SAMBRE Y MOSA[*]
En el frente occidental, al decimoquinto día finalizó el período de concentración y de ataques preliminares. Se inició la fase de la batalla ofensiva. El ala derecha francesa, que comenzaba la ofensiva contra Lorena, ocupada por los alemanes, siguió por un viejo sendero de guerra como existen tantos y tantos en Francia y Bélgica, y en donde siglo tras siglo habían cruzado las legiones arrasando todo lo que encontraban a su paso. En la ruta al este de Nancy los franceses pasaron frente a una lápida que lleva la siguiente inscripción: «Aquí, en el año 362, Jovino derrotó a las hordas teutónicas».
Mientras en el extremo derecho el ejército del general Pau renovaba la ofensiva en Alsacia, el Primero y el Segundo Ejércitos de los generales Dubail y Castelnau marchaban por dos corredores naturales de Lorena que determinaban la línea del ataque francés. Uno llevaba hacia Sarrebourg, objetivo del ejército de Dubail, y el otro, que descendía de las colinas alrededor de Nancy, llevaba por nombre el «Grand Couronné» y conducía por Château Salins a un valle que terminaba en la fortaleza natural de Morhange, objetivo del ejército de Castelnau. Los alemanes habían fortificado la región contra el previsto ataque francés con alambradas, trincheras y emplazamientos de artillería. Tanto en Sarrebourg como en Morhange contaban con posiciones bien fortificadas, de las cuales sólo podían ser desalojados por medio de un ataque de élan irresistible o por la artillería pesada. Los franceses contaban con lo primero y desdeñaban lo segundo.
«¡Gracias a Dios que no tenemos artillería pesada!»,[1] replicó un oficial de artillería del Estado Mayor cuando en 1909 le preguntaron sobre los cañones del 105, la artillería pesada de campaña. «Lo que da su fuerza al Ejército francés es el poco peso de sus cañones». En 1911 el Consejo de Guerra propuso equipar con cañones del 105 al Ejército francés, pero fueron los propios oficiales de artillería, fieles al famoso cañón francés del 75, los que se opusieron rotundamente a esta innovación. Desdeñaban los pesados cañones de campaña, pues alegaban que entorpecían la movilidad de la ofensiva francesa y los consideraban, al igual que las ametralladoras, armas puramente defensivas. Messimy, el ministro de la Guerra, y el general Dubail, que figuraba entonces en el Estado Mayor, habían logrado que fueran aprobadas algunas baterías del 105, pero debido a los cambios de gobierno y el desdén del cuerpo de artillería, en el año 1914 sólo algunas pocas habían sido incorporadas al Ejército francés.
Por el lado alemán, el frente de Lorena era defendido por el Sexto Ejército de Rupprecht, príncipe heredero de Baviera, así como por el Séptimo Ejército del general Von Heeringen, que el 9 de agosto fue colocado a las órdenes directas de Rupprecht. La misión de éste era involucrar al mayor número posible de tropas francesas en su frente con el fin de que no pudieran ser opuestas al ala derecha alemana. Había de cumplir esta misión, de acuerdo con la estrategia de Schlieffen, replegándose y haciendo que los franceses se metieran en una bolsa en donde, después de haber alargado sus líneas de comunicaciones, podían ser obligados al combate mientras la batalla decisiva se estaba librando en otro punto del frente. La esencia del plan era dejar avanzar al enemigo y, tentándole con una victoria táctica, infligirle una derrota estratégica.[2]
Del mismo modo que el plan previsto para la Prusia oriental, se trataba de una estrategia que incluía «peligros psicológicos». En la hora en que sonaban las trompetas, cuando sus compañeros avanzaban victoriosos, Rupprecht debía aceptar disciplinadamente la necesidad del repliegue, perspectiva poco agradable para un enérgico comandante que sentía un afán indiscutible de victoria y gloria.
Alto y esbelto, de mirada firme y elegantes bigotes, Rupprecht no recordaba en nada a sus dos caprichosos antecesores, los dos reyes Luis de Baviera, cuyas varias y exageradas pasiones, uno por Lola Montez y el otro por Richard Wagner, habían sido la causa de que uno quedara trastornado y el otro fuera declarado loco. Descendía de una rama menos excéntrica de la familia que le había nombrado regente en lugar del rey loco, y descendía del príncipe Ruperto, que había luchado con Carlos I de Inglaterra contra Cromwell. En memoria del rey Carlos, rosas blancas decoraban el palacio de Baviera cada aniversario del regicidio.[3] Rupprecht gozaba de estrechas relaciones con los aliados a causa de la hermana de su esposa Isabel, casada ésta con el rey Alberto de Bélgica. El Ejército bávaro, sin embargo, era esencialmente alemán. Eran «bárbaros», informó el general Dubail después del primer día de batalla, que antes de evacuar una ciudad saqueaban las casas en donde se habían hospedado, destruían las sillas y los colchones, se apropiaban de todo lo que había en los armarios y lo abandonaban todo en ruinas. Éstas eran las costumbres de un ejército que se veía obligado a replegarse. Pero Lorena todavía debería ver cosas mucho peores.[4]
Durante los primeros cuatro días de la ofensiva de Dubail y de Castelnau, los alemanes se fueron replegando lentamente según el plan previsto, efectuando únicamente aisladas acciones de retaguardia contra los franceses. Éstos avanzaban por las amplias y rectas carreteras orladas de plátanos, con sus guerreras azules y sus pantalones rojos. Desde los puntos altos en la carretera podían ver a gran distancia los campos de cultivo, algunos con la alfalfa verde, otros con el grano dorado ya maduro, y otros que ya habían sido arados para la próxima siembra, todo muy cuidado. Las baterías del 75 rugían sobre los campos mientras los franceses entraban en el territorio anexionado que antes había sido suyo. Durante los primeros combates contra una resistencia alemana no muy firme, los franceses alcanzaron la victoria, a pesar de que la artillería pesada alemana, cuando la empleaban, destrozaba sus líneas. El general Dubail, el 15 de agosto, vio pasar las ambulancias que transportaban a los primeros heridos, pálidos y algunos con los miembros arrancados de cuajo. Visitó el campo de batalla del día anterior, que estaba cubierto todavía de cadáveres. El 17, el XX Cuerpo del ejército de Castelnau, al mando del general Foch, ocupó Château Salins y llegó a corta distancia de Morhange. El 18, Dubail conquistó Sarrebourg. La confianza se extendía por todas partes, la offensive à outrance parecía haber triunfado, las tropas estaban ebrias de triunfo y ya se veían en el Rin. En aquel momento el «Plan 17» comenzó a desmoronarse, aunque realmente ya hacía varios días que se hundía por sí mismo.
En el frente opuesto de Bélgica, el general Lanrezac había estado insistiendo sin cesar cerca del GQG para que le autorizaran a dirigirse hacia el norte, hacia la derecha alemana en pleno avance, en lugar de tenerlo que hacer en dirección noreste para una ofensiva por las Ardenas y frente al centro de avance alemán.[5] Se veía a sí mismo cercado por las fuerzas alemanas que bajaban por el oeste del Mosa, cuya verdadera fuerza sospechaba, e insistió en que se le permitiera destinar parte de su ejército a la orilla izquierda del Mosa, en un ángulo con el Sambre, en donde podría bloquear el paso de los alemanes. Allí defendería una línea a lo largo del Sambre, el río que nace en el norte de Francia y corre en dirección noreste a través de Bélgica, bordeando los distritos mineros de Borinage, para unirse al Mosa en Namur. Las barcazas de carbón surcan sus aguas cuando salen de Charleroi, una histórica ciudad que después del año 1914 traería a los franceses recuerdos tan lúgubres como Sedán.
