Las mujeres son hechas para estar en casa, no para andar vagando. Sus gustos han de ser los de sus maridos, participados, no propios. El llevarlas a las fiestas mueve tal vez al que las ve, si son feas, a desprecios; si hermosas, a concupiscencia.
FRANCISCO DE QUEVEDO
Y así, por tenernos sujetas desde que nacemos, vais enflaqueciendo nuestras fuerzas con los temores de la honra, y el entendimiento con el recato de la vergüenza, dándonos por espadas ruecas, y por libros almohadillas.
MARÍA DE ZAYAS
La mayor parte de los viajeros europeos que, a lo largo del siglo XVII, recorrieron las tierras de España y dejaron luego testimonio de sus vivencias expresaron su asombro ante la casi total reclusión en que vivían las mujeres. En su Viaje de España de 1655, el caballero francés Antoine de Brunel escribe: «Los maridos que quieren que sus mujeres vivan correctamente se muestran tan despóticos, que las tratan casi como a esclavas, temiendo que una honesta libertad las emancipe de las leyes del pudor, poco conocidas y mal observadas por el bello sexo»[144]. También su compatriota Francois Bertaut, en su Diario del viaje de España de 1659, dice: «Los hombres las encierran, y no alcanzan a comprender que nuestras damas francesas puedan estar en su compañía gozando de esa libertad de la que tanto han oído hablar, sin que ello suponga ningún mal»[145]. Un tiempo después, en 1679, la escritora Marie-Catherine D’Aulnoy relata su estancia de casi dos años en Madrid en una interesante y lúcida Relación del viaje de España, donde una y otra vez constata esta circunstancia femenina: «Encuentro que esta ciudad parece una gran jaula en la que ceban a los pollos. Porque, en fin, desde el nivel de la calle hasta el cuarto piso, no se ven por todas partes más que celosías, cuyos agujeros son muy pequeños, y hasta en los mismos balcones las hay. Se descubre siempre detrás de ellas a pobres mujeres que miran a los que pasan, y cuando se atreven, abren las celosías y se dejan ver con sumo gusto»[146].
La presión que el sexo masculino ejercía contra la mujer se había hecho probablemente más intensa que nunca en aquella España del Siglo de Oro, que vivía a caballo entre el breve esplendor del Imperio y la cada vez más visible decadencia, y que se había entregado en cuerpo y alma a una intensa devoción católica, tal como ésta había sido definida en el Concilio de Trento. Bien dirigido por los exitosos moralistas y por muchos autores de prestigio, un cerco de hierro había ido rodeando con creciente rigor la vida de las mujeres españolas, sometidas más que nunca al control de sus padres, esposos y confesores, cuyo papel en las vidas femeninas se había vuelto ahora indispensable. Todos sus comportamientos debían doblegarse a un inquebrantable código del honor familiar, que reposaba exclusivamente en ellas; todas sus acciones y gestos eran observados de cerca e implacablemente sujetos a normas estrictas. Las mujeres, sobre todo las de posición elevada, apenas salían de sus casas; cuando lo hacían —siempre acompañadas de dueñas, escuderos y pajes—, era para acudir a la iglesia, visitar a alguna amiga o, si el cabeza de familia se lo permitía, asistir al teatro o a las grandes celebraciones públicas, frecuentes en aquella sociedad plenamente barroca. Pero las que se exhibían en exceso, las que aparecían demasiado a menudo en los paseos, enseguida se volvían sospechosas. Incluso el acto de asomarse a las ventanas —esas ventanas que tanto llamaban la atención de Madame D’Aulnoy por sus celosías moriscas— era considerado prueba de escasa virtud. Así lo señalaba a principios del siglo el moralista Francisco de Luque Fajardo, que clamaba contra la decadencia de las costumbres femeninas: «¿Dónde la llaneza, encerramiento y virtudes de las mujeres, cuando no era gallardía como ahora hacer ventana con desenvoltura? ¿Adonde está el encogimiento honestísimo que tenían las doncellas, arrinconadas hasta el día de su desposorio, cuando apenas tenían noticias de ellas los más cercanos deudos? Ahora, empero, todo es burlería, el manto al hombro, frecuencia de visitas»[147].
La obsesión por la decencia y el honor llevó a los hombres a vigilar muy de cerca todos los comportamientos femeninos, incluido el arreglo, objeto de infinidad de suspicacias, críticas y hasta normas legislativas. Aunque parezca mentira, las menudencias de la vestimenta femenina afectaban hasta tal punto al orden patriarcal, que a menudo eran consideradas asuntos de gobierno. En 1639, por ejemplo, Felipe IV prohibió el guardainfante, uno de los elementos del traje de las mujeres que más indignación despertaba en los moralistas. Esa armazón metálica que se colocaba bajo las faldas —a la manera de las niñas de Las Meninas—, era acusada de unos males y de los opuestos: Carranza, en un tratado de significativo título publicado en 1639, Discurso contra malos trajes y adornos lascivos, culpaba al artefacto de «dar licencia a toda mujer soltera, doncella o viuda de faltar a las obligaciones de honestidad y pudicia sin temor […] de perder ni átomo de su reputación, […] porque lo ancho y pomposo del traje […] la presta comodidad para andar embarazada nueve y diez meses [sic]». Algunas páginas después, volvía a atacar al pobre guardainfante, esta vez porque, según él, impedía la concepción y producía abortos: «La pompa y anchura de este nuevo traje […] admite mucho aire y frialdad, que envía al útero donde se fragua el cuerpo humano, [haciéndole] totalmente inepto para la generación»[148]. Pese a su estricta prohibición —según su decreto sólo se permitía su uso a las prostitutas—, Felipe IV no logró terminar con la utilización de la prenda en su propio entorno, la corte, donde siguió siendo habitual e incluso obligado en ciertas ceremonias por decisión de la reina: es triste reconocerlo, pero a lo largo de la historia, la capacidad femenina para la rebeldía se ha aplicado muchas veces a tales nimiedades.
