Ella no sangró. Él no se dio cuenta. A él el aliento le olía a vino. Respiraba sonoramente y de una forma extrañamente dulce, mientras que sus manos eran ásperas y nada tímidas. La agarró con más fuerza de la estrictamente necesaria porque, «¿dónde esperaba que se marchara exactamente?», se preguntó ella entre sorprendida y divertida. Pero él consiguió que ella respirara como si hubiera estado nadando y, debajo de las sábanas, debajo de las sombras del alto techo, ella experimentó una sensación de vértigo; nada parecido al mareo y náuseas que experimentó con Heinrich. Fue algo distinto, algo nuevo, más parecido a una cucharada de azúcar después de un periodo de hambre persistente. Las sábanas de color marfil del Hotel Fürstenhof estaban adornadas con puntillas de aguja y Eva examinó su elaborado diseño mientras su recién estrenado marido descansaba junto a ella. Se imaginó a las francesas que probablemente habían dado las puntadas y elaborado los elegantes bordes festoneados; se imaginó que habían realizado labores de encaje durante generaciones dañando sus cuellos, sus espaldas y sus uñas; que se habían destrozado las yemas de los dedos y perdido la visión. Eva se imaginó un pueblo de mujeres ciegas con cicatrices en las manos que les servían la cena a sus maridos. Abraham se levantó para abrir la ventana. Se mostró sin modestia, apoyándose ligeramente en el alféizar. Allí estaba, desnudo y extraño. Encendió un puro mexicano.
—Mira —dijo—. Ven a contemplar la vista.
—Estoy cansada.
—Claro que lo estás.
Abraham era un hombre grande, su tamaño casi duplicaba el de ella, y su fuerza era impresionante. Cuando pisó el vaso al final de la ceremonia, aquel se hizo añicos y no quedó más que polvo brillante.
—Tendrás que mirar por los dos —añadió ella—. Cuéntame qué ves.
—Veo un cielo alemán.
—¿Por qué dices que el cielo es alemán?
Eva contempló a Abraham mientras él bostezaba, tomándose su tiempo. Los músculos de su espalda se movían como cuerdas tensas. Su madre se ruborizó cuando, después de la ceremonia (no hubo recepción), él la levantó en vilo.
—¿Que por qué? —rio él—. Porque es pequeño.
—¿Cómo puede un cielo ser pequeño?
—Solo espera hasta que compruebes que estas estrellas… no son más que sombras de estrellas.
—¿Y la luna?
—Un fantasma de luna.
Partieron de Bremen en un transatlántico a vapor norteamericano. Aunque viajaban en primera clase, durante una tormenta particularmente repentina, Eva se equivocó y corrió a refugiarse debajo de la cubierta de tercera clase. El fragor de los truenos la intimidó demasiado para abandonar la hedionda multitud. Escuchó los crujidos de los tablones del casco mientras el oleaje crecía y zarandeaba la embarcación, y vio imágenes que su mente nunca olvidaría: un pan negro que, al observarlo más de cerca, resultó ser un pan blanco cubierto de cucarachas; pies envueltos en trapos ensangrentados en lugar de zapatos; una madre alimentando a su bebé sin taparse, ni siquiera cuando el bebé rechazó la leche y su pezón quedó al descubierto, oscuro y enorme. Eva intentó cerrar los ojos, pero esto también le resultó inquietante, porque las escenas nocturnas siempre evocaban en su mente imágenes carnales. Abraham la buscaba todas las noches y le hacía cosas en las que ella no podía pensar en medio de ningún tipo de multitud, porque, incluso con los ojos bien abiertos, si pensaba en sus propios pezones y en su problemático cuerpo, su rostro adquiría un color carmesí tan intenso y prolongado que los que la rodeaban experimentaban un pánico innecesario al deducir que había contraído alguna fiebre.
Los días agradables, intentaba caminar tanto y con tanta frecuencia como le era posible. Para mantener su mente despierta, se ponía una blusa de Henriette (de la que apenas llenaba la pechera); su camafeo alrededor del cuello; sus horquillas de marfil en el pelo, y unas gotas de lo que quedaba de su perfume de violetas en las muñecas. El resto de las cosas de Henriette (el pobre Julius solo quiso conservar sus camisones), estaba escondido en el ajuar de Eva, entre la mantelería de la Pascua judía de su madre, que estaba extravagante y morbosamente bordada con símbolos de las diez plagas mortales. Aguijoneada por la ropa y el olor de Henriette y por el recuerdo de la razón por la que estaba allí, en su exilio secreto y autoimpuesto, Eva paseaba por la cubierta.
