LA RETIRADA
Como una guadaña en movimiento, los cinco ejércitos alemanes del ala derecha y del centro avanzaban hacia Francia desde Bélgica, después de la Batalla de las Fronteras. Un millón de alemanes formaban las fuerzas de invasión, cuyas columnas más avanzadas, disparando e incendiando, penetraron en territorio francés el 24 de agosto. No consiguieron romper el frente de Lorena, en donde los dos ejércitos del ala izquierda a las órdenes del príncipe Rupprecht continuaban luchando en una prolongada batalla contra la furiosa resistencia de los ejércitos de Castelnau y de Dubail.
A lo largo de las anchas y blancas carreteras del norte de Francia, en un frente de setenta y cinco millas, el ala derecha alemana estaba marchando sobre París, con el ejército de Von Kluck en el extremo derecho tratando de envolver el frente aliado. El problema inmediato de Joffre era detener la retirada de sus propios ejércitos, mientras que, al mismo tiempo, había de destinar sus tropas a la izquierda, para crear una fuerza lo suficientemente potente para rechazar el movimiento de envolvimiento del enemigo y estar en condiciones de «reanudar la ofensiva». Después de la catástrofe, «reanudar la ofensiva» era la consigna que dominaba todos los pensamientos en el GQG. A las veinticuatro horas de la debacle, sin tomarse el tiempo necesario para estudiar el fracaso de los ejércitos franceses o de pensar en una nueva estrategia, Joffre, el 25 de agosto, dictó una nueva orden general, la segunda de la guerra. Proponía crear, en la ruta del ala derecha alemana, un Sexto Ejército, compuesto de fuerzas que pensaba retirar del frente de Lorena, que no había sido roto por el enemigo. Transportado en ferrocarril hasta Amiens, a la izquierda de los ingleses, podría, conjuntamente con el CEB, el Cuarto y el Quinto Ejércitos franceses, formar el núcleo que debía reanudar la ofensiva. Mientras se estaba organizando el Sexto Ejército, los tres ejércitos franceses que se retiraban habían de intentar mantener un frente continuo y «detener, o al menos retrasar, el avance enemigo a base de cortos y violentos contraataques» dirigidos desde la retaguardia. Tal como decía la Orden General número 2, Joffre confiaba en que el Sexto Ejército estaría en posición y listo para unirse a la nueva ofensiva, el día 2 de septiembre, el Día de Sedán.[1]
Esta fecha brillaba igualmente a los ojos de los alemanes, que confiaban completar aquel día el objetivo de Schlieffen: el envolvimiento y la destrucción total de los ejércitos franceses frente a París. En el curso de los doce días siguientes, el nombre de Sedán vibraba en la mente de los dos antagonistas. Doce días durante los cuales la historia del mundo osciló entre dos caminos y los alemanes se acercaron de tal modo a la victoria que alargaron la mano y la acariciaron entre el Aisne y el Marne.
«Luchad en la retirada, luchad en la retirada» fue la orden que durante aquellos días recibieron todos los regimientos franceses. La necesidad de demorar el avance enemigo y ganar tiempo para reagruparse y restablecer un sólido frente daba una urgencia a la lucha que no se había observado durante un solo momento en el curso de la ofensiva. Exigía unas acciones de retaguardia que eran casi suicidas, mientras que la necesidad alemana de no permitir que los franceses pudieran reorganizarse les empujaba con la misma intensidad hacia delante.
En su retirada, los franceses lucharon con habilidad y capacidad, demostrando una instrucción y un espíritu que no siempre había estado presente durante el curso de las batallas iniciales en Bélgica. Ya no luchaban en una vasta ofensiva, un tanto vaga y mal interpretada en misteriosos bosques y tierras enemigas y desconocidas, sino que ahora luchaban en su propio suelo patrio, ahora defendían Francia. La región por la que pasaban les era familiar; los habitantes eran franceses, los campos, los graneros y las calles de los pueblos eran los propios y luchaban ahora tal como lo estaban haciendo el Primer y Segundo Ejércitos en el Mosela y en el Grand Couronné. Aunque derrotados en la ofensiva, no eran un ejército aniquilado, y su frente, a pesar de haber sido roto en varios sectores, no había sido hundido. En el flanco izquierdo, en la senda del grueso del avance alemán, el Quinto Ejército, que había escapado del desastre de Charleroi y del Sambre, intentaba reorganizarse en el repliegue. En el centro, con las espaldas vueltas al Mosa, el Tercer y Cuarto Ejércitos luchaban salvajemente defendiendo los sectores entre Sedán y Verdún, ante los dos ejércitos alemanes del centro, frustrando el esfuerzo del enemigo para envolverlos y, tal como el príncipe heredero confesó tristemente, «recuperando su libertad de movimientos». A pesar de estos contraataques, el avance alemán era demasiado masivo para ser contenido. Sin dejar de luchar un solo momento, los franceses se iban replegando, conteniendo al enemigo y retrasando su acción siempre que les era posible.
En un lugar, después de cruzar el Mosa, un batallón de chasseurs à pied del Cuarto Ejército del general De Langle recibió la orden, al anochecer, de defender un puente que no había sido volado por haber fallado las cargas de dinamita. Pasaron una noche de «angustia y terror» viendo a los sajones del ejército de Von Hausen en la orilla opuesta, «incendiando la ciudad y disparando contra los habitantes ante sus propios ojos. Por la mañana se elevaron llamas desde el pueblo. Veíamos a la gente correr por las calles, perseguidos por los soldados. Oíamos disparos […]. A gran distancia veíamos una columna interminable de jinetes que parecían reconocer nuestras posiciones, por la llanura apareció una gran masa que marchaba hacia adelante». La masa se aproximaba y de pronto, por la carretera, un batallón de la infantería alemana en columna de a cinco «avanzó firmemente en nuestra dirección. Hasta donde alcanzaba la vista, la carretera estaba ocupada por el enemigo: columnas de infantería, precedidas de oficiales a caballo, trenes de artillería, transportes, caballería… casi una división que marchaba en un orden perfecto».[2]
«¡Apunten!». La orden fue dada en voz baja a los chasseurs. En silencio los hombres ocuparon sus posiciones. «Fuego a discreción, apuntando primero a la infantería, y que cada hombre elija su blanco». Los jefes de compañía dieron la orden: «¡Fuego!». Los disparos resonaron a lo largo del río. Los alemanes se detuvieron llenos de estupor. Dieron media vuelta y emprendieron la huida. Los caballos se encabritaban, los carromatos se volcaban. La carretera se cubrió con centenares de cadáveres. A las 8:45 los franceses ya habían agotado casi toda su munición. De pronto, desde su izquierda sonaron unos disparos de fusil. El enemigo les envolvía por el ala. «À la baïonnette!». Ante el ataque a la bayoneta los alemanes volvieron a replegarse y el regimiento francés logró romper el cerco.
Centenares de combates como éste se libraron continuamente mientras los ejércitos se iban replegando, tratando de mantener un frente continuo y alcanzar aquella línea desde la cual pudieran lanzar la ofensiva definitiva. Con los soldados, la población civil se unía a la masa que marchaba hacia el sur, a pie y en toda clase de vehículos. Todo ello contribuía a aumentar la confusión. Los coches de los oficiales del Estado Mayor eran detenidos con demasiada frecuencia, los oficiales lanzaban maldiciones, los mensajes no eran entregados. Aprisionados entre los grupos en marcha, los camiones comerciales y los autobuses municipales movilizados para el servicio del Ejército, cubiertos con símbolos militares, avanzaban muy lentamente, transportando a heridos con los miembros destrozados y los ojos llenos de dolor y miedo a la muerte.
Cada milla de retirada era una agonía al tener que entregar más territorio francés al enemigo. En algunos lugares los soldados franceses pasaban frente a sus propias casas sabiendo que al día siguiente serían ocupadas por los alemanes. «Abandonamos Blombay el 27 de agosto», escribió un oficial de caballería del Quinto Ejército. «Diez minutos más tarde era ocupada por los ulanos». Unidades que habían intervenido en violentos combates marchaban ahora en silencio, sin cantar. Hombres agotados, hambrientos, amargados, musitaban maldiciones contra sus oficiales o hablaban de traición. Todas las posiciones francesas habían sido reveladas a la artillería alemana, decían en el X Cuerpo del ejército de Lanrezac, que había perdido cinco mil hombres en el Sambre. «Los hombres se arrastraban hacia delante, sus rostros marcados por un terrible agotamiento», escribió un oficial de infantería de este cuerpo. «Realizaron una marcha de dos días durante la cual recorrieron sesenta y dos kilómetros, después de haber combatido ferozmente al enemigo». Pero aquella noche durmieron y, a la mañana siguiente, comprobaron «de qué modo tan extraordinario se recuperaban las fuerzas con sólo unas horas de sueño». Preguntaron por qué se replegaban y el oficial, en tono frío pero confiado, les dijo que volverían a la ofensiva y que «entonces les enseñarían las uñas y los dientes a los alemanes».[3]
Los soldados de caballería, que pocas semanas antes lucían brillantes uniformes y relucientes botas, ahora se tambaleaban sucios y cansados en sus sillas, dominados por la fatiga. «Los hombres dejaban caer la cabeza», escribió un oficial de los húsares de la 9.ª División de caballería. «Sólo veían a medias lo que estaba sucediendo, vivían como en una pesadilla. Cuando se hacía un alto, se dejaban caer de los caballos, y éstos, antes de que les quitaran las sillas, devoraban ferozmente la paja. Ya no dormíamos, marchábamos durante la noche y durante el día nos enfrentábamos al enemigo». Se enteraron de que los alemanes habían cruzado el Mosa detrás de ellos, que ganaban terreno, y que incendiaban los pueblos por donde pasaban. «Rocroi es una masa de fuego, y los graneros han sido destruidos por las llamas». Al amanecer empezaban a tronar los cañones alemanes, «los teutones saludaban con sus granadas la salida del sol». Pero los franceses también oían el valiente tronar de sus 75 en el fragor de las batallas. Se aferraban a sus posiciones, se atrincheraban en espera de que terminara el duelo de la artillería, pero llegaba el ayudante de un comandante con la misma orden de siempre: «¡Retirada!». Volvían a ponerse en camino. «¡Qué fortuna la que abandonamos! Mis hombres se sentían más animados. Descubrieron unas trincheras cavadas por la infantería y las examinaron con gran curiosidad, como si hubieran sido expuestas allí para admiración de los turistas».