La cuestión moral hizo que también se intentaran prohibir por ley —igualmente con escaso éxito— los escotes pronunciados, aquellos que hacían exclamar con gran exageración a los moralistas que las mujeres llevaban desnuda «casi la mitad del cuerpo». Objeto de persecución fue igualmente la costumbre de muchas mujeres de cubrirse medio rostro con un manto, dejando uno de sus ojos libres, hábito que, según parece, resultaba demasiado excitante para ciertos hombres. El propio Consejo de Castilla —importante órgano de gobierno destinado en principio a resolver graves cuestiones políticas— protestaba de esta manera ante el rey por la existencia de esas «tapadas»: «Ha venido a tal extremo el uso de andar tapadas las mujeres, que de esto han resultado grandes ofensas a Dios y notable daño de la república, a causa de que, en esta forma, no conoce el padre a la hija, ni el marido a la mujer, ni el hermano a la hermana, y tienen la libertad, tiempo y lugar a su voluntad y dan ocasión a que los hombres se atrevan con la hija o mujer del más principal como del más vil y bajo»[149]. También los incómodos chapines —zapatos con altas suelas que usaban las damas para evitar ensuciarse con el barro y el polvo de las calles— eran objeto de protestas, pues, como decía un moralista, eran «un artificio que permite [a las mujeres] igualarse a los hombres en su estatura». Y, por supuesto, los maquillajes, los llamados afeites, muy utilizados en España, a base de polvos blancos de albayalde para el rostro y espesas capas de colorete, que solía esparcirse no sólo en la cara sino también sobre las partes del cuerpo que quedaban al descubierto, como cuello y manos. Francisco de Osuna clamaba así contra aquellas hijas de Eva maquilladas, dañinas portadoras de tantas tentaciones: «¡Oh, mujer afeitada y endiablada, acicalada, serás más culpable aún por haber encendido fuego a los cuerpos de muchos cristianos […], pues matas a Dios haciéndoles pecar deseándote!»[150]. Arreglarse, maquillarse, peinarse, cubrirse o descubrirse, todos eran al fin y al cabo gestos no sólo frívolos, sino pecaminosos, llamadas del demonio sobre los cuerpos de las mujeres, contra los cuales acabaría cayendo, como recuerda este texto lleno de rencor del moralista T. Ramón, la voz vengadora de Dios, que despotrica así contra las pecadoras: «Enrícense [Rícense] bien, críen bellas guedejas, anden collierguidas y encopetadas como las abubillas, para con eso hacer dar de ojos [engañar] a las tontillas aves, los flacos pecadores, y cazarlos con esas redes, que yo aseguro que me la paguen, porque las desmocharé y trasquilaré de manera que quedarán hechas unas calaveras espantosas. Úntense bien, aféitense, aromatícense con varios olores, adórnense esos cuellos con gargantillas, los brazos con brazaletes, los dedos con sortijas, los pies con costosos chapines, y el vientre con esos guardainfantes tan costosos cuanto penosos, para disimular sus mal guisados [desaguisados], no viendo que afean el brío y gallardía que Dios las dio, y que parecen más tortugas que criaturas racionales, pues solo casi descubren el cuello, manos y pies, como ellas, hechas unas redondas pipas tan anchas como largas. Y en conclusión, compónganse de pies a cabeza como imágenes de templo, que yo las descompondré y desharé de alto abajo»[151].
En esas condiciones sociales, la ligera tendencia a favorecer la educación de las mujeres que se había desarrollado durante el siglo anterior se vio ahogada por el dominio de los prejuicios a favor de la ignorancia femenina. Si a lo largo de los reinados de Isabel la Católica, Carlos I y Felipe II diversas mujeres de la nobleza y la burguesía habían destacado, tanto fuera como dentro de los conventos, por su saber y su talento, bajo Felipe III, Felipe IV y Carlos II —cuyos gobiernos cubren todo el siglo XVII—, la sabiduría y la capacidad de creación se encierran en los claustros de las órdenes religiosas[152]. Más allá de los muros sagrados, una mujer cultivada e inteligente despierta no sólo las sospechas, sino también las burlas de una sociedad en absoluto dispuesta a reconocerle al sexo femenino ningún mérito intelectual. Frente a los consejos matizadamente generosos dados por los humanistas respecto a la educación de las mujeres, los nuevos pedagogos del Siglo de Oro se muestran ferozmente contrarios a la instrucción femenina. Fray Alonso de Herrera lo expresa claramente: «No es bien que tenga la mujer una letra más que su marido […]; si es letrada, y tiene entendimiento y discreción [ingenio], ¿quién se averiguará con ella [quién logrará persuadirla]?»[153]. Algo más afable con las mujeres fue Juan de la Cerda, que aconsejaba a los padres que enseñaran a sus hijas a leer para que pudieran tener acceso a los libros de devoción, pero no a escribir, pues tal conocimiento podría abrirles caminos pecaminosos: «Mas el escribir no es necesario ni lo querría ver en las mujeres; no porque ello de suyo sea malo, sino porque tienen la ocasión en la mano de escribir billetes y responder a los que hombres livianos les envían»[154].
El deseo de mantener al sexo femenino en la ignorancia se convierte en un total desprecio hacia las mujeres cultas, expresado una y otra vez a lo largo del siglo por los escritores en sus versos y comedias, donde las «bachilleras» y las «pedantes» son constantemente ridiculizadas. Uno de los personajes de La mayor victoria, de Lope de Vega, describe a la perfección la extendida idea de que la mujer instruida no es mujer: «Siempre fui de parecer / que naturaleza agravia / a la mujer que hace sabia, / pues deja de ser mujer»[155]. En No hay burlas con el amor, Calderón de la Barca pone en escena a una joven, Beatriz, que a través de sus muchas lecturas desarrolla un lenguaje ridículamente impostado; su padre, indignado con su manía, termina por imponer su autoridad y prohibirle la lectura: «Mas remediarelo yo: / aquí el estudio acabó, / aquí dio fin la poesía, / libro en casa no ha de haber / de latín que yo no alcance. / Unas Horas en romance / le bastan a una mujer, / bordar, labrar y coser / sepa sólo; deja al hombre / el estudio… Y no te asombre / esto: que te he de matar / si algo te escucho nombrar / que no sea por su nombre»[156].
