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«CABALLEROS, LUCHAREMOS EN EL MARNE»

Gallieni vio en el acto la oportunidad que se le ofrecía al ejército de París. Sin vacilar ni un instante, decidió lanzar un ataque contra el flanco del ala derecha alemana lo antes posible e inducir a Joffre a apoyar la maniobra, reanudando la ofensiva en todo el frente, en lugar de continuar la retirada hacia el Sena.[1] Aunque el ejército de París, del que el Sexto Ejército de Maunoury era el núcleo central, estaba al mando de Gallieni, la región de París, con todas sus fuerzas, estaba desde el día anterior a las órdenes de Joffre. Para lanzar el Sexto Ejército a la ofensiva se requerían dos condiciones: el consentimiento de Joffre y el apoyo del vecino más cercano al Sexto Ejército, el CEB. Ambos se encontraban entre París y el flanco de Kluck, Maunoury al norte y los ingleses al sur del Marne.

Gallieni celebró con su jefe del Estado Mayor, el general Clergerie, lo que éste solía calificar como «una de aquellas largas conferencias cuando se trataba de un grave problema […], y que solían durar de dos a cinco minutos».[2] Eran las ocho y media de la tarde del 3 de septiembre. Decidieron que si la línea de marcha de Kluck continuaba siendo la misma a la mañana siguiente, ejercerían toda la presión posible para que Joffre consintiera en lanzar la ofensiva combinada sin pérdida de tiempo. Los aviadores de la región de París recibieron orden de emprender, a primera hora de la mañana, vuelos de reconocimiento, de los cuales «dependerían graves decisiones», y entregar el resultado de sus reconocimientos antes de las diez de la mañana.

El éxito de un ataque por el flanco, tal como previno el general Hirschauer, «dependía de la avanzadilla penetrante», y el Sexto Ejército no era el agudo instrumento que Gallieni hubiese deseado tener a sus órdenes. Después de las marchas forzadas de aquellos últimos días y de la retirada sobre París, había ocupado las posiciones que le habían sido señaladas en un grave estado de agotamiento. Algunas unidades habían recorrido treinta y siete millas durante el día 2 de septiembre. El cansancio influye en la moral. Gallieni, al igual que sus compañeros, consideraba las divisiones de reserva, de las cuales estaba compuesto en su mayor parte el ejército de Maunoury, como de «valor mediocre». La 62.ª de la reserva, que no había tenido ni un solo día de descanso ni había dejado de luchar durante la retirada, había perdido dos terceras partes de sus oficiales, que había reemplazado con tenientes de la reserva. El IV Cuerpo aún no había llegado. Solamente la «serenidad y la decisión» de los habitantes de París, aquellos que no habían emprendido la huida hacia el sur, eran motivo de satisfacción.[3]

Von Kluck alcanzó el Marne el 3 de septiembre por la noche, después del ejército de Lanrezac, al que continuaba persiguiendo, y los ingleses en su flanco extremo, lo hubieran cruzado a primera hora de aquel día. Entre todos, con las prisas, el cansancio y la confusión de la retirada, y a pesar, o precisamente, a causa de la lluvia de telegramas sobre las demoliciones, dejaron los puentes intactos o sólo parcialmente destruidos. Kluck conservó las cabezas de puente y, haciendo caso omiso de la orden que había recibido de mantenerse al mismo nivel que Bülow, pretendió cruzarlo por la mañana, continuando en dirección hacia el interior, en persecución del Quinto Ejército. Había enviado tres mensajes al OHL expresando esta intención, pero las comunicaciones inalámbricas con Luxemburgo aún eran peores que con Coblenza, y no los recibieron hasta el día siguiente. Sin tener contacto con el Primer Ejército durante dos días, el OHL no sabía que Kluck había desobedecido la orden del 2 de septiembre y, cuando se enteraron, sus columnas ya estaban al otro lado del Marne.

Habían caminado de veinticinco a veintiocho millas el 3 de septiembre. Cuando los soldados llegaron a sus alojamientos, escribió un testigo francés, «se dejaron caer agotados, musitando: “¡Cuarenta kilómetros, cuarenta kilómetros!”. Esto era lo único que eran capaces de decir». Durante la batalla que se libró a continuación, muchos soldados alemanes fueron hechos prisioneros cuando estaban dormidos, sin fuerzas siquiera para ponerse en pie. El calor que había reinado aquel día había sido terrible. Sólo la esperanza de llegar a París «al día siguiente o pasado mañana» les daba fuerzas para seguir adelante, y sus oficiales no se atrevían a defraudarles indicándoles el nuevo objetivo. En su fiebre por aniquilar a los franceses, Kluck, además de agotar a sus hombres, se despegó no sólo de sus trenes de suministro, sino también de su artillería pesada. Su compatriota en la Prusia oriental, el general Von François, no quiso avanzar un solo paso hasta poder contar con sus suministros y su artillería. Pero François tenía en cuenta que se enfrentaba a una batalla, mientras que Kluck, que estaba convencido de que solamente perseguía a un enemigo derrotado, olvidó este dato. Consideraba que los franceses carecían, después de diez días de retirada, de la moral y energía necesarias para dar media vuelta si se veían obligados a combatir de nuevo. Y tampoco estaba preocupado por su flanco. «El general no teme nada del lado de París. Después de aniquilar los restos del ejército franco-inglés, regresará en dirección a París y le proporcionará al IV Cuerpo de la reserva el honor de dirigir la entrada en la capital francesa», escribió un oficial el 4 de septiembre.[4]

La orden de continuar detrás como vigilante del flanco de avance alemán no podía ser cumplida, informó claramente Kluck al OHL mientras proseguía su avance el 4 de septiembre. Un alto de dos días, imprescindible para permitir que Bülow se reuniera con él, debilitaría la ofensiva alemana y le proporcionaría al enemigo tiempo para recuperar su libertad de movimiento. En realidad, opinaba, única y exclusivamente por la «osada acción» de su ejército al cruzar el Marne, que se había abierto la puerta a los restantes ejércitos alemanes, y añadió: «Confío en que ahora sepan obtener una ventaja de este éxito». Más enojado cada vez, Kluck preguntaba a qué era debido que las «victorias decisivas» de los «otros» ejércitos [se refería a Bülow] fueran seguidas siempre de un «llamamiento de ayuda».[5]

Bülow estaba furioso al ver que su vecino transformó «la orden de avanzar en escala en la retaguardia del Segundo Ejército, como había ordenado el OHL, en una escala en avanzadilla». También sus tropas, como casi todas las unidades alemanas cuando llegaron al Marne, estaban agotadas. «No podíamos hacer nada más. Los hombres se dejaban caer, sin fuerzas casi ni para respirar […]. Llegó la orden de montar de nuevo a caballo. Apoyé mi cabeza sobre el cuello de mi caballo. Estábamos sedientos y hambrientos. Nos sentíamos dominados por una completa indiferencia. Una vida así no merecía ser vivida. Perderla no tenía importancia»,[6] escribió un oficial del X Cuerpo de la reserva. Las tropas del ejército de Hausen se quejaban de no haber «comido nada caliente durante los últimos cinco días». En la zona del Cuarto Ejército, un oficial escribió: «Marchamos durante todo el día bajo un calor sofocante.[7] Los hombres, sin afeitar y cubiertos de polvo, parecen sacos de harina en movimiento». A pesar de que el avance alemán se conseguía en medio del agotamiento y la apatía de las tropas, los comandantes no se alarmaron en ningún momento. Lo mismo que Kluck, estaban convencidos de que los franceses no tenían fuerzas para recuperarse. Bülow, el 3 de septiembre, informó de que el Quinto Ejército francés había sido «derrotado de un modo decisivo» (lo repetía por tercera o cuarta vez) y que huía «completamente desorganizado al sur del Marne».[8]