Abraham, a quien habían invitado a participar en una timba de póquer de elevadas apuestas en el camarote de un industrial lisiado, creía que ella formaba parte de un grupo de costura y Eva no lo negó. Paseó sola, sonriendo al pensar en la infantil excitación que experimentaba Abraham por haber sido invitado a participar en aquel juego de cartas, y se quitó el gorrito permitiendo que el sol le diera en la cara. En dos ocasiones se le acercó una supervisora bien intencionada que la confundió con una niña perdida. En aquellos días claros y tranquilos, la cubierta de primera clase era un lugar agradable para pasear: los caballeros leían periódicos viejos y hablaban de política mientras las damas cosían e incluso cantaban acompañadas por un diestro cuarteto.
Pero después de varios días, le atrajo de nuevo la sección de tercera clase donde, quizá debido a los inusuales entretenimientos que practicaban, el tiempo transcurría más deprisa. Una oriental cuyas manos eran más pequeñas que las suyas le leyó la palma de la mano. Vio a cuatro hombres hacer malabarismos con botellas de leche y a dos mujeres bailar juntas: sus rollizos brazos se tocaban y se apartaban mientras ellas giraban en círculos tan deprisa que Eva pensó que se desmayarían. Un día, presenció una pelea de gallos. Liberaron a unos gallos de unas jaulas y Eva se acercó más y más para verlos de cerca hasta que se encontró rodeada de desconocidos que pedían sangre a gritos. Ni siquiera percibió el hedor creciente de la multitud. Habría jurado que un enjambre de abejas les sobrevolaba, pero cuando entrecerró y levantó los ojos, no vio nada salvo el mugriento techo. La multitud gritaba, los gallos cacareaban y chillaban. Se clavaron las garras y se picotearon hasta que el suelo quedó sembrado de tripas y plumas ensangrentadas. Los hombres alzaron la voz e intercambiaron monedas a tal velocidad que, en cuestión de segundos, fue como si el espectáculo no hubiera tenido lugar. Eva percibió un sabor salado en el aire; un sabor a sal y sangre semejante al que percibió junto al horrible puesto del carnicero. Y, como ocurrió en la ciudad que ella había jurado que nunca abandonaría, el denso aire apestó a carnicería y anuló cualquier rastro del perfume a violetas de Henriette. La mera idea de un perfume desapareció de repente. No existía nada salvo plumas y sangre, aves y hombres. Eva medio esperaba volverse y ver a Heinrich fumando un cigarrillo enrollado por él mismo.
—Bonjour, mademoiselle —dijo un desconocido arrastrando las palabras junto a ella—. Baisez-moi.
Se inclinó y Eva percibió su cálido aliento en su cuello. Fue como si él supiera que ella no era virgen, que su noche de bodas había sido una mentira.
—Venez ici!
Oyó que él gritaba mientras ella se alejaba corriendo. Tropezó un par de veces antes de que el barullo de la hedionda muchedumbre ahogara aquella voz, antes de que consiguiera encontrar las escaleras y el mismo barullo fuera absorbido por el viento y el mar verde y oscuro. Eva vomitó por la borda, como hacía una mujer corpulenta apoyada en la barandilla, y después regresó a su camarote, donde se enjuagó la cara con el agua parduzca a la que ya se estaba acostumbrando.
Cada vez le impresionaba menos ver su imagen reflejada en el espejo. Su cutis era sonrosado, sus ojos no tenían brillo y llevaba más rizos sueltos que sujetos a la parte superior de su cabeza. Su madre se habría horrorizado al ver las pecas que salpicaban su frente y su nariz como ciudades esparcidas caprichosamente en un mapa de Norteamérica. Desde que Heinrich la pintó, quedó marcada: su vida había empezado a mostrarse.
Sus padres no estaban contentos con su matrimonio. Lo dejaron perfectamente claro. Aunque Abraham procedía de una familia lo bastante buena, no aportaba nada en cuanto a mejora social, y aunque le había entregado a su padre documentos que probaban de manera fehaciente el futuro prometedor del negocio de los hermanos Shein, su padre se mostró reacio a entregar la dote de su hija a un hombre cuyos planes inmediatos consistían en llevarse a su única hija viva al otro lado del océano. De hecho, su padre estuvo a punto de negarse en redondo al matrimonio, pero después de que Eva le suplicara que le diera su bendición y derramara lágrimas que su padre interpretó, erróneamente, como una señal de que se trataba de un matrimonio por amor; después de que Abraham lo convenciera de las riquezas y de la libertad que se disfrutaba en Norteamérica y de la elegante casa que allí tenía, su padre transigió y, aunque la despedida fue amarga y decepcionante, Eva partió con su dote y su ajuar.
