«¡LLEGAN LOS COSACOS!»[*]
El 5 de agosto, en San Petersburgo, el embajador francés Paléologue vio a un regimiento de cosacos que partía para el frente. Su general, al distinguir la bandera francesa en el coche del embajador, desmontó de su caballo, le abrazó y pidió permiso para hacer desfilar a su regimiento. Mientras Paléologue pasaba revista solemnemente a las fuerzas desde su coche, el general, entre los gritos de mando de sus oficiales, dirigió gritos de estímulo al embajador: «¡Destruiremos a esos sucios prusianos! […]. ¡Exterminaremos Prusia, asolaremos Alemania! […]. ¡Guillermo a Santa Helena!». Una vez hubo terminado el desfile, galopó detrás de sus hombres con el sable al aire, repitiendo: «¡Guillermo a Santa Helena!».[1]
Los rusos, cuyas rencillas con Austria habían desencadenado la guerra, estaban agradecidos a Francia porque había hecho honor a su alianza, y a su vez ansiosos por demostrar la misma lealtad apoyando todos los esfuerzos galos. «Nuestro objetivo —declaró el zar, demostrando mayor entusiasmo que el que sentía en realidad—, es el aniquilamiento del Ejército alemán», indicando a los franceses que consideraba sus operaciones contra Austria como «secundarias», y que le había ordenado al gran duque «abrir a toda costa el camino hacia Berlín desde el primer momento».[2]
El gran duque había sido nombrado comandante en jefe durante los últimos días de la crisis a pesar de la rivalidad de Sujomlinov, que deseaba este cargo. Entre ambos, ni siquiera el régimen ruso de los últimos días de los Romanov fue tan estúpido como para elegir a Sujomlinov, de orientación teutona, para dirigir una guerra contra Alemania. Sin embargo, continuó en su puesto de ministro de la Guerra.
Desde el momento en que los franceses iniciaron las hostilidades, Francia, incierta sobre si los rusos cumplirían o podrían cumplir lo que habían prometido, no dejó pasar un solo momento sin exhortar a sus aliados a hacer honor a lo pactado. «Suplico a Vuestra Majestad —rogó el embajador Paléologue durante una audiencia que le concedió el zar el 5 de agosto— que dé la orden a sus ejércitos de pasar inmediatamente a la ofensiva, pues en caso contrario corremos el riesgo de que el Ejército francés sea aniquilado».[3] No satisfecho con esta visita al zar, Paléologue se entrevistó también con el gran duque, que le aseguró al embajador que pensaba lanzar una vigorosa ofensiva el 14 de agosto, cumpliendo la promesa de emprender la acción al decimoquinto día de la movilización, sin esperar a que sus ejércitos hubiesen terminado su concentración. Aunque famoso por sus vanas promesas y por sus discursos, que, frecuentemente, no podían ser reproducidos, el gran duque redactó inmediatamente un mensaje al estilo de los caballeros medievales dirigido a Joffre. «Firmes en la convicción de la victoria», telegrafió, marcharía contra el enemigo llevando a su lado, junto a su estandarte, la bandera de la República francesa que Joffre le había regalado con motivo de las maniobras del año 1912.[4]
Que existía un abismo entre las promesas dadas a los franceses y los preparativos para pasar a la acción era evidente para todo el mundo, y posiblemente fue la causa de las lágrimas que vertió el gran duque cuando fue nombrado comandante en jefe. Según palabras de un compañero suyo, «no estaba preparado para la tarea que se exigía de él, y cuando recibió la orden imperial se puso a llorar, dado que no sabía cómo hacer frente a la situación».[5] Considerado por un historiador militar ruso como «eminentemente calificado» para su labor, el gran duque debió de verter sus lágrimas más por Rusia y el mundo entero que por él. El año 1914 estaba envuelto en un aura que hacía que todo aquel que la percibiera sintiera compasión por la humanidad. Las lágrimas se agolpaban en los ojos incluso de los más valientes y decididos. Messimy, cuando abrió la sesión del Gabinete el 5 de agosto, la inició con un discurso lleno de valor y firmeza, interrumpió la sesión al mediodía, hundió la cabeza entre sus manos y sollozó incapaz de continuar. Winston Churchill, al desear una rápida victoria al Cuerpo Expedicionario inglés y despedirse de Henry Wilson, «se puso a llorar sin poder terminar sus frases». Esta misma emoción debía de experimentarse en San Petersburgo.[6]
Los compañeros del gran duque no eran los pilares más firmes de apoyo. El jefe de Estado Mayor, en 1914, era el general Yanushkevich, de cuarenta y cuatro años, de bigotes negros y pelo rizado que no lucía barba, y al que el ministro de la Guerra tenía «todavía por un chiquillo». Más cortesano que soldado, no había participado en la guerra contra los japoneses, aunque había prestado servicio en el mismo regimiento que Nicolás II, lo que era una buena razón para obtener un rápido ascenso. Se había graduado en la Academia del Estado Mayor y más tarde había sido nombrado comandante de la misma, había prestado servicio en el Ministerio de la Guerra y, cuando estalló la guerra, apenas hacía tres meses que era jefe del Estado Mayor. Lo mismo que el príncipe heredero alemán, estaba completamente bajo la influencia de su lugarteniente, el grave y silencioso general Danilov, un hombre muy trabajador y muy disciplinado que era el cerebro del Estado Mayor. El antecesor de Yanushkevich como jefe del Estado Mayor, el general Jilinsky, había preferido renunciar al cargo y convenció a Sujomlinov para que le nombrara comandante de la región militar de Varsovia. Estaba al mando, a las órdenes del gran duque, del grupo de ejércitos del noroeste en el frente contra Alemania. Durante la Guerra Ruso-japonesa no había logrado sobresalir, pero tampoco había cometido ningún error grave como jefe del Estado Mayor del comandante en jefe, el general Kuropatkin, y había logrado permanecer entre los favoritos sin gozar de una popularidad personal ni poseer siquiera talento militar.
Rusia no había hecho ninguna clase de preparativos para lanzarse a aquel prematuro ataque que había prometido a los franceses. A última hora había de improvisarse todo. Fue ordenada una «movilización de urgencia»[7] para ganar varios días. Los montones de telegramas que llegaban de París, entregados personalmente por Paléologue, mantenían viva esta presión. El 6 de agosto las órdenes del Estado Mayor ruso decían que era esencial prepararse «para una enérgica ofensiva contra Alemania lo antes posible, con el fin de aliviar la situación de Francia, pero, desde luego, cuando se dispusiera de las fuerzas necesarias». El 10 de agosto, sin embargo, ya se había renunciado a la premisa de «fuerzas necesarias». Las órdenes transmitidas aquel día decían: «Nuestro deber es acudir en ayuda de Francia, en vista del gran ataque que los alemanes preparan contra ella. Esta ayuda ha de efectuarse atacando lo más rápido posible a las fuerzas alemanas que se hallan estacionadas en la Prusia oriental». El Primer y Segundo Ejércitos recibieron órdenes de estar en «posición» el decimocuarto día de la movilización, 13 de agosto, a pesar de que habrían de ponerse en marcha sin sus servicios de aprovisionamiento, que no podrían estar concentrados hasta el vigésimo día de la movilización, o sea, el 19 de agosto.
Las dificultades de organización eran inmensas; la esencia del problema, tal como el gran duque le confesó en cierta ocasión a Poincaré, era que, en un imperio tan extenso como el ruso, cuando se daba una orden nunca se podía obtener la certeza de que dicha orden había llegado a su punto de destino. Las deficiencias en el sistema telefónico y telegráfico y la falta de especialistas hacían imposible una comunicación rápida y segura. La falta de camiones dificultaba también el ritmo de movilización ruso. En 1914, el Ejército contaba con 418 vehículos a motor, 259 turismos y dos ambulancias a motor. Contaba, sin embargo, con 320 aeroplanos. Como resultado de todo ello, tan pronto como los transportes abandonaban el sistema ferroviario habían de fiarse, única y exclusivamente, del transporte por tiro animal.
