No me extraña que, habiéndole enseñado mi cuadro a quien vos sabéis, monseñor lo considerara una broma, una bufonada, una porquería que se hubiera dicho pintada por una mujer.
GIOVANNI LANFRANCO
El nombre de una mujer pintora hace que las personas tengan dudas hasta que han visto la obra.
ARTEMISIA GENTILESCHI
Crisis incesante y permanente energía fluyendo a lo largo de Europa. En medio de esas dos condiciones extremas, y tal vez compañeras imprescindibles la una de la otra, parece transcurrir el siglo XVII, el gran siglo del Barroco. Rebeldía y miedo, absoluta devoción religiosa y amor por la razón y la ciencia, refinamiento social y empeño bélico, opulencia y hambrunas, nacimiento de los Estados modernos y primeras revoluciones son tan sólo algunos de los polos entre los que se mueve esa centuria extraña y prodigiosa. Son los tiempos en los que escriben Lope de Vega, Quevedo y Góngora, y Moliere, Racine y Corneille, y Ben Jonson y Edward Gibbon, los tiempos en los que desarrollan su pensamiento Tommaso Campanella, Montesquieu, Spinoza, Descartes, Leibniz, Thomas Hobbes, Locke o Pascal, en los que Newton y Galileo redefinen las leyes del mundo, y en los que crean su incomparable lenguaje artístico Velázquez, Poussin, Ribera, Van Dyck, Murillo, Frans Hals, Rubens, Zurbarán, Rembrandt, Claudio de Lorena o Vermeer. Un siglo que parece un veloz rayo lanzado hacia el futuro, dejando a su paso destrucción y dolor, pero también una asombrosa estela de genialidad.
El drama y la fuerza. Ellos, los hombres, guerreando, creando, investigando, gobernando, destruyendo, inventando, ordenando el mundo. Ellas, las mujeres, recluidas en sus casas, obedeciendo, pariendo, rezando, o prostituyéndose para huir del hambre y la miseria, trabajando como animales con los brazos rudos de las campesinas, las criadas y las lavanderas o con los dedos delicados de las bordadoras y las encajeras a cambio de unos pocos céntimos con los que contribuir al sustento familiar. Como diría por aquel entonces en sus versos Margaret Cavendish, duquesa de Newcastle: «Las mujeres viven como murciélagos o lechuzas; / trabajan como bestias; / y mueren como gusanos»[172]. Nada nuevo, pues.
Y, sin embargo, sobre algunas de ellas pareció derramarse parte de aquella explosión vital y energética que desarrolló el mundo barroco. A lo largo del siglo XVII, algunos puñados de mujeres traspasaron en toda Europa los altos muros que cerraban sus casas, abrieron de par en par las ventanas, desatrancaron las puertas cerradas con cien candados por los hombres y se lanzaron al mundo solas, autónomas y orgullosas, para dejar oír su voz o para dar testimonio de sus miradas, y crearon abiertamente, superaron la intolerancia, vencieron sus propios temores, se expusieron con sus obras ante el público y alcanzaron la independencia económica a través de su trabajo artístico. Ana Caro y María de Zayas, Aphra Behn, Madame D’Aulnoy o Mademoiselle de Scudéry triunfaron, a pesar de todos los prejuicios en su contra, resistiéndose sin pausa a las presiones de sus familias y sus amigos, a la obligación de contraer matrimonio y permanecer calladas y criar hijos destinados mayoritariamente a las tumbas, y ser ejemplares y virtuosas y rezar sin descanso[173]. Un número destacado de mujeres lo logró también en el campo de las artes plásticas. Y otras muchas lo intentaron esforzada y apasionadamente, sin conseguirlo jamás. Murieron fracasadas y pobres, pero al menos lo intentaron. Sí, el XVII fue un siglo en el que abundaron las mujeres fuertes, las que se negaron a ponerse de rodillas ante el poder omnímodo de sus hombres.
Luisa Roldán, por ejemplo, la escultora sevillana que huyó del taller paterno y prefirió la miseria antes que el regreso a casa. Es curioso lo alejadas que han permanecido las mujeres a lo largo de la historia del mundo de la escultura. Antes del siglo XIX, tan sólo conocemos hoy por hoy los nombres de dos escultoras: Properzia de’ Rossi, cuya triste historia cuenta Vasari en sus Vidas[174], y la propia Luisa Roldán. Hay que esperar hasta mediados del XIX para ver aparecer un grupo importante de mujeres dedicadas profesionalmente a modelar, tallar y fundir. El fenómeno se desarrolló especialmente en Estados Unidos, donde destacó entre otras muchas Elisabeth Ney, una alemana emigrada al remoto estado de Texas, en el que instauró el gusto por los bustos, los monumentos conmemorativos y, en general, las formas artísticas, desconocidas hasta entonces en aquel desierto poblado de aventureros de toda clase. O Edmonia Lewis, mestiza de india y negro, que vivió trágicas experiencias de desprecio racista durante su juventud y que, sin embargo, logró llegar hasta Roma y despuntar entre la colonia de escultoras establecidas allí en torno a 1850. ¿Existe alguna relación entre la condición de pioneras de esas mujeres americanas y su vocación de escultoras? No lo descarto: la práctica de la escultura exige un poderío muscular, una resistencia física de la que sin duda debían de gozar aquellas pobladoras de tierras inhóspitas, que construyeron un país nuevo en el que su fortaleza y su inteligencia fueron desde el principio imprescindibles, mujeres acostumbradas a recorrer kilómetros y kilómetros bajo el sol más extremo o bajo la nieve, a trabajar tierras nunca antes tocadas por manos humanas, a construir con sus propios brazos casas, caminos, puentes, escuelas, iglesias, ciudades enteras, a ganarse la vida como emigrantes en condiciones durísimas, a exponerse a los peligros de un mundo en proceso de conquista y colonización, y que nada tenían que ver con las damas recluidas de las sociedades europeas, herederas de largas generaciones de mujeres alejadas de cualquier actividad física y hasta de la propia vida al aire libre[175].
Siglos antes de ellas, mucho antes de que Harriet Hosmer, Vinnie Ream Hoxie, Gertrude Vanderbilt-Whitney o la extraordinaria Camille Claudel obtuvieran fama, honores y encargos públicos con sus obras, ¿hubo acaso mujeres trabajando en las esculturas de las portadas, los claustros y las naves de la arquitectura prerrománica y románica? Es posible. Igual que se ha descubierto en los últimos años la presencia de tantas monjas copistas e iluminadoras en los scriptoria de los monasterios medievales, cabe pensar que algunas robustas esposas o hijas de aquellos imaginativos tallistas pudieron haber trabajado al lado de los hombres, pues sin duda ellas los acompañarían a menudo en sus vidas nómadas, en sus incesantes traslados de uno a otro burgo, villorrio o valle remoto en busca de nuevas faenas, de nuevos templos en los que dar forma a sus seres fantásticos, sus infiernos y sus glorias. Pero la casi total inexistencia de documentación sobre los nombres y la actividad de los constructores de las iglesias medievales nos impide saber si esto era en verdad así. Tan sólo establezco una hipótesis.
El caso de Luisa Roldán —conocida como la Roldana— fue pues realmente excepcional en la historia. Y lo fue además no sólo por su rara actividad, sino también por el extraordinario rango que llegó a adquirir como escultora de cámara de Carlos II, el último rey de la Casa de Austria, y de Felipe V, el primer Borbón en el trono de España. Ella triunfó, además, en una época en la cual de entre las enclaustradas mujeres españolas, apenas aparecen figuras que destaquen con fuerza en las artes plásticas. Ya he hablado del pequeño grupo de hijas o esposas de pintores que a lo largo del XVII colaboraron con ellos y llegaron incluso a desarrollar su propia obra, pero lo cierto es que ninguna de ellas ha dejado más que un levísimo rastro en la historia: María Blanca de Ribera, hija de José de Ribera; Jesualda Sánchez, que tuvo su propio taller en Valencia; Josefa de Ayala o de Obidos, que trabajó como pintora y grabadora en esa ciudad portuguesa; María Eugenia de Beer, importante grabadora con taller propio en Madrid, o María de la Concepción Valdés, hija del gran pintor sevillano Valdés Leal, son las únicas mujeres artistas cuyo desvaído recuerdo nos llega desde el riquísimo período del arte barroco español.
