Heinrich la encontró en otoño, mientras paseaba con unas amigas por el Tiergarten.
—Pasea conmigo —le pidió.
—No debo hacerlo.
—Por favor —insistió él—. Sé que has recibido mis cartas.
Mientras caminaban, él la miró fijamente, con descortesía, sin apartar la mirada.
—Tengo que volver a verte —dijo.
—Estoy aquí —repuso ella—, y tú también estás aquí. Por lo visto ya hemos vuelto a vernos. ¡Qué día tan bonito!
—Para —pidió él.
—Se nota que sopla la brisa, pero no muy fuerte. A ti te gusta la brisa, ¿no? Lo dijiste en una ocasión, antes de insultar a mi padre.
—Yo nunca…
—¿Por qué afirmaste que no te pagaba por los retratos? ¿Por qué te inventaste aquella historia acerca de que nos habías visto?
—Sí que os vi —replicó él.
—¿Pero por qué dijiste que retratarnos había sido idea tuya y que te resistías a aceptar el dinero de mi padre?
Heinrich parecía incómodo, se mordió el labio y apartó la mirada.
—Nunca vuelvas a hablar mal de mi padre.
—No.
—Mi padre es un hombre bueno —afirmó ella.
—Lo sé.
—Un verano, en Karlsbad, cuando yo era niña, nuestra mademoiselle, Dautrey, nos llevó a la estación para que viéramos pasar los trenes. Cuando uno de ellos se aproximaba a la plataforma, mademoiselle gritó: «¡Mirad!» Nosotras levantamos la vista y vimos a nuestro padre, que asomaba la cabeza por una ventanilla. Debía de dirigirse a algún lugar por negocios y planeó darnos aquella sorpresa. Nos saludó con la mano y nosotras gritamos, y él nos lanzó unos paquetes envueltos en papel plateado con pájaros y flores de colores, y los paquetes cayeron suavemente en la plataforma. Estaban llenos de caramelos y ninguno cayó al suelo. Fue muy emocionante.
—¡Qué historia tan encantadora! —exclamó él, y se acercó un paso a Eva.
Ella percibió el olor a humo en su pelo, y a un jabón fuerte que no reconoció. Pensó en la brillante calva de su padre y en que, cuando era pequeña, le gustaba darle palmaditas en la cabeza por las noches, mientras él fumaba una pipa y preparaba otra para la mañana siguiente. Los miércoles jugaba al billar, comía demasiados pasteles y no podía pasar junto a un lecho de flores sin arrancar una para su ojal.
Y, respecto a la cuestión de los judíos que se convertían al cristianismo, era muy claro: uno no huía de una fortaleza asediada; se trataba de un acto de cobardes, de esclavos. No se trataba tanto de una cuestión de religión como de integridad. Puede que rechazara la ortodoxia durante su juventud, pero nunca rechazaría a su gente, su cultura, su Dios. «No hay ninguna vergüenza en ser judío —les decía a sus hijas—, la única vergüenza es pasar por la vida cambiando de orígenes a voluntad.»
Eva sacudió la cabeza.
—Mademoiselle nos contó que aquel tren no paraba en las estaciones tan pequeñas como la nuestra, pero yo no la creí. Los caramelos no eran suficientes para mí, yo quería que mi padre bajara de aquel tren. Era una niña estúpida; tanto como ahora.
—Por favor —pidió él—. Te pido perdón. Debes creer que lo siento de verdad.
Ella lo miró directamente a los ojos y enseguida se arrepintió. En aquel instante, él la tuvo, allí mismo, en sus iris estrellados, en su promesa de otro tipo de mundo. Heinrich no era judío ni rico ni tenía títulos, pero era excepcional. Y la hacía sentirse excepcional. Ella a duras penas podía ocultar este hecho, pero lo intentó adoptando una expresión pétrea.
—Lo siento —repitió él.
—¿Qué sientes? —susurró ella con voz cortante—. ¿Qué es lo que sientes?
Él carraspeó.
—El vestido carmesí… —dijo entre dientes—. Aquel día.
—No sé de qué me estás hablando —replicó ella.
Y le dio la espalda, temblando, y procuró andar y no correr hacia donde estaban sus amigas, que querrían formularle un montón de preguntas, que estaban más allá, caminando cogidas de los brazos, como una cadena.
Henriette se casó en la Hauptsynagogue con un hombre robusto que tenía una risa atronadora y unas cejas grises y espesas. Por razones desconocidas, Julius Greilsheimer, que era unos veinte años mayor que ella y contaba con una inusual cátedra y una casa en Heidelberg con vistas a unas colinas verdes y ondulantes y al río Nechar, no se había casado nunca. Las madres de ambos se conocieron en los baños y hablaron de sus hijos solteros. Su padre no confiaba en aquel matrimonio. Para empezar, ¿por qué Henriette, su sofisticada hija, una auténtica berlinesa, había de vivir en una pequeña ciudad como Heidelberg? Su padre cuestionó todos los aspectos del compromiso hasta que el señor Greilsheimer, con gran afabilidad, le entregó los siguientes documentos:
Certificado de buena conducta firmado por el alcalde
Certificado de buena conducta firmado por el rabino
Certificado de nacimiento
Justificante de empleo en la universidad
Informes bancarios
Evidentemente, la agudeza de su madre no había desaparecido por completo; al menos, eso dijo ella con voz débil y tono de superioridad mientras daba su bendición a Henriette después de bajar lentamente del tren, finalmente de vuelta a casa. Los médicos habían dicho que estaba lo bastante bien para viajar, pero ella regresaría a Karlsbad inmediatamente después de la celebración. La recepción consistió en una fiesta espléndida que se celebró en un hotel elegante. Henriette estaba, cómo no, exquisita con su vestido de seda de color marfil y encaje francés, sus pestañas increíblemente largas y su cabello castaño fijado en un voluminoso recogido. Aparte de posar para las fotografías de la boda, en las que apareció seria y etérea, apenas pudo contener las risas que compartía con su recién estrenado marido. Él no era el tipo de hombre que uno habría esperado que Henriette eligiera (era mucho menos pomposo que los hombres que solían gustarle), y tampoco era lo que cabría esperar de un distinguido catedrático de Derecho. Era un bromista de cara colorada cuya voz grave se quebraba fácilmente en explosiones de risitas infantiles. Bebieron vinos selectos durante toda la noche, compartiendo la misma copa de plata incluso mucho después de hacerlo como símbolo de su futuro común. Cuando Henriette tomaba un sorbito, Julius la animaba a tomar otro.