Los servicios de suministro estaban en un estado deplorable. Investigaciones judiciales después de la Guerra Ruso-japonesa habían revelado la existencia de numerosos casos de corrupción en estos servicios. Incluso cuando el gobernador de Moscú, el general Reinbot, fue juzgado y encarcelado por soborno en los suministros al Ejército, hizo gala de toda su influencia personal para ser perdonado y vuelto a nombrar para su antiguo cargo.[8] Cuando se reunió por primera vez con sus colaboradores, el gran duque les dijo: «Caballeros, basta de latrocinios».[9]
El vodka, otro compañero tradicional en la guerra, fue prohibido. Durante la última movilización en el año 1904 se tardó una semana en volver a poner orden en el caos que se había originado a causa de las borracheras y botellas rotas en los cuarteles. Ahora que los franceses decían que recuperar el retraso era una cuestión de vida o muerte, Rusia decretó la prohibición durante el período de la movilización. Nada podía dar una prueba más práctica y más leal de las intenciones de cumplir lo antes posible los planes franceses, pero con aquella característica impremeditación, el gobierno, por medio de un decreto del 2 de agosto, extendió la prohibición a todo el tiempo que durase la guerra. Puesto que la venta de vodka era un monopolio del Estado, esta disposición rebajó repentinamente los ingresos del gobierno en una tercera parte. En todos los tiempos, comentó un miembro de la Duma, los gobiernos han tratado por todos los medios de elevar los impuestos durante la guerra, «pero ésta es la primera vez en la historia de la humanidad que un país, en tiempos de guerra, renuncia a sus principales fuentes de ingreso».[10]
A última hora del decimoquinto día, a las once, una hermosa noche de verano, el gran duque abandonó la capital para dirigirse a su cuartel general de campaña en Baranovichi, un centro ferroviario en la línea Moscú-Varsovia a medio camino entre los frentes alemán y austriaco. El gran duque y sus compañeros se reunieron en los andenes de la estación de San Petersburgo en espera de que el zar fuera a despedir a su comandante en jefe. Sin embargo, los celos de la zarina dejaron de lado todo protocolo y Nicolás no hizo acto de presencia. Las palabras de despedida fueron pronunciadas en voz baja y los hombres ocuparon silenciosamente sus puestos en el tren y partieron.
En el frente todavía continuaban los esfuerzos para concentrar los ejércitos. La caballería rusa, en sus misiones de exploración, había penetrado en territorio alemán ya desde el primer día de la guerra. Pero estas excursiones, que no tenían ningún objetivo militar, servían como pretexto para que los periódicos alemanes denunciaran en grandes titulares los salvajes ataques de los cosacos y las brutalidades que cometían. Ya el 4 de agosto en Frankfurt, en los límites occidentales de Alemania, un oficial oyó rumores de que treinta mil refugiados de la Prusia oriental buscaban alojamiento en la ciudad.[11] Las peticiones de salvar a Prusia oriental frente a las hordas eslavas comenzaron a distraer al Estado Mayor alemán de su tarea de concentrar todos los esfuerzos bélicos contra Francia.
El 12 de agosto por la mañana un destacamento del Primer Ejército del general Rennenkampf, consistente en una división de caballería al mando del general Gourko y apoyada por una división de infantería, inició la invasión de la Prusia oriental al frente del grueso de las Fuerzas Armadas rusas y ocupó la ciudad de Marggrabowa, cinco millas más allá de la frontera. Disparando mientras cabalgaban por las afueras de la ciudad, al entrar en la plaza del mercado descubrieron que la ciudad estaba indefensa y había sido evacuada por los soldados alemanes. Las tiendas estaban cerradas, pero los habitantes les miraban desde detrás de los cristales de las ventanas. La primera mañana, los rusos vieron grandes fuegos a ambos lados de su ruta de avance, y cuando se acercaron vieron que no eran las granjas lo que los alemanes habían incendiado, sino grandes pajares, para de esta forma ir señalando la dirección del avance ruso. Por todas partes se descubrían pruebas de que los alemanes lo tenían todo previsto y preparado. En lo alto de las colinas habían construido torres de observación de madera. Las tropas alemanas habían distribuido bicicletas por las granjas para que los muchachos de trece a catorce años actuaran de mensajeros. Los soldados alemanes, destinados como informadores, habían sido vestidos como campesinos e incluso disfrazados de mujeres. Estos últimos fueron descubiertos, probablemente en acciones que nada tenían que ver con objetivos militares, pero la mayoría no fueron identificados, pues, tal como comentó el general Gourko, no era posible levantar las faldas a todas las mujeres que habitaban en la Prusia oriental.
Al recibir los informes del general Gourko, indicando que las ciudades habían sido evacuadas y que la población había emprendido la huida, el general Rennenkampf llegó a la conclusión de que los alemanes no planeaban una defensa seria tan lejos de su base en el Vístula, y sintió más ansia aún de lanzarse hacia delante y mucha menor preocupación por sus servicios de aprovisionamiento. Elegante oficial de sesenta y un años, de mirada firme y bigotes enérgicos, se había ganado fama de osado, decidido y hábil táctico durante la rebelión de los bóxers, como comandante de una división de caballería en la Guerra Ruso-japonesa y como jefe de la expedición de castigo contra Chita, en la que exterminó sin ninguna compasión a quienes quedaban tras la revolución de 1905. Su pericia militar quedaba, en cierto modo, ensombrecida por su ascendencia alemana y por cierto inexplicable embrollo que, en opinión del general Gourko, «dañó considerablemente su reputación moral». Cuando durante las semanas siguientes volvieron a resurgir todos estos hechos, sus compañeros no vacilaron un solo momento en afirmar su lealtad a Rusia.
Haciendo caso omiso de las prevenciones del general Jilinsky, comandante del grupo de ejércitos del noroeste, un hombre pesimista ya desde el principio, apresurando la concentración de sus tres Cuerpos de Ejército y las cinco divisiones y media de caballería, Rennenkampf inició su ofensiva el 17 de agosto. Su Primer Ejército, compuesto de unos doscientos mil hombres, cruzó la frontera en un frente de treinta y cinco millas dividido por los bosques de Rominten. Su objetivo era Insterburg, a treinta y siete millas de la frontera y a tres días de marcha, una franja de terreno abierto de unas treinta millas de ancho y situada entre la zona fortificada de Königsberg al norte y los lagos de Masuria al sur. Era una región de pequeños pueblos y grandes granjas. Por allí tenía pensado pasar el Primer Ejército, para enfrentarse con el grueso de las fuerzas alemanas, hasta que el Segundo Ejército de Samsonov, que rodeaba la región de los lagos desde el sur, llegara para asestar el golpe de gracia a los alemanes por el flanco y la retaguardia. Los dos ejércitos rusos debían reunirse en un frente común en la zona de Allenstein.
La línea objetivo del general Samsonov, a la misma altura que Allenstein, estaba a cuarenta y tres millas de la frontera, de tres y medio a cuatro días de marcha si todo iba bien. Entre el punto de partida, sin embargo, y su objetivo existían muchas posibilidades para casualidades inesperadas… lo que Clausewitz llamaba las «fricciones» de la guerra. Debido a no poder contar con una vía de ferrocarril dirección este-oeste a través de la Polonia rusa hacia la Prusia oriental, el ejército de Samsonov no pudo cruzar la frontera hasta dos días después de haberlo hecho Rennenkampf. Su línea de marcha era por carreteras arenosas a través de una región poblada de pequeños bosques y pantanos y habitada por unos escasos campesinos polacos. Una vez dentro del territorio hostil habría pocas oportunidades para aprovisionarse de víveres y de forraje.
El general Samsonov, a diferencia de Rennenkampf, no conocía la región y era nuevo para sus tropas y los miembros de su Estado Mayor. En 1877, a los dieciocho años, ya había luchado contra los turcos, fue ascendido a general a la edad de cuarenta y tres años, durante la Guerra Ruso-japonesa había estado al mando de una división de caballería, y desde 1909 había ostentado el cargo semimilitar de gobernador del Turquestán. Contaba cincuenta y cinco años cuando estalló la guerra, estaba de permiso por enfermedad en el Cáucaso y no llegó a Varsovia y al cuartel general del Segundo Ejército hasta el 12 de agosto. Las comunicaciones entre su ejército y Rennenkampf, así como también con el cuartel general de Jilinsky, que había de coordinar los movimientos de los dos ejércitos, eran anormales. La precisión en el tiempo nunca había sido una de las virtudes del mando militar ruso. Durante las maniobras del mes de abril habían ejercitado los planes casi con las mismas tropas y los mismos mandos que luego habían de actuar en el frente, y el Estado Mayor ruso tenía pleno conocimiento de todas las dificultades que entrañaba la acción. Aunque las maniobras, durante las cuales Sujomlinov desempeñó el papel de comandante en jefe, habían revelado que el Primer Ejército había emprendido la marcha demasiado pronto, cuando estallaron las hostilidades se aferraron al mismo esquema, que habían estructurado sin introducir ningún cambio.[12] Contando los dos días de ventaja que llevaba Rennenkampf y los cuatro días de marcha de Samsonov, quedaban seis días durante los cuales el Ejército alemán habría de enfrentarse a un solo ejército ruso.
