EL FRENTE ES PARÍS
Los grandes bulevares estaban desiertos, las puertas de las tiendas cerradas, los autobuses, los tranvías, los coches y los automóviles habían desaparecido. En lugar de eso, rebaños de corderos eran conducidos por la Place de la Concorde en su camino hacia la Gare de l’Est para ser enviados al frente.[1] La mayoría de los periódicos habían dejado de publicarse, en los quioscos sólo se veían las páginas sueltas de los diarios que habían sobrevivido. Todos los turistas se habían ido, el Ritz estaba deshabitado, el Meurice, transformado en hospital. Durante un mes de agosto en su historia, París fue francesa… y silenciosa. El sol brillaba, las fuentes funcionaban en el Rond Point, los árboles estaban verdes, el tranquilo Sena fluía como siempre, las banderas aliadas ondeaban en lo alto de la belleza gris pálida de los edificios más hermosos de la ciudad.
En los amplios salones de Los Inválidos, Gallieni luchaba contra el obstruccionismo y la vacilación de los medios oficiales a la hora de adoptar las medidas radicales necesarias para convertir la expresión «zona atrincherada» en una realidad. Consideraba la zona como una base de operaciones no preparada para hacer frente a un asedio. Después de las experiencias de Lieja y Namur, sabía que París no podía resistir el bombardeo de los cañones monstruo, pero su plan no era esperar pasivamente, sino dar la batalla —con el ejército que él aún no tenía— más allá del círculo exterior de las fortificaciones.[2] El estudio de las guerras en los Balcanes y en Manchuria le había convencido de que un sistema de trincheras profundas y estrechas, protegidas por alambradas y ocupadas por soldados instruidos y decididos, armados con ametralladoras, sería prácticamente inconquistable. Esto era lo que él pretendía construir entre los emplazamientos de las baterías de artillería, a pesar de que no contaba todavía con el ejército que había de suministrarle los hombres para poder llevar a la práctica la misión que le había sido confiada.
Cada día, a veces en dos o tres ocasiones al día, con creciente desesperación, telefoneaba al GQG solicitando los tres cuerpos activos. Le escribió a Joffre, envió emisarios, abrumaba al ministro de la Guerra y al presidente, y no dejó por un momento de repetir que París no estaba preparada. El 29 de agosto tenía a sus órdenes una brigada naval, cuya presencia, al desfilar por las calles de la capital, despertó el entusiasmo de la población, pero no el de Gallieni.
Concibió el trabajo en tres fases: la defensa militar, la defensa moral y el aprovisionamiento. Para cumplir cada una de estas tareas, debía ser franco con el pueblo francés. A pesar de lo que despreciaba a los políticos, Gallieni respetaba a los habitantes de París, que consideraba sabrían comportarse de un modo digno frente al peligro. Creía que Poincaré y Viviani no querían contarle la verdad al pueblo francés y sospechaba que preparaban algún ardid para engañarlo. Sus esfuerzos por conseguir la autorización para demoler aquellos edificios que obstruían la línea fortificada, eran obstaculizados por el miedo a suscitar el pánico entre la población. La destrucción de cualquier propiedad requería un documento firmado, tanto por el alcalde del arrondissement como por el jefe de ingenieros, fijando el valor de la indemnización que pagar al propietario…, un proceso que era causa de largos retrasos en la ejecución de estos planes de defensa. Cada decisión era, además, objeto de infinitas discusiones, con el «bizantino» argumento de aquellos que decían que París, como sede del gobierno, no podía ser transformada en zona fortificada para ser defendida militarmente. Estas perspectivas, tal como manifestó profundamente disgustado el general Hirschauer, presentaban un «magnífico campo a la controversia» y temía que aquellos que abogaban por declarar la capital ciudad abierta, pronto incluso considerarían ilegal el cargo de gobernador militar. «No se puede convencer a los juristas si no se tiene un texto en las manos», declaró.
Gallieni se lo proporcionó. El 28 de agosto, la zona de los ejércitos fue extendida hasta incluir París y la región a ambos lados del Sena, con la consecuencia de que el gobierno municipal de París quedó a las órdenes del gobernador militar. A las diez de la mañana, Gallieni reunió a su Gabinete militar y civil en un Consejo de Defensa que se celebró permaneciendo todo el mundo de pie y que terminó un cuarto de hora después.[3] Los presentes no fueron preguntados sobre si París debía ser defendida, sino sencillamente invitados a dar su aprobación a la institución de un «estado de defensa»,[4] que la presencia del enemigo exigía. Los documentos que proporcionaban la base legal ya habían sido redactados y estaban sobre la mesa. Gallieni invitó a cada uno de los asistentes a estampar su nombre e inmediatamente declaró que el Consejo aplazaba sus sesiones. Fue éste el primero y el último que se celebró.
Sin tregua, continuó las obras de defensa, sin tener compasión alguna por aquellos que intentaban oponerse a sus planes, luchando contra todos los que hacían gala de debilidades o incapacidad. Lo mismo que Joffre, liquidaba a todos los incompetentes; el primer día destituyó a un general de ingenieros y a otro general dos días más tarde. Todos los habitantes de los suburbios, «incluso los más viejos y los menos capacitados», fueron obligados a trabajar a pico y pala. Fue firmada la orden para reunir diez mil picos y palas en el curso de las siguientes veinticuatro horas, y aquella misma noche esta cantidad ya había sido entregada a las autoridades. Cuando en la misma ocasión Gallieni ordenó diez mil cuchillos de monte como herramientas de trabajo, algunos protestaron alegando que la compra de éstos era ilegal. «Mucho mejor», replicó Gallieni, mirándoles fijamente. Y obtuvo los cuchillos de monte.[5]
El 29 de agosto, una zona alrededor de París de un radio de unas veinte millas, que llegaba hasta Melun por el sur y a Dammartin y Pontoise por el norte, fue puesta bajo la autoridad de Gallieni. Fueron hechos preparativos para volar todos los puentes de la región. Aquellos que eran considerados «obras de arte» y formaban parte de la «herencia nacional», fueron puestos bajo un control de vigilancia especial para tener la certeza de que no eran destruidos hasta el último momento posible. Todas las entradas a la ciudad fueron bloqueadas. Fueron organizados los panaderos, los carniceros, todos los empleados de los mercados y el ganado llevado al Bois de Boulogne. Para el transporte y la concentración de depósitos de munición fueron requeridos todos los taxis de París, que tan pronto habrían de hacerse inmortales. Asignado al Estado Mayor de la artillería de los campos fortificados había un oficial cuyo nombre ya había pasado a la historia, el antiguo capitán, ahora comandante, Alfred Dreyfus, que había vuelto al servicio activo a la edad de cincuenta y cinco años.[6]
En el frente de Lorena, el Primer y el Segundo Ejércitos, bajo la terrible presión de los cañones de Rupprecht, defendían violenta y tenazmente la línea del Mosela. El frente retrocedía y avanzaba, incluso en algunos puntos los alemanes lograron romperlo, pero, atacados por el flanco por los franceses, no lograron abrir ninguna brecha de importancia. Continuaba la batalla, buscando los ejércitos de Rupprecht el punto más débil, y Dubail y De Castelnau, que cedieron nuevas tropas a Joffre para el oeste, y que no sabían hasta cuándo podrían resistir. En los poblados que eran conquistados por los alemanes se repetían los acontecimientos ya conocidos de Bélgica. En Nomeny, en las afueras de Nancy, «los ciudadanos dispararon contra nuestras tropas», declaró el gobernador alemán de Metz en un bando que fue pegado a las paredes. «Por consiguiente, he ordenado como castigo que el pueblo sea incendiado hasta que no quede nada del mismo. Nomeny ha sido destruido».[7]
A la izquierda de Castelnau, en el lugar en que el frente viraba hacia el oeste, el Tercer Ejército de Ruffey, desequilibrado por la retirada de las divisiones de Maunoury, se replegaba tras el Mosa, más allá de Verdún. A su lado, el Cuarto Ejército, que se había mantenido en posición el 28 de agosto para demostrar que la retirada era «estratégica» y no una huida, recibió orden, con gran disgusto por parte del general De Langle, de reanudar el repliegue el 29 de agosto. Más hacia la izquierda, en donde era mayor la presión contra las líneas francesas, el Quinto Ejército del general Lanrezac completaba la maniobra preparatoria para el contraataque en St. Quentin, la maniobra que Joffre le había impuesto, finalmente, a su reacio comandante. En el extremo de la línea, el Sexto Ejército de Maunoury ocupaba sus posiciones, pero, entre Maunoury y Lanrezac, el CEB era llevado hacia atrás por sir John French, a pesar de que sabía perfectamente que al día siguiente iba a librarse una nueva batalla.