Ella temía, sobre todo, su propia necesidad de confesar, de modo que no tenía más remedio que huir, aunque sabía que, a pesar de su imperioso interés por proteger a sus padres, les había roto el corazón. No podía pensar en ello; no se permitiría pensar en ello, así que pensó en su marido. Eva suponía que se habría sentido agradecida a cualquiera que le ofreciera una alternativa a traicionar a Henriette («Prométeme que nunca hablarás de lo que has hecho.») y la ayudara a preservar los preciados recuerdos de sus padres y el buen nombre de la familia, pero entre todas las personas que podrían haberlo hecho, se alegraba de que fuera el señor Shein.
Al llegar a Nueva York, pasaron por el centro de inmigración Castle Garden, donde todo tipo de música se mezclaba con una muchedumbre aturdida y exhausta. En Broadway había un centro comercial de cinco plantas que parecía que ocupara hectáreas de superficie; era más imponente que una catedral, con escaparates de vidrio y una fachada de hierro colado. Mientras subían y bajaban en los ascensores, Eva sintió que podría quedarse allí todo el día. Alquilaron una suite en el hotel Quinta Avenida. Ella tomó un baño y no salió hasta que Abraham, finalmente, llamó a la puerta.
—En nuestra nueva casa no hay bañeras.
—¿Entonces cómo me bañaré?
Él se rio como si ella estuviera bromeando. Eva se acordó de cuánto le gustaban a su madre los baños y le sorprendió no haber pensado antes en cómo se parecían en ese aspecto, en cómo su madre también debía de haber disfrutado, durante todos aquellos años, de la privacidad y el calor de los baños. Contuvo la respiración y oyó que Abraham encendía otro cigarro. El humo se coló por los resquicios de la puerta y llegó hasta el agua de la bañera. Eva se sumergió y empezó a contar. El agua llenó sus oídos, su boca y sus pulmones. La hiedra se enmarañó en el líquido jabonoso. La cara de Henriette apareció desenfocada. Los dedos manchados de pintura de Heinrich tiñeron el agua de rojo. Cuando emergió para tomar aire, agitó los brazos y mojó las impolutas baldosas.
—Resbalé —le explicó a Abraham cuando él le preguntó por su cabello empapado y su palidez.
Las fresas del hotel eran las más dulces que había probado nunca. Lo único que le apetecía comer era fresas con crema. Él le sugirió que comiera más carne de ternera. El baúl de Abraham estaba repleto de camisas blancas nuevas. Le compró a Eva un piano cuadrado Steinway.
—¿A que es mejor que una bañera?
Ella sonrió y dijo que no.
De Nueva York a San Luis viajaron en tren con el piano, los baúles de ropa y una bañera que Abraham compró finalmente a su misterioso amigo Big Bo, quien vivía cerca de los muelles. Compartieron el compartimento con dos hombres con bigotes descuidados y uñas sucias de barro seco que la observaron mientras ella miraba por la ventana.
—Hace mucho tiempo que no vemos a una dama —comentó uno de ellos—. Desde luego es usted pequeña, ¡vaya que sí!
—No me llega ni a las ingles.
—Ahora no irás a menearte la serpiente, Hiram. No le importa que nos recreemos la vista, ¿no, Abe?
Abraham no tradujo la conversación a Eva, pero ella comprendió más de lo que él imaginaba. Prestando mucha atención, se enteró, por ejemplo, de que antes de regresar a Alemania, Abraham viajó a San Francisco. Se desplazó a aquella ciudad para comprar artículos baratos —un pobre desgraciado había quebrado— y estuvo con una española. Se divirtieron. La piel de la mujer era tostada como el caramelo.
Eva miró por la ventana y vio casitas deprimentes, fachadas de tiendas cubiertas de polvo, un banco. Los hombres llenaron de humo el compartimento y aleccionaron a Eva concienzuda y enfáticamente sobre lo impredecible que era la raza india.
—Sus caras son inexpresivas como un tablón de madera, pero ¡como te descuides, te arrancan la cabellera!