La historia de Luisa Roldán comienza como la mayor parte de las historias de las mujeres artistas: érase una vez una niña que aprendió de su padre a tallar la madera. Pero, en su caso, la rebeldía y el ansia de desarrollar por sí misma su talento la llevarían para siempre muy lejos de él. Cuando Luisa Ignacia nació en 1652, Pedro Roldán era uno de los escultores más prometedores de la importante escuela sevillana. Aunque sumida ya en la crisis que arrastró a todo el Imperio español, Sevilla era aún a mediados del XVII la ciudad más poblada, activa y bulliciosa de la Corona de Castilla. Pintores y escultores aprovechaban el empuje de la Iglesia postrentina, el flujo de riquezas y de encargos provenientes de América y la constante afluencia de visitantes para instalar talleres que recibían peticiones incesantes y en los que florecía, en aquella mitad del siglo, el talento inigualable de Zurbarán, Murillo, Valdés Leal o Alonso Cano. Y el del escultor Pedro Roldán, emigrado desde Granada, cuyo negocio de tallas religiosas iba creciendo constantemente desde su llegada a la ciudad en 1647. Tanto, que los ocho hijos del matrimonio de Roldán y Teresa de Mena se acostumbraron desde pequeños a ayudar al padre. Los niños y las niñas. Por los datos de que disponemos, podemos llegar a la conclusión de que, igual que ocurría en el mundo de la pintura, el hecho de que las hijas o las mujeres ayudaran a los hombres de la familia era bastante habitual en los talleres de escultura en madera tan característicos del arte español, algo que no solía ocurrir en cambio allí donde se trabajaba con el duro mármol o el pesado bronce. Sabemos, por ejemplo, que las hijas de Francisco Salzillo, el gran imaginero murciano del siglo XVII, colaboraban igual que las de Roldán con su padre. Pero esas mujeres no pueden ser consideradas escultoras en un sentido estricto. A ellas se les reservaban las labores más delicadas, las que precisaban de dedos suaves y metódicos, aunque firmes: dorar, estofar y encarnar las figuras eran las tareas a las que se dedicaban las hijas y esposas de los maestros, como aportación al negocio familiar.
En el caso de la saga Roldán, es seguro que al menos tres de las hijas trabajaron habitualmente: la propia Luisa y también María y Francisca, aunque las dos últimas permanecerían siempre bajo la égida paterna, limitándose a ayudar al cabeza de familia. Lo mismo hicieron por supuesto los hijos varones, que lograron mantener el taller tras la muerte del padre, aunque ninguno de ellos llegó a poseer ni el talento ni la vocación que Luisa demostró desde pequeña: ella no se conformó con ocuparse de la policromía que debía dar verosimilitud a aquellos Cristos, Vírgenes o santos representados en madera, sino que enseguida comenzó a diseñar por sí misma y a tallar, una actividad sin duda poco «femenina», pues obligaba a manejar con brusquedad escoplos, martillos, sierras y escarpelos, a dar golpes, hacer ruido, llenarse de polvo y lastimarse los dedos. Quizás, en la expresión de esa energía física, la Roldana daba también salida a su propia energía mental, la que la llevaría enseguida a rebelarse contra el dominio de su padre.
No sabemos qué sentía Pedro Roldán ante el paulatino desarrollo del talento de su hija. ¿Veía en ella una posible competidora, una criatura que se alzaba por sí misma más allá de su poder y que podría acabar arrebatándole importantes encargos y clientes? ¿O consideraba, por el contrario, que ella era la garantía —anormal garantía, por supuesto— de la continuidad del taller? Algo extraño debía de haber desde luego en aquella relación padre-hija, porque extrañas fueron las circunstancias que acompañaron el matrimonio de Luisa y su posterior independencia. Todas las muchachas Roldán se casaron, fieles a la vieja tradición, con ayudantes del negocio familiar. Tanto ellas como sus maridos siguieron colaborando obedientemente con el padre, protegidas así de cualquier riesgo que el deseo de independencia hubiera podido suponerles. Todas, salvo Luisa Ignacia, quien contrajo matrimonio en contra de la voluntad paterna, una anomalía más de aquella mujer de vida anómala. Y sin embargo, su marido, Luis Antonio de los Arcos, era otro de los asistentes de Pedro Roldán, igual que las parejas elegidas para sus hermanas. ¿Cuál fue entonces la razón por la cual él se negó de manera contumaz a consentir aquella boda? Tan sólo podemos hacer suposiciones al respecto. Quizá sospechara que Luis Antonio alejaría a Luisa de su taller, privándole así a él de su continuadora. O quizá, simplemente, no le gustaba el carácter del novio. De haber sido ése el motivo, el paso del tiempo parece haberle dado la razón: vistas las posteriores dificultades económicas de la pareja y las constantes inquietudes de la escultora, da la sensación de que su marido fue un hombre cuando menos abúlico.
No sabemos si Luisa se enamoró realmente o si él fue su camino para lograr la autonomía, pero se conservan documentos que demuestran que estaba decidida a oponerse a su padre a toda costa y a disponer de su vida a su manera: en 1671, cuando tenía diecinueve años, llevó incluso el asunto de su boda ante los tribunales de justicia. Y los tribunales la apoyaron. Por mandato judicial, la joven salió de casa de su padre y fue depositada en el hogar de un amigo de la familia, donde permaneció unos días, hasta la celebración del matrimonio. ¿Había alegado Luisa ante los jueces que ya había mantenido relaciones sexuales con su novio? No es una suposición descartable, pues ésa hubiera sido una de las pocas razones por las cuales la justicia habría podido consentir un matrimonio en contra de la voluntad paterna. La decisión judicial habría tratado por lo tanto de proteger el honor de la joven.
Fuera como fuese, la boda supuso para Luisa Roldán la inmediata independencia de la tutela personal y artística de su padre. Desde entonces, ella sería la jefa de su propio taller y también la cabeza visible de la familia, para bien y para mal. Luis Antonio se convirtió en su ayudante, el hombre que se limitaba a estofar y dorar las obras de su esposa. ¿Era eso lo que él esperaba de su matrimonio o acaso aspiraba a la situación opuesta, él el escultor, ella la asistente? ¿Hubo celos profesionales por su parte hacia aquella mujer que triunfaba mucho más allá de lo imaginable? Ignoramos todas esas circunstancias de su vida, aunque parece que no fue un matrimonio muy bien avenido. La tradición cuenta incluso que en la talla del Arcángel San Miguel que Luisa realizó en 1692 para el monasterio de El Escorial, le puso al santo su propia cara y dio en cambio la de su marido al demonio que se debate a sus pies.
En principio, la pareja permaneció algunos años en Sevilla. Convertida ahora en competidora de su padre, la Roldana consiguió algunos encargos no muy importantes, procedentes de diversas iglesias y cofradías. Fue entonces cuando empezó a desarrollar su técnica personal, la que la convirtió en una artista singular dentro del panorama escultórico del momento: comenzó a trabajar con barro, un material que gozaba de poco prestigio, pues era considerado «pobre», propio de la artesanía popular y sin ningún valor artístico. Ella logró, sin embargo, ponerlo de moda en los círculos eclesiásticos y nobiliarios de Sevilla y de Madrid. Luisa aprendió a manipular la tierra y a darle el punto de cocción justo para hacer desaparecer su aspecto rústico. En barro ejecutó numerosos pequeños grupos de figuras llenas de encanto y expresividad, que hoy en día están presentes en las colecciones de museos o particulares de diversos países. No obstante, nunca abandonó la talla de madera, que la mantenía ligada a la mejor tradición del barroco español y, en particular, a su propio padre.
Su fama iba extendiéndose poco a poco, hasta convertirla en una artista capaz de competir con sus rivales masculinos. En 1686, cuando tenía tan sólo veinticuatro años, fue contratada por el cabildo de la catedral de Cádiz para realizar varios encargos importantes, de aquellos que solían disputarse los hombres de más prestigio y los que gozaban de más contactos. La escultora ejecutó allí las tallas de los patriarcas y los ángeles del nuevo monumento del templo, y también las de los santos patronos de la ciudad.
Al terminar esas obras, la Roldana y su familia se trasladaron a Madrid. Corría el año 1688, y semejante decisión ponía sin duda de relieve la profunda seguridad en sí misma que debía de sentir: la corte ofrecía, por supuesto, muchas posibilidades para un artista, pero también significaba, en su caso particular, alejarse del mundo conocido y protector de Andalucía, exponerse a la falta de clientela y someterse, además, a intensas luchas con los muchos rivales que trataban de hacerse un hueco entre la clientela de la capital de los reinos de España. Ella parecía sin embargo dispuesta a hacer frente a todos los riesgos con tal de triunfar.
Durante los primeros cuatro años de su estancia en Madrid, su nombre empezó a ponerse de moda entre los miembros de la nobleza, que comenzaron a adquirir sus grupos de barro para decorar los oratorios y las capillas de sus palacios. Ascendiendo poco a poco en el círculo de los artistas cercanos a la corte, en 1692 Luisa Roldán obtuvo un privilegio reservado a muy pocos, uno de los máximos honores que podía recibir un creador: fue nombrada escultora de cámara del rey Carlos II. Ninguna otra mujer antes o después de ella —con la excepción de la «no profesional» Sofonisba Anguissola— llegó a gozar nunca en España de semejante consideración. Desde entonces, la Roldana ejecutaba por encargo del monarca obras en barro o en madera para sus palacios y residencias, para las iglesias y conventos de su devoción, para los monarcas de otros Estados y hasta para el propio Papa[176].