Quizá quien llevó más lejos la burla contra las mujeres cultas fue el gran poeta y gran misógino Quevedo, que llegó a escribir un libelo contra ellas titulado La culta latiniparla. Catecismo de vocablos para instruir a las mujeres cultas y hembrilatinas. Dedicada a una imaginaria «Doña Escolástica Poliantea de Calepino, graduado en tinieblas, docto a escuras, natural de las Soledades de Abajo, Señora de Trilingüe y Babilonia», la obra es una sátira contra las amantes de los clásicos, a quienes acusa de convertir a los grandes escritores grecorromanos en «autores de falda y críticos de faltriquera». Por supuesto, las mujeres cultas son para el autor necesariamente feas. Quevedo se hace así eco de una vieja y duradera idea que ha tendido a establecer una estrecha relación entre la falta de atractivos físicos y el desarrollo intelectual femenino; semejante prejuicio parte del supuesto profundamente patriarcal de que a la mujer guapa le basta su belleza para garantizarse no sólo la estabilidad económica del futuro, sino incluso la felicidad. Escribe pues Quevedo: «Muy discretas y muy feas, / mala cara y buen lenguaje, / pidan cátedra y no coche, / tengan oyente y no amante. / No las den sino atención, / por más que pidan y garlen, / y las joyas y el dinero / para las tontas se guarde. / Al que sabia y fea busca, / el Señor se la depare: / a malos conceptos muera, / malos equívocos pase»[157].
Lógicamente, los nombres de mujeres con talento y conocimientos literarios que han llegado hasta nosotros desde el mundo laico del Siglo de Oro son escasos: se trata de un pequeño puñado de damas de la nobleza, que hicieron de la costumbre de escribir —sobre todo versos y obras dramáticas— una de sus pasiones. A caballo entre la época del humanismo y el pleno barroco —tanto cronológicamente como por su temática y estilo— se sitúa en primer lugar Luisa María de Padilla, condesa de Aranda, una mujer perteneciente a la más alta aristocracia castellana. Nacida en Burgos hacia 1590 y educada en un convento, contrajo matrimonio a los quince años con el conde de Aranda, un hombre que compartía con ella sus intereses intelectuales y artísticos. Padilla se trasladó a vivir a Epila, en Aragón, donde llevó junto a su esposo una existencia muy rica desde el punto de vista cultural: interesada por la historia, la literatura y la arqueología, mantuvo correspondencia con diversos eruditos de su época, gozó de las dedicatorias de algunos libros por parte de sus autores —a los que debió de proteger y ayudar— y ella misma publicó varias obras, tratados morales destinados a la educación y regeneración de una nobleza a la que percibía cada vez más alejada tanto de los ideales cristianos como de los humanistas. Si sus tres primeros textos aparecieron de forma anónima o bajo falsos nombres masculinos, el éxito del que gozaron la animó finalmente a desvelar su verdadera personalidad en la tercera parte de su Nobleza virtuosa.
También castellana, aunque en este caso perteneciente a la pequeña nobleza, fue Leonor de la Cueva y Silva, que nació en Medina del Campo a principios del siglo XVII; escribió una comedia, La fuerza de la ausencia, y al menos cincuenta poemas, la mayor parte de temática amorosa, pero no dio ninguna obra a la imprenta. Mariana de Carvajal y Saavedra, nacida en Jaén alrededor de 1610, igualmente noble, fue autora de diversas colecciones de novelas cortas —un género muy en boga en ese momento—, entre las que destaca Navidades de Madrid y noches entretenidas, en ocho novelas, que vio la luz en 1663, poco antes de su muerte; pero la obra, que ahora resulta interesante por sus descripciones de la vida cotidiana, no debió de alcanzar un gran éxito, pues no se conocen más ediciones después de la primera. Tampoco lo alcanzó más allá de su círculo inmediato Catalina Ramírez de Guzmán, nacida en 1618 en una familia de la pequeña aunque acomodada nobleza de Llerena (Badajoz), una interesante poeta que supo describir a través de sus versos —escritos a menudo a petición de otras personas— la vida cotidiana de su círculo familiar y de amistades, los pequeños avatares y anécdotas de una ciudad de provincias; Catalina tuvo talento para narrar poéticamente los acontecimientos vulgares, pero también el dolor que a veces cae sobre las almas; y a menudo dotó a sus poesías de un sentido del humor que las hace cercanas y vivas, demostrando una personalidad sin duda muy observadora y alegre; ni las cosas más nimias escaparon a su espíritu jocoso, y así fue capaz de dedicar por ejemplo esta décima «A un banquete mal cumplido»: «Convidados a comer / nos sentamos a ayunar, / y hacernos mortificar / es pensar sin merecer. / El desagravio he de hacer / merendando a dos carrillos, / que a mis dientes y colmillos / temo que les dé calambre, / pues para matar la hambre / sólo sirvieron cuchillos»[158]. Estupenda poeta fue también Cristobalina Fernández de Alarcón, que en la primera mitad del siglo tuvo un papel destacado en el importante círculo literario que se formó en Antequera, alrededor de su amigo Pedro Espinosa; los documentos de la época la muestran como una verdadera mujer de negocios que administra su patrimonio, comercia con mercaderías diversas y compra y vende esclavos; sin embargo, esa actividad no le impidió el conocimiento profundo de los autores clásicos y su propio trabajo como poeta, en gran medida perdido. Otra destacada autora del momento fue la noble sevillana Feliciana Enríquez de Guzmán, que tuvo una vida peculiar: de ser ella, como se sospecha, la Feliciana a la que Lope de Vega menciona como poeta en su Laurel de Apolo, debió de estudiar en la Universidad de Salamanca disfrazada de hombre; tras quedarse viuda muy joven, se casó por segunda vez por amor, a pesar de la oposición de su padre; de nuevo viuda, terminó su vida en la mayor pobreza, alimentándose gracias a la caridad de los frailes de San Agustín; entretanto, dio a la imprenta en 1624 una tragicomedia titulada Los jardines y campos sábeos, una sátira contra los dramaturgos famosos de la época, como Lope de Vega, Tirso de Molina o Calderón de la Barca, todo un atrevimiento sin duda por parte de una mujer que, por lo poco que sabemos de ella, debió de tener realmente una personalidad muy fuerte.
