8

ULTIMÁTUM EN BRUSELAS

Encerrado en la caja fuerte de Herr Von Below-Saleske, ministro alemán en Bruselas, había un sobre sellado que le había sido entregado por un correo especial de Berlín, el 29 de julio, y que contenía órdenes «de no ser abierto hasta recibir instrucciones por telégrafo desde la capital». El domingo 2 de agosto, Von Below recibió instrucciones por telegrama de abrir sin pérdida de tiempo el sobre y entregar la nota que contenía a las ocho de aquella noche, procurando dar al gobierno belga «la impresión de que todas las instrucciones referentes a este asunto las ha recibido usted hoy». Debía solicitar una respuesta de los belgas en el curso de las doce horas siguientes, y ésta se tenía que telegrafiar a Berlín «lo más rápidamente posible» y transmitir igualmente por coche al general Von Emmich, en el Hotel Unión, en Aquisgrán, que era la ciudad alemana más cercana a Lieja, la puerta oriental de Bélgica.[1]

Herr Von Below, un soltero alto y erguido, de bigotes negros y una pitillera de jade que usaba continuamente, había ocupado su cargo en Bélgica a principios de 1914. Cuando los visitantes a la legación alemana le preguntaban por un cenicero de plata que presentaba un agujero de bala que él tenía sobre su mesa de trabajo, solía entonces reírse y replicar: «Soy un pájaro de mal agüero. Cuando estaba destinado en Turquía sufrieron una revolución. Cuando estaba en China, fueron los bóxers. Uno de ellos disparó por mi ventana e hizo este agujero».[2] Levantaba delicadamente su cigarrillo hasta los labios en un amplio y elegante gesto, y añadía: «Pero ahora descanso. Aquí, en Bruselas, nunca sucede nada».

Pero desde que había llegado el sobre lacrado, el hombre no descansaba. Al mediodía del primero de agosto recibió la visita del barón de Bassompierre, subsecretario en el Ministerio de Asuntos Exteriores belga, y le dijo que los periódicos de la noche tenían la intención de publicar la respuesta de Francia a Grey, en la que prometía respetar la neutralidad belga. Bassompierre sugirió que, en ausencia de un documento alemán igual al francés, Von Below pudiera desear hacer una declaración. Pero Von Below no estaba autorizado por Berlín para proceder en este sentido. Refugiándose en los procedimientos diplomáticos, se aferró al respaldo de su silla y con la mirada fija en el techo repitió palabra por palabra lo que le acababa de decir Bassompierre, como si pretendiera retenerlo para siempre en su memoria. Se puso en pie, aseguró a su visitante que «Bélgica nada debía temer de Alemania» y dio por finalizada la entrevista.[3]

A la mañana siguiente repitió esta declaración al señor Davignon, ministro de Asuntos Exteriores, que había sido despertado a las seis de la mañana para escuchar la noticia de la invasión alemana de Bélgica y que solicitaba una explicación. De nuevo en la legación, Von Below tranquilizó a la prensa con una frase que fue ampliamente citada: «Puede que en el tejado de la casa de vuestros vecinos se haya prendido fuego, pero vuestro tejado está seguro».[4]

Muchos belgas estaban dispuestos a darle crédito, algunos por sus simpatías proalemanas, otros basándose en un modo de pensar lógico, y otros por simple confianza en la buena fe de las potencias internacionales que garantizaban la neutralidad belga. Llevaban setenta y cinco años de independencia y habían conocido la paz durante el período más largo de su historia. El territorio belga había sido la ruta de los guerreros desde el tiempo en que César combatió a los belgae. Carlos el Calvo, de Borgoña, y Luis XI, de Francia, habían sostenido sobre aquel suelo largas y feroces luchas, España había mandado igualmente sus soldados a los Países Bajos, los Marlborough habían combatido a los franceses en la «asesina» Batalla de Malplaquet, Napoleón se había enfrentado allí a Wellington en Waterloo, el pueblo se había levantado infinidad de veces contra los gobernantes, tanto si eran borgoñeses, franceses, españoles, Habsburgos u holandeses, hasta el levantamiento final contra la casa de Orange en 1830. Luego, durante el reinado de Leopoldo de Sajonia-Coburgo, tío materno de la reina Victoria, se habían convertido en una nación, desde entonces próspera, habían gastado sus energías en luchas fraternas entre los flamencos y valones, entre los católicos y protestantes y en sus disputas sobre el socialismo y el bilingüismo entre el francés y el flamenco, y, contentos de su neutralidad, confiaban en que sus vecinos les dejaran eternamente en esta feliz situación.