El hecho de que Julius hubiera desarrollado una vida de éxito en Heidelberg era especialmente significativo no solo por el pequeño tamaño de la ciudad, sino también por su condición de renombrada ciudad universitaria. Todos los asistentes a la recepción lo comentaron. Lo que no se explicó durante la boda o lo que se susurró pero no se dijo en voz alta fue que él debía de ser muy respetado, y encima en Heidelberg, una ciudad que no podía considerarse precisamente cosmopolita. La idea de que un judío ocupara un puesto sobresaliente en una universidad resultaba inaudita e incluso heroica. Pero Julius parecía extrañamente inmune a la famosa discriminación hacia los judíos. Era amigo de un conde que le envió un barril de vino y sus felicitaciones después de oír una de sus últimas conferencias y, cuando en la entrada de la finca del conde apareció un letrero en el que se prohibía la entrada a los judíos y los perros, Julius le planteó la cuestión al conde, quien alegó no saber nada al respecto y le dijo que se informaría y ordenaría que retiraran el letrero de inmediato. Mientras tanto, le envió a Julius más barriles de vino.
Durante meses, Heinrich salió de detrás de los árboles; árboles que eran demasiado delgados para ocultarlo. Un día, Eva pasó junto a un tenderete de productos alimenticios y él estaba detrás de los cajones apilados de nabos y patatas.
—Me estás matando.
Otro día, la esperó detrás de la pista de patinaje, a la entrada del bosque. Eva estaba esperando a Marta, su nueva amiga, que era una excelente bailarina de vals. Nevaba y los extremos de las trenzas de Eva estaban congelados. El sombrero negro de Heinrich estaba cubierto por una capa uniforme y perfecta de nieve blanca. Ella se volvió y se dirigió hacia el bosque. La nieve era suave y maleable bajo sus pies.
—Me casaría contigo —susurró él.
Ella dejó de caminar y se volvió inhalando viento y nieve.
—Lo haría. Quiero hacerlo —insistió él.
Ella inspiró tan profundamente que le dolió.
—Lo harías por mi dinero —repuso con claridad.
Nada más decirlo, supo que era verdad y que no lo era.
—Te amo —añadió él.
Eva pensó que él creía que la amaba o que amaba lo que ella representaba: una mujer cosmopolita, una mujer con la que, probablemente, nunca se aburriría, aunque solo fuera porque nunca la entendería. Eva también sabía que, a pesar de todas sus poses acerca de la pureza de sentimientos, Heinrich era codicioso. Lo notó enseguida por su forma de moverse en la casa de sus padres: no solo se fijaba en lo que veía, sino que también lo quería. Y, aunque no era de clase alta, consideraría que realizaba un pequeño sacrificio al casarse con una judía, un sacrificio que merecía una recompensa. «Me casaría contigo.»
—Si no tuviera dinero, no te casarías conmigo —declaró ella finalmente con un tono de voz que no era acusador, sino sincero.
—Eso no es verdad —replicó él sin lograr ocultar su frustración.
Las lágrimas de Eva llegaron como un alivio; cuando empezaron, no se detuvieron. Y el segundo durante el que él titubeó fue suficiente para que ella se diera cuenta de lo que sería un futuro con Heinrich. La gente murmuraría en el parque y en las esquinas de las lujosas salas: «¿Durante cuánto tiempo crees que han llorado sus padres? ¿Se han rasgado las vestiduras? ¿Le han retirado todas sus rentas?» Nada silenciaría las habladurías en las casas judías. En cuanto a las casas cristianas, ella sabía que su belleza no era lo bastante espectacular para evitar las murmuraciones; su belleza y corrección nunca serían suficientes en las salas cristianas que visitaría a lo largo de su vida. Y en el titubeo de Heinrich percibió que él negaría la existencia de aquellas habladurías; las negaría hasta el día en que sentiría rencor hacia ella por obligarlo a admitir que oía todas aquellas cosas horribles, hasta que la odiara a ella y al hecho de que había nacido judía, hecho que ningún bautismo podía borrar.
—Quiero casarme contigo —repitió él, esta vez con voz más potente.
—Mi padre odia los retratos, ¿lo sabías?
—Eva.
—Dice que reflejan lo peor de los ideales alemanes: borrachos de autoestima, enfermos de aquiescencia.
—¿Es eso lo que tu tío escribe en sus cartas? ¿Tu querido tío revolucionario?
—Tú no sabes nada de mi tío. Mi tío ama a su país. Lo que ocurre es que él quiere vivir en una nación democrática. Yo creía que tú también lo querías.
—No es culpa tuya que seas judía; naciste con esta maldición igual que se nace siendo pobre o rico. Pero ahora puedes elegir tu futuro. Con el bautismo, una simple ceremonia, podrás borrar todo eso.
Ella negó con la cabeza.
—No cambiaré mi fe.
Hasta que no lo dijo en voz alta, no había estado del todo segura, pero en aquel mismo instante supo que, aunque a menudo percibía su religión como excesivamente oscura y triste y, aunque los únicos momentos en los que se sentía devota era cuando oía música melancólica, no elegiría ser excluida de su gente solo para convertirse en una intrusa en otro entorno.
—Pero ¿por qué? —preguntó él con la voz todavía cargada de paciencia—. ¿Por qué no quieres dejar eso atrás y convertirte como hacen tantos otros judíos?
