LA FORTUNA, 1865

Era un hombre imponente, un hombre al que le gustaba asumir riesgos. Cuando tenía dieciséis años, les pidió a su padre y a su hermano que invirtieran la mayor parte de la fortuna familiar en el lanzamiento de una nueva máquina de coser diseñada por un excéntrico norteamericano. Según un contacto que tenía la familia en la ciudad de Nueva York, el norteamericano era un actor aunque, supuestamente, muy inteligente, y fue a través de aquel contacto que se presentó la oportunidad de invertir. Abraham aseguró a su padre y a Meyer que el excéntrico norteamericano tenía un futuro brillante y que su éxito sería inevitable y descomunal, pero su padre y su hermano consideraron que el riesgo era demasiado elevado: demasiadas personas estaban realizando progresos en el mundo de la costura y aquel hombre era un actor. Abraham les hizo caso y, como no tenía suficiente experiencia en la toma de decisiones importantes, otros hombres del mundo de los negocios prosperaron mientras que el apellido Shein no quedó vinculado a la fortuna de la máquina de coser Singer. Además de aquella vergonzosa y mala decisión, el producto que su padre y su hermano consideraron que era merecedor de una importante inversión fue un loco invento que consistía en bananas bañadas en chocolate, y absolutamente todo el maldito y sumamente esperado envío se derritió durante el transporte desde una isla de las Antillas cuyo nombre Abraham había decidido olvidar. A duras penas podía mirar una máquina de coser o una condenada banana sin escupir al suelo.

Era un hombre al que le gustaba asumir riesgos. Se sintió impactado y emocionado cuando su tímido hermano, en lugar de prestar el servicio militar, embarcó hacia Norteamérica y él no solo siguió a Meyer poco tiempo después, sino que fue el primero en realizar el largo viaje al lejano Oeste, a California, y en volver de visita a casa, a Berlín.

Era un hombre tan orgulloso que, en su primera época como hombre de negocios, si un cliente le cuestionaba el precio establecido, aunque solo fuera de pasada o porque era un poco sordo, él se negaba a venderle el producto. Artículos no perecederos. Todo desde un alfiler a un piano. Y sacaba al cliente a patadas a la calle, al calor polvoriento, a la suciedad y las boñigas de burro de las calles de Santa Fe; y se negaba a aceptar dinero de semejante individuo. Era un hombre orgulloso; orgulloso de muchas cosas, pero sobre todo de su habilidad, durante los viajes, no solo de mantener su ánimo elevado, sino también el de sus compañeros de viaje. Y también estaba orgulloso de su espeso cabello y de su estatura. Era un hombre alto, alto para un judío y para un no judío, y le gustaba la vida al aire libre. A aquellas alturas, había atravesado las Grandes Planicies a caballo, mula, buey y carromato muchas veces. Y también había matado a antílopes y búfalos y los había despedazado y asado con sus propias manos.

Cuando regresó a Berlín, estaba preparado para contar sus viajes y ser agasajado. Estaba dispuesto a brindar por el éxito de los hermanos Shein en América y casi ansiaba que le formularan todo tipo de preguntas acerca de aquella exótica frontera, pero cuando entró en la bonita casa que no había pisado desde hacía más de una década, no encontró más que penumbra y melancolía. Alguien había muerto, una de las antiguas alumnas de piano de su madre, una mujer joven. El hecho, evidentemente, era trágico, pero él no la conocía y allí estaba su madre, abatida el día mismo de su llegada. Ella también había envejecido. En todas las cartas que, milagrosamente, llegaron a Santa Fe, suplicaba a sus hijos que fueran a verla, y ahora que él estaba allí, ofreciéndole su brazo al caminar, dándole informes detallados sobre los beneficios que habían obtenido, ella no parecía encontrar mucho consuelo en ello.

