DESPUÉS
La Batalla del Marne, como todo el mundo sabe, terminó con la retirada de los alemanes. Entre el Ourcq y el Grand Morin, en los cuatro días que les quedaban para cumplir el plazo de tiempo que se habían fijado en sus planes, los alemanes perdieron la ocasión de alcanzar una «victoria decisiva» y con ello la oportunidad de ganar la guerra. Para Francia, para los aliados y, con el tiempo, para el mundo entero, la tragedia del Marne no significó la victoria que hubiese podido ser.
El ataque de Maunoury contra el flanco alemán y el cambio de dirección de Von Kluck para hacer frente a este peligro, abrieron una brecha entre el Primer y el Segundo Ejércitos alemanes. El resultado de la batalla dependía de si los alemanes obtenían éxito en aniquilar las dos alas, Maunoury y Foch, antes de que Franchet d’Esperey y los ingleses pudieran aprovechar la brecha avanzando por el centro alemán. Maunoury, cuando ya había sido casi derrotado por Kluck, fue reforzado por el IV Cuerpo, del cual seis mil soldados que habían llegado a París fueron mandados por Gallieni en taxis al frente de combate, y logró defender sus posiciones. Foch, fuertemente presionado en St. Gond por el ejército de Hausen y parte del de Von Bülow, en el momento crítico, cuando su derecha era rechazada y su izquierda cedía, vociferó su famosa orden: «¡Atacad pase lo que pase! Los alemanes se encuentran en el límite de sus fuerzas […]. La victoria será para el bando que resista más».[1] Franchet d’Esperey rechazó la derecha de Bülow, pero los ingleses penetraron de un modo demasiado lento y vacilante en la brecha, y como el coronel Hentsch volvió a aparecer de nuevo, en su histórica misión, para aconsejar la retirada, los ejércitos alemanes se retiraron a tiempo para que no fueran destrozadas sus líneas.
Alemania había estado tan cerca de la victoria y los franceses, tan cerca del desastre durante los días anteriores, y tan grande era la ansiedad del mundo mientras contemplaba el ininterrumpido avance de los alemanes y la retirada de los aliados hacia París, que la batalla que cambió el signo de la guerra fue conocida como «el milagro del Marne». Henri Bergson, que había formulado para Francia el mito de la «voluntad», veía en ella el milagro que ya había sucedido anteriormente: «Juana de Arco ha ganado la Batalla del Marne», fue su veredicto.[2] El enemigo, súbitamente detenido como si ante él se hubiera alzado un muro de piedra, también lo experimentó. «El élan francés, precisamente cuando creíamos que se había extinguido, arde de nuevo poderosamente», escribió Moltke tristemente a su esposa después de la batalla.[3] La razón básica del fracaso alemán en el Marne, «la razón que domina a todas las demás», reconoció Kluck después, fue «la extraordinaria y peculiar capacidad del soldado francés para recuperarse tan rápidamente. Que los hombres se dejen matar en el lugar en que se hallen es normal y figura en todos los planes de batalla. Pero que hombres que habían estado retirándose durante diez días, que dormían al aire libre y estaban medio muertos de fatiga, pudieran pasar al ataque cuando sonaran las trompetas es algo con lo que nosotros nunca habíamos contado. Era ésta una posibilidad que no habíamos estudiado en nuestra academia militar».
A pesar de Bergson, no fue un milagro, sino los síes, los errores y los fallos en el primer mes los que determinaron el resultado de la Batalla del Marne. A pesar de Kluck, los errores del mando alemán ayudaron tanto como la resistencia de los soldados franceses. Si los alemanes no hubiesen retirado dos cuerpos para destinarlos a luchar contra los rusos, uno de ellos hubiera estado a la derecha de Bülow y hubiese podido llenar la brecha entre él y Kluck, mientras que el otro hubiese estado con Hausen y hubiera proporcionado la superioridad numérica para derrotar a Foch.[4] La fiel ofensiva rusa había sustraído estas fuerzas del frente occidental, y ello fue reconocido debidamente por el coronel Dupont, jefe del Servicio de Información francés: «Rindamos a nuestros aliados el homenaje que se merecen. Uno de los elementos de nuestra victoria ha sido su derrota».[5]
Otros «síes» se acumulaban. Si los alemanes no hubieran destinado demasiadas fuerzas en un intento de doble envolvimiento por el ala izquierda, si ésta no se hubiese alejado demasiado de sus bases de suministro y agotado a sus hombres, si Kluck se hubiese mantenido al mismo nivel que Bülow, si, incluso en el último día, hubiera vuelto a cruzar el Marne en lugar de seguir avanzando hacia el Grand Morin, la decisión en el Marne hubiese sido diferente y, entonces, hubieran cumplido el plazo de seis semanas que se habían fijado para alcanzar la victoria sobre Francia. Y hubiesen podido si, y éste era el «si» decisivo, el plan de las seis semanas no se hubiese basado en la marcha a través de Bélgica. Aparte del hecho de obligar a Inglaterra a entrar en la guerra y el efecto que produjo en toda la opinión mundial, la adición de Bélgica como enemigo redujo el número de las divisiones alemanas que se presentaron en el Marne y añadió cinco divisiones inglesas al frente aliado.