Abraham desenrolló un trapo grasiento y empezó a repartir cartas. El sol cayó de lleno en las pesadas cortinas de cuero hasta que, finalmente, llegó el atardecer. Las nubes los amenazaron mientras corrían en pos de la noche, acosándolos desde lo alto como gigantescos puños vendados que se agitaron hasta que el vendaje se deshilachó. Entonces, delante mismo de sus ojos, el cielo, como un colchón de plumas enorme que descendía hasta el suelo de color gris pizarra, quedó salpicado de almohadas. Se imaginó a la española reclinada en las almohadas, con una mantilla oscura, perfume de jazmín y una cabellera espesa y negra. Uno de los hombres, el que tenía el cuello largo y estrecho, le estaba formulando una pregunta.
—Eva, al señor Jameson le gustaría saber cómo era la casa de tus padres —le informó Abe.
Ella miró al señor Jameson. Sus ojos eran redondos y poco alentadores, como dos monedas pequeñas.
—Dile… —empezó, y lo vio todo frente a ella: las facturas arrugadas y esparcidas por el escritorio de nogal de su padre, las muescas y arañazos en las sillas del comedor, todas y cada una de las motas de harina en las baldosas de cerámica de la cocina.
—¿Eva?
No consiguió ordenar aquellas imágenes en su memoria.
—Había un armario especial para el reloj del abuelo.
—Era la casa más bonita que podía tener una niña —oyó que Abraham traducía en lugar de lo que ella había dicho—. Dice que su padre es un hombre muy rico.
El señor Jameson le propinó a Abraham una afectuosa palmada en la espalda.
—¡Mira quién sonríe como una comadreja!
A la larga, Eva admitiría ante Abraham que entendía el inglés, aunque no todos los matices (¿serpientes?, ¿comadrejas? ¿A qué venía toda aquella charla sobre aquellas horribles criaturas?). Pero no le diría que había aprendido aquel idioma de su hermana, que era una lingüista nata, y de sus compañeras del grupo de costura, sino de repente, nada más conocerlo a él. Esto lo complacería. Y, al fin y al cabo, ella quería complacerlo. Pero, de momento, disfrutó de la situación, de su supuesta ignorancia, lo que le proporcionaba una cómoda privacidad.
—¿Cómo estás, mi amor? —le preguntó Abraham en español.
Abraham había insistido en enseñarle español para que pudiera saludar a sus futuras amigas y vecinas mexicanas en su idioma materno.
—Bien, gracias —contestó ella en el mismo idioma.
Se sentía como un perrito faldero. Los hombres felicitaron a Abraham por encontrar a una esposa tan culta y Eva volvió a mirar por la ventana. Los almohadones de nubes se habían esfumado dejando tras ellos nada salvo un cielo de Ohio sin estrellas.
En San Luis, alquilaron un camarote que daba a la galería en una pequeña embarcación fluvial que llevaba la bandera a media asta. El presidente de los Estados Unidos —de repente era lo único de lo que se podía hablar—, había sido asesinado de un disparo en un teatro durante una representación, lo que a Eva le pareció la prueba definitiva de la reputada barbarie de aquel país. Contempló las agitadas y turbias aguas, la espumosa y constante estela y deseó informar de aquella calamidad a su tío Alfred, pues sabía que aquel hecho le interesaría. La simple idea de escribirle y comunicarle la noticia la llenó de una excitación infantil, pero antes de que pudiera ponerse a escribir, el día dio paso a la noche y, mientras retiraba la colcha de la cama, se encontró preguntándole a su nuevo marido cómo podía ocurrir algo así.
—¡Ese Booth —masculló Abraham—, ese demonio con forma humana pasará a la posteridad como el peor de los execrables! —Se arrancó la camisa bruscamente, como si se estuviera preparando para ahorcar al demonio con sus propias manos—. Yo serví a las órdenes del presidente Lincoln durante la guerra civil. Tenía el grado de capitán. ¿Te lo había dicho?
Ella asintió con la cabeza.
—Sí, me lo habías dicho.
—Ahora mismo podríamos estar gobernados por una pandilla de tejanos.
—Es increíble.
—Yo derroté a esos malditos tejanos en Río Grande. ¡Los echamos de Nuevo México! ¡Y ahora ese maníaco, ese cobarde…, y en un teatro!
—Por favor, querido —intentó tranquilizarlo ella.
—¿Por favor…? —empezó él, pero se interrumpió y se puso la camisa de dormir—. No debes… —La miró dispuesto a constatar otra extraña regla vital que, hasta entonces, ella desconocía, pero dijo—: Muéstrame tu cabello.