El proceso fue casi interrumpido cuando Haig informó a Lanrezac de que sus tropas estaban «en perfectas condiciones y que deseaba establecer comunicación directa con él y actuar de acuerdo con el Quinto Ejército en su planeada acción en St. Quentin». Uno de los oficiales del Estado Mayor del Quinto Ejército fue en el acto a su encuentro a caballo. Haig le dijo que sus fuerzas de reconocimiento aéreas le habían informado de que el enemigo avanzaba en dirección suroeste hacia St. Quentin, «exponiendo su flanco en el avance».
«Vuelva rápido al lado de su general y transmítale esta información […]. Que se ponga en acción. Tengo mucho interés en cooperar con él en este ataque». Cuando le fue transmitido este ofrecimiento a Lanrezac, le «satisfizo plenamente» y le impulsó a «decir ciertas cosas muy agradables con respecto a sir Douglas Haig».[8] Fueron confirmadas las medidas para una acción conjunta para la mañana siguiente, sujetas sólo a la aprobación del comandante en jefe inglés. A las dos de la madrugada llegó la noticia del cuartel general de que sir John French negaba el permiso basándose en que las tropas estaban «muy cansadas y debían disponer al menos de un día de descanso», una exigencia que, aunque era válida para el II Cuerpo, no lo era para el I, cuyo comandante había informado de que estaban preparados y en condiciones para pasar al ataque. Lanrezac estalló de ira. «C’est une félonie!». («Es una traición»), gritó, y añadió lo que un testigo calificó posteriormente de «cosas terribles e imperdonables sobre sir John French y el Ejército británico».
Sin embargo, a la mañana siguiente, bloqueado entre Von Bülow, que avanzaba en su dirección, y Joffre, que llegó para controlar la ofensiva,[9] no le quedó a Lanrezac otro remedio que lanzarse al ataque. Por unos papeles que encontraron en poder de un oficial francés capturado, Bülow se enteró del ataque y no fue cogido por sorpresa. Dado que no confiaba en Lanrezac, Joffre llegó a primera hora de la mañana a Laon, que era donde estaba ahora el cuartel general de Lanrezac. Laon está construida sobre una colina, desde la que se disfruta de una amplia vista sobre aquellos ondulados campos que se agitan como las grandes olas de un océano. A veinte millas hacia el norte, en un gran semicírculo, el Quinto Ejército había girado hacia el noroeste en dirección a Guise y St. Quentin. Desde la torre de la catedral, en el punto más alto de la ciudad, las cabezas de vaca esculpidas en piedra, en lugar de las figuras habituales, contemplaban con bovina serenidad todo el paisaje. Allá abajo, pero igual de silencioso, se sentaba Joffre viendo cómo Lanrezac dictaba las órdenes y dirigía la batalla. Permaneció allí, sin decir una sola palabra, hasta que, satisfecho por el modo en que Lanrezac hacía gala de «autoridad y método», se alejó para tomar un buen almuerzo en el restaurante de la estación, y luego continuar con su coche el viaje de inspección.
Su siguiente objetivo era encontrarse con sir John French, de quien sospechaba que mantenía fija la mirada en el Canal de la Mancha, y «puede que abandone nuestro frente durante largo tiempo».[10] El lugar que ocupaba ahora, entre el ejército de Lanrezac y el Sexto Ejército de Maunoury, era crucial, y, sin embargo, estaba fuera del control de Joffre. No le podía dictar órdenes al mariscal French como lo había hecho con Lanrezac, ni tampoco obligarle a la lucha sentándose detrás de él para observar cómo se comportaba. Sin embargo, podía intentar persuadirle de que detuviera su repliegue, pues entonces confiaba en poder estabilizar el frente en el Aisne a lo largo de la línea Amiens-Reims-Verdún y reanudar la ofensiva desde ahí. Puesto que el cuartel general inglés había dado otro paso hacia atrás el día anterior, sir John French se había establecido ahora en Compiègne, que estaba a cuarenta millas o, teniendo en cuenta que era una tropa cansada, a unos tres días de marcha de París. Mientras su vecino, el Quinto Ejército francés, luchaba durante todo aquel día en Guise, el Ejército inglés descansaba. Habiéndose replegado sin descanso el día anterior, ahora, después de ocho días de marcha bajo el sol, cavando trincheras y luchando en combates de muy diversa importancia, por fin disfrutaban de un descanso. El II Cuerpo emprendió una corta marcha durante la noche para cruzar el Oise, pero el I Cuerpo disfrutó de todo un día de descanso en los bosques de St. Gobain, a sólo cinco millas del lugar en que el ala izquierda del ejército de Lanrezac, que había estado en movimiento y luchando durante catorce días y se hallaba al borde del agotamiento, estaba librando una importante batalla.
Cuando Joffre llegó a Compiègne, suplicó al comandante inglés que aguantara hasta que pudiera reanudarse la ofensiva en el momento favorable, pero sus argumentos no parecieron causar el menor efecto. Vio «claramente» cómo Murray tiraba del capote del mariscal de campo para que no cediera a la persuasión.
Sir John French repetía ininterrumpidamente: «¡No, no!», e insistía en que su ejército, teniendo en cuenta las pérdidas que había sufrido, no estaba en condiciones de ir a la lucha, pues necesitaba disponer, como mínimo, de dos días de descanso para poder reorganizarse. Joffre no pudo destituirle allí mismo, como hubiera hecho, sin duda alguna, si se hubiese tratado de un general francés, ni tampoco hablarle de un modo violento, como había hecho con Lanrezac en Marle. Dado que los ingleses se retiraban del espacio entre Lanrezac y Maunoury, ninguno de los dos ejércitos podía mantenerse firme en las posiciones que defendían y debía renunciarse a toda esperanza de poder cumplimentar la «Orden General número 2». Joffre se despidió, según su propia confesión, «de muy mal humor».
Las intenciones de sir John French aún eran mucho más drásticas de lo que le había confesado a Joffre. Sin ninguna clase de consideraciones hacia un aliado que estaba al borde de la derrota, le dijo a su inspector de comunicaciones, el general de división Robb, que hiciera los planes necesarios para una «definitiva y prolongada retirada hacia el sur, pasando a derecha e izquierda de París».[11] Incluso las instrucciones de Kitchener no podían considerarse responsables de esta orden. Concebidas con una profunda desaprobación por el compromiso de Wilson con el «Plan 17», habían sido pensadas para contener a un sir John demasiado agresivo y a un Wilson demasiado francófilo e impedir, al mismo tiempo, que el ejército británico, incluido en el plan general de una offensive à outrance francesa, pudiera ser aniquilado o capturado. Pero nunca había sido intención de Kitchener tener tanta precaución como se estaba demostrando en aquellos momentos, pues en realidad se estaba gestando una completa deserción. Pero el miedo no puede ser controlado y sir John estaba temeroso de perder su ejército y, con él, su nombre y reputación.
