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«EN CASA ANTES DE QUE CAIGAN LAS HOJAS»

La tarde del domingo 2 de agosto, pocas horas antes de ser entregado el ultimátum alemán en Bruselas, Grey solicitó la autorización del Gabinete para cumplir el acuerdo naval de defender las costas francesas del Canal de la Mancha.[1] Un gobierno inglés no puede enfrentarse con un momento más doloroso que aquel que requiere una decisión dura, rápida y concreta. Después de una larga sesión aquella tarde, el Gabinete se sentía violento, inútil y poco dispuesto a aprobar un compromiso definitivo.

En Francia la guerra había sido aceptada como una especie de destino nacional, a pesar de que la inmensa mayoría hubiese preferido evitarla. Sorprendido, un corresponsal inglés informaba sobre las manifestaciones de «devoción nacional», junto con «una ausencia casi completa de nerviosismo»,[2] en un pueblo del que se había dicho, muy frecuentemente, que la influencia anarquista había minado su patriotismo, lo que resultaría fatal en el caso de una guerra. Bélgica, que estaba realizando uno de los pocos actos realmente heroicos de la historia, era admirada por la poco complicada conciencia de su rey, que, enfrentado con la elección de ceder o resistir, había tomado la decisión en menos de tres horas, a sabiendas de que era una decisión mortal.

Gran Bretaña no tenía ningún Alberto, y tampoco ninguna Alsacia. Sus armas estaban a punto, pero no su voluntad. Durante los últimos diez años había estudiado y se había preparado para la guerra que ahora se cernía sobre el país, y había desarrollado, desde 1905, un sistema llamado «War Book»,[3] pensado para evitar el tradicional confusionismo. Todas las órdenes que debían ser despachadas en caso de guerra estaban preparadas para la firma, habían sido escritas las direcciones en los sobres, los avisos a la población ya habían sido impresos o estaban en la imprenta, y el rey no se alejaba un solo instante de Londres sin ir acompañado de aquellos que llevaban consigo los documentos que requerían su firma inmediata. El método era sencillo, pero en la mente británica reinaba la confusión.

Dado que la presencia de la flota alemana en el Canal de la Mancha hubiese sido un reto contra Gran Bretaña tan directo como la presencia de la Armada española de otros tiempos, el Gabinete, reunido el domingo, accedió a regañadientes a la solicitud de Grey. El escrito que aquella tarde le entregó a Cambon decía: «Si la flota alemana pasa por el Canal de la Mancha o por el mar del Norte para emprender operaciones hostiles contra las costas o barcos franceses, la flota inglesa la protegerá en todo lo que esté a su alcance». Grey añadió, sin embargo, que esto «no les ligaba a ir a la guerra contra Alemania, a no ser que la flota alemana emprendiera la acción señalada».[4] Expresando los temores generales del Gabinete, dijo que, puesto que Inglaterra había de defender sus propias costas, «era imposible enviar nuestras fuerzas militares fuera del país».

El señor Cambon preguntó si Inglaterra decidía con esto que nunca las mandaría, y Grey contestó que sus palabras «se referían exclusivamente a la situación actual». Cambon propuso mandar dos divisiones para lograr un cierto efecto intimidatorio, pero Grey señaló que mandar una fuerza reducida de dos o cuatro divisiones «entrañaría el máximo riesgo para las mismas y produciría el mínimo efecto». Añadió que el compromiso naval no debía ser hecho público hasta que el Parlamento fuera informado al día siguiente.

Desesperado, pero al mismo tiempo más esperanzado, Cambon informó a su gobierno en un telegrama «muy secreto»,[5] que fue recibido en París a las ocho y media de aquella noche. Aunque se trataba de un compromiso a medias, mucho menos de lo que Francia había confiado en obtener, esperaban que sería suficiente, puesto que las naciones no hacen las guerras «a medias».[6]

Pero el compromiso naval fue arrancado al Gabinete a costa de iniciar aquella crisis que Asquith había tratado de evitar con tanto ahínco. Dos ministros, lord Morley y John Burns, presentaron la dimisión, y el formidable Lloyd George «dudaba». Morley estaba convencido de que «aquella misma tarde se procedería a la disolución del Gabinete», y Asquith confesó: «Estamos al borde de la crisis».[7]

Churchill, siempre dispuesto a adelantarse a los acontecimientos, se ofreció para que su antiguo partido, el conservador, entrara a formar parte de un gobierno de coalición. Tan pronto como terminó la reunión, fue a visitar a Balfour, el antiguo primer ministro conservador, que influía en los otros jefes de su partido en el sentido de que Gran Bretaña debía llevar hasta el amargo final la política que había diseñado la Entente.[8] Churchill le dijo que, probablemente, la mitad liberal del Gabinete presentaría la dimisión si se declaraba la guerra. Balfour le contestó que su partido estaba dispuesto para formar una coalición, a pesar de que, si se llegaba a esta necesidad, preveía que el país se iba a ver asolado por un movimiento pacifista dirigido por los liberales disidentes.

Hasta aquel momento no se conocía el ultimátum alemán dirigido a Bélgica. El pensamiento que dominaba a los hombres como Churchill, Balfour, Haldane y Grey era la amenazadora hegemonía de Alemania en Europa en el caso de que Francia fuera aniquilada. Pero la política que requería el apoyo de Francia se había desarrollado entre bastidores y nunca había sido confesada abiertamente al país. La mayor parte del gobierno liberal no la aceptaba. En esta situación, ni el gobierno ni el país hubieran ido unidos a la guerra. Para muchos, por no decir la mayoría de los ingleses, la crisis era una nueva fase de las viejas rencillas entre Alemania y Francia, que no eran de la incumbencia de Inglaterra. Para que afectaran a Inglaterra, según la opinión pública, la condición indispensable era la violación de Bélgica (hija de la política inglesa), ya que cada paso que dieran los invasores pisotearía un tratado del que Inglaterra era el arquitecto y signatario. Grey decidió solicitar del Gabinete, a la mañana siguiente, que considerase esta invasión como un casus belli formal.

Aquella noche, mientras cenaba con Haldane, un correo del Ministerio de Asuntos Exteriores trajo un telegrama que, según relato de Haldane, prevenía de que «Alemania estaba a punto de invadir Bélgica». No queda claro de quién procedía aquel telegrama, pero Grey debió de considerarlo auténtico. Lo alargó a Haldane y le preguntó su opinión. «Movilización inmediata», repuso Haldane.[9]

Inmediatamente se levantaron de la mesa y se dirigieron a Downing Street, donde hallaron al primer ministro reunido con unos pocos invitados. Lo hicieron pasar a una habitación contigua, le enseñaron el telegrama y solicitaron la autorización para movilizar. Asquith dio su consentimiento. Haldane sugirió que le volvieran a nombrar ministro de la Guerra, puesto que el primer ministro estaría demasiado ocupado al día siguiente para cumplir con estas funciones. Asquith dio otra vez su consentimiento, principalmente debido a que no veía con buenos ojos que ocupara aquel cargo el mariscal de campo lord Kitchener, de Jartum, que le había sido sugerido para el cargo.

El día siguiente, un día claro y hermoso de verano, Londres estaba atestada de gente que, debido a la festividad de los bancos y a la crisis, en vez de irse a las playas había acudido a la capital. Hacia el mediodía había tal gentío en Whitehall que los coches no podían cruzarlo y los murmullos podían oírse en la habitación en que estaba reunido el Gabinete, donde los ministros, en una sesión casi continua, trataban de llegar a un acuerdo sobre si se debía luchar en caso de invasión de Bélgica.