El 25 de agosto, los alemanes que pertenecían al ejército del duque de Württemberg entraron en Sedán y bombardearon Bazeilles, escenario de la famosa Batalla del Último Cartucho, en el año 1870. Los franceses del Cuarto Ejército del general De Langle contraatacaron para impedir que atravesaran el Mosa. «Comenzó un violento duelo de artillería», escribió un oficial alemán del VIII Cuerpo de la reserva. «Un tronar tan terrible que la tierra temblaba. Los viejos y barbudos territoriales lloraban y gritaban». Horas después «se libró un combate de inusitada violencia en las laderas. Cuatro asaltos a la bayoneta. Teníamos que saltar por encima de nuestros propios muertos. Abandonamos Sedán después de haber sufrido gran número de bajas y haber perdido tres banderas».
Aquella noche los franceses volaron todos los puentes de ferrocarril de la región. Luchando entre la necesidad de retrasar al enemigo y el pensamiento de que, dentro de poco, podrían necesitar aquellos puentes para reanudar la ofensiva, los franceses dejaron la destrucción de las comunicaciones hasta el último momento posible, y a veces era demasiado tarde.
La mayor dificultad estriba en dictar las órdenes para cada una de las unidades, desde los cuerpos de Ejército a los regimientos, pues cada uno de ellos contaba con su propio tren de suministros y elementos auxiliares para la caballería y la artillería, y estas unidades habían de seguir una dirección señalada y mantener comunicaciones con sus unidades vecinas. Mientras se replegaban, las unidades debían reorganizarse y reunirse de nuevo alrededor de sus banderas, informar de sus pérdidas y recibir refuerzos en hombres y oficiales desde los puntos de concentración en la retaguardia. Para un solo cuerpo, el IV Ejército de Ruffey, fueron destinados ocho mil hombres, un cuarto de sus efectivos, para sustituir las bajas, compañía por compañía. Entre los oficiales, y como consecuencia de la doctrina del élan, las bajas eran muy elevadas, incluso entre los generales. Una de las causas del desastre, según la opinión del coronel Tanant, oficial del Estado Mayor en el Tercer Ejército, fue que los generales no habían dirigido las operaciones desde el lugar que les correspondía hacerlo en la retaguardia, sino desde la misma línea del frente, «cumplían con la misión que es propia de los sargentos y no de los comandantes».[4]
Pero de la amarga experiencia de aquellas batallas iniciales habían sacado interesantes enseñanzas. Ahora se atrincheraban. Un regimiento que trabajó todo el día en mangas de camisa bajo el fuerte sol, cavó unas trincheras lo bastante profundas como para poder disparar de pie desde las mismas. Otro regimiento, que había recibido orden de cavar trincheras y organizar la defensa en un bosque, pasó la noche sin que ocurriera ningún incidente y, a la mañana siguiente, a las cuatro, recibió la orden de repliegue: «Molestos por no poder combatir al enemigo […], cansados ya de aquel continuo repliegue sin poder luchar».[5]
Cediendo el menor territorio posible, Joffre quería fijar la línea defensiva en el lugar más apropiado, para lanzar, desde la misma, la nueva ofensiva. Esta línea la fijó en la Orden General número 2 y era a lo largo del Somme, a unas cincuenta millas por debajo del Canal del Mons y del Sambre. Poincaré se preguntaba si Joffre no trataba de engañarse a sí mismo con su optimismo, y había otros que hubiesen preferido una línea más retrasada con el fin de consolidar el frente. Desde el día después de la derrota, en París veían ya el frente en la propia capital, pero en la mente de Joffre no se había llegado todavía a París, y no había nadie en Francia que osara contradecir a Joffre.
El gobierno estaba nervioso, los ministros, según Poincaré, se encontraban «completamente consternados»,[6] y los diputados, según Messimy, «con un pánico que pintaba una lívida máscara en sus rostros». Sin un contacto directo con el frente, faltos de toda información concreta y fidedigna, sin ser informados de ningún plan estratégico, basándose única y exclusivamente en los «lacónicos y sibilinos» comunicados del GQG o en los rumores, suposiciones e informes contradictorios, se consideraban responsables ante el país y el pueblo, sin tener ninguna autoridad sobre la dirección militar de la guerra. Leyendo entre líneas los comunicados de Joffre, Poincaré llegó a la conclusión de que se enfrentaban «con la invasión, la derrota y la pérdida de Alsacia». Consideraba su deber inmediato informar al país de estos hechos y preparar al pueblo para las «terribles pruebas» que le esperaban. Sin embargo, aún no se daba cuenta de que era mucho más urgente preparar París para el cerco.
A primeras horas de la mañana, Messimy vislumbró con toda claridad la posición indefensa de la capital. El general Hirschauer, de los ingenieros, que estaba encargado de las obras de la defensa, y el jefe de Estado Mayor del general Michel, el gobernador militar de París, fueron a visitarle a las seis de la mañana. Esto ocurría pocas horas antes de recibirse el telegrama de Joffre, pero Hirschauer se había enterado por conducto privado del desastre en Charleroi, y su mente dedujo rápidamente la distancia que había entre el frente de combate y la capital. Le dijo a Messimy, sin andarse por las ramas, que no contaba con hombres suficientes para ocupar las posiciones defensivas en las afueras de la capital. A pesar de unos detenidos estudios en los que se habían tenido en cuenta todos los detalles, «estas fortificaciones existen sobre el papel, pero no se ha hecho nada para convertirlas en una realidad». Inicialmente, la fecha señalada para que las defensas pudieran ser usadas era la del 25 de agosto, pero tal era la fe en la ofensiva francesa que luego había sido aplazada hasta el 15 de septiembre. Debido a la aversión a talar árboles, abatir las casas y cavar trincheras, no había sido dada ninguna orden concreta en este sentido. La construcción de los emplazamientos de la artillería, la preparación de los depósitos de municiones, el transporte de la madera para los parapetos y la colocación de las alambradas apenas habían comenzado. Como gobernador militar y responsable de la defensa, el general Michel, tal vez dolido desde que en el año 1911 habían sido rechazados sus planes defensivos, se había mantenido cruzado de brazos. A causa de la pobre impresión que le mereció Michel en 1911, Messimy llamó al general Hirschauer el 13 de agosto, dándole órdenes para que recuperara el tiempo perdido y completara la defensa en el curso de las tres semanas siguientes. Hirschauer le confesaba, en aquellos momentos, que se trataba de una labor imposible de realizar.
«Cada mañana pierdo tres horas en informes y discusiones que no llevan a ninguna parte. Cualquier decisión requiere una autorización previa. Incluso como jefe del Estado Mayor del gobernador, no puedo, como un simple general de brigada, dar órdenes a los generales de división que mandan los diferentes sectores».
Tal como tenía por costumbre, Messimy mandó llamar en el acto a Gallieni, y estaba conferenciando con él cuando llegó el telegrama de Joffre. La primera frase, en la que acusaba a «nuestras tropas por no haber demostrado en el campo de batalla las excelentes cualidades que nosotros confiábamos en las mismas», deprimió extraordinariamente a Messimy, pero a Gallieni le interesaban los hechos, las distancias y los nombres de los lugares.
«En resumen —concluyó, sin la menor emoción— es posible que los ejércitos alemanes estén ante las puertas de París dentro de los próximos doce días. ¿Está París en condiciones de resistir un asedio?».
Forzado a contestar que no, Messimy rogó a Gallieni que regresara más tarde, con la intención de, mientras tanto, conseguir permiso del gobierno para nombrarle gobernador militar en lugar de Michel. En aquel momento quedó «sorprendido» al enterarse de la llegada de otro visitante, el general Ebener, representante del GQG en el Ministerio de la Guerra, que le dijo que París había de ceder dos divisiones de la reserva, la 61.ª y la 62.ª, destinadas a su defensa. Joffre las había destinado al norte para apoyar un grupo de tres divisiones territoriales, que eran las únicas tropas francesas entre los ingleses y el mar por donde bajaba, barriéndolo todo a su paso, el ejército de Von Kluck. Enfurecido ante esta decisión, Messimy protestó alegando que, puesto que París pertenecía a la Zona del Interior y no a la Zona de los Ejércitos, la 61.ª y la 62.ª estaban a sus órdenes directas y no a las de Joffre, y no podían ser alejadas de París sin su permiso, el del primer ministro o el del presidente de la República. «La orden se encuentra ya en vías de ejecución», replicó Ebener, añadiendo que él mismo se pondría al frente de estas dos divisiones en su marcha hacia el frente.
Messimy se trasladó urgentemente al Palacio del Elíseo para hablar con Poincaré, que «explotó» al enterarse de la noticia, pero tampoco podía hacer nada para corregirla. Al preguntarle cuántas tropas quedaban en la capital, Messimy respondió que sólo una división de caballería de la reserva, tres divisiones territoriales y ninguna unidad en activo, con la excepción de los centros de recuperación en la región. Los dos hombres eran del parecer de que el gobierno y la capital de Francia no contaban con medios de defensa. Sólo les quedaba un recurso: Gallieni.
De nuevo le pedían que sustituyera a Michel, como él, en lugar de Joffre, hubiera podido haber hecho en el año 1911. A la edad de veintiún años, como alférez recién salido de St. Cyr, había luchado en Sedán y había permanecido como prisionero de guerra durante algún tiempo en Alemania, donde aprendió el idioma. Eligió hacer su carrera militar en las colonias donde Francia «creaba soldados». Aunque la Academia del Estado Mayor solía considerar el servicio colonial como «le tourisme», la fama de Gallieni como conquistador de Madagascar le llevó, lo mismo que a Lyautey en Marruecos, a los cargos más altos del Ejército francés.[7] Escribía su diario, que titulaba Erinnerungen of my life di ragazzo, en alemán, inglés e italiano, y no dejó nunca de estudiar, tanto el ruso como el desarrollo de la artillería pesada o la administración comparativa de las potencias coloniales. Lucía unos grandes bigotes grises que contrastaban con su elegante figura aristocrática. Se comportaba siempre como un oficial en un desfile. Alto y delgado, se rodeaba de un ambiente distante y reservado, de extrema gravedad, y no se parecía a ningún otro oficial francés de su época. Poincaré describe con las siguientes palabras la impresión que le causaba: «Alto y delgado, con la cabeza muy erguida y la mirada penetrante, nos parecía un ejemplo impresionante de poderosa humanidad».