Pero la corte de aquel pobre enfermo que fue Carlos II el Hechizado apenas se parecía ya al mundo de los Austrias anteriores, ávidos de coleccionar obras de arte y dispuestos a tratar a los creadores con respeto, cuando no con generosidad. El Alcázar madrileño era ahora un lugar polvoriento, cada vez más tenebroso, asolado por las enfermedades del rey y por su incapacidad para engendrar descendientes y sometido a la angustia de una insalvable crisis económica y de gobierno que acabaría por enterrar definitivamente los restos del antiguo esplendor del Imperio español. Las arcas de la Hacienda pública carecían de dinero. El rey carecía de dinero. Los nobles carecían de dinero. El pueblo pasaba hambre. Todos fingían, sin embargo, no darse por enterados. Los cortesanos seguían simulando vivir en el mejor de los mundos posibles pero, muy a menudo, los escuderos y pajes que acompañaban a los nobles o a las damas en sus paseos por Madrid, como si formasen parte de sus casas, habían sido alquilados a cambio de algunos centavos. La nobleza española jugaba a rezar, a enredarse en aventuras galantes o a mantener inútiles duelos a espada en las calles sucias y pestilentes de la capital, mientras sus fincas se perdían entre sequías y tormentas, el oro de las Indias apenas rozaba los puertos de la Corona para ser transportado de nuevo hacia otros países donde inversores y banqueros extranjeros lo multiplicarían, y la lana de las magníficas ovejas merinas de Castilla era llevada a Flandes y a Inglaterra y regresaba convertida en tejidos que los españoles, incapaces de organizar un sistema de producción, pagaban a precios altísimos. La vieja España, que había sido dueña del imperio más poderoso de la cristiandad, se hundía en una crisis política, económica, cultural, vital a fin de cuentas, cuyas consecuencias seguiría pagando durante siglos.
Luisa Roldán sólo fue una de las muchísimas víctimas de aquella situación. Muy a menudo, los nobles que adquirían sus obras no llegaban a pagarle. Y en los ocho años que estuvo al servicio de Carlos II, apenas recibió dinero: su nombramiento era puramente honorífico, y en principio no fue acompañado de ninguna retribución material. Es verdad que también los pintores de cámara del rey (Carreño de Miranda, Claudio Coello o Lucas Jordán) tenían frecuentes problemas para cobrar lo que se les debía. Es cierto igualmente que la escultura no era un arte que interesara demasiado al último de los Austrias. ¿Podemos suponer que en el caso concreto de Luisa Roldán, a la grave situación de las arcas del Estado y a la falta de pasión de Carlos II se uniera además un cierto menosprecio por su condición de mujer? Tal vez. Al fin y al cabo, como ya he señalado, era normal que las artistas fuesen peor retribuidas que sus colegas masculinos. Todavía hoy en día ésa sigue siendo una realidad en el mundo del arte, igual que en tantos otros ámbitos.
Lo cierto es que la Roldana pasó graves apuros económicos en aquellos años. A juzgar por sus patéticas peticiones, debió de vivir incluso rozando la miseria. Una y otra vez la escultora escribía a los altos personajes de la corte, y en particular a la reina Mariana de Neoburgo, solicitando ayudas que le resultaban imprescindibles para sobrevivir: «vestuario o una ayuda de costa o lo que fuera de su agrado», dice en una de sus cartas a doña Mariana. Más tarde le pide una de las habitaciones vacías del edificio del Tesoro para poder instalarse en ella, pues su pobreza no le permite pagarse un alojamiento. E incluso llega a suplicar que le concedan alguna «ración en especies» para poder alimentar a sus dos hijos, un niño y una niña, los únicos que le sobrevivieron de los seis que tuvo. Al cabo de tantas peticiones, se le concedió lo que parecía razonable, es decir, un salario anual con efectos retroactivos. Pero el condestable de Castilla, encargado de proporcionárselo, se negó a hacerlo a menos que el rey le dijera expresamente de dónde debía sacar ese dinero. No hubo manera de encontrarlo en ningún lado. La escasez de las arcas era desde luego sobrecogedora. Y la falta de apoyos y recursos de la pobre Luisa Roldán, a pesar de su prestigio, no lo era menos. Entretanto, de su marido y ayudante apenas sabemos nada: es ella quien se dirige siempre directamente a los dignatarios. Tan sólo consta que en 1698, Luis Antonio Navarro solicitó en la corte —presentándose como marido de la escultora de cámara— un puesto de criado que le fue denegado, aunque terminó por concedérsele algún tiempo después.
A pesar de esa durísima situación, Luisa ni por un momento parece haberse planteado volver a Sevilla, cobijarse de la pobreza al amparo de su padre, cuyo taller se había convertido en el más importante de la ciudad y uno de los más destacados de toda España, una verdadera empresa que hizo de Pedro Roldán un hombre rico y enormemente influyente en los ámbitos artísticos. En su testamento fechado en 1689 —aunque no falleció hasta diez años más tarde—, el escultor incluía a su hija como heredera. Es evidente pues que la había perdonado por su huida y que probablemente la hubiera acogido de nuevo entre los suyos. Pero ella permaneció en Madrid, pasando necesidades y hasta hambre. ¿Fue una defensa a ultranza de su independencia artística o, simplemente, una cabezonería de mujer orgullosa y testaruda? Ningún dato nos permite afirmarlo, pero esa resistencia frente a la adversidad la convierte en una antecesora de las numerosas mujeres hambrientas y empecinadas en la lucha por su vocación artística que poblaron tantas calles mugrientas de tantas ciudades europeas a lo largo del siglo XIX: las mujeres de la bohemia.
El rey hechizado fallecía en 1700, sin descendencia ni herederos cercanos. Terminaba así el largo reinado de los Austrias en las tierras de España y comenzaba la guerra de Sucesión, que enfrentaría a los partidarios del duque de Anjou —nombrado sucesor por Carlos II antes de su muerte— con los defensores del archiduque Carlos de Habsburgo. En abril de 1701, el duque de Anjou entró en Madrid y fue proclamado rey como Felipe V, el primer rey de la casa de Borbón en el trono de España. Para entonces, hacía dos años que Pedro Roldán había muerto pero, por alguna razón que ignoramos, probablemente de tipo legal, su hija no había recibido aún nada de su herencia. En situación desesperada, Luisa Roldán le presentó al monarca unos días después de su coronación dos obras, un Nacimiento y un Entierro de Cristo, junto con la petición para ser nombrada de nuevo escultora de cámara. Aunque, esta vez, la pobre mujer ponía por delante ciertas condiciones, solicitando no dinero, pero sí una casa para vivir y una «ración» [alimentos] suficiente para toda su familia. En su carta, la escultora informaba al nuevo rey de que podía trabajar la madera, el barro, el bronce, la plata y cualquier otro material que se le propusiera: por mucha hambre que pasara, la Roldana seguía mostrándose segura de su talento y su formación. Es probable que esa primera petición no recibiera respuesta, pues volvió a enviar dos cartas más, explicando en ellas los trabajos que había realizado para el monarca difunto. A pesar de que algunos altos personajes como el marqués de Villafranca le dieron a Felipe V opiniones no demasiado favorables sobre su trabajo, considerando que sólo tenía habilidad en las modestas «hechuras de tierra», el rey terminó por concederle de nuevo el cargo a finales de 1701. Quizás en la corte mucho más refinada y abierta a lo femenino del monarca francés, sus obras tan delicadas —barrocamente hispanas en lo expresivo pero italianizantes en lo armonioso y hasta prerrococós en lo sentimental— hubieran gustado más que en el mundo doliente y convulso del último de los Austrias. Sin embargo, Luisa Roldán apenas tuvo tiempo para saberlo: murió enseguida, tal vez en 1704, a los cincuenta y dos años, envejecida y pobre, pero acaso ferozmente orgullosa de la tenaz defensa de su autonomía.
Luisa Roldán no fue la única artista que trabajó en el siglo XVII al servicio de un rey o de una reina. Algunas otras mujeres fueron llamadas en aquellos tiempos a diversas cortes europeas. Si la pionera Sofonisba Anguissola había tenido que disfrazar su condición bajo el título de dama de honor de Isabel de Valois, estas pintoras profesionales ejercían ya su oficio sin ningún disimulo, codeándose con algunos de los mejores y más cotizados creadores del momento. Una de ellas fue la italiana Isabella Maria del Pozzo. Lamentablemente, apenas sabemos nada de su vida ni de su obra, tan sólo que desde 1674 fue la pintora de cámara de la archiduquesa Enriqueta Adelaida de Baviera, quien debía de apreciarla mucho, pues a pesar de quedarse ciega en 1697, su patrona siguió pagándole una pensión anual hasta su muerte.
La holandesa Johanna Koerten —una mujer que, además de practicar la pintura, hacía trabajos creativos con diversos materiales y diseñaba modelos para bordados y piezas de porcelana— estuvo al servicio de algunos de los príncipes más poderosos de la época, como el zar Pedro el Grande, el emperador Leopoldo o la reina María de Inglaterra. La gran pintora —también holandesa— Rachel Ruysch fue nombrada artista de cámara por el elector palatino Johann Wilhelm, en cuya corte de Dusseldorf permaneció varios años; Ruysch, que era hija de un profesor de botánica de Amberes y nieta de un destacado arquitecto, se especializó en un género que tuvo un gran desarrollo en la Holanda del XVII, la pintura de flores; fue autora de hermosos cuadros, llenos de colorido y de vida, en los que a menudo incorporó plantas exóticas y raros insectos traídos por los científicos holandeses en sus viajes de exploración por el mundo; olvidadas durante más de doscientos años, sus obras alcanzan hoy en día una elevada cotización en las mejores casas de subastas.