Sus tropas no eran, tal como pretendía, un ejército derrotado incapaz de realizar un nuevo esfuerzo. Según confesión de sus propios oficiales, no estaban, de ningún modo, dispuestos a renunciar a la lucha. El teniente coronel Frederick Maurice, de la 3.ª División, declaró que, a pesar del agotamiento, los pies doloridos y la falta de comida caliente, «con una comida caliente, una noche de descanso y un baño tienen suficiente nuestros soldados para volver al campo de batalla». El capitán Ernest Hamilton, del 11.º de Húsares, dijo que después de aquel día de descanso, el 29 de agosto, el CEB «se encontraba en perfectas condiciones para dar media vuelta y volver al combate». El general Macready, ayudante general del CEB, dijo que «lo único que necesitaban era comida y descanso para sentirse de nuevo con fuerzas», y demostrarles a los alemanes de lo que eran capaces.
Sin embargo, sir John French comunicó a Joffre, al día siguiente, que el Ejército inglés no estaría en condiciones de ocupar posiciones en el frente de combate «durante los próximos diez días». Si hubiera solicitado diez días de permiso mientras luchaba con la espalda vuelta hacia Londres, no hubiera continuado al mando. Pero, en aquella situación, sir John French continuó como comandante en jefe del CEB durante otro año y medio.
Aquella tarde, deseoso de poner a sus hombres en movimiento y alejarlos de la zona enemiga, tenía el máximo interés en que Lanrezac pusiera fin a la batalla y reanudara la retirada a su misma marcha, no para cubrir el flanco de Lanrezac, sino para proteger el suyo propio. En un esfuerzo por obtener una orden para que el Quinto Ejército actuara en este sentido, Henry Wilson llamó al GQG, y al enterarse de que Joffre aún no había regresado, habló con el general Berthelot, el cual se negó a asumir toda la responsabilidad, pero le dijo a Wilson que podía entrevistarse con Joffre en el hotel Lion d’Or, en Reims, a las siete y media de aquella tarde. Siempre se sabía dónde pensaba Joffre almorzar o cenar. Cuando Wilson se encontró con él discutió inútilmente. Joffre se limitó a decir que «Lanrezac luchará hasta el final», sin especificar a qué final se refería. Cuando Wilson regresó con esta contestación, sir John decidió no esperar más y dio órdenes de que el CEB reanudara la retirada al día siguiente.[12]
Mientras tanto, el avance de Lanrezac en St. Quentin tropezaba con dificultades. Un regimiento del XVIII Cuerpo que había recibido órdenes de ocupar un pueblo junto a la carretera, avanzó bajo un mortífero fuego de artillería. La metralla «cubría la carretera y arrancaba los árboles de cuajo», escribió un sargento que sobrevivió a aquella acción.
«Era estúpido echarse cuerpo a tierra. Lo mejor era seguir avanzando […]. Por todas partes, los hombres estaban tendidos en tierra, sobre el vientre o la espalda. Estaban muertos. A uno de ellos, caído bajo un manzano, la metralla le había arrancado media cara y la sangre brotaba de su cabeza. A la derecha, los tambores y las trompetas ordenaban cargar a la bayoneta. Nuestra línea avanzaba mientras el sol se reflejaba en las puntas de las bayonetas. El redoble de los tambores se hizo más rápido. “¡Adelante!”. Todos los hombres gritaban: “¡Adelante!”. Fue un momento supremo. Un estremecimiento eléctrico me sacudió de pies a cabeza. Los tambores ahora redoblaban furiosos, el cálido viento llevaba las notas de las trompetas; los hombres gritaban. ¡Se sentían transportados! […]. De pronto, nos detuvieron. Lanzarse a la carga contra un pueblo que estaba a un kilómetro de distancia y contaba con sólidas defensas era una locura. Recibimos la orden: “Cuerpo a tierra, cubríos”».[13]
El ataque contra St. Quentin fue rechazado, y tal como había anticipado Lanrezac una fuerte presión enemiga se cernía sobre él por su derecha. Bülow atacaba con todas sus fuerzas en lugar de permitir que los franceses avanzaran contra él para evitar ser atacados por la retaguardia por los ejércitos de Kluck y Hausen. Con la confianza de que se trataba del último esfuerzo de un ejército hundido y aniquilado, Bülow se sentía «muy confiado respecto al resultado final». En un sector, los franceses fueron rechazados hacia la otra orilla del Oise, y cundió el pánico cuando los puentes y las estrechas carreteras que conducían a los mismos se vieron bloqueados por un número tan enorme de soldados. Lanrezac rápidamente ordenó abandonar la acción en St. Quentin para efectuar una nueva concentración, a fin de hacer un último esfuerzo y aliviar la situación de la derecha en Guise.
Franchet d’Esperey, comandante del I Cuerpo, el pequeño general abrasado por el sol de Tonkín y Marruecos, a quien Poincaré calificaba como «inmune a la depresión», recibió órdenes de apoyar la acción del III y X Cuerpos a su derecha e izquierda. Con la ayuda de oficiales que cabalgaban a un lado y otro del frente y las bandas interpretando otra vez el «Sambre et Meuse», reorganizó la línea a las cinco y media de la tarde. Precedidos por una acción bien preparada de la artillería, los franceses se lanzaron nuevamente al ataque. El puente de Guise quedó cubierto por los cadáveres. En el extremo de la línea, los franceses notaban cómo la resistencia se debilitaba. «Los alemanes emprendían la huida», escribió un observador, y los franceses, «dominados por la alegría ante tal noticia y ansiosos de sensaciones, se lanzaron hacia delante en una espléndida oleada victoriosa».
Al finalizar el día, cuando el sargento que había participado en el ataque contra St. Quentin regresó al pueblo del que había partido aquella mañana, vio a un amigo, al que le explicó todo lo sucedido. «Dijo que había sido un gran día. Nuestro fracaso no importaba. El enemigo había sido rechazado y nosotros éramos los vencedores. El coronel murió por la metralla, murió mientras se lo llevaban. El comandante Theron cayó herido en el pecho. El capitán Gilberti fue herido de muerte. La mayoría de los hombres habían muerto o estaban heridos. Repitió que había sido un buen día, debido a que durante dos noches seguidas dormirían en el mismo pueblo».
El repliegue del Cuerpo de la Guardia, la élite del ejército de Bülow, obligó a retirarse igualmente a sus vecinos y le confirió a Lanrezac una victoria táctica en Guise, ya que no en St. Quentin. Pero ahora estaba solo y expuesto, de cara al norte, mientras que sus vecinos a ambos lados, los ingleses y el Cuarto Ejército, los dos a un día de marcha de él, seguían su retirada y, a cada paso que daban, descubrían más y más su flanco. Si el Quinto Ejército debía ser salvado, había de cesar inmediatamente la lucha y reunirse con sus vecinos, pero Lanrezac no recibió ninguna orden de Joffre, que no se encontraba en el GQG cuando llamó por teléfono para solicitarla.
—¿Ha de continuar el Quinto Ejército en la región de Guise-St. Quentin, corriendo el riesgo de ser capturado? —le preguntó Lanrezac al general Belin, el lugarteniente de Joffre.
—¿Qué significa eso de permitir que capturen su ejército? ¡Eso es absurdo!
—No me entiende. Estoy aquí por orden expresa del comandante en jefe. No me atrevo a dar la orden de repliegue sobre Laon. Es el comandante en jefe quien me debe dar la orden de que me repliegue.
Lanrezac no estaba dispuesto a cargar esta vez con la culpa, tal como había hecho en Charleroi.
