EL CUERPO EXPEDICIONARIO BRITÁNICO
HACIA EL CONTINENTE[*]
El retraso en cubrir el flanco expuesto a la izquierda del general Lanrezac fue debido a una disputa y un desacuerdo que se produjo entre los ingleses, que eran quienes habían de defender este frente. El 5 de agosto, su primer día de guerra, el plan del Estado Mayor, estructurado hasta sus mínimos detalles por Henry Wilson, en lugar de ser llevado automáticamente a la práctica como lo eran los planes de guerra en el continente, tenía que ser aprobado previamente por el Comité de Defensa Imperial. Cuando el Comité se reunió para formar el Consejo de Guerra a las cuatro de aquella tarde, figuraban los jefes civiles y militares y un espléndido coloso, que se sentaba entre ellos por primera vez, y que reunía ambas circunstancias. El mariscal de campo lord Kitchener no se sentía más feliz de ser el nuevo secretario de Estado para la Guerra que sus colegas de tenerle entre ellos. El gobierno estaba nervioso por tener en su seno al primer soldado en activo que formaba parte de un gobierno desde que el general Monk había prestado servicio durante el reinado de Carlos II. Los generales estaban preocupados ante la posibilidad de que utilizara su posición o fuera convencido por el gobierno para que interfiriera en el mando del Cuerpo Expedicionario a Francia. Nadie se sintió desengañado. Kitchener, ya desde el principio, expuso su profundo desprecio hacia la estrategia, la política y el papel asignados al Ejército inglés por el plan anglo-francés.
No resultaba claro cuál había de ser su autoridad, dada su posición. Inglaterra entraba en la guerra con un vago entendimiento de que la suprema autoridad residía en el primer ministro, pero sin disposiciones precisas sobre cuáles eran los consejos que había de recibir y aceptar. Los oficiales con mando despreciaban a los oficiales del Estado Mayor, de los que decían que «tenían los cerebros de canario y los modales de los prusianos»,[1] y ambos bandos estaban disgustados por la interferencia de los ministros civiles, que eran conocidos como los «ranas». Los civiles hablaban de los militares como los «testarudos».[2] Durante el Consejo del 5 de agosto, los civiles estaban representados por Asquith, Grey, Churchill y Haldane, y el Ejército, por once generales, entre los que se incluían el mariscal de campo sir John French, el previsto comandante en jefe de las fuerzas expedicionarias, sus dos comandantes de cuerpo, sir Douglas Haig y sir James Grierson, su jefe de Estado Mayor, sir Archibald Murray, todos ellos tenientes generales, y el segundo jefe de Estado Mayor, el general mayor Henry Wilson, cuya habilidad para ganarse enemigos políticos había brillado durante la crisis de Curragh y le había hecho perder cargos más elevados. Entre ambos bandos, sin saberse exactamente por cuál se decantaba, estaba lord Kitchener, que consideraba los objetivos de las fuerzas expedicionarias con profundo desprecio y no sentía la menor admiración por su comandante en jefe.[3] No tan volcánico en su forma de expresión como el almirante Fisher, Kitchener empezó a proyectar toda su ira y disgusto contra el plan del Estado Mayor de situar el Ejército inglés a remolque de la estrategia francesa.
Puesto que no había colaborado personalmente en los planes militares para la guerra en el continente, Kitchener podía ver las fuerzas expedicionarias en sus exactas proporciones y no creía que sus seis divisiones pudieran afectar al resultado del inminente choque entre setenta divisiones alemanas y setenta divisiones francesas. Aunque era un soldado profesional, «el más capaz que he conocido en mi vida», dijo lord Cromer cuando Kitchener asumió el mando en la campaña de Jartum, su carrera había continuado durante los últimos años a nivel olímpico. Trataba los asuntos indios, egipcios y del Imperio a gran escala. Nunca se le había visto hablar o darse cuenta de la presencia de un soldado raso. Al igual que Clausewitz, consideraba la guerra como una continuación de la política y la aceptaba desde este punto de vista. A diferencia de Henry Wilson y del Estado Mayor, no se interesaba por los detalles del desembarco, los horarios de transporte, los caballos y el forraje. Dado que estaba en un plano superior a todos esos detalles, podía ver la guerra en todo su conjunto, en términos de relaciones de potencias, y comprender el inmenso esfuerzo de la expansión militar nacional que se requería para una guerra de larga duración.
