«GOEBEN… UN ENEMIGO QUE HUYE»[*]
Antes de que comenzara la batalla terrestre, un mensaje telegráfico del Almirantazgo alemán al mando alemán en el Mediterráneo, el almirante Wilhelm Souchon, cruzó los aires a primeras horas del 4 de agosto. Decía: «Alianza con Turquía concluida 3 de agosto. Diríjase inmediatamente a Constantinopla».[1] Aunque estas órdenes resultaron prematuras y fueron anuladas casi inmediatamente, el almirante Souchon puso rumbo a la dirección que se le indicaba. Tenía el mando sobre dos nuevos navíos rápidos, el crucero de batalla Goeben y el crucero ligero Breslau. Ninguna otra hazaña de guerra arrojó una sombra tan densa sobre el mundo entero como el viaje realizado por su comandante durante los siete días siguientes.
Cuando ocurrió lo de Sarajevo, Turquía contaba con muchos enemigos y no tenía aliados, puesto que nadie la consideraba digna de una alianza. Durante un centenar de años el Imperio otomano, llamado el «hombre enfermo» de Europa, había sido considerado moribundo por las potencias europeas, que esperaban el momento oportuno para arrojarse sobre el cadáver.
Pero año tras año el fabuloso inválido se negaba a morir, apretando todavía en sus decrépitas manos las llaves de inmensas posesiones. Al contrario, durante los últimos seis años, desde que la revolución de los Jóvenes Turcos derrocó al viejo sultán, Abdul el Maldito, en 1908, y formó con su hermano un gobierno presidido por el Comité de la Unión y el Progreso, Turquía había comenzado a rejuvenecerse. El Comité, es decir, los Jóvenes Turcos, dirigidos por su «pequeño Napoleón», Enver Bey, estaban decididos a reorganizar el país, forjar la fuerza necesaria para mantener unido al Imperio, alejar a los buitres que estaban esperando y rehacer la dominación panislámica de los días de la gloria otomana. Este proceso era seguido con evidente atención por Rusia, Francia e Inglaterra, que tenían ambiciones en aquella zona. Alemania, que había llegado más tarde al escenario imperial y con sus propios sueños de Berlín a Bagdad, decidió convertirse en el apoyo de los Jóvenes Turcos. Una misión militar alemana enviada en 1913 para reorganizar el Ejército turco provocó un resentimiento tan grande en Rusia que sólo los esfuerzos concentrados de todas las potencias interesadas hicieron posible que el asunto no fuera «aquella maldita locura en los Balcanes» un año antes de Sarajevo.
A partir de aquel momento, los turcos estaban a la expectativa del día en que habrían de inclinarse por un bando u otro. Dado que temían a Rusia, estaban resentidos contra Inglaterra y recelaban de Francia, los turcos no lograban decidirse. El «héroe de la revolución», el joven y apuesto Enver, con sus rosadas mejillas y sus bigotes negros con las puntas vueltas hacia arriba al estilo del káiser, era el único sincero y entusiasta abogado de una alianza con Alemania.[2] Creía en Alemania como la forjadora del futuro. Talaat Bey, el «jefe» político del Comité y su auténtico dirigente (un aventurero capaz de devorar una libra de caviar de una sola vez e ingerir a continuación dos copas de brandy y dos botellas de champaña), no estaba tan convencido de ello.[3] Creía que Turquía podría obtener un precio mejor de Alemania que de la Entente, y no tenía confianza en las posibilidades de supervivencia de Turquía como nación neutral en una guerra entre las grandes potencias. Si ganaban las potencias de la Entente, las posesiones de los otomanos se derrumbarían bajo su presión, y si ganaban las potencias centrales, entonces Turquía se convertiría en un vasallo alemán. Otros grupos en el gobierno turco hubiesen preferido una alianza con la Entente, en el caso de poderse conseguir, con la esperanza de eliminar de esta forma a Rusia, el eterno enemigo de Turquía. Durante diez siglos, Rusia había luchado por obtener el control sobre el mar Negro. El estrecho y célebre paso de los Dardanelos, de cincuenta millas de longitud y con un máximo de tres millas de ancho, había sido reclamado año tras año por los rusos.
Turquía jugaba una carta de indudable valor: su posición geográfica en la unión de las rutas del Imperio. Por esta razón Inglaterra había sido durante cien años el protector tradicional de Turquía, pero lo cierto es que Inglaterra había dejado de considerar a Turquía. Durante un siglo había apoyado al sultán frente a todos los que se levantaban contra él, dado que prefería a un déspota débil y, por lo tanto, maleable situado en la ruta que conducía a la India. Inglaterra había, empezado a despreocuparse ahora de lo que Winston Churchill llamaba amistosamente la «escandalosa, hundida, decrépita y arruinada Turquía».[4] La reputación turca de mal gobierno, corrupción y crueldad había molestado al buen olfato europeo desde hacía muchísimo tiempo.
Los liberales, que habían gobernado Inglaterra desde el año 1906, eran los herederos del célebre llamamiento de Gladstone para expulsar a los turcos, «la gran especie antihumana de la humanidad», de Europa. Estaban convencidos de que Turquía era incorregible, que no podía ser reformada, y que había de morir muy pronto. La metáfora de lord Salisbury después de la Guerra de Crimea («Hemos apostado nuestro dinero por el caballo perdedor») adquirió un valor de profecía. La influencia inglesa en la Puerta otomana debía durar hasta el momento en que ya no se pudiera obtener el menor beneficio.
Una solicitud presentada por Turquía para una alianza permanente con Gran Bretaña fue rechazada en 1911 por objeción de Winston Churchill, que había visitado Constantinopla en 1909 y establecido «relaciones amistosas», tal como él las concebía, con Enver y otros ministros de los Jóvenes Turcos.[5] En el estilo pomposo que era empleado para dirigirse a los Estados orientales, se decía que, aunque Gran Bretaña no podía aceptar ninguna alianza, Turquía haría bien en no abusar de la amistad inglesa «volviendo a los métodos opresivos del antiguo régimen o tratando de alterar el statu quo británico», tal como existía entonces. Desde su privilegiado puesto en el Almirantazgo, recordó a Turquía que la amistad inglesa sería valiosa para Turquía mientras Gran Bretaña, «sola entre los Estados europeos […], conservara la supremacía sobre los mares». El hecho de que la amistad turca, o incluso su neutralidad, pudiera ser de igual valor para Inglaterra, nunca fue tomado en serio por él o por cualquier otro ministro durante los últimos años anteriores a 1914.
