LAS LLAMAS DE LOVAINA[1]
En 1915, Émile Verhaeren publicó en el exilio un libro sobre la invasión de su país. Verhaeren era el poeta más famoso de Bélgica, cuya vida, antes de 1914, había sido una vibrante veneración por las ideas socialistas y humanistas, que, por aquel entonces, se creía que correspondían a los ideales nacionales. Como prólogo de su relato, escribió la siguiente dedicatoria: «El que escribe este libro en que no se oculta el odio, antes había sido un pacifista. Para él, nunca hubo una desilusión mayor, ni más súbita. Le azotó con tal violencia que no creía ser ya el mismo hombre. Y, sin embargo, como al parecer su conciencia ha disminuido en esos sentimientos de odio, dedica estas páginas, con emoción, al hombre que era antes».
De todo lo que ha sido escrito, el relato de Verhaeren es el testimonio más impresionante de lo que la guerra y la invasión afectaron al espíritu de su época. Cuando terminó la Batalla de las Fronteras, hacía veinte días que la guerra había estallado, y durante este tiempo había creado pasiones, actitudes, ideas, tanto entre los beligerantes como entre los neutrales que permanecían a la expectativa, aspectos que decidieron su curso, y con ello, el curso de la historia en los años venideros. El mundo que había sido y las ideas que había formado desaparecieron igualmente, lo mismo que la anterior personalidad de Verhaeren, desde principios de agosto y en los meses que siguieron. Aquellos impedimentos —la fraternidad de los socialistas, las finanzas, el comercio y otros factores económicos—, de los que se había dicho que harían completamente imposible una guerra, no funcionaron tal como se había confiado cuando llegó el momento de la verdad. El espíritu nacionalista los barrió.
Los hombres fueron a la guerra con sentimientos contradictorios y muchas ideas. Entre los beligerantes, algunos, pacifistas y socialistas, se oponían a la guerra en lo más íntimo de sus corazones, mientras que otros, como Rupert Brooke, le daban la bienvenida. «Dios sea alabado por habernos deparado esta hora», escribió Brooke en su poema «1914», sin temor a cometer con ello una blasfemia. Para él, aquélla era la hora ideal para:
Arrojarse, como un nadador en aguas límpidas,
lejos de un mundo viejo y frío y triste […].
Ha vuelto el honor […].
y la nobleza camina de nuevo por nuestras sendas,
y hacemos honor a nuestra herencia.
Los alemanes experimentaban unos sentimientos similares. La guerra había de ser, escribió Thomas Mann, «una purificación, una liberación, una enorme esperanza. La victoria de Alemania será la victoria del alma sobre el número. El alma alemana es opuesta al ideal pacifista de la civilización, ya que, ¿acaso la paz no es un elemento de corrupción civil?». Este concepto, una clara imagen de la teoría esencialmente militarista alemana de que la guerra ennoblece, no era muy diferente de los exabruptos de Rupert Brooke, y era defendida en aquellos días por un gran número de personas altamente respetables, entre las que figuraba Theodore Roosevelt. En 1914, con la excepción de las batallas en los Balcanes, no había habido una guerra en Europa durante toda una generación, y, en opinión de un observador, la favorable actitud de tantas y tantas personas hacia la guerra se debía a una especie de «inconsciente aburrimiento a causa de la paz».
Allí donde Brooke encontraba limpieza y nobleza, Mann veía un objetivo mucho más positivo. Los alemanes, dijo, los hombres más educados, más obedientes a las leyes, más amantes de la paz, merecían ser más poderosos, para dominar y establecer la «paz germánica», lo que «justifica la guerra». Aunque escribió esto en el año 1917, Mann reflejaba el espíritu del año 1914, el año que había de ser el año 1789 para los alemanes, el establecimiento del ideal alemán en la historia, la entronización de la Kultur, la realización de la misión histórica alemana. En agosto, sentado en un café en Aquisgrán, un científico alemán declaró a un periodista norteamericano, Irwin Cobb: «Nosotros, los alemanes, somos el pueblo más industrial, el más serio, la raza mejor educada en Europa. Rusia aboga por la reacción, Inglaterra es un país egoísta y pérfido, Francia es decadente, pero Alemania lucha por el progreso. La Kultur alemana alumbrará el mundo y después de esta guerra no habrá ninguna más».
Un comerciante alemán que se sentaba con ellos expuso unos objetivos más específicos. Rusia debía ser aniquilada de tal forma que nunca más el peligro eslavo pudiera amenazar a Europa; Gran Bretaña, desarticulada y privada de su flota, y debían serle arrebatadas la India y Egipto; Francia habría de pagar una indemnización tan fuerte que nunca más pudiera recuperarse, mientras que Bélgica debía ceder su costa, puesto que Alemania necesitaba sus puertos en el Canal de la Mancha; y Japón tenía que ser castigado severamente cuando llegara el momento. Una alianza de «todas las razas teutónicas y escandinavas de Europa, incluyendo Bulgaria, mantendría un dominio absoluto desde el mar del Norte hasta el mar Negro. Europa presentaría una nueva configuración geopolítica y Alemania estaría en el centro de la misma».