Eva se volvió de espaldas y empezó a quitarse las horquillas. Sentía que él la esperaba, percibía su ansiosa respiración, lo que la empujó a tomarse más tiempo. Y disfrutó tomándose más tiempo. Incluso disfrutó de la extrañeza que se interponía entre ellos y que, como si se tratara de un burdo compañero, podía volverse salvaje en cualquier momento.
Debajo de sus cuerpos, aislados en la penumbra de las velas; debajo de los tablones del suelo, de la segunda y la tercera clase y de los cocineros que todavía estaban limpiando la cocina; debajo de la bodega llena de suministros húmedos y amenazados por las inundaciones y los mosquitos y debajo de la inmunda sala de máquinas que ella ni siquiera llegaba a imaginar, el río Missouri fluía y ella se sentía parte de él. Missouri. ¡Sonaba tan exótico! Esculpió la palabra con la boca.
Intentó recordar las calles de Berlín (estaba convencida de que nunca volvería a verlas), el hecho de que las piedras se veían más verdes que grises, de un tono más morado que azul. Y, con una conciencia extrañamente tranquila, pensó que aquella noche, cuando Henriette rompió aguas en el callejón, no solo se selló el destino de su hermana. No solo murieron su hermana y el bebé, sino también la Eva que envejecería en la ciudad de su juventud, la Eva que daba por sentado que tenía amigos y familia a su alrededor. De repente, Abraham la agarró desde el otro lado de la cama. Ella no había acabado de soltarse el pelo y la vela de la mesilla todavía estaba encendida. A pesar de toda su capacidad de planificación, que abarcaba dos continentes y tres idiomas, era impulsivo e impaciente. Ella ya lo había averiguado. Era tosco de una forma instintiva y no tenía miedo de hacerle daño a ella. Mejor así. «Missouri», susurró ella junto a un hombro que se lanzó con urgencia sobre ella.
Cuando Abraham terminó, su voz sonó ronca.
—Dentro de un año, habré construido nuestra nueva casa.
Ella apagó la vela; el humo se curvó en lánguidos diseños.
La voz de Abraham, sus inflexiones, parecían dictaminar hasta las mismas sombras de la pared.
—Pero yo tenía entendido que ya había una casa —repuso ella, volviéndose de lado para mirarlo.
—Sí, claro que la hay —contestó él con somnolencia—. Hay una casa. Claro.
—Claro —dijo ella.
Apenas podía distinguir su contorno. El camarote estaba oscuro y silencioso. Él se durmió rápidamente. A veces, hablaba en sueños. «¡Demasiada sangre!», exclamaba. Y, después: «Usted, señor, está en la ventanilla equivocada.»
Ella sabía que estaba dormido, pero aun así, le pareció raro e incluso descortés no contestarle.
—Siento lo del presidente —susurró ella.
Fue lo único que se le ocurrió decir.
Kansas City, una tarde ventosa. Desembarcaron en la ribera del río. Los zapatos de tela de Eva se hundieron en el barro. Ya había asistido a demasiadas reuniones familiares y estaba harta de llorar. Abraham estaba furioso. Buscaba a los funcionarios del puerto, pero las oficinas estaban cerradas y en la pared colgaba la bandera negra oficial de luto.
—¡Maldito Lincoln! —exclamó él, finalmente.
Evidentemente, su demostración sentimental de patriotismo de la noche anterior había llegado a su fin.
—¿Dónde demonios está nuestra escolta?
A disposición de los recién casados solo había dos carretas, una grande y una pequeña, sendos tiros de caballos moteados y un robusto y joven sirviente llamado Tranquilo. Eva estaba tan contenta de tener un sirviente que le hizo una reverencia.
—Buenos días —le saludó en español.
El mexicano la miró fijamente y le ofreció una piel de animal que ella tomó de sus manos oscuras. Más tarde, Eva supo que lo había enviado Meyer, el hermano de Abraham, como un refuerzo preventivo; una decisión no solo sabia, sino evidentemente necesaria. ¿Dónde estaban los carromatos grandes? Tranquilo no tenía ni idea. ¿Dónde estaban los carromatos de la compañía enviados para recibir a la novia y protegerla de los indios, que abundaban como el lúpulo por el camino? Abraham se dirigió al joven hablando rápido y en español, claramente disgustado, y Tranquilo, después de darle una breve explicación, que, claramente, no lo satisfizo, empezó a buscar un equipo de hombres, entre los numerosos y flacos jóvenes que ansiaban trabajar, para que le ayudaran a cargar la bañera y el Steinway cuadrado.