«Hemos de estar preparados para organizar ejércitos de millones de soldados y mantenerlos durante varios años»,[4] anunció. Sus oyentes se lo quedaron mirando atónitos e incrédulos, pero Kitchener parecía muy seguro de lo que decía. Les dijo que, para luchar y ganar una guerra europea, Gran Bretaña había de contar con un ejército de setenta divisiones, al igual que los ejércitos continentales, y había calculado que este ejército no podría desplegar toda su potencia hasta el tercer año de guerra, repitiendo continuamente que la guerra duraría muchos años. Consideraba el Ejército regular, con sus oficiales profesionales, como el valioso núcleo para la organización e instrucción del ejército que él ya veía en su mente. Mezclarse y perder una batalla inmediata en que él consideraba que concurrían circunstancias altamente desfavorables y en donde su presencia no podría ser decisiva, lo calificaba como una auténtica locura. Si perdía aquellas tropas, no podría contar con otras que las reemplazaran.
La falta del servicio militar obligatorio era la más destacada de las diferencias existentes entre los ejércitos inglés y continentales. El Ejército regular estaba previsto más para servir en ultramar que para la defensa de la patria, de la que tenían que cuidar los territoriales. Desde que el duque de Wellington declaró que los reclutas para el servicio exterior «deben ser voluntarios»,[5] los esfuerzos bélicos ingleses se dirigieron inmediatamente a la organización de un ejército de voluntarios que dejaba en la incertidumbre a las restantes naciones hasta que Gran Bretaña se comprometiera en una nueva guerra. Aunque lord Roberts, el mariscal de campo decano, que ya había rebasado los setenta años, había abogado esforzadamente por la implantación del servicio obligatorio contando con un solo partidario en el Gabinete, que no creemos necesario tener que decir que era Winston Churchill, los obreros se oponían a ello y no había ningún gobierno que quisiera cargar con esta responsabilidad. Las Fuerzas Armadas inglesas en el suelo patrio comprendían seis divisiones y una división de caballería del Ejército regular, y cuatro divisiones regulares con un total de sesenta mil hombres en ultramar, así como catorce divisiones de los territoriales. Una reserva de unos trescientos mil hombres estaba dividida en dos clases: la reserva especial, que no podía completar apenas el Ejército regular para la guerra, y la reserva nacional, que había de reemplazar a los territoriales. En opinión de Kitchener, los territoriales carecían de instrucción, eran unos «aficionados» sin utilidad práctica, y él los consideraba con el mismo desdén, y tan injustamente, como los franceses a sus reservistas, es decir, como una nulidad.
A los veinte años, Kitchener había luchado como voluntario en el Ejército francés en la guerra del año 1870 y hablaba francés perfectamente. Si, como consecuencia de ello, sentía una simpatía especial por Francia no lo demostraba, pues lo cierto es que no era partidario de la estrategia francesa. Durante la crisis de Agadir, le dijo al Comité de Defensa Imperial que temía que los alemanes cruzaran Francia como si fueran «perdices»,[6] y se negó a tomar parte cuando le invitaron en cualquier decisión que pudiera acordar el Comité.
