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AGUAS AZULES, BLOQUEO Y EL GRAN NEUTRAL[*]

El riesgo era el concepto más temido por el Almirantazgo británico en el año 1914. Su flota era la posesión más valiosa. No era, tal como había dicho Churchill de la Marina alemana en el año 1912, una «flota de lujo»,[1] sino que era una necesidad vital en todo el sentido de la palabra «vital». El Imperio británico no podría sobrevivir a una derrota naval, ni siquiera perder su supremacía naval a causa de la pérdida de parte de sus navíos. Su tarea era enorme. Debía impedir la invasión de las islas británicas, escoltar el CEB al continente europeo y conducir a las islas las tropas procedentes de la India que iban a ser añadidas al Ejército regular, y, sobre todo, proteger el comercio con ultramar a través de todos los océanos del mundo.

La invasión había sido declarada «impracticable» por el Comité de Defensa Imperial,[2] pero se temía una «interrupción de nuestro comercio y la destrucción de la marina mercante», según reconocimiento hecho por el Almirantazgo, presentándolo como el peor de todos los peligros. Dos terceras partes de los víveres ingleses eran importadas. Su vida dependía del comercio exterior que era transportado en barcos ingleses que representaban el 43 por 100 del tonelaje mercante mundial.[3] El temor a que los barcos alemanes rápidos pudieran ser transformados en navíos de guerra había preocupado mucho a los ingleses antes de la guerra. Se suponía que, por lo menos, cuarenta de estos barcos serían destinados a colaborar con los cruceros alemanes, que se dedicarían a combatir a la marina mercante inglesa por todos los mares. Las unidades de la flota inglesa habían de ser desperdigadas para proteger la ruta de Suez hacia Persia, la India y el Lejano Oriente, hacia el cabo de Buena Esperanza en su vuelta alrededor de África, hacia el Atlántico Norte en su ruta hacia Estados Unidos y Canadá, la ruta del Caribe hacia las Indias Occidentales, y las rutas del Atlántico y del Pacífico Sur hacia Sudamérica y Australia.

«El principio de la lucha naval —declaró Fisher en el equivalente naval de una bula papal— es gozar de libertad para donde sea con todo lo que posea la Marina de guerra».[4] Traducido a términos prácticos, esto quería decir que la Marina debía ser superior a todas las demás en cualquiera de los puntos donde pudiera enfrentarse con un enemigo. Debido a la vigilancia que debía ejercer por las rutas del mundo, la flota inglesa, a pesar de su superioridad, debía evitar una batalla con fuerzas iguales en aguas territoriales. La confianza popular estribaba en una gran batalla de los grandes navíos de guerra y sus escoltas, con lo cual la supremacía marítima sería decidida en una sola acción, como en el caso de la batalla ruso-japonesa en Tsushima. Gran Bretaña no podía correr el riesgo de exponerse y perder su supremacía naval en el curso de una sola batalla, pero el caso era muy diferente para la Marina de guerra alemana, que buscaba afanosamente esta ocasión. En la Alemania del año 1914, después de que el káiser hubiera proclamado que «el futuro de Alemania está en los mares»,[5] habían proliferado ligas navales por todo el país recaudando dinero para la construcción de navíos de guerra a los gritos de: «¡El enemigo es Inglaterra! ¡La pérfida Albión! ¡El peligro británico! ¡El plan de ataque inglés para 1911!».

El miedo a lo desconocido, ayudado sin duda alguna por unas intenciones belicosas por parte del enemigo y, sobre todo, un miedo invencible a los invisibles submarinos, cuyo fatal potencial emergía con mayor fuerza a cada año que pasaba, hacía que los nervios de los ingleses estuvieran en constante tensión. El lugar más lejano a donde podía trasladarse d grueso de la Gran Flota inglesa, casi el último extremo del territorio británico, una remota avanzadilla de las islas británicas, más septentrional incluso que el punto más septentrional de la tierra firme, Scapa Flow, un refugio natural en las islas Orcadas, era la base de la flota inglesa en tiempos de paz. A 59 grados de latitud frente a Noruega, Scapa Flow está situado en el mar del Norte, a 350 millas al norte de Heligoland, de donde partiría la Marina de guerra alemana, y a 550 millas al norte del cruce Portsmouth-El Havre, por donde pasaría el CEB. Estaba más lejos de la posible salida de la flota alemana de lo que lo estaban los alemanes de los transportes británicos, suponiendo que tuvieran la intención de atacarlos. Era una posición desde la cual la Gran Flota podía vigilar y proteger sus propias rutas mercantes y, al mismo tiempo, bloquear las alemanas en el mar del Norte y, con su sola presencia, embotellar a la flota alemana en sus puertos o forzarla a la acción si los abandonaba. Pero la construcción de esta base no había sido aún completada.

Todo aumento en el tonelaje de un navío de guerra requería unos muelles mayores, y el programa Dreadnought había sufrido las interferencias del gobierno liberal. Después de haberse dejado persuadir por el interés puesto por parte de Fisher y el entusiasmo de Churchill a adoptar este programa de construcciones, los liberales se vengaron de esta imposición no entregando los fondos para su realización. Como resultado de todo ello, en julio de 1914 Scapa Flow no estaba todavía provisto de diques secos o defensas.