Negándose a asumir la responsabilidad, Belin replicó que informaría de la situación a Joffre tan pronto como éste regresara. Cuando regresó Joffre, aunque estaba muy confiado, sus esperanzas habían sufrido un segundo golpe, mucho mayor aún que cuando el desastre de las fronteras, dado que ahora el enemigo había profundizado mucho más en territorio francés. No tenía medios para saber que la presión de Lanrezac había infligido un duro golpe al ejército de Bülow, puesto que los resultados aún no podían ser valorados. Sólo podía reconocer que el Quinto Ejército se encontraba verdaderamente en una situación peligrosa, que el CEB continuaba replegándose y que no «podía alimentar ninguna esperanza de detener a nuestros aliados en la prevista línea de batalla».[14] El Sexto Ejército, que aún se estaba formando, sufría intensos ataques por parte de los dos cuerpos del ala derecha de Kluck. El frente que él había confiado formar se había disipado, y cedería nuevos territorios al enemigo; tal vez tendría que retroceder hasta el Marne, tal vez incluso hasta el Sena.
Durante este período, el «más trágico en toda la historia de Francia», Joffre no se dejó arrastrar por el pánico, como en el caso de sir John French, ni vaciló tampoco como Moltke, ni perdió momentáneamente el dominio sobre sus nervios, como Haig y Ludendorff, ni sucumbió tampoco a un pesimismo parecido al de Prittwitz. Nunca se supo lo que ocurría en su interior. Los hombres corrientes, escribió Clausewitz, se sienten deprimidos por un sentido del peligro y de la responsabilidad si estas condiciones han de «prestar alas para reforzar el juicio, señal de que gozan de una extraordinaria grandeza de alma». Si el peligro no mejoró el juicio de Joffre en ningún sentido, en cambio éste hizo gala de una cierta fuerza anímica y de carácter. Cuando la ruina lo rodeaba todo a su alrededor, mantuvo un control firme sobre sí mismo, lo que Foch, que le vio el 29 de agosto, calificó de «maravillosa serenidad» que mantuvo unido al Ejército francés en la hora en la que más precisaba de esta confianza en sí mismo. Uno de aquellos días, el coronel Alexandre, al regresar de una misión cerca del Quinto Ejército, excusó su expresión sombría, alegando que «traigo malas noticias».
—¿Cómo? ¿No cree ya en Francia? —replicó Joffre—. Vaya y descanse un poco. Ya lo verá usted. Todo se arreglará.[15]
A las diez de aquella noche del 29 de agosto, dictó la orden, dirigida a Lanrezac, de que emprendiera la retirada y volara los puentes sobre el Oise detrás de él. El general D’Amade recibió orden de volar los puentes sobre el Somme en Amiens y replegarse junto con el ejército de Maunoury. A la derecha, el Cuarto Ejército recibió órdenes de retirarse sobre Reims y al general De Langle, que reclamaba un descanso para sus tropas, le contestaron que su descanso dependía del que el enemigo estuviera dispuesto a concederle. Como acto final de la noche del 29 de agosto, Joffre ordenó hacer los preparativos necesarios para abandonar Vitry-le-François, «aquel cuartel general de ilusiones rotas y perdidas». El GQG había de ser trasladado a Bar-sur-Aube, en la parte oriental del Sena. La noticia circuló pronto entre los oficiales del Estado Mayor, y Joffre, con disgusto, observó «el nerviosismo general y la ansiedad».[16]
Por un fallo en el Estado Mayor, la orden de Joffre no llegó a manos del Quinto Ejército hasta la mañana siguiente, provocando una noche de terrible ansiedad. Afortunadamente, Bülow no reanudó el ataque, y cuando Lanrezac se replegó tampoco se lanzó en su persecución. Los resultados de la batalla eran tan desconocidos para los alemanes como lo eran para los franceses, y las impresiones de Bülow, al parecer, eran contradictorias,[17] puesto que informó al OHL de que había obtenido un éxito, y al mismo tiempo le mandó un capitán del Estado Mayor a Von Kluck para decirle que su ejército estaba «agotado por la Batalla de Guise e incapaz de perseguir al enemigo». Ignorantes de este hecho, los franceses, tanto Joffre como Lanrezac, se sentían dominados por un solo propósito: separar el Quinto Ejército, sacarlo del peligro y ponerlo al mismo nivel que los restantes ejércitos franceses antes de que los alemanes lo pudieran rebasar por su izquierda.
Mientras tanto, la amenaza sobre París por el ala derecha alemana resultaba cada vez más evidente. Joffre le telegrafió a Gallieni, sugiriéndole que colocara cargas en los puentes del Sena, inmediatamente al oeste de París, y del Marne, al este, y que destinara grupos de ingenieros a los mismos para tener la certeza de que las órdenes de volar los puentes serían cumplidas. El ejército de Maunoury, al replegarse, protegería París y se convertiría en el grupo que formaría el ejército de tres cuerpos que reclamaba Gallieni. Pero para Joffre y el GQG, París continuaba siendo una «expresión geográfica». Defenderla por ella misma, y destinar para este fin el ejército de Maunoury a las órdenes de Gallieni, no era la intención de Joffre. París, tal como él lo veía, se mantendría o caería según el resultado de la batalla que él pensaba librar con todo el ejército que estaba a sus órdenes. Para los hombres de París, sin embargo, el destino de la capital era de un interés más directo.[18]
El resultado aparente de la Batalla de St. Quentin-Guise aumentó aún más el estado de depresión. La mañana de la batalla, el señor Toulon, vicepresidente del Senado y magnate de la industria de las regiones del norte, se precipitó hacia el despacho de Poincaré «como un torbellino», clamando que el gobierno «era engañado por el GQG» y que «nuestra izquierda ha sido rebasada y los alemanes ya están en La Fère».[19] Poincaré le repitió las seguridades que le había dado Joffre de que la izquierda resistiría y que, tan pronto como el Sexto Ejército estuviera en condiciones, reanudaría el ataque, pero en lo más íntimo de su persona temía que el señor Toulon pudiera estar en lo cierto. Los mensajes anunciaban que se estaba desarrollando una gran batalla. A cada hora que pasaba, se recibían informes contradictorios. A última hora de la tarde, el señor Toulon se presentó nuevamente en su despacho, más excitado que nunca. Acababa de hablar por teléfono con el señor Seline, senador por el Aisne, que poseía una propiedad cerca de St. Quentin y había asistido a la batalla desde el tejado de su casa. El señor Seline había visto avanzar a las tropas francesas, había contemplado las nubes de humo cubrir el firmamento y, luego, había distinguido cómo llegaban los refuerzos alemanes, igual que un ejército de hormigas grises, y había visto también cómo se replegaban los franceses. El ataque no había conseguido ningún éxito, la batalla se había perdido y el señor Toulon se despidió profundamente abatido.