El 17 de agosto, los dos cuerpos de caballería de Rennenkampf, que vigilaban sus flancos a la derecha y a la izquierda, recibieron órdenes no sólo de proteger el avance, sino de interrumpir las dos vías de los ferrocarriles alemanes para que éstos no pudieran replegar su material móvil. Por haber usado un ancho de vías diferente del alemán como defensa contra una posible invasión, los rusos no podían hacer uso de su material rodante o de la valiosa red de ferrocarriles de la Prusia oriental, a no ser que capturaran también los trenes alemanes. Como es natural, los alemanes no dejaban atrás ni un solo vagón que pudiera caer en manos de los rusos. El Ejército ruso, que se alejaba cada vez más de sus bases por una región hostil, comenzó muy pronto a agotar cada vez más sus reservas, que eran transportadas en carros. Para las comunicaciones, dado que no contaban con líneas propias, los rusos dependían de las líneas telegráficas alemanas, y cuando se encontraron con que los alemanes habían destruido sus líneas, no les quedó otro remedio que hacer uso de las comunicaciones inalámbricas, pero sin clave, pues no contaban con los expertos necesarios.[13]
Los aeroplanos hicieron muy pocas misiones de reconocimiento o de localización de la artillería, puesto que la mayoría de los aparatos habían sido enviados al frente austriaco. Al observar un avión, el primero que veían, los soldados rusos, sin fijarse en su nacionalidad, arrojaron los fusiles y emprendieron la huida convencidos de que sólo los alemanes eran capaces de una invención tan diabólica. Los soldados rusos consumían ingentes cantidades de pan negro y té, e iban armados con una bayoneta de cuatro filos que, cuando era montada en el fusil, formaba un arma más alta que un hombre y que, en un combate cuerpo a cuerpo, les daba ventaja sobre los soldados alemanes. Sin embargo, en cuanto a potencia de fuego y eficacia en el combate, la superioridad alemana en artillería hacía que dos divisiones alemanas equivalieran a tres divisiones rusas. Las desventajas rusas eran agravadas aún más por el odio mutuo entre Sujomlinov, como ministro de la Guerra, y el gran duque, como comandante en jefe, sobre todo debido a que las comunicaciones entre el frente y la retaguardia eran muy malas y el problema de los suministros, mucho peor todavía. Antes de que terminara el primer mes de lucha, la falta de obuses y de cartuchos era tan desesperada, y la indiferencia del Ministerio de la Guerra tan descorazonadora, que el 8 de septiembre el gran duque apeló directamente al zar. Informó de que en el frente austriaco debían ser aplazadas las operaciones hasta que llegaran las municiones, cien obuses por cañón. «En este momento sólo disponemos de veinticinco por cañón. Suplico a Vuestra Majestad que apresure el envío de munición».
El grito «Kosaken kommen!»[14] («¡Llegan los cosacos!») que llegaba desde la Prusia oriental, debilitó la decisión alemana de dejar un mínimo de defensa en aquella provincia alemana. El Octavo Ejército de la Prusia oriental, que comprendía cuatro cuerpos y medio, una división de caballería, la guarnición de Königsberg y algunas brigadas territoriales, era tan potente en número como cualquiera de los ejércitos rusos. Las órdenes que había recibido de Moltke eran las de defender la Prusia oriental y la occidental, pero no permitir en ningún momento que les atacara una fuerza superior, o ser obligados a replegarse hasta la zona fortificada de Königsberg. Si eran atacados por una fuerza numéricamente superior, entonces debían replegarse al otro lado del Vístula abandonando la Prusia oriental al enemigo. Tales órdenes «entrañaban peligros psicológicos para dos caracteres débiles»,[15] en opinión del coronel Max Hoffmann, que había sido nombrado segundo jefe de Operaciones del Octavo Ejército.
El carácter débil a que hacía referencia Hoffmann era el del comandante del Octavo Ejército, el teniente general Von Prittwitz und Gaffron. Como favorito de la corte, Prittwitz había disfrutado de una carrera de rápidos ascensos porque, según un oficial compañero suyo, «sabía cómo alegrar los oídos del káiser durante las comidas con toda clase de chistes y relatos muy sabrosos».[16] Contaba entonces sesenta y seis años y era una versión alemana de Falstaff, «impresionante en su aspecto físico, consciente hasta el grado máximo de su personalidad, rudo e incluso brutal». Conocido por el apodo de «Der Dicke» («el Gordo»), no poseía ningún interés intelectual o militar. Inútilmente Moltke, que nunca le consideró apto para aquel cargo, había tratado hacía años de darle un nuevo destino, pero las buenas relaciones de Prittwitz eran mucho más fuertes que todos los intentos contra él. Lo mejor que podía hacer Moltke en aquellas circunstancias era nombrar a su propio segundo jefe, el conde Von Waldersee, como jefe del Estado Mayor de Prittwitz. En el mes de agosto Waldersee, que sufría las consecuencias de una operación, no «estaba a la altura de las circunstancias», en opinión de Hoffmann, y dado que Prittwitz nunca lo había estado, todo esto le indujo a creer que el poder real para mandar el Octavo Ejército debía colocarse en manos del hombre mejor capacitado para ello, es decir, él.
Las preocupaciones por la Prusia oriental se agudizaron cuando el 15 de agosto Japón se declaró a favor de los aliados, liberando, con esta decisión, un gran número de fuerzas rusas. De nuevo los diplomáticos alemanes habían fracasado en ganarse o conservar a unos amigos.
Japón tenía sus propias ideas sobre lo que más le convenía en una guerra europea, y esto lo sabía muy bien su presunta víctima. «Japón se aprovechará de esta guerra para obtener el control sobre China», predijo el presidente Yuan Shi-kai.[17] Como ya es sabido, Japón se aprovechó de la guerra cuando las potencias europeas estaban mezcladas en otros asuntos, para imponer sus Veintiuna Demandas a China y hacer incursiones por territorios de soberanía china. El inmediato resultado de esta decisión japonesa fue que Rusia podía disponer de numerosas fuerzas estacionadas en el Lejano Oriente. Ante la visión de nuevas hordas eslavas los alemanes empezaron a temer que Prusia oriental no pudiera ser defendida sólo por el Octavo Ejército.
Ya desde un principio el general Von Prittwitz había tenido dificultades en imponerse al comandante de su I Cuerpo, el general Von François, un inteligente oficial de antepasados hugonotes, de cincuenta y cinco años, que se parecía a un Foch alemán. El I Cuerpo había sido reclutado en Prusia oriental y su comandante, decidido a que ni un solo eslavo pisara el suelo prusiano, amenazaba ahora con desarticular toda la estrategia del Octavo Ejército al avanzar demasiado lejos.
Basándose en los cálculos de Hoffmann, sería el primero en avanzar para enfrentarse con él en una batalla anticipada el 19 y 20 de agosto en la zona de Gumbinnen, a unas veinticinco millas de la frontera rusa, antes de que llegara a la zona de Insterburg. Tres cuerpos y medio, entre los que figuraba el I de François y una división de caballería, fueron enviados al encuentro de los rusos, mientras que el IV Cuerpo fue enviado en dirección sur para que estableciera contacto con el ejército de Samsonov. El 16 de agosto el cuartel general del Octavo Ejército fue trasladado a Bartenstein, más cerca del fuerte de Insterburg, en donde descubrieron que François había alcanzado ya y rebasado Gumbinnen. Era de la opinión de que había que pasar lo antes posible a la ofensiva, en tanto que los planes de Hoffmann decían que era más conveniente dejar avanzar a los rusos lo máximo posible hacia el oeste, basándose en que cuanto más alejados estuvieran de sus bases más vulnerables serían. Hoffmann deseaba que los rusos llegaran lo antes posible a la zona de Gumbinnen, con el fin de presentarles batalla antes de tener que hacer frente también al ejército de Samsonov.
El avance de François más allá de Gumbinnen, donde estableció su cuartel general el 16 de agosto, amenazaba con tener que mandar al resto del Octavo Ejército detrás de él para apoyarle en los flancos. Prittwitz le mandó orden el 16 de que se detuviera, pero François protestó indignado por teléfono de que, cuanto más cerca de Rusia se librara la batalla, menos peligro habría para el territorio alemán. Prittwitz replicó que la pérdida de la Prusia oriental era inevitable, y despachó una orden por escrito a François remarcando que él era el único comandante y prohibiendo un nuevo avance.[18] François hizo caso omiso de la orden. A la una de la tarde del 17 de agosto, Prittwitz recibió, «con gran asombro por su parte», un mensaje de François diciéndole que había entrado en acción en Stallupönen, veinte millas más allá de Gumbinnen y a sólo ocho millas de la frontera rusa.