La flota, que tan rápidamente había sido avisada por Churchill, llegó a su base el 1 de agosto, cuando el gobierno debatía aún sobre la necesidad de acudir a la guerra. Los días que siguieron a la declaración de la guerra fueron, según palabras del primer lord, un período de «extremada tensión psicológica».[6] Mientras se acercaba el momento en que los barcos de transporte debían hacerse a la mar, se esperaba de un momento a otro una acción por parte de los navíos de guerra contra las costas inglesas u otras tácticas de provocación. Churchill opinaba que «la gran batalla naval puede empezar de un momento a otro».

Su punto de vista era plenamente compartido por el almirante sir John Jellicoe, que, en su viaje en tren hacia Scapa Flow el 4 de agosto, abrió un telegrama «secreto» y descubrió que se le nombraba comandante en jefe de la Gran Flota.[7] El nombramiento no le sorprendió, pues había confiado en él desde hacía tiempo ni tampoco albergaba la menor duda sobre su capacidad para este cargo. Desde que ingresó en la Marina en el año 1872, cuando apenas había cumplido los doce años de edad, había estado acostumbrado a que le fuera reconocido su talento. En el servicio activo, y también en el Almirantazgo, se había ganado la admiración de lord Fisher, que eligió a Jellicoe «como Nelson […], para el momento en que se presentara el Armagedón».[8]

Había llegado el momento, y el candidato de Fisher estaba altamente preocupado por la falta de defensas en Scapa Flow. Puesto que no contaba con baterías de tierra ni tampoco con minas, estaba «abierta a los ataques de los submarinos y destructores enemigos».[9]

Jellicoe quedó altamente desconcertado cuando, en los mercantes alemanes capturados el 5 de agosto, se descubrieron palomas mensajeras que se suponía servían para informar a los submarinos alemanes. El miedo a las minas, que los alemanes confesaron haber sembrado sin tener en cuenta los límites que habían sido acordados para estas armas mortíferas, aumentó estos temores de los ingleses. Cuando uno de sus cruceros ligeros abordó y hundió un submarino alemán, el U-15, el 9 de agosto, se asustó más que se alegró y en el acto ordenó que todos los barcos importantes abandonaran aquella «zona infestada».[10] En cierta ocasión, cuando los servidores de una batería en Scapa Flow abrieron fuego contra un objeto móvil que ellos creían un periscopio, ordenó que toda la flota de combate se hiciera a la mar, donde permaneció durante toda la noche. Por dos veces la flota fue destinada a bases más seguras en Loch Swilly, en la costa norte de Irlanda, dejando el mar del Norte libre a los alemanes; en el caso de que los alemanes hubiesen lanzado una ofensiva naval en aquellos momentos, hubieran obtenido sorprendentes resultados.

Entre aquella tensión nerviosa y los saltos que recordaban a un caballo que oye el silbido de una serpiente, la Marina inglesa inició su tarea de imponer el bloqueo y, al mismo tiempo, patrullar por el mar del Norte, en una ininterrumpida vigilancia en busca del enemigo, por si éste osaba abandonar sus puertos. Con una potencia de batalla de veinticuatro Dreadnoughts y el conocimiento de que los alemanes tenían de dieciséis a diecinueve, los ingleses no contaban con un gran margen de superioridad, mientras que en la siguiente clase de navíos de guerra, disfrutaban de una «marcada superioridad sobre los ocho alemanes».[11]

Durante la semana en que se hicieron a la mar los transportes de tropas, Churchill previno a Jellicoe, el 8 de agosto, de que «los alemanes se sienten impulsados a la acción».[12] La inactividad del enemigo aumentaba la tensión. El Goeben y el Breslau continuaban en el Mediterráneo, el Dresden y el Karlsruhe, en el Atlántico, y el Scharnhorst, el Gneisenau y el Emden, de la escuadra de Von Spee, en el Pacífico, en donde atacaban a los Barcos mercantes aliados, pero la flota de alta mar, silenciosa tras Heligoland, resultaba mucho más temible y siniestra.

«El extraordinario silencio y la inercia del enemigo pueden ser el preludio de acciones importantes […], pues cabe la posibilidad de un desembarco a gran escala en el curso de esta misma semana», señaló Churchill a los comandantes de la Marina el 12 de agosto.[13] Sugirió que la Gran Flota se acercara al «escenario de la acción decisiva». Jellicoe, sin embargo, continuaba su lejana misión de patrulla en las aguas entre Escocia y Noruega, y sólo una vez, el 16 de agosto, cuando el transporte del CEB estaba en su momento culminante, se atrevió más abajo de la latitud 59. Hasta 137 transportes cruzaron el Canal de la Mancha entre el 14 y el 18 de agosto, y durante todo este tiempo el grueso de la Gran Flota, con sus flotillas de patrulla atentas a la menor señal de un torpedo, estuvieron escuchando atentamente las señales de radio que indicarían que la flota alemana se había hecho a la mar.

El gran almirante Von Tirpitz, el Fisher de Alemania, el padre, constructor y alma de la flota alemana, el «eterno Tirpitz», con su doble barba blanca como Neptuno, que a los sesenta y cinco años figuraba como ministro de Marina desde el año 1897 y llevaba mucho más tiempo en el cargo que cualquier otro ministro desde los tiempos de Bismarck, no debía conocer el plan de guerra para el cual había sido forjada su arma. El plan de guerra «me era mantenido oculto por el Estado Mayor naval».[14] El 30 de julio, cuando le presentaron las órdenes de operaciones, descubrió el secreto: no existía ningún plan. La flota, cuya existencia había sido una de las causas de la guerra, no tenía señalado ningún papel activo para cuando estallaran las hostilidades.