Estos comentarios, durante los años anteriores a la guerra, no habían contribuido, en modo alguno, a establecer lazos de amistad con Alemania. «Con frecuencia excitamos los nervios del mundo», confesó Bethmann-Hollweg, cada vez que se proclamaba el derecho de Alemania a dirigir a los demás pueblos. Esto, explicó más tarde, era interpretado como el producto de las ansias de dominio, pero en realidad se trataba, única y exclusivamente, «de una ebullición infantil y desequilibrada».
Pero el mundo no lo veía de ese modo. Había algo en el tono alemán que era interpretado de un modo muy diferente a una gracia infantil. El mundo «se hartó» de oír cómo Alemania hacía entrechocar sus espadas. «Estábamos hartos ya de ese militarismo prusiano y de su desdén hacia nosotros y hacia todo lo que ayuda a la felicidad humana y es considerado como sentido común, y, por lo tanto, nos levantamos para luchar contra ello», escribió George Bernard Shaw en 1914.
Algunos se alzaron conscientes de lo que estaba en juego, otros sólo con una vaga idea de las razones, y algunos sin saber exactamente a qué atenerse. Entre los primeros figuraba H. G. Wells. El enemigo, anunció en la prensa del 4 de agosto, era el imperialismo y el militarismo alemán, «el monstruo nacido en 1870». La victoria de Alemania «a sangre y hierro» significaría «el entronamiento permanente del dios de la guerra sobre todos los asuntos humanos». La derrota de Alemania «podía —Wells no lo aseguró categóricamente— abrir el camino al desarme y la paz en todo el mundo». Menos claros aparecían los objetivos para un reservista inglés, que en el tren hacia su lugar de concentración le dijo a un compañero de viaje: «Voy a luchar por esos malditos belgas, pues es allí a donde me mandan». Un tercer tipo de individuos, que estaban contentos de poder luchar sin tener en cuenta por qué, ni por quién, ni para qué, opinaban como el comandante sir Tom Bridges, comandante del escuadrón de caballería que mató a los primeros alemanes en las calles de Soignies: «No sentíamos ningún odio contra los alemanes. Estábamos dispuestos a luchar contra quien fuere […] y lo mismo nos hubiese dado luchar contra Francia. Nuestra consigna era: “Estamos dispuestos. ¿Contra quién?”».
Éstas no eran las posiciones públicas de los estadistas, ni tampoco la actitud colectiva de las masas, sino la actitud privada de los individuos. Pero estas actitudes aún no eran tan cobardes como llegarían a serlo. Todavía no existía un odio colectivo contra Alemania. Una de las primeras y más memorables caricaturas de Punch sobre la guerra fue la publicada el 12 de agosto, que llevaba la siguiente leyenda: «¡Prohibido el paso!». Se veía a un muchacho belga con zapatos de madera obstaculizando el paso al invasor, un obeso director de una banda militar alemana a quien le salían las salchichas de los bolsillos.[2] Durante los primeros días, el tema preferido por los caricaturistas era el príncipe heredero, al que se presentaba siempre con expresión fatua y vacía, pero todo esto terminó muy pronto. La guerra se iba convirtiendo en un asunto demasiado serio y su figura pronto fue sustituida por la de un alemán mucho más conocido, el supremo jefe de la guerra, cuyo nombre figuraba en todos los comunicados alemanes del OHL, de manera que daba a entender que era él quien dirigía y mandaba todas las acciones: el káiser. Ya no era el emperador de antes de la guerra, con sus conocidos exabruptos y su chocar de espuelas, sino un tirano sombrío, satánico, cruel y maligno, con la expresión de toda la brutalidad humana. Este cambio se inició en el mes de agosto y pasó de la fría declaración de Bridges de que «no hay odio contra Alemania» a la afirmación de Stephen McKenna en 1921: «Entre todos los que son capaces de recordar, el nombre de Alemania huele a podrido y la presencia de un alemán es un insulto». No se trataba de un heroico superpatriota, sino de un sobrio y ecuánime maestro de escuela, cuyas memorias son un documento social de su época. McKenna nos habla de aquellos sentimientos que empezaron a prevalecer, y que hicieron completamente imposible un acuerdo negociado y obligaron a continuar la lucha hasta la victoria final. Y lo que indujo a este cambio fue lo que ocurría en Bélgica.