Todas esas mujeres fueron escritoras interesantes, pero ninguna triunfó más allá de los límites de su entorno cercano. Probablemente ni siquiera se lo plantearon, pues salvar las barreras que su pertenencia al género femenino les imponía en aquel tiempo significaba poseer una presencia de ánimo y una seguridad en sí mismas que tan sólo dos autoras del Siglo de Oro supieron demostrar, María de Zayas y Ana Caro, dos magníficas excepciones que lograron que sus voces fuesen escuchadas y valoradas entre las de los muchos hombres de genio del momento.
A pesar de la importancia de sus obras y del papel que desempeñaron en el mundo literario de su época, apenas sabemos nada de sus vidas. Los especialistas han tratado de recomponerlas fragmentariamente, basándose en los escasos documentos que se conservan sobre ellas y en las menciones de otros autores. De María de Zayas se ha logrado establecer que nació en Madrid, probablemente en 1590, siendo tal vez hija de María de Barasa y de Fernando de Zayas y Sotomayor, capitán de Infantería y caballero del Hábito de Santiago. Pertenecía por lo tanto a la pequeña nobleza de corte, compuesta por aquellos que desarrollaban sus carreras militares o burocráticas al amparo del gobierno de los Austrias. Su adscripción al estamento nobiliario la confirman las características de sus propios personajes, miembros siempre de la aristocracia a la que ella parece sentirse inevitablemente unida, compartiendo su manera de vivir, su gusto —tan del tiempo— por las riquezas y las fiestas, su exhibición de refinamiento y sensibilidad estética, y su desprecio por otros grupos sociales, especialmente el de los criados, a los que trata con un desdén natural en quien parece creer que merece ser siempre servida.
Si María de Barasa y Fernando de Zayas fueron realmente sus progenitores, es probable que la futura escritora viviera con ellos en Valladolid entre 1601 y 1606, años en los que Felipe III decidió trasladar la corte a esa ciudad castellana. También podría ser que hubieran acompañado al conde de Lemos como virrey a Nápoles de 1610 a 1616, pues la escritora habla de esa ciudad en una de sus novelas con cierto conocimiento y menciona en diversas ocasiones con admiración y agradecimiento al duque y a su familia. En cualquier caso, son meras suposiciones. Aparte de una posible estancia en Barcelona en sus años de madurez, no tenemos más datos de su vida: ignoramos qué educación recibió, si llegó a casarse o permaneció soltera e incluso cuál fue la fecha de su muerte. Conocemos, eso sí, su pasión por la lectura, confesada por ella misma en el prólogo de sus Novelas amorosas y ejemplares, aunque no podemos saber si se debió a la instrucción dada por sus progenitores o a un gusto desarrollado a solas: «[…] que en viendo cualquiera [libro], nuevo o antiguo, dejo la almohadilla y no sosiego hasta que le paso [lo termino]. De esta inclinación nació la noticia, de la noticia el buen gusto, y de todo hacer versos, hasta escribir estas Novelas»[159].
Hacer versos, sí: a partir de 1621, cuando tenía quizá veintidós años, María de Zayas empieza a firmar algunos poemas preliminares. Era costumbre de la época que los poetas escribiesen versos de alabanza en las obras impresas de otros escritores. Evidentemente, esos poemas solían pedirse a autores que ya gozaban de cierto prestigio, pues eran un aval ante los lectores del texto al que precedían. Por lo tanto, cabe suponer que cuando Zayas escribe en 1622 sus décimas para Prosas y versos del pastor de Clenarda, de Miguel de Botello —el primer poema suyo del que tenemos constancia—, ya era conocida en los ambientes literarios de Madrid. Parece que, en efecto, doña María era una de las participantes habituales en las justas poéticas que solían celebrarse durante las festividades importantes, y que intervenía de igual a igual con muchos hombres en algunas de las «academias» o reuniones literarias que por aquel entonces tenían lugar en la capital del reino. En los siguientes años aparecen poemas suyos preliminares en las obras de algunos de los autores celebrados del momento, como Francisco de las Cuevas, Antonio del Castillo de Lazával o Juan Pérez de Montalbán. En 1632, su prestigio debía de estar lo suficientemente asentado como para que Lope de Vega le dedicara una silva en su Laurel de Apolo: «¡Oh dulces hipocrénides hermosas! / Los espinos pangeos / aprisa desnudad, y de las rosas / tejed ricas guirnaldas y trofeos / a la inmortal doña María de Zayas, / que sin pasar a Lesbos ni a las playas / del vasto mar Egeo, / que hoy llora el negro velo de Teseo, / a Safo gozará Mitilinea / quien ver milagros de mujer desea. / Porque su ingenio, vivamente claro, / es tan único y raro / que ella sola pudiera / no sólo pretender la verde rama, / pero sola ser sol de tu ribera, / y tú por ella conseguir más fama / que Nápoles por Claudia, por Cornelia / la sacra Roma, y Tebas por Targelia»[160].
Qué talento, carácter y temple debía de tener doña María para ganarse de ese modo el respeto de aquellos hombres tan poco dispuestos a mostrar ninguna consideración por las mujeres intelectualmente dotadas. Hubo alguno, claro, que quiso burlarse de ella, como el poeta catalán Francesc Fontanella, quien aprovechó el mal resultado obtenido por Zayas en un certamen para escribir contra su «masculinidad» estos versos satíricos: «Doña María de Zayas / tiene rostro varonil, / y por más que lleve sayas / bigotes altivos luce. / Se parece a un caballero, / mas se vendrá a descubrir / que una espada mal se esconde / bajo saya femenil. / En la décimo tercera / fue glosadora infeliz, / que mala tercera tiene / si el premio Quiere adquirir. / ¡Oh señora Doña Saya, / para premiar sus deseos, / del cerco de un guardainfante / tendrá corona gentil!»[161].
