En cuanto una mujer se aparta del camino normal que ha sido trazado para ella, se convierte en una especie de monstruo.
MADAME DE GENLIS
Cursé mis estudios de Historia del Arte en la Universidad de Oviedo hace ya mucho tiempo (a decir verdad, demasiado para mi gusto), entre los años 1976 y 1981. Tuve la suerte de que en mi especialidad éramos pocos alumnos, apenas una quincena, gente realmente interesada en las materias que teníamos que estudiar. Esa privilegiada situación, junto con el esfuerzo de muchos de nuestros profesores, nos permitió desarrollar una carrera intensa, que la mayor parte de nosotros abordamos con tanto rigor y profundidad como pasión. Lo que quiero decir a fin de cuentas es que, en aquellos años de universidad, estaba segura de estar aprendiendo bastante sobre la historia del arte, las condiciones sociológicas y las ideas estéticas que habían dado lugar durante siglos a diversas maneras de expresión plástica, arquitectónica, musical o cinematográfica.
Y, con todo aquel aprendizaje a cuestas, me licencié convencida de que en el mundo del arte apenas habían existido las mujeres. Tan sólo un pequeñísimo puñado de nombres parecían iluminar, aquí y allá, un territorio de oscuridad y silencio: Sofonisba Anguissola, que había pintado «algo» para el rey Felipe II; Artemisia Gentileschi, la «hija violada» del gran Orazio; Luisa Roldán, escultora de cámara de Carlos II, o Elisabeth Vigée-Lebrun, retratista de María Antonieta. Ellas —y muy pocas más— eran las únicas presencias femeninas, desvaídas y temblorosas, como pétalos marchitos de delicadas rosas de porcelana, en medio de un esplendoroso bosque lleno de hombres y más hombres pletóricos de talento, fuerza y creatividad. Habría que esperar a llegar a la segunda mitad del siglo XIX y al entorno de los impresionistas para ver florecer algunas otras pintoras, modestas violetas como Mary Cassat, Berthe Morisot, Eva González. Y después estaban las artistas de las vanguardias y del informalismo —¿quizá pequeñas flores de zarzas espinosas?—, Suzanne Valadon, Natalia Goncharova, Sonia Delaunay, María Blanchard, Georgia O’keeffe, Maria Elena Vieira da Silva… Pocas más hasta después de la Segunda Guerra Mundial, cuando surgió al fin un humilde pero fértil jardín de mujeres. En cualquier caso, mujeres de obra consideradas siempre menor por los historiadores, pálidas sombras de los grandes artistas masculinos en cuyas estelas ellas caminaban, creaban, amaban y, a menudo, fracasaban, en todos los sentidos.
De literatura femenina sabía por aquel entonces un poco más. Había leído, al menos, alguna obras de muchas de las poetas y novelistas del siglo XIX, desde la simpática Jane Austen hasta la imponente Emilia Pardo Bazán, desde la delicada Elizabeth Barret Browning hasta la valiente George Sand y, por supuesto, conocía bien a unas cuantas escritoras del siglo XX. Pero más allá de esas damas hermosamente decimonónicas, hacia el pasado, me parecía que se extendía un destierro, un vastísimo campo de silencio en el que tan sólo se oía la voz fresca y potente de Teresa de Jesús y luego lejos, muy lejos, la voz clara y llena de luz de Safo, la Antecesora.
Eso era todo lo que, alrededor de 1981, yo sabía respecto a las mujeres y el mundo de la creación. Recuerdo que, a veces, con los compañeros de facultad o con los amigos y amigas, que por aquel entonces aspirábamos a dedicarnos a la literatura, la pintura, la danza, el teatro o la música, hablábamos de ese tema. En nuestras largas tertulias en los bares o a la sombra de algún castaño en medio de cualquier monte, solíamos debatir, entre mil asuntos, el porqué de la escasa presencia femenina en las artes del pasado. (Respecto a las del presente, estábamos ingenuamente convencidas —nosotras, quiero decir— de que la igualdad se había establecido de pleno). Había teorías para todos los gustos, pero nunca he podido olvidar una particularmente absurda: alguien sostenía que, según uno de esos sabios que piensan mucho y publican mucho y reciben muchos halagos —y de cuyo nombre, por suerte, no logro acordarme—, las mujeres no necesitábamos crear porque esa hermosa aspiración del espíritu humano la cubríamos trayendo hijos al mundo… En serio.