La segunda fase de la batalla, en Guise, no fue vista por el senador desde el tejado de su casa, y aún resultaba mucho menos clara a los ojos del gobierno que del GQG. Lo único que quedó claro era que Joffre había fallado en su intento de contener el ala derecha alemana, que París se enfrentaba con el cerco y que tal vez se verían obligados otra vez a comer ratas, como había ocurrido cuarenta años atrás. La posibilidad de la caída de la capital, la cuestión de si el gobierno debía abandonarla, que había pasado por la mente de los ministros desde la Batalla de las Fronteras, se discutía ahora de un modo abierto y urgente. El coronel Penelon, oficial de enlace entre el GQG y el presidente, llegó a primera hora de la mañana siguiente, con su rostro, generalmente iluminado por una sonrisa, mostrando una expresión muy sombría, y admitió que la situación era «bastante grave». Millerand, el ministro de la Guerra, aconsejó en el acto abandonar la capital para evitar ser aislados del resto del país. Gallieni, al que sin pérdida de tiempo le fue pedida su opinión, consultó telefónicamente con Joffre. Éste confesó que la situación no era muy buena, que el Quinto Ejército había luchado muy bien pero no había colmado sus esperanzas, que los ingleses «no se habían movido», que el avance del enemigo no podía ser contenido y que París estaba «seriamente amenazada». Aconsejó al gobierno abandonar la capital, ya que de este modo se evitaba que el enemigo sintiera un mayor deseo de ocuparla. Joffre sabía perfectamente que el objetivo del enemigo eran los ejércitos franceses, no el gobierno, pero, dado que el campo de batalla se acercaba a París, la presencia del gobierno en la Zona de los Ejércitos podía confundir las zonas de autoridad. Su abandono eliminaría una serie de interferencias e incrementaría los poderes y la autoridad del GQG. Cuando Gallieni, por teléfono, trató de convencerle de la necesidad de defender París como el objetivo material y moral de todo el esfuerzo bélico y exigió nuevamente que el Ejército atacara al enemigo antes de que éste pudiera acercarse demasiado a la ciudad, le prometió, de forma un tanto vaga, que le enviaría tres cuerpos, aunque no con todos sus efectivos y compuestos, en su mayor parte, por divisiones de la reserva. A Gallieni le dio la impresión de que no consideraba París como un objetivo primordial y que no tenía la menor intención de restar fuerzas a sus ejércitos para defender la ciudad.[20]
El presidente de la República, «preocupado e incluso desanimado», aunque, como siempre, «frío y reservado», le preguntó a Gallieni cuánto tiempo podría resistir París y si creía que el gobierno debía abandonar la capital. «París no puede resistir y será mejor que se prepare usted para abandonar la ciudad cuanto antes», contestó Gallieni. En su deseo, que no era menor que el de Joffre, de verse libre de las interferencias del gobierno, consideró que este consejo era el mejor que podía dar en aquellos momentos. Poincaré le rogó que volviera más tarde para exponer sus puntos de vista ante el Gabinete, que, mientras tanto, estaba reunido y discutía apasionadamente un problema que diez días antes, cuando fue lanzada la ofensiva francesa, era completamente inconcebible.
Poincaré, Ribot y los dos socialistas, Guesde y Sembat, eran partidarios de continuar en la capital, o al menos esperar el resultado de la batalla que se aproximaba. El efecto moral de abandonar la capital, decían, provocaría la desesperación, e incluso la revolución. Millerand insistía en partir. Dijo que una compañía de ulanos podría penetrar más abajo de París y cortar las comunicaciones ferroviarias con el sur, y el gobierno podía arriesgarse a quedar encerrado en la capital, como había ocurrido en el año 1870. Esta vez, Francia luchaba formando parte de una alianza y el gobierno tenía el deber de permanecer en contacto con sus aliados y el mundo exterior, así como también con el resto de Francia. Doumergue causó una profunda impresión cuando dijo: «Se requiere más valor para aparecer como un cobarde y arriesgarse a la ira popular que para correr el riesgo de dejarse matar». Si la situación requería convocar el Parlamento, tal como exigieron en el transcurso de dos excitadas visitas los representantes de ambas cámaras, fue cuestión objeto de una nueva discusión.
Impaciente por regresar a sus obligaciones, Gallieni esperó en la antesala durante una hora mientras los ministros discutían. Finalmente le permitieron entrar y, sin andarse un solo momento con vacilaciones, les dijo que «ya no gozaban de seguridad en la capital». Su grave y castrense aparición, sus modales y la «claridad y fuerza» con que expresó sus puntos de vista causaron un «profundo efecto». Explicó que, sin contar con un ejército con el que luchar en el perímetro de la ciudad, París no estaba en condiciones de ser defendida y «sería una utopía confiar en que la zona atrincherada pudiera ofrecer una seria resistencia si el enemigo se presentaba durante los próximos días ante la línea exterior de nuestros fuertes». La formación de un ejército de cuatro o, al menos, tres cuerpos para luchar a sus órdenes ante la ciudad como ala del extremo izquierdo de la línea francesa, era completamente «indispensable». El retraso en disponer las defensas, antes de que él fuera nombrado gobernador, lo atribuía a aquellos grupos influyentes que deseaban declarar París ciudad abierta para salvarla de la destrucción. Y estos grupos habían sido estimulados e incitados por el GQG.
—Es cierto —confirmó Millerand—. El GQG opina que París no debe ser defendida.
Guesde, el socialista, que pronunciaba sus primeras palabras como ministro después de haberse pasado toda la vida en la oposición, intervino excitado:
—Usted quiere abrir las puertas de París al enemigo para que la ciudad no sea saqueada. Pero el día en que los alemanes desfilen a través de nuestras calles, les dispararán desde todas las ventanas en los barrios obreros. Y entonces ya verá usted lo que sucederá: ¡París será incendiada![21]
Después de una violenta discusión, acordaron que París debía ser defendida y que Joffre había de dar su aprobación a esta decisión, pues, en caso contrario, sería destituido.[22] Gallieni protestó contra la destitución demasiado precipitada del comandante en jefe en aquella fase de las operaciones. Pero el gobierno no llegó a tomar ninguna decisión sobre si abandonaban o no la capital.[23]
Después de dejar a los ministros «abrumados por la emoción y la indecisión» y, tal como ya se temía, «incapaces de tomar una resolución», Gallieni regresó a Los Inválidos, abriéndose paso entre la muchedumbre que se agolpaba a sus puertas para solicitar permiso para abandonar la ciudad, para llevarse sus coches, para cerrar comercios vitales para la existencia de la ciudad y mil cosas más. La ansiedad que dominaba a todo el mundo era más fuerte que de costumbre. Aquella tarde, por primera vez, un Taube alemán bombardeó París. Además de tres bombas en el Quai de Valmy, que mataron a dos personas e hirieron a otras, arrojó folletos anunciando a los habitantes de la capital que los alemanes estaban a sus puertas, como en el año 1870, y que no podían hacer otra cosa que «capitular».
Desde entonces, a diario, uno o más aviones enemigos regresaban regularmente a las seis de la tarde y dejaban caer dos o tres bombas que mataban a algunos habitantes, deseando, sin duda alguna, sembrar el pánico entre la población. Los más asustados emprendían la marcha hacia el sur. Para aquellos que permanecieron en París durante aquel período, cuando nadie sabía si al día siguiente ya verían desfilar a los alemanes por las calles de su ciudad, aquellos vuelos de los Taube a la hora del aperitivo compensaban la prohibición del gobierno sobre la venta de absenta.[24] Aquella noche, París apagó sus luces por primera vez. El único «reflejo de luz», en aquella oscuridad general, escribió Poincaré en su diario, estaba en el Este, en donde, según un telegrama enviado por el agregado militar francés, los ejércitos rusos «continuaban su ofensiva en dirección a Berlín». En realidad, quedaban aislados y eran aniquilados en Tannenberg, y aquella misma noche el general Samsonov se quitó la vida.
Joffre se enteró de una versión más verídica cuando un mensaje alemán por radio, interceptado en Belfort, hizo mención de la destrucción de tres cuerpos rusos y la captura de dos comandantes de cuerpo y de setenta mil prisioneros, y anunciaba: «El Segundo Ejército ruso ha dejado de existir». Esta terrible noticia, que llegaba cuando ya se hundían todas las esperanzas francesas, hubiese bastado para desmoralizar a otro hombre, pero Joffre sabía que el sacrificio ruso no había sido inútil. Los informes interceptados revelaban que, al menos, dos cuerpos alemanes habían sido transferidos del frente del Oeste al Este, y estos informes fueron confirmados dos días después del paso por Berlín, en dirección este, de treinta y dos trenes de transporte de tropa. Ésta era la luz que veía brillar Joffre en el lejano firmamento… Ésta era la ayuda que Francia, durante tanto tiempo, había reclamado tan insistentemente de Rusia. Pero no compensaba, de ningún modo, la pérdida de los ingleses, cuyo comandante se negaba obstinadamente a permanecer en contacto con el enemigo, lo que permitía el envolvimiento del Quinto Ejército. El Quinto Ejército corría también el peligro de ser rebasado por su derecha, en la zona apenas cubierta por las fuerzas de Foch.
