Henriette rechazó al pretendiente número catorce. Los había recibido a todos con tantos agasajos y formalidades que la idea de otro rechazo agotó a todo el mundo menos a ella, que alegaba que lo único que hacía era lo que cualquier joven dama haría cuando un hombre la visitaba. Servía el té con una postura perfecta, reía cualquier intento de hacer gracia y, al final de cada visita, tocaba el piano apasionadamente; a ratos, incluso cerraba los ojos. Siempre le había gustado ir a la moda y cada vez que un pretendiente la invitaba a dar un paseo por el Tiergarten, lo que normalmente constituía el preludio a una petición de mano, Henriette siempre parecía necesitar algún detalle extra: un postizo, unos guantes nuevos, un cuello de encaje mejor… Y cada vez que, en el umbral de la puerta de la biblioteca de su padre, formulaba su petición, él exigía saber si el pretendiente en cuestión le había producido una impresión favorable.
—¡Oh, muy favorable! Habla francés. ¿Lo sabías?
—¿Entonces accederás a casarte con él?
—Papá —contestaba ella mostrándose, de repente, evasiva—, vendrá a visitarme el domingo y no puedo ponerme otra vez el vestido de organdí.
—Henriette, querida —declaraba su padre suspirando—, reconozco que siento curiosidad por saber lo que crees que quedará de mi modesta fortuna después de proveerte del ajuar adecuado.
Henriette inhaló oportunamente y contempló los retratos de marcos recargados de ella y de su hermana, que colgaban en su emplazamiento definitivo, en la pared de la biblioteca; ella con un favorecedor vestido de seda azul del que nunca se cansaría.
—Me temo que parezco una solterona —musitó acongojada.
Nada más pronunciar la palabra que inquietaba a todo el mundo salvo a ella, su padre empezó a abrir el cajón de su escritorio.
—¿Admiras a ese hombre?
—Sí, papá, ya te he dicho que sí. Solo quiero causarle una buena impresión.
De modo que el guardarropa de Henriette siguió aumentando mientras ella desarrollaba un estilo personal de rechazo a los pretendientes: siempre con una expresión de lamentarlo profundamente. Cuando se iban, su voz recuperaba su alegría habitual y le pedía a Eva que le cepillara el cabello, cosa que a Eva le encantaba hacer.
—Evie —decía, y exhalaba un suspiro encantador—, me gustaría conocer a un hombre intachable. ¿Acaso es mucho pedir? O, al menos, a un hombre cuyos defectos yo pudiera comprender o excusar.
—Tómate tu tiempo, Henriette —respondía Eva—. Eres muy guapa y todavía joven, y mamá no está aquí para ayudarte a tomar una decisión.
Lo que nunca dijo Eva fue que ella apreciaba los retratos que colgaban en la biblioteca de su padre casi tanto como a cualquier ser vivo de su familia. Lo que no dijo Eva fue que aquellos cuadros no solo reproducían a dos hermanas en un momento en el tiempo, sino también la experiencia concreta de estar vivas en aquel preciso momento. Eva no le dijo a Henriette que, durante el día, se inventaba excusas para entrar en la biblioteca y contemplar los retratos una y otra vez y que, cuanto más los miraba, más convencida estaba de que eran especiales y tan valiosos como si los hubiera pintado un maestro. Lo que no dijo Eva fue que se sentía agradecida por la ambivalencia que mostraba Henriette hacia sus pretendientes. Se sentía agradecida por no tener que ser ella el centro de la atención y la preocupación.
Después de empezar a posar para Heinrich casi un año antes, las hermanas se despidieron del pintor, pero él le susurró a Eva dónde podía encontrarse con él la semana siguiente. Ella, simplemente, asintió con la cabeza como si no tuviera elección, como si su cabeza estuviera atada a una cuerda. Cuando el cochero de la familia la dejó en el Centro de Asistencia Social (donde Eva cosía con otras jóvenes damas judías cumpliendo con sus obligaciones caritativas), y después de entrar en el edificio y asegurarse de que el cochero se había ido, Eva se cubrió la cabeza con un pañuelo y alquiló otro carruaje en unas cuadras que había al otro lado de la calle. Se sentía como si el corazón fuera a salírsele del pecho, como si pudiera echar a volar. Conforme se acercaba a una zona del Tiergarten en la que no había estado nunca, no pudo evitar pensar que, al verla, él le diría que lo sentía, que la invitación iba dirigida a Henriette. En su lugar, él le ofreció el brazo debajo de un árbol de ramas colgantes. En vez de esto, fumó un cigarrillo tras otro, habló de Goethe e intentó identificar el tono exacto de los ojos marrones de Eva. Y especuló sobre el hecho de que, un día, los italianos, los franceses y los holandeses viajarían a Berlín expresamente para contemplar los ojos de Eva Frank. Ella le dio las gracias y miró a lo lejos, y el distante ladrido de unos perros la entristeció.