A los sesenta y cinco años sufría de la próstata, a consecuencia de lo cual, después de dos operaciones, moriría dos años más tarde. Apenado por la muerte de su esposa durante el último mes y habiendo renunciado al cargo más alto del Ejército francés tres años antes, carecía de ambiciones personales, era un hombre impaciente e irritable por todo lo que hacía referencia a la política en el seno del Ejército, o a las rencillas de los políticos entre sí. Durante los últimos meses antes de la guerra, antes de su licenciamiento en el mes de abril, las intrigas de las capillitas le acosaban, pues algunos pretendían nombrarle ministro de la Guerra o comandante en jefe en lugar de Joffre, y otros reducir su pensión y alejarle de sus amigos. Su diario aparece lleno de comentarios tristes por todo este estado de cosas, de repulsas contra el «clan de los arribistas», de quejas por la falta de preparación del Ejército y de pruebas de su poca admiración por Joffre. «Esta mañana en el Bois le he visto, a pie, como de costumbre […]. Qué gordo y pesado está, no durará ni tres años».
Ahora, en los momentos más graves de Francia desde el año 1870, le encargaban una misión muy desgraciada, pues le encomendaban la defensa de París sin poner un ejército a sus órdenes. Consideraba que era esencial defender la capital, tanto por cuestiones morales como por sus ferrocarriles, sus suministros y su capacidad industrial. Sabía muy bien que París no podía ser defendida desde el interior como si se tratara de una fortaleza, sino sólo por medio de un ejército que diera la batalla desde el perímetro de la capital, un ejército que Joffre había de poner a su disposición… pero Joffre albergaba unos planes muy distintos.
«No quieren defender París», le comunicó a Messimy aquella noche cuando le invitaron formalmente a aceptar el cargo de gobernador militar. «A los ojos de nuestros estrategas, París es una expresión geográfica, una ciudad como cualquier otra. ¿Qué me dan ustedes para defender este inmenso espacio donde está localizado el cerebro y el corazón de Francia? Algunas divisiones territoriales y una hermosa división africana. Una gota en un océano. Si París no ha de sufrir la suerte de Lieja y de Namur, debe ser defendida a cien kilómetros de distancia, y para esto se necesita todo un ejército. Denme un ejército compuesto de tres cuerpos en activo y aceptaré el nombramiento de gobernador de París. Si llega este caso, de un modo formal y explícito, pueden ustedes contar conmigo para la defensa de París».
Messimy le dio las gracias de un modo tan efusivo («estrechó mis manos repetidas veces y me besó»), que Gallieni quedó convencido de «que el cargo que me ofrecían no era en modo alguno envidiable».
Messimy no tenía la menor idea de cómo le iba a arrebatar un cuerpo en activo, y mucho menos tres, a Joffre. La única unidad en activo de la que podía echar mano era la división africana de la que le había hablado Gallieni, la 45.ª División de infantería de Argelia, que había sido formada a instancias del Ministerio de la Guerra y que acababa de desembarcar en el sur. A pesar de las repetidas llamadas telefónicas desde el GQG reclamando esta división, Messimy decidió no dejar escapar esta «fresca y espléndida» división, costase lo que costase, pero necesitaba cinco más. Obligar a Joffre a cederlas con el fin de satisfacer la condición que había impuesto Gallieni significaba un choque abierto y directo entre el gobierno y el comandante en jefe. Messimy temblaba. En el transcurso del solemne e inolvidable día de la movilización, se había jurado a sí mismo no caer nunca en el error cometido por el Ministerio de la Guerra en 1870, cuya interferencia, por orden de la emperatriz Eugenia, forzó al general MacMahon a la marcha sobre Sedán. Había estudiado cuidadosamente, en compañía de Poincaré, los decretos del año 1913 delimitando la autoridad en tiempos de guerra, y con todo el ardor de los primeros días le había asegurado voluntariamente a Joffre que los interpretaba en el sentido de asignar la dirección política de la guerra al gobierno y la dirección militar al comandante en jefe, con una «autoridad exclusiva y absoluta». Estos decretos, además, cuando los había leído conferían al comandante en jefe «amplios poderes» en el país en toda su extensión y un poder «absoluto», tanto civil como militar, en la Zona de los Ejércitos. «Usted manda, nosotros ejecutamos», había dicho.[8] No es de extrañar que Joffre, «sin discusión», aprobara esta forma de proceder. Poincaré y Viviani habían dado igualmente su conformidad a este estado de cosas.
¿Dónde podía hallar ahora aquella autoridad a la que había renunciado? Rebuscando hasta casi medianoche en los decretos una base legal, Messimy dio con una frase que encargaba al gobierno civil «de los intereses vitales del país». Impedir que la capital cayera en manos del enemigo era, sin ninguna duda, una cuestión de interés vital para el país, pero ¿en qué forma debían enfocar la orden a Joffre? Durante una larga noche de insomnio y angustia, el ministro de la Guerra hizo acopio de todo su valor para redactar una orden a Joffre. Después de cuatro horas de penosa labor, de las dos a las seis de la mañana, escribió dos frases bajo el titular «Orden» que indicaban a Joffre que si «la victoria no corona nuestros esfuerzos y nuestros ejércitos se ven obligados a retirarse, un mínimo de tres cuerpos en activo deben ser destinados a los campos fortificados de París. Ruego acuse de recibo de esta orden». Despachada por telegrama, fue entregada a mano, a las once de la mañana siguiente, 25 de agosto, acompañada por una carta «personal y amistosa» en la que Messimy añadía: «No se le escapará a usted la importancia de esta orden».
Aquel día ya corría por París la noticia de la derrota sufrida en la frontera y el grado y amplitud de la retirada. Los ministros y los diputados buscaban al culpable del desastre; la opinión pública, decían, exigía un culpable. En las antesalas del Elíseo se oían los murmullos de protesta contra Joffre: «[…] idiota […] incapaz […] que lo despidan ahora mismo». Messimy, como ministro de la Guerra, era también objeto de vivos reproches. «Los lobos andan tras su piel», le dijo su ayudante. Afirmar la «sagrada unión» de todos los partidos y reforzar el nuevo y débil ministerio de Viviani era una necesidad vital en la crisis. Se hicieron gestiones con las más altas personalidades políticas francesas para que entraran a formar parte del gobierno. El más anciano, más temido y más respetado, Clemenceau, el Tigre de Francia, aunque era un vivo antagonista de Poincaré, fue el primero en ser abordado. Viviani le halló de «muy mal humor» y sin ningún deseo de reforzar un gobierno que él estaba convencido de que sólo duraría dos semanas más.
«No, no, no cuenten conmigo», replicó. «Dentro de quince días ninguno de ustedes estará en el cargo, no quiero saber nada de todos ustedes». Después de este «paroxismo de pasión» estalló en lágrimas y abrazó a Viviani, pero continuó negándose a entrar a formar parte del gobierno. Un triunvirato compuesto por Briand, un antiguo primer ministro, Delcassé, el más distinguido y experimentado ministro de Asuntos Exteriores antes de la guerra, y Millerand, antiguo ministro de la Guerra, estaba dispuesto a ingresar en el gobierno en grupo, pero sólo con la condición de que Delcassé y Millerand ocuparan nuevamente sus antiguos ministerios a expensas de los que los ocupaban en aquellos momentos, Doumergue en el Ministerio de Asuntos Exteriores y Messimy en el de la Guerra. Sin saber de esta proposición, conocida por el momento solamente por Poincaré, el Gabinete se reunió a las diez de aquella mañana. En sus mentes los ministros oían el estallido de las granadas y veían ejércitos en plena huida y soldados con cascos de acero avanzando hacia el sur, pero, procurando conservar la dignidad y la serenidad, se limitaron estrictamente a la forma de proceder acostumbrada, hablando cada uno cuando les llegaba el turno de preguntas de sus respectivos ministerios. Mientras hablaban de moratorias bancadas, de los inconvenientes que se originaban en los procesos judiciales por el llamamiento a filas de los magistrados, de las reclamaciones rusas sobre Constantinopla, la agitación y el nerviosismo de Messimy iban en aumento. Después de las revelaciones de Hirschauer y los doce días de Gallieni resonando en sus oídos, opinaba que las «horas valían siglos y los minutos contaban como años». Cuando empezó la discusión sobre los problemas en los Balcanes y Poincaré habló sobre Albania, ya no pudo contenerse por más tiempo.
«¡Al diablo Albania!», gritó, descargando un terrible golpe sobre la mesa. Denunció la pretendida calma como una «farsa indigna» y, cuando Poincaré le rogó que se dominara, se negó, y replicó: «No sé lo que vale su tiempo, pero sí sé que el mío es muy valioso», y lanzó sobre las cabezas de sus colegas la terrible predicción de Gallieni de que el enemigo, en el curso de los doce siguientes días, podía estar a las puertas de París, es decir, alrededor del 5 de septiembre. Todo el mundo empezó a hablar a la vez, se oyeron voces que reclamaban la destitución de Joffre, y a Messimy le reprocharon «pasar de un optimismo sistemático a un peligroso pesimismo». Se llegó a un resultado positivo cuando se aprobó el nombramiento de Gallieni para sustituir a Michel.
Cuando Messimy llegó a la Rué St. Dominique para destituir por segunda vez a Michel de su cargo, su propia destitución era exigida por Millerand, Delcassé y Briand. Decían que era el responsable del falso optimismo y de haber engañado a la opinión pública, que el hombre estaba «agotado y nervioso» y, además, su cargo era deseado por Millerand. Hombre robusto y taciturno, de modales irónicos, Millerand era un socialista de indudable habilidad y valor, cuya «indómita energía y sang froid» les hacía mucha falta, en opinión de Poincaré. Veían como Messimy estaba cada vez más sombrío, y dado que un ministro de la Guerra que prevé una derrota no es el colega más deseable, el presidente estaba conforme con sacrificarlo. Los ritos ministeriales se cumplirían como era tradicional. Messimy y Doumergue presentarían la dimisión y serían nombrados ministros sin cartera, y al general Michel se le ofrecería una misión cerca del zar. Pero estos arreglos no fueron aceptados por las presentes víctimas.
Michel se dejó arrastrar por la ira cuando Messimy le rogó que presentara la dimisión, protestó airadamente y de un modo obstinado se negó a abandonar el cargo. Igualmente excitado, Messimy le gritó a Michel que si se obstinaba de aquel modo le mandaría a la prisión militar de Cherche-Midi bajo vigilancia. Como sus gritos llegaron hasta el despacho de Viviani, éste fue a calmar a ambos y logró persuadir a Michel.