En el Ministerio de la Guerra, Haldane despachaba ya los telegramas llamando a filas a los reservistas y territoriales. A las once en punto el Gabinete recibió noticias de la decisión belga de enfrentase, con sus seis divisiones, al Imperio alemán. Media hora más tarde recibía una carta de los jefes conservadores, escrita antes de ser conocido el ultimátum a Bélgica, declarando que sería «fatal para el honor y la seguridad del Reino Unido» vacilar en prestar apoyo a Francia y Rusia.[10] Rusia, como aliada, no era del agrado de la mayoría de los ministros liberales.[11] Dos más, sir John Simón y lord Beauchamp, presentaron la dimisión, pero los acontecimientos en Bélgica decidieron al vacilante Lloyd George a seguir en el gobierno.

Al primer ministro le mencionaron, muy acertadamente, a un colega mucho más interesante todavía: lord Kitchener, cuyo inmenso prestigio se necesitaba, y que estaba a punto de tomar el vapor en Dover para regresar a Egipto. La presencia de lord Kitchener en el Gabinete, después de sus años de reinado en Oriente, era para Asquith una perspectiva peor que la guerra, y hubiese sido una felicidad para él si el vapor hubiese partido puntual, pero fue detenido por una cortés nota de Balfour, transmitida por un ajetreado intermediario, Winston, que sugirió que todavía se estaba a tiempo de detener al mariscal de campo en Dover. Con desgana, Asquith cogió el teléfono y le rogó que permaneciera en Inglaterra, pero esto fue todo lo que hizo por el momento.[12]

Hubiese preferido nombrar de nuevo para el cargo a Haldane, cuya actuación en el Ministerio de la Guerra había redundado en la creación de un Ejército y de un Estado Mayor capaz de luchar en una guerra europea. Pero Haldane era discutido por la prensa de Northcliffe. Como único ministro inglés que tenía un perfecto conocimiento del idioma alemán y que en cierta ocasión había comentado, muy imprudentemente por cierto, en el curso de una cena, que «Alemania es mi patria espiritual», había sido tildado de proalemán. Lord Northcliffe se presentó personalmente en Downing Street amenazando con denunciar su nuevo nombramiento en el caso de que se efectuara. El primer ministro no tenía la menor intención de entablar nuevas luchas cuando todos sus esfuerzos se dirigían a conservar la unidad. Lord Haldane fue arrojado de la vida pública por la prensa sin que sus buenos amigos Asquith, Grey o Churchill elevaran una protesta pública.

A las tres en punto de aquella tarde del 3 de agosto, Grey debía hacer ante el Parlamento el primer anuncio público y oficial del gobierno en relación con la crisis. Toda Inglaterra, así como también toda Europa, estaba pendiente de esta declaración. La misión de Grey estribaba en llevar a su país a la guerra, pero unido. Había de persuadir a su propio partido, el partido tradicionalmente pacifista. Había de explicarle al cuerpo parlamentario más antiguo y más experimentado de todo el mundo que Gran Bretaña estaba comprometida a ayudar a Francia a causa de algo que no era un compromiso oficial. Había de presentar a Bélgica como la causa, sin señalar a Francia como la causa básica; había de apelar al honor inglés haciendo entender que el interés británico era el factor decisivo; había de mostrarse muy firme en un Parlamento en el que los debates sobre asuntos exteriores habían florecido durante trescientos años, y sin la brillantez de Burke ni la fuerza de Pitt, sin la maestría de Canning o el nervio de Palmerston, sin la retórica de Gladstone o el ingenio de Disraeli, debía justificar el curso de la política exterior inglesa bajo su dirección y la guerra que no podía evitarse. Había de convencer en el presente, medirse con el pasado y hablar para la posteridad.

No había tenido tiempo para preparar un discurso por escrito. En el último momento, cuando trataba de redactar sus notas, le anunciaron la visita del embajador alemán. Lichnowsky entró lleno de ansiedad, preguntando por la decisión que había tomado el Gabinete. ¿Qué pensaba decir Grey en el Parlamento? ¿Sería una declaración de guerra? Grey contestó que no sería una declaración de guerra, sino «una declaración sobre las condiciones». ¿Era Bélgica una de estas condiciones?, preguntó Lichnowsky. «Imploró» a Grey que no la considerara como tal. No estaba al corriente de los planes del Estado Mayor alemán, pero no podía suponer que hubiesen planeado una violación «seria», a pesar de que muy bien pudiera ser el caso de que las tropas alemanas cruzaran por un pequeño extremo del territorio belga. «Si es así, nada podemos cambiar ahora», dijo Lichnowsky, repitiendo el eterno epitafio del hombre que ha de rendirse ante los hechos.

Hablaban junto al umbral de la puerta, impulsado cada uno de ellos por su propio sentido de la urgencia: Grey procurando que le dejaran a solas durante unos instantes con el fin de poder preparar su discurso, y Lichnowsky tratando de aplazar el momento decisivo. Se despidieron y oficialmente no volvieron a verse nunca más.[13]

La Cámara estaba atestada por primera vez desde que Gladstone presentó la Ley de Autonomía en 1893. Para acomodar a todos los miembros incluso tuvieron que colocar sillas en el corredor. La galería diplomática estaba también atestada, con la excepción de dos sillas vacías que señalaban los lugares reservados a los embajadores de Alemania y Austria. Los miembros de la Cámara de los Lores llenaban la tribuna de los invitados, y entre éstos figuraba el mariscal de campo lord Roberts, que durante tanto tiempo, aunque en vano, había abogado por el servicio militar obligatorio. Todos los ojos estaban fijos en el banco del gobierno, en donde Grey, con un claro traje de verano, se sentaba entre Asquith, cuyo rostro no expresaba nada, y Lloyd George, cuya melena y pálido rostro le hacían aparentar más viejo.[14]

Grey, pálido y cansado,[15] se puso en pie. Aunque ya hacía veintinueve años que era miembro de la Cámara y ocupaba el banco del gobierno desde hacía ocho, pocos diputados, y mucho menos aún el país, estaban informados sobre su política exterior. Las preguntas dirigidas al ministro de Asuntos Exteriores casi nunca obtenían de Grey una respuesta clara y contundente, y sus evasivas, que en más de un estadista hubiesen sido puestas en entredicho, no despertaban el menor recelo frente a aquel hombre. Un hombre tan poco atrevido, tan poco cosmopolita, tan inglés, tan provinciano, tan reservado, no podía ser considerado por nadie como alguien que gustase de inmiscuirse en los asuntos de otras naciones. No le gustaban los asuntos exteriores, ni tampoco su cargo, pero lo aceptaba como un deber. No pasaba los fines de semana en el continente, sino que iba al campo. No hablaba ninguna lengua extranjera, excepto el francés, que había aprendido en la escuela. Viudo a los cincuenta y dos años, sin hijos, parecía no tener otra pasión que su trabajo.

Hablando de un modo lento, pero con evidente emoción, Grey rogó a la Cámara que enfocara la crisis desde el punto de vista de «los intereses, el honor y las obligaciones británicos». Expuso la historia de las «conversaciones» militares con Francia. Dijo que ningún «acuerdo secreto» ligaba a la Cámara o coartaba su libertad de movimientos para adoptar el acuerdo que considerara más conveniente. Dijo que Francia se hallaba en guerra debido a su «obligación de honor» con Rusia, pero «nosotros no formamos parte de la alianza ruso-francesa, ni siquiera estamos informados de las cláusulas de esta alianza».[16] Iba tan hacia atrás para demostrar que Inglaterra no se había comprometido con nadie, que un diputado conservador, lord Derby, le susurró enojado a su vecino: «¡Dios mío, van a abandonar a Bélgica!».[17]

Grey reveló entonces el acuerdo naval con Francia. Les dijo a los miembros de la Cámara que, como consecuencia del acuerdo con Gran Bretaña, la flota francesa estaba concentrada en el Mediterráneo, dejando completamente abandonadas las costas norte y occidental de Francia. Dijo que era de la opinión de que «si la flota alemana pasa por el Canal de la Mancha y bombardea y ataca las indefensas costas francesas, no podemos mantenernos apartados y ver cómo sucede esto, prácticamente delante de nosotros, cruzándonos de brazos, contemplándolo todo sin pasión alguna, sin hacer nada». En los bancos de la oposición aplaudieron vivamente, mientras que los liberales escuchaban «asintiendo sobriamente».