Aunque no «completamente desorganizado», el Quinto Ejército era evidente que no estaba en buenas condiciones. La pérdida de confianza de Lanrezac en Joffre, que no se tomaba la molestia de ocultar sus discusiones con los oficiales de enlace del GQG, y su desprecio respecto a las órdenes que recibía, habíanse contagiado a los oficiales de su Estado Mayor, la mitad de los cuales estaban a su favor y la otra mitad, en contra. Todos estaban irritados y con los nervios excitados por el penoso y largo esfuerzo de alcanzar la retaguardia de los ejércitos franceses. El general Mas de Latrie, del XVIII Cuerpo, que era el que estaba más cerca del enemigo, expresaba su «ansiedad» por el estado de sus tropas. Sin embargo, aunque muy cansado, el Quinto Ejército había cruzado el Marne con el suficiente adelanto sobre el enemigo como para considerarse a sí mismo despegado, cumpliendo con ello los requisitos señalados por Joffre para reanudar la ofensiva.

A pesar de que Joffre tenía la intención de realizar este esfuerzo «dentro de pocos días»,[9] tal como había informado al gobierno, no se había mostrado más específico, y el desánimo en el seno del GQG era muy grande. Diariamente, los oficiales de enlace regresaban muy deprimidos de sus visitas a los ejércitos, sobre los cuales, como señaló uno de estos oficiales, «soplaban los vientos de la derrota».[10] Fueron tomadas las disposiciones necesarias para trasladar el GQG treinta millas más hacia atrás, a Chatillon-sur-Seine, y este traslado fue ordenado dos días más tarde, el 5 de septiembre. En el curso de diez días, Francia había perdido las ciudades de Lila, Valenciennes, Cambrai, Arras, Amiens, Maubeuge, Mézieres, St. Quentin, Laon y Soissons, así como las minas de carbón y de hierro, las regiones trigueras, las de remolacha de azúcar y una sexta parte de su población. El pánico cundió cuando Reims, en cuya grandiosa catedral habían sido coronados todos los reyes franceses, desde Clovis a Luis XVI, fue abandonada como ciudad abierta al ejército de Bülow el 3 de septiembre. Dos semanas más tarde, después de la terrible pesadilla del Marne, ocurrió el bombardeo que había de convertir la catedral de Reims en un símbolo para el mundo, al igual que la Biblioteca de Lovaina.

Joffre, que todavía no había revelado ninguna señal de nerviosismo, cuyo apetito para las tres comidas regulares de cada día permanecía inalterable y que se acostaba invariablemente a las diez en punto, se enfrentó el 3 de septiembre con una tarea que, durante este período, le hizo sentirse visiblemente preocupado. Tomó la decisión de que Lanrezac abandonara el mando. Sus razones eran «la depresión física y moral» de Lanrezac y sus «desagradables relaciones personales», ahora más notorias que nunca, con sir John French.[11] Por el bien de la futura ofensiva, en la que el papel que debía desempeñar el Quinto Ejército sería crucial y la participación de los ingleses, esencial, debía ser destituido. A pesar de la firme conducta de Lanrezac en la Batalla de Guise, Joffre se había convencido a sí mismo de que desde entonces, Lanrezac «estaba hecho trizas». Además, ni un solo momento dejaba pasar la ocasión para criticar y poner objeciones a sus órdenes. Desde luego, esto no era un síntoma de depresión moral, pero molestaba al generalísimo.

Con escasas ideas propias, Joffre era partidario de aceptar consejos y se sometió, de un modo más o menos consciente, a la doctrina que dominaba en la Sección de Operaciones. Formaban lo que un crítico militar francés ha llamado «una iglesia fuera de la cual no hay salvación y que nunca perdona a los que han revelado la falsedad de su doctrina».[12] El pecado de Lanrezac había sido haber tenido razón, y, además, de un modo que no admitía dudas. Había estado acertado ya desde un principio en relación con la apreciación de los efectivos del ala derecha alemana, a consecuencia de lo cual ahora una buena parte de Francia estaba bajo el dominio alemán. Su decisión de poner fin a la Batalla en Charleroi, cuando se vio amenazado por un doble envolvimiento de los ejércitos de Bülow y Hausen, había salvado el ala izquierda francesa. Tal como reconoció el general Von Hausen después de la guerra, trastocó todo el plan alemán, que esperaba envolver el ala izquierda francesa, y fue el origen del cambio de dirección de Von Kluck hacia el interior en su esfuerzo por aniquilar el Quinto Ejército. No podemos saber con seguridad si la retirada de Lanrezac se debió al miedo o a su juicio sobre la situación, cuestión que carece de importancia, dado que el miedo es a veces prudencia y sabiduría, y en este caso había hecho posible el renovado esfuerzo que estaba preparando Joffre. Todo esto iba a reconocerse mucho más tarde, cuando el gobierno francés, en un aplazado gesto de enmendar errores, otorgó a Lanrezac el Gran Cordón de la Legión de Honor. Pero en el amargo fracaso del primer mes de lèse majesté de Lanrezac, éste se hizo inaguantable para el GQG. El día en que cruzó el Marne con su ejército selló su destino.

El estado de ánimo de Lanrezac, después de todo lo que había pasado, no era, lógicamente, muy de fiar; sin duda alguna, la desconfianza mutua entre él y el GQG, fuese de quien fuese la culpa, y entre él y sir John French, le convertían en un verdadero problema en aquellos momentos de crisis. Joffre se consideraba en el deber de adoptar todas las medidas posibles para evitar cualquier fracaso en el curso de la ofensiva que planeaba. Incluyendo sus destituciones durante los dos días siguientes, Joffre, en el curso de las primeras cinco semanas,[13] había desprovisto al Ejército francés de dos comandantes de ejército, diez comandantes de cuerpo y treinta y ocho —o sea, la mitad de los existentes— de los generales de división. Nuevos y en su mayoría mejores hombres, entre ellos tres futuros mariscales, Foch, Pétain y Franchet d’Esperey, acudieron a sustituirles. Aunque se cometieron algunas injusticias, lo cierto es que el Ejército salió ganando.

Joffre emprendió el viaje en dirección a Sézanne, en donde aquel día estaba localizado el cuartel general del Quinto Ejército. Durante el camino, se tropezó con los transportes del IV Cuerpo, camino de París, y con los coches llenos de fugitivos que habían abandonado la capital. En el lugar previsto conferenció con Franchet d’Esperey, comandante del I Cuerpo, que se presentó con la cabeza envuelta en una toalla debido al calor.

—¿Se siente usted capaz de mandar un ejército? —le preguntó Joffre.

—Como cualquier otro —contestó Franchet d’Esperey, y cuando Joffre se lo quedó mirando fijamente, se encogió de hombros y continuó—: Cuanto más alto sube uno, es mucho más fácil. Se dispone de un Estado Mayor más importante y hay muchas más personas que le ayudan a uno.

Una vez decidida esta cuestión, Joffre continuó su camino.

En Sézanne se retiró a solas con Lanrezac y le dijo:

—Amigo mío, está usted agotado e indeciso. Tendrá que renunciar al mando del Quinto Ejército. Odio tener que decírselo, pero no me queda otro remedio.