Aquella mañana, cuando el grueso del ejército de Rennenkampf cruzó la frontera, su III Cuerpo, en el centro, inició la marcha, más por falta de coordinación que conscientemente, varias horas antes que los otros dos. Habiendo sido reconocidas las tropas de François en Stallupönen, los rusos recibieron la orden de atacar. La batalla se libró a pocas millas al este de la ciudad. El general Von François y su jefe de Estado Mayor asistían a la batalla desde la escalinata de la iglesia de Stallupönen, cuando «en medio de aquella tensión que destrozaba los nervios» comenzó, de pronto, a doblar la campana de la iglesia. El telescopio vibró sobre su trípode y unos enfurecidos oficiales lanzaron un sinfín de maldiciones teutónicas sobre la cabeza del desgraciado consejero municipal que había considerado su deber prevenir a la población del avance de los rusos.[19]
Una indignación similar reinaba en el cuartel general del Octavo Ejército cuando se recibió el mensaje de François. Recibió órdenes por teléfono y telégrafo de poner fin a la acción y un general de división fue enviado urgentemente en persona para confirmar la orden. «¡El general en jefe le manda que cese la batalla en el acto y se retire a Gumbinnen!», le gritó a François. Furioso por el tono y los modales, François replicó: «Informe al general Von Prittwitz de que el general Von François pondrá fin a la acción cuando haya derrotado a los rusos».
Mientras tanto, una brigada alemana con cinco baterías de artillería había dado la vuelta al flanco derecho alemán para atacar a los rusos por la espalda. Puesto que el avance del III Cuerpo ruso, especialmente de su 27.ª División, que ahora combatía en Stallupönen, había abierto una brecha entre la misma y los vecinos cuerpos rusos a su izquierda, no quedaba protegida contra el ataque alemán. El regimiento sobre el que se lanzaron los alemanes emprendió la huida arrastrando consigo a toda la 27.ª División y abandonando tres mil prisioneros a los alemanes. A pesar de que el resto del ejército de Rennenkampf alcanzó la línea objetivo que se había fijado para aquel día, la 27.ª División tuvo que retirarse a la frontera para reorganizarse, deteniendo el previsto avance para el día siguiente. François se retiró aquella misma noche a Gumbinnen, después de evacuar Stallupönen, convencido personalmente de las virtudes de la disciplina.
A pesar del choque, el ejército de Rennenkampf reanudó el avance, pero el 19 de agosto ya comenzaban a notar las consecuencias de su deficiente servicio de aprovisionamiento. Apenas a quince millas de su propia frontera, los comandantes de los cuerpos se lamentaban de no recibir el suministro que pedían y de que los mensajes no llegaban al cuartel general del ejército. Delante de ellos las carreteras quedaban bloqueadas por los rebaños de ganado y por la población que había emprendido la huida. Esta huida de la población y el movimiento de repliegue del cuerpo de Von François hicieron creer a Rennenkampf y a su superior, el general Jilinsky, comandante del frente noreste, que los alemanes evacuaban Prusia oriental. Esto no se correspondía con los deseos de los rusos, ya que si el Ejército alemán se retiraba demasiado pronto escaparía a la destrucción por las tenazas rusas. Por lo tanto, Rennenkampf ordenó un alto para el día 20, menos debido a sus propias dificultades que a su deseo de instigar a los alemanes al combate y permitir que el Segundo Ejército asestara el golpe decisivo a los alemanes por la espalda.[20]
El general Von François aceptó el reto. Oliendo de nuevo la batalla, telefoneó al general Von Prittwitz en el cuartel general del Octavo Ejército el día 19 solicitando permiso para pasar al contraataque en lugar de continuar su retirada hacia Gumbinnen. Dijo que se encontraba con una oportunidad de oro, puesto que el avance ruso estaba descohesionado. Describió con palabras vehementes la huida de la población e insistió, de un modo apasionado, en que no podía permitirse bajo ninguna circunstancia que las hordas eslavas mancillaran el suelo alemán. Prittwitz estaba indeciso. Puesto que había sido su intención luchar detrás de Gumbinnen, el Octavo Ejército había construido allí buenas posiciones defensivas a lo largo del río Angerapp. Pero el prematuro avance de François aquel día había desarticulado el plan y ahora estaba a unas diez millas, en el lado opuesto de Gumbinnen. Permitirle lanzarse al ataque allí significaba, al mismo tiempo, permitirle aceptar la batalla lejos de la línea defensiva de Angerapp, y que los otros dos cuerpos y medio se verían arrastrados con él y quedarían aún más separados del XX Cuerpo, que había sido destinado a proteger el frente sur contra el avance del ejército de Samsonov y que en el momento más inesperado podía reclamar apoyo.
Por otro lado, exhibir, en medio de una población aterrorizada, el espectáculo del Ejército alemán en retirada sin haber librado una batalla seria, a pesar de que esta retirada sólo fuera por unas veinte millas, influía grandemente en todos los oficiales alemanes. La decisión se hizo más difícil cuando los alemanes se enteraron de que Rennenkampf había dado la orden de alto a sus tropas. La orden fue despachada a los comandantes de cuerpo rusos por radio, en una clave muy sencilla que un profesor alemán de matemáticas, adscrito al Octavo Ejército como criptógrafo, no tuvo gran dificultad en descifrar.[21]
Se planteaba una cuestión: ¿durante cuánto tiempo se detendría Rennenkampf? El período de tiempo que les quedaba a los alemanes para lanzarse contra el Segundo Ejército ruso se iba acortando; aquella noche habrían pasado tres de los seis días que habían calculado. Si los alemanes esperaban en el río Angerapp a que los rusos se les echaran encima, podían entonces ser apresados al mismo tiempo entre los dos ejércitos rusos. En aquellos momentos se recibió la noticia de que el ejército de Samsonov había cruzado la frontera aquella misma mañana. Avanzaba la segunda punta de la tenaza. Los alemanes debían decidir si se lanzaban sin pérdida de tiempo contra Rennenkampf, renunciando a las posiciones que habían preparado en el Angerapp, o se volvían contra Samsonov. Prittwitz y sus oficiales de Estado Mayor se decidieron por lo primero, y ordenaron a François que atacara a la mañana siguiente, el 20 de agosto. La única dificultad estaba en que los otros dos cuerpos y medio, que estaban estacionados en el Angerapp, no podían ser destinados a tiempo al frente de combate.
La artillería pesada de François abrió fuego antes del amanecer cogiendo a los rusos por sorpresa, y el bombardeo continuó durante media hora. A las cuatro de la mañana su infantería se lanzó hacia delante por los campos de rastrojos en la semioscuridad hasta que llegaron a tiro de fusil de las líneas rusas. Cuando llegó la mañana las baterías de campaña rusas comenzaron a vomitar fuego contra las filas grises y vieron cómo, repentinamente, la carretera blanca frente a ellos se volvía gris por los cadáveres que empezaban a cubrirla. Una segunda ola de color gris pasó a la carga, esta vez más cerca. Los rusos podían ver ahora las puntas de sus cascos. Sus baterías volvieron a abrir fuego y la ola se dobló, pero llegó otra. Los cañones rusos, que contaban con un suministro de 224 balas por día, disparaban a razón de 440 por día. Un aeroplano con la cruz gamada sobrevoló las líneas rusas y bombardeó los emplazamientos de artillería. Las olas grises continuaban avanzando. Estaban a quinientos pasos cuando los cañones rusos enmudecieron, porque habían agotado sus municiones. Las dos divisiones de François aislaron la 28.ª División rusa, infligiéndole unas bajas de un 60 por 100, es decir, un virtual aniquilamiento. La caballería de François, con tres baterías de artillería, hizo una rápida maniobra por el flanco abierto de los rusos, sin encontrar oposición por parte de la caballería rusa, que no contaba con artillería, permitiendo a los alemanes caer sobre los transportes rusos. Ésta fue la suerte que corrieron los cuerpos en el ala derecha de Rennenkampf. En el centro y en la izquierda los acontecimientos se desarrollaban de forma muy diferente.
Allí, los rusos, prevenidos por el fuego de artillería de François, estaban preparados para un ataque que cubría un frente de cincuenta y seis kilómetros. En el centro, el XVII Cuerpo alemán no llegó al frente hasta las ocho de la mañana, cuatro horas después de hacerlo François, y en la derecha alemana el I Cuerpo de la reserva no llegó hasta el mediodía. El XVII estaba mandado por el general August von Mackensen, otro de los integrantes de aquellos grupos de generales que habían luchado en el año 1870 y que ya habían rebasado los sesenta y cinco años. El I Cuerpo de la reserva estaba a las órdenes del general Otto von Below. Habían estado detrás del Angerapp la noche del 19, cuando recibieron la inesperada orden de reunirse con François en una ofensiva más allá de Gumbinnen a la mañana siguiente. Reuniendo rápidamente sus unidades, Mackensen cruzó el río durante la noche, pero al llegar al otro lado sus hombres se vieron obstaculizados por los refugiados, los carromatos y los rebaños de ganado. Cuando lograron formar de nuevo sus unidades y avanzar lo suficiente como para establecer contacto con el enemigo, habían perdido la ventaja de la sorpresa y los rusos abrieron fuego. Los efectos de la artillería pesada son devastadores para el bando que recibe las granadas y obuses, y en este caso, uno de los pocos en 1914, los que recibían eran los alemanes. La infantería tuvo que echarse cuerpo a tierra sin atreverse a levantar la cabeza; los carros de suministro volaban hechos pedazos y los caballos corrían sin jinetes. Por la tarde, la 35.ª División de Mackensen sucumbió bajo el fuego. Una compañía arrojó sus armas y emprendió la retirada, y otra fue presa del pánico, luego todo un regimiento, después los dos que estaban a ambos lados, y muy pronto las carreteras estaban atestadas de soldados que emprendían la huida. Mackensen y sus oficiales del Estado Mayor intentaron inútilmente poner fin a la huida, lo que no consiguieron hasta unos veinticuatro kilómetros después.
