UNA COSA PEQUEÑA Y EXQUISITA

Mientras se aproximaban a Santa Fe, al alba, Eva apenas podía sostener la cabeza. Aquellas noches la habían mantenido en un estado de alerta continua y le habían despertado el deseo insatisfecho de tomar unas gotas de láudano o, al menos, una jarra de cerveza. Se había vuelto inmune a la belleza, a las vistas que se disfrutaban a lo largo del camino: cielos vastos y blancos como el escenario vacío de una ópera; extraña tierra roja en la que brotaban arbustos plateados. Ya estaba harta de estirar el cuello para contemplar la sierra de la Sangre de Cristo que señalaba, indefectiblemente, las estrellas. Ya estaba harta de las estrellas que antes le parecían brillantes y, ahora, simplemente demasiado lejanas.

—¡Hace tanto frío! —exclamó con voz casi sibilante mientras se aproximaban a un río estrecho donde se bañaban tres niños medio desnudos con tan poca vergüenza que incluso saludaron con la mano.

Ella no fue capaz de devolverles el saludo. Ahora que estaban cerca de su destino, empezaba a sentirse más débil. Unos perros aullaron; emergieron de unas sombras que eran como manchas, pero, afortunadamente, mantuvieron la distancia. Cuando vadearon sin problemas el río, Abraham volvió a cogerla por la muñeca, pero en esta ocasión, con delicadeza. Con su calloso pulgar, le acarició la parte interior. Ella inhaló y el pecho le escoció: el aire era fresco, surcado de humo de leña de pino.

—Pino —dijo ella vagamente.

—Los mexicanos lo llaman piñón —la corrigió él—. El olor es más dulce aquí, ¿no crees?

Desde la distancia, la esperada ciudad no parecía más que un montón de ladrillos esparcidos para cocerse al sol. Las torres de las iglesias se elevaban entre los escombros, como si se esforzaran en cumplir con una exagerada promesa arquitectónica. La carreta se acercó al tañido de las campanas, que era sorprendentemente conmovedor. Las campanas repicaron durante más tiempo seguido del que ella había oído nunca, como si quisieran dejar bien claro a todos los que pudieran oírlas que ya se había hecho de día. Más niños de ojos grandes y piel oscura jugaban en un callejón, delante de lo que parecían ser unas pocilgas mayores de lo normal; los niños estaban sentados sobre cabras lanudas e intentaban echar el lazo a una gallina. Eva se sintió dividida entre imaginar a sus futuros hijos jugando entre aquel polvo y suciedad y el sentimiento de alivio que experimentó al ver una gallina. Había previsto incontables comidas consistentes, únicamente, en frijoles y tortitas de maíz y, al ver a la gallina corriendo de un lado a otro, se le antojaron infinidad de posibilidades culinarias. Se preguntó si habría una cocinera a la que pudiera enseñar a preparar salsa de moras y, quizá también, col escabechada. Se imaginó a sus futuros hijos creciendo robustos y contentos de jugar con la tierra, pero enseguida se preguntó cómo osaba imaginar, ni por un segundo, que lograría sobrevivir a los partos. Un indio, con el cabello trenzado colgando a ambos lados de la cabeza, la salvó de seguir imaginando cosas.

—¡Santo cielo! —gritó al ver al salvaje tan cerca de ellos, con su piel no roja, sino del color del bronce y oscuramente iluminada por el sol.

—¡No, no! —rio Abraham—. Es de los Pueblo, son diferentes a los Comanches. Buen tipo.

Iba todo vestido de blanco, envuelto en mantas, y conducía una manada de burros. Había burros por todas partes; la mayoría acarreaban fardos de leña, pero otros parecían vagar sin destino mientras unos perros hambrientos zigzagueaban entre sus patas.

—¿Qué opinas?

Abraham sonrió y señaló de forma imprecisa un callejón sin pavimentar, unas casuchas que parecían enyesadas con barro y unos cobertizos con ventanas enrejadas, en algunos casos, y ningún tipo de adorno salvo las ristras de chiles rojos que colgaban de los tejados.

—Solo hemos… Todavía me falta ver mucho —respondió ella, esforzándose para que las comisuras de sus labios no se curvaran hacia abajo.

Abraham señaló una esquina y dio instrucciones a Tranquilo.

—Iremos directamente a la tienda —declaró bruscamente.

—Pero ¿dónde está nuestra casa?

Él sacudió la cabeza sin mirarla.

—Primero iremos a ver a mi hermano. Estará ansioso por conocerte.

—Yo estoy ansiosa por quitarme la ropa de viaje y cambiarme.

Él se rio pero no cambió de opinión.

—Estoy horrorosa —imploró ella.

—Yo creo que tienes buen aspecto —replicó él, encogiéndose de hombros—. Pareces mía.