Según Joffre, Lanrezac meditó durante unos instantes, dando la impresión de un hombre a quien le quitan una terrible carga, y replicó:

—General, está usted en lo cierto.[14]

Según el propio relato de Lanrezac, protestó vivamente y exigió que le presentaran pruebas, pero Joffre se limitó a repetir: «Vacilante, indeciso», y se quejó de que hiciera «observaciones» sobre las órdenes que él le daba. Lanrezac replicó que esto no era una prueba en contra suya, puesto que los hechos habían demostrado que sus observaciones eran correctas, lo que, desde luego, era el motivo de su destitución. Pero Joffre no le escuchaba. Hizo «unas muecas, indicando que había agotado su paciencia, y no se atrevió a mirarme a los ojos». Lanrezac renunció a cualquier discusión. Joffre salió de la conferencia «un tanto nervioso» por una vez, como observó su ayudante de campo.

Llamaron a Franchet d’Esperey. Estaba tomando una sopa, se puso en pie, bebió de un trago un vaso de vino, se puso la guerrera y partió para Sézanne. Cuando quedó detenido por un suministro militar, saltó del coche. Era tan conocida en el Ejército su figura compacta y dura, su pelo corto, sus penetrantes ojos negros y su aguda voz autoritaria, que los hombres, los caballos y los vehículos se hicieron rápidamente a un lado como por arte de magia. Durante los días siguientes, cuando su tensión y sus nervios iban en aumento, su método para abrirse paso por las carreteras, cuando se trasladaba de un lado a otro, era sacar el revólver por la ventanilla del coche y disparar al aire. Los soldados ingleses le pusieron el apodo de «Desperate Frankey». Sus compañeros lo encontraron transformado, pues ya no era un hombre jovial y amable, aunque severo y disciplinado, sino que se había convertido en un tirano. Un hombre glacial ahora, autoritario, que imponía un reinado de terror sobre los oficiales de su Estado Mayor y su tropa. Apenas le había entregado Lanrezac los documentos confidenciales y el mando en Sézanne, cuando sonó el teléfono. Hely d’Oissel, que se puso al aparato, repitió varias veces: «Sí, general… No, general», con creciente irritación.[15]

—¿Quién es? —preguntó Franchet d’Esperey. Cuando le dijeron que era el general Mas de Latrie, del XVIII Cuerpo, que insistía en que no podía cumplir las órdenes para el día siguiente debido a la extrema fatiga de sus tropas, continuó—: Déjenme a mí. «Oiga, soy el general d’Esperey. He asumido el mando sobre el Quinto Ejército. No quiero más discusiones. Emprenderá la marcha; marchará o morirá».[16]

Y, sin más, colgó el auricular.

El 4 de septiembre se inició con una sensación general de que se avecinaba un momento culminante, y esto sucedió en varios lugares al mismo tiempo. Era una especie de conocimiento extrasensorial que producen a veces los grandes acontecimientos. En París, Gallieni estaba convencido de que aquél era el día «decisivo». En Berlín, la princesa Blücher escribió en su diario: «No se habla de otra cosa que de la esperada entrada en París». En Bruselas habían empezado a caer las hojas y soplaba un fuerte viento por las calles de la ciudad. La gente percibía el aire de otoño y se preguntaba lo que sucedería si la guerra se prolongaba durante todo el invierno. En la legación norteamericana, Hugh Gibson observó un «creciente nerviosismo» en el cuartel general alemán, en el que durante los últimos cuatro días no habían anunciado ninguna victoria. «Creo que algo muy grave se respira hoy en el aire».[17]

En el OHL, en Luxemburgo, la tensión alcanzaba su punto culminante cuando se aproximaba el momento triunfal de la historia alemana. El Ejército estaba a punto de completar en el Marne la labor que había iniciado en Sadowa y en Sedán. «Hoy es el día treinta y cinco. Ocuparemos Reims, estamos sólo a treinta millas de París»,[18] le dijo el káiser, con expresión de triunfo en su voz, a un ministro recién llegado de Berlín.

En el frente, los ejércitos alemanes pensaban en la batalla final, más en términos de un golpe de gracia que de un combate. «Grandes noticias. Los franceses nos han ofrecido un armisticio y están dispuestos a pagar una indemnización de diecisiete mil millones. Por el momento, el armisticio ha sido rechazado»,[19] anotó un oficial del Quinto Ejército en su diario.

El enemigo había sido derrotado y toda prueba en contra era rechazada con disgusto. Una terrible duda surgió en la mente del general Von Kuhl, el jefe del Estado Mayor de Kluck, cuando se enteró de la presencia de una columna francesa cerca de Château-Thierry, que cantaba mientras continuaba su retirada. Disipó sus dudas, «ya que se habían dado ya todas las órdenes para la nueva maniobra».[20] Aparte de unas pocas excepciones, no existían recelos de ninguna clase sobre que el enemigo estuviera preparando una contraofensiva. Aunque eran visibles ciertos signos, el servicio de información alemán, que operaba en territorio enemigo, no logró interpretarlos. Un oficial del Servicio de Información del OHL llegó al cuartel general del príncipe heredero el 4 de septiembre para decir que la situación era favorable en toda la extensión del frente y que «avanzamos victoriosos por todas partes».[21]

Un solo hombre no opinaba de ese modo. Moltke, a diferencia de Joffre, no tenía confianza en su propia estrella y lo veía todo sin ilusiones de ninguna clase. El 4 de septiembre estaba «serio y deprimido», le dijo a Helfferich, el mismo ministro que acababa de hablar con el káiser: «Apenas tenemos un caballo en el Ejército que pueda dar un paso hacia delante».[22] Y después de una penosa pausa, añadió: «No debemos engañarnos a nosotros mismos. Hemos logrado éxitos, pero no victorias. El triunfo significa el aniquilamiento del poder de la resistencia del enemigo. Cuando un millón de hombres se enfrentan en combate, el vencedor hace prisioneros. ¿Dónde están nuestros prisioneros? Veinte mil, en Lorena, tal vez otros diez o veinte mil en total. Y el número relativamente bajo de cañones que hemos capturado, da a entender que los franceses están llevando a cabo una retirada planeada y ordenada». Había sido reflejado un pensamiento inadmisible en aquellos momentos.

Aquel día, por fin, llegó al OHL el telegrama de Kluck de que iba a cruzar el Marne, demasiado tarde para detener el movimiento. El flanco que Kluck exponía de esta forma a París preocupaba a Moltke. Llegaban informes sobre un intenso tráfico ferroviario en dirección a París, que aparentemente se trataba de movimientos de transportes de tropa.[23] Rupprecht, el 4 de septiembre, informó de la retirada de dos cuerpos franceses de su frente. No se podía rehuir por más tiempo la evidencia de que el poder de resistencia del enemigo no había sido eliminado.