En 1637, María de Zayas publicó su gran éxito literario, las Novelas amorosas y ejemplares, que fueron seguidas nueve años después por la segunda parte, titulada Desengaños amorosos. El género de la novela —que en los tiempos actuales llamaríamos más bien relato por su brevedad— era muy importante en España desde la edición de las Novelas ejemplares de Cervantes en 1613. Eran obras de entretenimiento, literatura destinada en general a la diversión y no a la moralización del público, que era por cierto mayoritariamente femenino. Por esta razón estaban mal consideradas por los sectores más intransigentes de la sociedad y, por supuesto, por el clero, al que le preocupaba que las mujeres, siempre tan frágiles en lo referente al vicio, se expusieran a aquellas lecturas poco edificantes. La persecución llegó a convertirse en absoluta censura cuando, en 1625, el Consejo de Castilla suspendió la concesión de licencias para imprimir tanto novelas como comedias, otro género considerado pernicioso; la prohibición no se levantó hasta 1634.
Las novelas de Zayas tuvieron un enorme éxito, hasta tal punto que el mismo año de la publicación de la primera parte se realizaron tres ediciones. Siguieron reeditándose durante décadas, hasta finales del siglo XVIII, y fueron traducidas a diversos idiomas. En esos relatos, la autora subvierte en buena medida el orden patriarcal, haciendo revivir la vieja «querella de las damas», de nuevo muy activa en aquel siglo XVIII a través de diversas voces femeninas. Las suyas son verdaderas «novelas ejemplares», pues lo que narra doña María son veinte historias de mujeres víctimas del egoísmo y los engaños masculinos, y, a través de ellas, trata de convencer al público femenino de que debe cambiar su comportamiento para conseguir independencia respecto a los hombres. «Vean ahora las damas de estos tiempos —escribe en el “Desengaño tercero”— si con el ejemplo de las de los pasados se hallan con ánimo para fiarse de los hombres, aunque sean maridos, y no desengañarse de que el que más dice amarlas las aborrece, y el que más las alaba, más las vende; y el que más muestra estimarlas, más las desprecia; y que el que más perdido se muestra por ellas, al fin las da muerte; y que para las mujeres todos son unos. Y esto se ve en que si es honrada, es aborrecida porque lo es; y si es libre, cansa; si es honesta, es melindrosa; si atrevida, deshonesta; ni les agradan sus trajes ni sus costumbres, como se ve en Rosaleta y Camila, que ninguna acertó, ni la una callando, ni la otra hablando. Pues, señoras, desengañémonos; volvamos por nuestra opinión, mueran los hombres en nuestras memorias, pues más obligadas que a ellas estamos a nosotras mismas[162]».
Quizá por experiencia propia, Zayas no tenía un elevado concepto del sexo masculino, al menos en lo tocante a sus relaciones con el femenino: la mayor parte de los hombres de sus novelas son cobardes, mentirosos, desleales, iracundos, maltratadores y hasta asesinos de sus esposas o amantes. Pero si las mujeres son sus víctimas, es sólo porque no han sido educadas para tomar las riendas de su propia vida. Ya en el prólogo de las Novelas amorosas y ejemplares, doña María pone de relieve su firme convicción de que las mujeres son iguales a los hombres y que, para demostrarlo, sólo necesitan que se les ofrezca la educación que el mundo les niega: «Quién duda, digo otra vez, que habrá muchos que atribuyan a locura esta virtuosa osadía de sacar a luz mis borrones, siendo mujer, que en opinión de algunos necios es lo mismo que una cosa incapaz. Pero cualquiera, como sea no más de buen cortesano, ni lo tendrá por novedad ni lo murmurará por desatino. Porque si esta materia de que nos componemos los hombres y las mujeres, ya sea una trabazón de fuego y barro, o ya una masa de espíritus y terrones, no tiene más nobleza en ellos que en nosotras; si es una misma la sangre; los sentidos, las potencias y los órganos por donde se obran sus efectos son unos mismos; la misma alma que ellos, porque las almas ni son hombres ni mujeres: ¿qué razón hay para que ellos sean sabios y presuman que nosotras no podemos serlo? Esto no tiene, a mi parecer, más respuesta que su impiedad o tiranía en encerrarnos y no darnos maestros. Y así, la verdadera causa de no ser las mujeres doctas no es defecto del caudal, sino falta de la aplicación. Porque si en nuestra crianza, como nos ponen el cambray [encaje] en las almohadillas y los dibujos en el bastidor, nos dieran libros y preceptores, fuéramos tan aptas para los puestos y para las cátedras como los hombres, y quizá más agudas, por ser de natural más frío»[163].
Doña María se atreve incluso a señalar sin ningún disimulo que esa «tiranía» que los hombres ejercen sobre las mujeres, manteniéndolas en la ignorancia, se debe al miedo que tienen a que los superen y puedan por lo tanto quitarles el poder, una idea sin duda muy atrevida para la época y que a más de uno debió de poner furioso: «Luego el culparlas de fáciles y de poco valor y menos provecho es porque no se les alcen con la potestad. Y así, en empezando a tener discurso las niñas, pónenlas a labrar y hacer vainillas [vainicas], y si las enseñan a leer, es por milagro, que hay padre que tiene por caso de menos valer que sepan leer y escribir sus hijas, dando por causa que de saberlo son malas, como si no hubiera muchas más que no lo saben y lo son, y ésta es natural envidia y temor que tienen de que los han de pasar en todo. Bueno fuera que si una mujer ciñera espada, sufriera que la agraviara un hombre en ninguna ocasión; hasta gracia fuera que si una mujer profesara las letras, no se opusiera con los hombres tanto a las dudas como a los puestos; según esto, temor es el abatirlas y obligarlas a que ejerzan las cosas caseras»[164]. Es curioso el deseo de Zayas de que las mujeres aprendan a «ceñir espada»; por supuesto, en el mundo actual esa pretensión nos resulta rara y hasta caprichosa; hay que entenderla desde el punto de vista de una mujer que vive en una época en la que el uso de la espada era común entre los hombres de calidad, y las reyertas y asesinatos abundaban en las calles. En la radicalidad de su discurso sobre la igualdad femenina, doña María llega por lo tanto a sostener que las mujeres tienen igual derecho que los hombres a defenderse —de ellos— mediante las armas. Algunas de las protagonistas de sus novelas así lo hacen, vengándose de los agravios cometidos contra su honor —ese principio fundamental de la época— o contra su integridad física. En cambio, otras son víctimas desdichadas de las mentiras y engaños masculinos, y hasta de su violencia. Y algunas se refugian de su desdicha en los conventos, lugares que Zayas ve —igual que tantas mujeres de otros tiempos— como verdaderas comunidades femeninas en las que poder vivir en paz. Dada su simpatía por el claustro, se ha llegado incluso a sospechar que tal vez ella misma pudiera haber acabado su vida en alguno de los muchos conventos que se levantaban en su tiempo en las ciudades de España.
