Henriette insistió en que Eva fuese la primera en posar para el pintor. Semejante deferencia era un acto inusual y levantó sospechas en Eva. A su hermana mayor le gustaba causar buena impresión y había llegado al extremo de fingir desmayarse en la puerta si un caballero que hubiera acudido a visitarla mereciera la pena. Debajo del sobrecolchón de plumas escondía un libro que explicaba cómo podía desmayarse una dama sin consecuencias: sin que su vestido ni su compostura sufrieran menoscabo alguno. El libro explicaba que beber café hacía que el cutis de las jóvenes se volviera cetrino y que aplicarse suero de leche mezclado con lavanda en el cuello y la cara constituía un buen remedio. Henriette también alegaba ser demasiado delicada para que le diera el sol y apenas salía de casa; de modo que, cuando lo hacía, al Tiergarten o al lago Wannsee, siempre se consideraba un acontecimiento.
En aquel momento, Henriette tenía muchos pretendientes. El más guapo era católico y el padre de Henriette le informó amablemente de que su hija mayor había sido pedida en matrimonio por un primo lejano, un joyero que vivía en Praga. A Eva le pareció divertido y a la vez mal que su padre contara una mentira tan elaborada y supuso que su hermana se indignaría, pero, para su sorpresa, a Henriette no pareció importarle mucho. A pesar de su actitud dramática, no parecía tener mucha prisa en casarse. Cuando los pretendientes la visitaban, normalmente la encontraban en la sala, acomodada como un cisne en el diván, como estaba en aquel momento mientras observaba al pintor, quien preparaba los sucios utensilios de pintura por primera vez en la casa.
El pintor no era un pretendiente. Se llamaba Heinrich, como el gran poeta que tanto admiraba el tío Alfred, y sus delicadas facciones invitaban a más comparaciones entre ellos. Aunque, como señaló Henriette antes de que el pintor llegase, no era judío.
—¿Sabías que somos judías? —preguntó Henriette con cierto aire de suficiencia mientras Eva se ruborizaba y se esforzaba en no mover la cabeza.
—Sí, claro que sé que sois judías.
—¿Y cómo lo sabes?
El pintor, sin sonreír, siguió pintando.
—Por puro instinto.
Eva observó que él torcía la boca y enarcaba las anaranjadas cejas. También se fijó en que, aunque era delgado y tenía las manos y las muñecas huesudas, sus hombros eran anchos y formaban, con la espalda, una T erguida.
—Dime —continuó él—, ¿tenéis hermanos? Porque la casa huele a flores.
—No, no tenemos hermanos —contestó Eva de inmediato—, pero tenemos un tío. Antes vivía aquí.
—Verás —explicó Henriette—, el hermano de nuestra madre es un revolucionario. Ahora vive en París. —Suspiró cansinamente y se enderezó—. Está en el exilio.
—Pobre hombre —comentó el pintor.
Eva se fijó en que, mientras trabajaba, tenía la boca entreabierta, como si estuviera demasiado concentrado en la pintura y la tela para percatarse de algo tan trivial como su propia expresión.
—En absoluto —contestó Henriette adoptando una nueva pose en el diván, como si la estuvieran pintando a ella y no a Eva—. Lo invitan a los mejores salones. Tiene una barba poblada y voluminosa y una mujer rica. Solían encontrarse a escondidas antes de casarse…, en el bosque…
—¡No es cierto! —exclamó Eva.
—Por favor —intervino el pintor con voz amable—, por favor sigue mirándome.
—Se encontraban en un molino —continuó Henriette—. Un molino abandonado. Él me lo contó confidencialmente en una carta.
—No es verdad —replicó Eva.
—Y ahora viven en París —continuó Henriette sin inmutarse—. Conocieron a Heine, ya sabes.
Durante un instante, la expresión hasta entonces impertérrita del pintor pareció reflejar una sorpresa genuina.
—¿Heine? ¿Y qué sabes tú de Heinrich Heine?
—Sé muchas cosas —contestó Henriette—. Las dos sabemos muchas cosas de él.
El pintor sacudió la cabeza.
—Perdona, pero no me lo creo —replicó mientras sonreía.
—«No sé lo que pueda significar que esté tan triste —empezó Eva suavemente—. Una vieja fábula me obsesiona. El aire es frío, el ocaso se extiende y el Rhin fluye tranquilo por…»
El pintor la observaba y había dejado de pintar.