El traslado de tropas francesas, tal como señaló el coronel Tappen, podía significar «un ataque desde París sobre nuestro flanco derecho ante el que no contamos con los refuerzos necesarios».[24] Era éste un problema del cual Moltke, lo mismo que los comandantes en el campo de batalla, tenía pleno conocimiento. Las pérdidas sufridas en los continuados combates con la retaguardia francesa, durante la retirada, no podían ser sustituidas por las reservas, al igual que estaban haciendo los franceses. Los vacíos en las filas alemanas continuaban y los dos cuerpos que habían sido destinados a la Prusia oriental se echaban en falta en aquellos momentos. Moltke estaba decidido a retirar tropas del ala izquierda, cuando ya Rupprecht había lanzado una nueva ofensiva contra el frente del Mosa el 3 de septiembre; el káiser se encontraba en el cuartel general de Rupprecht cuando llegó la orden de Moltke.[25] Confiado esta vez en que por fin serían rotas las defensas de Nancy, el káiser apoyó vivamente a Rupprecht y a Von Krafft, que se oponían a que sus fuerzas fueran disminuidas en un solo hombre. Otra persona tal vez hubiese insistido, pero Moltke no. Desde aquella noche del 1 de agosto, los altibajos de la campaña habían debilitado todavía más su voluntad. Dado que no contaba con refuerzos suficientes para el ala derecha, decidió detener su avance.

La nueva orden, dirigida a todos los ejércitos, fue redactada aquella noche y despachada a primera hora de la mañana siguiente, y era una abierta confesión del fracaso del ala derecha, del fracaso de aquel plan de victoria por el que Alemania había sacrificado la neutralidad de Bélgica. Fechada exactamente un mes después del día en que los ejércitos alemanes habían invadido Bélgica, la orden empezaba con la siguiente declaración: «El enemigo ha evitado el envolvimiento por el Primer y Segundo Ejércitos y una parte de sus fuerzas se ha enlazado con las fuerzas de París». Tropas enemigas eran retiradas del frente del Mosela y enviadas hacia el oeste, «probablemente con el fin de concentrar efectivos superiores en la región de París y amenazar el flanco derecho del ejército alemán». En consecuencia, «el Primer y Segundo Ejércitos deben continuar de cara al frente oriental de París […], actuar contra cualquier operación del enemigo en este sector». El Tercer Ejército tenía que continuar un avance en dirección al sur del Sena y los otros ejércitos, cumplir la misión que se les tenía asignada por la orden del 2 de septiembre.

Detener el ala victoriosa en la misma víspera de la victoria final, se le antojó una grave locura al ministro de la Guerra, el general Von Falkenhayn, que dos semanas después sería el sucesor de Moltke como comandante en jefe. «Sólo una cosa es cierta», escribió en su diario el 5 de septiembre. «Nuestro Estado Mayor ha perdido completamente la cabeza. Las notas de Schlieffen ya no sirven para nada y aquí ha terminado el ingenio de Moltke».[26] No era el ingenio de Moltke lo que había terminado, sino que Alemania había perdido el tiempo. En los movimientos de las tropas francesas, Moltke, correctamente, adivinó el peligro que se cernía sobre su flanco y adoptó una medida acertada y prudente para hacer frente al mismo. Su orden tenía un solo defecto: llegaba demasiado tarde. Pero incluso entonces hubiera llegado aún a tiempo si no hubiese habido otro hombre que tenía muchas prisas: Gallieni.

Los comunicados de los aviadores franceses, a primeras horas del 4 de septiembre, le demostraron que era «vital actuar de un modo rápido». La variación de la marcha de Kluck, en su curva hacia el sureste, señalaba un claro objetivo al ejército de Maunoury y a los ingleses si podía ser lanzado un ataque combinado en el momento preciso. A las nueve de la mañana, antes de obtener el consentimiento de Joffre, envió órdenes preliminares a Maunoury: «Mi intención es mandar su ejército hacia delante en íntimo contacto con las fuerzas inglesas contra el flanco alemán. Tome inmediatamente las disposiciones necesarias a fin de que sus tropas estén preparadas para emprender la marcha esta misma tarde en un movimiento general hacia el este, con las fuerzas de la región de París».[27] Tan pronto como le fuera posible, Maunoury debía trasladarse a París.

Gallieni procuró a continuación de obtener una aprobación «inmediata y enérgica» de Joffre.[28] Entre ambos habían existido antiguas relaciones de comandante y subordinado. Ambos sabían que, en el caso de que algo le sucediera a Joffre, Gallieni sería automáticamente designado comandante en jefe. Consciente de que Joffre se resentía de su influencia, Gallieni contaba con, más que poder persuadirle, poder obligarle. Por este motivo había llamado ya a Poincaré a Burdeos para decirle que «había una buena oportunidad» para reanudar la ofensiva sin pérdida de tiempo.[29]

A las 9:45 llamó al GQG, la primera de una serie de llamadas de las que diría posteriormente: «La auténtica Batalla del Marne fue librada por teléfono».[30] El general Clergerie dirigió la conversación con el coronel Pont, jefe de operaciones, ya que Gallieni no quería hablar con nadie más que con Joffre y éste no quería ponerse al teléfono. Sentía una aversión por este instrumento y solía decir que no entendía su mecanismo. El verdadero motivo era que, como todos los hombres que ocupaban elevadas posiciones, tenía la mirada fija en la historia, y temía que aquello que pudiera decir por teléfono fuera anotado sin que él tuviera, luego, oportunidad de revisarlo.[31]

Clergerie explicó el plan de lanzar el Sexto Ejército a todas las fuerzas disponibles del flanco de París en un ataque contra el flanco de Kluck, con preferencia al norte del Marne, en cuyo caso el contacto se establecería el 6 de septiembre, alternativamente en la margen izquierda, lo que exigiría un día de retraso para permitir que Maunoury lo pudiera cruzar. En ambos casos, Clergerie solicitó la orden para que el Sexto Ejército emprendiera la marcha aquella misma noche. Insistió en que Gallieni estaba convencido de que había llegado el momento deseado de poner fin a la retirada y lanzar a todo el ejército a la ofensiva en combinación con la maniobra de París. El GQG debía tomar una decisión en este sentido.[32]

Contrariamente a la intención del GQG de sacrificar la capital, Gallieni, ya desde un principio, se sentía dominado por el convencimiento de que París debía ser defendida. Veía el frente desde el punto de vista de París y sin un conocimiento directo de la situación de los ejércitos en el campo de batalla, dado que el GQG no le enviaba ningún informe. Estaba, sin embargo, decidido a aprovecharse de la oportunidad que le ofrecía el cambio de dirección de Kluck, convencido de que su propio movimiento debería precipitar una ofensiva general. Era una decisión osada e incluso precipitada, ya que sin un conocimiento exacto del emplazamiento de los restantes ejércitos no podía juzgar de un modo correcto las posibilidades de éxito. Pero Gallieni se decía que no existía otra alternativa. Tal vez ello se debiera a que se dejó llevar, en aquel momento, por el instinto de un gran caudillo militar, pero lo cierto es que creyó que a Francia no se le volvería a presentar una ocasión parecida.

A las once de la mañana llegó Maunoury, pero todavía no se había recibido una respuesta de Joffre. Al mediodía volvió a telefonear Clergerie.