Lanrezac bombardeó al GQG con informes sobre sus propias operaciones de reconocimiento de las unidades alemanas y los movimientos alemanes, que indicaban que una gran masa fluía a ambos lados de Lieja, «cientos de miles, tal vez fueran setecientos mil y puede también que sean dos millones».[6] El GQG insistía en que estas cifras estaban equivocadas. Lanrezac replicó que potentes fuerzas alemanas bajarían por su flanco en dirección a Namur, Dinant y Givet cuando su propio Quinto Ejército entrara en las Ardenas. Cuando su jefe de Estado Mayor, Hely d’Oissel, cuya conocida melancolía se volvía cada día más y más sombría, llegó al GQG para abogar en nombre de su superior, el oficial que le recibió le gritó: «¿Otra vez? ¿Acaso vuestro Lanrezac continúa preocupado por ser envuelto por su izquierda? Eso no sucederá». Y añadió, haciéndose el portavoz de la tesis básica del GQG: «Y si es así, mucho mejor para nosotros».[7]
Sin embargo, aunque decididos a que nada les distrajera de la ofensiva principal, que debía iniciarse el 15 de agosto, el GQG no podía cerrar sus oídos a la creciente evidencia de una maniobra de envolvimiento a cargo de la derecha alemana. El 12 de agosto, Joffre permitió que Lanrezac destinara su cuerpo izquierdo a Dinant, «en el último momento», musitó Lanrezac, cáustico, pues este movimiento ya no era suficiente. Todo su ejército había de ser destinado al oeste. Joffre se negó, insistiendo, que el Quinto Ejército debía seguir orientado hacia el este para cumplir con la misión que se le tenía asignada en las Ardenas. Siempre celoso de su autoridad, le dijo a Lanrezac: «La responsabilidad de detener un movimiento de envolvimiento no le corresponde a usted».[8] Exasperado, como todos los hombres de rapidez mental, ante la ceguera de los demás y acostumbrado a ser respetado como estratega, Lanrezac continuó acosando al GQG. Joffre comenzó a irritarse ante sus continuadas críticas. Opinaba que la misión de los generales era ser leones en el campo de batalla y tan obedientes siempre con sus superiores como un buen perro dócil, un ideal que Lanrezac no podía cumplir, sobre todo cuando se veía frente a un peligro inminente. «Mi inquietud iba en aumento a cada hora que pasaba», escribió más tarde. El 14 de agosto, el último día antes de la ofensiva, fue personalmente a Vitry.
Encontró a Joffre en su despacho acompañado por los generales Belin y Berthelot, su jefe y segundo jefe de Estado Mayor. Belin, que era conocido por su vivacidad, revelaba ya los grandes esfuerzos de días pasados. Berthelot, rápido e inteligente como su colega inglés Henry Wilson, era un inveterado optimista que nunca veía dificultades. Pesaba ciento cinco kilos, y dejando a un lado toda dignidad militar, debido al fuerte calor que reinaba aquel mes de agosto, trabajaba en mangas de camisa y zapatillas. Lanrezac, cuyo oscuro rostro de criollo traslucía ya toda su preocupación, insistió en que los alemanes harían acto de presencia a su izquierda cuando él ya hubiera profundizado por las Ardenas, en donde las dificultades del terreno harían completamente imposible obtener un éxito rápido, y menos aún permitirle alterar entonces los planes. Y en este caso, el enemigo gozaría de plena libertad de movimientos para efectuar su envolvimiento por la izquierda.
Hablando en el tono que Poincaré llamaba «suave», Joffre le dijo a Lanrezac que sus temores eran prematuros, y añadió: «Tenemos la impresión de que los alemanes no tienen nada preparado allí»[9] («allí» era el oeste del Mosa). Belin y Berthelot confirmaron la impresión de que «nada estaba preparado allí» y se dedicaron a darle nuevos ánimos a Lanrezac. Le invitaron a que se olvidara de todo movimiento de envolvimiento y que pensara única y exclusivamente en la ofensiva. Abandonó el GQG, tal como escribió más tarde, «con la muerte en el alma».[10]
A su regreso al cuartel general del Quinto Ejército en Rethel, en los límites de las Ardenas, encontró sobre su mesa un informe del Servicio de Información del GQG que le hizo comprender que se hallaban, efectivamente, al borde del desastre. Valoraban la fuerza enemiga en el Mosa en unos ocho cuerpos de Ejército y entre cuatro y seis divisiones de caballería… en realidad, unas cifras inferiores a las reales. Lanrezac inmediatamente mandó a un ayudante con una carta a Joffre llamándole la atención sobre estos informes «que proceden de vuestro cuartel general» e insistiendo en que el movimiento del Quinto Ejército a la región entre el Sambre y el Mosa debía ser «estudiado y preparado sin dilación».[11]
Mientras, en Vitry, otro visitante llegaba embargado por una profunda ansiedad para intentar convencer al GQG del peligro que representaba el flanco izquierdo. Cuando Joffre se negó a admitir a Gallieni en su cuartel general, Messimy le había dado un cargo en el Ministerio de la Guerra, en el que todos los informes iban a parar a sus manos. Aunque no figuraban entre éstos los informes del Servicio de Información del GQG que Joffre sistemáticamente no mandaba al gobierno, Gallieni reunió suficiente material para adivinar a grandes rasgos la potente corriente que se cernía sobre Francia, la «terrible inmersión» que Jaurès, previendo el uso de los reservistas en el campo de batalla, ya había predicho. Gallieni le dijo a Messimy que debía trasladarse a Vitry para hacer que Joffre alterara sus planes, pero Messimy, que tenía unos veinte años menos que Joffre, le dijo que había de ser el propio Gallieni, a quien Joffre debía mucho en su carrera y no podría desatender.[12] Cuando llegó Gallieni, Joffre sólo le concedió algunos minutos, y luego lo pasó a Belin y Berthelot. Éstos repitieron las seguridades que ya le habían dado a Lanrezac. El GQG había cerrado su mente «a todas las pruebas» y se negaba a considerar el avance alemán al oeste del Mosa como una amenaza seria, informó Gallieni a su regreso a Messimy.
Sin embargo, aquella misma noche, ante la cantidad de pruebas que se iban acumulando, el GQG comenzó a vacilar. Joffre, en respuesta al último y urgente mensaje de Lanrezac, convino en «estudiar» el nuevo destino del Quinto Ejército y permitir «unas disposiciones preliminares»[13] para el movimiento solicitado, aunque insistía en que la amenaza en el flanco de Lanrezac «no era inmediata y en modo alguno cierta». A la mañana siguiente, 15 de agosto, la amenaza ya estaba mucho más cerca. El GQG, que dedicaba toda su atención a la gran ofensiva, miraba ahora temeroso hacia la izquierda. Llamaron por teléfono a Lanrezac, a las nueve de la mañana, autorizándole a preparar el movimiento, pero prohibiéndole ejecutarlo hasta recibir órdenes directas del comandante en jefe. Durante el día llegaron informes al GQG comunicando que diez mil soldados de la caballería alemana habían cruzado el Mosa en Huy. Luego, otro informando de que el enemigo atacaba Dinant y había ocupado la ciudadela que dominaba la ciudad de la rocosa colina en la orilla derecha, luego otro comunicado diciendo que habían intentado un nuevo paso del río, pero que se habían tropezado con el I Cuerpo de Lanrezac, que después de una violenta lucha, durante la cual uno de los primeros heridos fue un joven teniente de veinticuatro años de edad llamado Charles de Gaulle, los habían obligado a cruzar de nuevo el puente. Éste era el cuerpo cuyo movimiento al otro lado del río había sido autorizado el 14 de agosto.
La amenaza a la izquierda no podía ser ya minimizada. A las siete de la tarde fue dada, por teléfono, la orden de Joffre de dirigir el Quinto Ejército al ángulo del Sambre y el Mosa. Una hora más tarde, seguía la orden por escrito. El GQG había sucumbido…, pero no totalmente. La orden, «Instrucción Especial número 10»,[14] cambiaba los planes, única y exclusivamente, para hacer frente al peligro de envolvimiento, pero sin renunciar, ni por un momento, a la ofensiva prevista en el «Plan 17». Reconocía que el enemigo «parece dirigir su principal esfuerzo por su ala derecha, al norte de Givet», como si fuera necesario decírselo a Lanrezac, y ordenaba que el grueso del Quinto Ejército emprendiera la marcha en dirección noroeste «para operar conjuntamente con los ejércitos inglés y belga contra las fuerzas enemigas al norte». El resto del Quinto Ejército había de continuar cara al nordeste en apoyo del Cuarto Ejército, al que ahora era transferida la carga principal de la ofensiva por las Ardenas. De hecho, la orden alargaba el Quinto Ejército hacia el oeste, en un frente más ancho y con menos hombres para cubrirlo.
La Orden núm. 10 instruía a la nueva cabeza de puente, el general De Langle de Cary, comandante del Cuarto Ejército, para preparar el ataque «en la dirección general de Neufchâteau», es decir, en el mismo corazón de las Ardenas. Para reforzar la fuerza combativa de su ejército, Joffre puso en movimiento una serie de complicados cambios de tropas[15] entre los ejércitos de De Castelnau, Lanrezac y De Langle. Como resultado de ello, dos cuerpos que habían sido instruidos por Lanrezac le fueron arrebatados y les fueron asignados oficiales nuevos. Aunque estas unidades comprendieran las dos divisiones de gran valor procedentes de África del Norte que el Goeben había intentado detener, estos movimientos y los cambios de última hora aumentaron la amargura y el desespero de Lanrezac.