Ella avanzó unos pasos hacia él. Sus botas produjeron un leve crujido.
—¿Así? —preguntó, señalando sus pequeñas y aparentemente insignificantes huellas en la nieve.
Él alargó los brazos hacia ella y la rodeó fuertemente por la cintura, como si no pudiera acercarla a él lo suficiente. Su aliento era cálido y olía a clavos. Ella se resistió durante un instante y, de repente, casi sin aliento, dejó de luchar. Levantó la mirada hacia el cielo, blanco sobre blanco: las esqueléticas ramas de los árboles, cubiertas de nieve, señalaban todas las direcciones. Habría jurado que las oyó gritar, deseando, desesperadas, que alguien las viera.
—Permíteme —pidió Heinrich, y la besó con suavidad, eliminando aquella imagen, borrando todas las palabras.
Justo cuando el embarazo de Henriette superaba los siete meses, Julius le permitió que lo acompañara en una gira de conferencias sumamente esperada. Daría una charla en Berlín antes de continuar hacia Breslau, y Henriette tendría la oportunidad de visitar a su familia, a quien echaba mucho de menos. Nada más llegar, fue el centro de la atención de todos. Eva interpretó el Vals del minuto de Chopin; su padre recitó el Die Braut von Korinth de Goethe, aunque se olvidó de los últimos versos y Henriette —con sus ahora regordetas mejillas encendidas— los terminó por él y luego, con igual talento dramático, explicó con detalle los meses que había pasado sintiendo náuseas.
Eva estaba contenta de ver a su hermana, pero, como solía ocurrirle últimamente, cuando cerró la puerta del lavabo, se sintió feliz de estar por fin sola. Rahel le había preparado un baño y Eva no pudo sentirse más agradecida. Tras quitarse las horquillas del cabello, se sumergió en la bañera y lloró; lloró hasta que el agua se volvió tibia, hasta que ya no pudo distinguir las lágrimas del agua de la bañera. Se acordó de que, pocos días antes, les dijo a sus amigas Ilse y Marta que, si su padre le permitía ir con ellas y Lotte, la tía de Marta, a patinar, estaría abajo, lista para que la recogieran a las cinco menos cuarto. Se acordó de que, en un genuino intento de ser una chica normal con citas sociales respetables, le pidió permiso a su padre y que (estaba convencida de que él albergaba vagas sospechas) él no se lo concedió alegando que hacía demasiado frío. Se acordó de que permaneció junto a la ventana y vio a sus amigas y a la tía Lotte, quienes apenas se detuvieron a esperarla y, sin parar de reír, se fueron a toda prisa a la pista de patinaje. Aunque habían pasado por su casa como habían prometido, era evidente que no la echaban ni la echarían de menos. De algún modo, era terriblemente obvio que nadie salvo Heinrich la echaba de menos. Aquella tarde, lloró por el peso insoportable de los secretos, como hacía ahora, hasta que el sol dejó de entrar oblicuamente por la ventana, hasta que Henriette llamó a la puerta para que bajara a cenar.
—Querida —dijo alegremente Henriette mientras Eva masticaba un pequeño pedazo de cordero sentada frente a ella—, solo porque sea una mujer embarazada y esté gorda y fea y dé miedo, no tienes por qué estar tan seria.
—No digas tonterías, querida —repuso su padre levantando el dedo índice en el aire—, tu hermana siempre está seria.
—Lo siento. —Eva esbozó una sonrisa temblorosa y su corazón se aceleró—. No pretendía…
—Mi mujer es la viva imagen de la salud, ¿a que sí? —declaró Julius con orgullo mientras se servía más cordero—. Mirad, simplemente, sus rollizas y sonrosadas mejillas.
—¿Pero te encuentras bien? —le preguntó Henriette a Eva, repentinamente preocupada—. ¿Papá?
—Todos estamos espléndidamente bien —respondió su padre—. Aquí todos disfrutamos de una salud excelente, Henriette. Incluso mamá habla en sus cartas de regresar a casa. Sus jaquecas han disminuido.
—¡Qué bien! —exclamó Henriette con los ojos llenos de lágrimas.
—No llores —pidió Eva—. Por favor. Todos estamos bien.
—Es que me siento inmensamente feliz de veros —contestó ella—. Por eso actúo como una estúpida.
—Aquí nadie es estúpido —repuso su padre—. Al menos no en mi casa. Vamos, querida, sírvete más patatas. Asegúrate de que come más patatas, Julius.
—Cuéntanos, Eva —pidió Henriette después de tomar con delicadeza un bocado y tragarse las lágrimas—, ¿cuántas propuestas de matrimonio has recibido?
Julius retomó el viaje a Breslau para dar su conferencia, pero solo después de abrazar a Henriette tantas veces y con tanta fuerza que Eva temió por el bebé. Volvería hacia el final de la semana para acompañarla de vuelta a su hogar, donde, cuando llegó (Henriette se lo había confesado a Eva), la doncella y la cocinera la recibieron con la cortesía adecuada para luego ignorar cualquier indicación de ella para que hicieran las cosas de una forma aunque solo fuera un poco diferente.
Su padre estaba ocupado en la ciudad todos los días y, durante la visita de Henriette, las dos hermanas se levantaban tarde y se sentaban junto a la chimenea para charlar sobre la nueva vida de Henriette. Julius, explicó Henriette, era popular y generoso. No era guapo, pero sí amable, lo que era mucho más importante, sobre todo con el paso del tiempo. Le gustaba jugar al billar como a su padre y, a menudo, después de un enfado, escondía regalos para ella en lugares insospechados. Después de tantos testimonios alegres sobre costumbres y preferencias domésticas, Henriette bajó la voz.
—Evie —declaró inclinándose hacia su hermana—, no tienes por qué tener miedo de estar casada, de estar con un marido. En realidad, no es nada terrorífico.