Cuando un sector necesitaba ser reforzado con toda urgencia, debía debilitarse otro sector. Aquel día, 30 de agosto, Joffre visitó el frente del Tercer y Cuarto Ejércitos para estudiar las fuerzas que podía colocar a las órdenes de Foch. Por la carretera se tropezó con las columnas que habían estado luchando en las Ardenas y en los altos del Mosa. Los pantalones rojos de los soldados se habían vuelto de un color rojizo pálido, las guerreras estaban destrozadas, las botas, cubiertas de barro y los ojos, hundidos en unas mejillas pálidas por el agotamiento, y todos ellos llevaban muchos días sin afeitarse. Veinte días de combate parecían haber envejecido a aquellos hombres en muchos años. Los caballos mostraban sus huesos, presentaban heridas y eran desenganchados por los artilleros para que no bloquearan la carretera. Los cañones parecían chatarra cubierta de polvo y barro.[25]
Otros soldados, en cambio, dominados todavía por un intenso vigor, se habían convertido en confiados veteranos en el curso de los veinte días, orgullosos de la habilidad que habían desplegado en el campo de batalla y ansiosos de impedir la retirada. El mejor elogio lo mereció la 42.ª División del ejército de Ruffey, al que, después de defender la retaguardia y haberse despegado con éxito del enemigo, el general Sarrail, comandante del cuerpo, le dijo: «Habéis hecho gala del cran».[26] Cuando Joffre ordenó que esta división fuera transferida a Foch, el general Ruffey protestó, alegando un anticipado ataque. A diferencia del general De Langle, del Cuarto Ejército, a quien Joffre había encontrado sereno, confiado y «dominándose a la perfección», la única condición esencial a los ojos de Joffre, Ruffey aparecía nervioso, excitado y «con una imaginación febril».[27] Tal como dijo el coronel Tanant, su jefe de operaciones, era un hombre muy inteligente y dominado por miles de ideas a cual mejor, pero la cuestión era: ¿por cuál decidirse? Al igual que los diputados en París, Joffre tenía necesidad de un cabeza de turco para el fracaso de la ofensiva, y la conducta de Ruffey le decidió. Aquel mismo día fue destituido del mando del Tercer Ejército y reemplazado por el general Sarrail. Invitado a almorzar al día siguiente con Joffre, Ruffey achacó su derrota en las Ardenas a la retirada en el último minuto de las dos divisiones de la reserva, que Joffre había transferido al ejército de Lorena. Si hubiera podido contar con esos cuarenta mil hombres y la 7.ª de caballería, Ruffey dijo que hubiese podido rebasar el flanco derecho del enemigo, «¡y qué éxito habrían alcanzado nuestros ejércitos!». En una de sus misteriosas observaciones, Joffre replicó: «Chut, il ne faut pas le dire». No sabemos en qué tono de voz pronunció estas palabras, ni tampoco si quiso decir: «Está usted en un error, no debe decir una cosa así», o, en cambio: «Está usted en lo cierto, pero no lo diga».
Aquel domingo, 30 de agosto, el día de Tannenberg, el día en que el gobierno francés recibía el consejo de abandonar París, Inglaterra recibía un shock, conocido desde entonces como el «despacho de Amiens». Titulado, con inicial exageración, «La batalla más violenta en la historia», apareció, con terrible impacto, en una edición especial de domingo en The Times, en primera página, en donde, generalmente, sólo publicaban aburridos y discretos anuncios. Los subtítulos proclamaban: «Graves bajas entre las tropas inglesas; Mons y Cambrai; lucha contra un enemigo superior; necesidad de refuerzos».[28] Esta última frase era la clave, ya que, aunque el despacho había de levantar una tormenta oficial, iba a provocar también un furioso debate en el Parlamento y a merecer un reproche del primer ministro, que lo calificó de «lamentable excepción» en una «prensa patriótica y reservada», a pesar de que lo cierto es que fue publicado con un propósito oficial. Dándose cuenta de las posibilidades de estimular la propaganda, el censor, F. E. Smith, futuro lord Birkenhead, la transmitió a The Times, que la publicó, como deber patriótico, con un apéndice remarcando la «extrema gravedad de la labor con la que nos enfrentamos». Había sido escrito por un corresponsal, Arthur Moore, que había llegado al frente cuando se produjo la retirada desde Le Cateau y el desespero reinaba en el Gran Cuartel General.
Escribió acerca de un «ejército aniquilado y en retirada», después de la serie de combates «que pueden ser llamados “la acción de Mons”», del repliegue francés en el flanco, de la «inmediata, incesante» persecución alemana y su «irresistible vehemencia», de regimientos británicos «gravemente heridos», aunque «sin un solo fallo en la disciplina, sin pánico y sin haber arrojado la toalla». A pesar de todo lo ocurrido, los hombres estaban «animados y firmes», aunque «forzados a la retirada, a una retirada continua». Hablaba de «elevadas bajas», de «restos de regimientos aniquilados» y de algunas divisiones que habían «perdido a casi todos sus oficiales». Sin duda, contagiado por el ambiente que reinaba en el cuartel general, hablaba asustado del ala derecha alemana. «Tan grande ha sido su superioridad numérica que no podía ser detenida, como tampoco se pueden detener las olas del mar». Gran Bretaña, concluía, debía enfrentarse con el hecho de que «el primer gran esfuerzo alemán había obtenido éxito» y que el «asedio de París no puede ser alejado del campo de las posibilidades».
Cuando, al insistir sobre el envío de refuerzos, dijo del CEB que «había aguantado el peso del golpe enemigo», escribió los principios de una leyenda. Todo daba a entender que el Ejército francés había sido, única y exclusivamente, un elemento de poca importancia en la acción. En realidad, el CEB nunca, en ningún momento durante el primer mes, estuvo en contacto con más de tres cuerpos alemanes, de un total de más de treinta, pero la idea de que «había llevado el peso» fue perpetuada en todos los relatos ingleses sobre Mons y la «gloriosa retirada». Forjó en las mentes inglesas el convencimiento de que el CEB, en los valientes y terribles días del primer mes de batalla, había salvado a Francia, a Europa, a la civilización occidental, o tal como expuso un periodista inglés: «Mons. En esta única palabra quedará resumida la liberación del mundo».
Sola entre todos los beligerantes, Gran Bretaña había ido a la guerra sin un plan concreto, sin las órdenes de movilización en los bolsillos de los que habían de ser incorporados a filas. Con la excepción del Ejército regular, todo había sido improvisado y, durante las primeras semanas, antes del despacho desde Amiens, casi en un ambiente de vacaciones. Hasta aquel momento, la verdad del avance alemán había sido ocultada, por emplear la exquisita frase del señor Asquith, «por razones de reserva patriótica». La lucha había sido presentada al público británico, como también a los franceses, como una serie de derrotas alemanas en las que el enemigo, por curiosas circunstancias, avanzaba de Bélgica a Francia y aparecía cada día, de acuerdo con los mapas, en un lugar más avanzado. En toda Inglaterra aquel 30 de agosto leyeron el The Times durante la hora del desayuno, y el pueblo estaba asombrado. «Fue como si David hubiera lanzado su honda… ¡y hubiese fallado el blanco!», escribió el señor Britling.