Para explicar que ya había comprometido a Gran Bretaña a defender las costas de Francia, Grey empezó dando un largo rodeo hablando de los «intereses británicos» y de las rutas comerciales inglesas en el Mediterráneo. Y de aquí pasó «a unas consideraciones mucho más serias, que a cada hora que pasaba se convertían en más graves», es decir, la neutralidad belga.

Para dar a este tema toda su importancia, Grey, que no confiaba en su propia oratoria, se basó en el discurso de Gladstone en el año 1870. «¿Puede este país cruzarse de brazos y ser testigo del crimen más sucio que nunca haya manchado las páginas de la historia y convertirse de esta forma en cómplice del pecado?». Y también usó una frase de Gladstone para expresar la cuestión fundamental: que Inglaterra debía adoptar una posición «frente a un engrandecimiento desmesurado de cualquier potencia».

Y, sin más citas, continuó: «Ruego a la Cámara que considere desde el punto de vista de los intereses británicos lo que está en juego. Si Francia es obligada a claudicar, si Bélgica cae bajo la misma influencia dominadora y luego Holanda y Dinamarca […] si en una crisis como ésta hacemos caso omiso de nuestras obligaciones de honor e intereses en relación con el tratado belga […] no creo por un solo instante que al final de esta guerra, incluso aunque nos mantengamos alejados, seamos capaces de reparar lo que ya se habrá hecho, impedir que el conjunto de Europa se oponga a nosotros al caer bajo la dominación de una sola potencia, y yo creo que debemos sacrificar nuestro respeto, buen nombre y reputación ante el mundo para no sufrir las más graves consecuencias económicas».

Les expuso claramente la «situación y la elección que tomar». La Cámara, que había escuchado en «penoso silencio» durante una hora y cuarto, estalló en vivos aplausos significando, de este modo, su respuesta. Las ocasiones en que un individuo es capaz de convencer a todo un país son memorables, y el discurso de Grey significa uno de esos momentos cruciales, por el cual luego la gente señala las fechas. Algunos disidentes hicieron oír sus voces, puesto que, a diferencia de los parlamentos continentales, la Cámara de los Comunes no puede ser exhortada o persuadida de un modo unánime. Ramsay MacDonald, que habló en nombre del Partido Laborista, dijo que Gran Bretaña hubiera debido mantener la neutralidad. Keir Hardie dijo que levantaría a la clase obrera en contra de la guerra, y luego, en el vestíbulo, un grupo de liberales que no se habían dejado convencer adoptó una resolución en la que decían que Grey no había justificado la entrada en la guerra.[18] Pero Asquith estaba convencido de que, en conjunto, «los pacifistas han sido silenciados, aunque muy pronto volverán a hacerse oír». Los dos ministros que habían presentado la dimisión aquella misma mañana fueron persuadidos por la noche para que regresaran al seno del Gabinete, y la impresión general era que Grey había conquistado la voluntad del país.

—¿Y ahora qué? —le preguntó Churchill a Grey cuando, juntos, abandonaron la Cámara.[19]

—Ahora les mandaremos, en el plazo de veinticuatro horas, un ultimátum para que detengan la invasión de Bélgica —replicó Grey.

Y a Cambon, unas pocas horas más tarde, le dijo: «Si se niegan, habrá guerra».[20]

Aunque habían de pasar veinticuatro horas antes de mandar el ultimátum, los temores de Lichnowsky se habían cumplido: Bélgica había sido la condición.

Los alemanes aceptaron el riesgo, puesto que confiaban en una guerra de corta duración, ya que, a pesar de las lamentaciones y las aprensiones de sus jefes civiles en el último momento sobre lo que pudiera hacer Inglaterra, el Estado Mayor alemán había tomado ya en consideración la beligerancia de Inglaterra y le había quitado toda importancia, pues creían que la guerra habría terminado en el curso de los cuatro meses siguientes.

Un prusiano difunto y un profesor vivo, aunque no comprendido, Clausewitz y Norman Angell, se habían unido para inducir el concepto de la guerra de corta duración en las mentes europeas. La necesidad alemana era obtener una rápida y decisiva victoria, pues la imposibilidad económica de una guerra de larga duración era la pesadilla de todo el mundo.

«Estaréis en casa antes de que caigan las hojas de los árboles», les dijo el káiser a las tropas que partían para el frente durante la primera semana de agosto.[21] Un comentarista de la alta sociedad alemana escribió el 9 de agosto que el conde Oppersdorf se presentó en palacio aquella tarde y dijo que las cosas no durarían más de diez semanas, que el conde Hochberg creía que sólo serían ocho, y que luego: «Usted y yo nos volveremos a encontrar en Inglaterra».[22]

Un oficial alemán que partía para el frente del Oeste comentó que confiaba en tomar el desayuno en el café de la Paix de París, el día de Sedán (2 de septiembre).[23] Los oficiales rusos esperaban estar en Berlín por la misma fecha.[24] Seis semanas era el plazo de tiempo que, generalmente, se fijaban todos ellos. Un oficial de la Guardia Imperial preguntó al médico del zar si consideraba conveniente llevarse su uniforme de gala para la entrada en Berlín, o si era mejor que se lo llevara un correo especial al frente. Un oficial inglés, que, después de haber prestado servicio como agregado militar en Bruselas, era considerado au courant, fue interrogado, cuando llegó a su regimiento, sobre la duración de la guerra. El oficial contestó que no lo sabía, pero que tenía entendido que «había razones financieras por las que las grandes potencias no continuarían la guerra durante mucho tiempo».[25] Se lo había oído decir al primer ministro, «quien me dijo que esto se lo había dicho lord Haldane».

En San Petersburgo la cuestión no era si los rusos ganarían o no la guerra, sino si, para ganar la guerra, tardarían dos o tres meses, y los pesimistas que hablaban de seis meses eran considerados derrotistas. «Vasilii Fedorovich [Guillermo, hijo de Federico, es decir, el káiser] ha cometido un error y no podrá repararlo», anunció solemnemente el ministro ruso de Justicia.[26] No estaba equivocado. Alemania no había hecho ningún preparativo para una guerra de larga duración, y cuando estalló ésta, contaba con una reserva de nitratos para la fabricación de pólvora de sólo seis meses.[27] Sólo la posterior utilización de un método que fijaba el nitrógeno del aire, le permitió continuar sus esfuerzos bélicos. Los franceses, que apostaban por un rápido fin, no destinaron tropas a lo que hubiese sido una difícil defensa de Lorena y sus minas de hierro, y permitieron que los alemanes se apoderaran de las mismas con la confianza de que las recuperarían rápidamente. Como consecuencia de esto, perdieron el 80 por 100 de sus minerales de hierro y casi perdieron la guerra. Los ingleses, con su modo de ser tan impreciso, confiaban vagamente en la victoria, pero sin especificar cuándo, dónde y cómo, pero sí en el curso de los siguientes meses.

Fuese por instinto o intelecto, tres mentes, todas ellas militares, veían cómo la negra sombra se alargaba durante años y no meses. Moltke, que temía la «larga y dura lucha», era uno de ellos. Joffre, el segundo. Entrevistado por los ministros en 1912, dijo que si Francia ganaba la primera batalla en la guerra, comenzaría entonces la resistencia nacional alemana, y viceversa. Sea como fuere, otras naciones se verían mezcladas en las hostilidades, lo que haría que la guerra se convirtiese en una lucha de «duración indefinida».[28] Sin embargo, ni él ni Moltke, que eran los jefes militares de sus respectivos países desde 1911 y 1906, hicieron ningún cambio en sus planes en favor de otros planes para una guerra de larga duración.