A la derecha de Mackensen, el I Cuerpo de la reserva de Von Below no podía acudir en su ayuda, pues había entrado en acción incluso más tarde, y cuando llegó al sector al que había sido destinado, Goldap, en los límites de los bosques de Rominten, en el acto se vio embarcado en una dura lucha con los rusos. La marcha de los cuerpos de Von Mackensen en el centro, sin estar protegidos por el flanco izquierdo de Von Below, le obligó también a retirarse, en parte para proteger a Von Mackensen y en parte a sí mismo. A la derecha de Von Below, la 3.ª División de la reserva, al mando del general Von Morgen, que había sido la última en partir del Angerapp, llegó hacia el anochecer, cuando ya todo había terminado. Aunque los alemanes hicieron una retirada ordenada y los rusos habían sufrido graves pérdidas por la acción de François, la Batalla de Gumbinnen fue, en su conjunto, una victoria rusa.
Prittwitz vio como todo su plan de batalla se derrumbaba. Una vigorosa persecución por parte de los rusos podía romper el centro alemán, atravesar Insterburg dividiendo al Octavo Ejército y empujar a los cuerpos de François hacia el norte para buscar refugio en la zona fortificada de Königsberg, lo que el OHL había advertido que no debía acontecer en ninguno de los casos. Para salvar al Octavo Ejército y mantenerlo unido, Prittwitz veía como única solución la retirada hasta el Vístula. Las últimas palabras que le había dirigido Moltke habían sido: «Mantenga unido el ejército. No permita que le alejen del Vístula, pero en caso de necesidad abandone la región del Vístula». Prittwitz consideró que había llegado este caso de emergencia, sobre todo después de una conversación por teléfono con Mackensen, que le describió fielmente el pánico que dominaba a sus tropas.[22]
A las seis en punto de aquella noche, 20 de agosto, llamó a François y le dijo que, a pesar de la victoria que había obtenido en su sector, su ejército debía replegarse al Vístula. François protestó violentamente, expuso muchas razones para que Prittwitz reconsiderara la orden, alegó que, debido a las pérdidas que habían sufrido, los rusos no podían lanzarse a una persecución, y le conminó a cambiar de parecer. Colgó el auricular con la impresión de que Prittwitz estaba dispuesto a estudiar otra vez la situación.
En el cuartel general, en medio del caos de las idas y venidas de los informes contradictorios, comenzaron a percatarse de una situación sorprendente: en efecto, los rusos no se lanzaban a la persecución. En el cuartel general ruso Rennenkampf había dado la orden de perseguir al enemigo aquella misma tarde entre las tres y las cuatro, pero, debido a ciertos informes que decían que la artillería pesada protegía la retirada de Von Mackensen, anuló la orden a las cuatro y media. En la incertidumbre de no conocer con exactitud la ruta alemana por el centro, esperaba. Un agotado oficial de Estado Mayor que le pidió permiso para acostarse, recibió como concesión dicho permiso de acostarse, pero vestido. Durmió una hora y cuando despertó se encontró a su lado a Rennenkampf, que le miraba sonriente y le dijo: «Ahora ya puede desnudarse, los alemanes se retiran».[23]
Estas palabras han sido comentadas extensamente por los críticos militares que invaden los campos de batalla cuando éstas han terminado, y de un modo especial por Hoffmann, con extrema malicia, en una versión muy personal de los hechos. La verdad es que cuando un enemigo emprende la retirada es el momento de lanzarse en su persecución, en lugar de meterse en la cama y dormir. Debido a los históricos resultados de la Batalla de Tannenberg, de la cual Gumbinnen fue una acción preliminar, el episodio de la decisión de Rennenkampf de no actuar ha levantado nubes de fervientes explicaciones y acusaciones, sin que fueran omitidas ciertas insinuaciones sobre su ascendencia alemana y la explícita acusación de que era un traidor. La más probable explicación fue ofrecida por Clausewitz, cien años antes: «Todo el peso de lo que es físico y sensual en un ejército —escribió cuando discutía el problema de perseguir a un enemigo— busca el descanso y la recuperación. Se requiere un vigor excepcional para comprender y ver más allá del momento presente y reaccionar en el acto para alcanzar aquellos resultados que, en un momento dado, parecen ser solamente un mero embellecimiento de la victoria… la lujuria del triunfo».[24]
Tanto si Rennenkampf percibía estos últimos resultados como si no, el hecho es que no podía, o consideraba que no podía, lanzarse tras el enemigo que había emprendido la huida, para obtener la victoria final. Sus vías de suministro estaban desarticuladas, extendía sus líneas por territorio hostil, mientras que los alemanes se acercaban, en su repliegue, a sus bases. No podía usar los ferrocarriles alemanes sin antes capturar su material rodante. Sus medios de transporte estaban sumidos en el caos después del ataque de la caballería alemana, su caballería en el ala derecha se había portado de un modo deplorable y había perdido toda una división. Se quedó donde estaba.
La noche era cálida. El coronel Hoffmann estaba delante de la casa donde se había instalado el cuartel general alemán, discutiendo la batalla y las perspectivas que se presentaban para el día siguiente con su inmediato superior, el general de división Granen, en el cual confiaba para dominar las voluntades más débiles de Prittwitz y Waldersee. En aquel preciso momento les entregaron un mensaje. Procedía del general Scholtz, del X Cuerpo, informando de que el ejército ruso del sur había cruzado la frontera con cuatro o cinco cuerpos y que avanzaba en un frente de cincuenta a sesenta millas de ancho. Hoffmann, con aquella forma tan peculiar de decir las cosas de modo que nadie sabía si había que tomarle en serio o no, sugirió «suprimir» el mensaje con el fin de que no llegara a manos de Prittwitz y Waldersee, que, «momentáneamente, habían perdido el control de sus nervios». No hay ninguna otra frase en las memorias de guerra que sea usada con tanta frecuencia y haya adquirido un carácter tan universal cuando un soldado hace referencia a otro que la de decir: «Ha perdido el control de sus nervios».[25] Pero en este caso concreto estaba justificada. Con todo, el complot de Hoffmann fue inútil, puesto que en aquel momento Prittwitz y Waldersee salían de la casa y en sus expresiones se adivinaba claramente que también ellos habían recibido el mensaje en cuestión. Prittwitz los llamó a todos ellos dentro de la casa y les dijo: «Caballeros, si proseguimos la batalla contra el ejército de Vilna, el ejército de Varsovia avanzará sobre nuestra retaguardia y nos aislarán del Vístula. Hemos de renunciar a nuestra lucha contra el ejército de Vilna y retirarnos tras el Vístula».[26] No hablaba ya de retirarse «al», sino «tras» el Vístula.
Inmediatamente, Hoffmann y Grünert presentaron objeciones, alegando que podían «terminar» la batalla contra el ejército de Vilna en dos o tres días y disponer de tiempo suficiente para hacer frente al peligro que llegaba desde el sur, y que hasta entonces el cuerpo de Scholtz «sabría defenderse por su propia cuenta».
Prittwitz les interrumpió bruscamente diciendo que le incumbía a él y a Waldersee tomar las últimas decisiones. Insistió en que la amenaza del ejército de Varsovia era demasiado grande y ordenó a Hoffmann que adoptara las medidas necesarias para la retirada tras el Vístula. Hoffmann remarcó que el ala izquierda del ejército de Varsovia estaba ya más cerca del Vístula que los propios alemanes, y, haciendo una demostración con un compás, señaló que la retirada era completamente imposible. Rogó que le dieran «instrucciones» sobre cómo realizar esta maniobra. Prittwitz, bruscamente, los mandó salir a todos y telefoneó al OHL en Coblenza anunciando su intención de replegarse hasta el Vístula y no detrás del río. Añadió que debido al calor del verano las aguas estaban muy bajas y dudaba que pudiera defender aquella posición si no recibía refuerzos.[27]
Moltke estaba fuera de sí.[28] Ésta era la consecuencia de dejar a aquel gordo idiota al mando del Octavo Ejército. Abandonar la Prusia oriental era sufrir una enorme derrota moral y perder, al mismo tiempo, la región ganadera y lechera más importante del país. Todavía peor: si los rusos cruzaban el Vístula, no sólo amenazarían Berlín, sino también el flanco austriaco e incluso Viena. ¡Refuerzos! ¿De dónde sacar estos refuerzos sino del frente occidental, en donde todos los batallones estaban sumidos en una dura lucha? Sacar tropas del frente occidental era retrasar la campaña contra Francia. Moltke estaba demasiado confundido o demasiado alejado del campo de batalla como para dar una contraorden. No sabía con exactitud lo que había ocurrido en la Batalla de Gumbinnen y, por el momento, ordenó a su Estado Mayor que tratara de averiguar los hechos en conversaciones directas con François, Mackensen y los restantes comandantes de cuerpo.