Los acontecimientos en Bélgica eran un producto de la teoría alemana del terror. Clausewitz había ordenado el terror con el fin de acortar la guerra, puesto que toda su teoría de la guerra se basaba en la necesidad de que fuera de corta duración y decisiva. Declaró que la población civil no debía quedar exenta de las consecuencias bélicas, sino que había de sufrir sus efectos y ser forzada, por cualquier medio, a obligar a sus jefes a pedir la paz. Puesto que el objeto de la guerra es desarmar al enemigo, argüía, «debemos colocarle en una situación en la cual continuar la guerra resulte más opresivo que la propia capitulación». Esta proposición tan lógica se correspondía plenamente con la teoría científica de la guerra que prevaleció durante todo el siglo XIX, y que los cerebros más inteligentes del Estado Mayor alemán habían tenido buen cuidado de estructurar de un modo detallado. Ya había sido llevada a la práctica en el año 1870, cuando, después de Sedán, surgió la resistencia francesa. La ferocidad de las represalias alemanas, en aquel entonces, en forma de ejecución de prisioneros civiles acusados de francs-tireurs, dejó atónito al mundo ante la maravillosa victoria «de las seis semanas» alcanzada por Prusia. Pero en el acto se dieron cuenta de la bestia que se escondía bajo la piel de los alemanes. Aun cuando el año 1870 se reveló como la confirmación de la teoría y la práctica del terror, que profundizó el antagonismo, estimuló la resistencia y terminó por alargar la guerra, los alemanes se mantuvieron fieles a la misma. Tal como dijo Shaw, eran hombres que sentían desprecio por el sentido común.
El 23 de agosto, los bandos firmados por el general Von Bülow fueron pegados a las paredes de Lieja anunciando que en el pueblo de Andenne, un pequeño pueblo situado en el Mosa, cerca de Namur, a causa de haber atacado a las tropas del modo más «traidor», «con mi autorización, el general al mando de las tropas ha incendiado el pueblo y ha mandado fusilar a ciento diez de sus habitantes». De este modo, el pueblo de Lieja se enteraba de la suerte que le esperaba si osaba comportarse de un modo parecido.
El incendio de Andenne y la matanza —que los belgas calculan en doscientos once habitantes— tuvo lugar entre el 20 y el 21 de agosto, durante la Batalla de Charleroi. Como habían recibido órdenes concretas de atenerse estrictamente a sus planes de avance, al verse obstaculizados por la voladura de puentes y la destrucción de las vías de ferrocarril por los belgas, los comandantes de Bülow ordenaban represalias en todos aquellos pueblos en los que entraban. En Seilles, al otro lado del río de Andenne, fueron fusilados cincuenta paisanos, y los soldados recibieron permiso para saquear e incendiar las casas.[3] En Tamines, capturada el 21 de agosto, el saqueo de la ciudad se inició aquella misma noche, después de la batalla, y continuó durante toda la noche y el día siguiente. La orgía usual de un saqueo autorizado, acompañado del abuso de las bebidas alcohólicas, desenfrenó a los soldados, sumiéndolos en aquel estado de excitación que se deseaba para despertar en ellos un estado de brutalidad. Al segundo día en Tamines, otros cuatrocientos habitantes fueron concentrados en la plaza principal frente a la iglesia, y un pelotón de ejecución comenzó sin pérdida de tiempo su macabra labor. Aquéllos que no morían por las balas era pasados a la bayoneta. En el cementerio de Tamines hay 384 tumbas que llevan la inscripción: «1914: Fusillé par les allemands».
Cuando el ejército de Bülow conquistó Namur, una ciudad de 32 000 habitantes, fueron fijados en las paredes unos bandos anunciando que diez rehenes de cada calle serían fusilados si alguien osaba disparar contra las tropas alemanas.[4] Cuanto más avanzaban los alemanes, mayor número de rehenes eran arrestados. Al principio, cuando el ejército de Von Kluck entraba en una ciudad, inmediatamente los bandos prevenían a la población de que el alcalde, el juez y el concejal del distrito iban a ser detenidos como rehenes. Pero muy pronto ya no se contentaron con tres personas de prestigio, y tampoco con un hombre de cada calle, ni siquiera diez de cada una. Walter Bloem, un novelista movilizado como oficial de la reserva en el ejército de Von Kluck, cuyo relato del avance sobre París es muy valioso, nos dice: «El comandante Von Kleist dio órdenes de que un hombre, y si no había ningún hombre, una mujer, fuera detenido como rehén en todos los hogares». Cuanto mayor era el terror, tanto más terror parecía necesitarse.[5]
Irwin Cobb, que acompañaba al ejército de Von Kluck, vio desde una ventana que dos civiles eran conducidos entre dos hileras de soldados alemanes con las bayonetas caladas. Fueron llevados a la estación del ferrocarril, se oyeron unos disparos y luego vio cómo transportaban dos parihuelas con los cadáveres cubiertos con mantas. En dos ocasiones más asistió a este espectáculo.[6]
Visé, escenario de los primeros combates camino de Lieja el primer día de la invasión, no fue destruida por las tropas de asalto, sino por las tropas de ocupación, mucho después de haber pasado las tropas de combate. En represalia por unos actos de sabotaje, un regimiento alemán fue destinado a Visé, desde Lieja, la noche del 23 de agosto.[7] Aquella noche los disparos de las ejecuciones se oyeron en Eysden, a cinco millas de distancia, al otro lado de la frontera holandesa. Al día siguiente, la ciudad se vio invadida por cuatro mil refugiados, la población entera de Visé, con la excepción de aquellos que habían sido fusilados, y setecientos hombres y muchachos que habían sido deportados para realizar trabajos forzados en Alemania. Las deportaciones, que tendrían consecuencias morales muy graves, sobre todo en Estados Unidos, comenzaron en agosto. Posteriormente, cuando Brand Whitlock, el embajador americano, visitó lo que había sido Visé, sólo vio casas vacías e incendiadas, «un conjunto de ruinas que podrían haber sido las de Pompeya». Todos los habitantes habían huido. No había allí ni un solo ser vivo, ni ninguna casa con tejado.