Si el káiser se hubiese limitado a leer The Golden Age, el libro de Kenneth Grahame sobre la infancia inglesa en un mundo de fríos adultos, que guardaba en la mesilla de noche en su yate,[15] es posible que no hubiera habido ninguna guerra mundial. Sin embargo, era un hombre ecléctico y leyó también un libro americano que apareció en 1890 con el mismo impacto que El origen de las especies y El capital. En The Influence of Sea Power on History, el almirante Mahan demostraba históricamente que todo el que controla las comunicaciones por mar controla su propio destino, que el dueño y señor de los mares es el dueño y señor de todas las situaciones.[16] Y en el acto una inmensa visión apareció ante los ojos del sensible Guillermo: Alemania había de ser una potencia mayor en los mares que en tierra. Empezó el programa de construcciones navales y, aunque no pudiera superar a Inglaterra de la noche a la mañana, la amenaza por parte de Alemania de que algún día pudiera conseguirlo se hacía más aguda a cada día que pasaba. Discutía la supremacía naval de Gran Bretaña y despertó la animosidad británica durante la guerra, posteriormente activó la principal arma de los ingleses contra Alemania: el bloqueo.

Como potencia de tierra, Alemania hubiera podido luchar contra cualquier posible combinación de las potencias continentales, y esto sin interrumpir sus suministros por mar, siempre que Gran Bretaña hubiese permanecido neutral. En este caso, Alemania hubiera sido más fuerte sin flota de guerra que contando con una gran marina de guerra.

Bismarck había sido enemigo de adulterar el equilibrio terrestre con una aventura naval que añadiría un enemigo por mar. Pero el káiser no le prestó la menor atención. Estaba hechizado por Mahan y se sentía dominado por sus amoríos y sus celos hacia Inglaterra, que alcanzaban su punto culminante durante las regatas en Cowes. Veía su flota como un cuchillo que rompía el bloqueo. Insistía alternativamente en que la hostilidad hacia Inglaterra era lo último que se le podía ocurrir y en que «una gran flota hará entrar en razón a los ingleses».[17] En este último caso «se someterán a lo inevitable y entonces seremos los mejores amigos de este mundo». Inútilmente, sus embajadores en Londres le prevenían contra los peligros de esta política. En vano Haldane fue a Berlín y comunicó que Churchill había avisado que la flota era la Alsacia y Lorena de las relaciones anglo-germanas. Fueron rechazadas todas las proposiciones para establecer una justa proporción entre las dos flotas o suspender durante algún tiempo las construcciones navales.

Una vez lanzado el reto, Inglaterra no podía cruzarse de brazos. Eran más gastos. Debido a las nuevas construcciones, la Marina hubo de pedirle dinero y hombres —los suficientes para organizar dos cuerpos— al Ejército de Tierra. A no ser que se construyera para nada, debía cumplir con una de estas funciones estratégicas: o impedir el aumento de misiones enemigas contra su propio ejército o impedir el bloqueo. Tal como decía la Ley Naval del año 1900: «Un bloqueo naval […], aunque sólo durara un año, destruiría el comercio alemán y lo sumiría en el desastre».[18]

Mientras crecía en fuerza y eficacia, iba en aumento el número de hombres y oficiales, y los ingenieros alemanes perfeccionaban sus armas, y la resistencia de sus planchas de acero se transformaba, al mismo tiempo, en un arma que resultaba demasiado valiosa para perderla. Aunque barco por barco podían compararse con los ingleses e incluso eran superiores en sus armas, el káiser, que no contaba con la tradición de un Nelson o un Drake, no creía que los alemanes pudieran con los ingleses. No podía concebir que sus «favoritos», como Bülow llamaba a sus navíos de guerra,[19] fueran puestos bajo el fuego enemigo, cubiertos de sangre o hundidos. Tirpitz, que había sido ennoblecido con el «von», pero que opinaba que una Marina de guerra debía lanzarse a la lucha, empezó a sobresalir como un evidente peligro, casi tan peligroso como un enemigo, y gradualmente fue ignorado. Ya nadie prestaba la menor atención a su voz que se parecía a la de un niño o un eunuco.[20] A pesar de que continuaba siendo el jefe administrativo, la política naval era dirigida, a las órdenes directas del káiser, por un grupo compuesto por el jefe del Estado Mayor naval, el almirante Von Pohl, el jefe del Gabinete naval del káiser, el almirante Von Müller y su comandante en jefe de la Marina de guerra, el almirante Von Ingenohl. Pohl, aunque era partidario de una estrategia de combate, era una nulidad, uno de los personajes más oscuros en la Alemania de los Hohenzollern, un hombre que ni tan sólo figura en la enciclopedia de los chismorreos de Bülow. Müller era un pedante y un sicofanta que decoraba la corte de los consejeros imperiales. Ingenohl era un oficial partidario «de una defensiva en las operaciones». «No necesito ningún jefe —alardeó el káiser— eso lo hago yo mismo».[21]

Cuando llegó el momento del cerco, el instante que durante todo su reinado tanto le había atemorizado, el momento en que el difunto Eduardo se le antojó al káiser «más fuerte que yo vivo», las instrucciones del káiser decían: «Por la presente ordeno una actitud defensiva de la flota de alta mar».[22] La estrategia señalada para aquella arma tan cortante que ahora tenía en sus manos, había de ser permanecer en una posición fortificada inexpugnable, actuar como un peligro potencial constante, obligando al enemigo a permanecer en guardia contra una posible salida y de esta forma mantener inactiva parte de las fuerzas navales enemigas. Un papel bien organizado para una flota inferior y que fue aprobado por Mahan.