Que Inglaterra le confiara en 1914 el Ministerio de la Guerra, a pesar de ser el único hombre que insistía en organizarse para una guerra de larga duración, no fue debido a sus opiniones, sino a su prestigio. Sin talento para la burocracia de la Administración oficial y sin el menor deseo de conformarse con la «rutina de las reuniones de gobierno», después de estar acostumbrado al estilo de vida de un procónsul, Kitchener hizo todo lo que estuvo en su poder para escapar a su destino. El gobierno y los generales, más conscientes de sus defectos de carácter que de sus virtudes de vidente, gustosamente le hubieran visto partir de nuevo para Egipto, pero no se atrevían a actuar sin él. No fue nombrado ministro de la Guerra por sus puntos de vista, que nadie compartía, sino porque su presencia era indispensable para «tranquilizar los sentimientos públicos».[7]
Desde Jartum, el país había sentido una fe casi religiosa en Kitchener, y existía entre él y el público aquella misma unión mística que había de crearse entre el pueblo de Francia y «Papá Joffre» o entre el pueblo alemán y Hindenburg. Las iniciales «K de K» eran una fórmula mágica, y sus grandes bigotes marciales, un símbolo nacional, que eran para Inglaterra lo mismo que el pantalon rouge para Francia. Alto y ancho de hombros, semejaba una imagen victoriana de Ricardo Corazón de León, excepto por algo inescrutable tras sus solemnes y brillantes ojos. Desde el 7 de agosto, los bigotes, los ojos y el índice levantado y señalando encima de la leyenda «Tu país TE necesita», impresionó a todos los ingleses desde los cartelones que pegaban por las paredes. Para Inglaterra, haber ido a la guerra sin Kitchener era lo mismo que un domingo sin ir a misa.
El Consejo de Guerra, sin embargo, daba poco crédito a sus profecías en el momento en que todo el mundo estaba pensando en el problema inmediato de mandar seis divisiones a Francia. «Jamás se supo cómo o por qué razonamientos predijo que la guerra iba a durar muchos años», escribió Grey mucho más tarde, con sincera admiración. Kitchener estuvo en lo cierto cuando todos los demás estaban equivocados, pero sea porque nunca explicó cómo llegó a aquel convencimiento o sea porque no se consideraba que un militar tuviera tal capacidad de razonamiento, todos sus colegas y contemporáneos supusieron que llegó a esa conclusión, tal como dice Grey, «por instinto, más que por razonamiento».[8]
Cualquiera que fuera la razón, lo cierto es que Kitchener también predijo el esquema de la ofensiva alemana al oeste del Mosa. También en este caso dijeron posteriormente que lo había «adivinado», en lugar de haberlo deducido por «un conocimiento de los tiempos y las distancias», en opinión de un oficial del Estado Mayor. En realidad, lo mismo que el rey Alberto, Kitchener veía el asalto contra Lieja como la acción que arrojaba las primeras sombras del plan de envolvimiento de Schlieffen. Sabía que Alemania no había violado el territorio belga y obligado con ello a entrar a Inglaterra en la guerra para lo que Lloyd George calificaría de «solamente una pequeña violación» a través de las Ardenas. Ya que no cargaba con la responsabilidad de los planes que habían sido hechos antes de estallar la guerra, ahora no podía impedir el destino de las seis divisiones, pero no veía motivo para arriesgar su aniquilamiento en Maubeuge, en donde él temía que se concentrara toda la potencia del avance alemán. Propuso concentrar las divisiones en Amiens, a unas setenta millas más atrás.
Exasperados por este drástico cambio de planes, los generales vieron consolidar su pesimismo en todo lo que hacía referencia a lord Kitchener y a sus interferencias. El bajo, robusto y fornido sir John French, que había de asumir el mando en el campo de batalla, se encontraba dominado por sentimientos contradictorios. Su expresión, normalmente crispada, hacía que presentara el aspecto del hombre que de repente va a sufrir un shock, y lo cierto es que los sufrió, si no físicamente, por lo menos emotivamente. Cuando fue nombrado jefe del Estado Mayor Imperial en 1912, informó sin pérdida de tiempo a Henry Wilson de que estaba dispuesto a preparar el Ejército para la guerra contra Alemania, que él consideraba «un hecho cierto».[9] Desde entonces había sido nominalmente responsable de los planes conjuntos con Francia, aunque en realidad el plan de campaña francés le era prácticamente desconocido…, como también el alemán. Lo mismo que Joffre, había sido nombrado jefe del Estado Mayor sin experiencia en un Estado Mayor o haber pasado por una academia superior.