—El tío Alfred nos envía cartas. Cartas que escribe expresamente para nosotras. Papá solía leerlas, claro, pero ahora nos las entrega directamente. Así que ya ves…
Él la miró a los ojos durante un rato largo, pero ella enseguida se convenció de que se lo había imaginado.
—¿Admiras a Heine? —preguntó el pintor a Eva.
—Sí.
—Tío Alfred nos contó que, antes de morir, Heine se quedó paralítico y que, por lo visto, a pesar de padecer unos dolores terribles, siguió siendo brillante, realmente brillante. Muy irónico…, ya sabes. Utilizando palabras con doble sentido —comentó Henriette—. A mí me encantaría estar en el exilio.
—¡Oh, calla! —exclamó Eva, aunque, de todos modos, comprendía a Henriette.
Las dos esperaban con ansia las cartas del tío Alfred, incluso más que las que enviaba su madre desde Karlsbad. Cuando, muchos años antes, el tío Alfred participó en los enfrentamientos que tuvieron lugar en el campo (enfrentamientos que su padre describió con desdén como «auténticas locuras»), la madre de Eva y Henriette cortó las cuerdas del piano de la sala. Fue entonces cuando su padre alquiló por primera vez una casa en Karlsbad para pasar las vacaciones, con la esperanza de que su madre pudiera descansar. Entre otras cosas, su padre creía que su madre había mimado demasiado a su hermano menor y no le había quedado suficiente energía para ocuparse de su propio hogar. Después de cortar las cuerdas del piano, ella se puso a gritar y, según su padre, pareció como si alguien echara abajo la puerta principal, como si los soldados, ansiando su sangre, hubieran acudido en busca de toda la familia. La revolución se había desplazado de Francia a Alemania y había arrastrado a los jóvenes con ella. Como una tormenta de verano, llegó y se fue, y ahora nada parecía especialmente diferente en Alemania salvo el hecho de que Alfred ya no estaba allí y su madre había desviado la atención de su hermano menor al piano y los Kur. Aunque, a veces, recibía visitas.
Cerca de la casa había una granja lechera donde permitían que las niñas ayudaran a ordeñar las vacas y, aunque a Eva siempre le habían dado miedo las ásperas tetillas y le pedía a Henriette que las ordeñara por ella, sabía exactamente en qué consistía la tarea. Pero ella prefería mirar. Y ahora miró al pintor, quien tenía los ojos cerrados, como si estuviera descansando o incluso rezando. Lo miró y permaneció inmóvil, aunque su mente corría en círculos como la hiedra que crecía en el jardín de su madre, donde una vez celebraron un banquete al que las mujeres llevaron bandejas y los hombres hielo, y después de la comida y la cena, los invitados se quedaron a pasar la noche en el ala de los huéspedes. Uno de ellos era italiano (Eva se acordó de él repentinamente; llevaba un fular de seda de color verde jade), y acudió con su tímida hija, que se llamaba Lulu. Eva contempló los largos dedos del pintor y se acordó de que ella y Henriette le explicaron a la niña que, en su idioma, «lulu» significaba orinar.
—No estés tan nerviosa, Evie —declaró Henriette—. Él no quiere pintar tu cara nerviosa.
—No estoy nerviosa —susurró Eva—. En serio.
El pintor levantó el pincel un instante y sonrió por primera vez. Torció su huraña boca hacia arriba y sus dientes asomaron, como si hubiera estado intentando esconderlos. Aunque sus dientes no eran rectos y estaban manchados (Eva imaginó sus dedos enrollando pequeños cigarrillos y el humo elevándose en volutas hacia el descolorido techo), su sonrisa iluminó su pálida cara e incluso sus claros ojos.
—¡Qué vestido tan bonito! —le dijo a Eva como si, a pesar de llevar más de una hora pintándola, no se hubiera fijado en ella hasta entonces.
—No es verdad —contestó Eva, sacudiendo la cabeza y alisando la tela de color gris claro—. Es un vestido corriente.
—Eva es modesta —murmuró Henriette mientras arreglaba un cojín del diván.
Pero el pintor siguió sonriendo a Eva. El corazón de esta se aceleró y enrolló con nerviosismo las cintas rojas de su cabello en sus regordetes dedos hasta que dejó de sentir las puntas de los dedos.
—¿Admiras a Heine? —preguntó Eva en voz baja.
—Sí, mucho —contestó él—. Admiro el hecho de que no respondiera ante nadie.
—¡Oh, yo también! —exclamó Henriette—. Lo admiro profundamente.