En la avanzada y rica Holanda de Koerten y Ruysch, la pintura había superado el estadio de fenómeno elitista que se daba en el resto de Europa —donde estaba destinada exclusivamente a las iglesias o a la alta aristocracia— para convertirse en un arte apreciado por las clases medias urbanas, que podían permitirse decorar sus casas con cuadros de pintores excelentes, a menudo adquiridos a precios razonables en los mercados y las calles. En medio del gran número de artistas que dio por entonces el país, unas cuantas mujeres, además de las ya citadas, lograron ganarse la vida gracias a su pintura. Entre ellas, Clara Peeters, que destacó en las naturalezas muertas, o Judith Leyster, autora de humorísticos y vivaces cuadros de temática popular que, como ya he dicho, han sido atribuidos durante siglos a los autores holandeses de primera fila, como Frans Hals o Rembrandt[177].
También en Francia diversas pintoras lograron el respeto y la celebridad a lo largo del XVII, abriendo el camino a las muchas mujeres que en el siglo XVII se dedicarían al arte de manera profesional o por pura afición. De hecho, la Académie Royale de Peinture et Sculpture, fundada en 1648 por Luis XIV, aceptó entre sus filas en sus primeras décadas de existencia a siete mujeres, en su mayor parte autoras de cuadros de flores o de miniaturas, dos géneros que, aunque no eran exclusivamente femeninos, a menudo eran abordados por las mujeres artistas. Bien es cierto que, después de 1672, quizás asustados ante el peso de aquellas damas entre sus miembros, los académicos revisaron sus estatutos y decidieron no aceptar a más mujeres en sus filas. La regla no volvería a romperse hasta 1720 para acoger a Rosalba Carriera, la pintora italiana que había introducido en Francia la nueva técnica del pastel, muy adecuada para la delicada pintura de sensibilidad rococó.
De entre las académicas francesas del siglo XVII, la más interesante, por la amplitud de sus talentos, fue sin duda alguna Elisabeth-Sophie Chéron, que vivió entre 1648 y 1711. Hija a su vez de un miniaturista prestigioso que abandonó a su familia cuando ella tenía diecisiete años, Chéron sacó adelante a todos los suyos gracias a su pintura, centrada en los retratos alegóricos, muy del gusto de la época, y los temas históricos. Fue además poeta, autora entre otras obras de una famosa traducción de los Salmos y los Cánticos, hecha según parece directamente del hebreo. Destacó también como intérprete de laúd y clave y llegó a tener en su casa un importante salón en el que, además de debatirse temas artísticos o literarios, se tocaba música cada noche. En 1672 fue aceptada en la Real Academia de Pintura y Escultura. Cuatro años después, la Academia de la Lengua Francesa, tradicionalmente cerrada a las mujeres, le hizo el inmenso honor de abrirle sus puertas por la alta calidad y resonancia de sus poemas y traducciones. Y todavía en 1699 fue aceptada en la Accademia dei Ricoverati de la ciudad de Padua. Pero, a pesar de su éxito y de la belleza de algunos de sus cuadros, su nombre no suele figurar en ninguna de las historias tradicionales de la pintura o de la literatura francesa. Un caso más de injusto olvido.
En Italia fueron muchas las mujeres que, animadas sin duda por el ejemplo de Sofonisba Anguissola y por el gran desarrollo de las artes durante el Barroco, se dedicaron profesionalmente a la pintura desde la segunda mitad del siglo XVII. Todavía en vida de Anguissola —que murió en 1625— se asentó la fama de diversas pintoras. Las más reconocidas fueron Fede Galizia y Lavinia Fontana, ambas hijas de artistas. El padre de Fede, Annunzio, era un miniaturista de Trento. Su hija, que vivió entre 1578 y 1630, empezó a ser apreciada desde muy joven por sus bellas naturalezas muertas —tan estrictas como llenas de sensualidad— y sus cuadros de temática bíblica, llenos de mujeres exuberantes y riquísimos vestuarios.
Pero mucho más exitosa sin duda que ella fue Lavinia Fontana, y también más excepcional por su vida y por el alcance de su obra. Era hija de un importante pintor de Bolonia, Prospero Fontana, que, además de maestro suyo, lo fue también de los famosísimos Carracci. Bolonia era una ciudad donde, tradicionalmente, las mujeres gozaban de una relativa libertad para dedicarse a actividades intelectuales o artísticas, e incluso —aunque de manera excepcional— para estudiar o impartir clases en su renombrada universidad. De hecho, entre los siglos XVI y XVII aparecen al menos veintitrés pintoras activas en los archivos del gremio. Fontana conoció el éxito desde muy joven gracias a sus inquietantes retratos, en los que contrapone la profunda observación psicológica de los rostros con el hieratismo y el gusto por el detalle de las vestiduras. Pero ella no se limitó a esa actividad prestigiosa, sino que fue una de las pocas artistas que abarcó prácticamente todos los géneros pictóricos, incluso aquellos que en principio estaban reservados por las normas de la decencia a los hombres, como la pintura mitológica o los desnudos de ambos sexos. Fontana se saltó las convenciones una y otra vez, también en su vida privada, que en muchos aspectos presenta semejanzas con la de Luisa Roldán: casada con un pintor mediocre con el que tuvo once hijos, de los cuales sólo tres sobrevivieron, fue su propio marido quien le sirvió de ayudante, lo cual no dejaba de ocasionar las burlas de muchos de sus vecinos y colegas, como tal vez le ocurriría también a Luis Antonio Navarro. Pero al matrimonio no parecía importarle demasiado: era evidente que era ella quien poseía el talento, y ese talento les permitió además gozar de una estupenda situación económica. En 1600, Fontana fue llamada a Roma por el papa Gregorio XIII, uno de los máximos honores que podía recibir un artista en Italia. Allí trabajó codo con codo junto a algunos de los mejores pintores del momento, compitiendo con ellos por los grandes encargos, grandes por su importancia, su tamaño y su remuneración. Fue elegida miembro de la Academia Romana y, según parece, llegó a gozar de tanto prestigio que, cuando regresaba a su ciudad natal, era acogida como si se tratara de una princesa. Como en tantos otros casos, su obra —dispersa, olvidada y atribuida a otros autores durante siglos— ha empezado a ser recuperada últimamente.
Ya entrado el siglo XVII, en pleno esplendor del Barroco, otras mujeres siguieron triunfando como pintoras en las ciudades de Italia. Giovanna Garzoni, por ejemplo, trabajó entre 1630 y 1669, fecha de su muerte, para algunos de los grandes señores de los Estados de la península, como el virrey de España en Nápoles, el Papa, el duque de Saboya o los Médicis florentinos. Garzoni, que había sido instruida en el oficio por uno de sus tíos, se hizo famosa gracias a sus exquisitas miniaturas de naturalezas muertas.
En los mismos años fue muy conocida Elisabetta Sirani, que vivió entre 1638 y 1665. Su nombre recorrió toda Italia, a pesar de que ella nunca abandonó su ciudad natal, Bolonia, donde aprendió el arte de la pintura, como de costumbre, de manos de su padre, Giovan Andrea Sirani. Cuando él desarrolló una enfermedad degenerativa que afectó a sus manos y se sintió incapacitado para seguir pintando, Elisabetta se hizo cargo de mantener a la familia y continuar la actividad del taller. Aún no había cumplido los veinte años, y algunos dudaban de que fuera realmente ella quien realizaba aquellos lienzos de gran virtuosismo. Las sospechas llegaron a ser tan molestas, que se vio obligada a convocar en su estudio a un grupo de importantes clientes y aficionados para demostrar que no estaba engañando a nadie: en tan sólo unas horas, compuso y realizó ante ellos un gran cuadro con el asunto que le sugirieron. Tras esa primera exhibición, se acostumbró a pintar en público, de tal manera que su taller se convirtió en un lugar enormemente concurrido al que la gente acudía a ver a una artista considerada un «prodigio», tanto por la asombrosa rapidez de su ejecución como, por supuesto, por el hecho de ser mujer. Igual que Lavinia Fontana, Elisabetta Sirani nunca quiso limitarse a las obras de pequeño formato o de género menor. Realizó numerosos lienzos de gran tamaño, complejas composiciones y temas «serios» según el código masculino, es decir, asuntos sacados de la historia clásica o de la Biblia. Cuando los mejores pintores de la ciudad recibieron el encargo de representar la vida de Cristo en una serie de enormes cuadros que debían decorar la Cartuja, ella figuró entre los elegidos, y cumplió su cometido sin ninguna vacilación. Sirani puso en práctica, además, una interesante iniciativa, pues creó una academia en la que ella misma y sus dos hermanas —también artistas— enseñaban dibujo y pintura a otras mujeres, facilitando así el acceso al arte a algunas jóvenes que no procedían de familias de pintores y que, por lo tanto, difícilmente hubieran sido admitidas como aprendizas en ningún taller. Su temprana muerte, a los veintisiete años, puso fin a ese interesante proyecto. Habría que esperar varias décadas para que en pleno siglo XVII se instalaran en toda Europa academias de pintura abiertas a las mujeres. Elisabetta Sirani llegó a ganar mucho dinero gracias a su arte y a sus clases, pero no logró alcanzar la autonomía, pues todo lo que recibía iba a parar a manos de su padre. A pesar de su valía y de su éxito, no pudo —o acaso no quiso— romper la cadena que, social y jurídicamente, la unía al hombre, al cabeza de su familia.