—Nos las arreglaremos —declaró Abraham después de resoplar con fuerza por la nariz—. Nos las arreglaremos bien. Cuantos menos seamos, menos posibilidades habrá de contraer el cólera.
Señaló los barriles con alquitrán ardiendo que estaban esparcidos alrededor del recinto y que Eva sabía que se utilizaban como protección ante la temible plaga.
—¿No querrás decir…? —empezó Eva.
El humo la hizo toser. Se sentía agobiada por la muchedumbre que buscaba ansiosamente a sus familiares y los muchachos que ofrecían a gritos transporte, lustre de zapatos, manzanas que acarreaban en cestos, periódicos y hospedaje que no solo prometía confort, sino también sorpresa y placer.
—¡Pero este no puede ser nuestro único transporte! —exclamó.
Abraham no contestó. Dos mulas espantaban moscas con sus colas. Eva se cubrió los hombros con la piel que le había dado Tranquilo. Olía a estiércol, pero se arrebujó en ella. El viento arreciaba.
La ruta de Santa Fe: en los árboles brotaban campanillas de color marfil, aves de larga cola caminaban más deprisa que las mulas y, mientras corrían al abrasador sol de mediodía, las lagartijas dejaban de ser criaturas siniestras para transformarse en seres enjoyados. Los búfalos eran muy numerosos y pronto se convirtieron en una imagen tan usual como la de los grupos de palomas en las calles adoquinadas de Berlín. La primera vez que Eva vio uno muerto, sintió el deseo de tocarlo; los pelos de su cuello iban desde la punta del dedo de Eva hasta su coronilla.
Sabía que, en Alemania, algunos judíos eran tan ricos y devotos que llevaban en sus cacerías a un matarife experto en rituales para asegurarse de que los animales que atrapaban o caían en sus trampas eran sacrificados conforme a lo establecido. Eva intentó imaginar qué haría uno de aquellos matarifes con los búfalos. Aquella noche cenó la lengua asada de aquel animal; estaba tan deliciosa que no pudo permitirse sentir asco.
Cuando Abraham decía «¡Mira!», ella miraba; cuando le indicaba que no se preocupara, ella se tranquilizaba. Podía imaginárselo dirigiendo tropas a la batalla. Él señalaba lo que veía con autoridad y no sin cierto asombro: una tarántula peluda que salía de un agujero de apariencia inocua del suelo; humo que procedía de un campamento indio situado sobre una planicie, en la distancia; lagos conectados como cuentas en un cordel.
—Los búfalos luchan con un propósito —le explicó Abraham con tono de aprobación—. Se miran cara a cara mientras giran lentamente en círculo. ¡Míralos! Mira cómo excavan huecos en el suelo para recoger la lluvia… Si alguna vez te estás muriendo de sed —continuó con voz grave—, esos charcos lodosos y llenos de insectos te salvarán la vida.
—¡Abraham!
—¡Beberás ese líquido como si se tratara de néctar, no te quepa la menor duda! —Levantó la voz y, al ver la expresión inquieta de Eva, sonrió—. Solo quiero que te quede claro que en tales circunstancias…
—¡Dios quiera que no!
—Sí, bueno, ¡Dios quiera que no!, pero esta es la verdad: solo podrás agradecérselo a los búfalos.
Viajaron durante días y noches. A pesar de los cojines llenos de heno, las irregularidades del camino enviaban pinchazos por la columna dorsal de Eva. Tranquilo encabezaba la marcha con la carreta más grande, y Abraham lo seguía con los baúles de ropa y su nerviosa esposa. De noche, lo que más deseaba Eva era la llegada del amanecer, pero cuando el sol salía y ella oteaba a lo lejos, lo único que divisaba eran prados y, cuando se volvía en sentido contrario, no veía más que dos surcos de ruedas en la distancia, surcos que, en su naturaleza infinita eran tan reconfortantes como engañosos, porque conducían, exactamente, a donde ella estaba, que era, precisamente, ninguna parte.
Cuando cerraba los ojos, veía aquellas imágenes perturbadoras, fiables y fijas como una baraja de naipes: Eva Frank sentada junto a una ventana. Abraham Shein entraba en la habitación. Ella seguía aquellas figuras por los recovecos de su mente a medida que se movían y cambiaban, hasta que Abraham abría de par en par la ventana dejándole a ella el espacio justo. En su mente, Eva veía una invitación en los ojos oscuros y profundos de Abraham y, en aquel preciso momento, sabía que podía saltar por la ventana y que, al hacerlo, Heinrich se casaría con una cristiana y se convertiría en un borracho amargado o en un hombre orgulloso y satisfecho y, en cualquier caso, ella no lo sabría. La distancia significaba algo, y lo que ella creía que representaba era una liberación más eficaz y quizá más amable que la memoria. Pero todavía estaba cayendo después de saltar por la ventana, y en lugar de ser recogida por su marido, él caía con ella en un cielo y una tierra tan fluidos que dejaron de tener una superficie.