Mientras que el resto del Ejército francés cargaba hacia el este, se veía obligado a proteger la indefensa ala izquierda de Francia del golpe que él estaba convencido iba dirigido a matarla. Se enfrentaba con la misión más difícil, aun cuando el GQG se negara a reconocerlo, y con mínimos medios a su disposición. Su confianza no mejoró en absoluto ante la perspectiva de tener que colaborar con dos ejércitos independientes, el inglés y el belga, a cuyos comandantes no conocía y que eran de rango superior al suyo. Sus hombres debían realizar, bajo el calor de agosto, una marcha de ochenta millas, para la que se precisaban cinco días, e incluso si llegaban a la línea del Sambre antes de que lo hicieran los alemanes, temía que ya fuera demasiado tarde. Los alemanes ya habrían concentrado entonces fuerzas más que suficientes para poder ser contenidos.
¿Dónde estaban los ingleses que debían hallarse a su izquierda? Hasta aquel momento nadie los había visto. A pesar de que por el GQG hubiera podido enterarse exactamente de dónde estaban, Lanrezac ya no tenía ninguna confianza en el GQG y sospechaba sobriamente que Francia era víctima de un indigno truco inglés. O el CEB era un mito o lo más probable es que estuviera jugando una última partida de críquet antes de encaminarse al frente de combate, y se negó a creer en su existencia hasta que fueran vistos personalmente por alguno de sus oficiales. Cada día mandaba destacamentos de exploración, entre los que figuraba el teniente Spears, oficial inglés de enlace con el Quinto Ejército, pero no veían por ninguna parte uniformes ingleses. Esto contribuía aún más a la sensación de peligro por parte de Lanrezac. «Mis temores llegaron a su punto culminante», escribió.[16]
Al mismo tiempo que redactaba la Orden número 10, Joffre solicitaba de Messimy trasladar tres divisiones territoriales desde la costa para ocupar el espacio entre Maubeuge y el Canal de la Mancha. Buscaba ahora por dónde lanzar un rápido movimiento contra el ala derecha alemana, pero sin retirar por un solo instante una sola compañía de las que él tenía previstas para su adorada ofensiva. Ni tampoco estaba dispuesto a reconocer que la voluntad del enemigo se imponía ya a la suya. Ni todos los Lanrezac o Gallieni hubiesen podido sacar al GQG de su íntimo convencimiento de que, cuanto más fuerte fuera el ala derecha alemana, más prometedoras serían las perspectivas para una ofensiva francesa por el centro.
Las tropas alemanas, a través de Bélgica, al igual que las hormigas voraces que periódicamente emergen de las junglas sudamericanas para trazar un sendero de desolación a través del país, se abrían camino por entre los campos, las carreteras, los pueblos y las ciudades, lo mismo que las hormigas, sin detenerse ni ante los ríos ni ante ningún obstáculo, cualquiera que fuera. El ejército de Von Kluck avanzaba hacia el norte de Lieja, y el de Von Bülow, hacia el sur, a lo largo del valle del Mosa, en dirección a la ciudad de Namur. «El Mosa es un precioso collar y Namur, su perla», había dicho el rey Alberto. Corriendo a través de un ancho cañón entre alturas rocosas alejadas de las orillas, el Mosa era la región de las vacaciones donde todos los meses de agosto acampaban las familias, nadaban los jóvenes, los hombres pescaban en sus orillas bajo las sombrillas, las madres hacían sus labores de punto y las barcas con los excursionistas hacían el recorrido entre Namur y Dinant. Parte del ejército de Bülow atravesaba ahora el río en Huy, a medio camino entre Lieja y Namur, para avanzar a lo largo de ambas orillas hacia la segunda fortaleza belga más célebre. El cinturón de fuertes de Namur, construidos en el mismo estilo que los de Lieja, era el último bastión ante Francia. Plenamente confiados ahora en sus gigantescos cañones, que habían dado un rendimiento tan fantástico en Lieja y que acompañaban a Von Bülow, en la segunda misión que le era confiada, los alemanes esperaban haber rebasado Namur en el plazo de sólo tres días. A la izquierda de Von Bülow el Tercer Ejército, al mando del general Von Hausen, avanzaba sobre Dinant, de modo que los dos ejércitos convergían hacia el ángulo del Sambre y el Mosa al mismo tiempo que el ejército de Lanrezac se dirigía a marchas forzadas al mismo sitio. Mientras en el campo de batalla la estrategia de Schlieffen se iba desarrollando según el plan previsto, tras el frente hacía su aparición una serie de factores desconcertantes.
El 16 de agosto, el OHL, que había continuado en Berlín hasta el final del período de concentración, se trasladó a Coblenza, en el Rin, a unas ochenta millas detrás del centro del frente alemán. Aquí había soñado Schlieffen con un comandante en jefe que no fuera un Napoleón montado sobre un caballo blanco y contemplara la batalla desde lo alto de una colina, sino un «moderno Alejandro»[17] que la dirigiera desde una «casa con espaciosas oficinas con telégrafos, teléfonos y radio, mientras una flota de coches y motocicletas esperaba para llevar las órdenes. Allí, sentado en un cómodo sillón, el comandante en jefe estudiaría todos los movimientos por medio de un gigantesco mapa. Allí, por teléfono, recibiría los partes de su comandante y daría todas las órdenes pertinentes, en tanto que los globos y dirigibles le informarían de todos los movimientos del enemigo».
Pero la realidad hizo añicos este sueño. El moderno Alejandro era Moltke, que, según su propia confesión, nunca se recuperó de su descorazonadora experiencia con el káiser la primera noche de guerra. Las órdenes que él había de dar habrían sido en vano. Nada causaba mayores preocupaciones a los alemanes que operaban en territorio enemigo que las comunicaciones. Los belgas cortaban las líneas telefónicas y telegráficas, y la poderosa Torre Eiffel interceptaba e interfería las ondas de tal modo que las comunicaciones llegaban incompletas y habían de ser retransmitidas tres o cuatro veces antes de poderse descifrar.[18] La única estación receptora del OHL estaba tan abrumada de mensajes que éstos tardaban de ocho a doce horas en llegar a su destinatario. Ésta era una de las «fricciones» que el Estado Mayor alemán, engañado por la facilidad de las comunicaciones durante las maniobras, no había tenido en cuenta.
La firme resistencia de los belgas y la visión del «rodillo» ruso avanzando por la Prusia oriental, llenaban de preocupación al OHL. En el Estado Mayor comenzaron a notarse una serie de fricciones. El culto a la arrogancia practicado por los oficiales prusianos afectaba más dolorosamente a ellos mismos y a sus aliados que a nadie. El general Von Stein, el segundo jefe del Estado Mayor, aun cuando era considerado un hombre inteligente, consciente y trabajador, era descrito por el oficial de enlace austriaco en el OHL como un oficial rudo, déspota, un característico representante de lo que era llamado «el tono de la Guardia de Berlín».[19] El coronel Bauer, de la Sección de Operaciones, odiaba a su jefe, el coronel Tappen, por su «tono mordaz» y sus «odiosos modales» delante de sus subordinados.[20] Los oficiales se quejaban de que Moltke prohibiera el champaña durante las comidas y de que la comida en la mesa del káiser fuera tan mísera que luego debían alimentarse con bocadillos extra.[21]
Desde el momento en que los franceses comenzaron su ataque en Lorena, la decisión de Moltke de seguir al pie de la letra el plan de Schlieffen cargando todo el peso en el ala derecha comenzó a ceder. Él y su Estado Mayor confiaban en que los franceses destinarían el grueso de sus fuerzas a su izquierda para hacer frente al ala derecha alemana. Con la misma ansiedad con la que Lanrezac mandaba explorar en busca de los ingleses, el OHL buscaba pruebas de fuertes movimientos franceses al oeste del Mosa, y hasta el 17 de agosto no descubrió nada importante. La negativa del enemigo a comportarse como ellos habían esperado les confundía y desconcertaba. Llegaron a la conclusión, por la ofensiva en Lorena y la ausencia de todo movimiento de importancia en el oeste, de que los franceses estaban concentrando sus fuerzas principales para una ofensiva a través de Lorena, entre Metz y los Vosgos. Y empezaron a preguntarse si esto no requería un reajuste de la estrategia alemana. Si ésta había de ser la principal dirección del ataque francés, ¿no podrían los alemanes, destinando fuerzas al ala izquierda, librar una batalla decisiva en Lorena antes de que el ala derecha pudiera completar su envolvimiento? ¿Acaso no podrían completar con ello una auténtica Cannae, el doble envolvimiento en que siempre había soñado Schlieffen? El OHL discutió el problema de arrojar el centro de gravedad al ala izquierda desde el 14 al 17 de agosto. Aquel día decidieron que los franceses no se concentraban en Lorena con la intensidad que ellos habían temido en un principio y volvieron al plan original de Schlieffen.[22]
Pero una vez que ha sido puesta en duda la certeza de una doctrina, resulta muy difícil volver a tener una completa fe en ella. Mentalmente, Moltke había abierto su mente a una estrategia alternativa, según lo que pudiera hacer el enemigo. La sencillez del «Plan Schlieffen» de arrojar todo el peso a una sola ala y aferrarse estrictamente a este plan, independientemente de lo que hiciera el enemigo, era vista con graves dudas. El plan, que aparecía tan perfecto sobre el papel, comenzaba ahora a derrumbarse. Desde aquel momento, Moltke se sintió atormentado siempre por las dudas antes de tomar una decisión. Y precisamente el 16 de agosto, el príncipe Rupprecht exigió una decisión urgente: solicitó permiso para pasar al contraataque. Su cuartel general en Saint-Avold, una oscura ciudad hundida en un valle del distrito minero del Sarre, no ofrecía diversiones principescas, ni un solo castillo en donde pudiera alojarse, ni siquiera un Grand Hotel. Hacia el oeste se extendía una región de colinas bajo el cielo abierto sin obstáculos de importancia ante el Mosa y, reluciente en el horizonte, el premio: Nancy, la joya de Lorena.