Abraham acudió al Shivá de la antigua alumna de su madre. ¿Por qué lo hizo? Quizá quería presentar sus respetos a la familia: padecía una especie de necesidad formal de representar a su padre siempre que le fuera posible, o quizá, también, porque se acordaba de la hermana de la alumna, una niña con la que había paseado cerca de doce años atrás, y sentía curiosidad por saber cómo había crecido. Fue en Karlsbad, aquella espantosa ciudad balneario. Su madre estaba hablando con una mujer que tenía la piel más pálida que había visto nunca. Su hija, que no debía de tener más de cinco años, estaba enmadrada: no paraba de subirse al regazo de su madre e insistía en tomarla de la mano, pero era evidente que las dos mujeres deseaban hablar sin ser interrumpidas. Era a finales de verano y el cielo estaba tapado y cobrizo. Su hermano ya le había dicho que se reuniera con él y la única idea que Abraham tenía de Norteamérica era que brotaba oro por todas partes. En un ataque de generosidad, tomó a la niña de la mano para llevarla a dar un paseo, pero ella se echó a llorar desconsoladamente. «¿Qué te ocurre?», le preguntó la mujer de piel pálida. «¡Es muy feo!», exclamó la niña entre sollozos.

¿Le había recordado su madre aquella divertida historia? Si lo había hecho, habría demostrado tener grandes dotes persuasivas, porque lo que más le gustaba a Abraham era ponerse a prueba, aunque solo fuera delante de una antigua niña petulante. ¿O quizá su madre no le había comentado nada al respecto? En cualquier caso, lo más probable era que Abraham Shein asistiera al Shivá para salir de las oscuras habitaciones de su antiguo hogar, lleno de aromas familiares y viejos recuerdos de su querido padre, un hombre inteligente que sufrió una muerte simplona: murió poco después de que Abe partiera hacia Norteamérica debido a la acidez de estómago; se decía que por comer demasiada fruta.

Si su madre realmente le hubiera recordado la historia de la niña de Karlsbad, él enseguida habría reconocido a aquella niña en la mujer que estaba sentada junto a la ventana, porque todavía lo parecía: sus delicadas botas negras apenas rozaban la alfombra y deslizaba incesantemente un pedazo de cordel entre los dedos. Su aire infantil sin duda se veía exagerado por el contraste con su severo atuendo de luto y su pícara cara estaba hundida entre las sombras. Parecía que llevara días llorando y, a pesar de todo, a él le gustó su aspecto.

Cuando volvió la cara desde la ventana para mirarlo, Abraham pensó que era imposible que sonriera, porque sus ojos parecían ocupar toda su cara; unos ojos profundos y aparentemente suplicantes.

—¡Oh! —exclamó Eva Frank como si la hubieran despertado de un sueño.

—Abraham Shein —se presentó él con voz demasiado alta, y acto seguido realizó un solemne saludo con la cabeza—. Mis condolencias.

—Gracias, señor Shein —respondió ella.

Jugueteó con el cordel y él se acordó de los gatos callejeros que había donde vivía, al otro lado del mundo, y en cómo lo mantenían despierto por la noche con sus hambrientos maullidos y arañando postes frente a su ventana.

—Acabo de llegar de Norteamérica —explicó él.

No se imaginaba que algún día llegara a cansarse de aquellas palabras.

—Sí —dijo ella—. He oído hablar de usted.

—¿De verdad?

Ella se volvió de nuevo hacia la ventana y él también miró al exterior: abedules moteados desnudos y una verja de hierro forjado. Nada. Él pensó que quizás ella era simple, y la idea no le desagradó.

—¿Cómo es vivir tan lejos de casa? —preguntó Eva con voz suave.

Aunque seguía mirando por la ventana, él sonrió abiertamente y agarró las solapas de su chaqueta; esperó a que ella se volviera. Se fijó en la suave curva de su cuello y en que una horquilla se había soltado del montón de tirabuzones recogidos en lo alto de su cabeza.

Más que los saltos de cama negros y los labios pintados; más que los pechos bamboleándose debajo de la muselina; más que los pechos desnudos, morenos y disponibles; más que la más ávida de las prostitutas en el más salvaje de los territorios norteamericanos, aquella horquilla en aquel ambiente adusto le sugirió todas aquellas posibilidades. Había otras jóvenes damas en edad casadera, damas que eran más ricas y elegantes y a las que había pensado visitar; había otras familias esperando recibirlo, pero esperarían en vano.

—Es otro mundo —respondió él, complacido con su decisión.

Ella lo miró a los ojos y rompió a llorar. Sus estrechos hombros subieron y bajaron: un movimiento tenso debajo del tejido negro planchado y almidonado, pero él dedujo que aquellas lágrimas no tenían nada que ver con él. La joven había perdido a su hermana, eso no tenía remedio, y supuso que lloraría su pérdida durante un periodo de tiempo razonable.