El tercero —y el único que supo actuar en consonancia con su visión— era lord Kitchener, que no había tomado parte en los planes originales. Nombrado ministro de la Guerra el día en que Inglaterra se convirtió en beligerante, ya desde un principio anunció que la guerra duraría tres años. A un incrédulo compañero le dijo que incluso podía durar más, «pero conformémonos por el momento con esos tres años. Una nación como Alemania, después de haber forzado la guerra, no se rendirá hasta haber sido aniquilada por completo. Y esto durará mucho tiempo y nadie puede saber cuánto».

Con la excepción de lord Kitchener, que desde el primer día en que ocupó su cargo insistió en preparar un ejército de millones para una guerra que iba a durar muchos años,[29] nadie más hizo planes que sirvieran para más de tres o seis meses. En el caso de los alemanes, la idea fija de una guerra de corta duración entrañaba el corolario de que, en una guerra corta, la beligerancia de Inglaterra carecía de importancia.

«Si alguien me hubiera dicho de antemano que Inglaterra iba a tomar las armas contra nosotros…», se lamentó el káiser durante el almuerzo en el cuartel general un día más tarde, ya en guerra.[30] Alguien aventuró en voz baja: «Metternich», en referencia al embajador alemán en Londres que había sido destituido en el año 1912 por su cansina costumbre de repetir que el rearme naval llevaría a la guerra con Inglaterra no más allá del año 1915. En 1912, Haldane le dijo al káiser que Gran Bretaña nunca podría permitir la ocupación alemana de los puertos franceses en el Canal de la Mancha, y le recordó las obligaciones que por su tratado tenían contraídas con Bélgica. Y también en 1912 el príncipe Enrique de Prusia le preguntó a su primo el rey Jorge, sin andarse en ningún momento por las ramas: «En el caso de que Alemania y Austria fueran a la guerra contra Rusia y Francia, ¿Inglaterra acudiría en ayuda de estas dos últimas potencias?». A lo que el rey Jorge respondió: «Desde luego, en determinadas circunstancias, sí».[31]

A pesar de estas advertencias, el káiser se negaba a creer lo que él sabía que era cierto. Según la evidencia de un compañero, estaba todavía «convencido» de que Inglaterra se mantendría neutral cuando subió de nuevo a bordo de su yate él 5 de julio, después de haberle dejado las manos libres a Austria.[32] Sus dos Korpsbrüder de los días de estudiante en Bonn, Bethmann y Jagow, cuyas cualidades para el cargo que ostentaban se debían más que nada a la debilidad sentimental del káiser por los «hermanos» que llevaban las cintas blanca y negra de la fraternidad y que se tuteaban, se consolaban uno a otro dándose seguridades mutuas sobre la neutralidad inglesa.[33]

Moltke y su Estado Mayor no necesitaban de Grey ni de nadie para que les dijeran lo que haría Gran Bretaña. Estaban firmemente convencidos de que Inglaterra iría a la guerra. «Cuantos más ingleses, mejor», le dijo Moltke al almirante Tirpitz, significando con esto que cuantos más ingleses desembarcaran en el continente, más serían aniquilados en la derrota decisiva.[34] El pesimismo natural de Moltke le hacía pensar de un modo muy realista. En un informe que redactó en 1913 expuso la situación de un modo mucho más claro de lo que hubiese podido hacerlo un inglés. Si Alemania cruzaba el territorio belga sin el consentimiento de Bélgica, escribió, «entonces Inglaterra se unirá, sin ninguna duda, a nuestros enemigos», teniendo en cuenta que ya había expuesto esta intención en el año 1870. Sabía que nadie en Inglaterra creería en las promesas alemanas de evacuar Bélgica después de haber derrotado a Francia, y sabía también que en una guerra entre Alemania y Francia, Inglaterra lucharía, tanto si los alemanes atravesaban el territorio belga como si no lo hacían, «puesto que temen la hegemonía alemana, y de acuerdo con su política de mantener el equilibrio harán todo lo que esté en su poder para impedir el incremento del poder alemán».[35]

«Durante los años anteriores a la guerra no teníamos la menor duda sobre la rápida llegada del cuerpo expedicionario inglés a las costas francesas», testimonió el general Von Kuhl, que ostentaba un alto cargo en el Estado Mayor,[36] donde se calculaba que el cuerpo expedicionario inglés sería movilizado el décimo día, se concentraría en los puestos de embarque el undécimo, comenzaría a embarcar el duodécimo día y llegaría a Francia el decimocuarto día. Y en ello andaban muy acertados.

Tampoco el Estado Mayor naval alemán se hacía ilusiones de ninguna clase. «Inglaterra será probablemente, hostil en caso de que se llegue a la guerra», telegrafió el Almirantazgo el 11 de julio al almirante Von Spee, a bordo del Scharnhorst en el Pacífico.[37]

Dos horas después de haber terminado su discurso en la Cámara de los Comunes, ocurrió aquello en que habían estado pensando todos a ambos lados del Rin desde el año 1870, y que habían manifestado de un modo más o menos público desde el año 1905: Alemania declaró la guerra a Francia. Para Alemania era, según palabras del príncipe heredero, la «solución militar» de aquella tensión que iba en aumento cada día que pasaba, el fin de la pesadilla del cerco alemán.[38] «Es una alegría vivir», anunció un periódico alemán aquel día en un titular de su edición especial que rezaba: «La bendición de las armas». «Los alemanes exultamos de felicidad […]. Hemos deseado tan ardientemente que llegara esta hora […]. Las espadas que nos hemos visto obligados a empuñar, no las enfundaremos hasta que nuestros objetivos hayan sido alcanzados y nuestro territorio engrandecido tal como lo requieren sus necesidades».[39] No todo el mundo saltaba de alegría. Los diputados de la izquierda, que habían sido convocados por el Reichstag, estaban «deprimidos» y «nerviosos».[40] Uno de ellos, dispuesto a votar todos los créditos bélicos que fueran necesarios, comentó: «No podemos permitir que destruyan el Reich». Y otro se lamentaba: «Esta diplomacia tan poco competente…».

Para Francia, la señal sonó a las 6:15 de la tarde, cuando el primer ministro Viviani oyó sonar su teléfono y habló con el embajador norteamericano, Myron Herrick, que le decía, con voz ahogada por las lágrimas, que acababa de recibir el ruego de hacerse cargo de la embajada alemana e izar la bandera norteamericana en su mástil. Había aceptado el encargo, le dijo Herrick, pero no estaba dispuesto a izar la bandera.[41]

Sabiendo perfectamente que esto significaba la guerra, Viviani esperó la inminente llegada del embajador alemán, que le fue anunciada pocos minutos más tarde. Von Schoen, que estaba casado con una belga, entró visiblemente impresionado. Empezó quejándose de que, en su camino, una dama había metido la cabeza por la ventanilla de su coche y le «había insultado a él y a su emperador». Viviani, que había de hacer inauditos esfuerzos por dominarse, preguntó si esta queja era el motivo de su visita, pero Schoen confesó que debía cumplir otra misión y, desdoblando el documento que llevaba encima, leyó su contenido, que decía que, como consecuencia de los «actos de hostilidad organizada» por Francia y de los ataques aéreos contra Nuremberg y Karlsruhe y la violación de la neutralidad belga por el vuelo de aviadores franceses sobre territorio belga, «el Imperio alemán se considera en estado de guerra con Francia».[42]

Viviani rechazó formalmente las acusaciones que habían sido formuladas, no para impresionar al pueblo y al gobierno francés, que sabía que aquellos hechos no se habían producido, sino para convencer al pueblo alemán de que era víctima de la agresión francesa. Acompañó a Von Schoen hasta la puerta, y allí, como si no deseara que aquélla fuera la despedida final, abandonó con él el edificio, bajó las escalinatas y le acompañó hasta la portezuela del coche que le estaba aguardando. Los dos representantes de los «enemigos hereditarios» permanecieron durante unos minutos silenciosos y con expresión muy triste, hasta que, finalmente, Von Schoen subió al coche y se alejó.