Mientras la carreta avanzaba, Eva hizo lo posible para recoger sus rizos en un moño y se pellizcó las mejillas, que estaban tan secas como el polvo. Cuando llegaron a la plaza de la que él había hablado tan a menudo, a Eva le sorprendió descubrir que, aunque en el centro había unos caminitos y una glorieta, no era más que un rectángulo formado por edificios encalados.

—¡Hay una tienda! —exclamó ella de manera absurda cuando vio chucherías a la venta, y casi se le escapó una risita tonta de alivio al ver a hombres trajeados, hombres que caminaban y charlaban como si no corrieran ningún peligro ni tuvieran prisa, sino que hubieran salido a dar un paseo.

—Hay unas cuantas tiendas —le explicó Abraham—. ¿Creías que la nuestra era la única? La competencia es buena.

Efectivamente, varias tiendas daban a la plaza: Sheinker’s, Spiegelman’s, Isinfeld’s. Nombres alemanes, nombres judíos; tan chocantes en aquel incongruente entorno como reconfortantes. Era cierto que Abraham le había dicho que conocería a otros alemanes y otros judíos (le había mencionado los nombres de varias buenas familias que regentaban negocios allí), pero entonces se dio cuenta de que no lo había creído. Se había quedado estupefacta al ver aquellos nombres allí escritos, en letreros cuidadosamente pintados; letreros mucho más elegantes que las mismas tiendas, que parecían más indicadas para vender pienso que «artículos importados de calidad». Hasta aquel momento, en la plaza, no se había dado cuenta de que se había casado con un hombre en cuya palabra no creía.

De todas aquellas tiendas (no pudo evitar sentirse un poco orgullosa), la Shein Brothers’ era la más grande. Dos habitaciones de exposición mal iluminadas y repletas de los artículos más variopintos. La tienda parecía el desván de un familiar querido, aunque un poco tocado del ala, que había sido abierto al público. Alimentos ordinarios e importados (¡Arenques enlatados! ¡Salmón enlatado!), sacos de harina junto a rollos de muselina, terciopelo de color burdeos, una cocina de hierro forjado…

El bullicio de su llegada coincidió con la apertura rutinaria de las cadenas y cerrojos de las puertas y con la llegada de un montón de vaqueros que regresaban de un rodeo. Los vaqueros, aunque más morenos y bajitos, parecía que acabaran de salir de un libro de dibujos que su madre le había enseñado y que al tío Alfred le encantaba cuando era un niño. Mientras Eva tanteaba con el pie el embarrado y blando suelo, los vaqueros se volvieron hacia ella a un tiempo y se quitaron el sombrero, como si lo hubieran ensayado para crear una coreografía.

Algunos empleados dieron palmaditas a Abraham en la espalda. A Eva se los presentaron como primos de Wiesbaden. Otros, en este caso mexicanos, los felicitaron inclinando la cabeza y a Eva le encantó ver que llamaban a Abraham «el Guapo». Después se marcharon para atender a los clientes. Además de los vaqueros, también había unas cuantas señoras, una monja de tez cetrina y un hombre larguirucho vestido con una túnica de color canela. Eva enseguida se fijó en las armas: pistolas en sus fundas y encima de los mostradores y rifles cruzados a las espaldas de los hombres y sujetos con correas, como niños en rebozos. Eva alargó el brazo para coger una pistola, pero temió que pareciera impropio de una dama y, en su lugar, cogió un peine de plata y marfil; era frío al tacto y sorprendentemente pesado.

—Caro gusto —declaró una voz masculina a su espalda.

Eva volvió a dejarlo en la estantería y sus incrustaciones de nácar brillaron en las sombras.

Se volvió hacia una cara que solo podía pertenecer a su cuñado, una cara que era una versión en cierto modo achaparrada de la de su marido. Su parecido era desafortunadamente similar; desafortunado solo para Meyer, pues las semejanzas entre los hermanos no hacían más que resaltar las diferencias: la combinación de una nariz aguileña con la prominente mandíbula de Abraham producía unas facciones duras y obstinadas, mientras que la misma nariz aguileña unida a la delicada mandíbula de Meyer, producía una sensación de debilidad. Los dos pares de ojos eran grandes y marrones y los dos tenían la intensidad de un sabueso, pero mientras los de Abraham recordaban a los de un perro de caza, los de Meyer evocaban a los de un perro callejero.

—Llegó ayer de Nueva York —explicó Meyer cogiendo el mango de marfil—; en la misma caravana que debía parar en Kansas y recoger algo pequeño y exquisito, algo mucho más importante que un peine. —Esbozó la misma sonrisa torcida que su marido, pero la suya tenía un toque cómico—. Me temo que tu viaje ha sido terrible. —Sacudió la cabeza—. Por favor, quédatelo —declaró, depositando el peine en las manos de Eva.

—No puedo…

—Por favor —insistió él—. Acéptalo.

Le besó la mano con timidez. Era mayor de lo que ella esperaba.

—¿Qué te ha dado? —preguntó Abraham, que regresaba del almacén.

—Tu hermano ha sido sumamente amable.