Henriette se sonrojó y Eva asintió mientras intentaba ser la hermana con la que Henriette creía estar hablando, alguien que mereciera aquel precioso, y ahora irrelevante, consejo. Sabía que, a veces, Henriette se sentía obligada a hablar para evitar el silencio, de modo que Eva se esforzó en contarle cosas divertidas.
Le contó la famosa historia del señor Blumenthal, un invitado de su padre que, una noche de invierno, bebió siete copas de vino, comió diez tostadas con hígado de oca y doce patatas con mantequilla. Hizo que Henriette vertiera lágrimas de risa por su lúcida imitación de la jovial pero desventurada camarera de Karlsbad, a quien, el mismo día, se le cayó una tarta durante el desayuno, una fuente entera de pescado a mediodía y una botella de vino durante la cena.
Las hermanas bebían café con leche y comían bollos con queso y mantequilla. A veces, Henriette se mareaba y entonces Eva le cepillaba el cabello; otras, insistía en dar un paseo. Entonces, se cubrían con pieles y paseaban por el Tiergarten. La hierba todavía estaba cubierta a trozos por parches de nieve, pero resultaba fácil imaginar la llegada de la primavera, la tierra oscura y fértil. A veces, Eva cerraba los ojos unos segundos y, cuando veía a Heinrich en un bosque oscuro, sumamente serio y con una gorra negra cubierta de nieve, abría los ojos al instante, sorprendida, hasta cierto punto, de que no estuviera realmente allí, en la distancia, llamándola, el sonido de su voz transportado por un viento repentino.
—Berlín es mucho más bonita a la luz del sol —se lamentó Henriette—. Entonces las piedras adquieren un color totalmente diferente. ¡Casi parecen azules! Y…
—Henriette —la interrumpió Eva, quien tenía la mirada fija en el ceniciento cielo. Un cuervo negro planeó sobre ellas. Eva siguió su vuelo con la mirada hasta que tomó la desafortunada decisión de aterrizar en una rama delgada y débil, con lo que tuvo que emprender el vuelo de nuevo—. No podría ser más perfecta que como está ahora mismo.
Su hermana dejó de caminar repentinamente. Su voluminosa figura bruscamente pareció débil, como si el peso del bebé tirara de ella hacia el suelo helado.
—¿Henriette? —preguntó Eva con un pánico creciente; un pánico que la cogió por sorpresa.
Su hermana tendría que convertirse en un animal para vivir aquella experiencia, pensó, un animal que empujara en medio de un dolor sin igual. Y también pensó, con una extraña ausencia de sorpresa, que no la imaginaba sobreviviendo a la experiencia.
—Estoy bien —respondió Henriette mirando de manera rara a Eva.
—¿Entonces qué te ocurre? —preguntó Eva temblando.
—Has cambiado —contestó Henriette.
—¿Ah sí?
—Y no vas a contarme por qué.
—No hay nada que contar.
Introdujo sus manos de niña entre los botones dorados del abrigo de Henriette, encontró el cálido y sólido globo que ocupaba el espacio entre ellas, miró fijamente los brillantes ojos color avellana y el sonrosado cutis de su hermana y le mintió.
Henriette ansiaba oír música. Mientras se aproximaban a la sala de conciertos, y a la violeta luz crepuscular de Berlín, se agarró del brazo de Eva. Era algo que habían realizado durante años: el paseo hasta el teatro, la charla a la espera de la música… Aunque, normalmente, lo hacían en compañía de su madre, a quien le gustaba indicarles las damas que conocía, comentar si sus pieles estaban o no a la moda y explicarles los rumores sobre sus riñas y aventuras amorosas. Henriette y Eva pasaron junto a la cola que conducía a la taquilla, una cola formada por los desafortunados que no habían comprado las entradas con antelación. Eva no pudo evitar fijarse en que las pieles de aquellas mujeres no seguían la moda del momento y que, a los hombres, los trajes les quedaban demasiado cortos o demasiado largos. Aquella noche, durante el largo intermedio, su madre no estaría allí para invitarlas a tarta de manzana. No estaría allí para saludar con entusiasmo a otros alumnos de piano compañeros suyos ni para hacer que sus hijas saludaran a la señora Shein, su estimada profesora, quien solía estar en el bar, disfrutando de una copa de champagne.
—¿Cómo es posible que mamá asistiera a todos aquellos conciertos? —preguntó Henriette—. ¿Por qué papá no la convenció para que se quedara más en casa y descansara?
Eva se encogió de hombros.
—En cierta ocasión dijo que, de hecho, pasar demasiado tiempo en casa era lo que la ponía nerviosa y que oír conciertos la hacía sentirse bien. Los oí pelearse en el salón.
—¿De veras?
Eva asintió con la cabeza y recordó haber percibido el olor de la pipa de su padre al otro lado de las pesadas puertas de pino. Solo la caída ocasional de una copa y el roce de una cerilla al ser encendida interrumpieron sus voces ásperas y familiares.
—¿Te acuerdas de la piel de mamá? —preguntó Henriette repentinamente—. ¡Qué guapa era! Ahora es…, bueno ahora tiene el pelo blanco. ¡Y apenas tiene que cepillárselo!
—Siempre decía, y todavía lo dice, que cuando uno escucha a alguien tocar el piano, puede identificar si esa persona es o no es temperamental. Yo siempre he querido decirle: «Mamá, si eso se deduce de la música y es del dominio público que los músicos son todos temperamentales, ¿qué sentido tiene?»
Henriette se rio, Eva vio las finas arrugas que remataban sus ojos color avellana y se sintió orgullosa de estar con ella y de volver a hacerla reír.
—Mira —añadió Eva, señalando las puertas con un gesto de la cabeza—. Mira los que están al principio de la cola. —Su mirada se entretuvo en un hombre en concreto. Un hombre que vestía un abrigo sucio. Un hombre de pelo largo y claro—. ¿Los ves? —preguntó con el pulso acelerado mientras, sin poder evitarlo, intentaba ver su cara—. Hace horas que están aquí. He oído decir que algunos asisten a un concierto y que, al salir, vuelven a hacer cola para la noche siguiente. Hacen de la noche una fiesta… —El hombre sacó algo de su bolsillo y se lo pasó de una mano a otra—. Pasan todo ese tiempo juntos en la cola.