El rey, el primer ministro y el jefe del Estado Mayor no podían compartir ya por más tiempo la confianza general, pero se veían impedidos por sus deberes de neutralidad y por su firme fe en la neutralidad para hacer planes defensivos con los que rechazar una posible invasión. Hasta el último momento no lograron convencerse a sí mismos de que una de las potencias que había garantizado su independencia violaría su neutralidad. Cuando se enteraron de la Kriegesgefahr alemana, el 31 de julio, ordenaron que la movilización de Bélgica fuera iniciada a partir de la medianoche. Durante la noche y el día siguiente, los policías fueron de casa en casa llamando a las puertas y entregando las órdenes, mientras que los hombres saltaban de sus camas o abandonaban sus trabajos, recogían sus objetos de uso personal, se despedían de sus familias y se dirigían inmediatamente al lugar de concentración señalado. Puesto que los belgas, que se aferraban estrictamente a la neutralidad, no habían forjado ninguna clase de planes de campaña, su movilización no iba dirigida contra ningún enemigo en particular, ni orientada tampoco en ninguna dirección concreta. Bélgica estaba obligada, lo mismo que los que la habían garantizado, a conservar su propia neutralidad, y no podía emprender ninguna acción hasta que fuera atacada.

Durante la noche del primero de agosto, al ver que continuaba el silencio de Alemania en respuesta ala demanda de Grey por otras veinticuatro horas, el rey Alberto decidió dirigir un llamamiento personal al káiser. Lo redactó en compañía de su esposa, la reina Isabel, alemana de nacimiento, hija de un duque bávaro, que lo tradujo frase por frase al alemán, discutiendo con el rey la elección de cada palabra y sus diferentes interpretaciones. Reconocía qué «objeciones políticas» podían impedir una declaración pública, pero confiaba en que los «lazos de parentesco y amistad» impulsarían al káiser a darle al rey Alberto una seguridad personal y privada con respecto a la neutralidad belga. El parentesco mencionado procedía de la madre del rey Alberto, la princesa María de Hohenzollern-Sigmaringen, una distante rama católica de la familia real prusiana, que no indujo al káiser a dar la respuesta deseada.[5]

En cambio, llegó el ultimátum que durante los últimos cuatro días había estado esperando en la caja fuerte de Von Below. Fue entregado a las siete en punto de la noche del 2 de agosto, cuando un ujier del Ministerio de Asuntos Exteriores asomó la cabeza por la puerta del despacho del subsecretario y comunicó con un excitado susurro de voz: «El ministro alemán ha entrado a ver al señor Davignon».[6] Quince minutos después vieron como Von Below se alejaba, en su coche, por la Rue de la Loi sosteniendo su sombrero en la mano, sudando copiosamente y fumando con rápidos movimientos propios de un autómata.[7] Inmediatamente después de ver su «elegante silueta» abandonar el Ministerio de Asuntos Exteriores, los dos subsecretarios corrieron al despacho del ministro, en el que hallaron al señor Davignon, un hombre hasta aquel momento siempre inmutable y de un tranquilo optimismo, extremadamente pálido. «Malas noticias, malas noticias», dijo alargándoles la nota alemana que acababa de recibir. El barón de Gaiffier, el secretario político, la leyó en voz alta, traduciéndola lentamente, discutiendo cada una de las frases para asegurarse de su verdadero significado. Mientras hacía esto, el señor Davignon y su subsecretario permanente, el barón Van der Elst, escuchaban sentados en sendas sillas a ambos lados de la chimenea. Las últimas palabras del señor Davignon, comentando cualquier problema con el que se enfrentase, habían sido siempre: «Todo saldrá bien», pues la estima en que Elst tenía a los alemanes le había impulsado a asegurar a su gobierno durante aquellos últimos años que el rearme alemán iba dirigido, única y exclusivamente, a llevar a la práctica su Drang nach Osten y que Bélgica nada había de temer.[8]

El barón de Broqueville, primer ministro y al mismo tiempo ministro de la Guerra, entró en el despacho cuando terminaban ya el trabajo. Era un caballero alto y moreno, de elegantes modales, cuyos gestos decididos eran reforzados por unos bigotes negros y unos ojos expresivos del mismo color. Cuando terminaron de leerle el ultimátum, todos los que estaban en la sala tuvieron la certeza de que acababan de escuchar uno de los documentos más trascendentales del siglo.