Evidentemente, la única razón por la cual la presencia de las mujeres en cualquiera de los campos de la creación ha sido muchísimo menor que la de los hombres es la misma por la cual la presencia de las mujeres ha sido muchísimo menor que la de los hombres en cualquier otra actividad pública, prestigiosa y capaz de proporcionar dinero: la opresión masculina. Imagino que si algún lector hombre ha llegado hasta aquí —discúlpenme la ironía, pero me consta por confesión de ciertos amigos en cuya palabra confío que muchos hombres no leen libros escritos por mujeres, y menos aún si tratan de otras mujeres—, quizás en este momento esté a punto de cerrar definitivamente: «Vaya —estará pensando—, otra de esas pesadas feministas que se dedican a atacarnos». Pues lo siento, pero no me arrepiento en absoluto de haber escrito la palabra «opresión». Ésa es una realidad que las leyes, las costumbres y las normas morales establecidas por las religiones ponen de relieve a lo largo de la historia, y por mucha buena intención que una le eche al asunto, no puede llamar de otra manera a la forma como los hombres mantuvieron durante siglos y siglos a las mujeres sometidas, encerradas, calladas, impedidas para ejercer la libertad, para buscar el más mínimo atisbo de independencia y autonomía. Voy a dejar de lado a propósito el mundo actual. Habría aún mucho que decir sobre nuestra situación en este momento, sobre las dificultades y los prejuicios a los que aún nos enfrentamos las mujeres que hoy en día escribimos o utilizamos cualquier otro medio de expresión artística. Y, desde luego, habría mucho que decir respecto a las diferencias entre nuestro pequeño mundo occidental y la mayor parte del resto del planeta. Pero este libro trata del pasado, de un período que abarca desde el siglo XII hasta el XVII, y me limitaré a esas estrictas categorías cronológicas.
Las mujeres, por lo tanto, apenas escribieron, pintaron o compusieron música porque los hombres —que establecían por supuesto las normas— no lo permitían. En las siguientes páginas de este estudio, los lectores encontrarán una y otra vez textos de tratadistas y pensadores que expresaban de manera bien clara, sin ningún temor a eso que ahora llamamos lo «políticamente correcto», cuál era su opinión sobre el sexo femenino, sobre su incapacidad intelectual y su natural tendencia al desorden moral y al vicio.
Pero hay algo más: la presencia femenina en el mundo de la creación no fue tan escasa como los libros de tantos historiadores, críticos o biógrafos nos han hecho tradicionalmente creer. En las últimas décadas, al menos desde 1970, numerosos estudios han empezado a revelar que el número de pintoras, escultoras, dramaturgas, poetas, ensayistas, novelistas o compositoras que han existido en la historia ha sido mucho mayor de lo que siempre nos habían contado. Y mucho más importante por la calidad de su trabajo. A fuerza de interesarme por el asunto, de leer e investigar, yo misma tuve que acabar llegando a la frustrante conclusión de que todo lo que había aprendido durante mis años de carrera, es más, durante mis muchos años de amor por el arte y la literatura, era tan sólo una parte de la realidad, porque los libros que había leído, los museos que había visitado, los discos de música culta que había escuchado o los programas de los conciertos y óperas a los que había asistido a lo largo de mi vida excluían de manera casi total el amplio mundo de las mujeres.
Ahora ya podemos afirmar a ciencia cierta que la plenitud del arte y la literatura femeninas no comenzaron en la segunda mitad del siglo XX. Que antes de ese feliz momento no existieron sólo algunos pétalos marchitos de delicadas rosas de porcelana, ciertas modestas violetas o un puñado de pequeñas flores de zarzas espinosas. Por el contrario, hubo muchas mujeres trabajando intensamente en los scriptoria de los monasterios medievales, en los talleres de pintura del Renacimiento, en las cortes de los príncipes del Barroco y del siglo de las Luces, en las calles mugrientas de los barrios de artistas y bohemios del XIX. Hubo muchas mujeres escribiendo en medio del bullicio de las salas comunes de las casas o a solas en sus propias habitaciones, y muchas, muchísimas, que lo hicieron desde las celdas de los conventos. Y mujeres que compusieron delicados cantos religiosos, madrigales sensuales, óperas llenas de dioses y amores, y sinfonías y cuartetos y preludios y sonatas.