Mientras tanto, en la escuela de Bar-sur-Aube, en donde estaba instalado el GQG, los oficiales de la Sección de Operaciones, frente al mapa en la pared, discutían animadamente la proposición de Gallieni sobre una ofensiva combinada. El terrible descalabro de las esperanzas militares francesas durante el mes anterior había hecho que muchos de esos oficiales se dejaran llevar ahora por la prudencia e incluso por el pesimismo. Otros eran unos fervientes apóstoles de la ofensiva y tenían una respuesta para todas las objeciones en contra. Joffre estaba presente y escuchaba sus argumentos, que eran anotados por su ayudante de campo, el capitán Muller. «¿Las tropas al límite de sus fuerzas? No importa, son franceses y están cansados de replegarse. En el momento en que oigan la orden de avance, se olvidarán de su fatiga. ¿Una brecha entre el ejército de Foch y el de Langle? Será ocupada por el XXI Cuerpo del ejército de Dubail. ¿Que los ejércitos no están preparados para el ataque? Pregúntenlo a los comandantes, ya verán lo que contestan. ¿Cooperación con los ingleses? Ah, eso ya es más grave. No les podemos dar órdenes a sus comandantes, hemos de negociar con ellos y no disponemos de mucho tiempo. Pero el problema estriba en aprovechar la ocasión antes de que se nos escape. Kluck puede rectificar su error, y los movimientos del Sexto Ejército, sin duda, llamarán su atención y le indicarán los peligros a los que se está exponiendo».[33]

Sin haber pronunciado una sola palabra, Joffre se fue a consultar con Berthelot en su despacho y descubrió que éste era enemigo del plan. Los ejércitos no podían dar repentinamente media vuelta, arguyó. Debían continuar la retirada planeada hasta una fuerte línea defensiva y dejar que los alemanes penetraran más profundamente en la red. La superioridad numérica que tanto se deseaba no podría conseguirse hasta la llegada de los dos cuerpos de Lorena y hasta que éstos ocuparan sus posiciones.

Silencioso, a horcajadas sobre su silla, fija la mirada en el mapa de Berthelot que colgaba de la pared, Joffre estudió detenidamente la situación. Su plan para reanudar la ofensiva había partido siempre de la inclusión del Sexto Ejército en un ataque contra el flanco del enemigo. Gallieni, sin embargo, precipitaba los acontecimientos. Joffre deseaba poder disponer de un día más para que llegaran los refuerzos, y para que el Quinto Ejército pudiera prepararse y asegurar la colaboración de los ingleses. Cuando llegó la segunda llamada de Clergerie, le contestaron que el comandante en jefe prefería un ataque en la orilla sur del Marne, y cuando Clergerie se lamentó del aplazamiento, repusieron que «el aplazamiento significaba poder disponer de un mayor número de fuerzas».

Joffre se enfrentaba ahora con una gran decisión: si continuar la planeada retirada hasta el Sena o aprovechar la ocasión —y el riesgo— y enfrentarse, sin pérdida de tiempo, con el enemigo. Hacía un calor insoportable. Joffre salió al exterior y se sentó debajo de un fresno en el patio de la escuela. Por naturaleza le gustaba recoger las opiniones de los demás, seleccionarlas, estudiar el coeficiente intelectual del que hablaba y anunciar luego su veredicto. Era él quien siempre decía la última palabra. Si obtenía éxito, la gloria sería para él; si fracasaba, la responsabilidad caería sobre sus hombros. Era un problema en el que estaba en juego el futuro de Francia. Durante los treinta últimos días, el Ejército había fracasado en la gran tarea para la cual se había estado preparando durante los últimos treinta años. Su última ocasión de salvar a Francia, el resurgir de la Francia del año 1792, había llegado. El invasor se encontraba a cuarenta millas de donde estaba sentado Joffre y a apenas veinte millas del Ejército francés más cercano. Senlis y Creil, después de haber sido rebasadas por el ejército de Kluck, estaban ardiendo y el alcalde de Senlis, muerto. ¿Y si los franceses se lanzaban ahora a la ofensiva antes de estar preparados… y fracasaban?

Ahora, la premisa inmediata era saber si podían estar preparados a tiempo. Ya que el Quinto Ejército se encontraba en una posición crucial, Joffre mandó un mensaje a Franchet d’Esperey: «Puede resultar ventajoso presentar batalla mañana o pasado mañana con todas las fuerzas del Quinto Ejército junto con los británicos y las fuerzas móviles de París contra el Primer y Segundo Ejércitos alemanes. Por favor, indique si su ejército está en condiciones de proceder en este sentido con posibilidades de éxito. Conteste inmediatamente». Una pregunta similar fue dirigida a Foch, que se encontraba junto a Franchet d’Esperey y frente a Bülow.[34]

Joffre continuaba sentado y meditando debajo del fresno. Durante casi toda la tarde, embutido en su capote negro, sus pantalones rojos y sus botas, de las cuales, con gran desespero de sus ayudantes, se había quitado las espuelas, permaneció silencioso e inmóvil.

Mientras tanto, Gallieni, que se hizo acompañar por Maunoury, abandonó París a la una para dirigirse al cuartel general británico en Melun, junto al Sena, a veinticinco millas hacia el sur.[35] Como respuesta a su demanda en favor del apoyo inglés, había recibido una contestación negativa de Huguet, que informó de que sir John French, «de acuerdo con los consejos prudentes de su jefe de Estado Mayor», sir Archibald Murray, no pensaba intervenir en una ofensiva francesa a no ser que éstos garantizaran la defensa del bajo Sena, entre los ingleses y el mar. Los dos generales franceses llegaron al cuartel general inglés a las tres de la tarde. Los centinelas presentaron armas y los soldados escribían afanosamente a máquina en el interior, pero ni el mariscal de campo ni su primer ayudante se encontraban allí, y los oficiales del Estado Mayor parecían «confundidos» por la situación. Después de una prolongada búsqueda encontraron a Murray. Declaró que su jefe se hallaba inspeccionando las tropas y que no tenía la menor idea de cuándo regresaría sir John French.

Gallieni trató de explicar su plan de ataque y por qué la participación de los ingleses era «indispensable», pero se percató, de buenas a primeras, de la desgana de los ingleses en intervenir en aquella acción. Murray repitió varias veces que el CEB había recibido órdenes concretas de su comandante en jefe de reponerse, reagruparse y esperar refuerzos, y que no podía hacer nada hasta el regreso de su jefe. Después de más de dos horas de discusión, durante las cuales sir John French no regresó, Gallieni logró persuadir a Murray para que redactara un resumen del plan de ataque y las proposiciones para una acción conjunta que, «al parecer, él no entendió muy bien». Antes de despedirse se aseguró la promesa, por parte de Murray, de que éste le avisaría tan pronto como volviera su jefe.

Al mismo tiempo se celebraba otra conferencia anglo-francesa, a treinta y cinco millas más arriba del Sena, en Bray, a la que tampoco asistió sir John French. Ansiosos de mejorar las poco agradables relaciones que había dejado Lanrezac, Franchet d’Esperey había convenido una cita con el mariscal de campo en Bray a las tres. Como gesto de reconciliación se puso, para esta ocasión, la banda de caballero de la Orden Victoriana. Al llegar a Bray su coche fue detenido por un centinela francés, que le informó de que un mensaje urgente esperaba al general en la oficina de telégrafos. Era la pregunta de Joffre sobre la batalla. Mientras la estudiaba, Franchet d’Esperey caminaba de un lado a otro por el valle, en espera de la llegada del mariscal inglés. Al cabo de quince minutos se detuvo un Rolls-Royce con un «gigantesco highlander» al lado del chofer, pero, en lugar del florido y pequeño mariscal de campo, descendió del coche «un individuo alto y satánico de expresión inteligente». Era Wilson, que se había hecho acompañar por el jefe del Servicio de Información inglés, el coronel Macdonogh. Habían quedado detenidos por el camino cuando, al encontrar a una dama parisiense en la carretera a quien se le había terminado la gasolina de su coche, Wilson galantemente le cedió parte de la que llevaban de repuesto.[36]

El grupo se retiró a una sala en la segunda planta del Ayuntamiento y el highlander quedó apostado como centinela a la puerta. Macdonogh levantó un pesado tapete sobre la mesa, abrió la puerta que conducía a la habitación contigua, miró debajo de la cama y golpeó con los nudillos contra las paredes. Luego, como respuesta a una pregunta de Franchet d’Esperey sobre la situación del ejército británico, desplegó un mapa que mostraba las posiciones exactas, marcadas en círculos azules, del enemigo en su frente, y dio un análisis maestro de los movimientos del Primer y Segundo Ejércitos alemanes. Franchet d’Esperey quedó altamente impresionado.