En julio de 1914, cuando la guerra de dos frentes se cernía sobre el país, los alemanes tuvieron interés en asegurarse la amistad y alianza de alguien que pudiera aislar a los rusos en el mar Negro y separarlos de sus aliados y sus suministros. Una antigua proposición de alianza que habían dejado sobre el tapete adquiría ahora un nuevo valor a sus ojos. El káiser, en su alarma, insistió en que era necesario «emplazar todos los cañones en los Balcanes para que éstos disparen contra los eslavos». Cuando Turquía empezó a discutir las condiciones y hacer una insinuación hacia la Entente, el káiser, cada vez más asustado, ordenó a su embajador que contestara al ofrecimiento turco «aceptando sus peticiones […]. En ningún caso podemos permitirnos renunciar a esta alianza».[6]
El 28 de julio, el día en que Austria declaró la guerra a Serbia, Turquía solicitó formalmente de Alemania una ofensiva secreta y una alianza defensiva en el caso de que uno de los dos bandos fuese a la guerra contra Rusia.[7] Aquel mismo día la solicitud fue recibida en Berlín, aceptada y el borrador, firmado por el canciller. En el último momento los turcos se enfrentaron con dificultades para hacer el nudo que sabían que ligaría su suerte en el futuro a la de los alemanes. Si al menos tuvieran la certeza de que Alemania iba a ganar…
Mientras todavía vacilaban, Inglaterra les ayudó a tomar una decisión apoderándose de dos barcos de guerra turcos que eran construidos, por contrato, en los astilleros ingleses. Eran dos navíos de primera categoría, iguales que los mejores de Gran Bretaña, uno de los cuales estaba armado con cañones de 13,5 pulgadas. El impetuoso primer lord «requisó», por emplear sus propias palabras, los navíos de guerra turcos el 28 de julio. Uno de éstos, el Sultán Osman, había sido acabado en mayo y ya se había efectuado el primer pago, pero cuando los turcos insistieron en llevárselo a casa, los ingleses, haciendo ciertas siniestras alusiones a que los griegos pretendían hundirlo con sus submarinos, persuadieron a los turcos para que lo dejaran en un puerto inglés hasta que pudiese ser acompañado por su navío gemelo, el Reshadieh. Cuando terminaron la construcción del Reshadieh, a principios de julio, los ingleses presentaron nuevas excusas para impedir que los turcos se llevaran los dos barcos, que ya eran de su propiedad. Cuando se enteró de la orden de Churchill, el capitán turco, que estaba esperando, con 500 marineros turcos a bordo de un barco de transporte en Tyne, amenazó con abordar los dos barcos e izar la bandera turca. El Almirantazgo dio entonces la orden de defender ambos barcos «por la fuerza si fuera necesario».[8]
Los dos navíos le habían costado una inmensa fortuna a Turquía, 7 500 000 libras esterlinas.[9] El dinero había sido conseguido por medio de suscripciones populares, a partir del momento en que sus derrotas en las guerras balcánicas habían despertado en el público turco la necesidad de proceder a una renovación de sus Fuerzas Armadas. Todos y cada uno de los campesinos de Anatolia había aportado su dádiva. Aunque la noticia todavía no era conocida por el pueblo, la requisa llenó de «ansiedad mental» al gobierno, tal como lo expresó Djemal Pasha, el ministro de Marina.
Inglaterra no se tomó la molestia de suavizar la situación. Sir Edward Grey, cuando informó oficialmente a los turcos de este acto de piratería en el Tyne, estaba convencido de que Turquía comprendería por qué tenía necesidad Inglaterra de aquellos dos barcos «en medio de la crisis a la que se enfrentaban». La pérdida financiera —un asunto que el gobierno de Su Majestad lamentaba muy vivamente— sería objeto de un detenido estudio. No se hacía mención a ningún tipo de compensaciones. Bajo los efectos acumulados del «hombre enfermo» y «el caballo perdedor», Inglaterra había llegado a considerar a todo el Imperio otomano como de menor valía que dos navíos de guerra. El telegrama de Grey fue despachado el 3 de agosto. Aquel mismo día Turquía firmó el tratado de alianza con Alemania.
Sin embargo, no declaró la guerra a Rusia, tal como estaba obligada por el tratado, ni tampoco bloqueó el mar Negro, ni emprendió ninguna acción que la pudiera comprometer públicamente, sino que se aferró estrictamente a su neutralidad. Después de haber obtenido una alianza con una potencia, que había aceptado sus condiciones, Turquía no mostró ninguna prisa en ayudar a su nueva aliada. Sus vacilantes ministros preferían esperar hasta saber qué rumbo tomaban las primeras batallas que se libraban en la guerra. Alemania estaba muy lejos, mientras que Rusia y Gran Bretaña estaban muy cerca y nunca habían dejado de representar una amenaza para ella. La entrada de Inglaterra en la guerra provocaba en los turcos un nuevo desconcierto. Temiendo que Turquía se dejara llevar por nuevos derroteros, el gobierno alemán dio instrucciones a su embajador, el barón Wangenheim, para obtener la declaración turca de guerra a Rusia, «aquel mismo día si era posible», puesto que era «de la mayor importancia evitar que Turquía escape de nuestra influencia como consecuencia de la acción emprendida por Inglaterra». Turquía, sin embargo, no cedió. Todo el mundo, excepto Enver, deseaba aplazar un acto explícito contra Rusia hasta que se pudiera vislumbrar quién iba a salir vencedor de la contienda.[10]
En el Mediterráneo, siluetas grises efectuaban maniobras ante las batallas que se avecinaban. Los radiotelegrafistas recibían órdenes de distantes almirantazgos. La primera e inmediata misión de las flotas británica y francesa era vigilar el paso de África del Norte a Francia del Cuerpo Colonial francés con sus dos divisiones y sus cuerpos de Ejército auxiliares, que totalizaban unos ochenta mil hombres, La presencia o ausencia de todo un cuerpo de Ejército podía ser decisiva para los planes de campaña franceses y para la guerra, que, tal como creían ambos bandos, sería decidida por la suerte de Francia cuando se enfrentara, en el curso de las primeras batallas, con Alemania.
Tanto el almirantazgo francés como el británico tenían sus ojos fijos en el Goeben y el Breslau como principal amenaza contra los transportes de tropas francesas. Los galos contaban con la Marina más poderosa del Mediterráneo para la protección de sus transportes, de dieciséis acorazados de combate, seis cruceros y veinticuatro destructores. La flota inglesa del Mediterráneo, con su base en Malta, estaba al mando de tres cruceros de combate, el Inflexible, el Indomitable y el Indefatigable, cada uno de éstos con un desplazamiento de 18 000 toneladas, un armamento de ocho cañones de 12 pulgadas y una velocidad de 27 a 28 nudos. Habían sido proyectados para aniquilar todo lo que navegase sobre la superficie de las aguas, con la excepción de los acorazados de combate del tipo Dreadnought. Además, la Marina inglesa contaba con cuatro cruceros armados de 14 000 toneladas, cuatro cruceros ligeros de menos de 5000 toneladas y catorce destructores. La Marina italiana era neutral. La Marina austriaca, con su base en Pola, en la cabeza del Adriático, estaba formada por ocho navíos en activo, que comprendían dos nuevos Dreadnought con cañones de 12 pulgadas y un número apropiado de otros navíos. Pero su valor era solamente teórico.
Alemania, que poseía la segunda flota más importante del mundo, sólo contaba con dos navíos de guerra en el Mediterráneo. Uno de ellos era el crucero de combate Goeben, de 23 000 toneladas, tan grande como un acorazado de combate, con una velocidad comprobada de 27 a 28 nudos, igual que la de los Inflexibles ingleses, y una potencia de fuego similar. El segundo era el Breslau, de 4550 toneladas, navío parecido a los cruceros ligeros ingleses. Debido a su velocidad, que era mayor que la de cualquiera de los acorazados o cruceros de combate franceses, el Goeben era «muy capaz», de acuerdo con la previsión del primer lord del Almirantazgo inglés, de «rehuir a las flotas de batalla francesas, atacar los transportes y hundir uno tras otro los barcos cargados de soldados». Un modo de pensar característico de la Marina inglesa antes de que estallara la guerra era la tendencia a atribuir a la Marina de Guerra alemana una audacia mucho mayor y la disposición a correr riesgos superiores a los que se consideraban capaces de asumir los propios ingleses o a los que realmente corrieron los alemanes cuando llegó el momento de la gran prueba.
Atacar a los transportes franceses era, desde luego, la única razón la cual el Goeben y su consorte habían sido destinados al Mediterráneo después de haber sido botados en el año 1912. En el último momento Alemania descubrió que tenían una misión mucho más importante que realizar. El 3 de agosto, cuando Alemania se dio cuenta de que era preciso ejercer la máxima presión posible sobre la vacilante Turquía para que esta nación entrara en la guerra, el almirante Souchon recibió órdenes de poner rumbo a Constantinopla.
