para semejantes distinciones. No había ventanas, solo dos mujeres. Y la luz no procedía del sol, sino del fuego donde Chela cocinaba tortillas luchando con esmero contra las taimadas llamas que, en cualquier momento, podían atacar como lenguas de serpientes del desierto. Dos mujeres con el negro cabello recogido en sendos moños y que se movían con tensión. Cuatro manos pequeñas que en vez de tocar un nocturno, cortaban, machacaban y pinchaban no con una armonía propia de hermanas, no bajo el efecto trascendental del tiempo que diluye las diferencias de clase y color, sino con una eficiencia y una dinámica de trabajo similares; una dinámica que, si hubiera podido contemplar la escena desde fuera, Eva no habría reconocido como propia.

Ella había sido una niña perezosa, una niña que tenía sueños placenteros, si no siempre, sí con frecuencia. Pero ya no era una niña. Ella lo sabía. Mucho antes de poner el pie en suelo americano, había perdido todo derecho a aplicar aquel nombre a su persona. Pero tampoco era una madre todavía. Era como si el bebé que llevaba en el vientre fuera una piedra hundida en el fondo de su mar; un recuerdo sólido de todo lo que no era ni una cosa ni otra y, lo que era más importante, era irreversible. Pero estar sólidamente entre dos estados del ser, aunque extraño, no era del todo desagradable; se trataba de una de las múltiples sensaciones desconocidas que acompañaban al hecho de vivir en una casita de barro con un hombre de carácter fuerte y trabajar, no aprendiendo francés o labores de aguja, sino preparando un ganso con una joven mexicana en honor de un obispo católico.

El chamuscado borde de la tortilla volvió a arder, lo que, para Chela, no merecía ningún comentario. Aventó las llamas, después a sí misma y otra vez las llamas.

Cuando el ganso ya estaba listo para ser asado, Eva lo rellenó con manzanas y frutos secos, azúcar, canela y tiras de tortilla tostadas. Chela sacudió la cabeza con desdén y señaló la olla que había preparado y que estaba llena de agua, cebollas y chiles. Eva, sorprendiéndose a sí misma, miró a Chela a los ojos exactamente como había visto que hacía Tranquilo con los burros hasta que retiraban la vista. Fundamentalmente, hasta entonces, se había mostrado condescendiente con Chela. Aunque había crecido con sirvientes y sabía que nada bueno podía derivarse de un comportamiento tan servil por su parte, siempre se había sentido demasiado nerviosa para hacer algo más que sugerirle que no espolvoreara la comida tan generosamente con especias. Pero ahora la miró fijamente a los ojos —su inusual color ámbar borrado por las enormes pupilas— y de lo único de lo que sintió miedo fue de su desafortunada tendencia a parpadear, porque se sentía enferma solo con pensar en otro estofado, en hervirlo todo con chiles y cebollas como si lo que se fuera a cocinar —ya fuera un pedazo de ternera o el ganso, aquella delicia largamente esperada—, no fuera nada comparado con los verdaderos ingredientes de la comida: las estrellas del sabor picante y la condimentación.

Y ahora un francés acudiría a cenar. ¡Un francés! Sí, en efecto, se trataba de un clérigo, pero seguro que no era totalmente austero, al fin y al cabo era católico, no un discípulo de Lutero. Cuando, finalmente, apartó los ojos de los de Chela y ató la cavidad del ganso con aguja e hilo, Chela se dirigió al exterior para tirar el contenido de la olla y Eva se dio cuenta de que había ganado. Asarían el ganso.

Al enfrentarse a Chela, había vencido uno de sus múltiples miedos. Tenía tantos que resultaban pesados incluso para ella misma: el miedo a morir (de hecho, a una forma concreta de morir que no se atrevía a mencionar ni siquiera en los recovecos más oscuros de su mente), el miedo a dar a luz, el miedo al cólera, a la locura, a la pobreza; el miedo a los indios, los ladrones, los escorpiones y las serpientes, pero, por encima de todo, el miedo a que su pasado regresara para saludarla. De esto tenía miedo, de algo que su propia conciencia no tenía problemas en identificar con absoluta certeza: de que ella y ninguna otra cosa o persona fuera la causante de la muerte de su hermana.

Pero, de momento, en la caliente cocina, aquellos miedos se mantenían a distancia. El bebé que tenía en el vientre actuaba como un cetro manteniéndolos a raya con una presencia acumulativa y otorgándole a Eva un nuevo sentido de la importancia. ¡El culto a la maternidad! ¿Qué podía ser más poderoso? ¿Qué otra cosa podía eliminar las afiliaciones religiosas y crear un terreno común? ¿El obispo quería conocerla? «Pues que venga», pensó Eva. «Que se rebaje a pisar nuestro suelo de tierra.» En aquel momento, no tenía nada que ocultar. Porque Abraham tenía razón: si se respetaba a sí misma, tendría el respeto de los demás; era una esposa y una futura madre. Y pronto tendría una casa. Tenía hambre.

Eva frio el hígado y Chela se enfurruñó, pero aprendió rápido; lo cortó en pedacitos y le añadió cebollas y unas gotas de brandy y crema. Cuando el paté estuvo tapado y colocado debajo de la cama —el lugar más frío de la casa— la tarde estaba llegando a su fin y la casa estaba impregnada del olor a grasa derretida. Si iba a desmayarse, pensó Eva, aquel era el momento, y sería maravilloso no caer inmediatamente en el suelo de tierra, sino poco a poco; seguro que sucedería poco a poco. Se desmayaría en una neblina tan embriagadora que podría arrastrarse al interior del olor y este sería suficiente para sostenerla. Podía enseñárselo a Chela. Las dos podían tomarse un descanso. Flotarían en el aire como si fueran humo o nieve y nadie las reconocería. Nadie sabría adónde habían ido.