El general Moltke había escrito dicho documento de su propio puño y letra el 26 de julio, dos días antes de que Austria declarara la guerra a Serbia, el mismo día en que Alemania había rechazado la proposición de sir Edward Grey para celebrar una conferencia de las cinco potencias.[9] Moltke había mandado el borrador al Ministerio de Asuntos Exteriores, en donde fue revisado por el subsecretario Zimmermann y el secretario político Stumm, corregido y modificado posteriormente por el ministro de Asuntos Exteriores Jagow y el canciller Bethmann-Hollweg, antes de que el documento final fuera enviado en un sobre sellado a Bruselas el día 29. Los extremos cuidados que adoptaron reflejan claramente la importancia que atribuían al documento.[10]

Alemania había recibido «información fidedigna», decía la nota, de un supuesto avance de los franceses por la ruta Givet-Namur «que no dejaba lugar a dudas sobre la intención de Francia de marchar contra Alemania atravesando el territorio belga». (Dado que los belgas no tenían conocimiento de un movimiento francés en dirección a Namur, por la poderosa razón de que no había habido ninguno, esta acusación de los alemanes no les impresionó en absoluto). Alemania, continuaba la nota, puesto que no podía contar con el Ejército belga para detener el avance francés, se veía en la necesidad, «dictada por el espíritu de autoconservación», de «anticiparse a este ataque hostil». «Lamentaría profundamente» si Bélgica consideraba su entrada en territorio belga como «un acto de hostilidad contra ella». Si, en cambio, Bélgica estaba dispuesta a adoptar una «benevolente neutralidad», Alemania se comprometía a «evacuar el territorio belga tan pronto como hubiese sido firmada la paz», a pagar todos los daños que hubiesen podido haber sido causados por las tropas alemanas y «garantizar a la firma de la paz los derechos soberanos y la independencia del reino». En el original, la frase había terminado con estas palabras: «Y favorecer en todo lo posible cualquier reclamación territorial belga a expensas de Francia». Pero en el último instante, Below recibió instrucciones de anular esta promesa.[11]

Si Bélgica se oponía al paso de las tropas alemanas por su territorio, concluía la nota, sería considerada como un enemigo y las futuras relaciones serían decididas «por las armas». Se exigía una «respuesta concreta» en el curso de las doce horas siguientes.

A la lectura de la nota «siguió un largo y dramático silencio que duró varios minutos», recuerda Bassompierre, mientras cada uno de los presentes pensaba en el futuro de su patria. De dimensiones reducidas y joven en su independencia, Bélgica se aferraba a esta independencia. Pero a ninguno de los que estaban en la sala era necesario decirle cuáles serían las consecuencias si tomaban la decisión de defender esta neutralidad. Su país sería objeto de un ataque, sus hogares serían destruidos, su pueblo dominado por una fuerza diez veces mayor. Si, por el contrario, accedían a la demanda de los alemanes, convertirían Bélgica en un trampolín para atacar Francia y serían los violadores de su propia neutralidad, además de abrir su país a la ocupación alemana, con pocas esperanzas de que más tarde Alemania la volviera a evacuar. De un modo u otro serían ocupados, pero ceder a la demanda de los alemanes significaba, al mismo tiempo, perder el honor.

—Si hemos de ser aniquilados, que sea con gloria —dijo Bassompierre, resumiendo los sentimientos de todos los presentes.

En 1914, la palabra «gloria» se pronunciaba sin inhibiciones de ninguna clase, y el honor era un concepto familiar en el que la gente creía.

Van der Elst rompió el silencio que se había hecho en la sala.

—Bien, señor, ¿estamos preparados? —le preguntó al primer ministro.

—Sí, estamos preparados —contestó Broqueville—. Sí —repitió como si intentara convencerse a sí mismo—, con la excepción de una cosa: no podemos contar todavía con nuestra artillería pesada.

Sólo durante el último año había obtenido el gobierno un aumento en los gastos militares por parte de un Parlamento dominado por su espíritu de neutralidad. La compra de la artillería pesada había sido hecha a la empresa alemana Krupp, que, como no es de extrañar, había aplazado continuamente la entrega.

Había transcurrido ya una hora desde las doce. Mientras sus colegas telefoneaban a los diferentes ministerios para celebrar un consejo de ministros a las nueve, Bassompierre y Gaiffier empezaron a trabajar en la nota de respuesta. No tenían necesidad de preguntarse mutuamente qué dirían. Dejando este trabajo en manos de su compañero, el primer ministro se dirigió a palacio para informar al rey.

El rey Alberto sentía una responsabilidad tan grande como gobernante que sospechaba de toda presión exterior. No había nacido para reinar. Hijo menor del hermano más joven del rey Leopoldo, se había educado en un rincón de palacio bajo la tutela de un suizo mediocre. La vida de la familia Coburgo no era alegre. El propio hijo de Leopoldo había muerto en 1891, y su sobrino Balduino, el hermano mayor de Alberto, también había muerto, dejando a Alberto como heredero al trono a la edad de dieciséis años. El viejo rey, amargado por la muerte de su hijo y de Balduino, al cual había transferido sus afectos personales, consideraba a Alberto como «un sobre cerrado».