«Usted es nuestro aliado, no tengo secretos para ustedes», declaró, y leyó en voz alta la proposición de Joffre. «Voy a responder que mi ejército está preparado para el ataque», y clavando una mirada de acero en su visitante, añadió: «Confío en que no nos obligará usted a hacerlo nosotros solos. Es necesario que ustedes cubran el espacio entre el Quinto y el Sexto Ejércitos». Esbozó a continuación un plan preciso que había forjado en su mente durante el cuarto de hora que había estado esperando. Se basaba en una hipótesis a la que él había llegado por sí solo, la de un ataque al ejército de Maunoury al norte del Marne el 6 de septiembre, y también la dirección del ataque. Wilson previno que habría dificultades en obtener el consentimiento de sir John French y especialmente de Murray, pero prometió hacer todo lo que estuviera a su alcance. Partió de nuevo para Melun mientras Franchet d’Esperey mandaba su respuesta a Joffre.

En Bar-sur-Aube, Joffre se levantó de su lugar bajo el árbol. Sin esperar la respuesta de Franchet d’Esperey o de Foch, había tomado una decisión. Entró en las oficinas de la Sección de Operaciones y ordenó que redactaran unas instrucciones «para ampliar la acción local prevista para la guarnición de París a todas las fuerzas aliadas del ala izquierda». Y había llegado el momento de dar media vuelta. Todo el mundo se puso a trabajar en los detalles. Para reducir el riesgo de que el enemigo se enterara de los nuevos planes, fue convenido no despachar las órdenes hasta el último momento posible.

Eran las seis de la tarde, y a las seis y media Joffre fue a cenar con dos oficiales japoneses a los que había invitado.[37] Mientras estaba sentado a la mesa le susurraron que Franchet d’Esperey había persuadido a los ingleses de unirse a la ofensiva y que importantes papeles habían llegado procedentes del Quinto Ejército. Las comidas eran sagradas, al igual que la cortesía internacional, especialmente en unos momentos en que los aliados estaban en relaciones con los japoneses para obtener una ayuda militar de éstos en Europa. Joffre no podía interrumpir la cena, pero cometió la descortesía de «apresurarla de un modo desacostumbrado en él». Cuando leyó la respuesta de Franchet d’Esperey se sintió como aquel al que le echan al agua y se ve obligado a nadar, d’Esperey le señalaba la hora, los lugares y las condiciones precisas y exactas de la batalla para los tres ejércitos, el Quinto, el Sexto y los ingleses. La acción podía iniciarse el 6 de septiembre, pues el ejército británico efectuaría un «cambio de dirección» con la condición de que su izquierda fuera protegida por el Sexto Ejército, ya que, «en caso contrario, los ingleses no avanzarían». El Quinto continuaría su retirada al día siguiente hasta el sur del Grand Morin y estaría en sus posiciones un día después para un ataque frontal contra el ejército de Kluck, mientras que los ingleses y Maunoury atacarían su flanco. Una condición necesaria era una «vigorosa intervención» por parte del ejército de Foch contra el Segundo Ejército alemán.

«Mi ejército puede pasar al ataque el 6 de septiembre —concluyó Franchet d’Esperey— pero no está en perfectas condiciones». Esta declaración reflejaba claramente la verdad. Cuando más tarde Franchet d’Esperey le dijo al general Hache, del III Cuerpo, que el ataque había sido fijado para la mañana siguiente, Hache «se lo quedó mirando como si le hubieran golpeado en la cabeza con una porra».[38]

«¡Es una locura! —protestó—: Las tropas están agotadas. No duermen, ni comen… ¡han estado marchando y luchando durante dos semanas! Necesitamos armas, munición, equipo. Todo está en un estado desastroso. La moral es baja. He tenido que reemplazar a dos generales de división. El Estado Mayor no tiene ningún valor y no sirve para nada. Si dispusiéramos de tiempo para reorganizarnos al otro lado del Sena […]».

Lo mismo que Gallieni, d’Esperey estaba convencido de que no existía otra alternativa. Su inmediata y clara respuesta, lo mismo que la de Gallieni, se reveló como un factor decisivo, y lo más probable es que su predecesor no hubiese actuado de un modo tan rotundo y tajante. Otros comandantes fueron igualmente reemplazados. El general Mas de Latrie fue destituido aquel día para ser sustituido por el impulsivo general De Maud’huy, del ejército de Castelnau. El Quinto Ejército había sufrido las siguientes alteraciones: habían sido cambiados su comandante, tres de sus cinco comandantes de cuerpo, siete de sus trece generales de división y un número proporcional de generales de brigada.

Estimulado por la «audaz inteligencia» de la respuesta de Franchet, Joffre le dijo a la Sección de Operaciones que preparara las órdenes de batalla conforme a las condiciones ya dictadas, pero fijando la fecha para el 7 de septiembre. Recibió una respuesta igualmente afirmativa de Foch, que anunció simplemente: «Listo para el ataque».[39]

Cuando llegó al cuartel general británico Henry Wilson, se encontró con una respuesta negativa. Murray, sin esperar siquiera el regreso de sir John French, había dictado órdenes de continuar la retirada de diez a quince millas en dirección suroeste. «Es sencillamente descorazonador», dijo Wilson.[40] Wilson también se encontró con la memoria de Murray sobre el plan de Gallieni. En el acto mandó un cable a París: «Mariscal no ha regresado aún», e informó sobre la propuesta de retirada. No informó a Franchet, seguramente confiando en lograr persuadir a sir John French de que la anulara.

Cuando regresó sir John, se encontró con un mar de confusión de planes y proposiciones. Había allí una carta de Joffre, escrita con anterioridad a los acontecimientos de aquel día y en la que le proponía una acción inglesa en el Sena, una proposición de Gallieni a Murray, el consentimiento de Wilson a Franchet d’Esperey y, por último, el propio Murray que insistía en la retirada. Confundido por tantos planes e incapaz de tomar una decisión, sir John French no hizo nada. No anuló las órdenes de Murray e indicó a Huguet que comunicara a sus superiores que, debido a los «continuos cambios», prefería «estudiar otra vez la situación antes de decidirse por una acción u otra».[41]

Aproximadamente a la misma hora, Gallieni regresó a París de Melun. Se encontró con el telegrama de Wilson y también con otro que le había enviado Joffre a las doce de la noche, confirmando la preferencia expresada ya por teléfono, al mediodía, de que el ataque de Maunoury tuviera lugar, al sur del Marne, el 7 de septiembre. No era ésta ninguna novedad, pero, unido al mensaje de Wilson, tuvo un efecto decisivo sobre Gallieni. El tiempo corría y Kluck avanzaba. Preveía que la ocasión se les escapaba de las manos y decidió precipitar los acontecimientos. Esta vez llamó él personalmente al GQG. Joffre trató de rehuirle haciendo que Belin se pusiera al teléfono, pero Gallieni insistió en hablar personalmente con el generalísimo. Según el relato de la conversación, hecho por el ayudante de campo de Joffre, Gallieni dijo: «El Sexto Ejército ha hecho los preparativos necesarios para atacar al norte del Marne y es completamente imposible modificar la dirección general a la que el ejército ya se ha comprometido, e insisto en que el ataque debe ser efectuado sin ningún cambio en las condiciones de tiempo y lugar ya establecidas».[42]