—¡Una espera tan larga solo para poder ver a los músicos de cerca! —exclamó Henriette—. ¿Te lo imaginas?
—Sí —respondió Eva mientras visualizaba petacas de brandy de plata deslucida y manos unidas para mantenerlas calientes—. Sí que me lo imagino.
El sol se puso despidiendo destellos de ascuas ardientes sobre la ciudad empedrada. Una mujer de grandes pechos se rio, un guante oscuro de seda cubrió una boca delicadamente pintada. Henriette sofocó un bostezo.
—¿Estás segura de que te encuentras bien?
—Perfectamente —respondió Henriette—. Ni siquiera noto el frío.
—El tío Alfred nunca tenía frío —dijo Eva—. Mamá siempre lo comentaba. ¿Te acuerdas? Durante los paseos invernales, todos nos echábamos el aliento en las manos y mamá nos explicaba que, cuando hacía frío, Alfred simplemente miraba hacia delante, como si estuviera frente al mar.
—Tú no te acuerdas de eso.
—Sí que me acuerdo.
—Mamá solo lo contó una vez y tú eras demasiado pequeña para acordarte.
—Sí que me acuerdo —insistió Eva—. Cuando Alfred luchaba, cuando se escondía, recuerdo que yo pensaba: espero que no pase frío. «Las cosas mejorarán —escribía una y otra vez en sus cartas—, no solo para los judíos, sino para toda Alemania.» Y todavía lo escribe.
Camino de la entrada, pasaron junto al hombre del abrigo sucio; él deslizó la mano por su claro cabello y cuando volvió la cabeza y entrecerró los ojos, Eva vio que lucía un bigote sumamente poblado y unas gafas torcidas. Pasaron junto a aquel hombre, que no era Heinrich, y junto a la mujer de grandes pechos, que ya no reía. El interior del teatro estaba adornado con brocados de color ocre. Enseguida alguien les acercó una silla tapizada en seda.
—Mira, ya están abriendo las puertas —declaró Henriette.
Se sentó y no se molestó en ocultar su nerviosismo mientras señalaba la entrada de los músicos. Eva había olvidado lo impaciente que era su hermana y la forma encantadora en que su impaciencia se combinaba con la esperanza.
—Solo lo parece —replicó Eva con el corazón todavía acelerado ante la inesperada posibilidad de ver a Heinrich—. Prepárate para una larga y agradable espera.
Al finalizar el concierto y antes de alquilar un carruaje, Henriette insistió en comprar no solo tartas de manzana, sino también panecillos dulces. Mucha gente las adelantó, pues las piernas de Henriette apenas podían soportar su peso, pero ella no tenía prisa. Echaba de menos Berlín. Eva lo percibió claramente y pensó que ella nunca viviría muy lejos de casa. Pero entonces pasó un niño que cogía fuertemente la mano de su madre y Eva percibió la expresión de su hermana, que no pudo disimular su felicidad.
El marido que Henriette había elegido y su felicidad sin complicaciones le resultaban tan ajenos a Eva como la idea de conocer a la familia de Heinrich (contando con que tuviera una) o ver a sus padres juntos en la puerta de su casa con una expresión de felicidad en los ojos.
Un año, cuando era pequeña, durante el Taschlich, después del Rosh Hashana, toda la familia se trasladó al río Spree para vaciar sus bolsillos de pecados. Curiosamente, fueron con los familiares de su padre, con el auténtico núcleo religioso formado por doce de ellos. Todos vestían ropas ásperas y malolientes. De lo que más se acordaba era de la ropa: lana pesada de color oscuro que le recordaba al vínculo familiar, casi azul marino, casi negro, pero, de algún modo, ni uno ni otro. La tía Esther, que era tartamuda (volvieron a verse en la boda de Henriette), indicó a las niñas que lanzaran migas de pan duro al agua. Eva escuchó con atención y averiguó que tenía que enumerar mentalmente sus pecados para luego expulsarlos, pero buscó en vano y lo único que encontró fue molestar a Henriette y comer demasiados pasteles.
Ahora, mientras recorría las abarrotadas calles de Berlín, a mitad de camino entre el invierno y la primavera y con su hermana agarrada del brazo, Eva se acordó de la época en la que los pecados eran lo desacostumbrado, tanto como el sabor de las salchichas alemanas que ahora vio a través del vaho de una ventana, humeando en una fuente.
—¿Te acuerdas de lo que solía decir papá acerca de las salchichas?
—«Dejad que el buen Señor se coma las salchichas, solo Él sabe de qué están hechas.» —citó Henriette inmediatamente.
Mientras se reían, doblaron una esquina y, cuando vieron a Heinrich, las dos se sorprendieron y, por diferentes razones, no pudieron evitar sonreír. Él inclinó la cabeza, se interesó por la salud de Henriette y la felicitó. Al ver lo animada que estaba su hermana, Eva supo que el regreso a casa en carruaje consistiría en un incesante e inocente parloteo sobre el misterioso pintor, quien sería realmente atractivo si se bañara, enderezara la espalda y no realizara aquel extraño movimiento con las manos, como si necesitara tener algo entre ellas, un pincel, o un cigarrillo.
—Vámonos —dijo Eva, sin apartar la vista de las manos de Heinrich y convencida de que lo había hecho aparecer por la mera fuerza de su añoranza—. Debes de estar cansada —le dijo a Henriette, pero ella negó con la cabeza.
—¡Me siento tan feliz de estar aquí, en mi ciudad! —exclamó—. Y me alegro mucho de verte, Heinrich. ¿Has estado ocupado pintando?
—No, últimamente he estado preocupado —respondió él y, aunque Eva no levantó la vista, supo que la estaba mirando—. A menudo estoy en el café que hay enfrente de la academia. Muchos estudiantes y profesores se reúnen allí.