Dentro de este sobre había una enorme energía física e intelectual del estilo que caracterizaba a dos grandes contemporáneos, Theodore Roosevelt y Winston Churchill, a los cuales, por otro lado, Alberto no se parecía en nada. Era reservado, mientras que los otros dos eran extrovertidos. Sin embargo, tenía muchos puntos en común con Roosevelt: su amor por la vida al aire libre, por los ejercicios físicos, por la equitación y el montañismo, su interés por las ciencias naturales, la conversación y su pasión por los libros. Lo mismo que Roosevelt, Alberto consumía los libros a razón de dos diarios y sobre el tema que fuera, literatura, ciencias militares, colonialismo, medicina, judaísmo, aviación. Montaba en motocicleta y pilotaba un avión. Pero su gran pasión era el alpinismo, al que se dedicaba de incógnito por toda Europa.

Como príncipe heredero había estado en África para estudiar sobre el terreno los problemas coloniales, y como rey estudió el Ejército, las minas de carbón en Borinage o las «tierras rojas» de los valones. «Cuando el rey habla, da la impresión de que quiere construir algo», dijo sobre él uno de sus ministros.[12]

En 1900 se casó con Isabel de Wittelsbach, cuyo padre, el duque, ejercía como oculista en los hospitales de Munich. El evidente afecto que se sentían mutuamente sus tres hijos, su vida familiar modélica, en contraste con lo que había sido habitual en el viejo régimen, hacía que Alberto ya se hubiese ganado la popularidad cuando en 1909 sustituyó al rey Leopoldo II en el trono, con gran alivio y consuelo de sus nuevos súbditos. Los nuevos reyes continuaron haciendo caso omiso de la pompa, invitaban a sus amigos preferidos y eran indiferentes al peligro, la etiqueta y las críticas. No eran unos burgueses, pero sí unos reyes bohemios.

En la Academia Militar, Alberto había sido cadete al mismo tiempo que un futuro jefe del Estado Mayor, Émile Galet. Hijo de un zapatero, Galet había sido mandado a la Academia por suscripción popular de su pueblo natal. Más tarde llegó a profesor en la Academia de Guerra y presentó la dimisión cuando dejó de estar de acuerdo con la teoría de la ofensiva que el Estado Mayor belga, a pesar de que las circunstancias eran muy diferentes, había adoptado de los franceses. Abandonó igualmente la Iglesia católica para convertirse en un convencido evangelista. Hombre pesimista y muy severo consigo mismo, se interesaba mucho por su profesión y se contaba de él que cada día leía la Biblia y que nunca le habían visto reírse.[13] El rey asistió a sus conferencias, lo saludó en el curso de las maniobras militares y quedó impresionado por sus enseñanzas: que la ofensiva porque sí, en todas las circunstancias, era peligrosa; que un ejército debe buscar la batalla «sólo cuando existen probabilidades de obtener un éxito importante» y que un «ataque requiere una superioridad de medios». Aunque sólo era capitán e hijo de un artesano y un converso protestante en un país católico, fue elegido por el rey Alberto como consejero personal en cuestiones militares, cargo creado especialmente para este fin.

Puesto que, según la Constitución belga, el rey Alberto no se convertiría automáticamente en comandante en jefe hasta el momento de estallar una guerra, el rey y Galet no podían, mientras tanto, hacer valer sus temores o sus ideas sobre estrategia ante el Estado Mayor. El Estado Mayor se aferraba al ejemplo de 1870, cuando ni un solo soldado prusiano o francés había cruzado la frontera belga, a pesar de que, si los franceses hubiesen cruzado el territorio belga, hubieran tenido espacio más que suficiente para replegarse. El rey Alberto y Galet, sin embargo, estaban convencidos de que el gigantesco crecimiento de los ejércitos hacía más claro cada año que pasaba que, si las naciones volvían a ir a la guerra, cruzarían de nuevo por los viejos senderos para enfrentarse en los antiguos campos de batalla.

El káiser lo había dado a entender claramente durante el curso de aquella entrevista que tanto había sorprendido a Leopoldo II en 1904. Pero cuando regresó a casa, sin embargo, Leopoldo se fue recuperando del shock, puesto que, tal como le comunicó a Van der Elst al informarle de su entrevista con el káiser, según él, Guillermo era una veleta y nunca se podía saber a ciencia cierta lo que haría al día siguiente. Durante la devolución de la visita en Bruselas en 1910, el káiser se mostró esta vez del lado opuesto. Le dijo a Van der Elst que Bélgica nada había de temer de Alemania. «No tendrán ustedes motivo de queja contra Alemania. Comprendo perfectamente la posición de su país. Yo no les colocaré nunca en una situación difícil».[14]

En su mayoría los belgas le creían. Tomaban muy en serio su garantía de la neutralidad. Bélgica había descuidado su Ejército, sus defensas fronterizas, sus fortalezas, todo aquello que implicase falta de confianza en su tratado de protección. El socialismo dominaba el país. Una apatía pública por lo que ocurría en el extranjero y un Parlamento obsesionado por los problemas económicos hicieron que el Ejército llegara a una situación muy similar a la del Ejército turco. Las tropas no estaban disciplinadas.