La carreta siguió adelante, pero parecía imposible que avanzara, porque las direcciones habían desaparecido. De dónde procedían y a dónde se dirigían eran nociones que perdían sentido rápidamente. Unas sombras surgieron no como sombras, sino como cavernas. Conforme la carreta se acercaba a la sobrecogedora sombra, pareció que iba a tragárselos por completo. Unos rayos cayeron en zigzag y los truenos retronaron y, cuando la oscuridad se convirtió en una cortina de agua, Eva gritó. Solo consiguió callarse cuando Abraham la agarró por la muñeca con tanta fuerza que se imaginó el morado que le saldría. Una niebla blanca y fina se filtró por la tirante lona de la carreta y se convirtió en incongruentes y bonitas perlas que brillaron esparcidas por el sucio pelo de Abraham. Eva cerró los ojos mientras los caballos seguían tirando de las carretas, mientras sus cascos resonaban en la oscuridad y ella sentía un dolor punzante en la muñeca debido a la fuerza con la que él la agarraba, pero ella, en realidad, no quería que la soltara. Cuando salieron a un claro donde el sol brillaba entre las dispersas nubes, Eva se sintió tan impactada que se echó a reír. Durante las semanas siguientes, ella buscaría tormentas con la mirada (esos mendigos harapientos y ruidosos renqueando en la distancia, agitando sus tazas con monedas), como si, al verlas, pudiera detener su furia.
El sonido del español, el olor a carne. Eva se despertó de una siesta infinita encima de un montón de mantelería de hilo y ropa interior de algodón. El aroma a lavanda constituyó tanto una fuente de desorientación como de confort. Pero no transcurrió más de un segundo antes de que recordara dónde estaba: se había arrastrado debajo de la lona de la carreta, había abierto uno de los baúles (desesperada tanto por tocar algo familiar como por dormir) y, como si se estuviera escondiendo durante uno de sus juegos favoritos de niña, se durmió dentro del baúl mientras los hombres seguían conduciendo los caballos a través de las praderas. Se despertó respirando el aroma de una bolsita de lavanda y descubrió que la carreta finalmente se había detenido y que la tarde había iniciado, una vez más, su lento y aterrador final. El cielo todavía conservaba la huella viva del sol y Tranquilo estaba de pie a la entrada de la carreta, sosteniendo un rifle. Si se dio cuenta de que ella lo estaba mirando, no lo reflejó en su sombría cara. Eva se sintió más pequeña que el cigarrillo que él sostenía en la mano, más insustancial que el humo azul que se elevaba en el aire. Abraham, que ya había despellejado a una bestia enorme, estaba cortando la carne y colgando los últimos pedazos del techo de la carreta para que se secaran. Las tiras de color marrón rojizo recibieron los últimos rayos de luz diurna, los cuales brillaron en la sangre y las franjas de grasa de una carne que estaba lejos de estar curada.
—He matado a un búfalo —explicó Abraham.
Sus ojos se deslizaron de Eva al horizonte y de vuelta a la tarea que estaba realizando.
—Yo sé cocinar —dijo ella, sorprendiéndose a sí misma—. Puedo cocinar algo delicioso.
Solo entonces fue consciente del ladrido de unos perros, el cual era tan leve que tardó unos instantes en distinguirlo del viento. Abraham sacudió la cabeza y le hizo una seña a Tranquilo, que empezó a descolgar la carne.
—Partiremos de inmediato. Nada de hogueras. Comanches. ¿Comprende?
—Sí —respondió ella con el estómago revuelto no solo por lo que Tranquilo sugería, sino por la cercana carne que atraía a las moscas y despertaba su feroz e inoportuna hambre.
El sonido de los perros se oyó más claro a pesar de que el viento ahora soplaba más fuerte y a pesar de que habían emprendido la marcha. Se habían perdido. Era muy común, al menos eso alegó Abraham a la defensiva. Los perros eran perros indios de un campamento indio. La legendaria Rebeca acudió a su mente. Rebeca, camino de su boda, capturada y asesinada por los indios. Rebeca, el sacrificio humano. Rebeca, la novia judía. El pobre Isaac buscándola por los campamentos indios hasta su muerte.