La elección, lo mismo que la de lord Kitchener para el Ministerio de la Guerra, se debía menos a calificaciones innatas que a su rango y reputación. En los campos de batalla coloniales, donde se había ganado Gran Bretaña su reputación militar, sir John había revelado valor y recursos, y lo que una autoridad había calificado como «una visión práctica para las tácticas menores».[10] Durante la Guerra de los Bóers, sus hazañas como general de la caballería, que habían culminado en el romántico galope a través de las líneas bóers para acudir en auxilio de Kimberley, le habían ganado la fama de ser un valiente comandante dispuesto a correr todos los riesgos, y una reputación popular casi tan grande como las de lord Roberts y Kitchener. Dado que el rendimiento de Gran Bretaña, frente a un adversario no instruido y que carecía de armas modernas, no había sido muy brillante, el Ejército estaba orgulloso y el gobierno se sentía agradecido de poder contar con un héroe. Como oficial de caballería, estaba convencido de formar parte de la élite del Ejército. Su amistad con lord Esher en ningún momento se había revelado como un obstáculo, y políticamente estaba aliado con los liberales, que habían subido al poder en 1906. En 1907 fue ascendido a inspector general. En 1908, representando al Ejército, acompañó al rey Eduardo durante la visita oficial al zar en Reval. En 1912 fue nombrado jefe del CIGS. En 1913 fue ascendido a mariscal de campo. A la edad de sesenta y dos años era el segundo oficial en grado después de Kitchener, que era dos años mayor, aunque daba la impresión de ser más viejo. Todo el mundo estaba firmemente convencido de que asumiría el mando sobre las fuerzas expedicionarias en caso de una guerra.
En marzo de 1914, cuando la rebelión de Curragh, que había caído sobre las cabezas del Ejército como el templo de Sansón, le obligó a dimitir, parecía como si su carrera hubiese terminado de un modo brusco. Sin embargo, ganó nueva reputación en el seno del gobierno, que creía que había sido la oposición la que había organizado el motín. Cuando, cuatro meses más tarde, se presentó la crisis, French resurgió, y el 30 de julio fue nombrado comandante en jefe para el caso de que Gran Bretaña fuera a la guerra.
Poco inclinado al estudio y con una mente cerrada a los libros, por lo menos, después de sus primeros éxitos en el campo de batalla, French era más conocido por su irritabilidad que por su capacidad mental.[11] «No creo que sea muy inteligente. Es hombre de terrible mal humor»,[12] le confió el rey Jorge V a su tío. Lo mismo que su colega al otro lado del Canal de la Mancha, French era un soldado antiintelectual, con la diferencia fundamental de que, mientras que la característica más sobresaliente de Joffre era su firmeza, French era un hombre que cedía a las presiones externas y hacía caso de la gente y de los prejuicios. Se decía de él que tenía «el temperamento belicoso que se atribuye vulgarmente a los irlandeses y a los soldados de caballería». Joffre era imperturbable, hiciera el tiempo que hiciera, pero, en cambio, sir John alternaba entre extremos de agresividad con el buen tiempo y depresión con el mal tiempo.[13] Impulsivo y atento a las opiniones ajenas, poseía, en opinión de lord Esher, «el corazón de un niño romántico».[14] En cierta ocasión le regaló a su antiguo jefe de Estado Mayor, en la Guerra de los Bóers, un frasco de oro como recuerdo de «nuestra larga y firme amistad puesta a prueba bajo el sol y la oscuridad». El amigo en cuestión, Douglas Haig, era algo menos sentimental, pues en agosto de 1914 escribió en su diario: «En lo más íntimo de mi ser, sé que French no está capacitado para este cargo de mando, en este momento de crisis en la historia de nuestra nación». Esta afirmación de Haig estaba en cierto modo condicionada por el hecho de que él mismo se consideraba el hombre más capacitado para aquel cargo, y no había de parar hasta conseguirlo.
El destino y objetivo del Cuerpo Expedicionario inglés, planteado ahora otra vez por Kitchener, fueron debatidos en el seno del Consejo, que, en opinión de Henry Wilson, «ignoraba en su mayoría el problema […] y empezó a discutir sin fundamento cuestiones estratégicas». Sir John French, de repente, hizo la ridícula proposición de ir a Amberes, alegando que, dado que la movilización inglesa no había sido completada, aún cabía la posibilidad de cooperar con el Ejército belga. Haig, que igual que Wilson escribía su diario, tembló ante la forma tan despistada en que su jefe cambiaba de planes. Igualmente confuso, sir Charles Douglas dijo que todo había sido previsto para el desembarco en Francia y que los ferrocarriles franceses estaban preparados para el transporte de las tropas inglesas, y que cualquier cambio en los planes provocaría «consecuencias graves».