Ante la repentina y terrible realidad de que el enemigo estaba ganando la guerra, el pueblo, en busca de una esperanza, se aferró a una historia que había surgido en el curso de los últimos días y que se convirtió en una obsesión nacional. El 27 de agosto, un retraso de diecisiete horas en el servicio ferroviario entre Liverpool y Londres inspiró el rumor de que el incidente se debía al transporte de tropas rusas que habían desembarcado en Escocia para reforzar el frente occidental. Se decía que habían cruzado desde Arkangel, por el Ártico, hasta Noruega y que habían llegado en transatlánticos a Aberdeen, y desde esta ciudad los transportaban en trenes hasta los puertos del Canal de la Mancha. Todos los retrasos en el servicio de trenes fueron atribuidos, desde aquel momento, a «los rusos». En el estado de ánimo que siguió al parte de Amiens y al incontenible avance alemán «como el oleaje» y su llamamiento en favor de «hombres, hombres y más hombres», todos los pensamientos volaron hacia la inagotable fuente de los recursos humanos rusos, y los fantasmas vistos en Escocia cobraron cuerpo confirmando la historia que había comenzado a circular como un reguero de pólvora.[29]
Se limpiaban la nieve de sus botas en los andenes de las estaciones… y esto en el mes de agosto; se sabía de un jefe de estación en Edimburgo que había barrido la nieve del andén. «Extraños uniformes» eran vistos en los trenes al pasar. Decían que eran transportados desde Harwich para salvar Amberes y desde Dover para salvar París. Diez mil fueron vistos en Londres camino de la estación Victoria. La batalla naval de Heligoland fue relatada como una distracción para cubrir los transportes de tropas rusas. Muchas personas los habían visto personalmente, o sus amigos. Un profesor de Oxford conocía a un compañero que había sido llamado para servir de intérprete. Un oficial escocés en Edimburgo los había visto embutidos «en grandes capas de pieles», llevando arcos y flechas en lugar de fusiles y montando sus propios caballos, «muy parecidos a los ponis escoceses, pero más huesudos», descripción que encajaba con los relatos sobre los cosacos de principios de la época victoriana. Un habitante de Aberdeen, sir Stuart Coats, le escribió a su cuñado en América que 125 000 cosacos habían cruzado su finca en Perthshire. Un oficial inglés aseguró a sus amigos que 70 000 rusos habían cruzado Inglaterra en dirección al frente occidental, «en el mayor de los sigilos». Señaló primero que habían sido 70 000, luego, 250 000 y, finalmente, 125 000. La historia corría de boca en boca y a causa de la censura oficial nada se publicaba en los periódicos ingleses sobre esto, y, en cambio, sí en Estados Unidos. Los informes de los norteamericanos que regresaban a su patria, muchos de los cuales habían embarcado en Liverpool, en donde los rumores sobre la presencia de los rusos habían provocado un gran revuelo, legaron el fenómeno para la posteridad.
Otros países neutrales recogieron la noticia. Despachos desde Amsterdam hablaban de potentes efectivos rusos que eran destinados a París para ayudar en la defensa de la capital. En la capital gala la gente se concentraba en las estaciones en espera de la llegada de los primeros cosacos. Al pasar al continente, los fantasmas se convirtieron en un factor militar, pues, como es natural, también los alemanes oyeron el rumor. La preocupación por los posibles 70 000 rusos a sus espaldas había de convertirse en un factor tan real como la ausencia de 70 000 alemanes que habían sido transportados al frente oriental. Fue después del Marne, el 15 de septiembre, cuando apareció una negativa oficial del rumor en la prensa inglesa.
El mismo domingo en que el despacho de Amiens dejaba confuso al público inglés, sir John French redactó un informe que iba a representar un shock mucho mayor para lord Kitchener. El GQG se encontraba entonces en Compiègne, a cuarenta millas al norte de París, y las tropas inglesas, relevadas de la persecución el día anterior, habían descansado mientras los franceses combatían al enemigo. La Orden de Operaciones para el CEB aquel día, firmada por sir John French, afirmaba que la presión enemiga «fue aliviada por un avance francés a nuestra derecha que obtuvo gran éxito en las cercanías de Guise, en donde la Guardia y el X Cuerpo alemanes fueron rechazados hasta el Oise». Este rápido reconocimiento de los hechos, que era completamente contrario a lo que sir John le escribía a Kitchener, cabe suponer que lo firmó sin haberlo leído antes.[30]
Informaba a Kitchener de la demanda que le había presentado Joffre para hacerse fuerte al norte de Compiègne, para mantener el contacto con el enemigo, pero alegaba que no estaba en «condiciones de continuar en el frente de batalla» y tenía la intención de retirarse «detrás del Sena», conservando «una considerable distancia con el enemigo». Su repliegue significaría una marcha de ocho días «sin fatigar a la tropa», pasando al oeste de París para estar lo más cerca posible de su base. «No me gusta el plan del general Joffre —continuaba sir John—, y hubiera preferido una vigorosa ofensiva»; una preferencia que él se había negado a ejercer en St. Quentin cuando le prohibió a Haig que colaborara con Lanrezac en la batalla.
Contradiciéndose en la frase siguiente, sir John explicaba que, después de diez días de campaña, consideraba que los franceses estaban derrotados y estaba dispuesto a regresar a casa. Su confianza en la habilidad de los franceses para llevar la campaña a una feliz conclusión «se está esfumando», escribió, y «éste es mi argumento para replegar tan hacia atrás las fuerzas británicas». Aunque «presionado muy fuertemente para continuar en el frente, incluso en las condiciones actuales tan desfavorables», se había «negado rotundamente a actuar en este sentido», de completo acuerdo con «la letra y el espíritu de las instrucciones de Kitchener», e insistía en conservar la independencia de acción «para retirarse a la base» si era preciso.[31]
Kitchener leyó el informe, recibido el 31 de agosto, con una sorpresa que se transformaba en consternación.[32] La intención de sir John French de retirarse del frente aliado y separar a los ingleses de los franceses, dando la impresión de que los abandonaba en su hora más desesperada, la consideraba calamitosa, tanto desde el punto de vista militar como político. Como una violación del espíritu de la Entente, se había convertido en una cuestión política, y lord Kitchener rogó al primer ministro que reuniera en el acto al Gabinete. Antes de la reunión mandó un telegrama a French expresando su «sorpresa» por la decisión de retirarse tras el Sena y expresando su disgusto de forma delicada, mediante una pregunta: «¿Cuál será el resultado de esta decisión en sus relaciones con el Ejército francés y en la situación militar en general? ¿Dejará su repliegue un hueco en el frente francés o los desmoralizará hasta el punto de que los alemanes puedan aprovecharse de esta situación?». Terminó recordando que los treinta y dos trenes que habían pasado por Berlín revelaban claramente que los alemanes estaban retirando fuerzas del frente occidental.
Cuando Kitchener, después de leer la carta de French al gobierno, explicó que la retirada detrás del Sena podía significar la pérdida de la guerra, el Gabinete, tal como se expresó Asquith, quedó «perturbado».[33] Kitchener fue autorizado por el gobierno a informar a sir John French de la preocupación gubernamental en lo que hacía referencia a su propuesto repliegue y a indicarle que, «en la medida de lo posible, se ajustara a los planes del general Joffre para la dirección de la campaña». El gobierno añadía, cuidadosamente para no dañar el amour propre de sir John, que mantenía «plena confianza en sus tropas y en usted mismo».
Cuando el OHL se enteró de la intención del general Von Prittwitz de retirarse detrás del Vístula, éste fue destituido inmediatamente, pero cuando sir John French propuso no abandonar una provincia sino a un aliado, no le fue aplicada esta misma medida. La razón era posiblemente que, debido a las consecuencias del levantamiento en el Ulster, no había nadie en quien pudiera confiar el gobierno y al cual el Ejército diera su conformidad, y también es posible que el gobierno considerara la destitución del comandante en jefe en aquellos momentos como un golpe demasiado fuerte para la opinión pública. Sea como fuere, inspirados por la conocida irritabilidad de sir John, todos, tanto los franceses como los ingleses, continuaron tratándole con la mayor circunspección, a pesar de que tenían tan poca confianza en él.