Rupprecht argüía que la mejor manera de cumplir la misión que se le había asignado, es decir, comprometer el mayor número posible de tropas francesas en su frente, se realizaría del mejor modo pasando al ataque, una teoría completamente contraria a la del «saco». Durante tres días, del 16 al 18 de agosto, continuó la discusión por teléfono, que funcionaba felizmente en todo el territorio alemán, entre el cuartel general de Rupprecht y el cuartel general. ¿Acaso aquel ataque francés era el principal esfuerzo del enemigo? Según parecía, no hacían nada «serio» en Alsacia o al oeste del Mosa. ¿Qué significaba todo esto? ¿Acaso el enemigo se negaba a atacar y caer en la «bolsa»? En el caso de que Rupprecht continuara su repliegue, la brecha que se abriría entre él y el Quinto Ejército, su vecino a la derecha, ¿no incitaría a los franceses a atacar por allí? ¿No originaría esto la derrota del ala derecha? Rupprecht y su jefe de Estado Mayor, el general Krafft von Dellmensingen, afirmaban que sí.[23] Alegaban que sus tropas estaban esperando impacientes la orden de ataque, que resultaba difícil contenerlas, que era una vergüenza hacer replegar a unas fuerzas que «querían lanzarse hacia delante», y, peor aún, una locura renunciar a un territorio en Lorena al comienzo mismo de las hostilidades, aunque solamente fuera una medida provisional y temporal.
Fascinado pero asustado, el OHL no adoptaba ninguna decisión. Un comandante de Estado Mayor llamado Zollner fue enviado al cuartel general del Sexto Ejército en Saint-Avold para discutir personalmente la situación. Señaló que el OHL consideraba un cambio en el repliegue planeado, pero no podía renunciar, de un modo definitivo, a la maniobra de la «bolsa». Volvió sin haber llegado a nada definitivo. Apenas se marchó, un avión de reconocimiento informó de movimientos locales franceses en dirección al Grand Couronné, que fueron «inmediatamente interpretados» por el Estado Mayor del Sexto Ejército como prueba de que el enemigo no pensaba «meterse» dentro de la bolsa y que, por lo tanto, lo mejor que podía hacerse en aquellas circunstancias era atacar sin pérdida de tiempo.
Se avecinaba la crisis. Nuevas conversaciones telefónicas se establecieron entre Rupprecht y Von Krafft por un lado, y Von Stein y Tappen por el otro. Otro mensajero del OHL, el comandante Dommes, llegó, el 17 de agosto, con noticias que hacían que una contraofensiva apareciera como más deseable que nunca. Indicó que el OHL estaba convencido ahora de que los franceses estaban trasladando tropas a su ala occidental y que estas tropas ya no quedaban «ligadas» en Lorena, informó del éxito de los cañones monstruo en Lieja, lo que hacía que las líneas fortificadas francesas ya no parecieran inconquistables, dijo que el OHL creía que los ingleses aún no habían desembarcado en el continente y que, si lograban entablar una batalla decisiva en Lorena, tal vez nunca llegaran a desembarcar. Pero, desde luego, dijo el comandante Dommes, estaba obligado por las instrucciones recibidas de Moltke a fin de evitar y evitar los azares de una contraofensiva, de la cual el principal y más importante riesgo era el de que se trataría de un ataque frontal —el anatema de la doctrina militar alemana—, que hacía completamente imposible el envolvimiento a causa de las montañas y de las fortificaciones francesas.
Rupprecht replicó que existían menos riesgos en el ataque que en una nueva retirada, que cogería al enemigo por sorpresa, que él y su Estado Mayor habían considerado todos los riesgos y sabrían cómo hacer frente a los mismos. Y anunció que ya había tomado la decisión de atacar, a no ser que recibiera una orden tajante del OHL prohibiéndoselo. «¡Que me permitan atacar o que me manden órdenes concretas!», gritó.
Confundido por el «violento tono» del príncipe, Dommes corrió otra vez al OHL en busca de nuevas instrucciones. En el cuartel general de Rupprecht, como escribió el general Von Krafft, «esperábamos preguntándonos si nos transmitirían la prohibición». Esperaron durante todo el 18 y, al no recibir ninguna orden por la tarde, Von Krafft telefoneó a Von Stein para preguntar si cabía esperar alguna orden. Von Krafft, que había perdido la paciencia, solicitó un «sí» o un «no». «¡Oh, no, nosotros no le prohibimos pasar al ataque! Usted debe asumir la responsabilidad. Tome la decisión que le dicte su conciencia», replicó Von Stein, haciendo poca gala de la autoridad que incumbía a un moderno Alejandro.
—Ya la he tomado. ¡Atacaremos!
—Na —contestó Von Stein, usando una expresión vernácula que equivale a un encogimiento de hombros—. Ataque, pues, y que Dios esté con usted.
De esta forma abandonaron la maniobra de la «bolsa». Fue transmitida al Sexto y Séptimo Ejércitos la orden de dar media vuelta y prepararse para la contraofensiva.
Mientras tanto, los ingleses, que los alemanes creían que todavía no habían desembarcado, ya se dirigían hacia las posiciones que les habían sido señaladas en el extremo izquierdo del frente francés. Los apasionados saludos y vítores por parte de la población francesa se debían menos a un profundo amor hacia los ingleses, sus enemigos durante siglos, que a un agradecimiento casi histérico por la aparición de un aliado en una lucha a vida o muerte para Francia. Para los soldados ingleses, que eran besados, alimentados y cubiertos de flores, era como una celebración, una gigantesca fiesta en la que ellos eran los héroes indiscutibles.
Su comandante en jefe, sir John French, desembarcó el 14 de agosto, en compañía de Murray, Wilson y Huguet, que había sido destinado al mando inglés como oficial de enlace. Pasaron la noche en Amiens y al día siguiente se trasladaron a París para ser recibidos por el presidente, el primer ministro y el ministro de la Guerra. «Vive le general French! Eep, eep, ooray. Vive l’Angleterre! Vive la France!», gritaban veinte mil ciudadanos franceses que se habían congregado frente a la Gare du Nord y que llenaban las calles.[24] A lo largo de todo el recorrido hasta la embajada inglesa, la muchedumbre, que decían que era más numerosa que cuando Blériot sobrevoló el Canal de la Mancha, lanzaba vítores entusiastas.
Poincaré quedó un poco sorprendido al descubrir en su visitante a un hombre de modales muy quietos, muy poco militar por su aspecto, de bigotes caídos, que se parecía más bien a un atareado ingeniero que a un valiente oficial de caballería. Un hombre lento y metódico sin mucho élan, a pesar de que su hijo político era francés y poseía una finca de verano en Normandía, y que hablaba muy pocas palabras en francés que lograran entenderse. Comenzó asustando a Poincaré cuando le anunció que sus tropas no estarían listas para entrar en combate hasta pasados diez días, es decir, hasta el 24 de agosto. Y Lanrezac temía que el 20 de agosto ya fuera demasiado tarde. «¡Cómo hemos sido engañados! ¡Les creíamos ya preparados para todo y ahora no podrán acudir a la cita!», escribió Poincaré en su diario.