En el Marne los aliados consiguieron aquella superioridad numérica de la que no habían disfrutado en ningún sector durante la Batalla de las Fronteras. Las divisiones alemanas que faltaban fueron responsables en parte, y el equilibrio fue roto por las divisiones francesas procedentes del Tercer Ejército y de los ejércitos de Castelnau y Dubail. En el curso de la retirada, mientras los otros ejércitos cedían terreno, estos dos mantuvieron cerrada la puerta oriental de Francia. Durante dieciocho días lucharon casi ininterrumpidamente hasta que, al final, reconociendo demasiado tarde el fracaso, Moltke renunció a la ofensiva y el ataque contra la línea fortificada de Francia el 8 de septiembre. Si el Primer y Segundo Ejércitos franceses hubieran cedido en algún punto, si hubiesen caído bajo el ataque final de Rupprecht el 8 de septiembre, los alemanes habrían logrado su Cannae y no hubiese habido oportunidad de que los franceses lanzaran su contraofensiva en el Marne, el Sena o donde fuese. Si existió un milagro en el Marne, éste fue posible gracias al Mosela.
Sin Joffre no hubiese existido un frente aliado que les hubiera cerrado el paso a los alemanes. Su indómita confianza durante los trágicos y terribles doce días impidió que el Ejército francés se desintegrara en una masa destrozada y fragmentada. Un comandante más brillante, de reacciones más rápidas y tajantes, hubiese podido haber evitado errores básicos, pero, después del desastre, aquello que necesitaba Francia lo poseía Joffre. Es difícil imaginarse a otro hombre que hubiese podido sacar a los ejércitos franceses de la retirada en condiciones de luchar nuevamente. Las posiciones que él preveía en el Sena tal vez hubiesen sido ocupadas demasiado tarde. Fue Gallieni quien vio la oportunidad, y con la poderosa ayuda de Franchet d’Esperey, provocó aquella prematura contraofensiva. Fue Lanrezac, que no participó en el Marne, quien, al salvar a Francia de la locura original del «Plan 17», hizo posible la recuperación. Es una ironía del destino que tanto su decisión en Charleroi como su sustitución por Franchet d’Esperey fueran igualmente necesarias para la contraofensiva. Pero fue Joffre, a quien en ningún momento dominó el pánico, quien organizó el ejército para la lucha. «Si no le hubiésemos tenido en el año 1914 —declaró Foch, su sucesor—, no sé lo que hubiera sido de nosotros».[6]
El mundo recuerda la batalla por la intervención de los taxis. Un centenar de esos coches ya estaban al servicio del gobierno militar de París. Con quinientos más, transportando cada uno de ellos a cinco soldados y efectuando dos veces el recorrido de sesenta kilómetros hasta el Ourcq, el general Clergerie calculó que podían transportar seis mil soldados al frente, donde se necesitaban con toda urgencia. La orden fue dada a la una de la tarde y la hora de partida eran las seis. La policía transmitía la orden a los taxistas en la calle y éstos, entusiasmados, hacían bajar a sus pasajeros explicando orgullosos que tenían que ir «al combate». Después de llenar sus depósitos en sus garajes, se alinearon seiscientos taxis en perfecta formación en el lugar fijado. Gallieni, que los inspeccionó, estaba encantado: «Eh bien, voilà au moins qui n’est pas banal!». Con los autobuses y camiones emprendieron la marcha tan pronto como oscureció… el último gesto valiente de 1914, la última cruzada del viejo mundo.[7]
Después de la incompleta victoria en el Marne siguió la retirada alemana al Aisne, la carrera en el mar por la posesión de los puertos del Canal de la Mancha, la caída de Amberes y la Batalla de Ypres, en la que los oficiales y los soldados del CEB se mantuvieron firmes en sus posiciones luchando hasta morir y deteniendo a los alemanes en Flandes. Ni Mons ni el Marne, sino Ypres, fue el monumento real al valor inglés, así como fue también la tumba de cuatro quintas partes del CEB original. Después, con la llegada del invierno, también llegó la guerra de posiciones en las trincheras. Desde Suiza al Canal de la Mancha, como una herida infectada a través de los territorios francés y belga, las trincheras señalaban la guerra de posiciones, aquella locura conocida como «frente occidental» que había de durar cuatro años más.