Souchon, un marinero oscuro, robusto, de cincuenta años, había izado su bandera en el Goeben en 1913. Desde entonces había recorrido las islas y las bahías, había rodeado las costas y los cabos, había visitado los puertos y se había ido familiarizando con los lugares y las personalidades con los que habría de tratar en caso de guerra. Había estado en Constantinopla y había trabado conocimiento con los turcos; además, había intercambiado saludos con los italianos, los griegos, los austriacos y los franceses, pero no con los ingleses, los cuales, tal como informó al káiser, se negaban vivamente a que sus navíos anclasen en el mismo puerto y al mismo tiempo que los navíos alemanes. Acostumbraban a presentarse inmediatamente después de haber hecho acto de presencia los alemanes en algún lugar, con el fin de borrar la impresión que éstos hubiesen podido causar o, tal como solía decir expresivamente el káiser, para «escupir en la sopa».[11]
En Haifa, cuando se enteró de las noticias procedentes de Sarajevo, Souchon tuvo inmediatamente el presentimiento de guerra y una honda preocupación por sus calderas. Desde hacía algún tiempo perdían vapor, y el Goeben debía ser sustituido por el Moltke en el mes de octubre y regresar a Kiel para ser reparado. Decidido a prepararse para lo peor ya desde aquel momento, Souchon puso rumbo a Pola después de haber telegrafiado a sus superiores que le mandasen nuevas tuberías y especialistas para que se reunieran con él en dicho puerto. Trabajaron activamente durante el mes de julio. Todos los miembros de la tripulación que sabían manejar un martillo fueron llamados al servicio. En el curso de dieciocho días lograron localizar y reparar cuatro mil tubos. Las reparaciones aún no habían terminado cuando Souchon recibió su telegrama de alarma y abandonó Pola para no quedar bloqueado en el Adriático.
El 1 de agosto llegó a Brindisi, donde los italianos, alegando que el mar estaba demasiado movido para las barcazas, se negaron a suministrarle carbón. Esto era un anticipo de que Italia estaba dispuesta a traicionar la Triple Alianza. Reunió a sus oficiales para discutir con ellos la actitud que se debía seguir en aquellas circunstancias. Sus posibilidades de romper el bloqueo aliado hasta el Atlántico infligiendo todo el daño que pudieran a los transportes franceses, dependían de la velocidad que pudieran desarrollar y ésta, a su vez, de las calderas.
—¿Cuántas calderas pierden vapor? —le preguntó Souchon a su ayudante.[12]
—Dos durante las últimas cuatro horas.
—¡Maldita sea! —exclamó el almirante, maldiciendo la suerte que paralizaba a su barco en una hora como aquélla.
Decidió poner rumbo a Mesina, donde podía obtener carbón de los barcos de transporte alemanes anclados en este puerto. Para el caso de guerra, Alemania había dividido los mares en un sistema de distritos, cada uno de ellos al mando de un oficial que tenía poderes para mandar todos los barcos de guerra alemanes y destinar los recursos de los barcos y empresas comerciales para las necesidades de los navíos de guerra.
Mientras daba la vuelta a la bota italiana, el Goeben interceptaba mensajes dirigidos a los barcos mercantes alemanes para que pusieran rumbo a Mesina. En Tarento se les unió el Breslau.
«Urgente. Navío alemán Goeben en Tarento», telegrafió el cónsul inglés el 2 de agosto.[13] Esta noticia despertó ardientes esperanzas en el Almirantazgo, ya que haber localizado al enemigo significaba haber ganado la mitad de la batalla. Pero como Inglaterra todavía no estaba en guerra, no podían iniciar la persecución. Siempre alerta, el 31 de julio Churchill había enviado instrucciones al comandante de la flota del Mediterráneo, el almirante sir Berkeley Milne, de que su primera misión había de consistir en proteger los transportes franceses «cubriéndolos y, en lo posible, haciendo entrar en acción a los barcos rápidos alemanes, en especial el Goeben».[14] Recordó a Milne que «la velocidad de nuestros barcos es suficiente para permitirle a usted elegir el momento apropiado». Al mismo tiempo, sin embargo, y con cierta precaución, le recomendaba «no emprender ninguna acción con fuerzas superiores». Esta última orden había de sonar de un modo melancólico durante los acontecimientos de los días siguientes.
La «fuerza superior» en la que pensaba Churchill, tal como explicó más tarde, era la Marina austriaca. Sus acorazados de combate guardaban la misma relación con los Inflexibles ingleses que los acorazados de combate franceses con el Goeben, es decir, contaban con armas más pesadas, pero eran más lentos. Churchill explicó asimismo más tarde que su orden no representaba un «veto a los navíos ingleses de entrar en acción si así lo requieren las circunstancias». Si no era un veto, entonces correspondía a los comandantes interpretarlo a su modo, según el temperamento de cada uno de ellos.[15]
Cuando llega el momento decisivo, el momento hacia el que ha sido dirigida toda su educación profesional, cuando las vidas de otros hombres dependen de él, cuando se enfrenta con una batalla y el resultado de esta batalla depende de la orden que pueda dar en un momento dado, ¿qué sucede entonces en lo más íntimo de los corazones de los comandantes? Algunos se sienten muy atrevidos, otros, indecisos, otros se dejan guiar por un claro juicio, otros quedan paralizados y no saben qué hacer.
El almirante Milne era un hombre prudente, un solterón de cincuenta y nueve años, un conocido personaje en la sociedad, antiguo compañero de Eduardo VII y uno de sus íntimos en la corte, hijo de un almirante de la Marina, nieto y padrino de otros almirantes, un valiente pescador. Sir Archibald Berkeley Milne era el hombre indicado, en 1911, para asumir el mando de la flota del Mediterráneo, el cargo más elegante, a pesar de no ser el mejor, de la Marina de Guerra inglesa. Fue nombrado para este cargo por el nuevo primer lord del Almirantazgo, Churchill. Este nombramiento fue denunciado poco después, aunque en privado, como una «traición a la Marina»[16] por el almirante lord Fisher, antiguo primer lord del Almirantazgo, creador de la flota de Dreadnoughts, el más apasionado y menos lacónico inglés de su época. Su proyecto más querido había sido asegurar el nombramiento para la guerra, que él profetizaba que estallaría en el mes de octubre del año 1914, en favor del almirante Jellicoe, el experto logístico de la Marina, en quien él veía al comandante en jefe de la Marina de Guerra.
Cuando Churchill nombró a Milne para el Mediterráneo, mientras que Fisher deseaba este cargo para Jellicoe, su ira fue tremenda. Acusó a Winston de haber sucumbido a las influencias de la corte, lanzó sus diatribas contra Milne calificándole de «comandante completamente incapacitado». Se refirió a él en varias ocasiones llamándole «una serpiente del tipo más rastrero» y dijo que compraba el The Times de segunda mano pagando un penique.[17]
Todo lo que decían las cartas de Fisher, que llevaban siempre escrita al margen la indicación «¡Quémese!», lo que no hicieron aquellos que las recibieron, debe ser reducido a su justa proporción si queremos establecer una relación exacta con la realidad. No era una serpiente del tipo más rastrero ni tampoco era un Nelson. El almirante Milne era un oficial de alta graduación normal y corriente. Cuando Fisher descubrió que no estaba previsto que asumiera el mando de la Marina, entonces dejó en paz al pobre Milne para que disfrutara de sus cruceros por el Mediterráneo.
También Milne visitó Constantinopla en junio de 1914, donde cenó con el sultán y sus ministros y los invitó a bordo de su buque insignia sin pensar un solo momento, como tampoco ningún otro inglés, en el posible papel que Turquía pudiera representar en el Mediterráneo.
El 1 de agosto, al recibir la primera advertencia de Churchill, reunió en Malta a su flota compuesta de tres cruceros de combate, y la segunda flota de cruceros armados, cruceros ligeros y destructores, que estaban al mando del contralmirante sir Ernest Troubridge. El 2 de agosto recibió un segundo aviso de Churchill que le decía: «El Goeben debe ser seguido por dos cruceros de combate», y el Adriático, «vigilado» con toda seguridad para cuando hiciera acto de presencia la Marina austriaca.[18] La orden de mandar dos cruceros de combate tras el Goeben pronosticaba claramente la batalla, pero Milne no la acató. Destinó su Indomitable y su Indefatigable, conjuntamente con la escuadra de Troubridge, a vigilar el Adriático. Al ser informado de que el Goeben aquella mañana había abandonado el puerto de Tarento rumbo suroeste, mandó un crucero ligero, el Chatham, para vigilar el estrecho de Mesina, en donde con toda probabilidad había de encontrarse y en donde, en realidad, estaba.
El Chatham abandonó Malta a las cinco de la tarde, cruzó el estrecho a las siete de la mañana siguiente e informó de que el Goeben no había sido avistado. Se había retrasado seis horas, puesto que el almirante Souchon ya había abandonado aquella zona.