A pesar de esas avanzadas ideas que doña María expresa sin tapujos en sus novelas, lo que más sorprendió y hasta escandalizó durante mucho tiempo a los críticos que se acercaron a ella fue el carácter sexualmente activo de sus personajes femeninos. Las mujeres de Zayas no sólo se enamoran con pasión —tópico sobre la femineidad omnipresente en la literatura—, sino que se entregan con total libertad a sus deseos y disfrutan sin disimulos del placer erótico, dejándose seducir o seduciendo ellas mismas a los hombres. El atrevimiento de la autora, su libertad en la expresión de la sexualidad femenina, llega hasta ser capaz de imaginar a una viuda, doña Beatriz, que termina con la vida de un esclavo negro a fuerza de utilizarlo como objeto de su deseo, una escena que, por supuesto, debía de resultar de elevadísimo tono para quienes durante siglos preconizaron la pasividad sexual de la mujer. Las frases de algunos historiadores de la literatura al juzgar la obra de Zayas ponen de relieve su rechazo a estas osadías. Así, en 1854, Ticknor escribe en su Historia de la literatura española que sus novelas son «lo más verde e inmodesto que recuerdo haber leído nunca en semejantes libros». Y, en 1933, Ludwig Pfandl, en la Historia de la literatura nacional española de la Edad de Oro, las considera «historias libertinas» que «degeneran unas veces en lo terrible y perverso y otras, en obscena liviandad». «¿Se puede dar algo más ordinario y grosero —se pregunta el crítico alemán—, más inestético y repulsivo que una mujer que cuenta historias lascivas, sucias, de inspiración sádica y moralmente corrompidas?[165]». Ignoramos qué pensaron al respecto sus contemporáneos, pues el hecho de que las novelas de María de Zayas gozaran de éxito no quiere decir que no escandalizaran a la gente; tal vez incluso, como tantas veces sucede, fuera ésa por el contrario una de las razones por las que tuvieron tan buena acogida de público. Tal vez sea ése también uno de los motivos que influyen en que la excelente escritora que fue Zayas no siempre aparezca ocupando el lugar que merece por su calidad en los cánones tradicionales de la historia de nuestra literatura. Demasiado atrevida, doña María, demasiado revolucionaria en su visión de la mujer para ser aceptada, recordada y aplaudida sin reticencias, a pesar de su más que indudable talento.
Mucho menos radical que María de Zayas en su planteamiento de las relaciones hombre-mujer, mucho más adaptada a la visión establecida en la época sobre las mujeres fue su amiga Ana Caro. Sin embargo, debió de ser una mujer tan firme y segura de sí misma como la propia Zayas, y sin duda provista de excelentes contactos que le permitieron ganarse la vida como escritora gracias sobre todo a los encargos oficiales. De ella se ha dicho que es, por lo tanto, la primera autora «profesional» conocida en la historia de la literatura española. De su biografía tenemos aún menos datos que de la novelista madrileña. Es probable que fuera algo más joven que ella. Debió de nacer a finales del XVI o principios del XVII, tal vez en Sevilla, ciudad donde transcurrió buena parte de su existencia y se desarrolló su carrera profesional. Puede que fuera pariente de un importante humanista de Utrera, Rodrigo Caro, o del caballero granadino Juan Caro de Mallén, pero esto son sólo suposiciones. Lo único cierto es que, fuera noble o plebeya, estaba muy bien relacionada con los círculos de la nobleza sevillana, sobre todo de la más cercana al conde-duque de Olivares: el nefasto valido de Felipe IV que tanto daño hizo a España tuvo sin embargo el acierto de apoyar a algunos de sus conciudadanos de talento, como Velázquez, quien llegó hasta la corte de su mano.
No sabemos cómo ni cuándo Ana Caro empezó a escribir, pero, en cualquier caso, su capacidad y sus amistades hicieron que, desde 1628, se le encargara la redacción de diversas relaciones. Las relaciones eran un género poético muy característico de la época, descripciones en verso de las grandes celebraciones cívicas o religiosas, a caballo entre lo que ahora consideraríamos crónica periodística y publirreportaje. Su finalidad era narrar el esplendor de las tan características fiestas del tiempo, desmesuradamente barrocas, llenas de representaciones teatrales, máscaras, decorados, músicas y fuegos de artificio, que causaban furor entre gentes de todas las clases sociales. Las relaciones eran, pues, literatura destinada a las masas, textos que circulaban impresos en pliegos sueltos, algo tal vez comparable a las actuales revistas populares. Pero generaban contratos bien pagados, lo cual hacía que hubiese mucha competencia entre los autores para conseguirlos. ¿Cómo se las arregló Ana Caro para lograrlos por encima de tantos hombres que aspiraban a ese trabajo? Lo ignoramos, pero lo cierto es que escribió diversas relaciones en Sevilla e incluso una en Madrid, en 1637, por petición del mismísimo rey, probablemente a través del conde-duque. Se trataba de la descripción de una de las fiestas más magníficas celebradas en la corte de Felipe IV, la que tuvo lugar en el recién estrenado palacio del Buen Retiro con motivo de la coronación de Fernando III de Hungría como Rey de Romanos, y de la llegada a Madrid de la princesa de Carignano. Caro fue remunerada con 1300 reales; si comparamos este pago con los 16 reales que solía cobrar una criada al mes en la misma época, se puede concluir que, tanto por la importancia del encargo como por la cantidad cobrada por él, Ana Caro debía de ser una autora muy bien considerada en el entorno oficial. Y no sólo en el cortesano, también en el eclesiástico, pues en varias ocasiones el cabildo de la catedral de Sevilla le encargó autos y loas sacramentales que se representaban en las calles de la ciudad durante las fiestas del Corpus Christi, obras por las que cobró, en cada ocasión, la cantidad de 300 reales.