No había otro problema que preocupara tanto al Estado Mayor como la diferencia de capacidad entre los vagones de tren franceses y los ingleses. Los cálculos matemáticos que debían hacerse para el transporte de las tropas resultaban tan complicados que hacían temblar a los oficiales de transporte cada vez que se les amenazaba con un cambio de planes.
Afortunadamente para su estado y tranquilidad espiritual, el desembarco en Amberes fue vetado por Churchill, quien dos meses después había de trasladarse personalmente a aquel puerto y concebir el osado y desesperado desembarco de dos brigadas de marines y de una división territorial en el último minuto, un vano esfuerzo para salvar el puerto belga, tan vital. El 5 de agosto, sin embargo, declaró que la Marina no podía proteger a los barcos de transporte en su larga ruta a través del mar del Norte hasta el Escalda, mientras que, en cambio, podía garantizar, y esto de un modo absoluto, el paso a través del Canal de la Mancha hasta Dover. Añadió que la flota había tenido tiempo para disponer el paso por el Canal de la Mancha y que, por lo tanto, el momento era favorable, e insistió en que las seis divisiones fueran enviadas sin pérdida de tiempo. Haldane le apoyó, así como lord Roberts. Se inició entonces la discusión sobre el número de divisiones que debían mandarse y si había de retenerse una o más hasta que los territoriales hubieran tenido tiempo suficiente para ampliar su instrucción o hasta que pudieran ser traídos refuerzos desde la India.[15]
Kitchener insistió en su idea de estacionarse en Amiens y fue apoyado en este sentido por su amigo y futuro comandante en la campaña de Gallípoli, sir Ian Hamilton, que, sin embargo, opinaba que las fuerzas expedicionarias tenían que emprender la marcha lo antes posible. Grierson abogó por «números decisivos en los puntos decisivos». Sir John French, el más impetuoso de todos, sugirió que «debemos trasladarnos allí ahora mismo y luego ya buscaremos y decidiremos nuestro destino». Fue acordado ordenar el transporte de las seis divisiones y dejar la cuestión de su destino hasta que un representante del Estado Mayor francés fuera consultado con respecto a la estrategia francesa.
Al cabo de veinticuatro horas, como resultado de un temor de invasión que nació en el curso de la noche, el Consejo cambió de parecer y redujo las divisiones a sólo cuatro. Mientras tanto, se habían traslucido las discusiones sobre la potencia de las fuerzas expedicionarias inglesas. La influyente Westminster Gazette, órgano de los liberales, denunció el «arriesgado» desmantelamiento del país. Desde el campo opuesto, lord Northcliffe elevó su protesta contra el envío de un solo soldado. Aunque el Almirantazgo confirmara las decisiones del Comité de Defensa Imperial en 1909 y opinara que no se debía pensar en serio en una invasión, no podían borrarse las visiones de desembarcos hostiles en la costa oriental. Con gran disgusto de Henry Wilson, Kitchener, que ahora era el responsable de la seguridad de Inglaterra, destinó a Inglaterra una división que estaba preparada para embarcar rumbo a Francia directamente desde Irlanda y destinó dos brigadas de otras divisiones a la vigilancia de las costas orientales, «provocando la confusión en todos nuestros planes», se lamentó Wilson. Convinieron en mandar las cuatro divisiones y la división de caballería sin pérdida de tiempo, pues el embarque debía empezar el 9 de agosto, enviar algo más tarde la 4.ª División y mantener la 6.ª División en Inglaterra. Cuando el Consejo aplazó sus sesiones, Kitchener estaba bajo la impresión, que no era compartida por los generales, de que se había convenido el destino de las fuerzas a Amiens como lugar de concentración.