El cuerpo de oficiales era un poco mejor. Puesto que el Ejército era considerado superfluo y ligeramente despreciado, no atraía a los hombres más inteligentes, de mayor capacidad y ambición. Aquellos que seguían la carrera y pasaban por la École de Guerre quedaban convencidos de la doctrina francesa del élan y de la offensive à outrance. La remarcable fórmula que urdieron fue: «Para asegurarse contra el peligro de ser ignorados, lo esencial es pasar al ataque».[15]

A pesar de lo magnífica que pudiera ser en espíritu, la fórmula no correspondía con las realidades de la posición belga, y la doctrina de la ofensiva se cernía de un modo absurdo sobre el Estado Mayor de un ejército que estaba obligado, por los deberes de la neutralidad, a hacer planes, única y exclusivamente, defensivos. La neutralidad les tenía prohibido hacer convenios o tratados con cualquier otra nación y exigía de ellos considerar la primera bota que pisara su suelo como hostil, tanto si era inglesa, francesa o alemana. En tales circunstancias, no era fácil concebir un plan de campaña coherente.

El Ejército estaba compuesto de seis divisiones de infantería, además de una división de caballería, para hacer frente a treinta y cuatro divisiones designadas por los alemanes para avanzar a través de Bélgica. Tanto el equipo como las instrucciones eran inadecuados debido a que los fondos del Ejército sólo permitían adquirir munición para dos ejercicios de fuego por hombre y por semana. El servicio militar obligatorio, que no fue introducido hasta el año 1913, sirvió para que el Ejército fuera más impopular que nunca. En aquel año de tantos rumores contradictorios que llegaban procedentes del extranjero, el Parlamento elevó a desgana el contingente anual de 13 000 a 33 000, pero acordó aprobar los medios económicos para modernizar las defensas de Amberes sólo con la condición de que los gastos fueran absorbidos reduciendo el tiempo en filas de los reclutas. No existió un Estado Mayor hasta el año 1910, en que el rey insistió en crear uno.

Su efectividad quedaba limitada por las extremas divergencias de sus miembros. Una escuela era partidaria de un plan ofensivo concentrando las tropas en la frontera ante la menor amenaza de guerra. Otra escuela abogaba por la defensa concentrando el Ejército en el interior. Un tercer grupo, en el que estaban incluidos el rey Alberto y el capitán Galet, era favorable a una defensa lo más cercana posible a la frontera, pero sin poner en riesgo las líneas de comunicación con la base fortificada de Amberes.

Mientras el firmamento europeo se iba oscureciendo, los oficiales del Estado Mayor belga luchaban entre sí, sin llegar a completar un plan de concentración. Sus dificultades eran aumentadas por el hecho de que no podían especificar cuál sería su enemigo. Habían llegado a un acuerdo sobre un plan de compromiso, pero sólo a grandes rasgos, sin concretar nada que hiciera referencia a los detalles.

En noviembre de 1913, el rey Alberto fue invitado a Berlín, tal como su tío lo había sido hacía nueve años.[16] El káiser le ofreció un banquete real, con una mesa cubierta con violetas y dispuesta para cincuenta y cinco invitados, entre los que figuraban el ministro de la Guerra, el general Falkenhayn, el ministro de Marina, el almirante Tirpitz, el jefe del Estado Mayor, el general Moltke, y el canciller Bethmann-Hollweg. El embajador belga, el barón Beyens, que también estaba presente, observó que durante toda la cena el rey estuvo especialmente serio. Después de la cena, Beyens le vio conversar con Moltke y vio que Alberto mostraba una expresión cada vez más sombría mientras escuchaba a su interlocutor. Al despedirse, le dijo a Beyens: «Vaya a verme mañana a las nueve. He de hablar con usted».