El «Plan Schlieffen» había fracasado, pero había obtenido el éxito suficiente para que los alemanes ocuparan toda Bélgica y el norte de Francia hasta el Aisne. Tal como el periódico de Clemenceau había de recordar incesantemente a sus lectores, año tras año: «Messieurs, les Allemands sont toujours à Noyon». De su presencia allí, muy dentro de Francia, era responsable el «Plan 17». Había permitido al enemigo penetrar demasiado en su propio territorio para ser luego rechazado después de la Batalla del Marne. Había permitido la rotura que luego, pudo ser contenida a base de una terrible sangría que convirtió la guerra de 1914-1918 en un preludio del año 1940. Éste fue un error que nunca pudo ser compensado. El fracaso del «Plan 17» fue tan fatal como el fracaso del «Plan Schlieffen», y juntos produjeron aquel callejón sin salida que era el frente occidental. A un promedio diario de cinco mil vidas, e incluso a veces de cincuenta mil, y absorbiendo constantemente munición, energía, dinero, cerebros y gente instruida, el frente occidental consumió todos los recursos de los aliados y provocó el fracaso de esfuerzos entre bastidores como el de los Dardanelos, que, en otro caso, hubieran podido acortar la guerra. Aquel punto muerto, determinado por los fracasos del primer mes, decidió el curso de la guerra y, como resultado, las condiciones de paz y las condiciones del segundo asalto.
Los hombres no pudieron soportar una guerra de semejante magnitud y dolor sin esperanza, la esperanza de que esa atrocidad mayúscula garantizaría que nunca volviera a ocurrir nada semejante y la esperanza de que esos años de lucha sin cuartel conducirían al establecimiento de los fundamentos de un mundo mejor. Al igual que la trémula imagen de París mantuvo en pie a los soldados de Kluck, el espejismo de un mundo mejor brilló con luz trémula entre el yermo lleno de cráteres y los tocones deshojados de lo que habían sido campos verdes y chopos mecidos por el viento. Nada más podía dotar de dignidad o sentido a las monstruosas ofensivas en las que miles y cientos de miles de hombres encontraban la muerte para ganar diez metros de terreno e intercambiar con el enemigo una trinchera enfangada por otra. Cuando cada otoño la gente decía que la guerra no podía durar más allá del invierno, y cuando cada primavera seguía sin verse la luz al final del túnel, la única razón que mantuvo en pie de guerra a las naciones fue la esperanza de que, al finalizar la contienda, la recompensa sería un mundo más habitable.
Al concluir, la guerra tuvo numerosas y variadas consecuencias, pero una de ellas se dejó notar por encima de las demás: la desilusión. «Todas las grandes palabras dejaron de tener sentido para esa generación», escribió D. H. Lawrence a modo de sencillo resumen para sus contemporáneos. Si alguno de ellos optó por recordar —aunque fuera con un profundo dolor—, como Émile Verhaeren, «el hombre que solía ser», ello se debió a que sabía que las grandes palabras y creencias de la época anterior a 1914 nunca volverían.
Después del Marne la guerra adquirió unas proporciones cada vez más grandes y se extendió hasta afectar a naciones de ambos hemisferios, a las que involucró en una dinámica de conflicto mundial que ningún tratado de paz podía detener. La Batalla del Marne fue una de las batallas más decisivas de la historia, no porque determinara la derrota de Alemania o la victoria de los aliados, sino porque determinó que la guerra iba a seguir su curso. La víspera de la batalla, Joffre afirmó ante sus soldados que no cabía la posibilidad de mirar hacia atrás. Una vez concluida ésta, lo que no había era vuelta atrás. Las naciones cayeron en una trampa, una trampa elaborada durante los primeros treinta días de unas batallas que no fueron decisivas, una trampa de la que no había —y no ha habido— escapatoria posible.