Había arribado a Mesina la tarde anterior, poco después de haber declarado Italia su neutralidad. Nuevamente los italianos le habían negado el suministro de carbón, pero un mercante alemán le proporcionó dos mil toneladas. Requisó como transporte un mercante alemán, el General, de las Líneas Alemanas del África Oriental, después de desembarcar a los pasajeros, a quienes se les pagó un billete de ferrocarril hasta Nápoles. Dado que hasta aquel momento no había recibido órdenes del Almirantazgo, Souchon decidió ponerse en posición para lanzarse a la acción ya desde el primer momento después de comenzar las hostilidades y antes de que fuerzas superiores le obligaran a hacer su voluntad. A la una de la noche del 3 de agosto abandonó Mesina rumbo a la costa de Argelia, en donde tenía intención de bombardear los puertos de embarque franceses de Bône y Philippeville.
A la misma hora, Churchill mandó una tercera orden a Milne: «Vigile la salida del Adriático, pero su objetivo es el Goeben. Sígale y no le pierda de vista, vaya donde vaya y prepárese para actuar cuando se declare la guerra, lo que parece probable e inminente». Cuando recibió esta orden, el almirante Milne no sabía dónde estaba el Goeben, puesto que el Chatham lo había perdido de vista. Creía que había puesto rumbo oeste para atacar a los transportes franceses y, por un informe que había recibido de un mercante alemán en Mallorca, llegó a la conclusión de que desde allí pondría rumbo a Gibraltar y hacia el Atlántico. Sacó al Indomitable y al Indefatigable de su vigilancia en el Adriático y los mandó rumbo oeste para que persiguieran al Goeben. Durante el 3 de agosto, el Goeben, que se alejaba desde Mesina hacia el oeste, fue seguido por los ingleses con un día de retraso.
Al mismo tiempo la flota francesa se dirigía de Tolón a África del Norte. Tendría que haber partido un día antes, pero en París el 2 de agosto los nervios estallaron a causa del ministro de Marina, el doctor Gauthier, cuando se descubrió que se había olvidado de mandar las lanchas torpederas al Canal de la Mancha. En el desconcierto que siguió, las órdenes destinadas a la flota del Mediterráneo sufrieron un aplazamiento. Messimy, el ministro de la Guerra, no tenía otro pensamiento que hacer llegar lo antes posible a la metrópoli al Cuerpo Colonial. Gauthier, tratando de reparar su descuido en el Canal de la Mancha, propuso atacar el Goeben y el Breslau sin previa declaración de guerra. «Sus nervios están a punto de estallar», se dijo el presidente Poincaré. El ministro de Marina retó al ministro de la Guerra a un duelo, pero después de fervientes esfuerzos por parte de sus colegas para separar y calmar a los combatientes, abrazó a Messimy con lágrimas en los ojos y aceptó presentar la dimisión por motivos de salud.[19]
La incertidumbre francesa sobre el papel que desempeñaría Inglaterra, que todavía no se había aclarado, complicó aún mucho más las cosas. A las cuatro de la tarde el Gabinete logró redactar un telegrama, más o menos coherente, al comandante en jefe francés, el almirante Boué de Lapeyrère, informándole de que el Goeben y el Breslau habían sido avistados en Brindisi, que tan pronto como recibiera la señal para abrir las hostilidades debía «detener» a los dos navíos y tenía que proteger los transportes cubriéndolos, no por el sistema de convoy.[20]
El almirante De Lapeyrère, un firme carácter que era responsable de haber sacado a la Marina francesa de su letargo, decidió rápidamente formar convoyes, puesto que, desde su punto de vista, el «indeciso» papel de los ingleses no le permitía otra alternativa. A las cuatro de la mañana del día siguiente se hizo a la mar, pocas horas después de haber salido Souchon de Mesina. Durante las siguientes veinticuatro horas las tres escuadras de la Marina francesa pusieron rumbo hacia el sur en dirección a Oran, Argel y Philippeville, mientras que el Goeben y el Breslau se dirigían desde el oeste hacia el mismo punto.
A las seis de la tarde del 3 de agosto el almirante Souchon recibió la noticia de que había sido declarada la guerra contra Francia. Mandó poner la máxima velocidad, como también hicieron los franceses, pero Souchon era más rápido. A las dos de la mañana del 4 de agosto se acercaba a su objetivo y, cuando llegó el momento de abrir fuego, recibió la orden del almirante Tirpitz de «dirigirse en el acto hacia Constantinopla». Puesto que no estaba dispuesto a dar marcha atrás sin, tal como escribió, «disfrutar el momento de abrir fuego, un momento tan ardientemente deseado por todos nosotros»,[21] continuó el camino hacia la costa de Argelia hasta que la alcanzó con las primeras luces del amanecer. Izó la bandera rusa y abrió fuego causando «la muerte y el pánico».[22] «Nuestro truco dio excelente resultado», refirió un miembro de la tripulación que luego hizo un detenido relato del viaje. Según el Kriegsbrauch, el manual de comportamiento en guerra publicado por el Estado Mayor alemán, «el ponerse uniformes del enemigo y el uso de las banderas de éste o de países neutrales con la intención de engañarle está permitido».
Después del bombardeo de Philippeville y de Bône por el Breslau, el almirante Souchon puso de nuevo rumbo a Mesina, volviendo por el mismo camino por el que había llegado. Planeaba cargar allí los depósitos con el carbón que le suministrarían los mercantes alemanes antes de dirigirse hacia Constantinopla, que se encontraba a una distancia de 1200 millas.
El almirante De Lapeyrère, que se enteró del bombardeo casi en el mismo momento en que estaba sucediendo, supuso que el Goeben continuaría en dirección oeste, tal vez para atacar Argelia y para salir al Atlántico. Forzó su velocidad con la esperanza de interceptar al enemigo si éste «hacía acto de presencia». No destinó ningún navío para explorar la ruta del Goeben, puesto que, razonaba, si el enemigo se presentaba, sin duda alguna plantearía batalla. Lo mismo que todos por el lado aliado, el almirante Lapeyrère pensaba en el Goeben solamente desde el punto de vista de la estrategia naval. Que realizaría una misión política que había de afectar profundamente y prolongar el curso de la guerra, ni él ni nadie lo consideró un solo instante. Cuando el Goeben y el Breslau no hicieron acto de presencia ante la flota francesa, el almirante Lapeyrère no se entretuvo en buscarlos. Por este motivo el 4 de agosto perdía su primera oportunidad. Aún había de presentársele otra muy poco después.
A las nueve y media de aquella mañana, el Indomitable y el Indefatigable, que durante toda la noche habían puesto rumbo al oeste, se encontraron con el Goeben y el Breslau, cuando los navíos alemanes, después de haber bombardeado Bône, regresaban rumbo este hacia Mesina. Si Grey hubiese mandado su ultimátum a Alemania la noche anterior, inmediatamente después de haber pronunciado su discurso ante el Parlamento, Gran Bretaña y Alemania ya hubiesen estado entonces en guerra y hubieran actuado los cañones de los navíos de guerra. Pero ahora los barcos pasaban silenciosos a una distancia de ocho mil yardas contentándose con apuntar, pero omitiendo el acostumbrado intercambio de saludos.
El almirante Souchon procuró, a continuación, poner la mayor distancia entre él y los ingleses. El Indomitable y el Indefatigable dieron media vuelta y se pusieron a seguir a los alemanes, decididos a mantenerse a tiro hasta que fuera declarada la guerra. Por radio lo comunicaron al almirante Milne, que inmediatamente informó al Almirantazgo: «Indomitable e Indefatigable siguen a Goeben y Breslau, 37,44 norte, 7,56 este».[23]
El Almirantazgo estaba furioso. Allí, en las aguas que bañaban el cabo Trafalgar, los navíos británicos tenían a tiro el enemigo, pero tenían que guardar silencio. «Muy bien. No los pierdan de vista. Guerra inminente»,[24] telegrafió Churchill, y sugirió al primer ministro y a Grey que si el Goeben atacaba los transportes franceses, entonces los cruceros de Milne debían ser autorizados «en el acto a librar batalla». Desgraciadamente, cuando informó sobre su posición, el almirante Milne se olvidó de especificar qué dirección seguían el Goeben y el Breslau, y Churchill supuso que continuaban en dirección oeste con muy malas intenciones para los franceses.[25]
«Winston, que se moría de impaciencia —escribió Asquith—,[26] deseaba una batalla naval para hundir al Goeben». Asquith estaba dispuesto a concederle esta oportunidad a Churchill, pero el Gabinete, al que tuvo la mala ocurrencia de informar después de la situación, se negó a permitir una acción de guerra antes de que expirara el ultimátum a medianoche. Con ello se perdía una segunda oportunidad, aunque de todas formas se hubiese perdido, puesto que la orden de Churchill hubiera servido en el caso de que los alemanes hubiesen atacado a los transportes franceses, lo que el Goeben no tenía intención de hacer.