«Los corazones de Joffre y French nunca han estado a menos de una milla de distancia el uno del otro», escribió sir William Robertson, el intendente general británico, al secretario del rey un año más tarde. «Jamás, de un modo sincero y honrado, se ha sentido French ligado a los franceses, y éstos nunca lo han considerado un hombre capaz o un amigo fiel, y por este motivo nunca han confiado en él». Ésta no era una situación propicia para el esfuerzo bélico aliado. Kitchener, cuyas relaciones con sir John French no habían sido cordiales desde la Guerra de los Bóers, no volvió a tener confianza en él después del 31 de agosto, pero fue en diciembre de 1915 cuando las propias maquinaciones de sir John contra Kitchener, realizadas, tal como había de escribir lord Birkenhead, «sin decoro y sin lealtad», obligaron finalmente al gobierno inglés a destituirle.[34]
Mientras en Londres Kitchener esperaba impaciente la respuesta de sir John, en París Joffre recurría a la ayuda del gobierno francés para mantener a los ingleses en la línea del frente. Joffre había descubierto que por lo menos la mitad de la batalla de Lanrezac, la mitad librada en Guise, había sido un éxito. Los informes decían que la Guardia alemana y el X Cuerpo habían sido «gravemente dañados», y que el ejército de Von Bülow no les perseguía, y esto, combinado con la noticia de la retirada de las tropas alemanas hacia el frente oriental, le había dado nuevos ánimos. Le dijo a Poincaré que el gobierno tal vez no tendría que abandonar la capital, puesto que tenía ya renovada confianza en contener a los alemanes en una nueva acción por parte del Quinto y el Sexto Ejércitos. Le mandó una carta al comandante inglés indicándole que dichos ejércitos habían recibido órdenes de no ceder más terreno al enemigo, y dado que confiaba en conservar el frente donde estaban, invitaba «seriamente» al mariscal de campo French a no replegarse y, «al menos, a dejar unidades en la retaguardia con el fin de no dar una clara impresión al enemigo de que hay una retirada y de que existe una brecha entre el Quinto y el Sexto Ejércitos».
Joffre solicitó del presidente de Francia que ejerciera toda su autoridad para obtener una respuesta favorable y Poincaré habló con el embajador británico, que, a su vez, llamó al Gran Cuartel general, pero todas las llamadas y las consiguientes visitas fueron inútiles. «Me negué», como el propio sir John diría más tarde, anulando la esperanza momentánea, aunque ilusoria, de Joffre.[35]
La respuesta de sir John a su propio gobierno era esperada con tanta ansiedad que Kitchener mandó que los técnicos se la describieran palabra por palabra cuando fue recibida aquella noche. «Desde luego», decía, quedaría abierto un vacío a causa de su repliegue, pero si los franceses continuaban con su actual táctica, es decir, «replegarse a mi izquierda y derecha, sin previo aviso, y abandonando la idea de cualquier operación ofensiva […], las consecuencias habrán de serles atribuidas a ellos […]. No veo por qué he de correr el riesgo de un completo desastre con el fin de salvarlos por segunda vez».[36] Esta tergiversación de la verdad, cuando Joffre acababa de decirle todo lo contrario, fue lo que impulsó a sus compatriotas, cuando publicó su libro 1914, a buscar desesperadamente un equivalente a «mentira», y obligó incluso a Asquith a emplear la expresión «tergiversación de los hechos». Incluso teniendo en cuenta las limitaciones de carácter de sir John, el hecho de contar con Henry Wilson en su Estado Mayor, con su perfecto conocimiento de la lengua francesa y sus relaciones personales con los oficiales de mayor rango, incluido Joffre, hace inconcebible que el comandante en jefe británico pudiera llegar a formarse esta imagen que presentaba ahora del derrotismo francés.
Cuando Kitchener terminó de estudiar el telegrama, a la una de la madrugada, decidió en el acto que sólo cabía hacer una cosa, y que ésta no podía esperar hasta el amanecer. Como mariscal de campo con mayor antigüedad, él era el jefe del Ejército, y en esta calidad se consideraba autorizado a dar órdenes a sir John en las cuestiones militares y, como era ministro de la Guerra, también en todas las cuestiones políticas.[37] Se dirigió rápidamente a Downing Street, en donde conferenció con Asquith y un grupo de ministros, entre los que se hallaba Churchill.[38] Como consecuencia de esta reunión, se ordenó que un crucero rápido estuviera listo para hacerse a la mar dentro de las dos horas siguientes en Dover. Telegrafió a sir John diciéndole que le esperara, y para que su presencia en el Gran Cuartel General no resultara molesta a la sensibilidad del comandante en jefe, sugirió que fuera el propio sir John el que eligiera el lugar de la entrevista. A las dos de la mañana, sir Edward Grey quedó sorprendido por la aparición de Kitchener en su dormitorio para decirle que se trasladaba a Francia. A las dos y media partía en un tren especial desde Charing Cross y a la mañana siguiente, 1 de septiembre, estaba en París.
«Irritado, violento, con el rostro congestionado, sombrío y enojado», el mariscal de campo French, acompañado por sir Archibald Murray, llegó a la embajada inglesa, que había sido elegida como lugar para la entrevista.[39] Intentaba de este modo dar un carácter civil a la conferencia puesto que insistía en considerar a Kitchener como jefe político del Ejército, sin otra autoridad que la que le era conferida a cualquier otro ciudadano que ostentara el cargo de ministro de la Guerra. Su cólera no se esfumó cuando vio aparecer a Kitchener luciendo el uniforme militar, lo que sir John French interpretó inmediatamente como un intento de imponerle su rango. En realidad, después de haberse presentado el primer día en el ministerio, con chaqué y sombrero de copa, Kitchener cambió pronto las ropas civiles por el uniforme azul de mariscal de campo, que no se había vuelto a quitar. Sir John French lo consideró una afrenta personal.[40] El uniforme era una cuestión de suprema importancia para él y solía emplearlo para hacer resaltar su propia dignidad hasta un extremo que algunos de sus compañeros consideraban poco ortodoxo. Ofendió al rey Jorge por su costumbre de «llevar estrellas en el uniforme caqui» y «cubrirse con latones extranjeros», como Henry Wilson solía decir de él. «Es un hombrecillo muy simpático cuando está en el baño, pero cuando se pone el uniforme ya no se puede confiar en él».[41]
Cuando la conferencia en la embajada inglesa,[42] en presencia de sir Francis Bertie, Viviani, Millerand y otros oficiales que representaban a Joffre, se hizo sumamente embarazosa, Kitchener le rogó a sir John que se retirara con él a una habitación contigua. La versión de sir John de lo que se dijo allí, publicado después de la muerte de lord Kitchener, no es digna de crédito, y sólo se conoce con seguridad el resultado de aquella conversación. Estos resultados quedaron expresados en un telegrama que Kitchener mandó al gobierno declarando que las «tropas de French se encuentran luchando en el frente, en donde continuarán de acuerdo con los movimientos del Ejército francés», lo que significaba replegarse hacia el este, no hacia el oeste de París. En una copia enviada a sir John French, Kitchener decía que estaba seguro de que esto representaba el acuerdo a que habían llegado, pero, en todo caso, «considérelo, por favor, como una orden». Por «luchando en el frente» se refería, decía, a las tropas inglesas que estaban en contacto con los franceses. Pero haciendo gala, otra vez, de su tacto, añadía: «Como es lógico, usted juzgará en función de su posición a este respecto». El comandante en jefe se retiró en un estado de humor peor que al llegar.[43]
Durante aquellos dos días, el ejército de Von Kluck, que avanzaba a marchas forzadas en su prisa por envolver a los franceses antes de que lograran ocupar unas posiciones firmes, había rebasado Compiègne y, cruzado el Oise, empujaba a los aliados delante de ellos, y el 1 de septiembre estaba en acción contra las retaguardias del Sexto Ejército francés y el CEB, a treinta millas de París.
En preparación del gran momento en la historia teutona, los alemanes, con admirable eficiencia, habían hecho fabricar confidencialmente, y distribuido entre los oficiales para su posterior reparto a las tropas, medallas de bronce con la inscripción «Einzug d. Deutschen Truppen in París». («Entrada de las tropas alemanas en París»). En las medallas aparecían la Torre Eiffel, el Arco de Triunfo y, combinando orgullo, memoria y anticipación, las fechas 1871-1914.