Aquella noche, en Whitehall, sir Edward Grey, que estaba de pie junto a la ventana acompañado de un amigo mientras en la calle encendían las farolas, hizo la observación que desde entonces ha señalado aquella hora: «Las lámparas van a apagarse en toda Europa, y ya no las volveremos a ver brillar en toda nuestra vida».[43]

A las seis de la mañana del día siguiente, el 4 de agosto, el señor Von Below efectuó su última visita al Ministerio de Asuntos Exteriores de Bruselas. Entregó una nota que decía que, en vista de que habían sido rechazadas «las proposiciones hechas de buena fe de su gobierno, Alemania se ve obligada a llevar a la práctica medidas para su propia seguridad, en caso necesario por la fuerza de las armas». La palabra «necesario» había sido incluida para ofrecerle a Bélgica una última oportunidad para cambiar de parecer.[44]

Aquella tarde, el embajador norteamericano, Brand Whitlock, que había sido llamado para hacerse cargo de la embajada alemana, encontró a Von Below y su primer secretario, Von Stumm, hundidos en dos sillones, sin hacer el menor intento de recoger sus cosas y hacer las maletas, dando la impresión de estar «completamente abatidos».[45] Sosteniendo el cigarrillo con una mano y frotándose con la otra la ceja, Below permanecía inmóvil, mientras que dos ancianos funcionarios, con una vela, lacre y tiras de papel, recorrían lenta y solemnemente la estancia, sellando los armarios de caoba que contenían los archivos.

«¡Oh, esos pobres locos! ¿Por qué no se apartan de la ruta de la apisonadora? Nosotros no queremos dañarles, pero si se oponen a nuestra marcha, serán hundidos en el barro. ¡Oh, esos pobres locos!», repetía Von Stumm, como si hablara consigo mismo.

Sólo mucho tiempo después se preguntaron, en el bando alemán, quiénes habían sido los pobres locos aquel día. Fue el día, descubrió posteriormente el conde Czernin, el ministro de Asuntos Exteriores austriaco, de «nuestra mayor desgracia»,[46] el día en que, según reconoció el propio príncipe heredero, «los alemanes perdieron la primera gran batalla a los ojos del mundo».[47]

A las ocho y dos minutos de aquella mañana, la primera ola de soldados alemanes cruzó la frontera belga en Gemmerich, a treinta millas de Lieja. Los gendarmes belgas abrieron fuego desde sus puestos de centinela. La fuerza destacada del grueso de los ejércitos alemanes para el ataque contra Lieja, al mando del general Von Emmich, comprendía seis brigadas de infantería, cada una de éstas con artillería y otras armas, y tres divisiones de caballería. Hacia el anochecer habían alcanzado el Mosa en Visé, un nombre que había de ser el primero en una larga serie de ruinas.

Hasta el momento de la invasión fueron muchos los que todavía creían que, para evitar problemas, los ejércitos alemanes no cruzarían las fronteras belgas. ¿Por qué habían de mezclar deliberadamente en la lucha contra ellos a otros dos enemigos? Dado que nadie podía suponer que los alemanes fueran tan estúpidos, la respuesta que se daban los franceses era que el ultimátum alemán a Bélgica era sólo un truco. No sería seguido por una invasión de facto, sino que lo había hecho, única y exclusivamente, «para que seamos nosotros los primeros en penetrar en territorio belga», dijo Messimy cuando prohibió a los soldados franceses que «ni una sola patrulla, ni un solo jinete, cruce la frontera».[48]

Fuese por esta razón o por otra, Grey no había mandado aún el ultimátum alemán. El rey Alberto todavía no había apelado a las potencias garantizadoras de la neutralidad solicitando ayuda militar.[49] También él temía que dicho documento pudiera ser una «finta colosal». Si llamaba demasiado pronto a los ingleses y franceses, su presencia arrastraría a Bélgica a la guerra, aun en contra de su voluntad, y temía, en lo más interior de su ser, que una vez en territorio belga, sus vecinos no tuvieran muchas prisas por abandonarlo. Sólo cuando el avance de las columnas alemanas en dirección a Lieja puso punto final a todas las dudas y ya no le dejaron otra alternativa al rey, al mediodía del día 4, hizo su llamamiento a favor de una acción militar «concertada y en común» con los valedores del tratado.

En Berlín, Moltke confiaba aún en que, después de los primeros disparos hechos para salvar el honor, los belgas serían persuadidos a llegar a un «entendimiento».[50] Por esta razón, la nota alemana decía sencillamente «por la fuerza de las armas», y por una vez no hablaba de una declaración de guerra. Cuando el barón Beyens, el embajador belga, se presentó para recoger sus pasaportes la mañana de la invasión, Jagow se adelantó precipitadamente a su encuentro y le preguntó, como si confiara en una proposición: «Bien, ¿qué tiene usted que decirme?». Reiteró el ofrecimiento alemán de respetar la independencia belga y pagar todos los daños causados en Bélgica si ésta se abstenía de destruir los ferrocarriles y volar los puentes y túneles y dejaba pasar las tropas alemanas sin defender Lieja. Cuando Beyens se volvió para marcharse, Jagow le siguió esperanzado, diciendo: «Tal vez nosotros dos tengamos que discutir todavía ciertos puntos».[51]

En Bruselas, unas horas después de haber comenzado la invasión, el rey Alberto, con su sencillo uniforme de campaña, fue a reunirse con el Parlamento. A marcha ligera iba la pequeña procesión por la Rue Royale, encabezada por un carruaje descubierto en el que iban la reina y sus tres hijos, seguidos de dos automóviles y, detrás, el rey a caballo. Las casas, a lo largo del recorrido, habían sido adornadas con banderas y flores, y por las calles se veía una excitada muchedumbre. Los desconocidos se estrechaban las manos, reían y lloraban, todos ellos se sentían entrañablemente unidos a aquel hombre «por un lazo común de amor y odio».[52] Los aplausos se repetían como si el pueblo, en una manifestación de emoción universal, tratara de decirle al rey que él era el símbolo de su país y de su voluntad de defender su independencia. Incluso el embajador austriaco, que se había olvidado de mantenerse alejado de aquella ocasión y que, junto con otros diplomáticos, contemplaba la procesión desde las ventanas del Parlamento, se secaba las lágrimas de los ojos.[53]

En la gran sala, después de haber tomado asiento los diputados, así como la reina y la corte, entró el rey, solo, arrojó su gorra y sus guantes sobre la mesa y empezó a hablar en un tono de voz que se hacía muy difícil de entender.[54] Después de recordar que el Congreso del año 1830 había creado una Bélgica independiente, preguntó: «Caballeros, ¿están ustedes inalterablemente decididos a mantener intacto el sagrado legado de nuestros antepasados?». Los diputados, incapaces de dominarse por más tiempo, se pusieron en pie y gritaron: «Oui! Oui! Oui!».[55]

El embajador norteamericano, al describir esta escena en su diario, dice que no apartó la vista del heredero del trono, que contaba doce años y que, embutido en su uniforme de marinero, escuchaba muy atentamente y tenía la mirada fija en su padre, no dejando de preguntarse: «¿Qué pensamientos vibrarán en la mente de este muchacho?». Como si tuviera ya una visión del futuro, el señor Whitlock se preguntó: «¿Será testigo en años futuros de una escena parecida a ésta? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿En qué circunstancias?». Aquel muchacho en uniforme de marinero había de sucumbir, como Leopoldo III, a otra invasión alemana en el año 1940.