A partir de aquel momento se inició una desesperada búsqueda por las serenas superficies estivales del mar, mientras el almirante Souchon trataba de poner la mayor distancia entre él y sus perseguidores y los ingleses procuraban mantenerse a tiro hasta medianoche. Sacando el máximo rendimiento de sus barcos, Souchon logró avanzar a razón de veinticuatro nudos. Los carboneros, que sólo podían trabajar dos horas seguidas en aquel calor y polvo de carbonillo, debían trabajar ahora ininterrumpidamente alimentando las calderas mientras los tubos estallaban en torno a ellos. Aquel día murieron cuatro tripulantes, a causa de heridas sufridas en las calderas.[27] Lentamente, pero de un modo perceptible, fue haciéndose cada vez mayor la distancia entre perseguidos y perseguidores. El Indomitable y el Indefatigable, que sufrían también varias averías en sus calderas, no podían mantener aquella velocidad. Por la tarde se les unió en la larga y silenciosa caza el crucero ligero Dublin, al mando del capitán John Kelly. Mientras pasaban las horas fue aumentando la distancia entre las dos flotas hasta que, hacia las cinco, el Indomitable y el Indefatigable quedaron fuera del alcance alemán, mientras sólo el Dublin continuaba a la vista del Goeben. A las siete se posó una capa de niebla sobre la superficie del mar y a las nueve, después de haber rebasado el cabo San Vito, en la costa norte de Sicilia, el Goeben y el Breslau desaparecían de la vista de los ingleses.
Durante todo aquel día, en el Almirantazgo Churchill y sus colaboradores sufrieron los «tormentos del Tántalo».[28] A las cinco de la tarde el primer lord del Almirantazgo, el príncipe Louis of Battenberg, observó que todavía quedaba tiempo para hundir el Goeben antes de que se hiciera oscuro. Obligado por la decisión del Gabinete, Churchill no podía dar la orden. Mientras los ingleses esperaban la señal de medianoche, el Goeben arribaba a Mesina y cargaba sus depósitos.
Cuando amaneció, y los ingleses estaban en guerra y podían disparar, los alemanes ya estaban muy lejos. Por el último informe del Dublin antes de perder el contacto con los navíos alemanes, juzgaban que éstos se encontraban en Mesina, pero, mientras tanto, había hecho acto de presencia un nuevo obstáculo. Una orden del Almirantazgo que informaba a Milne de la declaración de neutralidad italiana, le señalaba «que la respetara estrictamente y no permitiera que ninguno de sus barcos se acercara a más de seis millas de la costa italiana». El veto, previsto para evitar cualquier «incidente» con los italianos, fue, tal vez, una precaución excesiva.[29]
Dado que le estaba prohibido por el límite de las seis millas penetrar en el estrecho de Mesina, el almirante Milne puso una guardia a ambas salidas y, ya que estaba convencido de que el Goeben de nuevo pondría rumbo hacia el este, él personalmente, a bordo de su buque insignia Inflexible, y juntamente con el Indefatigable, se apostaron en la salida hacia el Mediterráneo occidental, mientras que sólo un crucero ligero, el Gloucester, al mando del capitán Howard Kelly, hermano del comandante del Dublin, fue destinado en misión de patrulla al Mediterráneo oriental, y debido también a que deseaba concentrar todas sus fuerzas en el oeste, el almirante Milne mandó al Indomitable a repostar en Bizerta en lugar de mandarlo más al este, a Malta. Por este motivo ninguno de los tres cruceros de combate podía interceptar al Goeben en el caso de que éste pusiera rumbo hacia el este.
Durante dos días, 5 y 6 de agosto, Milne patrulló las aguas al oeste de Sicilia con la idea fija de que el Goeben intentaría abrirse paso hacia el oeste. El Almirantazgo, que tampoco podía imaginarse otro rumbo para el Goeben, es decir, poner rumbo hacia Gibraltar o Pola, dio su visto bueno a estas disposiciones.
Durante estos dos días, hasta la noche del 6 de agosto, el almirante Souchon se enfrentaba con nuevas dificultades en Mesina. Los italianos insistían en las leyes de neutralidad, que dicen que debía hacerse a la mar pasadas veinticuatro horas de su llegada. El repostaje desde los mercantes alemanes, que debían desmontar antes sus cubiertas, ocupaba tres veces más tiempo. Mientras el almirante discutía los puntos de vista legales con las autoridades del puerto, todos los miembros de la tripulación trabajaban en cargar el carbón. A pesar de ser estimulados por raciones extra de cerveza, por una banda de música y por discursos patrióticos de los oficiales, los hombres desfallecían bajo el fuerte calor de agosto. A mediodía del 6 de agosto, cuando ya habían sido cargadas 1500 toneladas, que no bastaban para alcanzar los Dardanelos, ningún hombre era capaz de hacer el menor esfuerzo. «Con el corazón dolorido», el almirante Souchon dio la orden de poner fin al trabajo, y señaló un descanso y dio la orden de que estuvieran listos para hacerse a la mar a las cinco.
Había recibido dos mensajes en Mesina que aumentaban sus riesgos y le enfrentaban con una decisión crítica. La orden de Tirpitz de que pusiera rumbo a Constantinopla fue súbitamente anulada por un telegrama que decía: «Por razones políticas arribo a Constantinopla no aconsejable en los actuales momentos». Esta anulación era dada por divergencia de opiniones en Turquía. Enver había dado permiso al embajador alemán para que el Goeben y el Breslau cruzaran entre los campos de minas que guardaban los Dardanelos. Debido a que en este caso se violaría claramente la neutralidad que Turquía mantenía públicamente, el gran visir y otros ministros habían insistido en que se retirara este permiso.
El segundo mensaje de Tirpitz informaba a Souchon de que los austriacos no podían proporcionar ayuda naval a Alemania en el Mediterráneo, y le dejaba libertad para que se dirigiera, en aquellas circunstancias, a donde le pareciera más oportuno.[30]
Souchon sabía que sus calderas no podrían proporcionarle la velocidad suficiente para atravesar el denso bloqueo en Gibraltar. Era reacio a encerrarse en Pola y depender allí de los austriacos. Decidió, por lo tanto, poner rumbo hacia Constantinopla, a pesar de las órdenes en contra que había recibido. Su propósito, según sus propias palabras, era muy claro: «Forzar a los turcos, incluso a pesar de su voluntad, a extender la guerra al mar Negro contra su antiguo enemigo, Rusia».[31]
Dio la orden de hacerse a la mar a las cinco en punto. Todo el mundo a bordo, igual que en tierra, sabía que el Goeben y el Breslau iban a emprender un viaje decisivo. Durante todo el día los excitados sicilianos se habían agolpado en los muelles vendiéndoles tarjetas postales y recuerdos a «aquellos que iban a morir», y los titulares de los periódicos rezaban: «En las garras de la muerte»; «¿Venganza o derrota?»; «¿Viaje a la gloria o a la muerte?».[32]
Sabiendo que le iban a perseguir, el almirante Souchon deliberadamente decidió abandonar el puerto cuando todavía era de día y poner rumbo al norte, como si pretendiera entrar en el Adriático. Cuando se hiciera de noche, entonces planeaba cambiar el rumbo en dirección sureste y eludir la persecución bajo la protección de la oscuridad. Dado que carecía de carbón suficiente para todo el viaje, todo dependía de su habilidad para encontrarse con un barco de transporte que había recibido órdenes de esperarle en el cabo Maleas, en el extremo sureste de Grecia.