Apenas había firmado el decreto oficial en el que se nombraba a Gallieni «gobernador militar y comandante de los ejércitos de París», al día siguiente le tocó a Messimy el turno de sulfurarse cuando Poincaré y Viviani solicitaron su dimisión. «Me niego a ceder mi puesto a Millerand, no quiero darles la satisfacción de presentar mi dimisión, no acepto convertirme en un ministro sin cartera». Si ellos deseaban librarse de él después de la «agotadora labor» que había realizado durante el último mes, entonces todo el gobierno en pleno habría de presentar la dimisión, y en este caso, dijo: «Tengo rango de oficial del Ejército y la orden de movilización en el bolsillo; por lo tanto me iré al frente». No lograron persuadirle. El gobierno se vio obligado a presentar la dimisión y se volvió a formar al día siguiente, con Millerand, Delcassé, Briand, Alexander Ribot y dos nuevos ministros socialistas que sustituían a cinco antiguos ministros, entre ellos Messimy. Partió como comandante para unirse al ejército de Dubail y sirvió en el frente hasta 1918, alcanzando el grado de general de división.
Gallieni fue nombrado «comandante de los ejércitos de París», sin ningún ejército a sus órdenes. Los tres cuerpos activos que debían brillar como una luz roja a través de la oscuridad y la confusión de los doce días siguientes, no le fueron cedidos por Joffre. El generalísimo detectó inmediatamente, en el telegrama de Messimy, «la amenaza de la interferencia gubernamental en la dirección de la guerra». Cuando él se encontraba tan atareado recuperando todas las brigadas que podía para reanudar la batalla en el Somme, la idea de destinar tres cuerpos activos «en buenas condiciones» para la capital le gustaba tan poco como someterse a los dictados de los ministros, y se limitó a ignorar el telegrama del ministro de la Guerra.
«Sí, la orden está aquí», admitió su lugarteniente, el general Belin, señalando hacia la caja fuerte, cuando fue visitado, al día siguiente, por el general Hirschauer, enviado por Gallieni en busca de una respuesta. «El gobierno asume una terrible responsabilidad al reclamar tres cuerpos para defender París. Podría ser el origen del desastre. ¡Qué importa París!». También Millerand acudió a reclamarlos y Joffre contestó que no sabía de otra defensa activa de París que la que proporcionara el ejército móvil en el campo de batalla, y que éste ahora tenía necesidad de todos los hombres para la maniobra y la batalla que habría de decidir la suerte de todo el país. Contemplaba, sin la menor emoción, la confusión que reinaba en el seno del gobierno, la amenaza sobre París, puesto que la pérdida de la capital, alegó, no significaba, en modo alguno, el final de la lucha.
Con el fin de cerrar el espacio abierto frente al ala derecha alemana, su objetivo inmediato era poner en posición al nuevo Sexto Ejército. Su núcleo lo formaba el ejército de Lorena, concentrado urgentemente sólo unos días antes y lanzado a la Batalla de las Fronteras a las órdenes del general Maunoury, que había sido sacado de la situación de retiro para ocupar el mando. Hombre delgaducho, delicado, de huesos pequeños, veterano de sesenta y siete años, herido como teniente en el año 1870, Maunoury era un antiguo gobernador militar de París y miembro del Consejo Supremo de Guerra, del que Joffre solía decir: «Es un soldado completo». El ejército de Lorena comprendía el VII Cuerpo, el mismo que había lanzado la primera ofensiva por Alsacia al mando del desgraciado general Bonneau, y las 55.ª y 56.ª Divisiones de la reserva, que habían sido retiradas del ejército de Ruffey y revelaban, tal como pasaba siempre con las tropas de reserva, un espíritu combativo que había de ser uno de los elementos más firmes en la resistencia de Francia. El día en que se recibieron las órdenes de Joffre de transferir al oeste las 55.ª y 56.ª Divisiones, las dos estaban sumidas en una violenta lucha para impedir el paso del ejército del príncipe heredero entre Verdún y Toul, que se convirtió en una de las mayores hazañas de toda la retirada. Precisamente cuando su firme defensa apoyaba el flanco en una contraofensiva por parte del ejército de Ruffey en la región vital de Briey, fueron retiradas del campo de batalla para reforzar el flanco izquierdo.
Fueron transportadas en tren hasta Amiens pasando por París, en donde cambiaron a los trenes en dirección norte, atestados siempre por los componentes del CEB. A pesar de que los movimientos de los trenes franceses no habían sido previstos por los mejores cerebros del Estado Mayor para alcanzar la fanática perfección de los alemanes, el transporte se efectuó de un modo rápido, aunque no exento de toda clase de incidencias, por medio de un equivalente francés de la meticulosidad alemana llamado «le système D», y en el cual la «D» equivale a «se débrouiller», «arreglárselas como se pueda». Las tropas de Maunoury desembarcaron el 26 de agosto en Amiens, pero el frente se replegaba mucho más rápidamente de lo previsto, antes de que el nuevo ejército pudiera ocupar sus posiciones, en el extremo de la línea Von Kluck ya había conseguido dar alcance a los ingleses.
Si un observador se hubiera podido elevar lo suficiente, en un globo para obtener una vista de todo el frente francés desde los Vosgos a Lila, hubiese visto una cinta roja, los pantalons rouges de setenta divisiones francesas, y, cerca del ala izquierda, una pequeña mancha de color caqui: las cuatro divisiones inglesas. El 24 de agosto fueron reforzados por la 4.ª División y la 19.ª Brigada de Inglaterra, haciendo un total de cinco divisiones y media británicas. Ahora que, por fin, la maniobra de envolvimiento del ala derecha alemana parecía cierta, los ingleses se encontraban defendiendo un sector del frente mucho más importante de lo que había sido previsto, en un principio, en el «Plan 17». Sin embargo, no defendían ellos solos el extremo de aquel frente. Joffre, rápidamente, había destinado allí al cansado cuerpo de caballería de Sordet para unirse a un grupo de tres divisiones territoriales al mando del general D’Amade, que ocupaba el sector entre los ingleses y el mar. Esas tropas fueron reforzadas por la guarnición de Lila, que el 24 de agosto fue declarada ciudad abierta y evacuada. «Si llegan hasta Lila —dijo el general Castelnau, y de esto no hacía mucho tiempo— mucho mejor para nosotros». Si el plan de Joffre había de dar resultado, era primordial que el CEB se adaptara al ritmo general de la retirada y, una vez que alcanzara el Somme, en St. Quentin, no retrocediera ya ni un solo paso.
Pero ésta no era la intención de los ingleses. Sir John French, Murray e incluso Wilson, el antes entusiasta defensor del plan, estaban horrorizados ante la inesperada amenaza de su posición. No uno ni dos, sino cuatro cuerpos alemanes avanzaban sobre ellos: el ejército de Lanrezac se hallaba en plena retirada, dejando la derecha al descubierto, y toda la ofensiva francesa se había derrumbado.[9] Ante tales hechos, que acaecían después del primer contacto con el enemigo, sir John French se dejó llevar por el convencimiento de que la campaña estaba perdida. Ahora ya sólo pensaba en salvar el CEB, que comprendía a casi todos los oficiales y soldados ingleses que habían recibido una instrucción a fondo. Temía ser envuelto por su derecha o por su izquierda, en la brecha que se había abierto entre él y Lanrezac. Basándose en la orden de Kitchener de no exponer al Ejército, ya no pensaba en el objeto que le había llevado a Francia, sino única y exclusivamente en sacar a sus tropas de la zona de peligro. Mientras sus tropas se replegaban hacia Le Cateau, el comandante en jefe y los oficiales del cuartel general, el 25 de agosto, se trasladaron veinticinco millas más atrás, hacia St. Quentin, en el Somme.
Amargamente, los soldados ingleses, que se sentían orgullosos de sus combates en Mons, se veían obligados ahora a una continua retirada. Era tal la ansiedad de su comandante en jefe por alejarlos del peligro de envolvimiento por parte del ejército de Von Kluck, que no les concedía ni un solo instante de reposo. Bajo un sol aterrador, sin una alimentación adecuada y sin dormir lo suficiente, marchaban en un estado de duermevela, y cuando se detenían se quedaban inmediatamente dormidos de pie. El cuerpo de Smith-Dorrien continuaba lanzando contraataques aislados desde el momento en que comenzó su retirada desde Mons, y aunque Von Kluck les tenía siempre bajo el fuego de su artillería, los alemanes no lograron detener a los ingleses.
Bajo la presión enemiga los ingleses se vieron obligados a cambiar sus planes de repliegue. En un esfuerzo para encauzar adecuadamente los suministros de víveres, el general Wully Robertson, el jefe intendente, un individuo poco ortodoxo que había ascendido desde soldado raso, ordenó que los suministros fueran distribuidos en los cruces de carretera. Pero algunos de estos repartos no fueron efectuados, y esto confirmó la impresión del OHL de que se trataba de una huida desorganizada por parte de los ingleses.
Cuando los ingleses llegaron a Le Cateau, la noche del 25 de agosto, el cuerpo más cercano del ejército de Lanrezac se había replegado a un nivel igual que el CEB. Sir John, sin embargo, que se consideraba traicionado personalmente por Lanrezac, ya no quería saber nada de éste. A Lanrezac, más que al propio enemigo, lo consideraba el causante del desastre, y cuando informó a Kitchener de que sus tropas se replegaban a desgana, dijo: «Les diré que las operaciones de nuestros aliados son la causa de todo esto». Dio órdenes de que la retirada continuara al día siguiente hasta St. Quentin y Noyon. En St. Quentin, a setenta millas de la capital, los postes comenzaban a señalar la distancia hasta París.