Por la mañana paseó con Beyens por la Puerta de Brandeburgo hasta el Tiergarten, en donde podían hablar sin ser «molestados». Durante aquella visita, Alberto le contó que había recibido el primer shock cuando el káiser le mostró a cierto general que era el hombre designado «para mandar las tropas en su marcha hasta París». (Se trataba de Von Kluck, que ya había sido previsto para la misión que le correspondería llevar a la práctica nueve meses más tarde). Luego, antes del banquete de la noche anterior, el káiser, que se lo llevó a un lado para hablar en privado con él, había lanzado una terrible diatriba contra Francia. Había dicho que Francia en ningún momento había dejado de provocarle. Como resultado de su actitud, la guerra con Francia no sólo era inevitable, sino que se había convertido en una necesidad. La prensa francesa trataba con malicia a Alemania, la ley de los tres años era un acto deliberadamente hostil y Francia entera se sentía dominada por el espíritu de revanche. Tratando de hacer frente a aquel alud de palabras, Alberto dijo que creía conocer bien a los franceses, pues cada año visitaba Francia y podía asegurarle al káiser que no se trataba de un país agresivo, sino que deseaba sinceramente la paz. Pero el káiser continuó insistiendo en que la guerra era inevitable.

Después de la cena, Moltke reanudó la tonadilla. La guerra con Francia era inevitable. «Esta vez hemos de poner fin a esta situación. Vuestra Majestad no puede imaginarse el irresistible entusiasmo que dominará a Alemania cuando llegue El Día». El Ejército alemán era invencible, nadie podía hacer frente al furor teutonicus, una terrible destrucción señalaría su paso y su victoria era indiscutible.

Confuso y desconcertado por lo que podía motivar aquellas sorprendentes confidencias, así como por lo que entrañaban en sí, Alberto sólo podía llegar a la conclusión de que lo que pretendían era asustar a Bélgica. Era evidente que los alemanes habían tomado una decisión y opinaban que Francia debía ser prevenida. Dio instrucciones a Beyens para que le repitiera todo, al pie de la letra, a Jules Cambon, el embajador francés en Berlín, y le encargó que informara de todo ello al presidente Poincaré en los términos más firmes.

Más tarde se enteraron de que el comandante Melotte, el agregado militar belga, había mantenido un diálogo todavía más violento con el general Moltke durante la misma cena. También a él le dijeron que la guerra con Francia era «inevitable» y «mucho más próxima de lo que usted pueda imaginarse». Moltke, que generalmente solía mostrarse muy reservado frente a los agregados militares extranjeros, esta vez se «destapó». Dijo que Alemania no deseaba la guerra, pero que el Estado Mayor estaba preparado para todas las eventualidades. Dijo que Francia había de renunciar a provocarles y molestarles, o, en caso contrario, llegarían a las manos. Y cuanto antes mejor. «Estamos ya hartos de estas continuadas alarmas». Como ejemplo de las provocaciones francesas, citó Moltke, aparte de los «casos graves», la fría recepción de que habían sido objeto los aviadores alemanes en París y el boicot de los salones de París al comandante Winterfield, el agregado militar alemán. La madre del comandante, la condesa de Alvensleben, se había quejado muy amargamente. En cuanto a Inglaterra, lógicamente no habían construido la Marina para mantenerla anclada en los puertos. Atacaría y con toda probabilidad sería derrotada. Alemania perdería sus barcos, pero Inglaterra perdería el dominio de los mares, que pasaría a manos de Estados Unidos, que sería el único país que saldría beneficiado de una guerra en Europa. Inglaterra lo sabía, y por este motivo, en opinión del general, lo más probable es que permaneciera neutral.

Pero no terminaba todo aquí. ¿Qué haría Bélgica, le preguntó al comandante Melotte, en el caso de que un país extranjero invadiera su territorio? Melotte replicó que defendería su neutralidad. En un esfuerzo por saber si Bélgica se contentaría con una protesta, tal como suponían los alemanes, o si irían a la lucha, Moltke insistió en que fuera más concreto. Cuando Melotte le contestó: «Nos opondremos, con todas nuestras fuerzas, al país que viole nuestras fronteras», Moltke insinuó que no bastaba con las buenas intenciones. «Tienen que contar ustedes con un ejército capaz de cumplir con el deber que impone la neutralidad».[17]

De nuevo en Bruselas, el rey Alberto solicitó inmediatamente un informe sobre los planes de movilización. Se encontró con que no se había hecho ningún progreso. Basándose en lo que había oído en Berlín, obtuvo el consentimiento de Broqueville para un plan de campaña basado en la hipótesis de una invasión alemana. Encargaron de esta tarea al coronel De Ryckel, que prometió presentar el resultado de sus estudios en el mes de abril. Pero en el mes de abril aún no había terminado su labor. Mientras tanto, Broqueville había nombrado a otro oficial, el general De Selliers de Moranville, como jefe del Estado Mayor por encima de la autoridad de De Ryckel. En el mes de julio estaban en estudio cuatro planes diferentes.