Cuando el Goeben y el Breslau salieron por la boca oriental del estrecho de Mesina, fueron avistados inmediatamente y seguidos por el Gloucester, que patrullaba por aquellas aguas. Dado que el Gloucester podía atreverse con el Breslau pero hubiera sido hundido por los más pesados cañones del Goeben, con un alcance de 18 000 yardas, no podía hacer otra cosa que procurar no perder de vista al enemigo hasta que llegaran refuerzos. El capitán Kelly telegrafió la posición y el curso al almirante Milne, que con sus tres cruceros de combate patrullaba todavía al oeste de Sicilia. Cuando hacia las ocho empezó a hacerse oscuro, cambió de curso hacia tierra para no perder de vista al Goeben a la luz de la luna, que se elevaba por su derecha. Esta maniobra le puso al alcance del Goeben, pero éste no se dejó llevar por la tentación de abrir fuego. En la clara noche las dos sombras, seguidas por una tercera, enfilaron hacia el norte bajo el cielo de oscuras nubes, que los hacía visibles a larga distancia.
El almirante Milne, tan pronto como se enteró de que el Goeben había abandonado Mesina por la salida oriental, se quedó donde estaba. Se dijo que si el Goeben continuaba el rumbo que había emprendido, sería interceptado por la flota del almirante Troubridge, que vigilaba el Adriático. Si, tal como él se sentía inclinado a creer, el curso que seguía era un ardid y, al final, había de tomar el curso oeste, su propia flota de cruceros de combate lo interceptaría. No se le ocurrió ninguna otra posibilidad. Solamente un barco, el crucero ligero Dublin, fue enviado al este con órdenes de unirse a la escuadra de Troubridge.
Mientras tanto Souchon, incapaz de desprenderse del Gloucester, no podía permitirse seguir un rumbo erróneo si quería llegar al Egeo con el carbón de que disponía. Tanto si le seguían como si no, debía alterar su curso hacia al este. A las diez de la noche cambió de rumbo, procurando, al mismo tiempo, interceptar el servicio de radio del Gloucester con la esperanza de impedir con ello que pudiera informar de su cambio de rumbo. No lo consiguió. El servicio de radio del capitán Kelly avisó del cambio de rumbo tanto a Milne como a Troubridge. Milne se dirigió a Malta, donde tenía intención de repostar y continuar la caza. Incumbía ahora a Troubridge, en cuya dirección llegaba el enemigo, interceptarlo.
Troubridge había adoptado nuevas posiciones a la salida del Adriático con el fin de «impedir que los austriacos salieran y evitar al mismo tiempo que los alemanes entraran».[33] Por el camino que había emprendido el Goeben era evidente que se alejaba del Adriático. Sin embargo, ¿podía atreverse a plantear la batalla? Su escuadra comprendía cuatro cruceros armados, el Defence, el Black Prince, el Warrior y el Duke of Edinburgh, de 14 000 toneladas cada uno, con cañones de 9,2 pulgadas cuyo alcance era inferior a los cañones de 11 pulgadas del Goeben. La orden original del Almirantazgo, que le había sido transmitida aparentemente como una instrucción de su superior, el almirante Milne, prohibía una acción «contra fuerzas superiores». Al no recibir ninguna orden de Milne, Troubridge decidió tratar de interceptar al enemigo antes de las seis de la mañana, cuando las primeras luces del amanecer le proporcionaran suficiente visibilidad, lo que había de ayudarle a superar la desigualdad de alcance de las armas de fuego. Poco después de medianoche ponía rumbo al sur a toda velocidad, pero cuatro horas después cambió de parecer.
Como agregado naval con los japoneses durante la Guerra Ruso-japonesa, Troubridge había aprendido a respetar la eficacia del fuego de largo alcance. Además de disfrutar del famoso linaje de su bisabuelo, que había luchado con Nelson en el Nilo, y haberse ganado la reputación del «más apuesto oficial de la Marina» en sus jóvenes días, creía en la guerra naval «como un soldado de Cromwell creía en la Biblia».[34] Churchill le apreciaba lo suficiente como para nombrarle miembro del recién creado Estado Mayor de la Marina en el año 1912. Pero el linaje histórico y la excelente labor realizada en el seno de un Estado Mayor no son, a veces, una buena ayuda cuando se trata de hacer frente a un combate inminente.
Cuando a las cuatro de la mañana Troubridge no dio con el Goeben, decidió que no podía enfrentarse con éste en condiciones de combate favorables para él. Estaba convencido de que a la luz del día, el Goeben, en el caso de ser interceptado, se mantendría alejado del alcance de sus cañones y hundiría sus cuatro cruceros uno tras otro. Y no veía la menor oportunidad de que uno de sus cuatro cruceros u ocho destructores pudiera alcanzar al navío alemán por fuego de cañón o torpedo. Decidió que se trataba de una «fuerza superior», a la que el Almirantazgo le había prohibido hacer frente. Renunció a la caza, y a tal efecto informó por radio a Milne, después de pasar frente a la isla de Zante a las diez de la mañana, todavía con la esperanza de ver aparecer a uno de los cruceros de combate de Milne, destinados al puerto de Zante para reanudar su vigilancia sobre los austriacos en el Adriático. De esta forma se perdía una tercera oportunidad y el Goeben seguía su rumbo.
A las cinco y media de la mañana, Milne, que todavía estaba convencido de que el Goeben acabaría poniendo rumbo hacia el oeste, ordenó al Gloucester «que gradualmente pusiera rumbo a popa para evitar la captura».[35] Ni él ni el Almirantazgo creían que el Goeben fuera un navío que se encontrara huyendo, mucho más ansioso de evitar el combate que de buscarlo y haciendo uso de toda la velocidad que le permitían sus calderas para alcanzar su distante objetivo. Después de la impresión obtenida por el ataque contra Philippeville, los ingleses lo consideraban un corsario dispuesto a surcar los mares como un barco mercante camuflado. Confiaba en que enfilaría hacia un puerto u otro, pero su caza carecía de una urgencia imperativa, puesto que, en la esperanza de que, de un momento a otro, cambiaría de rumbo, no se percataban en absoluto de que el barco continuaba su rumbo este… directamente hacia los Dardanelos. Su fracaso era menos naval que político. «No recuerdo otro escenario político sobre el cual el gobierno inglés estuviera menos informado que sobre el turco», relató Churchill muchos años después. Todo ello se fundamentaba en la aversión liberal contra Turquía.
Era el 7 de agosto. Solamente el Gloucester, haciendo caso omiso de la orden de Milne, continuaba la persecución del Goeben cuando éste, nuevamente acompañado del Breslau, se acercaba a las costas de Grecia. El almirante Souchon, que no se atrevía a reunirse con el barco mercante que había de aprovisionarle de carbón a la vista del enemigo, estaba desesperado al no poderse librar de su perseguidor. Ordenó al Breslau que diera marcha atrás haciendo varias pasadas frente al Gloucester, colocando minas y usando otras tácticas de destrucción.
El capitán Kelly, que todavía confiaba en recibir refuerzos, empezaba a desesperar. Cuando el Breslau hizo marcha atrás para intimidarlo, decidió atacarlo con el fin de que también el Goeben hiciera marcha atrás para protegerlo, y poco le importaba si se trataba de una «fuerza superior» o no. Abrió fuego contra el Breslau, que contestó debidamente al ataque. Tal como había confiado, también el Goeben hizo marcha atrás y disparó. Ningún navío sufrió el menor daño. Un pequeño vapor de pasajeros italiano de Venecia a Constantinopla, que casualmente pasaba por allí, fue testigo de la acción. El capitán Kelly renunció a la lucha contra el Breslau y se alejó. El almirante Souchon, que no podía malgastar su precioso tiempo en perseguir al enemigo, reanudó su camino, y el capitán Kelly reanudó la persecución.