En cambio, la vida de la gran Artemisia Gentileschi es un perfecto ejemplo de la situación contraria: ella se saltó todos los límites, tanto desde el punto de vista artístico como desde el personal, alcanzó la más absoluta de las independencias en todos los terrenos y fue sin duda la pintora más prodigiosa de la historia del arte —al menos hasta el siglo XX—, la que logró llegar más lejos en el desarrollo de su magnífico talento, de su personalidad innovadora y única.
Su historia comenzó siendo muy similar a la de otras muchas mujeres artistas, pero las circunstancias traumáticas que vivió en su juventud transformaron por completo su vida y el carácter de su obra. Artemisia era hija de un espléndido pintor, Orazio Gentileschi, que desde finales del siglo XVI luchaba por hacerse un hueco en el competitivo ambiente artístico de la Roma barroca, la extraordinaria ciudad de los papas en la que se prodigaban en aquellos años los encargos más importantes para cubrir de efusión religiosa las viejas y las nuevas iglesias o de sensualidad mitológica los palacios opulentos de los príncipes de la Iglesia y de los numerosos aristócratas ligados al pontífice. Una ciudad llena de oportunidades, pero en la que la rivalidad, la codicia y hasta el odio entre artistas, intermediarios y patronos acababa a menudo con los huesos de unos y otros en las cárceles, las galeras o incluso las tumbas. Una ciudad llena de poder y de lujo, de miserias éticas, de pícaros y genios y seres extravagantes, capaces de lo que fuera con tal de obtener un contrato para decorar una cúpula o un salón, para lograr una escultura romana rescatada de entre las ruinas del Foro que iría a engrosar las colecciones de cualquier príncipe europeo o para hacerse con un cuadro de un artista cotizado.
En aquella ciudad que estallaba de vitalidad y de talento artístico, pero también de la más absoluta carencia de principios, nació Artemisia en 1593. Ella fue la mayor y la única niña de una familia de cuatro hijos, a los que habría que añadir otros tres que murieron de pequeños. Desde que tenía tan sólo cuatro o cinco años, comenzó a frecuentar el taller de su padre y a aprender los rudimentos del arte, demostrando desde muy pronto una pasión y unas dotes de las que jamás llegaron a gozar ninguno de sus tres hermanos, aunque Orazio se esforzase por enseñarles con la misma o mayor devoción que puso en el aprendizaje de su hija. Cuando tenía doce años, murió su madre mientras daba a luz a su séptimo hijo, dejándola sola en una casa llena de hombres, en manos de un padre dispuesto a hacer todo lo posible para que aquella niña extraordinaria desarrollase su talento, pero también para mantener intacta su «virtud» en un ambiente en el que las mujeres eran a menudo víctimas de abusos y violaciones. Artemisia llevó desde entonces una vida de absoluta reclusión. Tan sólo salía para ir a la iglesia, y eso siempre al alba. Durante el día, nadie —salvo los ayudantes del taller paterno— pudo ver nunca a aquella criatura que se desvivía por pintar y, a la vez, tenía que ocuparse de mantener el hogar en orden y de controlar en la medida de lo posible a sus tres hermanos pequeños, para los que se convirtió necesariamente en la sustituta de la madre muerta.
En 1610, cuando tenía tan sólo diecisiete años, Artemisia firmó y fechó su primera obra maestra, Susana y los viejos, un asunto tomado del Antiguo Testamento y que estaba muy de moda en aquel momento, escondiendo bajo su aspecto aparentemente religioso una historia de fuerte contenido erótico: la joven que se baña desnuda, inocente y virgen, ante la mirada libidinosa de dos hombres mayores. Ya en la elección del tema —hecha sin duda alguna con el permiso de su padre— quedaba claro que la pintora aún adolescente no estaba dispuesta a limitarse al mundo «decente» —y por lo tanto, adecuado para una mujer— de los retratos, los santos o las flores. Pero además, en esa obra Artemisia daba ya prueba por primera vez de la originalidad de su mirada: si los pintores contemporáneos solían mostrar a Susana exhibiendo su desnudez, totalmente ignorante de la presencia de los viejos, ella la representa en cambio en el momento de descubrirlos, tratando de taparse el pecho y la cara, en un gesto que denota a la vez vergüenza y rechazo. Su manera de abordar el tema está, pues, llena de empatía femenina[178].
Fue poco después de la realización de ese lienzo cuando se produjo el suceso que cambiaría para siempre la vida de Artemisia Gentileschi, la violación por parte de uno de los amigos de su padre. En esa época, Orazio estaba trabajando en colaboración con un pintor especializado en perspectivas arquitectónicas, Agostino Tassi. Juntos decoraban una loggia del impresionante palazzo Rospigliosi. Tassi era un tipo de vida cuando menos sospechosa: no hacía mucho que había llegado a Roma y le acompañaba la fama de haber estado en la cárcel alguna que otra vez. Bien es cierto que en aquellos tiempos una persona podía verse obligada a pisar la prisión o a remar durante años en galeras por causas a menudo muy distintas de las que hoy en día nos parecen más o menos razonables, como el impago de deudas o la rebeldía contra cualquier capricho de la autoridad. Pero los sucesos posteriores pondrían de relieve que la mala fama de Tassi era, sin duda alguna, merecida.
En todo el proceso de la violación y el engaño de Artemisia por parte de Agostino Tassi, y también del juicio posterior, hay bastantes puntos oscuros que hacen poner en duda el papel que pudo haber desempeñado su padre. ¿Cómo es posible, por ejemplo, que Orazio, que mantenía a aquella hija casi totalmente encerrada, permitiese que accedieran a su casa aquel colega y otros de comportamiento poco fiable? Según las declaraciones de Artemisia, hubo incluso un segundo amigo paterno que, colándose en su dormitorio, trató también de forzarla. Y el pintor de perspectivas había obtenido del propio Orazio la autorización para darle clases. Aquello era, cuando menos, jugar con fuego: Tassi entraba y salía del taller y del hogar de los Gentileschi sin levantar sospechas, y pudo así arreglárselas para estar a menudo a solas con ella e intentar seducirla. En algún momento de 1611, cansado de las constantes negativas de Artemisia a sus proposiciones, la violó en su habitación. Esto fue lo que ella declaró en el juicio: «Cuando estábamos en la puerta del cuarto, me cogió y cerró el cuarto con llave y después de cerrado me tiró encima de la cama, empujándome con una mano por el pecho, me puso una rodilla entre los muslos de tal manera que yo no podía cerrarlos y, levantándome las faldas, que tuvo muchas dificultades para alzármelas, me puso una mano con un pañuelo en el cuello y en la boca para que no gritase […], y habiendo puesto primero las dos rodillas entre mis piernas y apuntándome con el miembro a la naturaleza, empezó a empujar y lo introdujo dentro de mí, que yo sentí que me ardía muchísimo y me hacía mucho daño, pero por el impedimento que tenía en la boca no pude gritar, aunque intenté chillar todo lo que podía llamando a Tutia [una vecina]. Y le arañé la cara y le tiré del pelo y antes de que me introdujera el miembro también se lo agarré tan fuerte que incluso le arranqué un trozo de carne, pero a él no le dolía nada de todo eso y siguió haciendo sus cosas, y estuvo un rato encima de mí con su miembro dentro de mi naturaleza, y después de que hubo terminado su acto se levantó de encima mío, y yo al verme libre abrí un cajón de la mesa y cogí un cuchillo y fui hacia Agostino diciendo: “Quiero matarte con este cuchillo porque me has deshonrado”. Y él, abriéndose la camisa, dijo: “Aquí estoy”, y yo me lancé con el cuchillo, pero él se apartó, que si no le habría hecho daño y fácilmente lo habría matado; no obstante, le herí un poco en el pecho y le salió sangre, aunque poco, porque apenas le había dado con la punta del cuchillo. Entonces el citado Agostino se abrochó la camisa, y yo estaba llorando y doliéndome del mal que me había causado y él para tranquilizarme me dijo: “Dadme la mano, que os prometo casarme con vos en cuanto salga del laberinto en el que estoy”. […] Y con esta buena promesa me tranquilicé y con esa promesa me indujo a consentir después más veces amorosamente a sus deseos, que esa promesa me la volvió a confirmar más veces; y como yo después tuve noticias de que tenía mujer, me quejé con él de esa traición y él siempre me lo negaba diciéndome que no tenía mujer y siempre me decía que estaba seguro de que ningún otro más que él me había tomado. Esto es todo lo que sucedió entre el dicho Agostino y yo»[179].