El 25 de agosto por la tarde, cuando Smith-Dorrien llegó a Le Cateau, pocas horas antes que sus tropas, y fue en busca del comandante en jefe, sir John ya se había marchado, y sólo sir Archibald Murray, su inagotable jefe del Estado Mayor, se encontraba en el cuartel general. Normalmente tranquilo, equilibrado y reflexivo, todo lo contrario que su jefe, Murray hubiera sido un excelente complemento cuando sir John se sentía agresivo, pero dado que por naturaleza era un hombre prudente y pesimista, servía de estímulo al mal humor de sir John. Agotado por el trabajo de aquellos últimos días, descorazonado en aquellos momentos, no le pudo dar a Smith-Dorrien ninguna indicación sobre el paradero del cuerpo de Haig, que se suponía acamparía aquella noche en Landrecies, a unas doce millas al este de Le Cateau.[10]
Cuando las tropas de Haig entraron en Landrecies, tropezaron por la carretera con una unidad que lucía uniformes franceses y cuyos oficiales contestaron en francés cuando fueron interrogados. Repentinamente, los recién llegados, «sin previo aviso, bajaron sus bayonetas y se lanzaron a la carga». Era una unidad que formaba parte del IV Cuerpo de Von Kluck y, al igual que los ingleses, debía pernoctar aquella noche en Landrecies. En la lucha que se entabló a continuación intervinieron dos regimientos y una batería de artillería por ambos lados, pero Haig, en la tensión y la incertidumbre de la oscuridad, creyó que se enfrentaba con «un poderoso ataque» y telefoneó al cuartel general solicitando «ayuda […] ante una situación muy crítica».[11]
Al oír estas palabras del siempre frío Haig, sir John French y los oficiales de su Estado Mayor no podían hacer otra cosa que creer que el I Cuerpo se encontraba en un grave peligro. Murray, que se había reunido con el Gran Cuartel general en St. Quentin, sufrió un colapso al enterarse de la noticia.[12] Estaba sentado estudiando un mapa cuando un ayudante le entregó un telegrama, y un momento después otro oficial vio cómo se desplomaba. Sir John quedó también profundamente impresionado. Su inquieto temperamento, que tan vivamente reaccionaba ante las influencias externas, había sido influenciado durante mucho tiempo por aquel oficial, siempre tan seguro de sí mismo y tan modélico, que estaba al mando del I Cuerpo. En 1899, Haig le había prestado dos mil libras esterlinas para que pudiera hacer frente a sus acreedores, sin las cuales hubiese tenido que abandonar el Ejército.[13] Ahora, cuando Haig le pedía su ayuda, sir John French temió el envolvimiento en el acto, o peor aún, la penetración del enemigo entre el I y II Cuerpos. Pero sospechando algo así, el Gran Cuartel general mandó órdenes alterando la línea de retirada de Haig para el día siguiente, con el resultado de que el cuerpo de Haig fue destinado a una línea de marcha opuesta al Oise desde el cuerpo de Smith-Dorrien, y que se rompió el contacto directo, que no volvió a establecerse durante los siete días siguientes.
Además de dividir el CEB, el éxito y la exagerada apreciación del ataque en Landrecies tuvo un efecto muy superior a su causa. Reforzó la alarma de su viejo e impresionable comandante hasta el extremo de que reveló un afán casi histérico por sacar al Ejército británico de toda situación peligrosa y le hizo mucho más susceptible al golpe siguiente, puesto que en aquel momento, la noche del 25 de agosto, recibió otro mensaje. Smith-Dorrien ordenó decirle que el II Cuerpo estaba demasiado cerca del enemigo para proseguir la retirada y que no le quedaba otro remedio que detenerse y hacerle frente en Le Cateau. Abatidos los oficiales, en el Gran Cuartel general lo consideraron ya como perdido.
Lo que había sucedido era que el general Allenby, comandante de la división de caballería en el flanco de Smith-Dorrien, había descubierto durante la noche que la zona que debía ocupar durante la retirada del día siguiente ya estaba ocupada por el enemigo. Incapaz de ponerse en contacto con el cuartel general, a las dos de la madrugada fue a consultar con Smith-Dorrien, que se alojaba en Bertry, a unas cinco millas de Le Cateau. Allenby le previno de que el enemigo estaba en condiciones de atacar tan pronto como amaneciera, y a no ser que el II Cuerpo pudiera, «sin pérdida de tiempo, emprender la marcha escudándose en la oscuridad», se vería obligado a luchar, antes de que pudiera emprender la marcha al día siguiente. Smith-Dorrien llamó a sus comandantes de división, que le dijeron que parte de las unidades aún se estaban concentrando, muchos soldados todavía estaban buscando sus unidades y todos ellos estaban demasiado agotados para continuar la marcha aquella misma noche.[14] Le informaron igualmente de que las carreteras estaban bloqueadas por los transportes y las columnas de refugiados. Reinó el silencio en la pequeña sala. Era completamente imposible emprender la marcha a aquella hora, mientras que quedarse donde estaban y luchar era contrario a las órdenes que habían recibido. Dado que no poseían comunicación telefónica con el Gran Cuartel general, los comandantes de cuerpo debían decidir por ellos mismos. Volviéndose hacia Allenby, Smith-Dorrien le preguntó si estaba dispuesto a aceptar sus órdenes, y Allenby asintió.
«Está bien, caballeros, lucharemos», anunció Smith-Dorrien, añadiendo que le pediría al general Snow, de la recién llegada 4.ª División, que se colocara también a sus órdenes. Su mensaje, en el que comunicaba su decisión, fue enviado por coche al cuartel general, en donde fue recibido a las cinco de la mañana, causando la natural consternación.
Henry Wilson, al igual que Messimy, había pasado del mayor entusiasmo al derrotismo. Cuando el plan ofensivo, del que él, por el lado británico, era el arquitecto, fracasó, él se hundió con el plan, por lo menos momentáneamente, y con significativas consecuencias sobre su jefe, cuya mente, más lenta, se dejaba influir por él. A pesar de su innato optimismo, ingenio y sonoras carcajadas, se enfrentaba ahora a una calamidad de la que se sentía responsable.
Fue enviado un correo para convocar a Smith-Dorrien al teléfono más cercano. «Si se queda usted donde está y lucha, habrá otro Sedán», le dijo Wilson. Insistió desde su posición en St. Quentin en que el peligro no podía ser tan grande como para exigir el alto a los soldados ingleses, puesto que «las tropas que combaten a Haig no pueden, al mismo tiempo, luchar contra usted». Smith-Dorrien explicó pacientemente, una vez más, las circunstancias en que se encontraba y declaró que era completamente imposible despegarse del enemigo, sobre todo cuando la acción ya había empezado, y mientras hablaba por teléfono ya oía tronar los cañones. «Le deseo buena suerte. Es la primera alegría que recibo en estos tres últimos días», contestó Wilson.[15]
Durante once horas, el 26 de agosto, el II Cuerpo y la división del general Snow libraron en Le Cateau una batalla al estilo de las que el Ejército francés libraba aquellos días en el curso de su retirada. Von Kluck había dado la orden aquel día de continuar «la persecución del enemigo derrotado».[16] Como el más devoto de entre todos los discípulos del precepto de Schlieffen de «rozar el Canal de la Mancha con la manga», continuaba su marcha en dirección oeste, con el fin de completar el envolvimiento de los ingleses, y había ordenado a sus dos cuerpos del ala derecha que emprendieran marchas forzadas en dirección suroeste. Como consecuencia de ello, nunca combatieron contra los ingleses, pero se enfrentaron con «poderosas fuerzas francesas hostiles».[17] Éstas eran los territoriales de D’Amade y la caballería de Sordet, a quienes Smith-Dorrien había informado de su situación para que defendieran el flanco inglés. El retraso causado a los alemanes, reconoció Smith-Dorrien posteriormente, «y la valiente lucha de esos territoriales, fueron de importancia vital para nosotros, ya que, en caso contrario, es casi seguro que el día 26 nos hubiésemos tenido que enfrentar con otro cuerpo».[18]
A la izquierda de Von Kluck, la falta de información o deficiente movimiento mantuvo a otro de sus cuerpos alejado de la lucha, de modo que, a pesar de que contaba con una superioridad numérica, no disponía de más de tres divisiones de infantería en la lucha contra las tres y media de Smith-Dorrien en Le Cateau. Contaba, sin embargo, con la artillería de cinco divisiones que abrieron fuego al amanecer. Desde las trincheras, cavadas de forma rápida e inadecuada por los paisanos franceses, incluidas mujeres, los ingleses repelieron el fuego y los ataques de la infantería alemana con su rápido y mortífero fuego de fusil. A pesar de ello, los alemanes, que lanzaban una ola tras otra al ataque, lograron avanzar. En un sector, rodearon una compañía en Argylls, que mantuvieron bajo fuego de fusil, «abatiendo uno a uno a todos sus hombres, contando en voz alta sus bajas», mientras que los alemanes «les gritaban a los ingleses que cesaran el fuego, haciendo gestos para persuadir a sus hombres a rendirse, pero inútilmente», hasta que finalmente el grupo fue aniquilado. Otras terribles brechas fueron abiertas en la línea. El separarse del enemigo —la parte más difícil de la batalla— no había sido realizado aún, y a las cinco de la tarde Smith-Dorrien consideró que había llegado el momento. Debía ser entonces o nunca. Debido a las brechas, a las bajas y a la infiltración del enemigo en determinados puntos, la orden de despegue y repliegue no podía ser dada a todas las unidades al mismo tiempo. Algunas continuaron en sus posiciones durante muchas horas más, disparando frenéticamente hasta ser aniquiladas o emprender la retirada al amparo de la noche. Una unidad, los Gordon Highlanders, nunca llegaron a recibir la orden y, con la excepción de unos pocos que lograron escapar, dejaron de existir como batallón. Las bajas de aquel día, sólo en las tres divisiones y media que lucharon en Le Cateau, ascendieron a más de ocho mil hombres y treinta y ocho cañones, el doble de las que habían sufrido en Mons y un 20 por 100 de las bajas que los franceses sufrieron en el mes de agosto. Entre los desaparecidos, hubo algunos que pasaron los siguientes cuatro años en los campos alemanes de prisioneros de guerra.[19]
Debido a la oscuridad, la fatiga de las marchas forzadas, sus propias pérdidas tan elevadas y la costumbre inglesa de «desaparecer sin ser vistos» en la oscuridad, los alemanes no se lanzaron inmediatamente en su persecución. Kluck dio orden de detenerse hasta el día siguiente, en el que confiaba que podría realizar el movimiento de envolvimiento con su ala derecha. Aquel día, la decisión de Smith-Dorrien de detenerse y enfrentarse a un enemigo superior en número, en una cruenta batalla, había impedido el planeado envolvimiento y la destrucción del CEB.