Un gran número de ellas se vieron obligadas a permanecer escondidas detrás de los nombres de sus padres, maridos o hermanos, realizando obras que luego ellos firmaban y cobraban. Pero también hubo muchas que lograron reconocimientos, honores, dinero y fama, que vivieron honrada y esforzadamente de su trabajo y a veces llegaron incluso a ser ricas gracias a su talento. Y probablemente muchísimas más lo intentaron y fracasaron, como también les sucedió a tantos y tantos hombres a lo largo de la historia. La aflicción de las unas y los otros, puebla ese yermo infinito en el que yacen los nombres de tantos creadores malogrados.
Lo sorprendente, lo tristemente sorprendente, es que la mayor parte de esas mujeres —me refiero a las que triunfaron— acabaran siendo olvidadas por la historia. Mejor dicho, acabaran siendo ninguneadas por los hombres que durante siglos han escrito la historia, la del arte y la de la literatura y la de la música; incluso las más exitosas, las más indiscutibles fueron rápidamente empujadas sin miramientos, apenas desaparecieron de la tierra, al limbo del silencio y la inexistencia. Sus obras terminaron escondidas en las zonas más inaccesibles de las bibliotecas o encuadernadas bajo nombres masculinos, sus cuadros relegados a los sótanos o atribuidos durante siglos a hombres en las cartelas de las pinacotecas. A lo largo de los capítulos de este libro se verá una y otra vez repetido ese fenómeno de condena a la desmemoria y a la negación de la autoría, cuando no a los mayores desprecios y descalificaciones por parte de los críticos.
Desde que Virginia Woolf iniciara hace más de un siglo el debate sobre la literatura femenina, se ha discutido incesantemente si existe o no una forma peculiar por parte de las mujeres de reflejar el mundo a través de sus obras, tanto en el campo literario como en el artístico o en el musical. Ése no es el asunto de este libro, aunque sí me gustaría decir algo al respecto, de manera muy breve: cualquier creador inventa ficciones. Él —ella— es en sí mismo, como creador, una ficción, la voz fingida de un narrador, la mirada no natural de un inventor de formas y colores. Su mirada y su voz pueden ser, por lo tanto, genuina o falsamente femeninas o masculinas. El autor hombre de una novela cuya protagonista es una mujer puede asumir conscientemente —y, por qué no, con acierto— un punto de vista de mujer. La mujer que escribe o pinta puede asumir conscientemente la voz o la mirada masculinas. Pero también la mujer que escribe o pinta puede dejarse dominar inconscientemente por las reglas, las normas y los cánones establecidos desde siempre por los hombres (lo cual, por cierto, no los convierte en necesariamente perniciosos, aunque sí en posiblemente discutibles). A menudo, de hecho, ha sucedido y aún sucede así.
No iré más allá en ese debate. Pero sí me gustaría señalar que hay algo que diferencia de manera radical el mundo creativo masculino y el femenino: las condiciones en las que ese trabajo se desarrolla, en las que se ha desarrollado históricamente. Por supuesto, la vida de los artistas, en cualquier campo, nunca ha sido fácil: hace falta un talento del que muy pocos gozan, una preparación ardua, una feroz resistencia y capacidad de lucha para instalarse en eso que, por entendernos, podemos llamar el «mercado», sea tanto el de las élites de mecenas de las artes del pasado como el de los más o menos numerosos compradores de libros del presente. A todo eso se añade, por supuesto, el factor suerte que, digan lo que digan, existe, claro que existe. Y el hecho intangible, pero real, de que a menudo las personas creativas tienen un temperamento poco común —si es que existe lo común en eso del temperamento—, una sensibilidad exacerbada en lo bueno y en lo malo.