La de Artemisia Gentileschi es, evidentemente, una más de entre los millones de violaciones de mujeres que ha habido a lo largo de la historia. Pero las actas del juicio —que se conservan íntegras— ponen de relieve la diferencia entre ciertos criterios existentes entonces y los actuales: una mujer desvirgada por la fuerza se veía socialmente compensada por la pérdida de su honor si el violador se avenía a casarse con ella. En caso contrario, la mujer quedaba para siempre mancillada y era muy difícil que ningún hombre se prestara a tomarla por esposa. Así pues, ésa era la solución habitual que, durante siglos y siglos, la justicia y las familias buscaban a situaciones como la vivida por Artemisia. Ella, aún obediente a las convenciones del mundo que la rodeaba, se conformó pues a su suerte, creyendo en la palabra de matrimonio dada por su propio violador.
Sin embargo, Agostino Tassi no se podía casar con ella porque ya estaba casado. ¿O no? Ése es otro de los misterios que rodean esta historia. En efecto, Tassi había contraído matrimonio algunos años antes. Pero su mujer lo había abandonado y, supuestamente, murió después de que el pintor hubiera iniciado su relación por la fuerza con Artemisia. Según parece, pudo haber sido asesinada por unos esbirros enviados por él mismo. Entonces, si realmente estaba viudo, ¿por qué razón Artemisia y Orazio se agarraron una y otra vez durante el juicio a la imposibilidad de Tassi para cumplir con la palabra dada y no aportaron pruebas de la muerte de su mujer para obligarle a contraer matrimonio? De hecho, parece que ésa fue la causa que llevó a Orazio a denunciarle ante los tribunales de Roma: una vez que se enteró de los amoríos que tenían lugar en su propia casa —¿de verdad nunca lo había sospechado?— y que verificó que Tassi no iba a casarse con su hija, presentó una denuncia contra él por «stupro violente», desfloración mediante violación, un delito que, de ser cometido por un hombre casado, era castigado con una pena a galeras de entre cinco y veinte años; a esa pena se añadía la obligación de entregarle a la víctima una dote que le permitiera contraer matrimonio con algún hombre que estuviera dispuesto a aceptarla a pesar de su deshonor.
Puesto que no podía haber boda, ¿qué esperaba Orazio de aquel juicio? ¿El dinero suficiente para casar a su hija con otro hombre? ¿O de verdad quería que su colaborador fuese castigado por su crimen? Es difícil saberlo, pero esta última posibilidad parece remota: Orazio debía de saber que sería muy difícil probar ante la justicia que su hija era realmente virgen en el momento de iniciarse aquellas violentas relaciones. Es más, casi con total seguridad sabía que iba a exponer a la joven Artemisia a toda clase de duras pruebas para demostrarlo y a toda clase de insidias sobre su vida, y que la dejaría marcada para siempre por el deshonor a los ojos de toda Roma.
Y así ocurrió, en efecto. La muchacha no sólo tuvo que enfrentarse a las calumnias de su violador, no sólo fue duramente interrogada y examinada sin miramientos por las comadronas, sino que se la sometió a tortura —en presencia del propio Tassi— para forzarla a decir la verdad. Y no a una tortura cualquiera, sino a una especialmente dañina para una pintora, la de la empulguera o sibila, que consistía en atar unas cuerdas en cada uno de los dedos e ir apretándolas poco a poco hasta destrozar las falanges. Los jueces fueron sin embargo lo suficientemente «compasivos» con ella como para no llevar la tortura hasta el final, lo cual la hubiera dejado inutilizada para ejercer su profesión. Por supuesto, Artemisia mantuvo en medio del dolor su declaración sin cambiar ni una coma.
Pero Tassi no estaba dispuesto a ser condenado a galeras. Su única defensa en aquella situación se basaba en lograr convencer al tribunal de que la hija de su amigo era una mujer pública, una ramera que se acostaba con otros muchos hombres y que en absoluto era virgen cuando él la conoció. Y eso fue lo que repitió una y otra vez. Llegó incluso a asegurar que Orazio se quejaba ante él de que «su hija era una puta y no sabía cómo hacer para remediarlo», y aportó diversos testigos que apoyaron su tesis. La sorpresa llegó en el momento final del juicio, cuando su propia hermana se presentó ante el tribunal para declarar contra él y, de paso, acusarlo de incesto: según parece, Tassi mantenía una relación desde hacía tiempo con su cuñada, la hermana adolescente de su mujer, con la que además convivía.
Tras cinco meses de interrogatorios, contradicciones y toda clase de acusaciones de los unos contra los otros, incluidas las de robos de cuadros y deudas impagadas, la sentencia terminó por reconocer de alguna manera la culpabilidad de Agostino Tassi, pero la condena fue muy leve: en principio, los jueces decidieron que el pintor podía elegir entre cinco años en galeras o el destierro definitivo de Roma. Sin embargo, sus relaciones en el entorno papal debían de ser lo suficientemente fuertes como para conseguir aligerarla: unos días después, la sentencia fue rectificada y se le condenó solamente a abandonar la ciudad durante cinco años. Pero todavía eso les pareció excesivo a sus protectores, así que, unos meses más tarde, la condena fue suspendida y Agostino Tassi pudo regresar a Roma para proseguir allí su carrera como pintor y como delincuente, envuelto a menudo en otros juicios de los que siempre logró salir bien parado. La leyenda dice que incluso recuperó su antigua relación de amistad con Orazio Gentileschi.
La vida de Agostino Tassi, el violador, siguió pues como si nada hubiera pasado. En cambio, la de Artemisia Gentileschi se vio transformada para siempre: la fama de su deshonor y su lubricidad la persiguió ya hasta el final de sus días. Todavía en 1663, diez años después de su muerte, se publicó en Venecia un libro satírico titulado Cementerio. Epitafios jocosos. En él, los autores le dedicaban a la pintora este malediciente epitafio: «Para tallarle cuernos a mi marido / Dejé el pincel y tomé el escalpelo»[180].
Artemisia se casó, en efecto. Y tan sólo cinco meses después de terminado el juicio. Se casó con un hombre al que ni siquiera conocía, llegado ex profeso desde Florencia para la boda. Pierantonio Stiattesi, que tenía diez años más que ella, era hermano de uno de los amigos de la familia. Supuestamente era pintor. En realidad, no parece que pintase nunca nada, al menos nada que valiera la pena. Es probable que, igual que hicieron los maridos de Luisa Roldán o de Lavinia Fontana, se dedicara como mucho a ayudar a su mujer durante los años que permaneció a su lado. Probable. Lo que sí es seguro es que se dedicaba a jugar, a enredarse con mujeres y a endeudarse sin cesar, un tipo de marido poco de fiar, desde luego.
En cualquier caso, tanto la difícil situación vivida por culpa de Tassi como su matrimonio le sirvieron a Artemisia para independizarse de la tutela paterna y para permitirse desarrollar a partir de ese momento su agresiva y personalísima manera de entender la pintura. Desde entonces se especializó en la creación de grandes cuadros de temática bíblica o histórica, que tenían casi siempre como protagonistas a las «mujeres fuertes», las heroínas de los textos sagrados y del mundo del pasado, mujeres guerreras y violentas, que no dudaban en asesinar o en suicidarse si de esa manera salvaban a su pueblo o protegían su propio honor. Con su estilo dramáticamente barroco —influido por la estética del genial Caravaggio—, sus impactantes composiciones, su colorido intenso y su realismo minucioso hasta rozar lo desagradable, Artemisia Gentileschi representa una y otra vez a Judith dando muerte al caudillo Holofernes que trata de esclavizar a su pueblo, a Cleopatra suicidándose antes de caer en manos del invasor romano, a Yael que asegura la tranquilidad de su familia hundiendo a martillazos un clavo en la sien de su enemigo, a Lucrecia que prefiere darse la muerte con una daga a traicionar a su marido… Alejada de toda delicadeza, suavidad o exquisitez —esas cualidades tan supuestamente femeninas—, Gentileschi construye una extraordinaria saga de mujeres imbatibles, de físico rotundo, de gestos decididos, vehementemente rebeladas contra el poder masculino.
Uno de los asuntos que Artemisia trató en diversas ocasiones fue el de Judith decapitando a Holofernes. El Antiguo Testamento cuenta la historia de esa hermosa viuda judía que, ante la invasión asiria, se comportó como una heroína: en compañía de una de sus siervas se acercó al campamento de los enemigos y les hizo creer que estaba dispuesta a traicionar a su pueblo; cuando el caudillo Holofernes la invitó a un banquete en su tienda, logró seducirlo y emborracharlo y le cortó entonces la cabeza, librando así a los hebreos de la dominación extranjera. En una de sus versiones más famosas del tema —hoy en día en la Galería de los Uffizi, en Florencia—, la pintora representa a Judith en el momento de dar muerte al general asirio. La hebrea se ha arremangado el vestido hasta los codos, igual que haría cualquier mujer que debe enfrentarse a una tarea pesada o sucia. Bajo el hermoso satén anaranjado del traje aparecen sus brazos musculosos, casi masculinos. Ni el más leve matiz de duda en su rostro impasible. Sus ojos no se apartan del movimiento de la cimitarra que degüella al enemigo, sino que miran con fijeza y determinación el profundo tajo del cuello, mientras su mano izquierda agarra firmemente el cabello del hombre y le aplasta la cabeza sobre el lecho revuelto. La sangre de Holofernes salta por todos lados y salpica la ropa elegante de la asesina, los brazos de la sierva que la ayuda a sujetar a la víctima y también la piel blanquísima del pecho que minutos antes Judith ha exhibido seductora ante él.