—¿Ah, sí?

—Abe —intervino Meyer—. Por favor.

—¿Qué le has dado?

Eva se dio cuenta de que estaba sosteniendo el peine a su espalda.

—Enséñamelo.

—Se trata solo de un peine —explicó Meyer con un extraño tono de disculpa.

—Lo guardaré como un tesoro, Meyer —agradeció ella mientras se lo enseñaba a Abraham.

—¿Un pequeño regalo de bienvenida? —preguntó Abraham.

—Ha llegado en el último envío.

—Creo que mi mujer habría preferido la escolta y los suministros.

Los hermanos salieron de la tienda e intercambiaron unas palabras. Eva vio que Abraham gritaba y Meyer sacudía la cabeza antes de ofrecerle una sobria explicación. Ella no supo decidir cuál de los dos estaba, en última instancia, al mando, porque aunque Meyer era mayor y había iniciado el negocio, Abraham era, evidentemente, el Guapo, el más fornido y de presencia más imponente.

Cuando regresaron a la carreta, el sol estaba alto en el cielo. Los hermanos se habían despedido con un apretón de manos, lo que indicó a Eva la frecuencia de sus discusiones. Después de pasar por delante de un saloon y dar la vuelta a una esquina, Tranquilo detuvo la carreta frente al mismo callejón que habían dejado atrás camino de la tienda: la misma callejuela sin pavimentar flanqueada por chozas cubiertas de barro y donde ahora había una hilera de burros amarrados con cuerdas que bebían agua de unos abrevaderos. El frío aire olía a polvo y a animales sudorosos. Eva apretó con fuerza el peine de marfil y las púas se le clavaron en la mano.

Cuando Abraham giró la llave en un candado y abrió la puerta de lo que parecía un establo, ella dedujo que se trataba de otra parada en el camino a casa. Se estaba acostumbrando a la idea potencialmente irritante pero también encantadora de que los itinerarios de su marido raras veces iban de un lugar a otro directamente, sino que tomaban derroteros siempre impredecibles. Estaba preparada para que él le presentara a un zapatero, al guardián de su casa o incluso a la doncella. Lo mismo había ocurrido con Big Bo, el hombre que les vendió la bañera de porcelana: Abraham entró en el almacén como si fuera el propietario y charló amigablemente y con voz potente con Big Bo mientras exigía que le enseñaran más bañeras. Eva lo observó y aprendió que, en el mundo de Abraham, socializar y hacer negocios eran prácticamente la misma cosa.

Mientras daba una ojeada a aquella casucha, al suelo de barro compacto y las paredes de adobe encalado, a las profundas jambas adornadas con tiestos de geranios y los techos bajos percibió en aquel entorno un extraño y sumamente deprimente sentido de la dignidad (evidenciado por la mesa de comedor curiosamente formal y los candelabros, que aunque estaban sin pulir, sin duda eran de plata) y se preguntó quién aparecería en cualquier momento y se presentaría como el habitante de aquel lugar. En la casucha también había una cocina diminuta sin una cocina de hierro y sin ninguna alacena donde guardar en frío los alimentos. Se imaginó que la ennegrecida chimenea no solo despediría calor sino también abundante humo cuando quien fuera que viviera allí preparara algo, desde una cafetera a un costillar de ternera. Ni siquiera podía imaginar la claustrofobia que debía de producir vivir en aquel lugar. Con tremendo alivio hacia quienquiera que viviera allí, vio que la casa disponía de un dormitorio independiente y supuso que, detrás de la puerta, debía de haber camastros de paja y tristes montones de mantas ásperas apiladas sobre el suelo de tierra.

—¿Quién vive aquí? —preguntó como si, a aquellas alturas, todavía no lo supiera.

Apenas se sintió mejor cuando vio que en el dormitorio había una cama. De hecho, se trataba de una cama muy bonita, de madera de roble tallada a mano y pintada con flores; la cama de una princesa americana que, por si fuera poco, contaba con mullidos almohadones de plumas. Apenas se fijó en el jardín trasero, donde la bañera estaba destinada a vivir: un recinto lleno de maleza pero tranquilo desde donde se vislumbraban las elevadas montañas a lo lejos, como la promesa de algo mayor y mejor; una vista que parecía ser de carácter privado. Mantuvo la mirada fija en aquellas montañas en un receloso silencio hasta que Abraham finalmente acabó con la suposición de que otra cosa era posible.

—No estés tan abatida —dijo él con firmeza—. No va contigo.

La hizo volver a entrar en la casa y unas manchas de color verde y de un rosa rabioso aparecieron, momentáneamente, en la visión de Eva. Aquello era algo a lo que nunca se acostumbraría: el frecuente contraste entre la luz vívida y casi cegadora del exterior y la oscuridad de puertas adentro.

—El abatimiento no va contigo —repitió Abraham, y sacudió la cabeza, descorazonado pero extrañamente radiante—. Ya no.