Mientras tanto, en el cuartel general del Octavo Ejército Hoffmann y Grünert trataban de persuadir a Waldersee de que el repliegue no era la única solución; al contrario, era una solución imposible. Hoffmann propuso entonces una maniobra por medio de la cual el Octavo Ejército, aprovechando la ventaja de sus líneas interiores y del uso de los ferrocarriles, pudiera hacer frente al peligro que representaban los dos ejércitos y, si todo se desarrollaba como él lo preveía, estar en posición de arrojar su fuerza contra uno de ellos.[29]
Propuso, en caso de que el ejército de Rennenkampf no iniciara la persecución al día siguiente, y él estaba convencido de que no lo haría, dirigir el I Cuerpo de François a reforzar el XX Cuerpo de Scholtz en el frente del sur. François debía adoptar posiciones a la derecha de Scholtz, es decir, frente al ala izquierda de Samsonov, que, dado que era la que estaba más cerca del Vístula, era también la más amenazadora. La división del general Von Morgen, que no había entrado en acción en Gumbinnen, sería destinada también al apoyo de Scholtz por una línea de ferrocarriles diferente. El movimiento de las tropas con todo su armamento, equipo, caballos y munición, la concentración de los trenes, las estaciones atestadas de fugitivos y el cambio de una línea de ferrocarriles a la otra sería una cuestión sumamente compleja, pero Hoffmann estaba firmemente convencido de que el incomparable sistema ferroviario alemán, en el que se había empleado tanta inteligencia y tantos esfuerzos, respondería plenamente.
Mientras se realizaba esta operación, el repliegue de los cuerpos de Mackensen y Von Below sería dirigido hacia el sur durante una marcha de otros dos días, de modo que cuando volvieran a gozar de libertad de movimientos estarían unas treinta millas más cerca del frente del sur. Desde este punto, si todo se realizaba tal como estaba previsto, recorrerían la menor distancia posible para ocupar sus posiciones a la izquierda de Scholtz, a donde llegarían poco después de haber llegado François a su derecha. De este modo, el ejército de cuatro cuerpos y medio estaría en posición para hacer frente al ejército enemigo del sur. La caballería y las reservas de Königsberg quedarían como protección frente al ejército de Rennenkampf.
El éxito de esta maniobra dependía completamente de una sola condición: que Rennenkampf no efectuara un solo movimiento. Hoffmann creía que continuaría estacionado durante un día o dos para descansar y reorganizar sus líneas de suministro. Su confianza no se basaba en una traición misteriosa y tampoco en una inteligencia siniestra o sobrenatural, sino simplemente en la creencia de que Rennenkampf se había detenido por causas naturales. Sea como sea, los cuerpos de Mackensen y de Von Below no cambiarían de frente durante dos o tres días. Y por entonces, con la ayuda de algún mensaje interceptado, sabrían ya a qué atenerse con relación a las intenciones de Rennenkampf.
Tal era el argumento de Hoffmann, y logró persuadir a Waldersee. Sea como fuere, lo cierto es que aquella noche Waldersee logró persuadir a Prittwitz o, al menos, permitió a Hoffmann que despachara las órdenes necesarias sin la previa autorización de Prittwitz; la cuestión no parece clara. Puesto que el Estado Mayor no estaba al corriente de que, mientras tanto, Prittwitz había informado al OHL de sus intenciones de replegarse al Vístula, nadie se molestó en informar al Alto Mando de que habían renunciado a la retirada.
A la mañana siguiente dos oficiales del Estado Mayor de Moltke, después de luchar durante varias horas contra la deficiencia del servicio telefónico de campaña, lograron hablar individualmente con los comandantes de cuerpo en el Este y llegaron a la conclusión de que la situación era grave, pero que la retirada era una solución demasiado precipitada. Mientras hablaba con su lugarteniente, Von Stein, el coronel Hoffmann disfrutaba de la deliciosa sensación de estar en lo cierto; por lo menos, hasta aquel momento. El reconocimiento había demostrado que el ejército de Rennenkampf no se movía. «No nos persiguen».[30] Inmediatamente despacharon las órdenes para destinar el I Cuerpo de François en dirección sur. François, según su propio relato, quedó abrumado por la emoción aquella tarde cuando abandonó Gumbinnen. Al parecer, Prittwitz había dado su consentimiento e inmediatamente lo había lamentado. Aquella noche volvió a llamar al OHL y les comunicó a Von Stein y Moltke que la proposición de su Estado Mayor de avanzar contra el ejército de Varsovia era «imposible […], demasiado osada». Como respuesta a una pregunta, contestó que no podía siquiera garantizar defender el Vístula con «un puñado de hombres». Necesitaba refuerzos. Esto selló definitivamente su destitución.[31]
Dado que el frente del Este estaba en peligro de derrumbarse, se necesitaba a un hombre osado, fuerte y decisivo para asumir en el acto el mando. La reacción de un comandante al enfrentarse con una crisis en una guerra nunca se puede saber por anticipado, pero el OHL tenía la suerte de poder contar con un oficial de Estado Mayor que solamente hacía una semana había demostrado su valor en plena campaña: Ludendorff, el héroe de Lieja. Éste sería el jefe del Estado Mayor del Octavo Ejército. En el sistema de mando alemán, el jefe del Estado Mayor era tan importante como el comandante en jefe, y algunas veces, según su capacidad y temperamento, todavía más. Ludendorff se encontraba en aquellos momentos con el Segundo Ejército de Bülow en las afueras de Namur, donde, después de sus éxitos en Lieja, dirigía el asalto de la segunda gran fortaleza belga. Se encontraba en el umbral de Francia en un momento crucial… pero las necesidades del frente oriental eran tajantes. Moltke y Von Stein convinieron que era necesario llamarle. Un capitán del Estado Mayor fue enviado inmediatamente en coche con una carta que llegó a manos del general Ludendorff a la mañana siguiente, el 22 de agosto.
«Usted puede salvar la situación en el Este», le escribió Von Stein. «No conozco a otro hombre en quien poder confiar tan plenamente». Se disculpaba de llamar a Ludendorff en vísperas de un acción tan decisiva «que, si Dios quiere, será definitiva», pero el sacrificio era «imperativo». «Desde luego, no será responsable de lo que ha ocurrido ya en el Este, pero con su energía y valor podrá usted impedir que llegue lo peor».
Ludendorff partía quince minutos más tarde en el coche del capitán del Estado Mayor. A diez millas de Namur cruzó por Wavre, que «el día anterior, cuando había pasado por allí, había sido una ciudad llena de paz y tranquilidad. Ahora estaba en llamas. También aquí el populacho había disparado contra nuestras tropas».
Ludendorff llegó a las seis de la tarde a Coblenza. En el curso de tres horas fue informado sobre la situación en el Este, fue recibido por Moltke, que «daba la impresión de estar muy cansado», y por el káiser, «que estaba muy tranquilo» pero profundamente afectado por la invasión de la Prusia oriental. Ludendorff dictó varias órdenes para el Octavo Ejército y partió a las nueve de la noche en un tren especial en dirección al Este. Las órdenes que despachó, además de ordenar a Hoffmann y Grünert que se reunieran con él en Marienburg, iban dirigidas al cuerpo de François, indicándole que acudiera en tren a apoyar el XX Cuerpo de Scholtz en el frente sur. Los dos cuerpos de Mackensen y Von Below habían de proceder a su reorganización durante el día siguiente, el 23 de agosto. En resumen, eran las mismas órdenes que ya les había dado Hoffmann, realizando con ello el ideal de la Academia Militar alemana, en la que todos los estudiantes, cuando se enfrentaban con un problema determinado, habían de llegar a conclusiones idénticas. Cabe la posibilidad de que Ludendorff viera una copia de las órdenes telegráficas de Hoffmann.[32]
Después de haberse puesto de acuerdo sobre un jefe de Estado Mayor, el OHL estudió el problema de encontrar un comandante en jefe. Ludendorff, de ello estaba convencido todo el mundo, era un hombre de indiscutible capacidad, pero para completar la pareja de mando faltaba un oficial que llevara el «von». Fueron tomados en consideración los nombres de varios comandantes de cuerpo en situación de retiro. Von Stein recordó una carta que había recibido al estallar la guerra de un antiguo compañero suyo que le decía: «No me olvides, siempre necesitaréis de un oficial con mando», y prometía que se encontraba todavía «muy fuerte». Se llamaba Paul von Beneckendorff und Hindenburg. Era el hombre que necesitaban. Descendía de una vieja familia de junkers que desde hacía siglos estaba establecida en Prusia. Había prestado servicio en el Estado Mayor a las órdenes de Schlieffen y había pasado por todas las graduaciones hasta llegar a jefe de Estado Mayor de cuerpo y luego, comandante de cuerpo, antes de retirarse a la edad de sesenta y cinco años, en 1911. Cumpliría sesenta y ocho antes de dos meses, pero no era mayor que Kluck, Bülow y Hausen, los tres generales del ala derecha. Lo que se necesitaba en el Este, sobre todo después del pánico de Prittwitz, era un hombre sin nervios, y, durante toda su carrera, Hindenburg se había ganado fama por su imperturbabilidad. Moltke dio su aprobación y el káiser su consentimiento. Fue enviado un telegrama al general, que se encontraba en situación de retiro.