En las calles, después del discurso, el entusiasmo se desbordó. El Ejército, que hasta aquel momento había sido despreciado, era ahora una institución heroica. El pueblo gritaba: «¡Abajo los alemanes! ¡Muerte a los asesinos! Vive la Belgique indépendant!». Después de haberse marchado el rey, el pueblo requirió la presencia del ministro de la Guerra, el hombre más impopular en el gobierno debido al cargo que ostentaba. Cuando el señor De Broqueville apareció en el balcón, incluso aquel suave hombre de mundo lloró dominado por la ferviente emoción compartida por todos aquellos que aquel día se encontraban en Bruselas.

Aquel mismo día, en París, los soldados franceses, con pantalones rojos y guerreras azules, cantaban mientras marchaban por las calles:

C’est l’Alsace et la Lorraine,

c’est l’Alsace qu’il nous faut,

oh, oh, oh, oh!

Para terminar, emitían un triunfante grito cuando lanzaban el último «¡oh!». El general Paul, a quien la pérdida de un brazo le había dado una gran popularidad, pasó a caballo luciendo los lazos verdes y negros de los veteranos de 1870. Regimientos de caballería de los coraceros con pecheras de metal reluciente y largas colas de pelo negro de caballo colgando de sus cascos no tenían la menor conciencia de su anacronismo. Les seguían enormes camiones que transportaban aeroplanos y plataformas sobre ruedas, con los largos y delgados cañones de campaña pintados de gris, los soixante-quinzes, que eran el orgullo de Francia. Durante todo el día, el desfile de hombres, caballos, armas y material continuó a través de los altos portales de la Gare du Nord y de la Gare de l’Est.

Por los bulevares, desiertos de toda clase de vehículos, marchaban compañías de voluntarios con banderas y pancartas que proclamaban: «¡Luxemburgo nunca será alemana!»; «Rumania se alía a la madre de las razas latinas»; «Italia, cuya libertad fue comprada con sangre francesa»; «España, la querida hermana de Francia»; «Voluntarios ingleses por Francia»; «Griegos que aman Francia»; «Los escandinavos en París»; «Los pueblos eslavos al lado de Francia»; «América Latina vive por la madre de la cultura latinoamericana». Frenéticos aplausos y vítores a la pancarta: «Los alsacianos regresamos a casa».[56]

En una sesión conjunta del Senado y la Cámara, Viviani, pálido como la muerte y dando la impresión de que sufría física y mentalmente, superó su propia capacidad de elocuencia, con un discurso que fue proclamado, como los discursos de todo el mundo aquel día, como el más brillante y grande de su carrera. Llevaba en su cartera el texto del tratado francés con Rusia, pero nadie le preguntó por él. Vivos aplausos coronaron sus palabras cuando declaró que Italia, «con la claridad de visión propia del intelecto latino», había declarado su neutralidad, relevando con ello a Francia de una guerra en dos frentes. Como se había previsto, el tercer miembro de la Triple Alianza, cuando llegaba el momento de la prueba, se había desentendido de sus compromisos alegando que el ataque de Austria contra Serbia era un acto de agresión que liberaba a Italia de sus obligaciones contractuales. Relevando a Francia de mantener la guardia en su frontera meridional, la neutralidad de Italia resultaba para Francia un ahorro de cuatro divisiones, es decir, 80 000 hombres.

Después de haber hablado Viviani, fue leído el discurso del presidente Poincaré, ya que éste no podía asistir personalmente al Parlamento por razón de su cargo. Todos los presentes se pusieron en pie durante la lectura del documento. Francia se alzaba ante todo el mundo en su lucha por la Libertad, la Justicia y la Razón, dijo, alterando de un modo característico la trinidad tradicional francesa.[57] Mensajes de simpatía de todos los lugares que podían ser calificados de «mundo civilizado» animaban a Francia. Mientras era leído el discurso, el general Joffre, «muy sereno y pleno de confianza», se fue a despedir del presidente antes de partir para el frente.[58]

La lluvia caía sobre Berlín mientras los diputados del Reichstag se reunían para escuchar el discurso del káiser desde su trono. Bajo las ventanas del edificio del Reichstag, adonde acudían después de una reunión preliminar con el canciller, oían el incesante paso de los cascos de caballos sobre el pavimento mientras, uno tras otro, los escuadrones de caballería trotaban por las relucientes calles.[59] Los jefes de los partidos se reunieron con Bethmann en una sala presidida por un inmenso retrato que representaba el grato espectáculo del káiser Guillermo I pisoteando gloriosamente la bandera francesa.[60] Le representaba, al lado de Bismarck y del mariscal de campo Moltke, señalando con la diestra hacia el campo de batalla de Sedán, mientras que un soldado alemán, en primer término, extendía la bandera bajo los cascos del caballo del emperador. Bethmann expresó la necesidad de alcanzar una unidad y exhortó a los diputados a ser «unánimes» en sus decisiones. «Seremos unánimes, excelencia», declaró un portavoz de los liberales, obedientemente. El omnipotente Erzberger, que, como encargado del Comité de Asuntos Militares e íntimo colaborador del canciller, era considerado como hombre que tenía los oídos en el Olimpo, se movía entre sus compañeros diputados asegurándoles que los serbios serían derrotados, «como máximo, el lunes próximo», y que todo iba a pedir de boca.[61]

En Berlín, el soberano no se dirigió al Parlamento para pronunciar su discurso el 4 de agosto, sino que los diputados fueron a palacio. Las entradas estaban guardadas y vigiladas, y las credenciales fueron controladas cuatro veces antes de que los representantes del pueblo fueran finalmente admitidos en la Weisser Saal. Muy silencioso, acompañado por varios generales, el káiser se sentó en el trono. Bethmann, con uniforme de los dragones de la Guardia, sacó unos papeles de su cartera real y se los entregó al káiser, que se puso en pie, muy pequeño y bajo al lado del canciller, y leyó el discurso con el casco puesto y con la otra mano sobre la empuñadura de su espada. Sin hacer la menor referencia a Bélgica, declaró: «Esgrimimos nuestra espada con la conciencia y las manos limpias». Dijo que la guerra había sido provocada por Serbia, con la ayuda de Rusia, y provocó gritos de «¡Vergüenza!» cuando habló de las iniquidades rusas. Después de aquel preparado discurso, el káiser levantó el tono de su voz y proclamó: «¡Desde este día no reconozco partidos políticos, sino solamente a alemanes!», preguntando a los jefes de los partidos si estaban de acuerdo con estos sentimientos, y que, en este caso, avanzaran unos pasos y estrecharan su mano. En medio de una «gran excitación», todos actuaron como se les había indicado, mientras que el resto de los allí congregados estallaban en vítores.[62]

A las tres en punto, los diputados se reunieron en el Reichstag para escuchar el discurso del canciller y cumplir con lo que faltaba por hacer, es decir, votar los presupuestos militares y luego aplazar las sesiones. Los socialdemócratas convinieron en votar afirmativamente y pasaron sus últimas horas de responsabilidad parlamentaria en ansiosa consulta sobre si debían lanzar un «Hoch!» al káiser.[63] El problema quedó satisfactoriamente resuelto, decidiéndose por un Hoch «al káiser, al pueblo y al país».