Pero incluso el káiser no hubiera podido imponer esta política sin unas buenas razones y un firme apoyo. Contaba con ambos. Muchos alemanes, particularmente Bethmann y el grupo de civiles más cosmopolitas, no lograban convencerse a sí mismos al principio de que Inglaterra fuera un enemigo realmente serio. Acariciaban el deseo de poder concertar una paz por separado, sobre todo después de haber sido derrotada Francia. Erzberger, prudentemente, no hizo la menor alusión a las colonias inglesas en su plan. La familia materna del káiser, las esposas inglesas de los príncipes alemanes, los antiguos lazos teutónicos creaban una especie de parentesco. Luchar y verter sangre entre ellos haría imposible llegar a un entendimiento entre Alemania e Inglaterra. Verter la sangre de los soldados del CEB no era considerado como una acción grave. Además, se confiaba en mantener intacta la Marina de guerra alemana como factor de negociación con los ingleses y para hacerla entrar en razón, una teoría que era ardientemente defendida por Bethmann y que el káiser hizo suya.

En el mes de agosto el enemigo original no era Inglaterra, sino Rusia, y la principal misión de la Marina era controlar el Báltico, por lo menos para aquellos que deseaban aplazar, lo máximo posible, toda confrontación con Inglaterra. Decían que la Marina debía ser destinada a evitar la interferencia rusa contra el comercio marítimo alemán desde los países escandinavos y los posibles ataques rusos a las costas alemanas. Una acción de la Marina contra Inglaterra, alegaban, debilitaría de tal modo a la Marina de guerra alemana que ésta perdería el control sobre el Báltico, con lo que se permitiría un desembarco ruso y una derrota por tierra.

Siempre se encuentran argumentos a la política que se desea imponer. Pero, primordialmente, lo que impedía la acción de la Marina en el mes de agosto era la confianza en una victoria decisiva del Ejército de Tierra y la creencia general de que la guerra no duraría tanto tiempo como para llegar a albergar serios temores sobre un posible bloqueo. Tirpitz, «con un justo y exacto presentimiento», ya el 29 de julio, el mismo día en que Churchill movilizaba la Marina inglesa, había solicitado del káiser que colocara la Marina de guerra alemana en manos de un solo hombre. Dado que era de la opinión que «tengo yo más en mi dedo meñique que Pohl en toda su anatomía», expresión que no le confió al káiser sino a su esposa, lo único que podía sugerir era que él era el hombre indicado. Su proposición fue rechazada. A pesar de sus intenciones de presentar la dimisión, se abstuvo de hacerlo, «puesto que el káiser no la hubiese aceptado». En Coblenza, junto con los restantes ministros, había de padecer bajo la triunfante aureola del OHL: «El Ejército lograba todos los triunfos, la Marina ninguno. Mi posición era terrible después de veinte años de continuados esfuerzos. Pero nadie lo comprendía».[23]

Su flota de combate, con sus diecinueve Dreadnoughts, doce acorazados de combate antiguos, once cruceros de batalla, otros diecisiete cruceros, ciento cuarenta destructores y veintisiete submarinos, estaba retenida en los puertos o en el Báltico, mientras que la acción ofensiva contra Inglaterra quedaba limitada a un ataque a cargo de submarinos durante la primera semana y a la colocación de minas. También se retiró de los mares la marina mercante. El 31 de julio el gobierno alemán ordenó a las compañías navieras que cancelaran todos sus compromisos. A finales del mes de agosto, 670 buques mercantes alemanes que sumaban un total de 2 750 000 toneladas, o sea, más de la mitad del tonelaje alemán, estaban anclados en puertos neutrales, y el resto, con la excepción de aquellos que navegaban por el Báltico, en puertos alemanes. Sólo cinco, entre cuarenta grandes buques, habían sido armados, y el Almirantazgo inglés, dominado por una intensa sorpresa, informó el 14 de agosto: «El paso por el Atlántico es seguro.[24] El comercio inglés sigue normal». Con la excepción del Emden y del Königsberg en el océano índico y de la escuadra de Von Spee en el Pacífico, la Marina de guerra alemana y los buques mercantes alemanes se habían retirado de la superficie de los mares antes de que acabara el mes de agosto.

Había comenzado otra batalla entre Gran Bretaña y Estados Unidos. Los viejos objetivos que habían sido la causa de la guerra del año 1812, las viejas consignas —libertad de los mares—, el antiguo e inevitable conflicto entre los derechos de comercio de los neutrales y los derechos de los beligerantes a restringirlo volvían a surgir con toda su potencia. En 1908, como continuación de la Segunda Conferencia de La Haya, se había realizado un intento para codificar las reglas, por medio de una conferencia de todas las naciones que luego serían beligerantes en 1914, además de Estados Unidos, Holanda, Italia y España. Gran Bretaña, la potencia mercante más grande, era la nación que invitaba y sir Edward Grey, el espíritu impulsor, aunque no era delegado. A pesar de la vigorosa presencia del almirante Mahan como jefe de la delegación norteamericana, la declaración de Londres favorecía los derechos de los neutrales frente a los derechos de los beligerantes al bloqueo. Incluso Mahan, el Clausewitz naval, el Schlieffen del mar, no consiguió nada ante las finas argumentaciones de la parte británica. Todo el mundo estaba a favor de los neutrales y del comercio, y las objeciones de Mahan fueron anuladas por los elementos civiles.