En Dinant, junto al Mosa, el 23 de agosto, los sajones del general Hausen combatían con los franceses al final de la Batalla de Charleroi. Von Hausen fue testigo de la «pérfida» actividad de belgas que obstaculizaban la reconstrucción de sus puentes, «algo tan contrario a las leyes internacionales». Sus tropas detuvieron «a varios centenares» de rehenes, hombres, mujeres y niños. Cincuenta fueron apresados en el interior de la iglesia, ya que era domingo. El general los vio «apretujados los unos contra los otros, de pie, sentados, tumbados, bajo la vigilancia de los granaderos. Sus rostros revelaban el miedo que les dominaba, una profunda angustia, ira concentrada y el deseo de vengarse de todas las calamidades y penalidades por las que se les obligaba a pasar». Von Hausen sintió «una indomable hostilidad» contra aquellos seres. Era el general que se había sentido tan desgraciado en casa del caballero belga que se había metido las manos en los bolsillos de sus pantalones y que se había negado a hablar con Von Hausen durante la cena. En el grupo de Dinant vio a un soldado francés que tenía una herida en la cabeza de la que manaba sangre, moribundo y silencioso, negándose a recibir auxilio médico. Von Hausen termina aquí su relato, incapaz de describir la suerte de aquellos ciudadanos belgas. Permanecieron en la plaza hasta el anochecer y luego fueron colocados de rodillas, los hombres a un lado y las mujeres a otro. Dos pelotones de ejecución se situaron en el centro de la plaza y dispararon hasta que ninguno de los rehenes quedó en pie. Fueron identificados y enterrados seiscientos seres humanos, entre ellos Félix Fivet, de sólo tres semanas de edad.[8]
Los sajones recibieron luego permiso para saquear las casas. La ciudadela medieval, que como un nido de águilas se elevaba en las alturas, en la orilla derecha, sobre la ciudad que antaño había protegido y defendido, contemplaba unos desmanes muy propios de la Edad Media. «Profundamente conmovido» por este cuadro desolador, el general Von Hausen abandonó las ruinas de Dinant con el firme convencimiento de que el responsable era el gobierno belga, «que aprobaba aquellas traidoras luchas callejeras contrarias a las leyes internacionales».
Los alemanes estaban obsesionados por las violaciones de las leyes internacionales. Pero no tenían en cuenta que habían causado una violación por su sola presencia en territorio belga. El abad Watterlé, delegado alsaciano en el Reichstag, confesó en cierta ocasión: «Para una mente formada en la escuela latina, la mentalidad alemana es difícil de comprender».[9]
La obsesión alemana se dividía en dos partes: que la resistencia belga era ilegal y que estaba organizada desde «arriba» por el gobierno belga o los alcaldes, los sacerdotes y otras personas de «arriba». Y las dos partes establecían el corolario: las represalias alemanas estaban justificadas y eran legales. El fusilamiento de un solo rehén o la matanza de 612 y la destrucción de una ciudad, todo tenía que ser cargado en la cuenta del gobierno belga; éste era el pensamiento de todos los alemanes, desde Hausen, después de lo sucedido en Dinant, hasta el káiser, después de lo de Lovaina. La responsabilidad debía recaer «sobre aquellos que incitan a la población a pelear contra los alemanes», protestaba Von Hausen continuamente. No podía caber la menor duda, insistía, de que toda la población de Dinant, así como la de otras regiones, era «animada —¿por orden de quién?— por el deseo de detener el avance de los alemanes». Que la población pudiera sentir deseos de lucha sin una orden de «arriba», se les antojaba completamente inconcebible.
Los alemanes imaginaban por todas partes estas supuestas órdenes. Von Kluck clamaba que los bandos del gobierno belga previniendo a sus ciudadanos contra actos hostiles eran, en realidad, «una incitación a la población civil a disparar contra el enemigo». Ludendorff acusó al gobierno belga de «haber organizado, de un modo sistemático, la lucha de guerrillas». El príncipe heredero aplicaba este mismo cargo a Francia. Se lamentó de que la «fanática» población de Longwy disparara de forma «traidora y pérfida» desde las ventanas y las puertas con escopetas de salón que les habían sido enviadas «desde París para este fin». Si hubiera conocido más a fondo la región, en la que el tiro al blanco es el deporte favorito, hubiese sabido que no tenían necesidad de mandar aquellas escopetas desde París para armar a los francotiradores.