El desánimo no hizo cambiar de opinión al rey. Su política quedó fijada en un informe redactado por el capitán Galet inmediatamente después de su visita a Berlín. «Estamos decididos a declarar la guerra en el instante en que una potencia viole deliberadamente nuestro territorio, hacer la guerra con todas nuestras energías y con el conjunto de nuestros recursos militares, allí donde sea necesario, incluso más allá de nuestras fronteras, y continuar la guerra incluso después de haberse retirado el invasor, hasta la conclusión de la paz general».[18]

El 2 de agosto, el rey Alberto presidía el Consejo de Estado cuando éste se reunió a las nueve de la mañana en palacio, y abrió la sesión con las siguientes palabras: «Nuestra respuesta debe ser que no, sean cuales fueren las consecuencias. Nuestro deber es defender nuestra integridad territorial. Y en esto no hemos de fracasar». Remarcó, sin embargo, que nadie debía hacerse ilusiones, que las consecuencias serían graves y terribles y que el enemigo procedería sin escrúpulos de ninguna clase. El primer ministro Broqueville advirtió de que nadie creyera en las promesas alemanas de restaurar la integridad belga después de la guerra.[19] «Si Alemania saliera victoriosa, Bélgica, fuera cual fuese su actitud, sería anexionada al Imperio alemán», dijo.[20]

Un anciano e indignado ministro que había invitado muy recientemente al duque de Schleswig-Holstein, cuñado del káiser, no pudo contener su indignación contra la perfidia de las manifestaciones de amistad del duque. Cuando el general De Selliers, el jefe del Estado Mayor, se puso en pie para explicar la estrategia de defensa que había de ser adoptada, su lugarteniente, el coronel De Ryckel, murmuró entre dientes: «Il faut piquer dedans, il faut piquer dedans». («Hemos de pegarles allí donde duela»). Cuando le concedieron la palabra, sorprendió a sus oyentes proponiéndoles anticiparse al agresor atacándole en su propio territorio antes de que pudiera cruzar la frontera belga.

A medianoche fue aplazada la sesión mientras un comité, compuesto por el primer ministro y los ministros de Asuntos Exteriores y de Justicia, regresaron al Ministerio de Asuntos Exteriores para redactar una respuesta. Mientras estaban trabajando, penetró en el patio interior un coche y poco después les era anunciada la visita del embajador alemán. Era la una y media de la madrugada. ¿Qué podía desear a aquella hora?

La visita nocturna de Von Below reflejaba la creciente inquietud de su gobierno sobre la respuesta al ultimátum, que ahora había sido comprometido sobre el papel y que actuaba de un modo inexorable sobre el pueblo belga.[21] Los alemanes se habían estado convenciendo mutuamente, durante muchos años, de que los belgas no lucharían, pero ahora que se presentaba la ocasión sufrían una profunda y terrible ansiedad. Un valiente «no» por parte de Bélgica influiría enormemente sobre los países neutrales con resultados poco favorables para Alemania. Confiados en una guerra de corta duración, los alemanes, en aquella fase, no se sentían demasiado preocupados por los países neutrales, pero sí por una posible resistencia armada belga, que echaría por tierra los planes, previstos detalladamente, que habían de conducirles a una rápida victoria sobre Francia. Un Ejército belga que luchara en lugar de «asistir al desfile de las tropas alemanas» entretendría unas divisiones que eran necesarias para la marcha sobre París. Con la destrucción de las vías de ferrocarril y los puentes podían desarticular el avance alemán.

El gobierno alemán, dominado por esta ansiedad, envió de nuevo a Von Below con el fin de influir en la respuesta belga presentando nuevas acusaciones contra Francia. Informó a Van der Elst de que los dirigibles franceses habían arrojado bombas y de que las patrullas francesas habían cruzado la frontera.

—¿Y dónde han tenido lugar estos hechos? —preguntó Van der Elst.

—En Alemania.

—En este caso, no es de nuestra incumbencia.

El ministro alemán explicó que tales actos, perpetrados sin previa declaración de guerra, indicaban que Francia no pensaba respetar las leyes internacionales y que, por lo tanto, lo más probable es que violara la neutralidad belga. Sin contestar a estas últimas palabras, Van der Elst acompañó a su visitante hasta la puerta.[22]

A las dos y media de la madrugada, el Consejo se reunió de nuevo en palacio para aprobar la respuesta a Alemania acordada por los ministros. Decía que el gobierno belga «sacrificaría el honor de la nación y traicionaría su deber hacia Europa» si aceptaba la proposición alemana. Y se declaraba «firmemente decidido a rechazar por todos los medios cualquier ataque contra sus derechos».