Cuando llegó el coronel Huguet, que había sido mandado a toda prisa por el Estado Mayor francés, Wilson le informó detalladamente sobre el embarque. A pesar de que se trataba de una cuestión que no podía mantenerse en secreto frente a los franceses, se ganó la repulsa de Kitchener por haber violado las leyes de seguridad. Wilson contestó violentamente, puesto que, como escribió, «no tenía la menor intención de dejarme intimidar por Kitchener, principalmente cuando dice tonterías, como ha hecho hoy». Así comenzó, o fue agravada, una antipatía mutua que iba a servir de mucha ayuda a las fuerzas expedicionarias inglesas. Wilson, que de todos los oficiales ingleses era el que sostenía las relaciones más estrechas con los franceses y que era el portavoz de sir John French, era considerado demasiado violento y presuntuoso, y, en consecuencia, era ignorado por Kitchener, mientras que Wilson tenía por un «loco» a Kitchener y lo consideraba un «enemigo tan desaprensivo de Inglaterra como lo era Moltke»,[16] y abrumaba con sus intrigas la mente del suspicaz y excitable comandante en jefe.
Del 6 al 10 de agosto, mientras en Lieja los alemanes esperaban la llegada de los cañones monstruo y los franceses liberaban y volvían a perder Mulhouse, 80 000 soldados del Cuerpo Expedicionario inglés, con 30 000 caballos, 316 piezas de artillería de campaña y 125 ametralladoras, eran concentrados en Southampton y Portsmouth. Los sables de los oficiales habían sido recién afilados,[17] pues una orden decía que al tercer día de la movilización sus armas debían ser enviadas al maestro armero con este fin, a pesar de que jamás solían usarse para otra cosa que para saludar durante los desfiles. Aparte de estos gestos nostálgicos, ese ejército, según las palabras de un historiador, fue «el ejército inglés mejor instruido, mejor organizado y mejor equipado que nunca fue a una guerra».[18]
El embarque se inició el 9 de agosto y los transportes partían a intervalos de diez minutos. Cada vez que uno de los barcos se hacía a la mar, los otros barcos en el puerto hacían ulular sus sirenas, y los tripulantes saludaban a los que partían. El ruido era tan ensordecedor que un oficial comentó que, sin duda alguna, llegaría a oídos de Kluck.[19] Sin embargo, dado que la Marina había dado la garantía de haber «bloqueado» el Canal de la Mancha al enemigo, no había necesidad de tomar muchas precauciones para el cruce del canal. Los transportes se hicieron a la mar, por la noche, sin escolta. Un soldado que se despertó a las cuatro y media de la mañana se quedó sorprendido al comprobar que toda la flota de barcos de transporte tenía los motores parados, que flotaban sobre un mar liso como un espejo y sin ningún destructor a la vista, pues estaban esperando los barcos de transporte que habían salido de otros puertos para reunirse en mitad del Canal de la Mancha.[20]
Cuando desembarcaron los primeros soldados ingleses en Rouen fueron recibidos con más entusiasmo, según un testigo francés, que si hubiesen llegado para expiar lo de Juana de Arco. En Boulogne desembarcaron otros al pie de una columna erigida en honor de Napoleón, en el mismo lugar donde había planeado la invasión de Inglaterra. Otro transporte fue enviado a El Havre, en donde los soldados franceses se subieron a los tejados de sus cuarteles y saludaban con alegres gritos a sus nuevos compañeros de armas. Aquel día, bajo el eco de unos lejanos truenos, el sol se puso de un rojo muy vivo.[21]
A la mañana siguiente, por fin vieron en Bruselas al aliado inglés. Hugh Gibson, primer secretario de la legación norteamericana y que había ido a visitar al agregado militar inglés, entró sin anunciarse en el despacho de este último y vio a un oficial inglés, en uniforme de campaña, sucio y sin afeitar, que estaba escribiendo sobre una mesa. Gibson preguntó si el resto del Ejército inglés se ocultaba en el edificio. En realidad, el lugar del desembarco inglés había sido mantenido tan en secreto que los alemanes no conocieron la llegada del Cuerpo Expedicionario inglés hasta que se lo encontraron frente a frente en Mons.