Eso es así, con todos los matices que se quiera, para la inmensa mayoría de los seres que un día deciden entregar su vida a la pintura, la poesía o la música. Siempre ha habido algo de heroicidad en ese esfuerzo, y las biografías de los creadores lo ponen de relieve una y otra vez. En el caso de las mujeres, a todas esas dificultades habituales se ha unido durante siglos la lucha terrible y casi siempre solitaria por salirse de lo previsto, por escapar a las normas de lo decente, por hacerse un hueco —aunque fuera pequeño— en mundos casi exclusivamente masculinos. El combate a menudo titánico contra los prejuicios, las presiones, el incesante rugido en su contra, los desprecios, los insultos, las calumnias… En general, sus vidas personales se vieron profundamente afectadas por sus vocaciones artísticas, mucho más que las de sus colegas masculinos: una buena parte de ellas renunció a tener familia, llevando una existencia aislada de los hombres en sus propias casas o en el entorno de los conventos. Otras muchas optaron decididamente por la libertad amorosa y sexual, arrostrando por supuesto la fama de rameras que tantas veces las acompañó. Y algunas tuvieron que hacer compatible, con todas las dificultades que ello conlleva, el obsesivo y absorbente mundo de la creación con la ingrata realidad de lo doméstico. Casi ninguna se resignó a su suerte: una y otra vez sus voces se alzan en sus poemas, sus memorias o sus cartas para lamentarse de las injusticias a las que se ven sometidas por el hecho de ser mujeres, al distinto rasero con el que son juzgadas sus obras y también sus vidas privadas. Lo veremos a menudo a lo largo de estas páginas. Y nos encontraremos a muchas que, en medio de tantas persecuciones, no tuvieron el valor suficiente para llegar hasta el final. Me resulta imposible criticarlas por ello: sometidas a la reclusión y a la ignorancia desde que nacían, educadas para ser obedientes, discretas, modestas y silenciosas, oyendo permanentemente a su alrededor el bullicioso griterío en torno a la estupidez femenina o a la condición de prostituta de cualquier mujer que se atreviera a exponerse ante el público, ¿qué fortaleza, qué confianza en ellas mismas debían tener para debatirse contra tanta hostilidad? El valor de las que lo intentaron resulta a menudo prodigioso. Cada una de ellas, desde la más exitosa hasta la más fracasada, fue un ejemplo de valentía y firmeza en contra de infinidad de adversidades.
Me gustaría añadir algunas palabras sobre la pretensión de mi estudio: ésta es una historia de mujeres creadoras. No pretende ser en absoluto la historia de todas las mujeres creadoras. Se centra en los países de nuestro entorno europeo. Y cubre tan sólo, como ya he dicho, un período de seis siglos, entre el X y el XV. Podrían haber sido más o menos, desde luego. Es una elección entre las muchas posibles. He tratado de iluminar, a lo largo de esas centurias, la vida y el trabajo de algunas de las mujeres que me han parecido más interesantes y más ignoradas, y me he ocupado poco, en cambio, de aquellas que lograron mantener su fama a lo largo del tiempo (aunque, a decir verdad, apenas se me ocurren un par de nombres: santa Teresa, desde luego, y quizá para unos pocos lectores también sor Juana Inés de la Cruz). He intentado situarlas en su contexto histórico, confrontándolas con las condiciones sociales, morales y jurídicas en las que tuvieron que vivir y acompañándolas en el discurrir de sus vidas con la breve visión de otras colegas a veces menos afortunadas, aunque no menos esforzadas. Me he guiado, por supuesto, por las investigaciones de numerosas historiadoras —y no pocos historiadores— que en las últimas décadas, como ya he señalado, han realizado un trabajo ímprobo para sacar a la luz a esas mujeres escondidas.
Lamentablemente, debo decir que he encontrado muchas lagunas en lo referente a nuestro país. En general, las mujeres españolas han estado sometidas a lo largo de la historia a una situación de mayor reclusión y silencio que las nacidas en Francia, Italia, Inglaterra o Alemania. A esa condición se une además el hecho de que las investigaciones sobre «nuestras» mujeres han sido menos extensas y profundas. Aún queda un ingente trabajo por desarrollar en ese campo, y no dudo que en el futuro será hecho.
Me gustaría que las páginas de este libro lograran dar forma, aunque sea de manera fragmentaria, a una genealogía femenina, una larga saga de novelistas, poetas, ensayistas, músicas, dramaturgas, pintoras y escultoras de las que todas las mujeres que amamos o practicamos alguna forma de arte somos herederas y deudoras. Virginia Woolf proponía a sus coetáneas que fueran a lanzar flores sobre la tumba de la dramaturga barroca Aphra Behn por haber sido capaz de enseñarles que sus mentes tenían derecho a expresarse. Ésta es mi manera de depositar al menos una pequeña corona de laurel sobre las tumbas —casi siempre desconocidas— de tantas y tantas mujeres creadoras, mi forma de restituir a las olvidadas algo de lo que merecen y de darles las gracias por su ejemplo, su valor y su libertad.
Julio de 2005