Las mercancías fueron divididas en tres categorías: contrabando absoluto, que comprendía los artículos para usos militares; contrabando condicionado o artículos para uso militar o civil; y una tercera categoría que incluía los productos alimenticios. Sólo las primeras podían ser apresadas por un beligerante que había declarado un bloqueo, las segundas sólo cuando se establecía de un modo concreto que iban a parar a manos del enemigo y los terceros, en ningún caso. Pero después de haber sido firmada la declaración y haber regresado los delegados a sus países, otros intereses británicos alzaban la cabeza… el poder naval. De nuevo Mahan izó su bandera en el palo mayor. Sus discípulos clamaron horrorizados ante la traición de la supremacía marítima, la garantía británica de la supervivencia. ¿De qué servía, se preguntaban, negar el uso de los mares al enemigo si los neutrales podían suministrarles todo lo que les hiciera falta? Convirtieron la declaración de Londres en una cause célèbre y organizaron una campaña contra ella: anularía la flota inglesa; era una trampa alemana; Balfour se oponía a ella. A pesar de que la declaración había sido aprobada por la Cámara de los Comunes, los Lores la sometieron a votación, tal vez en el acto más enérgico de los últimos veinte años, y la declaración fue derrotada. El gobierno se contentó con no tener que insistir sobre el asunto y la declaración de Londres jamás fue ratificada.[25]

Mientras tanto, las nuevas realidades del poder naval hacían que la política tradicional inglesa de bloqueo de los puertos enemigos resultara anticuada. Hasta entonces el Almirantazgo había previsto, en el caso de una guerra contra una potencia continental, proceder a un estrecho bloqueo con flotillas de destructores apoyados por cruceros y, en caso necesario, por los acorazados. El desarrollo de los submarinos y de las minas, así como el mayor alcance de los cañones, hacía ahora necesario un bloqueo a distancia. Adoptado por el Almirantazgo en 1912, sumió el problema en una nueva confusión. Cuando un barco intenta romper un bloqueo estrecho, el puerto hacia el que pone rumbo y su lugar de destino no ofrecen ninguna duda. Pero cuando los barcos son interceptados a muchas millas del mar del Norte, la legalidad de la detención debe quedar demostrada por la naturaleza del cargamento.

Cuando estalló la guerra, la declaración de Londres continuaba siendo el acuerdo colectivo de las naciones sobre este asunto, y el 6 de agosto, el segundo día de guerra, Estados Unidos exigió formalmente que los beligerantes se adhirieran a la misma. Alemania y Austria dieron inmediatamente su consentimiento, siempre que el enemigo también lo hiciera. Gran Bretaña, como portavoz naval en nombre de los aliados, dio una respuesta afirmativa que, al reservarse ciertos derechos «esenciales para la eficiente dirección de sus operaciones navales», no decía nada en concreto.[26] Todavía no había establecido una política concreta en relación con la cuestión del contrabando, pero creía que los acuerdos de Londres adolecían de ciertos defectos. Un informe del Comité de Defensa ya había propuesto, en 1911-1912, que fuera considerado contrabando el destino de mercancías y no los barcos en sí. El comité abogó por que la doctrina de la continuación del viaje fuera «aplicada severamente», es decir, por continuación del viaje se entendía el último destino de las mercancías que eran transportadas.[27]

Una de aquellas frases de misterioso poder que aparecen y desaparecen en la historia, «continuación del viaje», era un concepto inventado por los ingleses en el curso de una guerra en el siglo XVIII contra Francia. Significaba que el último, no el destino inicial de las mercancías, era el factor determinante, ya que podía darse el caso de que ciertas mercancías fueran desembarcadas en puertos neutrales y conducidas por tierra hasta un país beligerante, lo que anulaba todo bloqueo. El Ministerio de la Guerra había sido informado de que algunos envíos de víveres, que habían sido embarcados por buques neutrales con destino a Holanda, continuaban luego el viaje para suministrar al ejército alemán en Bélgica. El 20 de agosto el gobierno inglés declaró que, desde aquel momento, Gran Bretaña consideraría contrabando condicional todas aquellas mercancías consignadas a un enemigo o «agente de un enemigo», así como si su último destino era hostil. Las pruebas del destino se basarían en adelante no en los documentos de consignación, sino en «pruebas fehacientes».[28]

El efecto principal de la doctrina de la continuación del viaje, confesó el embajador británico en Washington, sir Cecil Spring-Rice, era poder declarar contrabando absoluto a todas las mercancías.[29]

La inmensa secuela de consecuencias, las grandes dificultades para poner en práctica esa decisión, para proceder a la detención y examen de los barcos y la radiografía de los cargamentos, las complejidades legales que se planteaba el recurso a la guerra submarina por parte de Alemania de un modo ilimitado y los efectos que tuvieron estos ataques sobre Estados Unidos, no los consideraron entonces los autores de la orden. Cuando decidió divorciarse de Catalina de Aragón, Enrique VIII no pensaba en la Reforma. Cuando los ministros se sentaron alrededor de la mesa de conferencias, el 20 de agosto, lo único que les interesaba era detener el suministro desde Rotterdam al Ejército alemán en Bélgica. La decisión del gobierno fue sometida a la aprobación de las autoridades militares y, después de breves discusiones, fue aprobada. La única referencia de Asquith sobre este tema la encontramos en su diario: «Reunión muy larga del Gabinete; discusiones sobre problemas de carbón y contrabando».[30]

