VACACIONES, 1861

Su padre sostenía una pluma de gallina en una mano y una vela en la otra. Ahora que el día había llegado a su fin, y a la luz de la pequeña llama, Henriette y Eva lo seguían por toda la casa. Buscaban pan o cualquier alimento similar: galletas, pasteles, bollos, fideos…, la comida favorita de Eva. Su padre repasaba los rincones con la pluma y acercaba la luz a los lugares más oscuros para asegurarse de que recogía todas las migas y las introducía en la bolsa. Mientras ellos buscaban las migas, su madre tocaba el piano.

Durante los meses de invierno su madre no salía de casa, aunque interpretaba música casi constantemente y, cuando no lo hacía, se retiraba a sus habitaciones. Al inicio de la temporada en Karlsbad, donde tomaba baños interminables que, supuestamente, tenían poderes reconstituyentes y curativos, y antes de empacar sus cosas y marcharse, su estado de ánimo mejoraba durante unos días. Conforme el éxodo de su madre se acercaba rápidamente, su padre, que se sentía claramente contrariado por su inminente marcha, era presa de un fervor religioso que, aunque frecuente, siempre resultaba inesperado. Durante las semanas previas a la festividad de la Pascua y al finalizar su jornada laboral, deambulaba por los pasillos y evocaba a sus queridos y difuntos padres con gran devoción y rectitud. Su padre procedía de una familia devota y su madre no, y la Pascua constituía siempre el punto de inflexión anual, una época en la que su padre y su madre actuaban como lo hacían en aquel momento: su padre concentrado en la práctica del ritual y su madre tocando una sonata de Mozart. Las notas musicales flotaban suavemente, aunque un poco vacilantes, por toda la casa.

Su madre ya había compartido su afición por las aguas curativas —el Kur—, con sus hijas y, a pesar de que había disfrutado de los baños de hojas de pino y de los paseos por la montaña que terminaban con una deliciosa tarta de cerezas, Eva no conseguía averiguar qué había en Karlsbad que reconfortara tanto a su madre.

Su padre también debía de preguntárselo. En todo caso, Eva sabía que él ansiaba tener un hogar más ordenado. El caos de la cocina normalmente le enfurecía (no era inusual que su padre inspeccionara la cocina y encontrara algo fuera de lugar: un plato de postre entre los de la carne, una caja de chocolatinas que su madre alegaba no saber que estaba allí…), pero Eva prefería la furia a lo que cada vez se asemejaba más a la desesperanza. Le resultaba insoportable ver a su padre con su calva cabeza entre sus anchas manos; ver cómo le preguntaba a su madre, primero con suavidad y luego con más brusquedad, por qué le resultaba tan difícil organizar la ayuda que habían contratado, «porque al fin y al cabo son judíos gallegos y se supone que saben algo de llevar una cocina, ¿no?».

Eva se imaginó las dependencias de la servidumbre en la planta inferior, donde ahora estarían cenando, probablemente demasiado exhaustos para conversar. Por la mañana, Eva había ayudado a Rahel y a los demás sirvientes a tender la mantelería de Pascua para que se secara sujetándola con unas pinzas de madera especiales que se guardaban exclusivamente para aquel día. Ahora pensó en ellos, que debían de estar terminando de cenar, y no pudo evitar preguntarse qué estarían diciendo; eso si no estaban demasiado cansados para hablar. Unos años antes, su padre había insistido en contratar sirvientes extra para la Pascua, pero su madre se negó alegando que solo confiaba en Rahel. Cuando su padre se impuso, su madre accedió pero solo si contrataban a familiares de Rahel. La imperturbable Rahel, que ya le había contado a Eva que solo tenía hermanos, se sacó de la manga varias hermanas, una tras otra, y ninguna se parecía en nada a ella. Aunque a su madre no parecía gustarle mucho Rahel, siempre quería tenerla cerca; siempre la llamaba desde las profundidades de su habitación, que, normalmente, tenía las cortinas corridas.

Tras años de negarse a comer en casa de los Frank porque no se fiaban de la comida, aquel año, los devotos familiares de su padre asistirían al Seder. Evidentemente, su padre debía de haberles dicho algo poco menos que milagroso para convencerlos.

«Prometedme, niñas, que este año cumpliréis con vuestro deber —les pidió, solemnemente, más de un mes antes—. Vuestra madre… —añadió mientras sacudía la cabeza.» Eva se quedó mirándolo sin encontrar nada útil qué decir, pero Henriette lo tomó de la mano y dijo: «Querido papá, claro que sí.» Henriette era cuatro años mayor que Eva y, a veces, le enseñaba labores de aguja mientras hablaba, largo y tendido, sobre sus colores favoritos, que eran susceptibles de cambiar en cualquier momento, y si Eva no le prestaba la atención adecuada, Henriette le propinaba accidentalmente un golpe con una de las agujas de tejer.

Su padre no intentaba impedir que su madre realizara los preparativos para trasladarse a Karlsbad y ella no discutía con él acerca de la cocina. Ella le decía: «Lo siento, querido», y lo mismo les decía a Eva y Henriette cuando ellas le preguntaban por qué no se quedaba en casa.

Aquel año, su madre dio unos besos secos a sus hijas, besos que aterrizaron en el aire más que en sus expectantes mejillas, y Henriette asumió las responsabilidades domésticas como si hubiera estado esperando que se lo pidieran durante mucho tiempo. Eva sintió admiración al ver que Henriette no parecía en absoluto intimidada. De hecho, a su hermana mayor se la veía mucho más cómoda al mando de la casa de lo que su madre lo estuvo nunca: comentó la planificación con Rahel y sus «hermanas»; eligió no solo su elaborada indumentaria de Pascua con antelación, sino también el nuevo conjunto de Eva… A su madre no pareció importarle aquella pérdida de autoridad. De hecho, su humor fue mejorando conforme Henriette ordenaba que sacaran las cajas adecuadas de la despensa, enviaba a los sirvientes a comprar el matzá a la panadería especial y la carne a la carnicería especial y se encargaba de que escaldaran la crema y compraran las astillas —montones de ellas— para la chimenea y para el ritual de quemar el chametz, que se realizaría aquella noche en el jardín.