Durante más de tres horas siguió al Goeben sin perderlo de vista, hasta que Milne le prohibió, de un modo imperativo, que continuara la caza más allá de cabo de Matapán en el extremo de Grecia. A las cuatro y media de la tarde, cuando el Goeben daba la vuelta al cabo para entrar en el Egeo, el Gloucester renunció finalmente a la caza. Libre de toda vigilancia, el almirante Souchon desapareció entre las islas griegas para reunirse con el barco de transporte.
Unas ocho horas después, pasada la medianoche, después de haber repostado y haber efectuado las reparaciones necesarias, el almirante Milne, al mando del Inflexible, el Indomitable, el Indefatigable y el crucero ligero Weymouth, abandonó Malta rumbo este. A la velocidad de doce nudos, en la creencia de que forzar la velocidad en aquella fase era un consumo innecesario de carbón, su persecución no entrañaba ninguna prisa. A las dos de la tarde siguiente, el 8 de agosto, cuando se encontraba a medio camino entre Malta y Grecia, fue detenido por una orden del Almirantazgo. Austria había declarado la guerra. Por desgracia la consigna era un error cometido por un funcionario que despachó el telegrama clave previamente convenido para el caso de que estallaran las hostilidades con Austria antes del tiempo señalado.[36] Pero este telegrama hizo que Milne abandonara la persecución y tomara posiciones en donde no pudiera quedar aislado de Malta por la posible presencia de la flota austriaca, y ordenó a Troubridge y al Gloucester que se unieran a él. Otra oportunidad que se perdía irremisiblemente.
Allí permanecieron concentrados durante casi veinticuatro horas hasta el mediodía del día siguiente, en que se enteraron de que Austria aún no había declarado la guerra. El almirante Milne reanudó una vez más la caza, pero el Goeben, que había entrado en el Egeo la tarde del 7 de agosto, les llevaba cuarenta horas de ventaja. Mientras decidía en qué dirección buscar al enemigo, el almirante Milne, según su posterior relato, consideró que el Goeben podía haber tomado cuatro rumbos diferentes. Todavía creía que podía intentar escapar en dirección oeste hacia el Atlántico, o en dirección sur para atacar el Canal de Suez, o buscar refugio en alguno de los puertos griegos, o incluso atacar Salónica… dos suposiciones un tanto extravagantes si tenemos en cuenta que Grecia era un país neutral. Por alguna razón no creía que el almirante Souchon intentara, ni por un momento, violar la neutralidad turca, y Milne tampoco pensó en los Dardanelos como destino, como tampoco ninguno de los miembros del Almirantazgo. Su estrategia, tal como él la concebía, era embotellar el Goeben, en el Egeo, «hacia el norte».
«Hacia el norte» era exactamente el curso que había emprendido Souchon, pero dado que los turcos habían minado la entrada a los estrechos, no podía entrar en éstos sin permiso de aquéllos. No podía continuar hasta haber repostado y haberse puesto en comunicación con Constantinopla. El buque de transporte, el Bogadir, estaba esperando enarbolando la bandera griega en el cabo de Maleas. Por temor a que fuera descubierto recibió órdenes de dirigirse a Denusa, una isla más hacia el norte del Egeo. Sin saber que los ingleses habían suspendido la persecución, recorrió las islas durante el día 8 de agosto, y no llegó a las costas de Denusa hasta la mañana del día 9. El Goeben y el Breslau repostaron allí durante todo aquel día mientras mantenían sus calderas a presión para hacerse a la mar en media hora. Apostaron unos vigías en lo alto de una colina para vigilar a los ingleses, que en aquellos momentos se encontraban a quinientas millas de distancia, vigilando a los austriacos.
El almirante Souchon no se atrevió a usar la radio para comunicarse con Constantinopla, ya que con ello hubiese revelado su posición al enemigo. Ordenó al General, que le había seguido desde Mesina en un curso más hacia el sur, que se dirigiera a Esmirna y desde allí transmitiera un mensaje al agregado naval alemán en Constantinopla: «Necesidad militar inevitable requiere ataque contra enemigo en el mar Negro. Consiga mi paso por los estrechos con permiso del gobierno turco, si es posible, y sin su aprobación si es necesario».[37]
Durante todo el día 9 esperó Souchon la respuesta. Sus telegrafistas interceptaron un texto, pero no lograron descifrarlo. Llegó la noche sin que hubiesen recibido ninguna respuesta. Por aquella hora la flota de Milne, después de haberse enterado del error en relación con Austria, avanzaba otra vez en dirección al Egeo. Souchon decidió, si no recibía respuesta, forzar los Dardanelos si era necesario. A las tres de la madrugada del 10 de agosto oyó señales inalámbricas de los ingleses cuando éstos penetraban en el Egeo. Ya no podía esperar más tiempo. Fue en aquel preciso instante cuando recibió noticias del General, que decía: «Entrad. Exigid rendición de los fuertes. Capturad piloto».[38]
Ignorando si esto significaba una demostración de fuerza para salvar la responsabilidad de Turquía o si había de abrirse paso a la fuerza, Souchon abandonó Denusa al amanecer. Mientras durante todo el día seguía la marcha hacia el norte a una media de dieciocho nudos, el almirante Milne ponía rumbo hacia la salida del Egeo para impedir que pudiera escapar por allí. A las cuatro de la tarde Souchon avistó Tenedos y las llanuras de Troya, y a las cinco llegó a la entrada del histórico e invencible paso bajo los cañones de la fortaleza de Chanak. Con su tripulación en los puestos de combate y todo el mundo a bordo con los nervios tensos, se fue acercando lentamente mientras izaba en el mástil de señales la bandera de «Mandad un piloto».
Aquella mañana había arribado a Constantinopla el pequeño vapor italiano que había sido testigo de la acción del Gloucester contra el Goeben y el Breslau. Entre los pasajeros figuraban la hija, el hijo político y tres nietos del embajador norteamericano, Henry Morgenthau. Hicieron un relato muy emocionante de lo que habían visto. El capitán italiano les había dicho que dos de los barcos eran el Goeben y el Breslau, que acababan de hacer su célebre salida de Mesina. El señor Morgenthau, que horas más tarde se entrevistó con el embajador Wangenheim, le informó del relato de su hija. Inmediatamente después del almuerzo, acompañado por su colega austriaco, se presentó en la embajada estadounidense, en donde los dos embajadores «se hundieron solemnemente en sus sillones» frente a la dama norteamericana y la sometieron a un minucioso, aunque cortés, interrogatorio. Sin descuidar un solo detalle inquirieron cuántos disparos habían sido hechos, qué rumbo habían emprendido los dos barcos alemanes, qué habían dicho los pasajeros que se encontraban a bordo, etcétera, y abandonaron el edificio con un estado de ánimo muy alegre.[39]
Se habían enterado de que el Goeben y el Breslau habían escapado a la flota inglesa. Dependía todo ahora de que Turquía consintiera su paso por los Dardanelos. Enver Pasha, que en su cargo de ministro de la Guerra controlaba los campos de minas, estaba muy bien dispuesto, pero había de hacer frente a sus más nerviosos colegas. Un miembro de la Misión Militar alemana estaba con él aquella tarde cuando le anunciaron la llegada de otro miembro, el teniente coronel Von Kress. Éste dijo que el comandante de Chanak había informado de que el Goeben y el Breslau solicitaban permiso para entrar en los estrechos. Enver replicó que deseaba antes consultar al gran visir. Kress insistió en que el fuerte requería una respuesta inmediata. Enver guardó un profundo silencio durante varios minutos y, por fin, dijo de un modo brusco: «Se les permite la entrada».[40]
Kress y el otro oficial, que inconscientemente habían contenido la respiración, respiraron de nuevo aliviados.
«Si los navíos ingleses les siguen, ¿tienen permiso para disparar contra ellos?», preguntó Kress a continuación. De nuevo Enver se negó a responder alegando que antes había de consultar con el Gabinete pero Kress insistió en que no podían dejar sin instrucciones concretas a los barcos.
«¿Podrán disparar o no contra los ingleses?». Se hizo una larga pausa y, finalmente, Enver contestó: «Sí».