En su búsqueda de un espacio propio dentro del ámbito de la literatura profesional, Caro fue asimismo autora de diversas piezas teatrales. El teatro era el gran entretenimiento de la época; a pesar de las incesantes reticencias de los moralistas y de la censura que de vez en cuando caía como un hacha sobre los escenarios, prohibiendo las representaciones, la gente acudía en masa cada noche a las funciones que tenían lugar en los corrales de comedias, muy numerosos en Sevilla y Madrid, las dos ciudades más importantes del momento. Hacerse un hueco entre los autores dramáticos era una garantía de fama y también de buenos ingresos. No sabemos si Ana Caro lo logró, pues no se han encontrado por el momento referencias a los estrenos de sus obras. Sólo dos de ellas han llegado hasta nosotros, El conde Partinuplés y Valor, agravio y mujer, dos comedias en verso que responden en buena medida a las convenciones de las comedias de la época: historias de amores y enredos, de apariciones y desapariciones, de personajes travestidos y reconocimientos sorprendentes, en medio de un gran despliegue plenamente barroco de medios escenográficos, tramoyas y máquinas. Las mujeres de las obras de Caro son inteligentes, activas y valientes; sin embargo, frente al total rechazo al matrimonio que expresa María de Zayas en sus novelas, la dramaturga resuelve sus historias de enamoramientos mediante el tópico final feliz de la boda, utilizado también por todos sus colegas masculinos de la época. ¿Era una concesión al gusto del público del teatro o respondía a su aceptación sincera de las normas de la sociedad patriarcal? Es imposible llegar a ninguna conclusión al respecto, pues no conocemos ninguna confesión personal de la autora sobre ese tema y, al igual que ocurre con Zayas, ignoramos incluso si ella misma llegó a casarse o permaneció soltera. Ana Caro debió de morir hacia 1650, quizá durante una epidemia de peste que asoló Sevilla en aquella época. Como el de tantas otras mujeres, su nombre fue rápidamente olvidado y borrado de la historia, a pesar del éxito profesional y económico obtenido en vida y de su buen hacer como escritora de oficio.
Escritoras de oficio —y grandes escritoras de oficio— fueron otras mujeres de la misma época en otros países europeos. El siglo XVII fue, en efecto, pródigo en voces femeninas de éxito que, recuperadas en tiempos recientes, han demostrado haber sido capaces de sobrevivir al paso de los siglos y al olvido o los prejuicios vertidos sobre ellas. Uno de los ejemplos más destacados es el de Aphra Behn, que triunfó como dramaturga, poeta y novelista en la Inglaterra de la Restauración, en las décadas de 1670 y 1680. Arrostrando las críticas a su condición femenina y compitiendo de igual a igual con los hombres, Aphra Behn probó con creces que era una mujer radicalmente independiente y libre como pocas y, a la vez, ferozmente comprometida con algunas de las causas políticas de su tiempo. Virginia Woolf, que la redescubrió a principios del siglo XX, le dedicó estas agradecidas palabras: «Todas las mujeres juntas deberían ir a lanzar flores sobre la tumba de Aphra Behn, pues fue ella quien les enseñó que tenían derecho a permitir que sus mentes hablasen»[166].
Su vida es misteriosa, y en su caso no sólo por el silencio que suele rodear la existencia de tantas mujeres, sino también porque a su actividad profesional como escritora se unió igualmente la de espía y activista política, lo que la convierte en un personaje tan extraño como novelesco.
Aunque su entorno solía afirmar que era de origen noble, parece más probable que Behn proviniera de las clases populares. Debió de nacer hacia 1640 en un pueblo cercano a Canterbury; su padre era posadero o barbero, y su madre sin duda trabajaba como criada o nodriza para una familia aristocrática de la región, los Colepeper, en cuya residencia Aphra pudo haberse criado de niña. Probablemente fuera el señor Colepeper quien la indujo a trabajar como espía al servicio de la monarquía. Eran tiempos de gran agitación política y social en Inglaterra: en 1642 estallaba la guerra civil, al levantarse el Parlamento contra Carlos I, quien se había mantenido en permanente conflicto con la asamblea representativa. Tras la victoria del ejército parlamentario en 1649, el rey fue juzgado por alta traición y ejecutado, mientras se proclamaba la república de la Commonwealth. Comenzaba así la breve etapa de gobierno del puritano Thomas Cromwell. Pero a su muerte en 1658, el hijo del anterior monarca, refugiando hasta entonces en Francia, fue coronado como Carlos II. Con él se iniciaba la época de la Restauración. Gran Bretaña volvía a ser una monarquía, aunque, tras aquella primera revolución del mundo moderno, el poder del Parlamento se mostraría en adelante inviolable.
Desde su juventud, Aphra Behn estuvo intensamente implicada en toda aquella actividad política como firme partidaria de Carlos II, para cuyos servicios secretos efectuó diversas misiones. Entre los primeros misterios de su vida, se encuentra el de su viaje a la colonia inglesa de Surinam, situada al norte de Brasil. Behn debió de viajar allí hacia 1662, cuando tenía probablemente veintidós años, no se sabe si en calidad de espía o, simplemente, como acompañante de alguna dama. En cualquier caso, el lugar no sólo la deslumbró por su belleza y la impresionó por la crueldad que los colonos mostraban hacia los esclavos negros, sino que le inspiró años más tarde, en 1688, su mejor y más conocida novela, Oroonoko, en la que narra la historia de la fracasada rebelión de un príncipe africano esclavizado en ese territorio. Tras su regreso a Inglaterra, hacia 1665, Aphra se casó con el hombre cuyo apellido llevó desde entonces, probablemente un comerciante llamado Johann Behn. El matrimonio fue muy breve —en 1666 estaba ya viuda— y sin duda poco afortunado, a juzgar por sus constantes críticas contra esa institución y su negativa a volver a casarse.