Cuando llegó a St. Quentin, descubrió que el cuartel general había partido de allí al mediodía, mientras se estaba librando todavía la lucha a vida o muerte por el CEB, y se había trasladado, desde allí, a Noyon, veinte millas más atrás. Las tropas de la ciudad no se sintieron, como es lógico, estimuladas al ver a los jefes del ejército partiendo en coches en dirección sur mientras los cañones disparaban en dirección norte, según se refleja en el inevitable comentario de un compatriota: «La verdad es que el día 26, lord French y los oficiales de su Estado Mayor perdieron la cabeza».[20] Sir Douglas Haig, que había recuperado el dominio sobre sí mismo, preguntó: «Sin noticias del II Cuerpo, excepto por el ruido de la artillería en dirección a Le Cateau. ¿Puede el I Cuerpo ser de alguna ayuda?». El GQG estaba demasiado asombrado para dar una respuesta.[21] Al no recibir noticias del cuartel general, Haig trató de ponerse directamente en contacto con Smith-Dorrien, diciéndole que oía el fragor de la batalla, pero como consecuencia de la separación de los dos cuerpos, contestaron: «No sabemos cómo poder ayudarles». Cuando envió el mensaje, la batalla ya había terminado. Mientras tanto, el GQG ya había dado por perdido el II Cuerpo. El coronel Huguet, que todavía actuaba como oficial de enlace, reflejó este estado de ánimo en un telegrama que despachó a Joffre a las ocho de la tarde: «Batalla perdida por el Ejército inglés, que parece haber perdido cohesión».[22]
A la una de la noche, Smith-Dorrien, que había estado combatiendo durante cuatro días de los seis que llevaba en Francia, llegó a Noyon y encontró a todos los componentes del cuartel general profundamente dormidos en sus camas. Cuando lo despertaron, sir John French salió en camisón de noche, y cuando vio sano y salvo a Smith-Dorrien y se enteró de que el II Cuerpo no había sido aniquilado, le reprochó por presentarle la situación bajo un cariz demasiado pesimista.[23] Después del miedo que había pasado, sir John se dejó llevar por la ira, sobre todo porque estaba resentido por el nombramiento de Smith-Dorrien en lugar del candidato que él mismo había presentado. Aquel oficial ni siquiera pertenecía a la caballería, y aunque sir John no tuvo más remedio que dar cuenta en los comunicados oficiales[24] de que, gracias a la actuación personal de Smith-Dorrien, sé había logrado la salvación del ala izquierda,[25] no se recuperó tan pronto de la angustia que había pasado. Las pérdidas de Le Cateau parecían incluso más elevadas de lo que eran, hasta que varios miles de hombres que se consideraban desaparecidos, que se habían mezclado con las columnas de los refugiados franceses y continuado la retirada o se habían abierto paso entre las líneas alemanas hasta Amberes y de allí a Gran Bretaña y de nuevo a Francia, se reunieron nuevamente con el ejército. Las pérdidas efectivas del CEB durante los primeros cinco días de acción fueron superiores a los quince mil hombres. Esto intensificó la ansiedad del comandante en jefe para sacar a su ejército de la batalla, del peligro y de Francia.
Mientras se estaba librando la batalla de Le Cateau, Joffre convocó una conferencia en St. Quentin invitando a la misma a sir John French, Lanrezac y a sus respectivos estados mayores para explicarles las instrucciones contenidas en la «Orden General número 2». Cuando comenzó la reunión, con una cortés pregunta sobre la situación del Ejército británico, provocó una violenta réplica por parte de sir John, que le dijo que había sido atacado por fuerzas superiores, que había sido amenazado con el envolvimiento de su ala izquierda, que su derecha había quedado al descubierto por la precipitada retirada de Lanrezac y que sus tropas estaban demasiado agotadas para reanudar la ofensiva. Joffre, que consideraba elemental y necesario, sobre todo, mantener la confianza y serenidad ante los oficiales del Estado Mayor, quedó sorprendido por el «excitado tono» del mariscal de campo. Lanrezac, después de escuchar la traducción un tanto suavizada de Henry Wilson sobre los comentarios y observaciones de su jefe, se limitó a encogerse de hombros. Incapaz de redactar una orden, Joffre expresó la esperanza de que el comandante inglés daría su aprobación a su plan, que estaba explicado en la nueva orden general del día anterior.[26]
Sir John se lo quedó mirando con expresión ausente y alegó que no tenía el menor conocimiento de la orden citada. Murray, que todavía no se había recuperado de su colapso de la noche anterior, estaba ausente. Unas miradas sorprendidas e interrogantes se volvieron hacia Wilson, que explicó que la orden había sido recibida en el curso de la noche, pero que no había sido aún «estudiada». La discusión se fue alargando, las pausas se hicieron más largas, el silencio se hizo opresivo y fue suspendida la acción sin haberse llegado a un acuerdo con los ingleses para una acción combinada. Con la impresión de la fragilidad de su ala izquierda, Joffre regresó al GQG, en donde fue recibido con la noticia de nuevas retiradas a lo largo de todo el frente francés, la desmoralización en todo el Ejército, incluyendo el Estado Mayor, y, por último, al final de aquel día, el telegrama de Huguet en que le decía que el Ejército inglés había perdido «toda cohesión».
Von Kluck tenía la misma impresión. Sus órdenes para el 27 eran «atacar a los ingleses que huían hacia el oeste» e informó al OHL de que estaba a punto de rodear a «las seis» divisiones inglesas (sólo había cinco en Francia), y si «los ingleses le hacían frente el día 27, entonces el doble envolvimiento podría convertirse en un gran éxito». Estas brillantes perspectivas que llegaban al día siguiente de Namur, coincidiendo con el informe de Bülow, que indicaba que también su oponente, el Quinto Ejército francés, era un «enemigo derrotado», confirmó al OHL en la impresión de una victoria inminente.[27] «Los ejércitos alemanes han entrado en Francia desde Cambrai a los Vosgos, después de una serie de combates victoriosos. El enemigo, derrotado en todo el frente, se halla en plena retirada […] y no es capaz de ofrecer una seria resistencia al avance alemán», anunció el comunicado oficial del OHL el 27 de agosto.[28]
Entre el entusiasmo general, Von Kluck recibió su recompensa. Cuando se rebeló furiosamente contra la orden de Von Bülow de cercar Maubeuge, diciendo que ése era un deber de Von Bülow, y preguntó si debía continuar a las órdenes de éste, el OHL le devolvió su independencia con fecha de 27 de agosto. El intento de conservar los tres ejércitos del ala derecha bajo el mismo mando, que había sido causa de tantas fricciones, fue abandonado, pero como el resto de la senda que seguir parecía fácil, en aquel momento ya no tenía la importancia que había tenido en un principio.[29]
Von Bülow, sin embargo, estaba extremadamente molesto. En el centro del ala derecha era acosado continuamente por la negativa de sus vecinos a mantener la misma marcha que él. Había advertido ya al OHL de que el retraso de Hausen había abierto una «molesta brecha» entre el Tercer y el Segundo Ejércitos. El propio Hausen, cuya principal preocupación, que aparecía en segundo lugar después de su ambición por los títulos, era la apasionada atención que sentía por las amenidades que pudieran ofrecerle los alojamientos nocturnos, estaba igualmente molesto. El 27 de agosto, su primera noche en Francia, no pudo disponer de ningún castillo, ni tampoco el príncipe heredero de Sajonia, que le acompañaba. Tuvieron que dormir en la casa de un sous-préfet en donde reinaba un completo desorden, ¡incluso las camas estaban por hacer! La noche siguiente todavía fue peor, pues tuvo que alojarse en casa de un tal Chopin, un campesino. La comida fue mala y las habitaciones, «poco espaciosas», y los oficiales de su Estado Mayor tuvieron que acomodarse en la cercana parroquia, cuyo cura se había ido a la guerra. Su anciana madre, que se parecía a una bruja, no les perdía de vista «y nos enviaba a todos al diablo».[30] Nubes rojas en el firmamento indicaban que Rocroi, por donde sus tropas acababan de pasar, estaba en llamas. Afortunadamente, la noche siguiente la pasó en la elegante mansión de un rico industrial francés que estaba «ausente». Pasó allí una agradable velada en compañía del conde Münster, el comandante conde Kilmansegg, el príncipe Schoenburg-Waldenburg, de los húsares, y el príncipe Max, duque de Sajonia, que actuaba de capellán católico y a quien Hausen transmitió la agradable noticia, recibida poco antes por teléfono, de que la princesa Matilde le deseaba al Tercer Ejército la mejor de todas las suertes.
Hausen se lamentaba de que sus sajones habían estado marchando desde hacía diez días por territorio enemigo, con calor y frecuentemente luchando. Los suministros no se distribuían de acuerdo con la rapidez del avance, se carecía de pan y de carne, las tropas debían alimentarse con las cabezas de ganado que sacrificaban, los caballos no disponían de suficiente forraje, y, sin embargo, se había conseguido un promedio de veintitrés kilómetros por día. En realidad, esto era lo mínimo que se requería en el Ejército alemán. El ejército de Von Kluck había cubierto más de treinta kilómetros en un solo día y, forzando la marcha, incluso cuarenta. Lo consiguió haciendo que sus hombres durmieran en las cunetas, en lugar de desperdigarlos a izquierda y derecha de las carreteras, con lo que se ahorraban de seis a siete kilómetros por día.[31] Mientras las líneas de comunicación alemanas se iban alargando y las tropas se alejaban más de las vías ferroviarias, los suministros fallaban con mayor frecuencia. Los caballos comían el grano directamente de los campos y los hombres marchaban durante todo el día alimentándose solamente de zanahorias y coles crudas. Los alemanes se sentían tan hambrientos, cansados y con los pies tan doloridos como sus enemigos, pero por el momento se atenían exactamente a sus planes.
A medio camino entre Bruselas y París, el 28 de agosto, Von Kluck recibió un telegrama del káiser que le expresaba «mi gratitud imperial» por las «decisivas victorias» del Primer Ejército y le felicitaba por su avance hacia el «corazón de Francia».[32] Aquella noche, alrededor de los fuegos, en los campamentos las bandas interpretaban la canción victoriosa «Heil dir im Siegeskranz», y tal como uno de los oficiales de Von Kluck escribió en su diario, «la canción fue animada y coreada por millares de voces. A la mañana siguiente reanudamos nuestra marcha en la esperanza de celebrar el aniversario de Sedán ante París».[33]
Aquel mismo día se le presentó una nueva y tentadora ocasión a Von Kluck, que antes de que terminara la semana había de dejar su marca en la historia. Los reconocimientos habían demostrado que el Quinto Ejército francés, que se replegaba frente a Bülow, marchaba en dirección suroeste, lo que le llevaría delante mismo de ellos. Vio una posibilidad de «alcanzar el flanco de este ejército, alejarlo de París y rebasarlo», un objetivo que en aquellos momentos se le antojó más importante que el separar a los ingleses de la costa. Propuso a Bülow dar una «vuelta por el interior»[34] con los dos ejércitos. Antes de que adoptaran ninguna decisión, llegó un oficial del OHL con una nueva orden alemana a los siete ejércitos.
Inspirado por un «sentido universal de victoria», según el príncipe heredero, el OHL, sin embargo, tenía conocimiento del traslado de tropas francesas desde Lorena y exigía ahora un «rápido avance para impedir la concentración de nuevas tropas y arrebatar al país todos aquellos medios que le permitieran continuar la lucha».[35] El ejército de Kluck había de avanzar hacia el Sena, al suroeste de París, y Von Bülow, directamente sobre París, mientras que Hausen, el duque de Württemberg y el príncipe heredero debían avanzar sus ejércitos hacia el Marne, al este de París, a Château Thierry, Epernay y Vitry-le-François, respectivamente. La rotura de la línea fortificada francesa por el Sexto y el Séptimo Ejércitos al mando del príncipe Rupprecht no se había planificado con exactitud, pero se esperaba que ambos ejércitos cruzaran el Mosela entre Toul y Epinal «si el enemigo se repliega». Se insistía en la rapidez para no dejar tiempo a Francia para recuperarse y organizar la resistencia. Recordando lo ocurrido en el año 1870, el OHL ordenó «severas medidas contra la población para anular toda resistencia por parte de los francs-tireurs lo más rápidamente posible» e impedir un «levantamiento nacional». Se contaba con encontrar una fuerte resistencia por parte del enemigo en el Aisne, y luego, más atrás, en el Marne. Aquí, el OHL, reflejando la nueva idea de Kluck, concluía: «Esto puede exigir una vuelta de los ejércitos desde la dirección suroeste hacia una dirección sur».