Los relatos de los alemanes de sus experiencias en territorio enemigo estaban llenos de lamentaciones histéricas sobre la lucha de guerrillas. Ludendorff lo calificó de «molesto». Él, cuyo nombre pronto sería sinónimo de astucia, bribonería, violencia y osadía, había ido a la lucha, como decía, «con un concepto caballeresco y humano de la guerra». Pero los métodos de los francotiradores le habían causado el «espantoso pensamiento» de que podía ser herido o muerto por la bala disparada por un civil, aunque sólo hacía quince días que lucía el uniforme militar. Durante una agotadora marcha de veintiocho millas en un solo día, informó, ni un solo soldado se atrevió a salir de las filas, «ya que el temor a caer en manos de los valones era más fuerte que el dolor que sentían en los pies», esa otra gran agonía de la marcha sobre París.
El miedo y el terror a los francs-tireurs se basaban en la sensación alemana de que la resistencia civil no estaba organizada. Si han de elegir entre la injusticia y el desorden, los alemanes siempre se inclinarán por la injusticia, dijo Goethe.[10] Educados en un Estado en que las relaciones entre el ciudadano y el soberano se basan exclusivamente en la obediencia, son incapaces de comprender una situación que se fundamente en otros factores, y cuando se enfrentan con la misma, entonces se sienten dominados por una terrible sensación de angustia. Seguros sólo en presencia de la autoridad, consideran al resistente civil como un elemento muy siniestro. Para la mente occidental, un franc-tireur es un héroe, pero para el alemán es un hereje que amenaza la existencia del Estado. En Soissons existe un monumento de bronce erigido a tres maestros de escuela que organizaron un levantamiento de estudiantes y civiles contra los prusianos en el año 1870. Asombrado al verlo, un oficial alemán le dijo a un periodista norteamericano en 1914: «Esto es Francia: levantan un monumento a los francotiradores. En Alemania no hubieran permitido nada similar. Ni tampoco es probable que nadie lo propusiera».[11]
Para llevar a los soldados alemanes al estado de ánimo que deseaban, los periódicos alemanes se llenaron, ya desde la primera semana, tal como recuerda el capitán Bloem, de relatos sobre las «crueldades cometidas por la población belga: sacerdotes armados al frente de los francotiradores, emboscadas traidoras, centinelas que habían sido encontrados con la lengua cortada y los ojos sacados». Esos «rumores» ya habían llegado a Berlín el 11 de agosto, según escribe la princesa Blücher. Un oficial alemán, al que ella consultó para que le corroborara estos hechos, declaró que en el hospital de Aquisgrán había treinta oficiales alemanes a los que las mujeres y los niños belgas les habían sacado los ojos.
El 25 de agosto empezó el incendio de Lovaina. La ciudad medieval, en la carretera de Lieja a Bruselas, era célebre por su universidad y su incomparable biblioteca, fundada en el año 1426, cuando Berlín sólo era un conglomerado de chozas de madera. Situada en la Sala de los Tejedores, del siglo XIV, la biblioteca incluía, entre sus 230 000 volúmenes, una colección única de 650 manuscritos medievales y otros incunables de inmenso valor. La fachada del ayuntamiento, considerada una «joya del arte gótico», era única en su clase. En la iglesia de San Pedro había retablos de Dierik Bouts y otros maestros flamencos. El incendio y el saqueo de Lovaina, seguidos del fusilamiento de los ciudadanos, duraron seis días y fueron interrumpidos de un modo tan brusco como empezaron.
Nada extraordinario ocurrió cuando las tropas alemanas ocuparon Lovaina. Los soldados alemanes se comportaban de un modo ejemplar, compraban tarjetas postales y recuerdos, pagaban todo lo que adquirían y hacían cola ante las peluquerías. Al segundo día, un soldado alemán fue herido en una pierna, al parecer por un francotirador. El alcalde inmediatamente previno a todos sus conciudadanos para que depusieran las armas. Él y dos funcionarios fueron arrestados como rehenes. Las ejecuciones en la estación de ferrocarril se hicieron más frecuentes, mientras la interminable columna del ejército de Von Kluck pasaba por la ciudad un día tras otro.
El 25 de agosto, el ejército belga en Malinas, en los límites de la zona fortificada de Amberes, hizo una salida sobre la retaguardia del ejército de Von Kluck, obligándole a replegarse en desorden sobre la ciudad de Lovaina. En la confusión de la retirada, un caballo sin jinete atravesó las puertas de la ciudad, espantó a otro caballo enganchado a un carromato y lo volcó.[12] Y, repentinamente, sonaron los gritos: «Die Franzosen sind da! Die Engländer sind da!», Posteriormente, los alemanes alegaron que los belgas habían disparado contra ellos y que los ciudadanos habían disparado desde los tejados para hacer señas al Ejército belga. Los belgas declaraban que los soldados alemanes habían disparado los unos contra los otros en la oscuridad de la noche. Durante semanas y meses, incluso años, después de aquel incidente que conmovió al mundo entero, las investigaciones judiciales han estudiado el caso y las acusaciones alemanas han sido rebatidas por los belgas. Nunca se supo quién fue el primero en disparar, y, en todo caso, carece de importancia, teniendo en cuenta lo que siguió a continuación, pues los alemanes incendiaron Lovaina, no como castigo, sino como advertencia hacia todos los enemigos, una muestra del poder alemán ante todo el mundo.