Todo el mundo, cuando Bethmann se levantó para hablar, esperaba con profunda ansiedad lo que tuviera que decirles sobre Bélgica. Un año antes, el ministro de Asuntos Exteriores, Jagow, había asegurado, durante una reunión secreta del Reichstag, que Alemania nunca violaría la neutralidad belga, y el general Von Heeringen, el ministro de la Guerra, había prometido que el Alto Mando, en el caso de una guerra, respetaría la neutralidad belga, siempre que también la respetaran los enemigos de Alemania.[64] El 4 de agosto, los diputados todavía no sabían que sus ejércitos ya habían invadido Bélgica aquella misma mañana. Estaban al corriente del ultimátum, pero no conocían la respuesta belga, puesto que el gobierno alemán, en su deseo de dar la impresión de que Bélgica había dado su consentimiento al mismo y que, por lo tanto, su resistencia armada era ilegal, no lo publicó.

Bethmann informó a su audiencia: «Nuestras tropas han ocupado Luxemburgo, y tal vez [este “tal vez” ya había sido superado a las ocho] ya se encuentren en Bélgica». (Gran conmoción). En efecto, Francia había garantizado la neutralidad belga, pero «sabíamos positivamente que Francia estaba preparada para invadir Bélgica y no podíamos esperar». Dijo que se trataba de algo inevitable, de un caso de necesidad militar, y «la necesidad no conoce leyes».[65]

Hasta aquel momento había mantenido fija la atención de sus oyentes, tanto de los de derechas, que le despreciaban, como los de izquierdas, que recelaban de él. Su siguiente frase causó sensación. «Nuestra invasión de Bélgica es contraria a las leyes internacionales, pero el mal que cometemos —hablo con toda sinceridad— lo repararemos tan pronto como alcancemos nuestros objetivos militares». El almirante Tirpitz consideró que éste era el paso en falso más grave que había dado un estadista alemán: Conrad Haussman, uno de los jefes del Partido Liberal, lo conceptuó como lo mejor de todo el discurso. Una vez confesado el acto en un público mea culpa, le liberaba a él y a los diputados de izquierdas de toda responsabilidad, y saludó al canciller con un fuerte «Sehr richtig!». En una sorprendente frase final, y antes de que terminara el memorable día lleno de máximas de Bethmann, todavía añadiría una más que habría de hacerle inmortal, pues dijo que todos aquellos que hubiesen sido amenazados como lo habían sido los alemanes, hubieran procedido de igual forma.

Fue aprobado por unanimidad un presupuesto extraordinario para fines militares de cinco mil millones de marcos, después de lo cual el Reichstag aplazó sus sesiones por un período de cuatro meses o, por lo que se creía, para siempre. Bethmann terminó su discurso con una seguridad que entrañaba en sí el tono propio del saludo de los gladiadores: «Sea cual fuere nuestra suerte, el 4 de agosto de 1914 será eternamente uno de los días más grandes de Alemania».

Aquella noche, a las siete en punto, la respuesta de Inglaterra, que había sido esperada con gran ansiedad por muchos, se conoció de un modo definitivo. Aquella mañana, el gobierno inglés había decidido dirigir un ultimátum, que fue presentado, sin embargo, en dos fases, puesto que la decisión no era tan firme como podía parecer a primera vista. En primer lugar, Grey solicitaba la seguridad de que las demandas alemanas sobre Bélgica «no continuarían» y exigía una «respuesta inmediata», pero puesto que no fijaba un límite de tiempo y tampoco mencionaba sanciones en el caso de no recibirse tal respuesta, el mensaje en cuestión no podía ser considerado como un ultimátum desde el punto de vista técnico. Esperó hasta saber con certeza que el Ejército alemán había invadido Bélgica antes de mandar una segunda nota, declarando que Gran Bretaña se sentía obligada «a defender la neutralidad de Bélgica y la observación del tratado del cual también Alemania es un signatario». Se requería una «respuesta satisfactoria» antes de medianoche, y en el caso de no recibirse ésta, entonces el embajador inglés reclamaría sus pasaportes.[66]

El hecho de que el ultimátum no fuera enviado la noche anterior, inmediatamente después de haber dado el Parlamento su aprobación al discurso de Grey, sólo puede ser explicado por la indecisión que dominaba a todo el gobierno. La clase de «respuesta satisfactoria» que confiaban en recibir, o sea, que los alemanes volvieran sobre sus pasos y cruzaran de nuevo aquella frontera, que aquella misma mañana habían violado de un modo deliberado e irrevocable, y el motivo por el que Inglaterra esperó hasta medianoche, es difícil de comprender y explicar. En el Mediterráneo, aquellas horas que se habían perdido antes de medianoche habían de ser cruciales.

En Berlín, el embajador británico, sir Edward Goschen, presentó el ultimátum en el curso de una entrevista histórica con el canciller.[67] Halló a Bethmann «muy agitado». Según éste, «mi sangre se sulfuró cuando presentaron a Bélgica como motivo, cuando sabía que no era Bélgica lo que había impulsado a Inglaterra a la guerra». La indignación tornó muy locuaz a Bethmann. Le dijo que Inglaterra hacía algo «impremeditado», que actuaba como «el hombre que es apuñalado por la espalda cuando está luchando por su vida contra dos atacantes», que, como resultado de este «paso tan terrible», Inglaterra se hacía responsable de todas las consecuencias que pudieran presentarse, y «todo por una sola palabra, “neutralidad”, todo por un pedazo de papel […]».

Sin darse cuenta de la frase que daría la vuelta al mundo, Goschen la incluyó en su informe sobre la entrevista. Replicó que si por razones estratégicas era una cuestión de vida o muerte para Alemania avanzar a través de Bélgica, también, por otra parte, era una cuestión de vida o muerte para Gran Bretaña mantener sus compromisos. «Su Excelencia estaba tan excitado, tan abrumado por las noticias de nuestra actitud, que no estaba dispuesto a entrar en razón», y por este motivo se abstuvo de otros argumentos.

Al abandonar el edificio, dos hombres que iban en una furgoneta del Berliner Tageblatt arrojaban octavillas que anunciaban, un tanto prematuramente, dado que el ultimátum no expiraba hasta la medianoche, la declaración de guerra inglesa. Después de la defección de Italia, este último acto de «traición», esta última deserción, esta nueva ventaja para sus enemigos, irritó a los alemanes, un gran número de los cuales se transformó, durante la siguiente media hora, en un populacho que se dedicó a apedrear las ventanas de la embajada inglesa.[68] Inglaterra se convirtió, de la noche a la mañana, en el enemigo más odiado, «Rassenverrat!» («traición a la raza») era el eslogan favorito. El káiser, en uno de los comentarios menos profundos sobre la guerra, se lamentó: «Pensar que Jorge y Nicky me han engañado… Si hubiese vivido mi abuela nunca lo hubiera permitido».[69]

Los alemanes no podían superar aquella perfidia, sobre todo cuando se les había hecho creer que los ingleses habían degenerado hasta el punto de que las sufragistas dominaban al primer ministro y desafiaban a la policía, y que eran demasiado decadentes para la lucha. Creían que Inglaterra, aunque poderosa e impulsiva, había envejecido, y sentían hacia ella, lo mismo que los visigodos hacia Roma, un desprecio mezclado con el sentimiento de inferioridad del recién llegado. «Los ingleses creen que nos pueden tratar como si fuéramos Portugal», se lamentó el almirante Tirpitz.[70]

La traición de Inglaterra agudizó todavía más su amargura. Tenían conciencia de que eran una nación que no era amada. ¿Cómo era posible que Niza, que había sido anexionada por Francia en 1860, se adaptara tan rápidamente y pudiera llegar a olvidar que había sido una ciudad italiana, mientras que medio millón de alsacianos preferían abandonar sus hogares en lugar de vivir bajo el gobierno alemán? «Nuestro país no es amado en ninguna parte y, además, frecuentemente es odiado», anotó el príncipe heredero en el curso de sus viajes.[71]

Mientras la muchedumbre clamaba venganza en la Wilhelmstrasse, los deprimidos diputados de la izquierda se reunían en los cafés.