Por sugerencia de su marido, Eva comió un bocado de carne medio seca acompañada de unas tortillas gruesas, pero enseguida devolvió en un balde mientras la carreta seguía su marcha. Atravesaron la pradera a toda velocidad y solo se detuvieron cuando, finalmente, los caballos necesitaron agua. La luna era plateada y las estrellas quedaban ocultas por una ligera neblina. Eva no pudo distinguir los árboles ni la llanura más allá del pedazo de tierra dura y fría donde Tranquilo extendía las mantas. Los hombres se tumbaron. Eva subió a la carreta más grande, se desabrochó las botas, las colocó debajo de su cabeza a modo de almohada, se estiró en la bañera de porcelana y empezó a rezar. Rezó por primera vez desde que Henriette gritaba de dolor. Rezó con ambigüedad, no tanto por su supervivencia, sino como un medio para poder hablar su propio idioma con alguien que la conocía bien. En un lugar que le era tan poco familiar, obtuvo cierto consuelo en las cosas básicas: una manta con la que cubrirse, por muy áspera o rudimentaria que fuera, seguía siendo una manta, y no importaba lo que Abraham hubiera dicho, la luna seguía siendo la luna, la misma que ella conocía de antes. Y, por encima de todo y de una forma que no era espiritual ni profunda, obtuvo consuelo en sí misma: sus regordetas manos, su olor a yogurt… Eran cosas que conocía. Visualizó los retratos colgados encima del escritorio de su padre. Ella vestida de gris y delante de unas cortinas corridas; Henriette vestida de azul y reclinada en el diván. ¿Por qué no eligió a su hermana? Si Heinrich se hubiera fijado en Henriette, ahora los retratos tendrían un significado diferente, porque, a la larga, Henriette lo habría rechazado. En la mente de Eva los dos sucesos estaban íntimamente vinculados: si Heinrich se hubiera fijado en Henriette, ahora Eva no estaría arriesgando su vida en una desvencijada carreta en la frontera del Oeste, sino que estaría en la confortable casa de sus padres, disfrutando del café con pastas de la tarde, recordando, quizás, aquel breve periodo en el que el pintor acudía a diario, aquel pintor que era tan serio y estaba tan enamorado de Henriette. De algún modo, Eva no se cuestionó que, si ella no hubiera estado con Heinrich, su hermana y su sobrino estarían vivos. Y, en aquel instante y aunque solo fuera brevemente, se consoló pensando en sus secretos. Si en su corazón había poca rectitud, al menos había familiaridad. Nunca hasta entonces había considerado su valor.
En lo que le pareció cuestión de segundos, el sol brilló intensamente. Notó el calor a través de los tablones del suelo. El polvo que no estaba en su garganta flotaba como purpurina en los rayos de luz. Salió de la fría bañera, descorrió la pesada cortina y, al principio, solo se fijó en que Abraham seguía durmiendo. Resultaba extraño verlo tumbado sobre su espalda en el suelo, expuesto. Durante unos instantes, cuando vio lo que había al lado de Tranquilo, a la escasa distancia de la longitud de un caballo, tuvo la impresión de que estaba soñando. No gritó cuando vio los restos de los bueyes y el carro, petrificados como ruinas a la luz de la mañana. No lloró cuando distinguió los cientos de sobres esparcidos como parches de nieve sucia: todas aquellas cartas —se acordaría de ellas más tarde—, todos aquellos sentimientos inexpresados, malogrados a mitad de camino. No consiguió encontrar aliento para producir un sonido en su garganta cuando vio los dos cuerpos desparramados como astillas: dos hombres con la cabellera arrancada. Conocía la expresión, pero hasta entonces no había comprendido completamente su significado. Volvió la cabeza, pero en la otra dirección había las cenizas de otro hombre. Lo habían atado a un árbol y le habían prendido fuego. Estaba desnudo. Eva necesitaba agua. Gritó, pero el único sonido que oyó fue un gemido ronco de Tranquilo. Tenían que enterrar a aquellos hombres. Sintió que la tierra se cerraba sobre las cabezas de los difuntos y llenaba su propia y seca boca.
Sin saberlo, habían dormido en el escenario de una masacre.
Abraham se levantó de golpe, agarró su pistola y apuntó en dirección a Eva. Sus ojos tenían una expresión salvaje y, cuando se encontraron con los de ella, no mostraron indicios de reconocimiento.