El general Von Luttwitz, el nuevo gobernador de Bruselas, fue visitado al día siguiente en comisión oficial por los embajadores estadounidense y español, y les dijo: «Algo terrible ha ocurrido en Lovaina. El hijo del alcalde de la ciudad ha disparado contra nuestro general. La población ha disparado contra nuestras tropas». Hizo una pausa, fijó la mirada en sus visitantes y terminó: «Y ahora no nos queda otro remedio que destruir la ciudad».[13] El señor Whitlock oyó tantas veces la historia de que el hijo, y algunas veces incluso la hija, de un alcalde, había disparado contra las tropas alemanas que llegó a la conclusión de que los belgas criaban una clase especial de hijos de alcaldes, al igual que los asesinos de Siria.
Ya había corrido el rumor de que Lovaina estaba en llamas. Los fugitivos relataban que una calle tras otra eran pasto de las llamas, de salvajes saqueos y de detenciones y fusilamientos. El 27 de agosto, Richard Harding Davis, estrella en la galaxia de los corresponsales norteamericanos que por aquellos días se encontraban en Bélgica, se trasladó a Lovaina en un tren militar. Los alemanes no le dejaron descender del tren, pero las llamas ya habían llegado al bulevar Tirlemont, frente a la estación de ferrocarril, y vio cómo las «columnas de humo y fuego» se elevaban hacia el cielo. Los soldados alemanes estaban ebrios y belicosos. Uno de ellos asomó la cabeza por la ventanilla del compartimiento en donde estaba confinado otro corresponsal, Amo Dosch, y gritó: «¡Tres ciudades arrasadas! ¡Tres! ¡Y seguirán muchas más!».[14]
El 28 de agosto, Hugh Gibson, primer secretario de la legación norteamericana, acompañado por sus colegas sueco y mexicano, fueron a Lovaina.[15] Las casas de paredes ennegrecidas ardían todavía, el empedrado estaba caliente y por todas partes se veían ruinas, cadáveres de caballos y seres humanos. Un anciano, un ciudadano de luengas barbas, estaba inerte al sol en medio de la calle, al lado de muebles, botellas y ropas. Soldados alemanes del IX Cuerpo de la reserva, algunos borrachos, otros nerviosos y otros manchados de sangre, sacaban a los habitantes que aún se refugiaban en sus casas para que, tal como le explicaron a Gibson, la destrucción de la ciudad fuera absoluta. Iban de casa en casa, derribando las puertas, llevándose todo lo que encontraban de valor y luego prendiendo fuego a lo que quedaba. Un oficial que estaba al cuidado de una calle contemplaba el espectáculo con un cigarro en los labios. Estaba enfurecido contra los belgas y le gritó a Gibson: «Los barreremos, no quedará una piedra sobre otra. Kein stein auf einander! Se lo aseguro. Vamos a enseñarles a que respeten a Alemania. Durante generaciones, la gente vendrá a visitar este lugar para ver lo que hemos hecho nosotros». Éste era el sistema alemán de hacerse memorables.