Hindenburg se encontraba en su casa de Hannover cuando a las tres de la tarde recibió un telegrama preguntándole si estaba dispuesto a aceptar un «destino inmediato». Contestó: «Estoy preparado». Un segundo telegrama le daba instrucciones de partir para el Este para asumir el mando del Octavo Ejército. El OHL no se molestó en invitarle a Coblenza para discutir la situación. Recibió instrucciones de tomar el tren en Hannover a las cuatro de la mañana del día siguiente y se le comunicaba que su jefe de Estado Mayor sería el general Ludendorff, que viajaría en el mismo tren. Hindenburg dispuso del tiempo justo para que le arreglaran un uniforme gris de campaña, ya que, con gran disgusto por su parte, no podía llevar el viejo uniforme azul de los generales prusianos.[33]
Cuando la destitución de Prittwitz fue hecha pública unos pocos días más tarde, la princesa Blücher, conocida periodista, escribió: «El general Hindenburg, un anciano, ha ocupado su puesto». Los periodistas rápidamente se pusieron a buscar material sobre el nuevo comandante y lo encontraron dificultosamente, ya que figuraba con la letra «B» en el escalafón del Ejército. Les gustó que hubiese luchado en Sedán, en donde le habían otorgado la Cruz de Hierro de Segunda Clase, y era veterano también de la guerra contra Austria de 1866. Sus antepasados, los Beneckendorff, figuraban entre los caballeros teutónicos que habían colonizado la Prusia oriental, y el apellido Hindenburg era el producto de relaciones matrimoniales en el siglo XVIII. Era oriundo de Posen, en la Prusia occidental, y al comienzo de su carrera, como oficial del Estado Mayor en el I Cuerpo en Königsberg, había estudiado los problemas militares que planteaba la región de los lagos de Masuria, un hecho que pronto habría de convertirse en el origen de la leyenda que decía que Hindenburg había planeado la Batalla de Tannenberg con treinta años de antelación. Había sido educado en la finca de sus abuelos en Neudeck, en la Prusia occidental, y recordaba haber hablado de joven con un viejo jardinero que había trabajado durante dos años a las órdenes de Federico el Grande.
Estaba esperando en la estación cuando llegó el tren, a las cuatro en punto de aquella mañana. El general Ludendorff, a quien no conocía personalmente, «saltó rápidamente al andén» para presentarse. Camino del Este le explicó la situación y las órdenes que había despachado mientras tanto. Hindenburg le escuchó y dio su aprobación.[34] Así nació, camino del campo de batalla, lo que había de hacerles célebres a los dos, la combinación, el «matrimonio», expresado en el místico monograma HL que había de gobernar la Alemania imperial hasta su derrota. Cuando algo más tarde fue ascendido a mariscal de campo, Hindenburg se ganó el apodo de «mariscal Was-sagst-du», debido a su costumbre de que, siempre que le preguntaban su opinión, se volvía hacia Ludendorff y le preguntaba: «Was sagst du?». («¿Y tú qué dices?»).[35]
Es característico que la primera persona a quien el OHL consideró necesario informar del cambio de mando en el Octavo Ejército, fuera el director de ferrocarriles en el frente del Este, el general de división Kersten. La tarde del 22 de agosto, antes de que se hubiese puesto en marcha el tren especial, este oficial se presentó en el despacho de Hoffmann mostrando una «expresión de gran desconcierto»[36] y le enseñó el telegrama en el que se anunciaba la llegada al día siguiente a Marienburg de un tren especial en el que viajaban el nuevo comandante y el nuevo jefe del Estado Mayor. De este modo Prittwitz y Waldersee se enteraron de su destitución. Una hora más tarde Prittwitz recibía un telegrama personal en que se le colocaba a él y a Waldersee «en la lista de los disponibles». «Se despidió de nosotros —escribió Hoffmann— sin una sola palabra de lamentación por el trato de que era objeto».
Los métodos de Ludendorff no fueron muy diferentes. Aunque conocía bien a Hoffmann, puesto que habían vivido en la misma casa en Berlín durante cuatro años cuando los dos prestaban sus servicios en el Estado Mayor alemán, telegrafió, sin embargo, sus órdenes a cada uno de los comandantes de cuerpo independientemente, en lugar de hacerlo a través del Estado Mayor del Octavo Ejército. No se trataba de un intento de ofender a Hoffmann, pues los oficiales de Estado Mayor actuaban siempre sin sentimentalismos ni consideraciones de ninguna clase. Hoffmann y Grünert, empero, se consideraron insultados. La recepción que les dieron a sus nuevos jefes en Marienburg fue, según Ludendorff, «muy poco cariñosa».
Ahora era cuestión de enfrentarse con la situación crítica, de la que dependía la suerte de la campaña. ¿Acaso los dos cuerpos de Mackensen y Below habían de permanecer donde estaban para la defensa contra un futuro avance de Rennenkampf, o habían de dirigirse hacia el sur, según el plan de Hoffmann, para enfrentarse al ala derecha de Samsonov? No existían esperanzas de derrotar al ejército de Samsonov a no ser lanzando contra el mismo todo el poder del Octavo Ejército. Aquel día el cuerpo de François se estaba reorganizando en cinco puntos diferentes entre Insterburg y Königsberg y ya se hallaba camino del frente sur. Pasarían otros dos días antes de que estuviera en posición para luchar. La división de Von Morgen iba en la misma dirección por otro camino. Los cuerpos de Mackensen y Below estaban reposando. Los reconocimientos efectuados por la caballería informaban de la continua «pasividad» por parte del ejército de Rennenkampf. Estaba separado por sólo unas cuarenta millas de Mackensen y Below, y si éstos se dirigían hacia el sur para encontrarse con el otro ejército ruso podía seguirles y atacarles por la espalda. Hoffmann deseaba que Mackensen y Below se pusieran en marcha sin pérdida de tiempo. Ludendorff, que sólo hacía treinta y seis horas que había partido de Namur y que se encontraba en una situación en la cual la decisión que debía tomar podía resultar fatal y de la que le harían responsable, vacilaba. Hindenburg, que sólo hacía veinticuatro horas que había sido sacado de su situación de retiro, confiaba en Ludendorff.
Por el lado ruso, la labor de cerrar las tenazas simultáneamente sobre el enemigo atormentaba al Alto Mando. El general Jilinsky, comandante del frente del noreste, cuya función era coordinar los movimientos de los ejércitos de Rennenkampf y de Samsonov, no cesaba de instigar a ambos comandantes para que se dieran prisa. Puesto que Rennenkampf era el primero que había emprendido la marcha y también el primero en entrar en combate, Jilinsky dirigió su mayor atención a Samsonov, hostigándole sin cesar. Por otro lado, Jilinsky se encontraba cada vez más abrumado por los ruegos de los franceses. Para aliviar la presión en el Oeste, los franceses daban instrucciones a su embajador para que «insistiera» en la «necesidad de que los rusos prosiguieran su offensive à outrance en dirección a Berlín». De Joffre a París, de París a San Petersburgo, de San Petersburgo al «Stavka» (el cuartel general ruso en Baranovichi, y del «Stavka» a Jilinsky corrían los mensajes, y Jilinsky los pasaba al general Samsonov, que avanzaba paulatinamente por la arena.[37]
Había mandado una división de caballería durante la Guerra Ruso-japonesa, y aquel «hombre sencillo y afable»,[38] como le llamó el oficial de enlace inglés adscrito al Segundo Ejército, no gozaba de la experiencia necesaria para mandar un ejército de trece divisiones: sus colaboradores, oficiales de Estado Mayor y de división, no le eran conocidos. Dado que el Ejército ruso no estaba organizado sobre una base regional, los reclutas llamados a filas, que en algunos casos representaban las dos terceras partes de un regimiento, eran completamente desconocidos para sus oficiales. La falta de oficiales y el analfabetismo eran un grave obstáculo para la transmisión de órdenes. La mayor confusión reinaba en el cuerpo de transmisiones. En la oficina de telégrafos en Varsovia un oficial descubrió, con gran horror, una pila de telegramas dirigidos al Segundo Ejército que aparecían abiertos y sin despachar, por no haberse podido establecer comunicación con los destinatarios en el frente de batalla. El oficial los recogió y se fue en su coche a entregarlos personalmente. Los cuarteles generales de cada cuerpo sólo disponían de hilo telefónico para establecer comunicación con los comandantes de las divisiones, pero no el suficiente como para establecer igualmente comunicación con el cuartel general del Ejército o con los cuerpos vecinos. Por este motivo habían de recurrir a las comunicaciones inalámbricas.