—Parece una época animada aquí en Berlín —comentó Henriette.
—Supongo que lo es, pero no para mí. Todas las noches estoy en el café —declaró de forma significativa—; hasta bien entrada la noche. Tengo que reconocer que me he estado sintiendo melancólico.
—Bueno, entonces quizá deberías volver a retratarnos —declaró Henriette con coquetería, como si no estuviera embarazada de siete meses, sino que estuviera tumbada virginalmente en el diván de casa—. Quizá, simplemente, nos echas mucho de menos.
—¡Henriette!
—Solo estoy bromeando, Eva. Él lo sabe.
—Ha resultado agradable volver a verte —le dijo Eva a Heinrich mirándolo finalmente a los ojos—, pero de verdad tenemos que irnos.
—Claro —respondió él, y añadió bajando la voz antes de volverse y mezclarse con la multitud—: si no hay más remedio.
Después de desearle las buenas noches a su hermana, Eva deseó salir a tomar el aire. En aquel momento fue incapaz de reconocer por qué tomó un chal de lana y por qué estuvo dando vueltas por el jardín durante al menos una hora. Contempló los familiares rosales, desnudos por el frío, y los dibujos de las estrellas, como si solo ellos pudieran perdonarla por lo que estaba a punto de hacer. Entonces, aun sabiendo que le causaría problemas, se cubrió la cabeza con el chal y rezó para que los sirvientes no la vieran.
Empezó a caminar. Caminó y respiró, pero, de algún modo, el aire no era suficiente; caminó más allá de piedra, árbol, valla y espina, y cuando la neblina se condensó en una ligera lluvia, aceleró el paso. No podía articular el destino, solo la infinita necesidad. Entró en una cuadra que estaba lo bastante lejos de la casa de sus padres y, como si se hubiera estado preparando para aquel comportamiento inconcebible durante toda su infancia, alquiló un coche con conductor. Este, al verla, se mostró reacio, pues ninguna joven en sus cabales alquilaría un coche sin ir acompañada (por no mencionar lo tarde que era), pero ella estaba preparada para su reacción. Él aceptó las monedas extra que extrajo del monedero que llevaba firmemente agarrado y, sin decir una palabra, la ayudó a subir al anónimo coche y se sumergió en la noche.
Como Heinrich había dicho, delante de la academia había una cafetería donde a menudo pasaba el rato con algunos profesores. Ella ya lo sabía porque, alguna que otra vez, había encontrado una excusa para ir a aquel barrio de día y, mirando a través de los cristales, de las volutas de humo y la bruñida luz ámbar, lo había visto. Había memorizado sus inquietos ojos azules, la lisa y alta frente, las bonitas y espesas cejas unidas a causa de la concentración, como si él mismo se las hubiera dibujado: sus delgados dedos manchados de carboncillo, carboncillo que había dibujado, en aquel grueso papel de color carne, la nítida forma de una V.
Pero aquella noche no se detuvo frente a la ventana, sino que se dirigió directamente a la puerta. Un grupo de personas parlanchinas y con actitud expectante entraron a toda prisa y ella los siguió esperando pasar desapercibida: el resto de un naufragio atrapado en aquella estela optimista. Permaneció de pie y sola durante lo que le parecieron horas, aunque solo fueron unos segundos, hasta que lo vio leyendo un periódico doblado y bebiendo sorbos de una jarra de cerveza todavía llena. Frente a él había un asiento vacío y sentarse en él fue como aterrizar, como si fuera un pájaro de papel que hubiera llegado deslizándose por el aire.
Él reaccionó con tanta rapidez que Eva estaba convencida de que había volcado la jarra, pero ahí estaba, en pie, una jarra de cerveza negra en una mesita de cafetería, entre ellos dos. Eva la miró fijamente hasta que sus labios, aunque no sus dedos, dejaron de temblar.
—Mi hermana… —empezó, con la mirada baja, mientras sus lágrimas quedaban atrapadas en los nudos y muescas de la mesa.
Él le tomó la mano y se inclinó hacia ella, como si le estuviera diciendo algo.
—Ella no sabe que estoy aquí —consiguió decir Eva—. Si lo supiera… Si mi padre…
—Querida mía —intervino él—. Mi dulce niña.
—He venido sola. Mi familia…
—Acércate —susurró él.
Como si no tuviera elección, ella le obedeció y se inclinó sobre la mesa, acercándose lo bastante para percibir el olor de su liviana ropa de lana mezclado con el de malta y hierba de la cerveza. El zapato de él tocó el extremo superior de la bota de ella y, con aquel gesto, envió diminutas luces de colores que chocaron entre ellas frente a la visión de Eva, como una nube de mosquitos en una noche de verano.
—¡Heinrich! —exclamó un joven mientras se acercaba a ellos—. ¡Gran artista de nuestro tiempo!
El hombre tenía el pelo largo y ondulado, una sonrisa amplia y una voz ronca que olía a cerveza y resonaba como un tambor.
Eva se sentó tiesa en la silla y con las manos unidas en su regazo. Al principio, cuando oyó lo que dijo aquel hombre a continuación, antes de echarse a reír, pensó que no lo había oído bien.
—¡Heinrich, gran gorrón de los ricos!
Eva se preparó para la acalorada reacción de Heinrich, pero él, simplemente, sacudió la cabeza con una tensa sonrisa.
—Vamos, lárgate ya.
—¿No vas a presentarme a tu amiga?
—No, creo que no —contestó Heinrich.
—Discúlpame —dijo el hombre con expresión seria—. Solo me estaba divirtiendo.
—Tengo que irme —intervino Eva mientras se ponía en pie y se arreglaba la falda.
—No te vayas —pidió el hombre—. Nos gusta tomarle el pelo. Es solo que tengo celos… Es muy hábil introduciéndose en el entorno de los judíos. Todos necesitamos encargos como los que consigue él, pero lamentablemente mi talentoso amigo no me presenta a las personas adecuadas.