En Inglaterra, las antipatías entre los comandantes empezaban a surgir a la superficie. El rey, durante una visita de inspección, le preguntó a Haig, que era muy popular en la corte, su opinión sobre sir John French como comandante en jefe. Haig consideró su deber responder: «Tengo graves dudas sobre si sus conocimientos militares son suficientes para permitirle un mando eficaz». Después de haberse marchado el rey, Haig escribió en su diario que las ideas militares de sir John durante la Guerra de los Bóers «frecuentemente me habían confundido», y añadió la «pobre opinión» que le merecía sir Archibald Murray, una «vieja mujer» que «acata en silencio» las órdenes, aunque vayan en contra de su parecer, con el único fin de evitar cualquier discusión con sir John. Tampoco él, en opinión de Haig, «está capacitado para el cargo que ostenta ahora». Le dijo a un compañero que sir John no le haría el menor caso a Murray, «pero, en cambio, hará todo lo que le diga Wilson, lo que es mucho peor». Wilson no era un soldado, sino un político, una palabra que, según Haig, era «sinónimo de turbios manejos y falsa valoración de los hechos».
El suave, cortés, inmaculado e impecable Haig, que tenía amigos en todos los sitios donde hacía falta tenerlos y que a los cincuenta y tres años tenía una carrera de éxitos ininterrumpidos, estaba preparando el camino para renovar sus laureles.
El 11 de agosto, tres días antes de partir para Francia, sir John French se enteró, por primera vez, de unos hechos sumamente interesantes relacionados con el Ejército alemán. Con el general Callwell, segundo jefe de Operaciones, visitó el Servicio de Información,[22] cuyo jefe empezó a hablarles de que los alemanes hacían uso de sus reservas. «Empezó a hablar de divisiones de reserva y de divisiones extra de la reserva», escribió Callwell, «como un prestidigitador que se saca una paloma tras otra de su sombrero. Parecía hacerlo a propósito […] era como para enfadarse con aquel hombre». Éstos eran los mismos hechos que habían llegado a oídos del Servicio de Información francés en la primavera de 1914, pero demasiado tarde como para impresionar al Estado Mayor o cambiar sus planes con respecto a la potencia del ala derecha alemana. Unos informes que igualmente llegaron demasiado tarde para cambiar el punto de vista de los ingleses. Para que una nueva idea imprimiera un cambio fundamental en la estrategia, así como en todos los infinitesimales detalles físicos, hubiera requerido tiempo, mucho más del que se disponía.
Al día siguiente se entabló de nuevo la discusión sobre los problemas estratégicos entre Kitchener y los generales, durante una reunión del Consejo. Además de Kitchener, estaban presentes sir John French, Murray, Wilson, Huguet y otros dos oficiales franceses.[23] Aunque Kitchener no podía oír, si no era mentalmente, la explosión de los obuses de los 420, aseguró, sin embargo, que los alemanes se abrirían paso por el Mosa «con potentes fuerzas».[24] Con un movimiento de su brazo señaló la maniobra alemana en un mapa que colgaba de la pared. Si el Cuerpo Expedicionario inglés se concentraba en Maubeuge, alegó, sería aniquilado antes de haberse preparado para la batalla y lo obligarían a replegarse, lo que resultaría un verdadero desastre para la moral, en este primer encuentro con un enemigo europeo desde la Guerra de Crimea. Insistió en destinar a los ingleses más allá de Amiens para que pudieran disfrutar de una mayor libertad de movimientos.
Sus seis oponentes, los tres oficiales ingleses y los tres franceses, se aferraban insistentemente al plan original. Sir John French, apoyado por Wilson, protestó alegando que todo cambio «desarticularía los planes franceses» e insistió en Maubeuge. Los oficiales franceses remarcaron la necesidad de cubrir su flanco izquierdo. Wilson consideró en lo más íntimo de su ser como una «cobardía» la sugerencia de Amiens. Kitchener replicó que el plan francés era peligroso, ya que en lugar de pasar a la ofensiva, a la que estaba «totalmente opuesto», hubiesen debido haber esperado el ataque alemán. La discusión se prolongó durante tres horas, hasta que Kitchener, a pesar de no estar convencido, tuvo que ceder. El plan había sido estructurado hacía cinco años y él lo había conocido y desaprobado fundamentalmente durante estos cinco años. Ahora que las tropas ya habían sido embarcadas, había que aceptarlo, puesto que no se disponía de tiempo para introducir cambios.