—El mundo entero se levanta en contra nuestra —dijo uno de ellos—. El germanismo tiene tres enemigos en el mundo: los latinos, los eslavos y los anglosajones, y ahora todos ellos están unidos para luchar contra nosotros.

—Nuestra diplomacia nos ha dejado como único amigo a Austria y somos nosotros quienes tenemos que apoyarla —comentó otro.

—Al menos una cosa buena es que esto no puede durar mucho —los consoló un tercero—. Dentro de cuatro meses tendremos paz, pues desde el punto de vista económico y financiero no podemos durar más.

—Nuestras esperanzas están en los turcos y los japoneses —sugirió alguien.[72]

Un rumor había circulado por los cafés la noche anterior, después de oír unas distantes voces por las calles. Tal como recuerda un periodista de la época: «El rumor se iba acercando. El pueblo escuchaba, de pronto se pusieron en pie. Los vítores eran cada vez más audibles, resonaban por la Potsdamer Platz y alcanzaron las proporciones de una tormenta. Los clientes dejaban sus cenas y salían a la calle. Los seguí. ¿Qué había sucedido? “¡Japón ha declarado la guerra a Rusia!”, gritaban. “¡Hurra! ¡Hurra!”. Una inmensa alegría invadió a todos. Alguien gritó entonces: “¡A la embajada japonesa!”. Y todos enfilaron hacia la embajada, que pronto quedó cercada. “Viva Japón”, hasta que, por fin, el embajador japonés hizo acto de presencia y, perplejo, murmuró su gratitud por aquel inesperado y, al parecer, no merecido homenaje». A pesar de que al día siguiente ya se supo que el rumor era falso, hasta qué punto no era merecido no habría de saberse con exactitud hasta transcurridas dos semanas.[73]

Cuando el embajador Lichnowsky y sus funcionarios abandonaron Inglaterra, un amigo que fue a despedirles quedó sorprendido por la «tristeza y amargura» del grupo en la estación Victoria. Acusaban a los diplomáticos de Alemania de haber ido a la guerra sin otro aliado que Austria.

—¿Qué posibilidades tenemos si somos atacados por todas partes? ¿Acaso no hay ningún amigo de Alemania? —preguntó uno de los funcionarios.

—Me han dicho que Siam es amiga nuestra —le contestó un compañero.[74]

Apenas habían entregado los ingleses su ultimátum cuando estallaron nuevas disputas en el seno del Gabinete sobre la cuestión de enviar un cuerpo expedicionario a Francia. Después de haberse declarado dispuestos a ir a la guerra, querían saber hasta qué punto debían comprometerse. Sus planes en común con los franceses preveían una fuerza expedicionaria de seis divisiones en el extremo del frente francés entre el M-4 y el M-15. El plan ya había sido alterado, puesto que el M-1 inglés (5 de agosto), que debía ser dos días después del francés, ya sufría un retraso de tres días y seguiría un nuevo aplazamiento si no se llegaba a un acuerdo sobre cuándo habría de efectuarse el embarque de las tropas.

El Gabinete de Asquith estaba paralizado por el temor a la invasión. Aunque el Comité de Defensa Imperial, después de años de estudio del problema, había declarado que la invasión era «impracticable» y la defensa de las islas estaba garantizada suficientemente por la Marina, aquel 4 de agosto los jefes ingleses no se atrevían a desmantelar las islas del Ejército regular. Algunos eran partidarios de mandar menos de seis divisiones, otros querían aplazar el momento del embarque y otros ni siquiera mandarlas. Le comunicaron al almirante Jellicoe que su prevista escolta para el Cuerpo Expedicionario a través del Canal de la Mancha «no se necesitaba por el momento». Ningún botón en el Ministerio de la Guerra puso automáticamente el CEB en marcha, puesto que el gobierno inglés no llegaba a ningún acuerdo sobre este asunto. El propio Ministerio de la Guerra, que no había tenido ministro durante los últimos cuatro meses, adolecía de la falta de un jefe. Asquith había invitado a lord Kitchener a regresar a Londres, pero aún no se atrevía a ofrecerle el puesto. El impetuoso y tempestuoso sir Henry Wilson, cuyo diario había de provocar un revuelo tan grande después de la guerra cuando fue publicado, estaba «revolucionado ante este estado de cosas». Y también lo estaba el pobre señor Cambon, que se presentó con un mapa ante Grey para demostrarle lo vital que era que el flanco izquierdo francés fuera alargado por las seis divisiones inglesas. Grey prometió someter el asunto a la consideración del Gabinete.[75]

El general Wilson, enfurecido por el retraso, del que culpaba a las «pecaminosas» vacilaciones de Grey, indignado les presentó a sus amigos en la oposición una copia de la orden de movilización, que en lugar de decir «movilización y embarque» sólo decía «movilización».[76] Este detalle retrasaría los planes cuatro días. Balfour se ofreció para instigar al gobierno. Le recordó, en una carta dirigida a Haldane,[77] que la esencia misma de la Entente y de los acuerdos militares era la defensa de Francia, y que si el país galo era aniquilado «el futuro entero de Europa puede cambiar en una dirección que nosotros habremos de considerar como desastrosa». Una vez adoptada una política, lo que cabía hacer, sugirió, era «atacar rápido y con toda la fuerza». Cuando Haldane fue a verle para explicarle la naturaleza de las vacilaciones del Gabinete, Balfour no pudo por menos de comentar que se caracterizaban «por una indecisión de pensamiento y de propósito».

Aquella tarde del 4 de agosto, la misma hora en que Bethmann se dirigía al Reichstag y Viviani, a la Cámara de Diputados, Asquith comunicó a la Cámara de los Comunes un «mensaje de Su Majestad firmado por su propia mano». El secretario se puso en pie, así como todos los diputados, y fue leída la Proclamación de la Movilización.[78] A continuación, leyendo una copia escrita a máquina que temblaba ligeramente en su mano, Asquith informó de los términos del ultimátum que acababa de ser telegrafiado a Alemania. Cuando leyó las palabras «una respuesta satisfactoria antes de medianoche», los vítores ahogaron las restantes palabras.[79]

Lo único que cabía hacer era esperar hasta medianoche, a las once, hora inglesa. A las nueve el gobierno se enteró, por medio de un telegrama interceptado, despachado desde Berlín, que Alemania se consideraba en guerra con Gran Bretaña desde el momento en que el embajador británico había reclamado sus pasaportes. Convocado urgentemente, el Gabinete sospechaba que los alemanes habían apretado el gatillo con el fin de lanzar un ataque sorpresa con submarinos u otro golpe que pudiera tener lugar en cualquier punto oscuro de las costas inglesas. Discutieron si declarar la guerra ya desde aquel momento o esperar hasta que terminara el plazo señalado. Decidieron esperar. En silencio, cada uno de ellos sumido en sus propios pensamientos, continuaron sentados alrededor de la mesa de tapete verde en la débilmente iluminada sala de sesiones, conscientes de las sombras de aquellos que en otros momentos históricos se habían sentado allí antes que ellos. Los ojos contemplaban como avanzaban las manecillas del reloj. «¡Doong!». El Big Ben dio la primera campanada de las once y cada campanada posterior sonó en los oídos de Lloyd George con un sentido melodramático parecido a «Doom, doom, doom» («muerte, muerte, muerte…»).

Veinte minutos más tarde era despachado el telegrama de guerra: «Guerra, Alemania, acción». No había sido decidido todavía cuándo y dónde debía actuar el Ejército, pues esta decisión la debía tomar el Consejo de Guerra convocado para el día siguiente. El gobierno inglés se acostó aquella noche como beligerante, por no decir belicoso.

Al día siguiente, con el ataque contra Lieja, comenzaba la primera batalla de la guerra. Europa entraba, le escribió aquel día Moltke a Conrad von Hötzendorf, «en la lucha que decidiría el curso de la historia durante los siguientes cien años».[80]