Realmente, se había efectuado un cambio sorprendente en aquel hombre, cuya cualificación más notable para el mando, aparte de su antigüedad y de poseer buenas amistades, había sido hasta aquel momento su ardor combativo. Desde el momento en que desembarcó en Francia, sir John French empezó a mostrar una preferencia por la «espera»,[25] una curiosa aversión a lanzar el CEB al ataque, un temor a la lucha. Tanto si la causa fueron las órdenes de lord Kitchener y sus advertencias contra «las pérdidas y el despilfarro de material», o que sir John French se percatara súbitamente de que tras el CEB no había tropas instruidas en las islas, o bien si al llegar al continente, a unos pocos kilómetros de un enemigo formidable y ante la certeza de tener que entrar en batalla, no pudo soportar el peso de la responsabilidad, o si bajo las palabras y maneras grandilocuentes de que hacía gala se habían ido deslizando de modo invisible los juicios naturales del valor o se sintió un profundo disgusto por luchar en tierra extranjera por el bien de otra nación, nadie que no haya estado en la misma situación puede juzgarlo.
Desde un principio, las entrevistas con sir John French les dejaron a todos profundamente defraudados, sorprendidos o irritados. El objetivo inmediato por el cual el CEB había arribado a Francia —impedir que fuera aniquilada por los alemanes—, parecía tenerle completamente indiferente, o al menos no reaccionaba ante el peligro con la urgencia que requería el caso. Daba la impresión de que creía que su mando independiente, en el que tanto había insistido lord Kitchener, significaba «que podía elegir a su antojo las horas en que debía luchar y las que tenía que descansar»,[26] tal como se expresó Poincaré, totalmente indiferente a que los alemanes pudieran aniquilar Francia mientras tanto, haciendo innecesaria toda futura lucha. Tal como había señalado el incomparable Clausewitz, un ejército aliado que lucha bajo un mando independiente es inoportuno, pero si era inevitable, entonces, al menos, era esencial que su comandante «no fuera el más prudente y el más precavido, sino el más emprendedor».[27] Durante las siguientes tres semanas, las más críticas de la guerra, las razones que argumentó Clausewitz resultarían evidentes.
Al día siguiente, el 16 de agosto, sir John French visitó el GQG en Vitry, en donde Joffre descubrió que el hombre «estaba firmemente aferrado a sus propias ideas» y «ansioso de mezclar lo menos posible a su propio ejército».[28] Sir John French, por su lado, no quedó impresionado, debido, tal vez, a la actitud de un oficial inglés frente a las condiciones sociales. La lucha por republicanizar el Ejército francés había redundado en una desgraciada proporción, desde el punto de vista inglés, de muchos oficiales que no eran «caballeros». «Au fond, no son gente de estirpe. Hemos de tener en cuenta la clase social de que generalmente proceden los generales franceses»,[29] le escribió sir John a Kitchener algunos meses más tarde. No cabía la menor duda de que el generalísimo francés era hijo de un comerciante.
En aquella ocasión, de un modo cortés pero insistente, Joffre expresó su deseo de que el CEB entrara en acción en el Sambre al lado de Lanrezac el 21 de agosto. Contrariamente a lo que le había dicho a Poincaré, sir John French dijo que haría todo lo que estuviera a su alcance para acudir a la cita en esta fecha. Solicitó, dado que debía defender el extremo más expuesto del frente francés, que Joffre pusiera la caballería de Sordet y dos divisiones de la reserva «directamente a mis órdenes». Joffre se negó rotundamente. Cuando informó a Kitchener, sir John French dijo que había quedado «altamente impresionado»[30] por el general Berthelot y el Estado Mayor, a los que veía «muy confiados y serenos», y que habían hecho gala de una «completa ausencia de confusión». No expresó ninguna opinión respecto a Joffre, salvo que parecía valorar la «actitud de espera», un juicio curioso y erróneo.
La siguiente visita fue a Lanrezac. El ambiente que reinaba en el cuartel general del Quinto Ejército quedó expresado por el primer saludo que le dirigió Hely d’Oissel a Huguet cuando se presentó con su coche, acompañando a los oficiales ingleses, la mañana del 17 de agosto: «Por fin ha llegado, ya era hora. Si somos derrotados, se lo deberemos a usted».[31]
El general Lanrezac salió al encuentro de sus visitantes, cuya presencia personal no logró esfumar sus sospechas de que se trataba de unos comandantes sin tropa. Y durante la media hora siguiente, nada logró disipar tales recelos. A pesar de que no hablaba inglés y sus visitantes se expresaban en un francés muy deficiente, los dos generales se retiraron a conferenciar sin intérpretes, lo que sólo cabe explicar por la manía de guardar el secreto, pero que en aquellos momentos estaba enteramente fuera de lugar, tal como ha dicho el general Spears. Poco después se reunían con sus respectivos estados mayores, algunos de los cuales hablaban los dos idiomas, en la Sala de Operaciones. Sir John French fijó su mirada en el mapa, se colocó las gafas, señaló un punto en el Mosa y preguntó en su ininteligible francés si el general Lanrezac creía que los alemanes cruzarían el río en aquel punto que tenía un nombre tan difícil de pronunciar: Huy. Dado que el puente en Huy era el único entre Lieja y Namur y las tropas de Von Bülow lo estaban cruzando mientras él hablaba, la pregunta de sir John French era correcta, aunque superflua. Se detuvo ante la frase «cruzar el río» y fue ayudado por Wilson, que dijo «traverser la fleuve» y se detuvo de nuevo antes de pronunciar la palabra «Huy».
«¿Qué dice? ¿Qué dice?», preguntó Lanrezac, impaciente. Le explicaron que el comandante en jefe británico deseaba saber si los alemanes tenían la intención de cruzar el Mosa en Huy. «Dígale al mariscal que creo que los alemanes se han ido a pescar al Mosa», replicó Lanrezac.
«¿Qué dice? ¿Qué dice?», preguntó a su vez sir John French, que había comprendido perfectamente el tono, pero no el significado.[32]
En el ambiente que se había creado no es extraño que se produjeran malentendidos. Los alojamientos y las líneas de comunicaciones, una inevitable fuente de fricciones entre dos ejércitos vecinos, fueron los primeros en producirlos. Hubo un grave malentendido en el uso de la caballería, pues cada comandante deseaba usarla como medio de reconocimiento para sus propios fines. El cansado cuerpo de Sordet, que Joffre había agregado a Lanrezac, había sido destinado a establecer contacto con los belgas al norte del Sambre, con la esperanza de persuadirles de que no se replegaran hacia Amberes. Lanrezac tenía gran necesidad, al igual que los ingleses, de obtener información sobre el despliegue del enemigo. Deseaba hacer uso de la caballería británica, que estaba fresca, pero sir John French se negó. Dado que había llegado a Francia al frente de cuatro divisiones en lugar de seis, deseaba conservar la caballería como fuerza de la reserva. Lanrezac creyó que lo que pretendía era usarla como infantería montada en el frente.
La discusión más seria se originó cuando se planteó la cuestión de la fecha en que el CEB estaría en condiciones para entrar en acción. A pesar de que el día anterior le había dicho a Joffre que estaría listo el día 21, sir John French declaró lo mismo que le había dicho a Poincaré: que no estaría preparado hasta el día 24. Para Lanrezac, éste fue el golpe final. ¿Creía acaso el general inglés que el enemigo esperaría hasta que él estuviera dispuesto? Era evidente, tal como él había sospechado desde un principio, que no podía confiar en los ingleses. La entrevista terminó con los «rostros sonrojados». Posteriormente, Lanrezac informó a Joffre de que los ingleses no estarían listos «hasta el 24, como mínimo», «que pensaban usar su caballería como infantería montada» y «que no puede contarse en absoluto con ellos», y planteó la cuestión de la confusión que se originaría en las carreteras con los ingleses «en el caso de una retirada». Esta frase produjo un choque en el GQG. Lanrezac, el «auténtico león» de admirada agresividad, ya consideraba la posibilidad de una retirada.