En un último y fútil gesto —o un gesto calculado para librarse de toda responsabilidad— Kitchener se hizo acompañar por sir John French en una visita al primer ministro. «Puesto que no entendía nada de todo ello», relató Wilson en su diario, Asquith hizo lo que cabía esperar. Cuando le expusieron el punto de vista de Kitchener y el del Estado Mayor, se decidió por este último. A pesar de haberse reducido a cuatro en lugar de las seis divisiones originales, el CEB partió para su destino tal como había, sido convenido.
Kitchener, sin embargo, a diferencia de los ministros francés y alemán de la Guerra, conservó la dirección de los esfuerzos bélicos de su patria, y las instrucciones que le dictó a sir John French para la dirección del Cuerpo Expedicionario en Francia reflejan, con claridad, su deseo de conservar las manos libres durante la primera fase de la guerra. Al igual que Churchill, que ya preveía la inmensa tarea que le correspondería llevar a cabo a la Marina inglesa, había ordenado a la flota del Mediterráneo que combatiera al Goeben pero que rehuyera una «fuerza superior», también Kitchener, pensando en el ejército compuesto de millones de soldados, asignó una política y una misión al Cuerpo Expedicionario inglés que eran irreconciliables.
«El objetivo especial de las fuerzas bajo su mando —escribió— es apoyar y cooperar con el Ejército francés […] y ayudar a los franceses a impedir o repeler la invasión alemana del territorio francés o belga». Con un cierto optimismo añadió: «[…] y en la medida de lo posible restaurar la neutralidad belga», un proyecto comparable a restaurar la virginidad. Puesto que «la potencia numérica de las fuerzas inglesas es muy limitada» y «teniendo siempre presentes» estas consideraciones, se hacía necesario tener «el mayor cuidado para sufrir el mínimo de bajas y pérdidas». Reflejando la desaprobación de Kitchener por los planes ofensivos franceses, sus órdenes decían que si eran invitados a participar en cualquier «movimiento ofensivo» en el que los franceses no contaran con una superioridad numérica, o en el curso del cual los ingleses pudieran ser «atacados al exponerse innecesariamente», sir John debía consultar previamente con su gobierno y tener «siempre en cuenta que vuestro mando es independiente y que en ninguna circunstancia debe ponerse a las órdenes de un general aliado».
Nada podía ser más claro. De un modo radical Kitchener anulaba el principio de unidad de mando. Su objetivo era preservar el Ejército inglés como un núcleo para el futuro, y sus consecuencias, teniendo en cuenta el temperamento de sir John, anulaban todo «apoyo» y «cooperación» con los franceses. Esto afectaría enormemente a los esfuerzos bélicos de los aliados mucho después de haber sido sustituido sir John y haber muerto Kitchener.
El 14 de agosto, sir John French, Murray, Wilson y un oficial del Estado Mayor, el comandante sir Hereward Wake, llegaron a Amiens, desde donde las tropas inglesas debían partir para sus zonas de concentración alrededor de Le Cateau y Maubeuge. Aquel día las fuerzas del ejército de Kluck iniciaban su marcha desde Lieja. El Cuerpo Expedicionario inglés, que marchaba por las carreteras de Le Cateau y Mons, era vitoreado frenéticamente con gritos de «Vivent les anglais!». El recibimiento de que era objeto hacía olvidar la advertencia de lord Kitchener de que las tropas se enfrentarían con ciertas «tentaciones, vinos y mujeres»,[25] a las que debían «resistir». Cuanto más avanzaban hacia el norte, mayor era el entusiasmo. Eran besados y cubiertos de flores. Les servían de comer y de beber y se negaban a cobrarles. Durante todo el camino, escribió más tarde un oficial de caballería, «fuimos halagados y vitoreados por aquella gente, que pronto vería sólo nuestras espaldas».[26] Y añade que el avance del Cuerpo Expedicionario inglés en dirección a Mons «fue un camino de rosas».[27]