Confrontado personalmente con su antiguo superior, es posible que Joffre experimentara de nuevo la autoridad moral que ejercía un hombre de temperamento imperativo como Gallieni. O, tal como alegó más tarde, se sintió obligado, aunque «a desgana», a adelantar la ofensiva general un día por miedo a que los precipitados movimientos de Maunoury, ordenados por Gallieni, revelaran todo el dispositivo francés al enemigo. Había recibido la conformidad a la lucha tanto por parte de Foch como de Franchet d’Esperey, y creía que este último, con su mágica energía, había logrado comprometer a los ingleses. Desconocía que los esfuerzos de Franchet habían sido inútiles. Sea como fuere, lo cierto es que autorizó o, si se prefiere, dio su aprobación al ataque a cargo del Sexto Ejército al norte del Marne, y dio su consentimiento, que la acción general empezara el 6 de septiembre, «tal como deseaba Gallieni». Éste, sin pérdida de tiempo, a las ocho y media de la tarde, confirmó su orden de marcha a Maunoury, que ya se había puesto en movimiento. El Estado Mayor en el GQG revisó las posiciones de ataque para que estuvieran en correspondencia con la fecha avanzada. A las diez de la noche, dos horas después de haber firmado Moltke la orden que detenía el ala derecha alemana, Joffre firmaba la Orden General número 6.

«Ha llegado el momento —manifestó con pleno conocimiento de que se trataba de una hora histórica— de aprovecharse de la posición avanzada del Primer Ejército alemán y concentrar contra este ejército todos los esfuerzos de los aliados en el extremo izquierdo». Los movimientos para el Quinto y Sexto Ejércitos y para el ejército inglés eran los que había enunciado Franchet d’Esperey. Fueron despachadas órdenes por separado para el Tercer y el Cuarto Ejércitos.

La noche aún no había terminado. Apenas había sido firmada la orden cuando se recibió el mensaje de Huguet anunciando que sir John French se negaba a ratificar el plan de acción conjunta y manifestaba su deseo de «estudiar de nuevo la situación».[43] Joffre quedó atónito. Había tomado ya una decisión, las órdenes ya habían sido despachadas, dentro de treinta y seis horas empezaría la batalla que había de salvar a Francia. El aliado, cuya participación se había dado como segura, aquella colaboración que había sido planeada, tal como había dicho Foch en cierta ocasión, para después de que hubiera muerto un solo soldado inglés en el campo de batalla, pero que, a causa de un desdichado destino, se había visto en la necesidad de defender un sector vital del frente, ahora, en aquellos momentos, daba marcha atrás. Como único medio de persuasión que se le ocurrió a Joffre, mandó una copia especial de la Orden número 6 al cuartel general británico. Cuando el oficial llegó a Melun, a las tres de la madrugada, los tres cuerpos del CEB ya habían emprendido la marcha nocturna, ordenada por Murray aquella misma tarde.

También el enemigo, al amanecer del 5 de septiembre, había iniciado la marcha demasiado pronto. En su esfuerzo por rebasar el flanco francés, Kluck había enviado su ejército a la carretera antes de que llegara la orden de Moltke de detenerse y hacer frente al peligro que amenazaba su flanco. Esta orden la recibió a las siete de la mañana. Cuatro cuerpos que ocupaban un sector de más de treinta millas de ancho, habían emprendido la marcha en dirección al Grand Morin. Kluck no los detuvo. O no creía, o no le importaba, la advertencia sobre la concentración de efectivos franceses en su flanco. Convencido de que los ejércitos alemanes «avanzaban victoriosos en todos los frentes»[44] —es costumbre alemana creer al pie de la letra lo que dicen sus comunicados— no creía que el enemigo pudiera disponer de las fuerzas necesarias para atacar su flanco. También él había empezado a comprender que la retirada francesa no era tan desorganizada como le había parecido al principio y, por lo tanto, consideraba aún mucho más urgente no cejar en su presión para no permitir que el enemigo pudiera desplegarse y organizarse y «recuperar la libertad de maniobra, así como su espíritu ofensivo». Haciendo caso omiso de las instrucciones de Moltke, Kluck avanzó con su ejército, adelantando también su cuartel general veinticinco millas hacia delante, desde Rebais, entre los dos Morins. Aquella tarde las tropas del Primer Ejército alemán alcanzaron una línea a diez o quince millas de distancia del CEB y a menos de cinco millas de los franceses. Aquél iba a ser su último día de avance.

Un representante del OHL, con plenos poderes, se presentó en el cuartel general de Kluck aquella noche. Debido a la desagradable experiencia tanto de las comunicaciones como del temperamento de Kluck, Moltke envió a su jefe del Servicio de Información, el coronel Hentsch, que hizo un recorrido de 175 millas desde Luxemburgo, para explicarle personalmente los motivos de la nueva orden y comprobar si ésta era cumplida. Con «gran sorpresa», Kluck y los oficiales de su Estado Mayor se enteraron de que los ejércitos de Rupprecht habían sido contenidos y de que luchaban inútilmente frente a las fortificaciones francesas, lo mismo que el príncipe heredero delante de Verdún. El coronel Hentsch describió las pruebas de los movimientos militares franceses, que habían inducido a sospechar al OHL que se trataba «de potentes fuerzas enemigas» que se dirigían hacia el oeste y representaban una evidente amenaza para el flanco alemán. El Primer Ejército debía regresar al Marne. Aunque no significara un gran consuelo, el coronel Hentsch añadió que «el movimiento no debía precipitarse, no era necesaria una urgencia especial».[45]

La confirmación llegó del IV Cuerpo de la reserva, que había sido destinado como protección del flanco en el Marne. Informaba de que había entablado combate con una fuerza que calculaba, por lo menos, en dos divisiones y media apoyadas por artillería pesada. Se trataba, desde luego, del ejército de Maunoury, que avanzaba hacia el Ourcq. Aunque el ataque había sido «rechazado con éxito», el comandante del IV Cuerpo de la reserva había ordenado la retirada tan pronto como oscureciera.

Kluck cedió. El avance de los dos últimos días, después de cruzar el Marne, había de ser desandado. Despachó órdenes para empezar la retirada de dos cuerpos al día siguiente, 6 de septiembre, y los otros cuerpos debían continuar más tarde. Después de la marcha que había emprendido en Lieja y que le había llevado a la altura de París, éste fue un momento muy amargo para él. Si hubiera permanecido escalonado detrás de Bülow, tal como se le había ordenado, incluso si hubiese detenido su ejército aquella mañana a las siete, entonces hubiera estado en posición de responder a la amenaza contra su flanco con todo su ejército. Según el general Von Kuhl, su jefe del Estado Mayor, «ni el OHL ni el Estado Mayor del Primer Ejército tenían ni la más remota idea de una inmediata ofensiva del Ejército francés en su conjunto […]. Ni un indicio, ni una palabra de los prisioneros, ni una frase en los periódicos que sirviera de advertencia». Si Kluck no sabía a quién tenía delante, por lo menos había algo que no podía ignorar: renunciar a la persecución y replegarse cuando sólo quedaban cuatro días, de acuerdo con el plan fijado, no podía considerarse, en modo alguno, un preludio de la victoria.