También sir John French recibió un shock cuando llegó a su cuartel general, que había sido establecido provisionalmente en Le Cateau, en donde se enteró de que el comandante de su Segundo Cuerpo, su buen amigo el general Grierson, había muerto súbitamente aquella mañana en el tren, cerca de Amiens. La solicitud de French de que le enviaron un determinado general fue rechazada.[33] Kitchener mandó al general sir Horace Smith-Dorrien, con el que French nunca había simpatizado. Al igual que Haig, Smith-Dorrien no sentía el menor respeto por el comandante en jefe y tendía a actuar por iniciativa propia.[34] Sir John French dedicó toda su aversión hacia Smith-Dorrien, y la puso de manifiesto, cuando todo acabó, en aquel triste y complejo documento que tituló «1914», que un distinguido crítico calificó como «el libro más desgraciado que jamás se haya escrito».[35]
En el cuartel general del Ejército belga, en Lovaina, el 17 de agosto, el día en que sir John French se entrevistaba con Lanrezac y Rupprecht pedía permiso para pasar al contraataque, el primer ministro De Broqueville llegó para discutir con el rey Alberto la cuestión de trasladar el gobierno de Bruselas a Amberes. Destacamentos de todos los ejércitos de Von Kluck, en la proporción de cuatro o cinco frente a uno de los belgas, atacaban el frente belga junto al río Gette, a una distancia de quince millas. Ocho mil soldados del ejército de Von Bülow atravesaban el río en Huy, a treinta millas de distancia, y enfilaban hacia Namur. Si Lieja había caído, ¿qué confianza podía inspirar Namur? El período de concentración había terminado, el grueso del avance alemán estaba en marcha y todavía no habían llegado aquellos ejércitos que iban a proteger la neutralidad belga. «Estamos solos. Los alemanes, lo más seguro es que invadan las regiones centrales de Bélgica y ocupen Bruselas, y no sabemos cuál será el curso final de los acontecimientos», le dijo el rey a De Broqueville.[36] Es cierto que se confiaba en que la caballería francesa llegara aquel día a la región de Namur, pues Joffre, cuando informó al rey Alberto de su misión, le había dicho que la opinión que le merecían al GQG las unidades alemanas al oeste del Mosa era sencillamente la de formar una «cortina de humo».[37] Le había prometido que pronto llegarían nuevas unidades francesas para cooperar con los belgas en su lucha contra el enemigo. Pero el rey Alberto no estaba de acuerdo con la opinión de que los alemanes en el Gette y en Huy fueran una cortina de humo. Adoptaron el triste acuerdo de que el gobierno abandonara la capital. El 18 de agosto el rey ordenó también el repliegue general del Ejército desde el Gette a la zona fortificada de Amberes y el traslado del cuartel general de Lovaina a quince millas hacia atrás, en Malinas.
La orden produjo un «profundo disgusto y desconsuelo»[38] entre los altos mandos del Estado Mayor belga, y de un modo especial en el coronel Adelbert, representante personal del presidente Poincaré. Enérgico y brillante, cualificado para la ofensiva en la guerra, lo era «mucho menos» para las operaciones diplomáticas, como admitió el ministro francés en Bélgica.
«¿No pretenderán ustedes retirarse ante una simple avanzadilla de caballería?», vociferó el coronel Adelbert. Sorprendido y enojado, acusó a los belgas de «abandonar» a los franceses sin previa advertencia en el preciso momento en que los cuerpos de caballería franceses habían hecho acto de presencia al norte del Sambre y del Mosa. «Las consecuencias militares serán graves, la moral de los alemanes aumentará y Bruselas quedará expuesta a las incursiones de la caballería alemana». Ésta era la opinión que le merecía el enemigo que dos días después había de conquistar Bruselas con más de un cuarto de millón de hombres. Aunque su juicio era equivocado y su tono, duro, la angustia del coronel Adelbert, desde el punto de vista francés, era completamente comprensible. La retirada hacia Amberes significaba que el Ejército belga se replegaría, asimismo, del flanco aliado y rompería todo contacto con los franceses en vísperas de la gran ofensiva francesa.[39]
Durante el día 18 de agosto, la decisión del rey fue rectificada diversas veces en la agonía de la indecisión entre el deseo de salvar al Ejército belga del aniquilamiento y la aversión a renunciar a unas buenas posiciones para cuando pudiera llegar la ayuda de los franceses. Antes de que terminara el día, el dilema del rey fue solucionado por la Orden número 13 de Joffre, de aquella fecha, que daba a entender, sin dudas de ninguna clase, que el principal esfuerzo francés se realizaría en otra dirección, dejando a Bélgica la protección de su flanco en Namur con la ayuda que le pudieran proporcionar el Quinto Ejército y los ingleses. El rey Alberto no vaciló un momento más. Confirmó la orden de retirada hacia Amberes, y aquella noche las cinco divisiones belgas abandonaron sus posiciones en el Gette y se replegaron a Amberes, a la que llegaron el 24 de agosto.
La Orden número 13 de Joffre[40] era la señal de «preparados» para la gran ofensiva a través del centro alemán, en la que los franceses habían depositado todas sus esperanzas. Iba dirigida al Tercer, Cuarto y Quinto Ejércitos y también fue comunicada a belgas e ingleses. Instruía al Tercer y Cuarto Ejércitos, de los generales Ruffey y De Langle de Cary, para disponer el ataque a través de las Ardenas, y dejaba abiertas dos alternativas al Quinto Ejército, según la apreciación final de la fuerza alemana al oeste del Mosa. En el primer caso, Lanrezac debía atacar en dirección noroeste por el Sambre, «en estrecho enlace con los ejércitos belga e inglés», y en el segundo caso, en el supuesto de que el enemigo lanzara «sólo una fracción de su grupo del ala derecha» al oeste del Mosa, Lanrezac debía atravesar de nuevo el río y apoyar la ofensiva principal en las Ardenas, «dejando a los ejércitos belga e inglés la tarea de hacer frente a las fuerzas alemanas al norte del Sambre y del Mosa».
Se trataba en este caso de una orden imposible. Exigía del ejército de Lanrezac, que no era una unidad sino una masa heterogénea de tres cuerpos y siete divisiones separadas que cubrían un frente de treinta millas de anchura y que estaba marchando hacia el Sambre, que formara un frente en dos direcciones y, en la segunda alternativa, volver a sus posiciones originales, de las cuales se había marchado Lanrezac hacía sólo tres días. Paralizaba a Lanrezac en espera de que Joffre se decidiera por una de las dos alternativas. Pero la frase «sólo una fracción de su ala derecha» hizo que perdiera toda su confianza en el GQG. Haciendo caso omiso de la segunda alternativa, continuó su marcha hacia el Sambre. Ocuparía sus posiciones el 20 de agosto, según informó a Joffre, y entonces podría contraatacar a cualquier enemigo que intentara atravesar el río entre Namur y Charleroi «y obligarle a volver sobre el Sambre».[41]
Mientras avanzaban hacia sus nuevas posiciones, sus batallones entonaban «Sambre et Meuse», la canción favorita del Ejército francés, en recuerdo del año 1870.
Le régiment de Sambre et Meuse marchait toujours au cri de liberté.
Cherchant la route glorieuse qui l’a conduit a l’immortalité.
Le régiment de Sambre et Meuse reçut la mort aux cris de liberté.
Mais son histoire glorieuse lui donne droit a l’immortalité.
Lo que motivaba la Orden número 13 era la idea fija del GQG de llevar a la práctica el «Plan 17», que centraba todas sus esperanzas de victoria en una batalla decisiva. En agosto, cuando la guerra era reciente, todavía prevalecía la esperanza de poder poner fin a la misma por medio de una batalla decisiva. El GQG creía firmemente que, a pesar de lo fuerte que pudiera ser el ala derecha alemana, una ofensiva francesa por el centro alemán podría aislarlo y destruirlo. Aquella noche, Messimy, «preocupado» por la debilidad con que era defendida la frontera más abajo del Sambre, telefoneó a Joffre y le dijeron que el generalísimo estaba durmiendo. Pero su respeto era mayor que su angustia y Messimy dijo que no le despertaran. Berthelot le respondió, lleno de confianza: «Si los alemanes cometen la imprudencia de una maniobra de envolvimiento por el norte de Bélgica, ¡mucho mejor! Cuantos más hombres destinen al ala derecha, más fácil resultará para nosotros romper el centro de su frente».[42]
Aquel mismo día, el ala derecha alemana daba la vuelta a través de Bélgica; el ejército de Von Kluck, en el ala derecha, avanzaba sobre Bruselas; Von Bülow, por el centro, se dirigía hacia Namur, y Von Hausen, por el interior, avanzaba sobre Dinant. Namur, que era defendida por la 4.ª División belga y las tropas de guarnición, estaba aislada y era considerada todavía, a pesar de lo que había ocurrido en Lieja, como una fortaleza inexpugnable. Todos estaban convencidos de que Namur resistiría el tiempo suficiente para permitir a Lanrezac cruzar el Sambre y establecer contacto con sus defensores. El comandante Duruy, antiguo agregado militar en Bruselas, que había sido enviado como oficial de enlace a Namur, informó a Lanrezac el 19 de agosto de que no confiaba en que la fortaleza pudiera resistir durante mucho tiempo. Aislado del resto de su ejército, la moral de sus defensores era muy baja y su reserva de municiones, escasa. Aunque sus puntos de vista fueron rebatidos por muchos, Duruy insistió en su pesimismo.[43]
El 18 de agosto, las avanzadillas de Von Kluck llegaron al Gette. La misión de Von Kluck era el aniquilamiento total del Ejército belga. Confiaba realizar esta misión cruzando entre los belgas y Amberes y rodeándolos antes de que pudieran llegar a la zona fortificada de Amberes. Pero llegaba demasiado tarde. La retirada del rey Alberto salvó a su Ejército, que se convirtió en una amenaza para la retaguardia de Von Kluck cuando más tarde continuó en dirección sur en su marcha sobre París. «Han logrado rehuirnos de modo que su ejército no ha sido derrotado de un modo total y ni siquiera hemos logrado alejarlo de Amberes», se vio obligado Von Kluck a informar al OHL.