—¡Cállate, Fritz! —exigió Heinrich, que, curiosamente, no había dejado de sonreír.
—Por lo visto, es el retratista más de moda en esos ambientes. Y, no te equivoques, es bien recompensado. Al menos, eso me han contado.
Le propinó una calurosa palmada a Heinrich en la espalda.
—¿Es eso cierto? —preguntó Eva mientras Heinrich también se ponía de pie.
La cafetería pasó por los lados de Eva en ráfagas de mesas marrones y velas blancas, de café servido y vino derramado. En el exterior, la calle estaba vacía, con niebla, apenas iluminada por la luz de las farolas.
Eva nunca había estado sola por la noche en una calle, y mucho menos en una tan extraña como aquella. Heinrich apareció en cuestión de segundos, pero ella lo ignoró y se alejó, hasta que la estrecha calle llegó a su fin; solo muros de piedra en todas las direcciones.
—Había venido para averiguar si todavía querías casarte conmigo —dijo ella finalmente entre lágrimas de furia—, pero ya no quiero saberlo.
—Está borracho —se disculpó él, tomándola de las manos—. Le gusta tomarme el pelo, ¿lo comprendes?
El tacto de su piel era suave y reconfortante. Heinrich apoyó una mano en la mejilla de Eva y continuó:
—Lo que quiero decir es que, aunque es un gran artista, entre los pintores hay celos y…
—Y él no tiene tu encanto, ¿no? Tu habilidad con las hijas de los judíos. ¿Es por eso que dice cosas tan odiosas?
—En ningún momento pensó que fueras judía.
Eva sacudió la cabeza y la cálida mano de Heinrich descendió a su costado.
—No, probablemente no —dijo ella.
Aparte de saber que aquel hecho era irrelevante, Eva experimentó cierto placer al pensar que aquel hombre no se había dado cuenta de que era judía y se sintió avergonzada. Una extraña sonrisa torció su cara.
—¿Qué? —preguntó Heinrich, quien había dejado de tocarla—. ¿Por qué pones esta cara?
—¿Cuántas hijas? —preguntó Eva a pesar de saber que la verdad que buscaba nunca le sería revelada—. Por favor, dímelo, ¿a cuántas has amado?
Él sacudió la cabeza como si nada pudiera ser menos importante.
—Podríamos ser libres —susurró como si lo creyera realmente.
—Pero yo no puedo serlo. No puedo ser libre como alemana sin ser también libre como judía. —Se encogió levemente de hombros—. Ni siquiera sé por qué es así.
—Si no conoces el porqué, entonces no puedes estar segura. Pero hay algo más —declaró él con expresión amarga y tono desafiante—. Me pregunto… ¿Sería distinto si yo fuera un barón? ¿O si fuera un catedrático de Derecho como el marido de tu querida hermana? ¿Podrías, entonces, ser libre?
Entonces ella se dio cuenta de que era noche cerrada y que estaba lejos de su casa.
—Mi hermana… —dijo, pero esta vez en señal de reconocimiento, porque, aunque era imposible, su hermana estaba allí.
Henriette se acercaba en la oscuridad. Un tigre de Bengala no la habría sorprendido o asustado más.
—¡Henriette! —gritó—. ¿Pero qué estás haciendo aquí?
—Estaba preocupada —respondió, simplemente, ella con una voz que Eva no reconoció—. Lo sabía —añadió mientras Eva corría a su lado—. Me desperté y lo supe. O quizá lo supe desde el principio y tenía miedo de aceptar que era verdad.
—Henriette… —empezó Eva, pero Henriette respiraba con pesadez y se había apoyado en el puesto cerrado de un carnicero.
Eva habría jurado que vio una diminuta mancha de sangre en la veta de la gastada madera del puesto, una rayita marrón que podría haber sido cualquier cosa, pero que era sangre seca, estaba segura.
—¿Estás loca? ¡No deberías estar aquí! —gritó Heinrich.
—¡Oh, Dios santo! —dijo Henriette con voz suave, incluso calmada, mientras un charco de agua empezaba a formarse debajo de su falda.
—¡Ayúdanos! —gritó Eva.
Heinrich prometió hacerlo y se alejó pidiendo auxilio mientras las gastadas suelas de sus zapatos chasqueaban contra el suelo de piedra y se desvanecían en el silencio, en el olor nocturno de la callejuela; un olor a humo, jugo de carne asada y cerveza; un olor sin rastros de mujer.
—¡Ayúdanos! —volvió a gritar Eva por si él había salido huyendo. Y añadió—: ¿No es demasiado pronto?
Deslizó sus pequeñas manos por debajo de los brazos de Henriette haciendo lo posible por mantenerla de pie, lejos del suelo. Entonces vio que tres hombres salían de la cafetería y se acercaban corriendo a ayudarlas, aunque no supo si sentirse aliviada o asustada.
—¿Cómo lo llamarás, Henriette? —susurró como si su segunda pregunta pudiera contrarrestar la respuesta a la primera.
—¿Crees que es un niño? —preguntó Henriette con voz tensa y estremeciéndose con evidente terror.
—Sí —respondió Eva—. Lo creo.
Su voz tembló mientras se daba cuenta de que la rolliza cara de su hermana había perdido color.
Solo cuando Heinrich alquiló un coche, Eva se dio cuenta de que también él estaba aterrorizado; no solo por lo que le sucedía a Henriette, sino por verse, de algún modo, implicado y castigado. No parecía ajeno a los castigos, y, aunque indicó las señas al conductor con voz segura y potente, de repente pareció mucho más joven y vulnerable. Mientras agarraba la mano de su hermana y acariciaba su cabello, mientras el coche subía a toda prisa por la empinada calle y regresaba al mundo del que, lamentablemente, había intentado escapar, Eva se preguntó si volvería a verlo.
Recordaría aquel momento como el final de una etapa, porque la idea de volver a verlo, de que podía volver a verlo, se convertiría en una broma lúgubre y absurda.