Las pisadas de su padre en los escalones de piedra y los suelos de madera resultaban hipnóticas. A Eva siempre le había gustado aquel ritual: la búsqueda, el silencio, las migas…, pero aquel año se dio cuenta de que su mente fantaseaba, y aquella divagación se debía al aburrimiento. Su hermana se había puesto un corsé y tenía las mejillas encendidas; parecía tan vigorosa como cuando, el mes anterior, acudió a visitarla su primer pretendiente. Eva no estaba segura de la causa, pero se sintió al borde de sufrir un ataque de risa incontenible (su favorito), y se alegró al comprobar que su sonrisa seguía siendo contagiosa: incluso en su papel más oficioso, Henriette también sonreía.

—¡Evie! —le susurró su hermana—. ¿Por qué sonríes?

—¿Y por qué sonríes tú?

—¡Porque tú lo haces!

—Entonces dejaré de hacerlo —prometió Eva.

Era demasiado tarde.

—Por favor —insistió Henriette.

Eva advirtió que ella también estaba a punto de echarse a reír, y la risa de Henriette era la mejor del mundo. Su hermana pasó de una actitud totalmente correcta a, literalmente, partirse de risa.

—Por favor, por favor, por favor —dijo Henriette mientras su padre se volvía y ella pellizcaba el brazo de Eva.

—¡Niñas! —pidió su padre antes de tomar el pasillo del ala de los invitados para continuar la búsqueda.

—Evie —susurró Henriette entre dientes.

Cuando vio que Henriette estaba realmente enfadada, Eva le prometió prestar más atención; le juró que, cuando la pequeña bolsa estuviera llena con los restos de pan de la casa, ella se encargaría de ir a buscar las cerillas y a su madre.

—Mañana seré útil —le prometió. Y tomó la mano de su hermana.

—Sé que lo serás.

—¡Tienes tanta fe en mí, monsieur!

Eva pestañeó. Su hermana le había prometido —le había jurado por la Torá—, que sus ojos eran bonitos.

—No tengo elección, mademoiselle —contestó y le rectificó su hermana.

La familia estaba fuera, en el jardín. La mesa ya estaba preparada para el Seder de la noche siguiente. Eva echaba de menos que las mantelerías colgaran del tendedero como velas contra el cielo. Su padre encendió una cerilla, prendió fuego a las astillas y vertió en las brasas el contenido de la bolsa de chametz. Las migas, los trocitos de galleta, los restos de alimentos que contenían almidón…, todo se echó al fuego y pronto los Frank se encontraron frente a unas bonitas llamas.

Cuando Henriette encontró a Eva sentada al piano en mitad de la noche, exhaló un sonoro suspiro y se sentó a su lado.

—No consigo dormir —dijo Eva.

Henriette asintió con la cabeza y dio unas palmaditas en la espalda de su hermana.

—Yo tampoco.

De repente, Eva se dio cuenta de lo sola que se había sentido en la oscuridad. Le ocurría a menudo: la sensación de soledad le sobrevenía solo después de sentirse cómoda en compañía de otra persona.

Su hermana se fue por las ramas y la cadencia de su charla le resultó tan familiar como el viento entre los árboles.

—Me imagino que es por la celebración, ya sabes. Quiero que todo sea perfecto.

—No lo será —contestó Eva, y Henriette no se molestó en responder—. Nunca lo es —insistió casi alegremente.

—Eres una chica divertida —comentó su hermana.

—Eso me has dicho un montón de veces, monsieur.

Pero en lugar de sonreír, Henriette tendió la mano y preguntó:

—¿Qué estás escondiendo?

—¿Que qué estoy…? Nada —contestó Eva—. Nada.

—¿Qué tienes en la boca?

Eva sacudió la cabeza y tragó.

—Enséñamelo.

Eva extrajo del bolsillo el resto de galleta. La había escondido hacía más de una semana en una caja de partituras y la había sacado de allí pocos minutos antes. Había planeado saborearla lentamente.

—¿Por qué lo has hecho? —le preguntó Henriette.

Eva no logró distinguir si se lo preguntaba por curiosidad o estaba horrorizada.

—No estoy segura —contestó Eva, y era verdad.

Cuando escondió la galleta la invadió una especie de regocijo, como si al quebrantar aquellas leyes sagradas en secreto, disfrutara de su personal tipo de rebeldía, pero de repente el sabor de la ilícita galleta dejó de ser meloso gracias al azúcar moreno y la pasta de almendras como había anticipado tan ansiosamente, y se volvió terroso y amargo.

—Ven conmigo —le indicó Henriette—, saldremos al jardín y la echaremos al fuego.

—Es demasiado tarde —declaró Eva, pero Henriette sacudió la cabeza.

—Escúchame… —le exigió.

Eva se la imaginó años después, dirigiendo un ajetreado hogar. Su hermana pronto tendría sus propios y pequeños monstruos, un puñado de niñas y niños traviesos con nombres románticos.

—Las brasas todavía están ardiendo —prosiguió Henriette—. ¿Las ves? Todavía estamos a tiempo.

Entonces salieron al jardín y contemplaron cómo la galleta de Eva se quemaba convirtiéndose, así, en una equivocación sin consecuencias.