Poco después había de volverse hacia el sur no sólo con los belgas en su retaguardia, sino con un nuevo enemigo frente a ellos: los ingleses. Los alemanes habían llegado a la conclusión de que el lugar lógico para que los ingleses desembarcaran era en los puertos cercanos al frente belga, y los reconocimientos de la caballería de Von Kluck observaron que los ingleses desembarcaban en Ostende, Calais y Dunkerque el 13 de agosto.[44] En vista de esto, en cualquier momento habían de cruzarse en el camino de Von Kluck. Pero lo cierto es que desembarcaban mucho más abajo de la costa, en Boulogne, Rouen y El Havre. El informe sobre el desembarco en Ostende, sin embargo, hizo que el OHL temiera que, cuando Von Kluck emprendiera la marcha hacia el sur, su flanco derecho pudiera ser atacado por los ingleses, y que si lanzaba su ala izquierda para combatirlos, entonces podría abrirse una brecha entre su ejército y el de Von Bülow. Para evitar este peligro, el 17 de agosto el OHL colocó a Von Kluck a las órdenes de Von Bülow. ¿Cómo era posible que el OHL reaccionara ante un informe que decía que los ingleses desembarcaban en Ostende, cuando el mismo día le dijeron a Rupprecht que los ingleses todavía no habían desembarcado y que era posible que no llegaran nunca a desembarcar en el continente? Se trata de una de aquellas anomalías de la guerra que sólo pueden ser explicadas por medio de conjeturas. Tal vez los oficiales del Estado Mayor en el OHL que controlaban el ala izquierda formaban un grupo distinto de aquellos a quienes incumbía todo lo relacionado con el ala derecha y no se consultaron mutuamente.
Los comandantes del Primero y Segundo Ejércitos ya habían cumplido los sesenta y ocho años. Von Kluck, un hombre extraño, moreno y de mirada dura, apenas aparentaba esta edad, mientras que Von Bülow, con sus blancos bigotes y rostro sonrosado, daba la impresión de ser mucho mayor. Von Kluck, que había sido herido durante la guerra del año 1870 y había adquirido su título de «von» a los cincuenta años, había sido elegido antes de la marcha y le había sido conferida la fuerza de choque que debía ser el martillo del ala derecha, que tenía que imponer el ritmo de la marcha y que poseía mayor fortaleza, con una densidad de 18 000 hombres por milla, en contraste con los 13 000 de Von Bülow y los 3300 de Rupprecht.[45] Pero, asustado por la perspectiva de un vacío, el OHL creyó que Von Bülow, en el centro del ala derecha, estaría en mejores condiciones para que los tres ejércitos marcharan de acuerdo. Von Kluck, profundamente disgustado,[46] discutía diariamente las órdenes que le daba Von Bülow,[47] lo que originó muchos inconvenientes, que, junto con la deficiencia en las comunicaciones, provocaron que el OHL, a los diez días, se viera obligado a anular la orden… con el resultado de que se creó un vacío que ya no pudo ser llenado.
Pero, mucho más que Von Bülow, fueron los belgas los que pusieron a prueba a Von Kluck. Su Ejército, al obligar a los alemanes a luchar, retrasó su marcha, y al volar los puentes y los ferrocarriles interrumpió el suministro de munición, víveres, medicamentos y correo, obligando a los alemanes a una continuada división de fuerzas para proteger su retaguardia. Los civiles bloqueaban las carreteras y cortaban las líneas telefónicas y telegráficas, lo que dificultaba las comunicaciones no sólo entre los mandos alemanes y el OHL, sino también entre los mismos ejércitos y entre sus cuerpos. Esta «agresiva lucha de guerrilleros», como la llamó Von Kluck, y, sobre todo, la presencia de los francs-tireurs, le exasperaba a él, así como a todos los oficiales alemanes. Desde el momento en que su ejército penetró en Bélgica, consideró necesario tomar, según sus propias palabras, «severas represalias»,[48] como «el fusilamiento de civiles y el incendio de sus hogares», para protegerse contra los «traidores» ataques de la población civil. Los pueblos incendiados y los rehenes muertos señalaban el paso del Primer Ejército. El 19 de agosto, después de haber cruzado los alemanes el Gette, al descubrir que el Ejército belga se había replegado durante la noche, desataron su ira contra Aerschot, un pequeño pueblo entre el Gette y Bruselas, que fue el primero en sufrir las consecuencias de una ejecución en masa. En Aerschot fueron fusilados ciento cincuenta ciudadanos.[49] Esta cifra iría aumentando cuando el proceso fue repetido por el ejército de Von Bülow en las Ardenas y Tamines, y culminó en la matanza por el ejército de Von Hausen de seiscientos doce ciudadanos en Dinant. El método consistía en reunir a los habitantes en la plaza principal, los hombres a un lado y las mujeres al otro, elegir uno de cada diez, conducirlos a un campo cercano y fusilarlos allí. En Bélgica existen muchos cementerios en los que se ven infinidad de lápidas funerarias en las que aparece inscrito un nombre, la fecha 1914 y una leyenda que se repite continuamente: «Fusillé par les allemands». En muchos cementerios han añadido infinidad de nuevas lápidas con la misma leyenda y la fecha del año 1944.
El general Von Hausen, que estaba al mando del Tercer Ejército, era de la opinión, lo mismo que Von Kluck, de que la «pérfida» conducta de los belgas al «multiplicar los obstáculos» en su ruta exigía unas represalias «del máximo rigor y sin la menor vacilación», como eran «la detención de importantes rehenes, por ejemplo los terratenientes, los alcaldes y los sacerdotes, el incendio de sus casas y granjas y la ejecución de todas las personas descubiertas en un acto de hostilidad». El ejército de Von Hausen estaba compuesto por sajones, cuyo nombre, en Bélgica, se convirtió en sinónimo de «salvajes».[50]
Hausen no lograba convencerse de la «hostilidad del pueblo belga». Descubrir «cuánto somos odiados» era una sorpresa para él. Se quejó amargamente de la actitud de la familia D’Eggremont, cuyo lujoso castillo de cuarenta habitaciones, con jardines y establos para cincuenta caballos, le sirvió de alojamiento durante una noche. El anciano conde «no se sacaba las manos de los bolsillos» y los dos hijos mayores se ausentaron durante la cena, el padre llegó demasiado tarde a la mesa y se negó a hablar e incluso a responder a las preguntas que le dirigían, y continuó en esta actitud, a pesar de que Von Hausen prohibió expresamente que sus soldados confiscaran las armas chinas y japonesas que el conde D’Eggremont había coleccionado durante su largo servicio diplomático en Oriente. Ésta fue una experiencia muy desconsoladora para los alemanes.
La campaña alemana de represalias no fue, excepto en casos individuales, una respuesta espontánea a las provocaciones belgas. Había sido preparada de antemano, con aquella conocida meticulosidad alemana, y había sido prevista para intimidar a los belgas y salvar de esta forma tiempo y hombres. La velocidad era un factor vital. Era necesario entrar en Francia con todos los batallones que tuvieran a su disposición. La resistencia belga, que exigía dejar tropas en la retaguardia, era un obstáculo para el plan. Las proclamas ya habían sido impresas con antelación.[51] Tan pronto como los alemanes entraban en un pueblo, las paredes quedaban blancas a causa del gran número de bandos que prevenían a la población contra todo acto de «hostilidad». El castigo para los ciudadanos que dispararan contra los soldados era la pena de muerte, así como también para una gran cantidad de actos menores: «Todo aquel que se acerque a menos de doscientos metros de un aeroplano o un globo será fusilado en el lugar». Y también serían fusilados los propietarios de casas en las cuales fueran halladas armas. Los dueños de las casas en donde se ocultaran soldados belgas serían enviados a «trabajos forzados a perpetuidad» en Alemania. Los pueblos en los que se cometieran actos «hostiles» contra los soldados alemanes, «serán incendiados». En el caso de que estos actos se realizaran «en la carretera entre dos pueblos, se aplicará el mismo castigo a ambos».
En resumen, concluían las proclamas: «Por todos los actos de hostilidad serán aplicados los siguientes principios: todos los castigos serán ejecutados, los rehenes serán apresados». La práctica del principio según el cual toda la comunidad sería considerada responsable, responsabilidad colectiva que había sido expresamente prohibida por la Convención de La Haya, dejó atónito al mundo del año 1914, que había creído en el progreso de la humanidad.