Aunque antes de encontrarse con él y durante la mayor parte de su encuentro a Eva le aterrorizó la posibilidad de que algún conocido pasara por allí y la reconociera, pronto se dio cuenta de que él había elegido aquella zona con cuidado. La hierba estaba un poco descuidada, y aparte de unos hombres que parecían estar esperando algo o a alguien, no había nadie a la vista. Esta última percepción le produjo un estremecimiento de horror y también un profundo alivio. Heinrich la invitó a encontrarse con él una y otra vez. Ella no se lo contó a nadie. Hasta el mismo aire parecía distinto cuando estaba cerca de él, como si estuvieran descendiendo juntos por la pronunciada ladera de una colina. Su respiración era superficial y a pesar de que ya era pequeña de cuerpo, todavía perdió más peso.
—A menudo pienso que querría morir cuando me sienta más feliz —comentó él mientras comía una manzana verde. Habían disfrutado de una cena temprana junto al río. Ya era casi la hora de que Eva se marchara—. ¡Me siento tan feliz de tener esto! —exclamó señalando de manera imprecisa la irregular hierba y a Eva, que estaba reclinada frente a él.
Ella vio que sus largos dedos se entretenían acariciando las briznas de hierba y deseó ser aquellas briznas; deseó que él la tocara en todo momento y todos los días en lugar de hacerlo solo cuando se despedían. Normalmente, le tocaba el cuello, la espalda; y, en dos ocasiones, le tocó la cintura. Una vez, la besó como si fuera a emprender un largo viaje y nunca fuera a volver a verla no solo a ella, sino a ninguna otra mujer. «Más afortunada me siento yo», quiso decir Eva, pero cuando abrió la boca para hablar, la emoción que experimentaba la agarró por la garganta y hablar pareció irrelevante.
Heinrich estaba tumbado de espaldas y contemplaba el cielo.
—La felicidad es tan volátil comparada con todo el sufrimiento que hay en la vida. La mayoría de las personas sufren inmensamente. Como mucho, llevan vidas tediosas y, aun así, no quieren morirse nunca. —Terminó la manzana y en lugar de lanzar el corazón a los arbustos o al río, se incorporó y lo dejó sobre la hierba—. No lo comprendo.
A ella le encantó el repentino dibujo de las arrugas en su frente, la forma en que arqueó una ceja, perplejo. Le encantaba su forma de hablar, como si lo hiciera solo para él, como si ella no viviera en una mansión en Charlottenburg, sino dentro de su cabeza.
—Yo, cuando siento una pizca de felicidad, me olvido de toda la tristeza de la vida. ¿A ti no te ocurre lo mismo? —preguntó ella.
—Lo recordaré —declaró él. Se inclinó hacia ella y le tocó la mejilla—. Intentaré ser más como tú.
Ella no quería ser el centro de atención de su padre; nada de preguntas acerca de un futuro matrimonio; no cuando frecuentaba los rincones más alejados del Tiergarten y los serpenteantes senderos cercanos a Charlottenburg Palace, lugares que, aunque no estaban lejos de su hogar, se encontraban a mundos de distancia; no cuando pasaba con Heinrich una tarde a la semana, la tarde que, supuestamente, estaba realizando labores para los menos afortunados, para los que vivían pasando estrecheces, palabras que siempre provocaban en ella una mezcla de lástima y vergüenza. De modo que se sentía agradecida por las múltiples propuestas de matrimonio que recibía Henriette.
Una tarde, se introdujo sola en un bosquecillo de pinos para cambiar su vestido por otro de color carmesí con un grueso fajín de seda negra. Heinrich le había explicado de forma apremiante que quería pintarla con aquel vestido concreto que, según él, pertenecía a su hermana, pero Eva lo único que sabía era que olía a mujer, a una desconocida, y que le venía demasiado grande, así que se lo puso encima del suyo y, cuando salió del bosquecillo, él exclamó:
—¡Dios mío, qué menuda eres! —Y añadió—: Cuando ladeas la cabeza y la inclinas hacia abajo te pareces a Jenny von Westphalen.
Ella se tendió en el prado, un prado verde y violeta, y permitió que Heinrich la pintara y la pintara. E imaginó que tenía un «von» en su apellido. El vestido olía levemente a vinagre y también a humo. Apenas hablaron. Ella no se movió. No sabía dónde vivía él. Se imaginó una habitación, una habitación individual al final de un estrecho tramo de escaleras. Entonces, sin previo aviso, una nube oscura apareció sobre ellos amenazando tormenta. El repentino cambio de luz pareció nublarle la visión. Corrieron hacia un pequeño cobertizo situado detrás de un parterre lleno de maleza. El dobladillo carmesí se arrastró por charcos y barro, y cuando estuvieron rodeados por las paredes de madera podrida que olían intensamente a saúco, el vestido ya estaba arruinado. Se quedaron allí un rato, esperando a que la tormenta estallara. Oyeron el sonido del viento, el susurro de las hojas, pero no el golpeteo del agua. Y también oyeron, inequívocamente, el sonido de sus respiraciones. Ella, repentinamente, percibió su propio olor; un olor a humo, vinagre y a un perfume barato y desconocido. El interior del cobertizo estaba casi a oscuras, pero aunque no hubiera podido distinguir la sombra de Heinrich, habría sabido que se acercaba a ella por el calor húmedo que despedía, un calor que aumentaba y que, de algún modo, resultaba insistente mientras la lluvia se negaba a caer. Y aunque supo que debería gritar o echar a correr bajo la tormenta que amenazaba con caer en cualquier momento, no logró dominar su propio cuerpo. Las manos de Heinrich la acercaron a él y sus piernas la levantaron del suelo. Sintió que la elevaba más y más hasta que la penetró y empujó en su interior, y el dolor recorrió su cuerpo. No llegó a llover. Él encontró los labios de Eva, los tocó y dejó en ellos un rastro de pintura, una mancha azul tan pequeña que ella no la vio hasta el día siguiente, cuando se miró en un espejo de mano que tenía junto a la cama. Cayó presa de unas fiebres. Y finalmente lloró.