El primer ministro no era el único a quien estos temas, al parecer, no interesaban. Cuando un oficial alemán, previendo una guerra de larga duración, presentó a Moltke una memoria en la que exponía la conveniencia de crear un Estado Mayor económico, Moltke replicó: «No me molesto con problemas económicos, tengo mucho trabajo en dirigir la guerra».[31]

Por curiosa coincidencia, la decisión del Gabinete, que reavivaba un problema que ya se había planteado durante la guerra del año 1812, fue firmada exactamente en el centenario del incendio de Washington por los ingleses. Afortunadamente esta coincidencia fue ignorada por el público norteamericano, así como la propia decisión del gobierno, que estaba completamente absorto en los titulares de los periódicos que hablaban de la caída de Bruselas, del káiser y del zar, de las flotas, de los cosacos, de mariscales de campo, de dirigibles, de los frentes occidental y oriental. El gobierno de Estados Unidos, sin embargo, estaba atónito. El preámbulo inglés a la decisión, en el que se afirmaba su lealtad a la declaración de Londres antes de exponer de un modo delicado ciertas excepciones, no engañó a Robert Lansing, consejero en el Departamento de Estado. Redactó inmediatamente una firme e inmediata protesta que provocó un duelo que se alargó durante meses y años en cartas y respuestas, en memorias y precedentes, en entrevistas entre embajadores y en gran cantidad de documentos.

Para el Daily Chronicle, de Londres, del 27 de agosto, parecía existir «un peligro muy real» en discutir con Estados Unidos sobre cuestiones de contrabando y de derecho de registro, el hecho al que, al parecer, Estados Unidos se oponía vivamente. Éste era un problema que se le había presentado a sir Edward Grey y que requería un estudio a fondo. En un principio, cuando todo el mundo confiaba en que la guerra durase poco tiempo y lo único que realmente importaba era que fuera lo más corta posible, no había nada que hiciera sospechar que pudieran surgir conflictos con Estados Unidos, dado que no habría tiempo para que éstos se presentaran. Después de Mons y Charleroi saltó el temor a la larga duración, mientras los cadáveres cubrían los campos de batalla. En una guerra de larga duración tendrían que confiar en Estados Unidos para el suministro de productos alimenticios, armas y dinero (nadie pensaba todavía en soldados) y aislar y bloquear a Alemania de todos esos suministros. Reforzar el bloqueo sobre el enemigo y mantener, al mismo tiempo, inmejorables relaciones con los países neutrales y, sobre todo, con el Gran Neutral se convirtió en una necesidad indispensable… e incompatible.[32] Como toda traba al comercio de los neutrales con Alemania despertaba las más airadas protestas en el Departamento de Estado, que clamaba a favor de la libertad de los mares, era evidente que Gran Bretaña habría de decidir, en última instancia, cuál de estos dos objetos era más importante para ella. Momentáneamente, con la peculiar aversión inglesa por todo lo absoluto, sir Edward Grey debía de seguir su camino de incidente en incidente, evitando cuidadosamente todos los escollos y no permitiendo, en ningún momento, que las discusiones derivaran hacia aquella encrucijada en la que se vería obligado a adoptar una decisión definitiva. Su objetivo era: «Asegurar el bloqueo más firme sin provocar una ruptura con Estados Unidos».

Se enfrentaba con un formidable oponente que era un hombre de principios. Aferrándose, de un modo rígido y puritano, a la neutralidad, Woodrow Wilson se sentía impulsado a una actitud neutral, debido, en primera instancia, al papel de neutral que ya había concebido desde un principio. Había sido elegido después de prometer que combatiría los «intereses» de los diplomáticos del dólar que se escondían tras la protectora sombra del señor Taft, instaurando una Nueva Libertad en los asuntos nacionales y de América Latina. Sabiendo perfectamente que toda guerra ocasiona ciertas reformas, tenía el mayor interés en mantener a su país alejado del conflicto para que éste no pudiera interferir con su programa. Pero además de ésta le animaba otra razón mucho más importante. Veía en la guerra una oportunidad para escalar un papel preponderante en el escenario mundial. Durante los primeros días de la guerra, el 3 de agosto, en una conferencia de prensa dijo que deseaba expresar con orgullo el sentimiento de que América «estaba preparada para ayudar al resto del mundo»,[33] y que él creía que «podía alcanzar una gloria permanente procediendo en este sentido». Incluso antes de que los cañones comenzaran a disparar ya había pensado el papel que deseaba que desempeñara Estados Unidos, un papel con el que se identificaría él mismo, al que fue aferrándose con mayor fuerza mientras el martillo de los acontecimientos le obligaba a aflojar la tenaza, el papel que él nunca, ni siquiera cuando se vio arrastrado por los acontecimientos, logró expulsar de lo más íntimo de su corazón.

Para Wilson la neutralidad era algo opuesto al aislacionismo. Deseaba no verse envuelto en el conflicto con el fin de desempeñar un papel más importante, aunque no menor, en los asuntos mundiales. Deseaba aquella «gloria grande y permanente» para su propia persona, así como también para su país, y tenía el convencimiento de que sólo podría ganarla si se mantenía alejado del conflicto y actuaba como arbitro imparcial. El 18 de agosto, en su famosa declaración, invitó a sus conciudadanos a ser «neutrales tanto de hecho como de nombre, imparciales tanto en el pensamiento como en la acción»,[34] y explicó que la última finalidad de la neutralidad era permitir a Estados Unidos «hablar en nombre de la paz» y «desempeñar el papel de un mediador imparcial». En el conflicto europeo confiaba en ejercer el deber de «juez moral», tal como afirmó en una declaración posterior. Deseaba «servir a la humanidad» imponiendo la fuerza, es decir, la fuerza moral del Nuevo Mundo, para salvar al Viejo Mundo de sus locuras mediante la aplicación de «las leyes de la justicia y de la humanidad», para conseguir la paz gracias a la mediación de la bandera, que «no era sólo la de Estados Unidos, sino la de la humanidad entera».