Es tentador considerar, desde luego, que la mayor parte de la magnífica pintura de Artemisia Gentileschi no sólo es una defensa de la fortaleza y la integridad de las mujeres, sino incluso una venganza contra el sexo masculino, contra Tassi que la violó y la engañó, contra su padre que la recluyó y la hizo pasar por la humillación pública de aquel juicio demoledor para su nombre y que además la malcasó, contra Pierantonio, el marido, que una y otra vez le falló y le complicó la vida. Pero lo importante de su creación no radica en ese discurso, sino en su calidad intrínseca, en la forma como ella supo transformar su dolor y su rabia en material artístico, creando a partir de esos sentimientos una obra llena de pura energía, sensualidad y drama. Más allá de las razones psicológicas —conscientes o inconscientes— que subyacen en su mundo creativo, la suya es sobre todo la obra de una grandísima pintora, que domina sin ninguna vacilación la técnica necesaria para dar salida a su mundo interior, un logro que está en verdad al alcance de muy pocos creadores. Y eso es lo que, como artista, la sitúa muy por encima de lo común y la convierte en uno de los pinceles más importantes y originales del siglo XVII.
Apenas celebrada la boda, Artemisia y Pierantonio se fueron a vivir a Florencia. Era habitual que una mujer se trasladara a la casa y a la ciudad de su marido al contraer matrimonio. Pero en este caso, además, aquello era una huida programada por su propio padre, una rápida escapada de una ciudad en la que su nombre y su historia con Tassi estaban en boca de todos. No sabemos si la pintora se alegró de alejarse de aquel pasado y del propio Orazio, aunque es probable que fuera así: no hay documentos que prueben su posible rencor hacia él, pero lo cierto es que, en cuanto se instaló en Florencia, renunció a su apellido, como si quisiera con ese gesto dar un portazo a la vida vivida con él e incluso al arte aprendido a su lado y que la había convertido ya, a pesar de su juventud, en una pintora que empezaba a gozar de un nombre propio. Ella prefirió sin embargo dejar ese nombre en el olvido y adoptó el apellido de uno de sus tíos, medio hermano de su padre y también artista. Artemisia Gentileschi pasó a ser Artemisia Lomi hasta que regresó a Roma ocho años más tarde.
Es cierto que ese tío, Aurelio Lomi, la apoyó mucho durante su etapa florentina, igual que hicieron los miembros de su familia política, los Stiattesi. El uno y los otros, bien relacionados con los mejores círculos de la ciudad, no sólo la ayudaron a darse a conocer en la corte del duque Cosme II de Médicis —que fue uno de sus clientes habituales—, sino que contribuyeron a transformarla en un ser humano totalmente distinto del que había salido de Roma. A sus veinte años, Artemisia era una mujer sin ninguna preparación para desenvolverse en el mundo, y mucho menos en el mundo refinado que cualquier artista necesitaba frecuentar si aspiraba a conseguir encargos y patronos. Había aprendido muchísimo del arte de la pintura, pero apenas nada más: según parece, por aquel entonces ni siquiera sabía leer o escribir. Su padre se había desentendido por completo de su educación, salvo en lo referente al arte. En Florencia, la pintora se esforzó por llenar todas sus lagunas y se acostumbró a formar parte de los círculos artísticos e intelectuales de la ciudad. Llegó a ser buena amiga del genial Galileo —lejos aún de su condena por parte de la Inquisición— y sobre todo de Francesca y Settimia Caccini, las dos importantes compositoras e intérpretes musicales que en esos años trabajaban al servicio de Cosme II[181].
Durante su época florentina, Artemisia Gentileschi/Lomi pudo por lo tanto desarrollarse como pintora y como ser humano. El asombro que causaba su maestría hizo incluso que fuera aceptada en la Accademia del Disegno. Era la primera vez que una mujer conseguía entrar en aquel recinto del arte que Giorgio Vasari había fundado en 1563 y del que habían formado parte los más grandes, como Tiziano o Miguel Ángel. Aquéllos fueron pues sin duda alguna años de satisfacción artística e intelectual, pero también de preocupaciones personales y de dolor: sus dos primeros hijos murieron siendo aún muy pequeños. Luego tuvo una hija, Prudenzia, que por fortuna sobrevivió y fue la compañera inseparable de su madre en sus viajes y traslados de ciudad, junto con otra niña, Francesca, nacida años después de padre desconocido. Además de la pérdida de sus hijos, Artemisia se vio sometida a incesantes problemas económicos causados por la incontinencia de su marido: entre 1613 y 1616 fue denunciada al menos once veces por deudas, deudas que contraía Pierantonio pero que recaían sobre sus bienes. Ella trató sin embargo de defenderse y llegó a escribir al duque Cosme II solicitando que no le embargasen sus propiedades y confesando que «ya estaba suficientemente perjudicada porque el marido se había quedado con la totalidad de su dote».
En 1620, Artemisia regresó a Roma. Con ese acto aparentemente sin importancia demostraba sin embargo una gran valentía: allí tendría que enfrentarse a las miradas de reojo, las risas disimuladas, los rumores recorriendo de nuevo las calles y las plazas, los talleres de los artistas y las tabernas de los ruidosos encuentros nocturnos. Es probable que no le importara. Tal vez aquel regreso era para ella una revancha, un escupitajo que lanzaba a la cara de todos los que la habían escupido años atrás. Había abandonado la ciudad siendo una muchacha salvaje y deshonrada, condenada por la opinión pública a una vida desgraciada o, cuando menos, mediocre. Y ahora regresaba convertida en una dama y embellecida por ese halo que siempre otorga la fama.
Supuestamente, su desplazamiento a Roma era sólo para una temporada, pero nunca más volvió a Florencia. Las condiciones en las que realizó su viaje ponen de relieve la rara situación, a menudo servil, que ligaba a los artistas con sus patronos: no sólo tuvo que pedirle permiso a Cosme II —utilizando la excusa de que necesitaba ocuparse de algunos asuntos familiares—, sino que incluso se vio obligada a dejar ciertos bienes en depósito como garantía de su regreso. Quizás era cierto que la pintora pensaba instalarse de nuevo en la ciudad de los Médicis, pero los acontecimientos le hicieron al fin quedarse en Roma: unos meses después de su partida, Cosme II murió, dejando el gobierno de Florencia en manos de dos mujeres —su madre y su viuda— tan secas como gazmoñas. A ellas no les gustaba ni la pintura ni la personalidad de Gentileschi, demasiado poderosas tanto la una como la otra, y es probable que, de haber regresado, su carrera se hubiera visto dificultada. Con las duquesas se inició, por otra parte, la decadencia de aquella extraordinaria ciudad que, durante tres siglos, había sido uno de los lugares más prodigiosos de Europa.
Artemisia permaneció por lo tanto en Roma. Recuperó el apellido de su padre y sin duda también la relación con él, aunque no por mucho tiempo: poco después de su regreso, Orazio abandonó la ciudad. ¿Fue casualidad o es que la presencia de su hija era demasiado incómoda para aquel hombre que había fracasado en su intento de mantenerla bajo control y que tenía además que soportar que ella, su alumna por excelencia, se hubiese convertido en una rival igualada a él en maestría, temperamento y éxito? Fuera como fuese, Gentileschi padre se fue de la ciudad de los papas para no regresar nunca más: encaminó sus pasos hacia el norte, trabajando para diversos príncipes italianos hasta que en 1624 fue llamado por la reina de Francia, María de Médicis, para decorar su palacio parisino del Luxemburgo.
Entretanto, la fama de Artemisia Gentileschi iba creciendo desde la ciudad de los papas de una manera asombrosa. Su obra era codiciada por los mejores coleccionistas y, por supuesto, por los pontífices, Gregorio XV y Urbano VIII. Igual que había ocurrido en Florencia, la presencia de aquella mujer parecía haberse vuelto imprescindible en muchos de los círculos más exquisitos, en las reuniones de artistas, músicos y aficionados, donde a menudo era la única mujer invitada, aceptada como una igual en aquel mundo tan exclusivamente masculino.