Después de aprobar la respuesta sin efectuar ningún cambio, el Consejo entabló una viva discusión sobre la insistencia del rey en que no se hiciera ningún llamamiento a las potencias que habían garantizado la neutralidad belga hasta que los alemanes entraran en Bélgica. A pesar de numerosos desacuerdos, convinieron finalmente este punto. La sesión fue levantada a las cuatro de la mañana. El último ministro que abandonó la sala se volvió y vio al rey Alberto de espaldas a la puerta con la respuesta en la mano y mirando por la ventana, por donde empezaba a clarear.[23]

También en Berlín se celebraba una última reunión aquella noche del 2 de agosto. En la residencia del canciller hablaban Bethmann-Hollweg, el general Von Moltke y el almirante Tirpitz sobre una declaración de guerra a Francia, al igual que la noche anterior habían tratado de Rusia.[24] Tirpitz se lamentó «repetidas veces» de que no comprendía por qué eran necesarias estas declaraciones de guerra. Tenían un «sabor agresivo» y cualquier ejército podía emprender la marcha «sin esas cosas». Bethmann dijo que la declaración de guerra a Francia era necesaria, dado que Alemania deseaba cruzar Bélgica. Tirpitz repitió las advertencias del embajador Lichnowsky desde Londres, señalando que una invasión de Bélgica obligaría a entrar en la lucha a Inglaterra, y sugirió que fuera «aplazada» la entrada en Bélgica. Moltke, aterrorizado ante una nueva traba a sus planes, declaró en el acto que esto era completamente «imposible» y que nada debía interferirse con la «maquinaria del transporte».

Confesó que él, personalmente, no daba mucha importancia a esas declaraciones de guerra. Los hostiles actos de Francia durante aquel día había que considerarlos, en realidad, como actos de guerra. Hacía referencia a los supuestos bombardeos franceses en la región de Nuremberg, que la prensa alemana había comentado en ediciones extra durante todo el 2 de agosto, hasta el extremo de que los habitantes de Berlín miraban nerviosamente hacia el cielo.[25] En realidad, no había tenido lugar ningún bombardeo y esos informes habían sido inventados como pretexto para justificar el ultimátum a Bélgica y la consiguiente declaración de guerra a Francia. Ahora, de acuerdo con la lógica alemana, se hacía necesaria la declaración de guerra a causa de aquellos supuestos bombardeos.

Tirpitz lo lamentaba. No podía caber la menor duda para nadie, en ninguna parte del mundo, de que los franceses, «por lo menos intelectualmente, eran los agresores», pero debido a la falta de tacto de los políticos alemanes en no hacerlo comprender claramente a la opinión pública mundial, la invasión de Bélgica, que era «una medida puramente de emergencia», aparecería injustamente «como un brutal acto de violencia».

En Bruselas, después de haber terminado la reunión del Consejo a las cuatro de la mañana del 3 de agosto, Davignon regresó al Ministerio de Asuntos Exteriores y dio instrucciones a su secretario político, el barón de Gaiffier, para entregar la respuesta belga al ministro alemán.[26] A las siete en punto, el último momento de las doce horas de plazo, Gaiffier llamó a la puerta de la legación alemana y entregó la respuesta a Von Below. Al regresar a su casa oyó que los vendedores de periódicos voceaban el texto del ultimátum y la respuesta belga. El valiente «no» de Bélgica entusiasmó al público. Muchos expresaban su opinión de que ello obligaría a los alemanes a alterar sus planes y a no invadir el territorio belga para no exponerse a una repulsa mundial. «Los alemanes son peligrosos, pero no son unos maníacos», se decían como consuelo.

Incluso en palacio, y entre los ministros, reinaba una cierta esperanza, puesto que era difícil creer que los alemanes empezaran la guerra con un paso en falso. Pero la última esperanza se esfumó cuando la tardía respuesta del káiser al llamamiento del rey Alberto se recibió la noche del 3 de agosto, un intento más para inducir a los belgas a no luchar. «Solamente por mis intenciones más amistosas hacia Bélgica. En tales condiciones, la posibilidad de mantener nuestras antiguas y presentes relaciones continúa en manos de Vuestra Majestad», telegrafió el káiser.[27]

«¿Por quién me toma?», exclamó el rey Alberto en su primer ataque de ira desde que empezó la crisis.[28] Al asumir el mando supremo, su primera orden fue la voladura de los puentes sobre el Mosela, en Lieja, y los túneles de ferrocarril y los puentes en la frontera de Luxemburgo. Aplazó todavía el envío de un mensaje de ayuda militar, de acuerdo con su alianza con Francia y Gran Bretaña. La neutralidad belga había sido un acto colectivo de las potencias europeas que casi había obtenido éxito. El rey Alberto no quería certificar su partida de defunción hasta que tuviera lugar un acto de invasión.