Aparte de esta sugerencia, la orden del 28 de agosto se atenía al plan de guerra original, pero los ejércitos que debían llevarlo a la práctica ya no eran los mismos. Habían quedado disminuidos en cinco cuerpos, el equivalente de los efectivos completos de un ejército activo. Kluck había dejado atrás dos cuerpos para cercar Amberes y ocupar Bruselas y otras regiones de Bélgica. Bülow y Hausen habían cedido cada uno de ellos un cuerpo al frente ruso: brigadas y divisiones equivalentes a otro cuerpo habían sido destinadas a cercar Givet y Maubeuge. Con el fin de cubrir el mismo terreno, tal como se había planeado en un origen, con el Primer Ejército marchando hacia el oeste de París, el ala derecha había de concentrarse o permitir huecos entre sus ejércitos. Esto ya era lo que sucedía en realidad. El 28 de agosto, Hausen, empujado hacia su izquierda por el ejercito del duque de Württemberg, que se encontraba librando una seria batalla al sur de Sedán y exigía una «ayuda inmediata», no podía mantener la marcha de Von Bülow a su derecha, y pedía, por el contrario, que éste cubriera su flanco derecho. Los dos cuerpos que debían realizar esta unión entre los dos ejércitos se hallaban camino de Tannenberg.
El OHL empezó a manifestar sus primeras inquietudes el 28 de agosto. Moltke, Stein y Tappen discutían ansiosamente sobre la conveniencia de mandar refuerzos de los ejércitos de Rupprecht al ala derecha, pero no se atrevían a renunciar a la esperanza de romper las líneas fortificadas francesas. La perfecta maniobra de Cannae que Schlieffen había soñado y a la que había renunciado, el doble envolvimiento por el ala izquierda en Lorena, simultáneamente con el ala derecha alrededor de París, parecía estar ahora dentro de lo posible. Los golpes de martillo de Rupprecht caían sobre Epinal; sus ejércitos se encontraban a las puertas de Nancy y golpeaban contra los muros de Toul. Desde la conquista de Lieja, las ciudades fortificadas habían «perdido su prestigio», como señaló el coronel Tappen, y cada día parecía que Rupprecht fuera a conseguir la rotura del frente. La destrucción de los ferrocarriles hacía completamente imposible la transferencia de divisiones, y el OHL se convenció, asimismo, de que sería posible forzar el paso entre Toul y Epinal, con lo que se conseguiría, en palabras de Tappen, «el cerco de los ejércitos enemigos a gran escala, y en caso de éxito, el final de la guerra».[36] En consecuencia, el ala izquierda, a las órdenes de Rupprecht, conservó toda su potencia de veintiséis divisiones, número igual al de las divisiones que le habían sido arrebatadas al ala derecha. No era ésta la proporción en la que confiaba Schlieffen cuando murió y dijo: «Haced fuerte el ala derecha».
Siguiendo el drama de Bélgica, los ojos del mundo estaban fijos en el curso de la guerra entre Bruselas y París. La opinión pública apenas se percataba de que una batalla más violenta, más larga y dura se estaba librando en las puertas orientales de Francia, en Lorena. A lo largo de ochenta millas de frente, desde Epinal a Nancy, dos ejércitos alemanes se lanzaban contra los ejércitos de De Castelnau y Dubail en una lucha cerrada y casi estática.
El 24 de agosto, después de haber concentrado cuatrocientos cañones con otros que habían sido traídos de los arsenales de Metz, Rupprecht lanzó una serie de ataques asesinos. Los franceses, que ahora empleaban toda su habilidad y capacidad en la defensa, se habían atrincherado y preparado una serie de improvisados e ingeniosos refugios contra las granadas de artillería. Los ataques de Rupprecht no lograron desalojar al XX Cuerpo de Foch frente a Nancy, pero más hacia el sur lograron una cabeza de puente cerca de Mortagne, el último río antes de Charmes.[37] Inmediatamente los franceses vieron una oportunidad para un ataque de flanco, esta vez con preparación de la artillería. Los cañones de campaña fueron emplazados durante la noche. La mañana del 25, la orden de De Castelnau, «En avant! Partout à fond!», lanzó a sus tropas a la ofensiva. El XX Cuerpo bajó de las alturas del Grand Couronné y reconquistó tres ciudades y diez millas de territorio. A su derecha, el ejército de Dubail obtuvo un avance similar, después de un día de furiosos combates. El general Maud’huy, comandante de división de los chasseurs alpins, que pasó revista a sus tropas antes de la batalla, les hizo cantar a coro la canción de «La Sidi Brahim».
Marchons, marchons, marchons,
Contre les ennemis de la France!
El día terminó con muchas unidades mutiladas, desperdigadas, sin saber si habían alcanzado su objetivo, Clezentaine. El general Maud’huy, a caballo, al ver una compañía agotada y cubierta de sudor buscar alojamiento, levantó el brazo señalando hacia delante y les gritó: «Chasseurs, dormid en el pueblo que habéis conquistado!».[38]
Durante tres días, continuó la sangrienta e ininterrumpida batalla por el Trouée de Charmes y el Grand Couronné, alcanzando su punto culminante el 27 de agosto. Aquel día, Joffre, rodeado por un ambiente muy sombrío en todas partes, saludó el «valor y la tenacidad» del Primer y Segundo Ejércitos, que, desde que se había iniciado la lucha en Lorena, había luchado sin descanso durante dos semanas y con «obstinada e inquebrantable confianza en la victoria».[39] Pelearon con toda la fuerza que les quedaba para cerrar la puerta contra la que golpeaba el enemigo, sabiendo que, si lograba pasar por ella, la guerra habría terminado. Desconocían la maniobra de Cannae, pero sabían de Sedán y de envolvimiento. Mantener la línea fortificada era de vital necesidad, pero la situación a su izquierda era más frágil y obligó a Joffre a sacar de sus ejércitos orientales un elemento clave. Este elemento era Foch, símbolo de la «voluntad de victoria», a quien Joffre necesitaba ahora para reforzar el frente que se hundía en su izquierda.
Una brecha peligrosa se abría entre el Cuarto y el Quinto Ejércitos, y ahora ya se extendía unas treinta millas. Tenía su origen en que el general De Langle, del Cuarto Ejército, poco dispuesto a permitir el cruce del Mosa por los alemanes sin luchar, se plantó en las orillas altas al sur de Sedán y contuvo el ejército del duque de Württemberg en una violenta batalla que duró tres días, del 26 al 28 de agosto. El rendimiento dado por sus tropas en la Batalla del Mosa, se decía Langle, compensaba con margen suficiente la derrota que habían sufrido en las Ardenas.[40] Pero esta resistencia se logró a costa de perder contacto con el ejército de Lanrezac, que continuaba su retirada, con su flanco al lado del Cuarto Ejército al descubierto. Fue para defender este espacio para lo que Joffre necesitó a Foch, y le dio el mando sobre un ejército especial compuesto de tres cuerpos, extraídos en parte del Tercer Ejército y en parte del Cuarto. El día en que recibió la orden, Foch se enteró de que su único hijo, el teniente Germain Foch, y su yerno, el capitán Bécourt, habían muerto en la Batalla del Mosa.[41]
Más al oeste, en la zona ocupada por Lanrezac y los ingleses, Joffre aún confiaba en formar el frente en el Somme, pero ésa se derrumbó como un castillo de naipes. El comandante en jefe inglés no se comprometía a defender su frente, su cooperación con Lanrezac era más bien negativa y, en cuanto al propio Lanrezac, en quien Joffre había perdido su confianza, parecía que no se podía contar con él. Aunque Joffre, durante el mes de agosto, licenció a todos los generales que se le antojó, no se atrevía a destituir a un hombre de la reputación de Lanrezac. Su Estado Mayor todavía andaba en busca de aquellos individuos en quien poder cargar toda la responsabilidad. «Llevo las cabezas de tres generales en mi cartera»,[42] anunció a un oficial de Estado Mayor a su regreso de una misión al frente. Pero Lanrezac no podía ser destituido tan fácilmente. Joffre creía que el Quinto Ejército necesitaba un nuevo comandante, pero destituir a su comandante en plena retirada representaba un peligro todavía mayor. A uno de sus ayudantes le confesó que este problema ya le había proporcionado dos noches de insomnio; fue el único momento en toda la guerra en que manifestó esta inquietud.[43]
Mientras la 61.ª y 62.ª Divisiones de la reserva, procedentes de París, que debían unirse al nuevo Sexto Ejército, se habían perdido, su comandante el general Ebener, las había estado buscando durante todo el día, pero nadie sabía lo que había ocurrido con ellas.[44] Ante el temor de que la zona del Sexto Ejército fuera rebasada, Joffre, en un desesperado esfuerzo por ganar tiempo para poder ocupar sus posiciones, ordenó al Quinto Ejército que diera media vuelta y pasara al contraataque. Esto implicaba una ofensiva en dirección oeste, entre St. Quentin y Guise. El coronel Alexandre, el oficial de enlace de Joffre con el Quinto Ejército, transmitió verbalmente la orden al cuartel general de Lanrezac, y luego a Marle, a unas veinticinco millas al este de St. Quentin. Al mismo tiempo, en un esfuerzo para elevar el ánimo de sir John French, Joffre le había mandado un telegrama expresándole la gratitud del Ejército francés por la brava ayuda de sus compañeros de armas, los ingleses. Apenas había despachado el mensaje, se enteró de que los ingleses habían evacuado St. Quentin, dejando al descubierto el flanco izquierdo de Lanrezac en el momento preciso en que se suponía que debía pasar al ataque. Según otra de aquellas descorazonadoras misivas de Huguet, el CEB había sido «derrotado y era incapaz de cualquier esfuerzo serio», con tres de sus cinco divisiones sin efectivos para reanudar la lucha hasta que se hubieran reorganizado, «por lo menos durante unos días e incluso algunas semanas».[45] Dado que sir John French comunicó al mismo tiempo lo mismo a Kitchener, no se puede acusar a Huguet de reflejar la situación de los ingleses tergiversando los hechos. Además de este mensaje llegó otro del coronel Alexandre, que decía que Lanrezac vacilaba ante la orden de ataque.