A la entrada del estrecho, a unas 150 millas de distancia, un destructor turco se alejó de la costa y se acercó al Goeben mientras todo el mundo a bordo del navío alemán lo seguía con incontenible ansiedad. «Seguidme», decían las banderas de señales a bordo del destructor. A las nueve de aquella noche, el 10 de agosto, el Goeben y el Breslau entraban en los Dardanelos llevando consigo, tal como reconoció Churchill mucho más tarde y muy sobriamente, «más matanzas, más miserias y más ruinas de lo que jamás haya llevado otro barco».[41]
La noticia dio inmediatamente la vuelta al mundo y llegó también a Malta aquella misma noche. El almirante Milne, que continuaba su búsqueda por las islas del Egeo, se enteró de la noticia al día siguiente. Sus superiores comprendían tan poco la misión del Goeben que dieron órdenes de que estableciera un bloqueo de los Dardanelos por si se daba el caso de que los barcos alemanes se decidieran a abandonarlos.[42]
El comentario del primer ministro Asquith sobre la noticia fue que era «muy interesante». Pero escribió en su diario que, «puesto que nosotros insistiremos» en que la tripulación del Goeben sea reemplazada por turcos que no sabrán qué hacer con el navío, «no tiene gran importancia». Este «insistiremos», en opinión de Asquith, era lo único necesario de hacer.[43]
Los embajadores aliados insistieron, sin pérdida de tiempo y de un modo furioso y repetido. Los turcos, que confiaban aún en mantener su neutralidad como una baza para obtener mejores ventajas, decidieron solicitar de los alemanes que desarmaran el Goeben y el Breslau, «de forma temporal y superficial solamente», pero Wangenheim se negó rotundamente a tomar en consideración esta propuesta. Después de nuevas y agitadas discusiones, uno de los ministros sugirió de pronto: «¿Por qué los alemanes no nos venden sus barcos? ¿Por qué no consideramos su llegada como la entrega de un objeto de contrato?».[44]
Todo el mundo quedó encantado con esta idea, que no sólo solventaba el dilema, sino que se correspondía plenamente con la arbitraria justicia inglesa de apoderarse de dos navíos de guerra turcos. Con el consentimiento de Alemania, fue hecho el anuncio al cuerpo diplomático y poco después el Goeben y el Breslau fueron rebautizados con los nombres de Jawus y Midilli, enarbolaban la bandera turca y con su tripulación, que lucía coloridos feces, fueron visitados por el sultán entre el entusiasmo de la población. La súbita aparición de los dos barcos de guerra alemanes, que habían sido mandados como por arte de magia para ocupar el puesto de aquellos dos que habían sido robados por los ingleses, hizo que la población se dejara llevar por el más vivo entusiasmo y los alemanes se vieran rodeados de una aureola de popularidad.
Pero los turcos se negaban todavía a declarar la guerra a Rusia a pesar de que los alemanes les presionaban fuertemente en este sentido. Por el contrario, comenzaron a exigir de los aliados un precio cada vez mayor por mantener su neutralidad. Rusia estaba tan alarmada por la llegada del Goeben a la puerta del mar Negro que, al igual que el pecador renuncia a hábitos de toda la vida cuando se halla al borde de la muerte, incluso estaba dispuesta a renunciar a Constantinopla. El 13 de agosto el ministro de Asuntos Exteriores Sazonov propuso a Francia ofrecer a Turquía una solemne garantía sobre su integridad territorial y una promesa de «grandes ventajas financieras a expensas de Alemania» en compensación a su neutralidad. E incluso estaba dispuesto a incluir la promesa de que Rusia haría honor a la garantía incluso en «el caso de resultar los rusos vencedores».[45]
Los franceses se mostraron de acuerdo y «removieron cielo y tierra», según las palabras de Poincaré, para que los turcos se mantuvieran quietos y neutrales y persuadir a los ingleses a unirse a una garantía en común sobre los territorios turcos. Pero los ingleses no estaban dispuestos a discutir o pagar por la neutralidad de su antiguo protegido. Churchill, el «más belicoso» y «violento antiturco»,[46] propuso al Gabinete mandar una flotilla de torpederos a los Dardanelos para hundir el Goeben y el Breslau. Era éste el único gesto que hubiese podido convencer a los turcos y que hubiese podido impedir lo que sucedió luego. Una de las mentes más inteligentes y osadas de Francia ya lo había sugerido el día en que fueron violados los estrechos. «Debemos seguirles —había dicho el general Gallieni—, en caso contrario, Turquía se pondrá en contra nuestra».[47] En el Gabinete inglés la idea de Churchill fue desautorizada por lord Kitchener, que dijo que Inglaterra no podía permitirse ganarse como enemigos a los mahometanos lanzándose a una acción ofensiva contra Turquía. Este país «debe dar el primer golpe».[48]
Durante casi tres meses, mientras los aliados alternativamente amenazaban y negociaban, y mientras la influencia militar alemana en Constantinopla aumentaba a cada día que pasaba, los grupos en el seno del gobierno turco discutían y vacilaban. A finales de octubre los alemanes decidieron poner fin a esta situación. La activa beligerancia de Turquía, con el fin de bloquear a Rusia por el sur, se había hecho imperativa.
El 28 de octubre, los antiguos Goeben y Breslau, al mando del almirante Souchon y acompañados por varias lanchas torpederas turcas, entraron en el mar Negro y bombardearon Odesa, Sebastopol y Feodosia, causando bajas entre la población civil y hundiendo un cañonero ruso.[49]
Consternados por el fait accompli ejecutado por el almirante Souchon, la mayoría del gobierno turco estaba decidida a desautorizar tal acción, pero no pudo hacerlo. El factor que lo impidió fue la presencia del Goeben en el Bósforo, al mando de sus propios oficiales y de su propia tripulación. Tal como señaló Talaat Bey, el gobierno, el palacio, la capital, ellos mismos, sus hogares, su soberano y califa estaban bajo la amenaza de sus cañones. No podían acceder a la expulsión de las misiones militar y naval alemanas, tal como exigían los aliados como prueba de la neutralidad turca. El acto de guerra había sido cometido en nombre de Turquía y el 4 de noviembre Rusia declaraba la guerra a Turquía, siguiéndole Francia e Inglaterra el 5 de noviembre.
Desde aquel momento, los límites rojos de la guerra se extendieron por otro medio mundo. Los vecinos de Turquía —Bulgaria, Rumania, Italia y Grecia— se vieron complicados en la guerra y, puesto que su salida al Mediterráneo quedaba cerrada, Rusia quedaba pendiente de Arkangel, bloqueada por los hielos durante medio año, y de Vladivostok, a 8000 millas del frente de combate. Al cerrarse el mar Negro, sus exportaciones bajaron el 98 por 100 y sus importaciones, el 95 por 100. El bloqueo de Rusia, con todas sus consecuencias, la vana y sanguinaria tragedia de Gallípoli, la actuación de las fuerzas aliadas en la campaña de Mesopotamia, Suez y Palestina, el derrumbamiento final del Imperio otomano y la subsiguiente historia de Oriente Próximo, fueron las secuelas del viaje del Goeben.
Otras consecuencias fueron tan amargas, aunque no tan importantes. Al recibir las censuras de sus compañeros, el almirante Troubridge solicitó que fuera convocado un Tribunal de Investigación, que ordenó su juicio por un tribunal marcial en noviembre de 1914, acusándole de «no haber perseguido al Goeben… un enemigo que huye».[50] Sobre la base de que estaba justificado considerar el Goeben como una «fuerza superior», la Marina de Guerra le absolvió por su propia cuenta y riesgo. Aunque continuó en el servicio, no le volvieron a dar destino en alta mar. El almirante Milne, que fue llamado el 18 de agosto con el fin de dejar la flota del Mediterráneo al mando de los franceses, se licenció. El 30 de agosto anunció el Almirantazgo que su conducta y órdenes en relación con el Goeben y el Breslau habían sido objeto de un «cuidadoso examen», con el resultado de que «Sus Señorías habían aprobado en todos los sentidos las medidas adoptadas por él». Sus Señorías, que habían ignorado Constantinopla, no buscaban una cabeza de turco.[51]