Cuando el coche se acercaba a la casa, Henriette insistió en bajar un poco antes para que nadie se despertara y las descubriera en aquella situación inconcebible.
—¡No! —gritó Eva, y oyó que su voz temblaba—. Pararemos delante de la puerta y enviaremos este mismo coche en busca de la comadrona. Asumiré las consecuencias de mis actos. Mi castigo no significa nada comparado con tu seguridad.
Henriette le gritó al conductor que las dejara bajar allí mismo. Gritó con la certeza de una madre. Eva también gritó, pero el conductor debió de temer lo que le esperaba cuando llegaran a su destino, porque obedeció a Henriette y se detuvo exactamente donde ella le dijo.
—¡Siga conduciendo! —gritó Eva—. Por el amor de Dios, ¿no la ve? Está teniendo…
—¡Chsss! —gritó Henriette mientras bajaba del coche imbuida de una energía repentina—. ¡Ven! —le susurró.
Eva se dio cuenta de que no tenía elección, que discutir con ella sería ponerla todavía más en peligro.
—Escúchame —continuó su hermana mientras caminaba a un ritmo temerario—. Nunca hablaré con nadie de lo que ha ocurrido hoy.
La noche era clara y húmeda y las dos hermanas formaban parte de ella, parte del aire, de la neblina y de los minutos que transcurrían hacia una mañana imposible. Levantaron la vista hacia las magníficas casas de Charlottenburg, casas que conocían de toda la vida y que ahora se cernían sobre ellas como imponentes reyes que descansaban ajenos a la sedición.
—Gracias —consiguió susurrar Eva mientras la casa familiar aparecía a la vista.
—¿Crees que lo hago solo por ti? —exclamó Henriette—. Esto nos arruinaría a todos, ¿comprendes? —Sacudió la cabeza con expresión grave, se detuvo un momento y agarró a Eva por los hombros—. ¿De verdad eres tan inocente? —le preguntó.
Su voz sonó severa, pero se desvaneció en un austero abrazo. Eva olió la transpiración de Henriette y el líquido aterrador que empapaba sus faldas.
—¡Oh, Eva! —susurró Henriette a punto de llorar, pero en lugar de hacerlo, resopló—. Prométeme que nunca hablarás de lo que has hecho.
—Te lo prometo —respondió Eva mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas.
Y eran tantas que dejaron de tener importancia.
Entraron por la puerta trasera sin contratiempos. Corrieron escaleras arriba y se pusieron los camisones en silencio. Eva corrió al dormitorio de su padre pidiendo ayuda. Despertaron a los sirvientes. Se hirvió agua y fueron a buscar a la comadrona, que, por fin, llegó.
Aquella noche, Henriette, empapada en sudor y con su lacio cabello pegado a la espalda, se convirtió en un animal que Eva nunca podría haber imaginado. Aquella fiereza, pensó Eva mientras agarraba la mano de su hermana, solo debía de poderse desarrollar una vez en la vida: en el preciso instante en que una descubría que semejante fuerza existía. En la habitación había auténtico poder multiplicado por el esfuerzo y una cara chupada hasta los mismos huesos que intentaba soltar a gritos todo el dolor. Los hinchados pechos de su hermana resultaban impactantes y se balanceaban debajo del camisón empapado en sudor. Eva no consiguió consolarse imaginándoselo limpio y tendido para que se secara. Le impresionó oír la voz de Henriette, que se volvió ronca y gruñó con furia. Y también le impactó la forma en que sus caderas se movían debajo de la sábana, con violentas sacudidas, mientras sus rodillas surcaban el aire, hacia arriba y hacia los lados, como las alas de un insecto monstruoso.
Estaba tan impactada que la comadrona tuvo que sacudirla por los hombros mientras le decía: «Vuelve. Vuelve.» Y ella tuvo que volver a la habitación de color melocotón de la infancia que había compartido con su hermana, donde llevaba en pie casi veinte horas seguidas.
Le impactó darse cuenta del silencio que reinaba ahora en la habitación; un silencio que apenas podía distinguir del penetrante lloro del bebé. Oyó al bebé. ¡Un niño! Juraría que lo oyó llorar y gritar proyectando su voz hacia el techo y más allá del tejado, y que el sonido se dispersó caóticamente en la noche oscura y estrellada. Pero la boca del bebé estaba cerrada. Era precioso, diminuto y perfecto, y no lloraba. No emitía ningún sonido.
Eva lo sostuvo en sus brazos hasta que se dio cuenta de que era Henriette la que debería estar sosteniéndolo, que todavía no le había llegado el turno a ella. Se volvió para ver a su hermana, que tenía la boca relajada, los brazos extendidos y estaba sumida en el misterioso y, al mismo tiempo, incuestionable silencio fatal. Entonces, la comadrona se vio obligada a pronunciar las palabras sobre el bebé y su hermana, unas palabras que Eva se negó a repetir en aquel país, en aquel idioma y, más tarde, en otro país y en otros idiomas que aprendería. A veces las escribiría, incluso una y otra vez, durante los largos años venideros, pero las palabras exactas nunca cruzaron sus labios. Y aunque la lógica no jugaba ningún papel en su condena y ella creía profundamente en la lógica, sabía que solo ella era la responsable.
Había estado con Heinrich. Había estado con él y lo había amado a pesar de saber que él la odiaba. Quizás era solo una pequeña parte de él la que odiaba una pequeña parte de ella, pero de todos modos era odio, y ella lo había amado. Era responsabilidad de ella: aquel momento, aquel nacimiento fatal… Eva se tumbó en la cama con su obstinada, frívola y dulce, dulce hermana de largas pestañas mientras apretaba al silencioso niño contra los pechos de ambas. Entonces el silencio llegó a su fin y Eva se dio cuenta de que los violentos golpes no estaban, en realidad, dentro de su cabeza, sino fuera, al otro lado de la puerta, donde su padre golpeaba sin cesar la madera con el puño.