Aunque la mayoría de sus oficiales respondieron con entusiasmo a la orden, el mismo Lanrezac la consideraba «casi una locura»,[46] y así lo dijo. Dirigir el Quinto Ejército hacia el oeste era invitar al enemigo a atacarle por su flanco derecho. Opinaba que lo que se debía hacer en aquella situación era despegarse del enemigo y replegarse hacia Laon, antes de poder establecer una línea firme y pasar al contraataque con posibilidades de éxito. Efectuar un ataque en la dirección que le señalaba Joffre requería volver su ejército semidesorganizado, haciéndole dar media vuelta después de una complicada maniobra que resultaba muy peligrosa, dada su posición, y una amenaza para su derecha. Su jefe de operaciones, el comandante Schneider, intentó explicarle la dificultad al coronel Alexandre, que manifestó su asombro.[47]
—¿Cómo? —respondió—. ¿Qué otra maniobra resultaría más sencilla? Ustedes miran hacia el norte; les rogamos ahora que miren hacia el oeste para atacar desde St. Quentin.
Y con un gesto de su mano, separando los dedos para indicar los cinco cuerpos, describió la media vuelta en el aire.
—¡No diga tonterías, mon colonel! —estalló Schneider, exasperado.
—En fin, si ustedes no quieren hacer nada… —replicó el coronel Alexandre, terminando con un despectivo encogimiento de hombros.
Este ademán provocó que Lanrezac, que estaba presente, perdiera el dominio sobre sí mismo y se pusiera a explicar, largo y tendido, y con muy poco tacto por cierto, la opinión que le merecía la estrategia del GQG. Pero ahora la poca confianza que tenía en Joffre y en el GQG estaba a la par con la de éstos hacia él. Debido a que en una de sus alas había un general extranjero independiente que se negaba a actuar conjuntamente y al otro lado un flanco no protegido, pues el destacamento de Foch no comenzó a formarse hasta dos días más tarde, el 29 de agosto, y viéndose obligado ahora a lanzarse a una contraofensiva, los nervios de Lanrezac habían llegado al límite de su resistencia. Le había sido confiada una misión decisiva para Francia, y al no tener confianza en el juicio de Joffre, el hombre estaba paralizado y desahogaba su mal humor en sus comentarios cáusticos, por los que era ya conocido en tiempos de paz. Dejando a un lado todo respeto hacia Joffre, le llamó «cavador», un simple ingeniero.[48]
«Encontré al general Lanrezac rodeado de numerosos oficiales», informó un oficial del Estado Mayor de uno de los cuerpos que fue a visitarle.
«Parecía estar extremadamente disgustado y se expresó en un lenguaje muy violento. No ahorró críticas contra el GQG y nuestros aliados. Estaba profundamente irritado contra los ingleses. Reclamó que le dejaran solo, que él mismo elegiría el momento oportuno para rechazar al enemigo». El propio Lanrezac explicaría después: «Sentía una angustia tan terrible que ni siquiera pude disimular ante el Estado Mayor».[49]
Demostrar esta ansiedad frente a sus subordinados era un mal paso, pero fue el añadir el pecado de criticar al GQG y al generalísimo lo que selló los días de Lanrezac.
A primera hora del día siguiente, 28 de agosto, Joffre se presentó personalmente en Marle, donde halló a Lanrezac protestando con vivos gestos contra el plan de la contraofensiva. Cuando Lanrezac insistió otra vez sobre el riesgo de un ataque enemigo por la derecha, mientras todo su ejército marchaba hacia el oeste, Joffre se dejó arrastrar por un súbito ataque de ira y gritó: «¿Quiere que lo releve del mando? Puede marcharse ahora mismo. El destino de la campaña está en sus manos».[50]
Estas espectaculares manifestaciones llegaron a París, incrementadas por el viaje, de modo que, cuando llegaron a oídos de Poincaré al día siguiente, decían que había amenazado a Lanrezac con el fusilamiento si vacilaba o desobedecía sus órdenes de ataque.
Convencido del error del plan, Lanrezac se negó a ponerlo en práctica si no recibía una orden por escrito. Una vez calmado, Joffre dio su consentimiento y firmó la orden después de haberla dictado. En opinión de Joffre, un comandante que estaba al corriente de las órdenes recibidas y del deber ya no podía ser motivo de nuevos disgustos, y tal vez le dijo a Lanrezac lo mismo que más tarde le diría a Pétain cuando le dio la orden de conservar Verdún, durante el bombardeo más intenso de la historia: «Eh bien, mon ami, maintenant vous êtes tranquille».[51]
Lanrezac, que no estaba tranquilo, aceptó su misión, pero insistió en que no podría llevar a la práctica el plan antes del día siguiente. Durante el día, mientras el Quinto Ejército daba media vuelta, el GQG le apremió infinidad de veces para que se apresurara, hasta que Lanrezac, enojado, ordenó a sus oficiales que no contestaran a las llamadas telefónicas.
Aquel mismo día, los jefes ingleses empujaron el CEB hacia el sur con tal urgencia que los soldados ni siquiera pudieron acostarse. Aquel día, 28 de agosto, las columnas de Von Kluck no les molestaron, pero sir John French, e incluso Wilson, estaban dominados por tal prisa en replegarse que ordenaron a los trenes de transporte que arrojaran toda la munición y otros impedimentos que no eran absolutamente necesarios, y que, por el contrario, transportaran a los soldados en los mismos.[52] Arrojar a la cuneta toda la munición significaba renunciar a nuevas batallas. Dado que el CEB no luchaba en territorio inglés, su comandante estaba dispuesto a retirar sus fuerzas del frente, sin pensar en las consecuencias que esto pudiera tener sobre sus aliados. El Ejército francés había perdido la batalla inicial y se encontraba en una situación grave, incluso desesperada, en la que cualquier división podía servir para impedir la derrota. Pero el frente no había sido roto, ni tampoco habían sido envueltos por el enemigo. Los franceses luchaban duramente, y su comandante revelaba sus intenciones de continuar la lucha. Sin embargo, sir John French había sucumbido a la creencia de que el peligro era mortal y que el CEB debía ser conservado y separado de la derrota gala.
Los comandantes no compartían el pesimismo del cuartel general. Al recibir una orden que disipaba virtualmente cualquier idea de lucha, quedaron anonadados. El jefe del Estado Mayor de Haig, el general Gough, la rompió iracundo.[53] Smith-Dorrien, que consideraba su situación como «excelente», ya que el «enemigo sólo había hecho acto de presencia con unidades aisladas y se encontraba a considerable distancia», dio la contraorden a sus propias 3.ª y 5.ª Divisiones, pero su mensaje llegó demasiado tarde a manos del general Snow, comandante de la 4.ª División.[54] Después de recibir una orden directa, «De Snowball a Henry», para que se retirase de inmediato, la cumplió sin pérdida de tiempo. Los soldados creían que se encontraban en una situación de peligro mortal y abandonaron todo el equipo posible.
Cubiertos de polvo y sudorosos, descorazonados y agotados, los soldados ingleses proseguían su retirada. Al pasar por St. Quentin, los agotados restos de dos batallones se negaron a continuar, amontonaron sus armas en la estación de ferrocarril, se sentaron en la Place de la Gare y se negaron a dar un solo paso más. Le dijeron al comandante Bridges, cuya caballería había recibido la orden de detener a los alemanes hasta que todas las tropas hubieran abandonado St. Quentin, que sus oficiales le habían prometido al alcalde, por escrito, rendirse con el fin de salvar la ciudad de todo bombardeo. No deseaba enfrentarse con los coroneles de los batallones, que eran de mayor rango que él, pero Bridges buscó desesperado una banda para elevar los ánimos de aquellos doscientos a trescientos soldados. Finalmente encontraron unas trompetas y unos tambores, y él y sus soldados empezaron a interpretar la marcha de los granaderos y el «Tipperary», y poco a poco, uno a uno, los soldados se pusieron en pie, empezaron a cantar a coro y luego, lentamente, emprendieron de nuevo la marcha.[55]
Sir John French, que sólo veía lo que ocurría en su propio sector, estaba convencido de que el káiser, «llevado por su rencor y odio, había debilitado otros sectores del frente con el fin de concentrar una fuerza abrumadora para destruirnos». Exigió que Kitchener le mandara la 6.ª División, y cuando éste le contestó que no podía hacerlo hasta que dicha unidad fuera reemplazada por los soldados procedentes de la India, consideró esta negativa altamente «injuriosa».[56] Realmente, después de la Batalla de Mons, Kitchener había pensado en la posibilidad de emplear la 6.ª División en un desembarco en el flanco alemán en Bélgica. La vieja idea, abogada durante tanto tiempo por Fisher y Esher, de usar de un modo independiente el CEB en Bélgica, en lugar de destinarlo como un apéndice del frente francés, nunca dejó de acariciar las mentes inglesas. Ahora lo intentaban, igual que dos meses más tarde en Amberes, pero fue inútil. En lugar de la 6.ª División, tres batallones de los Royal Marines desembarcaron en Ostende, el 27 y 28 de agosto, en un esfuerzo por rechazar las tropas de Von Kluck. Fueron complementados por seis mil belgas que habían seguido la retirada francesa después de Namur y que ahora fueron enviados a Ostende por vía marítima en barcos ingleses, pero que no estaban en condiciones de acudir a la lucha. Dado que los franceses ya se habían retirado demasiado, la operación perdió su significado original y los marines fueron reembarcados el 31 de agosto.[57]
Antes de que esto sucediera, el 28 de agosto, sir John French abandonó su base adelantada en Amiens, que ahora estaba amenazada por el avance de Von Kluck hacia el oeste, y al día siguiente dio órdenes de trasladar la principal base inglesa otra vez de El Havre a St. Nazaire. Ideada en el mismo espíritu de la orden de desprenderse de toda munición, este traslado reflejaba ahora el urgente deseo de… abandonar Francia, un pensamiento que ya no le dejaba ni un solo instante. En parte compartiendo este punto de vista y en parte avergonzado de sentirlo, Henry Wilson, como describió más tarde un joven oficial, con aquella expresión cómica e interrogante en su rostro tan habitual en él, palmoteando de vez en cuando débilmente con las manos, canturreaba en voz baja: «Nunca llegaremos allí, nunca llegaremos allí…». Y cuando le pregunté: «¿Adónde, Henry?», continuaba canturreando: «Al mar, al mar, al mar».