Una vez que la Marina británica hubo logrado el control efectivo del Atlántico a finales del mes de agosto, el duelo con Estados Unidos, en relación con los problemas de contrabando, aunque grave, prolongado y amargo, fue un duelo que se libró entre las bombas. Para Wilson la libertad de los mares nunca fue un problema de primerísima importancia, y ello a pesar de que, cuando la cuestión se agudizó, se mostró altamente preocupado ante la perspectiva de que pudiera ser el segundo presidente de Princeton, después de Madison, que llevara a su país a la guerra, no tenía ningún deseo de que se repitiera lo ocurrido en el año 1812. Sea como fuere, el incremento del comercio con los aliados, que compensaba sobradamente el comercio que se había perdido con los alemanes, suavizaba enormemente las discusiones. Mientras las mercancías fueran adquiridas, Estados Unidos, de un modo gradual, fue adaptándose a la decisión que había tomado el gobierno inglés en su sesión del día 20 de agosto.

A partir de aquel momento, aunque eran los ingleses los que controlaban los mares, el comercio americano era dirigido, de un modo más o menos directo, hacia los aliados. El comercio con las potencias centrales descendió de ciento sesenta y nueve millones de dólares en 1914 a un millón en 1916, mientras que, durante el mismo período, el comercio con los aliados subió de ochocientos veinticuatro millones de dólares a tres mil millones de dólares.[35] Para corresponder a la demanda, los comerciantes e industriales americanos producían los productos que deseaban los aliados. Con el fin de que los aliados pudieran hacer frente a los gastos, tuvieron que habilitarse créditos especiales. En realidad, Estados Unidos se convirtió en el almacén, el arsenal y el banco de los aliados y adquirió un interés directo en la victoria aliada, que había de causar confusión entre los genios económicos de la posguerra durante mucho tiempo.[36]

Los lazos económicos se desarrollan en donde existe, desde hace ya mucho tiempo, un estrecho lazo cultural, y en estos casos los intereses económicos son los intereses naturales. El comercio norteamericano con Inglaterra y Francia había sido siempre mayor que con Alemania y Austria, y las consecuencias del bloqueo habían de consolidar una condición ya existente, en lugar de crear una artificial. El comercio no se sujeta, única y exclusivamente, a una bandera nacional, sino que tiene muy en cuenta las simpatías naturales.

«Un gobierno puede ser neutral —declaró Walter Hines Page, el embajador estadounidense en Londres— pero los hombres no pueden serlo».[37] Era un hombre partidario de los aliados en cuerpo y alma; además, desdeñaba la neutralidad y mandaba cartas vehementes y muy persuasivas a Wilson. Aun cuando la plena identificación de Page con los aliados provocó que el presidente le volviera la espalda al hombre que había sido uno de los que más le habían apoyado en su carrera, incluso el propio Wilson no podía, de pensamiento, ser tan neutral como él deseaba que lo fueran sus compatriotas. Cuando Grey le mandó una carta de condolencia con ocasión de la muerte de la señora Wilson, que falleció el 6 de agosto, Wilson, que admiraba a Grey y sentía una simpatía especial por él a causa del hecho de que también el inglés había perdido a su esposa, le contestó: «Confío en que siempre me considerará usted su amigo. Sé que estamos unidos por los mismos principios y propósitos».[38] No había nadie en el gobierno alemán al que le pudiera decir lo mismo.

Los conocimientos de Wilson y su filosofía política, al igual que la de la mayoría de la gente de influencia en la vida norteamericana, se basaba en la tradición inglesa y en la Revolución francesa. Trataba de contenerlas a causa de su ambición de benefactor de la paz del mundo. Durante dos años luchó, empleando todos los medios de persuasión, para que los beligerantes hicieran una paz negociada, una «paz sin victoria». La neutralidad, a la que dedicaba todos sus esfuerzos, era favorecida igualmente por los irlandeses, o, mejor dicho, por lo que podríamos llamar un sentimiento anti-Jorge y por el vociferante grupo progermano, desde el profesor Münsterberg, de Harvard, hasta las cervecerías de Milwaukee. Y hubiera podido prevalecer a no ser por un factor ante el que Wilson se consideró impotente y que fundamentó y consolidó los sentimientos americanos en favor de los aliados… no a causa de la Marina inglesa, sino de las locuras que cometió Alemania.