Tenía cara cuadrada, los ojos hundidos, una nariz estrecha y torcida y una boca de labios finos que se curvaban hacia abajo en una caricatura opuesta a una sonrisa. Tenía los huesos largos y no era especialmente guapo, pero su aspecto le confería un aire lo bastante serio e importante para que Eva no pudiera evitar preguntarse, mientras él inclinaba la cabeza como saludo, cuántas mujeres lo habían amado. Supuso que tendría algo más de cincuenta años, aunque su piel curtida sugería una edad mayor. Le ofreció una botella de vino pequeña.

—Lo he elaborado yo —declaró despacio y con voz suave. Bajó la mirada—. En Auvergne. Recogí las uvas yo mismo. Aquí necesitamos vino para el ritual del sacramento y también para comer —añadió, elevando una de las descendientes comisuras de sus labios—. Correcto, ¿no?

Merci beaucoup —agradeció Eva, y la seria cara del obispo se iluminó.

—Parlez-vous français.

Mais oui, bien sûr —respondió ella.

Lo invitó a sentarse en una silla de respaldo alto situada frente a dos grandes velas que ella misma había elaborado con sebo de oveja.

Mientras se disculpaba por la modestia de su mesa, se sintió orgullosa por la forma en que el sebo fundido resbalaba uniformemente por las velas hasta sendos platos de metal pulido. Pero enseguida se avergonzó tanto de su orgullo como de su disculpa. Aquel hombre mostraba en la cara los estragos del sol y el viento, y era evidente que había trabajado duro y durante muchos años fuera de las paredes de un claustro.

—Discúlpeme —pidió Eva, dejando a un lado el tono coqueto que sabía que adoptaba siempre que hablaba en francés—. Debe usted de creer que soy una mimada.

—Creo que es usted encantadora —respondió él simplemente.

—Además de encantadora, mi mujer es una consumada pianista —intervino Abraham en inglés.

—Tonterías, apenas soy una intérprete aceptable.

—Aceptable —se burló Abraham—. ¡Qué actitud tan típicamente alemana por tu parte!

—Sí, solo soy una intérprete aceptable —confirmó Eva. Temió que su voz hubiera sonado desagradable, pero era la verdad—. Très bien non. —No pensaba exagerar el poco talento que poseía—. Yo era la peor intérprete de mi familia. Mi hermana…

—Obispo —la interrumpió Abraham dándole al obispo una sonora palmada en la espalda como si se tratara de un simple crupier de faro—, aunque haya vivido apartado de la sociedad durante muchos años, no creo que se haya vuelto insensible a un ganso asado como Dios manda y un paté.

—No, desde luego que no. Desde luego que no. —Ahora el obispo sonrió abiertamente y miró alrededor. Su mirada volvió a posarse en Eva—. Discúlpeme señor Shein —pidió sin apartar la mirada de Eva—, pero su mujer se parece mucho a la patrona eclesiástica del pueblo de mi infancia, Notre Dame de Bonne Nouvelle. Se trataba de una santa omnisciente y todo lo que sabía era bueno. Yo solía visitarla todas las tardes en el santuario. Pero, ¡lástima! —exclamó con voz alegre—, solo medía veinticinco centímetros de altura. Si se me permite decirlo, usted es más imponente, madame.

Abraham rio demasiado fuerte y descorchó la botella de vino.

—Me marché sigilosamente de la ciudad que tanto amo —continuó el obispo reflexivamente como quien vive lejos de casa y, presionado demasiadas veces para que cuente sus aventuras, lo hace ya de una forma espontánea—. Me fui vestido de civil porque sabía que mi familia desaprobaría que los abandonara.

—Pero ¿por qué? ¿Por qué quería usted irse tan desesperadamente? —no pudo evitar preguntar Eva.

Su pregunta o la evidente intensidad e incluso impaciencia del tono de su voz no desconcertaron al obispo.

—Quería, y todavía quiero, ser útil.

—¿Cambiando a las personas?

—¡Oh, es poco lo que podemos cambiar en los demás! —Se rio un poco—. Quizás un pedacito de su alma… ¿Y qué me contaba usted de su hermana, madame?

El tono de su voz era tan amable que Eva se imaginó contándoselo todo.

—¿Sabe usted que mi tío Alfred vive en París? —preguntó ella alegremente, y percibió el suspiro de alivio de Abraham al ver que no contestaba la pregunta del obispo, lo que habría conducido la prometedora conversación en la sombría dirección de la muerte de Henriette.

Durante su breve papel como marido de Eva, Abraham había tenido muchas oportunidades para explicarle que nada malograba más una velada que iniciarla hablando de la muerte. Le gustaba recordarle a su mujer que la muerte los rodeaba; simplemente formaba parte del mundo, y mientras estaban sentados bajo el sólido techo y junto a un oloroso fuego de pino, había pobres e ilusos colonizadores que, en cualquier momento, podían ser víctimas de un corte de pelo por parte de los indios.

El obispo desdobló lentamente la servilleta. Deslizó los dedos por el bordado de color azul marino y se llevó brevemente la tela de hilo a la mejilla.