Al ver la expresión seria de Henriette, como si no tuviera más preocupaciones que las de la mente, Eva se echó a reír y se cubrió rápidamente la boca con las manos.
—Los dedos —pidió el pintor con insistencia, obligando a Eva a bajar con rapidez las manos a su regazo y colocarlas una encima de la otra.
Una brisa entró por la puerta erizando el vello de la nuca de Eva. Le resultaba casi imposible mirar al pintor directamente a la cara. Sus ojos eran azules y no lo eran, y se asentaban bajo una frente alta de piel blanca como el papel que habría parecido femenina a no ser por el prominente hueso que cubría. Su arrugada chaqueta parecía que no hubiera sido lavada ni planchada nunca. Los extremos de sus cabellos estaban enmarañados. Había dejado un rastro de carboncillo en la alfombra oriental, una mancha negra que Eva supo que contemplaría durante las semanas venideras y que le recordaría el tiempo que estuvo allí, absolutamente inmóvil. Él se convirtió en la definición misma de lo que es un atardecer, en el núcleo de la primera luz del crepúsculo.
—¿Por qué no nos tocas algo, Henriette? —preguntó o quiso preguntar Eva.
No estaba segura de que su voz hubiera salido de su garganta. No tuvo la certeza de haber hablado hasta que su hermana contestó con timidez:
—Bueno, no sé…
—Si no te importa —intervino el pintor—, prefiero el silencio. En general, lo prefiero.
—¿No te gusta la música? —preguntó Henriette enderezándose con una rapidez inusual.
—No es eso —contestó él con calma mientras seguía pintando con la boca ligeramente entreabierta—. Es solo que, a veces, cuando sopla la brisa y estoy en una habitación agradable, me invade un sentimiento sobrecogedor; resulta difícil de explicar, pero entonces prefiero el silencio. —Dejó de pintar un instante y bajó la voz—. De una forma natural, me siento tranquilo, muy tranquilo. Es como si las personas fueran espíritus, espíritus benevolentes creados para que yo los contemplara.
—Te comprendo —declaró Eva, y su afirmación sorprendió, más que a ninguna otra persona, a sí misma.
—De todos modos, no me apetece mucho tocar —replicó Henriette.
Eva ni siquiera se dio cuenta del mohín de su hermana. Lo único que vio fue que él acariciaba el aire con las manos, como si intentara explicarse con claridad.
—Te comprendo totalmente —dijo Eva.
Henriette se incorporó en el diván y tosió levemente.
—Si, a veces, mi hermana prefiere el silencio, es simplemente porque es demasiado perezosa para hablar.
—Lo dudo —replicó el pintor con una sonrisa seductora.
Eva le devolvió la sonrisa y enseguida se puso nerviosa.
—Debe de ser fantástico que a uno le paguen por hacer lo que más le gusta —comentó repentinamente.
—¿Cómo sabes que me pagan?
—Bueno —declaró Eva—, solo quería decir…
—¿Todo tiene que girar alrededor del dinero? —preguntó él bruscamente, volviendo la atención al lienzo y dando pinceladas firmes y deliberadas.
—¿Pero qué dices? —Henriette se rio y volvió a reclinarse en el diván—. Papá te paga. Te encargó que nos retrataras.
Él volvió a dejar de pintar y apretó el pincel con fuerza con ambas manos.
—¿Cómo sabes que no os vi, a las dos, en el Tiergarten y pensé: «Me gustaría pintar a esas jóvenes»? ¡Contéstame! ¿Por qué crees que todo lo que hacemos en la vida está relacionado con el dinero?
—Yo… —balbuceó Eva—, no lo sé; al menos no estoy segura.
—Eso me parece correcto.
—¿Nos viste? —preguntó Henriette con escepticismo, pero volvió a reclinarse lentamente.
—Puede —repuso él—. Y puede que no acepte dinero de banqueros a menos que considere que la cuestión vale mucho la pena. ¿Cuál consideras que es la respuesta acertada?
—Estás insultando a nuestro padre —declaró Eva.
—Simplemente estoy siendo sincero —susurró él mientras miraba fijamente, demasiado fijamente, a Eva.
A ella nunca la habían mirado de aquella forma. Se sintió como si estuviera volviendo un guante de niño del revés; los pequeños y ajustados dedos, uno a uno.
—Ahora, por favor —pidió él con voz suave—, las manos. Mantenlas quietas donde están, por favor.