En Bruselas, monseñor De Becker, rector de la universidad, cuyo rescate fue negociado por los norteamericanos, describió el incendio de la biblioteca. No quedó nada, todo fue reducido a cenizas. Cuando llegó a la palabra «bibliothèque», no tuvo fuerzas para pronunciarla. Se detuvo, lo intentó de nuevo, pronunció la primera sílaba, dejó caer la cabeza y estalló en sollozos.[16]
La pérdida, objeto de una protesta pública a cargo del gobierno belga y comunicada oficialmente a la legación norteamericana, provocó un grito de indignación en el mundo entero. Los relatos de los fugitivos llenaban los periódicos extranjeros. Además de la universidad y de la biblioteca, «todos los edificios nobles», incluyendo el ayuntamiento y la iglesia de San Pedro, con sus retablos, habían sido destruidos. Fue más tarde cuando se comprobó que, aunque habían sufrido graves daños, el ayuntamiento y la iglesia de San Pedro todavía estaban en pie. «Los alemanes han saqueado Lovaina, han sido fusilados mujeres y niños», rezaba el titular del Tribune, de Nueva York, y publicaba a toda plana el relato de Davis. «Berlín confirma el horror de Lovaina», publicando una declaración de Berlín, entregada a la embajada alemana en Washington, en la que se decía que, debido al «traidor» ataque por parte de la población belga, «Lovaina había sido castigada con la destrucción de la ciudad». Del mismo modo que el general Von Luttwitz, Berlín no quería que el mundo se equivocara sobre la naturaleza del acto de Lovaina. La destrucción de ciudades y la lucha contra la población civil conmovió al mundo del año 1914. Los editoriales ingleses comentaban: «La marcha de los hunos» y «Traición a la civilización». El incendio de la biblioteca, escribió el Daily Chronicle, significaba no sólo la lucha contra los elementos civiles, sino también «contra la posteridad». Incluso los periódicos holandeses, generalmente tan comedidos y prudentes, elevaban sus airadas protestas. Cualquiera que fuese la causa que originó el desastre, decía el Courant, de Rotterdam, «queda el hecho de la destrucción», un hecho «tan terrible que el mundo entero ha sido conmovido».[17]
La noticia apareció en la prensa extranjera el 20 de agosto, y el día 30 terminó la destrucción de Lovaina. Aquel mismo día un comunicado del Ministerio de Asuntos Exteriores alemán afirmaba que la «entera responsabilidad de aquellos acontecimientos debía ser cargada en la cuenta del gobierno belga», y añadía «que las mujeres y los niños habían intervenido en la lucha y habían cegado a sus heridos».[18]
«¿Por qué los alemanes han hecho una cosa así?», se preguntaba la opinión pública mundial. «¿Sois descendientes de Goethe o de Atila, el huno?», preguntaba el escritor francés Romain Roland en una carta abierta dirigida a su antiguo amigo Gerhart Hauptmann, el león literario alemán. El rey Alberto comentó con el ministro francés que la causa de todo aquello estribaba en el complejo de inferioridad y en los celos de los alemanes. «Son gente envidiosa, desequilibrada. Han incendiado la Biblioteca de Lovaina sencillamente porque era única y admirada universalmente, un gesto de los bárbaros contra el mundo civilizado».[19] Válido en parte, este comentario no estaba de acuerdo con el uso deliberado del terror, tal como exigía el Kriegsbrauch: «La guerra no puede ser dirigida única y exclusivamente contra las tropas enemigas, sino que ha de pretender destruir todos los recursos materiales e intelectuales [geistig] del enemigo».[20] Para el mundo, aquélla fue una acción propia de los bárbaros, una acción que los alemanes habían hecho para asustar al mundo, para inducirles a la sumisión, pero con lo que consiguieron todo lo contrario, pues todos se dieron cuenta ahora de que se enfrentaban con un enemigo con el que no cabía ninguna clase de negociación ni acuerdo.
Bélgica se convirtió, en muchos aspectos, en el «objetivo supremo» de la guerra. En Estados Unidos, cuenta un historiador al echar una mirada retrospectiva, Bélgica «precipitó» la reacción de la opinión pública y Lovaina fue el punto culminante. Matthias Erzberger, hijo del jefe de propaganda, descubrió que «Bélgica había levantado a todo el mundo contra Alemania».[21] El argumento de que Alemania hacía la guerra por necesidades militares, confesó él mismo, era «insuficiente».
De poco le sirvió al káiser emprender la ofensiva diez días después del incendio de Lovaina en un telegrama dirigido al presidente Wilson, en el que decía: «Mi corazón sangra por los sufrimientos de los belgas, originados como resultado de una acción criminal y bárbara de los propios belgas».[22] Su resistencia, explicaba, había sido «incitada abiertamente» y «organizada» por el gobierno belga, obligándole con ello a ordenar a sus generales que adoptaran las medidas más severas contra aquella población «ávida de sangre».
De poco les sirvió a noventa y tres profesores alemanes y otros intelectuales firmar un documento dirigido al «mundo civilizado», proclamando los efectos civilizadores de la cultura alemana y afirmando: «No es cierto que de un modo criminal hayamos violado la neutralidad belga, no es verdad que nuestras tropas hayan destruido brutalmente la ciudad de Lovaina». A pesar de que los firmantes fueran hombres mundialmente célebres (Harnack, Sudermann, Humperdinck, Roentgen, Hauptmann, Liszt), las cenizas de Lovaina proclamaban la verdad con voz fuerte y potente.[23] A finales de agosto, la opinión pública mundial se decía que se enfrentaba con un enemigo que había de ser derrotado, un régimen que debía ser destruido, una guerra en la que se había de luchar hasta el final. El 4 de septiembre, los gobiernos ruso, inglés y francés firmaron el Pacto de Londres, comprometiéndose «a no firmar una paz por separado durante la presente guerra».
Desde aquel momento, todo se complicó y endureció. Cuanto más insistían los aliados en derrotar el militarismo alemán y a los Hohenzollern, tanto más insistía Alemania en que nunca depondría las armas si no lograba la victoria final. En respuesta a la proposición del presidente Wilson de actuar como mediador, Bethmann-Hollweg declaró que el Pacto de Londres obligaba a Alemania a luchar hasta la última gota de sangre y que, por lo tanto, no podía aceptar ninguna base para una paz negociada. Los aliados adoptaron la misma actitud. Cuanto más profundamente se hundían los beligerantes en la guerra, y cuantas más vidas y bienes sacrificaban, más decididos estaban a salir airosos de la contienda para obtener un beneficio.