El 4 de agosto, el presidente, al escribir a un amigo, expresó su «condena» por el conflicto al otro lado del mar y no estableció ninguna diferencia entre los beligerantes.[39] El 30 de agosto, después de un mes de guerra en Bélgica, el coronel House recuerda que el presidente «lamentó profundamente la destrucción de Lovaina […] y llegó más lejos incluso que yo mismo al condenar a Alemania por esta guerra, y acusó no sólo a los dirigentes, sino a todo el pueblo alemán […]. Expresó su opinión de que en el caso de que Alemania ganara la guerra, cambiaría el curso de nuestra civilización y Estados Unidos se convertiría en un país militarista».[40] Pocos días después Spring-Rice informa de que Wilson le dijo, en un tono muy solemne, «que si los alemanes ganan en el presente conflicto, Estados Unidos habrá de renunciar a sus ideales y dedicar todos sus esfuerzos a la defensa, lo que entrañará el fin del actual sistema de gobierno».[41]

A pesar de estos puntos de vista, Wilson se aferraba a la neutralidad, una neutralidad estrictamente legal. Nunca consideró las posibilidades de una victoria aliada como una amenaza contra los principios sobre los cuales se fundamentaba Estados Unidos, mientras que las perspectivas de una victoria alemana, sobre todo después de lo ocurrido en Bélgica, indicaban todo lo contrario. Si Wilson, que de todos sus compatriotas era el que más abogaba por la neutralidad, cambió tan radicalmente de opinión después de la actitud de los alemanes en Lovaina, ¿qué se va a decir entonces del hombre de la calle? Los sentimientos por lo ocurrido en Lovaina apartaron a un lado el resentimiento por la forma en que Gran Bretaña ejercía su bloqueo. Cada vez que el registro de un barco por parte de los ingleses despertaba las iras de los norteamericanos, los ingleses esgrimían alguna nefasta acción cometida por los alemanes. En el mes de agosto, cuando la protesta de Lansing ante la decisión del gobierno inglés parecía encauzar toda la cuestión por unos derroteros muy delicados, los dirigibles alemanes bombardearon, el 25 de agosto, la zona residencial de Amberes, matando a civiles y destruyendo los barrios cercanos al palacio en donde se acababa de alojar la reina de los belgas con sus hijos.

En un momento de dolorosa premonición, Wilson le confió lo siguiente a su cuñado, el doctor Axon, poco después del fallecimiento de la señora Wilson, el 12 de agosto: «Temo que ocurrirá algo en alta mar que hará completamente imposible para nosotros no intervenir en el conflicto». No fue lo que ocurrió, sino precisamente lo que no ocurrió en alta mar, lo que se convirtió en el factor decisivo. Cuando Sherlock Holmes llamó la atención del inspector Gregory sobre «el curioso incidente del perro durante la noche», el sorprendido inspector replicó: «El perro no ha hecho nada durante la noche». «Éste es el curioso incidente», observó Holmes.[42]

La Marina alemana era el perro en la noche. No luchó. Amarrada por la teoría imperial y por la creencia alemana en una rápida victoria por tierra, no le fue permitido correr el riesgo para el cual había sido construida: mantener abiertas las rutas del comercio para Alemania. A pesar de que la industria alemana dependía de la importación de materias primas, y la agricultura alemana, de la importación de abonos, la Marina de guerra alemana no hizo el menor intento para proteger las fuentes de suministro. La única batalla que libró en el mes de agosto sirvió, únicamente, para confirmar el temor del káiser a exponer a sus «favoritos».

Fue la Batalla de Heligoland el 28 de agosto. En un súbito reto, destinado a distraer la atención de los alemanes del desembarco en Ostende, las flotillas de submarinos y de destructores de la flota inglesa del Canal de la Mancha, apoyadas por cruceros de combate, pusieron rumbo a la cala de la base de la flota alemana. Cogidos por sorpresa, los cruceros ligeros alemanes recibieron la orden de hacerse a la mar sin contar con el apoyo de los grandes navíos de guerra. «Con todo el entusiasmo del primer combate», dijo Von Tirpitz, avanzaron sin objetivo fijo entre la niebla y la confusión.[43] En una serie de combates que duraron todo el día, los ingleses se confundieron unos con otros y se salvaron, única y exclusivamente, por lo que Churchill llamó luego, de un modo muy delicado, «pura suerte».[44] Los alemanes, que habían ordenado a sus barcos que se hicieran a la mar, estaban en evidente inferioridad y fueron atacados y vencidos. Tres cruceros ligeros alemanes, el Köln, el Mainz y el Ariadne, fueron hundidos, otros dos, gravemente averiados y más de seis mil hombres, entre ellos un almirante y un comodoro, resultaron muertos o ahogados, y más de doscientos, entre los que figuraba Wolf Tirpitz, hijo del gran almirante, fueron hechos prisioneros. Los ingleses no perdieron un solo barco y sólo sufrieron sesenta y cinco bajas.

Horrorizado por estas pérdidas, que además confirmaban sus temores de lucha con los ingleses, el káiser dio órdenes de que no volvieran a correr un solo riesgo: «Ha de evitarse la pérdida de un solo barco». La iniciativa del comandante de la flota del mar del Norte fue limitada aún más y no se ordenaría ningún movimiento de importancia sin la expresa autorización de Su Majestad.[45]

Desde aquel momento, mientras la flota inglesa montaba el bloqueo, la Marina de guerra alemana permanecía inactiva. Luchando contra las cadenas que le ataban, el desgraciado Tirpitz escribió a mediados de septiembre: «Nuestra mejor oportunidad para una batalla con éxito la tuvimos las dos o tres primeras semanas después de la declaración de la guerra»; un triste reconocimiento. «En el futuro, nuestras posibilidades serán menores». Y la Marina de guerra inglesa, cada vez más potente y segura, ejercía una gran presión sobre los neutrales, una presión mayor cada día que pasaba, anulando por completo el comercio marítimo alemán e imponiendo un bloqueo muy firme.[46]

En un desesperado esfuerzo, Alemania recurrió a la guerra submarina. A falta de una flota de superficie, los submarinos cumplieron aquellas funciones en alta mar que Wilson había previsto sobriamente durante los primeros días de guerra en el mes de agosto.