Von Kluck se lamentaba de que, en cierto modo, estos métodos «eran demasiado lentos para solucionar el mal».[52] La población belga continuaba haciendo gala de la más implacable hostilidad. «Esa maldita actitud de la población afecta a la parte más vital de nuestro Ejército». Las represalias se hicieron más frecuentes y más graves. Los pueblos incendiados, las carreteras atestadas de fugitivos, los alcaldes fusilados como rehenes, eran hechos conocidos por el mundo entero a través del gran número de corresponsales aliados, norteamericanos y neutrales que, no autorizados a trasladarse al frente por orden expresa de Joffre y Kitchener, habían llegado a Bélgica desde el primer día de la guerra. Entre aquel grupo de agudos comentaristas figuraban, entre los norteamericanos, Richard Harding Davis, para una cadena de periódicos, Will Irwin, del Collier’s, Irwin Cobb, del Saturday Evening Post, Harry Hansen, del Chicago Daily News, y John T. McCutcheon, por el Chicago Tribune, entre otros. Después de haberse asegurado las credenciales del Ejército alemán, lo acompañaban en su avance. Escribían sobre las ruinas que hallaban a su paso, sobre aquellas casas incendiadas en las que ya no residía ningún ser humano, las agonizantes vacas con las ubres llenas, las columnas de fugitivos en las carreteras, las cosechas sin recoger y la pregunta que les hacían todos ellos, todos los belgas: «¿Han visto ustedes a los franceses? ¿Dónde están los franceses? ¿Dónde están los ingleses?». Un muñeco de trapo en la carretera con la cabeza aplastada por la rueda de un vehículo alemán se le antojó a un corresponsal norteamericano como símbolo del triste sino de Bélgica en aquellos días de guerra.[53]
El 19 de agosto, mientras resonaban los disparos de los fusilamientos en Aerschot, reinaba en Bruselas un extraño silencio. El gobierno se había marchado el día anterior. Las banderas todavía ondeaban en las calles. La capital, en sus últimas horas, se refugiaba en un impenetrable silencio. Poco antes de finalizar el día fueron vistos los primeros franceses, un escuadrón de cansados jinetes que bajaban por la Avenue de la Toisón d’Or. Algunas horas después llegaron cuatro coches atestados de oficiales en curiosos uniformes de color caqui. La población se animó para lanzar un débil «Les anglais!». Por fin llegaban los aliados de Bélgica, aunque demasiado tarde para salvar su capital. El 19 continuaban llegando los fugitivos del este. Fueron arriadas las banderas, la población había sido prevenida, se respiraba una amenaza en el aire.
El 20 de agosto fue ocupada Bruselas.[54] De pronto hicieron acto de presencia en las calles escuadrones de ulanos con sus lanzas. Eran los heraldos de un sombrío desfile, casi inconcebible en sus efectivos y grandeza. Comenzó a la una marchando una columna tras otra de infantería, con sus uniformes gris verdoso, afeitados y con las botas brillantes y las bayonetas relucientes al sol y las filas cerradas para eliminar los vacíos de aquellos que faltaban. La caballería hizo su aparición con los mismos uniformes gris verdoso y cintas blancas y negras en sus lanzas, como jinetes procedentes de la Edad Media. La falange de sus innumerables cascos parecía anunciar que pisotearían todo lo que encontraran a su paso. La artillería pesada tronaba sobre el empedrado. Doblaban los tambores. Y los soldados cantaban «Heil dir im Siegeskranz» y «Dios salve al rey». Una brigada tras otra. La silenciosa muchedumbre que asistía al desfile estaba estupefacta ante su inmensidad y su perfección. La exhibición del equipo militar cumplió su objetivo.
Los soldados desfilaban por un lado de la avenida para que, por el otro, pudieran circular los oficiales en sus coches y los carteros en sus bicicletas. Los oficiales de caballería causaban una gran impresión. Algunos de ellos fumaban con indolencia y otros llevaban monóculos, pero todos ellos lucían en sus rostros la expresión de un máximo desprecio. Hora tras hora continuó el desfile de los conquistadores, durante toda la tarde y toda la noche hasta el día siguiente. Durante tres días y tres noches los 320 000 soldados del ejército de Von Kluck desfilaron por las calles de Bruselas. Un gobernador general alemán se hizo cargo de la ciudad, la bandera alemana fue izada en el Ayuntamiento, los relojes fueron puestos a la hora alemana y fue impuesta una indemnización de 50 millones de francos a la capital y 450 millones a la provincia de Brabante, que debía hacerse efectiva en el plazo máximo de diez días.
En Berlín, cuando se recibió la noticia de la caída de Bruselas, doblaron las campanas, por las calles se oían gritos de orgullo y satisfacción, el pueblo se dejaba llevar por el entusiasmo, los desconocidos se abrazaban y reinaba una «feroz alegría».[55]
El 20 de agosto, Francia todavía no renunciaba a su ofensiva. Lanrezac había llegado al Sambre y los ingleses estaban a su misma altura. Sir John French le aseguró a Joffre que estaba preparado para entrar en acción al día siguiente. Pero llegaron malas noticias de Lorena. Había comenzado la contraofensiva de Rupprecht con tremendos impactos. El Segundo Ejército de Castelnau, desequilibrado por la pérdida del cuerpo que Joffre había transferido al frente de Bélgica, estaba en plena retirada, y Dubail informaba de que debía hacer frente a duros ataques. En Alsacia, ante unas fuerzas enemigas muy reducidas, el general Pau había reconquistado Mulhouse y toda la región circundante, pero ahora que el movimiento de Lanrezac hacia el Sambre había restado fuerza a la ofensiva central, las tropas de Pau habían de ocupar de nuevo su puesto en el frente. Incluso Alsacia, el sacrificio más grande, debía ser sacrificada a causa del «Plan 17». Aunque se confiaba en reconquistar Alsacia en la batalla decisiva, la desesperación del general Pau se trasluce claramente en la última proclama que dirigió a la población que acababa de liberar: «En el norte comienza la gran batalla que decidirá el destino de Francia y, además, el de Alsacia. Es allí donde el comandante en jefe concentra todas las fuerzas de la nación para el ataque decisivo. Profundamente doloridos, nos vemos en la necesidad de abandonar Alsacia, temporalmente, para asegurar esta victoria final. Es ésta una cruel necesidad a la que han de someterse el ejército de Alsacia y su comandante, un abandono que no harían nunca si no fuera por un caso de extrema necesidad». Lo único que desde aquel momento quedó en manos de los franceses fue una estrecha franja de terreno alrededor de Thann, adonde llegó Joffre en el mes de noviembre para decir sencillamente ante una población silenciosa: «Je vous apporte le baiser de la France». Pasarían cuatro largos años antes de la liberación de Alsacia.[56]
En el Sambre, donde Lanrezac debía pasar a la ofensiva al día siguiente, «el día 20 fue un día excitante para la tropa», en palabras del teniente Spears. «Se presentía una crisis en el aire. Todo el mundo se daba cuenta de que se avecinaba una gran batalla. La moral del Quinto Ejército era muy elevada […]. Estaban seguros del éxito». No tan seguro estaba su comandante. El general D’Amade, comandante del grupo de tres divisiones territoriales que Joffre, en un gesto de última hora, había destinado a la izquierda de los ingleses, también estaba inquieto. En respuesta a una pregunta que dirigió al GQG le contestó el general Berthelot: «Los informes sobre la presencia de fuerzas alemanas en Bélgica son enormemente exagerados. No hay motivo para ponerse nervioso. Las disposiciones ordenadas por mí son suficientes por el momento».[57]
A las tres de la tarde, el general De Langle de Cary, del Cuarto Ejército, informó de movimientos enemigos en su sector y preguntó a Joffre si ya debía pasar a la ofensiva. En el GQG continuaba reinando el firme convencimiento de que, cuanto mayores fueran los movimientos en el ala derecha alemana, más débil sería su centro. «Comprendo su impaciencia —repuso Joffre—, pero, en mi opinión, no ha llegado todavía el momento de atacar […]. Cuanto más abandonada esté la región [de las Ardenas] en el momento en que pasemos a la ofensiva, mejores serán los resultados que alcanzará el Cuarto Ejército apoyado por el Tercero. Por lo tanto, es necesario que permitamos al enemigo continuar su marcha sin atacarle prematuramente».[58]
A las nueve de aquella noche consideró que había llegado el momento y dio la orden al Cuarto Ejército de que se lanzara a la ofensiva sin pérdida de tiempo. Había sonado la hora del élan. Joffre informó a Messimy a última hora del 20 de agosto: «Hay razones para esperar confiadamente el desarrollo de las operaciones».[59]