Las ventajas que Alemania confiaba conseguir con la victoria fueron expuestas durante los primeros treinta días de lucha en una memoria presentada al gobierno, el 2 de septiembre, por Matthias Erzberger. Jefe del Partido Católico del Centro y portavoz del Comité de Asuntos Militares, era la mano derecha del canciller y un astuto oportunista que coincidía siempre con la opinión dominante en un momento dado, y combinaba energía e inteligencia con una flexibilidad política que no se había conocido en Europa desde los tiempos de Talleyrand. Se decía de él que «no tenía convicciones y sí sólo apetitos». El hombre que años después había de erigirse en el abogado de la petición de paz por Alemania e iba a ser ministro en la República de Weimar, aquellos días, sin embargo, se sentía impulsado a exponer los objetivos de guerra alemanes. Bethmann, que confiaba plenamente en él, sin duda se preguntaría de dónde sacaría aquellas brillantes ideas mientras que a él no se le ocurría ninguna.[24]
Alemania, según Erzberger, iba a hacer uso de la victoria para controlar el continente europeo por los «tiempos de los tiempos». Todas las demandas en la mesa de la conferencia de la paz tendrían como base esta premisa, para la cual eran necesarias tres condiciones: abolición de los Estados neutrales en las fronteras alemanas, el fin de la «intolerable hegemonía» inglesa en los asuntos mundiales y la destrucción del coloso ruso. Erzberger preveía una Confederación de Estados Europeos análoga a lo que luego había de ser formado como Estados mandatarios de la Sociedad de Naciones. Algunos Estados serían «controlados» por Alemania; otros, como Polonia y el grupo de los Estados bálticos anexionados a Rusia, permanecerían bajo la soberanía de Alemania «hasta el fin de los tiempos,» con una posible representación, pero sin derecho de voto, en el Reichstag. Erzberger todavía no había llegado a ninguna conclusión con respecto a Bélgica, pero sí que Alemania conservaría el control militar sobre Boulogne y Calais. Alemania se apropiaría igualmente de las minas de Briey-Longwy, así como también de Belfort y la Alta Alsacia, lo que no había hecho en el año 1870. Se apoderaría también de las colonias francesas y belgas en África. No se hacía ninguna mención de las colonias inglesas, lo que hace suponer que Erzberger confiaba en llegar a un acuerdo con Gran Bretaña. Como reparación de guerra, los Estados vencidos habrían de abonar, por lo menos, mil millones de marcos como gastos directos y el dinero necesario para sufragar las pensiones a los veteranos de guerra, regalos a los generales y estadistas, así como el pago de la deuda nacional alemana, liberando de esta forma al pueblo alemán de toda clase de impuestos durante los años venideros.[25]
Redactados durante los días de conquista del mes de agosto, estos objetivos de guerra alemanes eran tan grandiosos que eliminaban ya toda posibilidad de negociación. En el bando aliado, en aquellos momentos el objetivo primordial de la guerra, tal como fue expuesto por el ministro de Asuntos Exteriores Sazonov a Paléologue durante una cena privada en San Petersburgo el 20 de agosto, era destruir el imperialismo alemán. Y estaban de acuerdo en que se trataba de una lucha a vida o muerte y que su meta sólo podía alcanzarse con una victoria total. Y el ministro zarista añadió que habían de efectuarse cambios políticos fundamentales para que el imperialismo alemán no resurgiera de sus cenizas. Debía ser restaurado el reino de Polonia, Bélgica debía ser engrandecida, Alsacia y Lorena habían de pertenecer de nuevo a Francia y Schleswig-Holstein, a Dinamarca, había de ser reconstruido el reino de Hannover, Bohemia separada de Austria-Hungría y todas las colonias alemanas cedidas a Francia, Bélgica e Inglaterra.
Éstos eran los objetivos de los estadistas profesionales. El pueblo, que no sabía diferenciar Schleswig-Holstein de Bohemia sabía, sin embargo, que el mundo entero estaba mezclado «en el acontecimiento humano más importante desde la Revolución francesa».[26] Aunque se trataba de una catástrofe de proporciones ilimitadas, en el mes de agosto todavía existían «grandes esperanzas», esperanzas que luego se irían transformando en esperanza en el fin de la guerra, esperanza en una nueva estructuración del mundo entero. El señor Britling, en la novela de Wells, a pesar de ser un personaje ficticio, aunque no por ello menos representativo, afirma que «será un gran paso hacia delante. Es el fin de cuarenta años de terrible suspense. Es crisis y solución». Veía una «tremenda oportunidad […] y podremos hacer un nuevo mapa del mundo. Este mundo es de un material maleable con el que los hombres pueden hacer lo que quieran. Éste es el fin y el comienzo de una nueva época […]».