Debido a la gran insistencia en que habían de apresurarse en la medida de lo posible, la concentración de las fuerzas había sido reducida en cuatro días y los servicios de retaguardia no estaban completos. Un cuerpo había de ceder munición a su vecino, ya que éste no había recibido al tiempo la suya, desarticulando de esta forma todos los cálculos. No había suministro de pan. Para que un ejército pueda abastecerse en territorio hostil, se requieren destacamentos de requisa que deben ser escoltados por la caballería. Pero no se había pensado en todo ello. Los caballos no podían arrastrar los grandes carros y los cañones a través de aquella región arenosa.
«Apresure el avance del Segundo Ejército y sus operaciones con la mayor energía posible», telegrafió Jilinsky el 19 de agosto. «El retraso en el avance del Segundo Ejército coloca al Primer Ejército en una difícil posición». Esto no era cierto, puesto que el 19 de agosto Samsonov cruzó la frontera, tal como había sido previsto, pero Jilinsky estaba tan seguro de que sucedería lo que él preveía que se anticipó.
«Avanzamos de acuerdo con el plan establecido, sin reposo, marchas de más de doce millas por la arena. No puedo ir más rápido», respondió Samsonov. Informó de que sus hombres marchaban durante diez y doce horas al día sin detenerse. «Necesito con la mayor urgencia operaciones inmediatas y decisivas», telegrafió Jilinsky tres días después. «El gran cansancio de los hombres hace imposible una mayor velocidad», respondió Samsonov. «La región está devastada, los caballos carecen de forraje y los hombres, de pan».[39]
Aquel día el XV Cuerpo de Samsonov, al mando del general Martos, estableció contacto con el XX Cuerpo alemán del general Scholtz. Entablaron lucha. Los alemanes, que aún no habían recibido refuerzos, se desplegaron. Unas diez millas después de la frontera, el general Martos ocupó Neidenburg, que hasta hacía unas pocas horas antes había sido el cuartel general de Scholtz. Cuando las patrullas de cosacos que entraron en Neidenburg informaron de que los ciudadanos alemanes disparaban contra ellos desde las ventanas de su casa, el general Martos ordenó el bombardeo de la ciudad, que destruyó la plaza principal. Hombre «pequeño y gris»,[40] se sintió muy deprimido cuando aquella noche se alojó en una casa que sus propietarios alemanes habían evacuado dejando en la misma las fotografías de la familia, que le contemplaban desde la repisa de la chimenea. Era la casa del alcalde, y el general Martos cenó aquella noche lo que había sido preparado para el alcalde, comida que le fue servida por su criada.[41]
El 23 de agosto, el día en que Ludendorff y Hindenburg llegaban al Este, la batalla ya adquiría mayores proporciones. Los VI y XIII Cuerpos rusos a la derecha del general Martos ocuparon nuevos pueblos, y el general Scholtz, que todavía confiaba en la llegada de los refuerzos del ejército del Vístula, retrocedió un poco más. Ignorante de la inactividad de Rennenkampf en el norte, Jilinsky continuaba abrumando a Samsonov con nuevas órdenes.[42] Los alemanes se retiraban rápidamente en su frente, le telegrafió a Samsonov, «se están enfrentando sólo con fuerzas débiles. Debe, por lo tanto, efectuar una ofensiva enérgica […]. Tiene que atacar e interceptar al enemigo que se retire ante el general Rennenkampf con el fin de cortar su retirada hacia el Vístula».
Éste era, desde luego, el plan original, pero se basaba en la suposición de que Rennenkampf mantendría ocupados a los alemanes en el norte, mientras que, en realidad, aquel día Rennenkampf había perdido ya todo contacto con el enemigo. Comenzó a avanzar, de nuevo, el 23 de agosto, pero en la dirección equivocada. En lugar de dirigirse hacia el sur con el fin de unirse con Samsonov frente a los lagos, continuó directamente hacia el oeste para aislar Königsberg. Dado que no sabía dónde se encontraba el cuerpo de François, creía que se hallaba todavía en aquella región y que atacaría su flanco si se dirigía hacia el sur. Aunque se trataba de un movimiento sin ninguna relación con el plan original, Jilinsky no hizo nada para alterarlo. De acuerdo con su teoría, continuó presionando a Samsonov.
La noche del 23 de agosto, el cuerpo del general Martos, estimulado por el conocimiento de que el enemigo se replegaba, continuó su avance desde Neidenburg y alcanzó posiciones a unas setecientas yardas de las líneas alemanas. El cuerpo de Scholtz estaba emplazado entre los pueblos de Orlau y Frankenau. Los rusos recibieron órdenes de conquistar aquellas posiciones costara lo que fuese. Conservaron la posición durante toda la noche y antes del amanecer avanzaron otras cien yardas. Cuando sonó la señal de ataque se lanzaron corriendo hacia adelante para cubrir las seiscientas yardas que les separaban de los alemanes, echándose al suelo bajo el fuego de las ametralladoras alemanas, lanzándose de nuevo hacia delante… otra vez cuerpo a tierra y de nuevo hacia delante. Cuando la ola de soldados rusos, con sus blusas blancas y sus relucientes bayonetas, fue acercándose paulatinamente, los alemanes saltaron de sus trincheras, abandonaron sus ametralladoras y emprendieron la huida. A lo largo de todo el frente la superioridad alemana en artillería castigaba a los atacantes. El XIII Cuerpo ruso a la derecha de Martos, debido a la falta de comunicaciones o a un mal mando, o quizás a ambas cosas a la vez, no pudo acudir en su apoyo, de modo que no se obtuvo una gran ventaja en la operación. Al final del día los alemanes se habían replegado, pero no habían sido derrotados. Los rusos capturaron dos cañones de campaña e hicieron algunos prisioneros, pero sus propias pérdidas eran elevadas, un total de cuatro mil bajas. Uno de los regimientos perdió a nueve de los dieciséis comandantes de una compañía. Una compañía perdió ciento veinte de sus ciento noventa hombres y todos sus oficiales.
Las pérdidas alemanas no eran tan elevadas, pero Scholtz, que se enfrentaba con una superioridad numérica, se replegó durante otras diez millas, estableciendo su cuartel general, aquella noche, en el poblado de Tannenberg. Instigado por Jilinsky, que insistía en que debía alcanzar la línea convenida, donde podría detener la supuesta «retirada» del enemigo, Samsonov despachó órdenes a todos sus cuerpos, el XXIII a la izquierda, el XV y el XIII en el centro y el VI a la derecha, dándoles instrucciones para la marcha del día siguiente. Más allá de Neidenburg las comunicaciones eran muy deficientes y en su mayor parte habían de hacerse por correos a caballo. El VI Cuerpo no poseía la clave usada por el XIII. Por lo tanto, las órdenes de Samsonov fueron retransmitidas por el sistema inalámbrico sin haber sido puestas en clave.[43]
Hasta aquel momento, veinticuatro horas después de la llegada de Ludendorff y Hindenburg, el Octavo Ejército todavía no había decidido si debía destinar los cuerpos de Mackensen y Below a hacer frente al ala derecha de Samsonov. Hindenburg y su Estado Mayor se trasladaron a Tannenberg para consultar con Scholtz, que presentaba un aspecto «grave, pero confiado».[44] Regresaron al cuartel general. Aquella noche, escribió Hoffmann más tarde, «fue la más difícil de toda la batalla». Mientras discutían en el Estado Mayor, un oficial de transmisiones entró con las órdenes que Samsonov había despachado para el día siguiente, el 25 de agosto, y que habían sido interceptadas.[45] Aunque no revelaran las intenciones de Rennenkampf en aquel momento crucial, y que representaban el problema más importante de todos, por lo menos los alemanes sabían dónde habrían de hacer frente a las fuerzas de Samsonov. Esto les ayudó. El Octavo Ejército tomó la firme decisión de arrojar todas sus fuerzas contra Samsonov. Fueron despachadas órdenes a Mackensen y Von Below para que no hicieran caso de Rennenkampf y, sin pérdida de tiempo, se dirigieran hacia el sur.