Henriette estaba de pie al otro lado de la puerta ligeramente entornada de su dormitorio, formulando una pregunta silenciosa.
—Echo de menos a mamá —declaró Eva antes de caer dormida.
La hiedra creció deprisa y formó círculos en el techo durante días, subiendo por las paredes y las ventanas y deslizándose por debajo de sus almohadas hasta rozar los bordes de sus ardientes orejas. Rahel estaba sentada en el borde de la cama, envuelta en sábanas blancas, y el Gigante, que estaba en un rincón de la habitación, se las arrebataba. Rahel quedó desnuda al lado del Gigante y Eva se dio cuenta de que estaba enfadada. Heinrich estuvo allí todo el tiempo. Apartó los dedos de Eva de su boca y le indicó que no se moviera. Encendía cigarrillos con furia, uno tras otro, llenando la habitación de un humo tan denso que ella, entre la niebla y las volutas de humo, apenas podía verlo, pero lo veía y, finalmente, también vio la razón del enfado de Rahel: las sábanas estaban terriblemente manchadas. Debió de pasarse días lavándolas.
Su familia no estaba allí. No recordaba a su padre de pie junto a la puerta, agarrado al hombro de Henriette mientras Eva se revolvía y retorcía en la cama. No tenía ningún recuerdo de Henriette sentada junto a la cama, sin aliento y rogando al doctor Lowenherz que la ayudara. Ni siquiera recordaba que su padre le leyera las cartas de su madre detallando los últimos efectos de los Kur ni la nueva carta del tío Alfred. Eva no oyó las elegantes frases de Alfred salpicadas de referencias a sus héroes políticos: su Bamberger, su Jacoby…, nombres que mencionaba con más frecuencia que los de sus dos hijos. Estaba convencido de que se concedería una amnistía más amplia y de que él no solo regresaría a su tierra natal y los vería a todos pronto, sino que, lo que era más importante, reemprendería la lucha por una Alemania democrática y unificada. Eva no oyó el final de su carta: «Soy consciente, querido Ernst, de tu opinión acerca de mi entusiasmo y, de hecho, he vivido lo suficiente para darme cuenta de que hemos vivido una época de gran florecimiento, lo que a menudo resulta más gratificante que una flor contemplada en sí misma, perfecta pero arrancada del suelo.»
Eva no recordaba nada de esto cuando, un día, se despertó empapada en un sudor frío en mitad del verano. Su hermana le dijo:
—Buenos días.
—¡Oh! —declaró Eva examinando la habitación y el techo, donde no había ni rastro de hiedra—. No me he muerto.
—Claro que no, querida. No puedes morirte.
«Pues debería morirme», pensó Eva.
—Bueno, en cualquier caso, no puedes morirte ahora; no cuando estoy a punto de casarme. —Henriette sonrió y mostró aquellos largos dientes inferiores que a Eva siempre le recordaban las teclas de un piano—. ¡Oh, Evie, estoy tan contenta de que te hayas recuperado! Lo siento —declaró repentinamente llorosa.
—¿Lo sientes? ¿Qué es lo que sientes?
—No siempre he sido una hermana amable contigo, ¿no es cierto?
Mientras Henriette acariciaba la húmeda frente de Eva, esta cerró los ojos otra vez y se sintió como si pudiera volver a ser la Eva de poco tiempo antes: una niña con ojos bonitos, curiosos e incorruptos.
—¡No digas tonterías! —exclamó Eva, aunque tuvo que reconocer que experimentó cierto placer culpable al ser, repentinamente, el objeto de tanta atención—. Eres una hermana maravillosa, y serás la novia más bonita de toda Europa.
«Aunque yo no viva para verlo.»
Habría jurado, aunque solo fuera por un instante, que Henriette le había leído la mente.
—No seas tonta —declaró su hermana con voz clara—. Y no te atrevas a perderte mi boda.
—No —respondió Eva—, claro que no.
Acarició el largo cabello suelto de su hermana mayor, lo acercó a su cara e inhaló.