Al mismo tiempo, la vida con Pierantonio se volvía cada vez más insoportable. Al juego y las mujeres, sus viejas aficiones, se había añadido ahora el alcohol. Y los celos, que tantas veces estallan en los bebedores empedernidos. Celos personales, por los posibles amoríos de su mujer, y celos también profesionales, por sus éxitos y su talento, inmensamente superior al de aquel aspirante a pintor que jamás pintó nada. En 1622, Pierantonio desapareció para siempre. Nunca más se supo de él. Desapareció después de un escándalo ocurrido en la puerta de su casa, cuando arremetió espada en mano contra un grupo de españoles que rondaban a Artemisia. Hubo heridos y puede que incluso algún muerto, aunque, por supuesto, el asunto fue debidamente silenciado: según parece, en la pelea estaba implicado el embajador de Felipe IV en Roma, el duque de Alcalá. Es bastante probable que en aquel momento el duque fuese amante de Artemisia, quien había superado sus juveniles prejuicios respecto a la «virtud». ¿Qué ocurrió con Pierantonio? Probablemente alguien —ella misma, el embajador o algún otro personaje del círculo papal— le dio el dinero suficiente para que se fuese de Roma. Hubo, por supuesto, alguna lengua envenenada que intentó hacer correr el rumor de que la pintora había mandado asesinarlo. Pero nadie se lo tomó nunca en serio. Fuera como fuese, su nombre no volvió a aparecer nunca más en la vida de Gentileschi: si hasta entonces era él, como ordenaban las leyes, quien debía firmar todos los encargos y facturas de proveedores y clientes, desde entonces ella pudo tomar absolutamente las riendas de su existencia, su trabajo y su economía, y figuró ya para siempre en todos los documentos públicos y privados como cabeza de familia. Desaparecidos de su vida tanto su padre como su marido, Artemisia Gentileschi era definitivamente una mujer al margen de toda tutela masculina. No sabemos si ése era su deseo o si hubiera preferido tener un buen compañero a su lado, pero, en cualquier caso, las circunstancias terminaron por colocarla en aquella situación. Durante el resto de su existencia, se ocuparía ella sola no únicamente de crear, sino también de gestionar con inteligencia todos sus asuntos económicos, poniendo precio a sus cuadros, negociando con los clientes, exigiendo los pagos retrasados, tomando sus propias decisiones sin tener que depender de la autoridad de nadie.
En 1626, la pequeña familia que componían Artemisia y Prudenzia se vio ampliada con el nacimiento de Francesca. Su padre pudo haber sido el embajador de Felipe IV en Roma o el hombre que lo sustituyó en el corazón de la pintora y que fue, según parece, su gran amor, Nicolás Lanier. Lanier era un músico que trabajaba al servicio de Carlos I de Inglaterra, aquel monarca que sería ejecutado en 1642[182]. A menudo recorría los países europeos como agente de su rey. Agente en un doble sentido: en el político, cumpliendo funciones de espionaje, y también en el artístico, pues como gran conocedor y experto negociante, se ocupaba de adquirir todas las obras de arte que podía para embellecer con ellas los palacios de la monarquía británica. Según parece, la relación entre ellos estuvo llena de pasión y de complicidad, pero fue breve, como lo serían en adelante todas sus historias sentimentales: ningún hombre conseguiría nunca apartar a Artemisia de su pasión más profunda, la pintura, únicamente igualada por el amor a sus hijas.
En 1630, cuando tenía treinta y siete años, en el momento de su madurez artística, Artemisia Gentileschi se instaló en Nápoles, el Nápoles de la Corona de España, bullicioso, rico y lleno de actividad artística. Allí tuvo que enfrentarse a los celosos pintores locales, capaces incluso —según se decía— de asesinar a cualquier extranjero que tratase de hacerles sombra. Pero ella no sólo no se arredró ante ningún peligro, sino que logró crear uno de los talleres más activos de la ciudad, en el que se producían cada mes decenas de obras a petición de los numerosos clientes de toda Europa: poseer un cuadro de Artemisia Gentileschi, la pintora más prodigiosa de la historia, se había convertido en el objetivo de los coleccionistas de cualquier país del continente. Aquel éxito desmesurado supuso, sin embargo, el inicio de su decadencia: su obra comenzó lentamente a perder la originalidad y la fuerza que la habían caracterizado, sus cuadros empezaron a ser a menudo una mera repetición de lo ya realizado. Como tantas veces ocurre, el triunfo terminó por devorar el talento de una gran artista.
La pintora disfrutaba por aquel entonces de una estupenda situación económica. Pero lo cierto es que la mayor parte de su fortuna, obtenida a costa de trabajar febrilmente durante años, la invirtió en dar a sus hijas todas aquellas cosas de las que ella no había podido gozar: una educación exquisita que las convirtió en auténticas «damas» y, llegado el momento, magníficas dotes y riquísimos ajuares que les permitieron a ambas contraer matrimonio con miembros de la nobleza. Se trataba de aristócratas modestos y recientes, pero su nivel social estaba en cualquier caso muy por encima del previsible para las descendientes de una saga de trabajadores manuales y, por ende, de una madre de vida y obra poco edificante. Sólo el dinero —mucho dinero— pudo comprar para ellas aquella situación. El hecho de que Artemisia prefiriera para sus hijas ese tipo de vida convencional, en lugar de educarlas en la independencia en la que ella se desenvolvía, hace sospechar lo dura que debió de ser para aquella mujer, como para tantas otras, la lucha por la autonomía y la supervivencia, el feroz esfuerzo que sin duda tuvo que realizar una y otra vez para no dejarse vencer por las circunstancias, las calumnias, los prejuicios y la soledad. Había logrado ser una mujer libre, desde luego, y exitosa y rica. Pero el precio fue sin duda demasiado alto y, probablemente, no quiso que sus hijas tuvieran que pasar por las muchas penalidades de todo tipo que ella había tenido que atravesar. No sabemos si su decisión fue acertada o errónea pero, en cualquier caso, creo que no sería justo juzgar su comportamiento sin conocer a fondo sus sentimientos y sus razones, inseparables de los sentimientos y las razones del mundo que la rodeaba.
A decir verdad, hay algo profundamente conmovedor en la relación de Artemisia con sus hijas. Y aún más conmovedor es el hermoso gesto filial que realizó al final de la vida de su padre, como si toda la violencia y la fuerza presente en sus cuadros se hubiera convertido en su vida privada en ternura y compasión. En 1638, Orazio se afanaba por terminar un importante encargo, la decoración del salón de baile de la Casa de las Delicias que la reina Enriqueta María de Inglaterra poseía en Greenwich. Hacía trece años que el pintor residía en Londres, adonde había sido llamado por el rey Carlos I. El encargo de la reina suponía un trabajo ímprobo, un esfuerzo de titanes para un hombre que tenía ya setenta y cinco años, y que sin duda veía acercarse rápidamente la incapacidad física, y también la muerte. En aquel momento de terrible debilidad, Orazio Gentileschi, que siempre había tenido con su hija una relación llena de tensiones, agachaba la cabeza y le pedía ayuda: sin ella, sin la colaboración de su mejor alumna, de su más digna rival, nunca podría terminar aquella última obra. Y Artemisia corrió a auxiliarle. Olvidando cualquier viejo rencor, cualquier posible reproche, la pintora se resignó a separarse por primera vez en su vida de su hija Prudenzia, recién casada, atravesó con Francesca un continente sumido en la guerra de los Treinta Años hasta llegar a Flandes, embarcó en pleno invierno, arriesgándose a naufragar en el temible Mar del Norte, y logró llegar a tiempo para sostener con su mano firme los dedos temblorosos de su padre. En unas semanas, Orazio y Artemisia Gentileschi terminaron juntos la decoración de la Casa de las Delicias. Entonces Orazio murió. Era el mes de febrero de 1639. Su hija acompañó el extraordinario cortejo fúnebre que Carlos I organizó para enterrar a su pintor. Quién sabe si ella lloró entonces como llora una niña cuando pierde a su padre, como hubiese llorado en la edad de la inocencia, el día antes de que Agostino Tassi la violara y el mundo se convirtiera en un lugar lleno de violencia, mentiras y humillaciones.
La pintora permaneció aún un par de años en Londres, realizando retratos de la nobleza. En 1641 regresó a Nápoles, casó a Francesca y puso de nuevo en marcha su taller. Aunque había pasado su momento de esplendor, seguía recibiendo encargos. Pero ahora, tras la fortuna gastada en los matrimonios de sus hijas, su situación económica no era buena. Por su correspondencia de esos años sabemos que se debatía ardientemente con sus clientes para tratar de cobrar los precios que ella seguía creyendo que eran justos y que tal vez sus ya repetitivas obras no merecían.
A pesar de todo, logró seguir pintando y vendiendo a trancas y barrancas sus cuadros hasta el momento final, que llegó en 1653. La pintora más grande de la historia desaparecía a los sesenta años, y casi de inmediato la rodeaba el silencio: estando aún viva, Giovanni Baglione ni siquiera la mencionó en sus Vidas, imitadas de las de Vasari. Ninguno de los demás biógrafos de artistas del XVII, numerosísimos, se ocupó de ella, salvo Francesco Baldinucci, que en 1681 dedicó algunas páginas al período florentino de aquella «pintora valiente más que ninguna otra mujer», como él mismo decía. Las sombras cayeron, cómo no, sobre la magnífica obra de Artemisia Gentileschi. Su firma pareció haberse vuelto absurdamente irreconocible y sus cuadros fueron atribuidos a su padre, a Caravaggio o a algunos otros pintores de la época. Su nombre desapareció de los libros de historia del arte y, cuando fue recordado, lo fue sobre todo para mencionar el desdichado asunto de su violación. Hubo que esperar al siglo XX para que fuera de nuevo pronunciado con admiración y respeto, y para que sus cuadros volvieran a brillar con todo su esplendor, saliendo poco a poco de la oscuridad del mundo de las mujeres olvidadas.