El 5 de septiembre fue un día muy negro para los aliados. Hasta aquel momento sólo habían sufrido reveses, pero sus representantes se reunieron en Londres aquella mañana para firmar un pacto en el que se comprometían «a no firmar una paz por separado en el curso de la presente guerra».

En París, Maunoury le preguntó a Gallieni: «En el caso de que no obtengamos éxito, ¿nuestra línea de retirada será…?». Con los ojos entornados Gallieni contestó: «En ninguna parte».[46] Preparándose para un posible desastre envió órdenes secretas a los comandantes de la región de París informándoles de todo lo que debía ser destruido antes de caer en manos del enemigo. Incluso los puentes en el corazón de la ciudad, como el Pont Neuf y el Pont Alexandre, debían ser volados. «Un vacío» debía abrirse ante el enemigo en el caso de que éste lograra romper el frente, indicó al general Hirschauer.

En el GQG se recibió un informe de Castelnau que amenazaba con el desastre incluso antes de haber pasado a la ofensiva. La presión enemiga era tan fuerte que temía que aquella noche tuviera que abandonar Nancy. Joffre le ordenó que resistiera durante otras veinticuatro horas antes de tomar una decisión, pero, en el caso de que no pudiera ser así, daba su conformidad a la línea de retirada que proponía Castelnau.

Al trasladar un cuerpo del Tercer Ejército y dos cuerpos del frente del Mosela, Joffre había corrido un grave riesgo, con el fin de obtener superioridad numérica esta vez, superioridad con la que no había contado cuando lanzó su primera ofensiva. Pero estos refuerzos aún no habían llegado al campo de batalla. Cuando llegó el momento de informar al gobierno sobre su decisión de ir al combate, Joffre, cuidadosamente, preparó una coartada por si fracasaba. Su telegrama al presidente y al primer ministro decía: «Por haber atacado Gallieni prematuramente, he dado órdenes de suspender la retirada y, a su vez, reanudar la ofensiva». Posteriormente, cuando Joffre trataba de minimizar el papel desempeñado por Gallieni en el Marne, e incluso expurgó ciertos hechos de la documentación oficial, este telegrama fue desenterrado por Briand, quien se lo mostró a Gallieni. «Este “prematuramente” vale oro», comentó.[47]

Durante la mañana del 5 de septiembre la incertidumbre de Joffre en relación con las intenciones de los ingleses resultaba «insoportable». Rogó a Millerand que ejerciera toda la influencia de la que fuera capaz ante el gobierno. La inminente batalla «puede tener resultados decisivos, pero en el caso de un revés puede tener también graves consecuencias para el país […]. Cuento con usted para llamar la atención del mariscal de campo hacia la importancia decisiva de una ofensiva sin un arrière-pensée. Si pudiera dar órdenes al Ejército inglés como lo hago con el Ejército francés, pasaría inmediatamente al ataque».

A las tres de aquella mañana Henry Wilson recibió la Orden número 6 de Huguet, que, sin embargo, no permitió al capitán De Galbert, el mensajero que la entregó, hablar con ninguno de los jefes británicos.[48] En el centro de cualquier discordia durante aquel período, aparecía con maliciosa insistencia la figura de Huguet. Convencido de que la situación requería de alguien de rango superior, el capitán De Galbert emprendió el viaje de regreso al GQG. A las siete de la mañana Wilson presentó la orden a sir John French y en el curso de la mañana, le persuadió a cooperar. Mientras tanto Galbert llegaba de nuevo al GQG, a las 9:30, sin noticias concretas. El alcalde de Melun le había dicho que el equipaje de sir John French había sido preparado para ser enviado a Fontainebleau.

Joffre se dijo que necesitaba al Ejército inglés en la batalla «costara lo que costara», incluso aunque tuviera que recorrer personalmente los ciento ochenta kilómetros que le separaban del mismo. Mandó un telegrama rogándole que le esperara en Melun y se puso en camino en compañía de su ayudante y dos oficiales del Estado Mayor. A las dos de la tarde llegaron al castillo en el que se había instalado sir John French.

El mariscal de campo estaba sentado a la mesa esperándole, rodeado por Murray, Wilson, Huguet, «con una expresión, como de costumbre, como si hubiese perdido a su último amigo», y varios otros miembros de su Estado Mayor. Joffre se dirigió directamente a él y por una vez fue el primero en hablar. En lugar de sus frases, generalmente tan lacónicas, un chorro de persuasión fluyó de sus labios acentuándolo con los gestos de sus brazos, «que parecían querer arrojar su corazón sobre la mesa».[49] Declaró que había llegado el «momento supremo», que había despachado sus órdenes y que hasta el último hombre sería lanzado a la batalla para salvar a Francia. Las «vidas de todos los franceses, la tierra francesa, el futuro de Europa», dependían de la ofensiva. «No puedo creer que el Ejército inglés se niegue a participar en esta batalla suprema […], la historia juzgaría muy gravemente su ausencia».

Joffre descargó su puño sobre el tablero de la mesa: «Monsieur le Maréchal, ¡el honor de Inglaterra está en juego!».

Al oír estas palabras, sir John French, que había estado escuchando lentamente con «apasionada atención», se sonrojó. Se hizo el silencio. Lentamente unas lágrimas aparecieron en los ojos del comandante en jefe inglés y resbalaron por sus mejillas. Intentó decir algo en francés, pero renunció a hacerlo. «Maldita sea, no sé decirlo. Dígale que haremos todo lo que esté en nuestras manos».

Joffre se volvió interrogante a Wilson, que tradujo: «El mariscal de campo ha dicho que sí». No hubiera sido preciso traducir estas palabras, puesto que las lágrimas y el tono eran elocuentes. Murray, entonces, explicó que las tropas inglesas se encontraban a diez millas más atrás de las posiciones que figuraban en la orden y que no podrían partir hasta las nueve de la mañana, en lugar de las seis, tal como solicitaba Joffre. Era la voz de la prudencia, que no se acallaría con estas palabras. Joffre se encogió de hombros: «No se puede remediar. Tengo la palabra del mariscal de campo, esto es suficiente».

La retirada del GQG a Chatillon-sur-Seine, planeada antes de la ofensiva, había sido realizada durante su ausencia. Joffre regresó allí por la noche, a la misma hora en que el coronel Hentsch prevenía a Von Kluck. Cuando entró en la sala de operaciones para confirmar las decisiones que ya habían tomado, Joffre les dijo a los oficiales allí reunidos: «Caballeros, lucharemos en el Marne».[50]

Firmó la orden que sería leída a las tropas cuando sonaran las trompetas a la mañana siguiente.[51] Generalmente la lengua francesa, sobre todo en las declaraciones oficiales, requiere hacer un esfuerzo para que no suene demasiado grandilocuente, pero esta vez las palabras eran sencillas, casi cansadas, un mensaje oscuro y sin compromisos. «Ahora que empieza la batalla de la que depende la salvación de nuestro país, todo el mundo ha de recordar que ha pasado el momento de mirar hacia atrás. Han de hacerse todos los esfuerzos para atacar y rechazar al enemigo. Una unidad que no pueda avanzar debe, al precio que sea, defender sus posiciones y morir allí, antes que retroceder. En las presentes circunstancias no será tolerado un solo fallo».[52]

Esto era todo, había pasado el momento para subterfugios. No decía «¡Adelante!» ni invitaba a los hombres a la gloria. Después de los primeros treinta días de guerra en el año 1914, reinaba el presentimiento de que poca gloria podía alcanzarse.