En 1666, Aphra Behn ejercía de espía profesional: ese año fue enviada a Holanda, desde donde mandaba sus informaciones en cartas cifradas bajo los supuestos nombres de Astrea y Celadon. Su trabajo consistía en obtener datos sobre los exiliados que trataban de conspirar contra Carlos II. Pero su estancia se vio dificultada por los problemas económicos, y parece probable que terminara por ser encarcelada debido a las muchas deudas contraídas y a la indiferencia de sus responsables en Londres, que esperaron hasta el último momento para hacerse cargo de los pagos. De regreso a Inglaterra, Behn vivió los dos años siguientes, según parece, a costa de un amante que la mantenía. Pero de pronto, en 1670, se presentó como autora en la escena londinense con su primera tragicomedia, titulada The Forc’d Marriage [El matrimonio forzoso].
No sabemos qué camino había seguido hasta llegar allí, cuál había sido su preparación ni los motivos por los cuales decidió dedicarse al teatro. Era una viuda sin recursos económicos, necesitada de sobrevivir como fuera; una mujer de vida libertina en el libertino Londres de la Restauración, que tal vez había establecido buenos contactos con el medio teatral en las largas noches de las tabernas, y que acaso se hubiera dado cuenta de que en ese ámbito podía desarrollar su talento y, además, mantenerse a sí misma sin necesidad de depender de un hombre. El teatro ofrecía en aquel momento buenas posibilidades en Londres. Tras los años de cierre de los escenarios vividos bajo el gobierno del puritano Cromwell, los espectáculos dramáticos se habían convertido con la Restauración en los lugares de reunión favoritos del pueblo inglés. Satíricos y amorales, eran por supuesto muy criticados por las personas más estrictas. Pero el gusto de Carlos II por el teatro, y por las artes y la diversión en general, hizo que en el entorno de la corte empezara a considerarse de buen tono asistir a los estrenos, en los que se entremezclaban gentes de todas las clases sociales. Escribir para la escena, igual que ocurría en España, era pues una actividad codiciada, ya que podía reportar buenos beneficios a quien lo lograse. Para una mujer con una fama que guardar era por supuesto un riesgo. Pero la fama de Behn se había perdido mucho tiempo atrás. Y además, ¿acaso no había corrido riesgos mayores, incluso el de su vida, durante sus misiones como espía?
Fuera como fuese, la escritora se las arregló desde el principio para llegar muy lejos. De hecho, su primera obra fue representada por una de las compañías más importantes de la ciudad, la del Duque, dirigida por sir William Davenant, probable hijo ilegítimo del propio Shakespeare. The Forc’d Marriage no obtuvo un gran éxito. Fueron muchos además los que criticaron que una mujer se atreviese a exponerse de esa manera ante el público y, para colmo de males, cobrara por ello. Como tantas veces sucedía, para algunos aquélla era una actitud propia de una meretriz y no de una dama, condena moral a la que contribuía el contenido de sus piezas, de cierto tono erótico, y por supuesto la libertad de costumbres de la autora. Pero Behn, valiente y animosa como pocas, siguió a pesar de todo adelante y llegó a estrenar más de veinte obras de teatro, algunas de ellas con gran éxito. En el prólogo que escribió en 1686 para la edición de su tragicomedia The Lucky Chance [La venturosa fortuna], se defendió de las acusaciones vertidas contra ella por su pertenencia al sexo femenino. La autora era perfectamente consciente de que la mayor parte de las críticas que se le hacían se debían a su condición de mujer y que, de haber sido hombre, sus obras habrían sido recibidas de modo muy distinto: «Pero ya sean buenas o malas, [mis comedias] tienen que constituir un crimen por ser de una mujer; condenándolas sin la caridad cristiana de examinar si son culpables o no, mediante la lectura, comparación o reflexión. […] Y para hacer más fuerte su detracción, me cargan todas las obras que alguna vez han ofendido. […] Y eso sí me aventuraré a decir, aunque vaya en contra de mi manera de ser, pues hay algo de vanidad en ello: que si las obras que yo he escrito hubiesen aparecido bajo cualquier nombre de hombre, y nunca se hubiese sabido que eran mías, apelo a todos los jueces sensatos si no habrían dicho que esa persona había hecho tantas comedias buenas como cualquier otro escritor varón de nuestra época. Pero ¡qué diablos!, la mujer condena al poeta. […] Todo lo que pido es el privilegio para mi parte masculina, para el poeta que hay en mí (si es que me lo permiten), de caminar los exitosos senderos en los que mis predecesores han prosperado, de seguir los preceptos que escritores antiguos y modernos me han impuesto, y con los que han deleitado tanto al mundo. Si, a causa de mi sexo, no puedo tener esa libertad, sino que la usurpáis toda para vosotros, dejaré la pluma y no oiréis nunca más de mí, ni siquiera para hacer comparaciones, porque yo seré más amable con mis hermanos de pluma de lo que ellos han sido con una mujer indefensa, pues no me contento yo con escribir únicamente para llegar a un tercer día de representación. Valoro tanto la fama como si hubiese nacido héroe; y si me la robáis, puedo retirarme de este mundo ingrato y desdeñar sus flacos favores»[167].
El de Aphra Behn es el grito de tantas intelectuales y creadoras menospreciadas por el hecho de ser mujeres. Pero, si otras muchas se rindieron a la presión, ella en cambio, a pesar de sus amenazas, no abandonó nunca la pluma. Siguió escribiendo sus excelentes obras, en las que criticaba una y otra vez muchas de las costumbres de la sociedad del momento, en especial su hipocresía y su dogmatismo religioso, comprometiéndose además de pleno en la defensa de los derechos de las mujeres, a las que solía presentar como víctimas de la voluntad y el capricho masculino, de la de sus padres, maridos o amantes. Behn practicaba la libertad en su propia vida —estableciendo relaciones con diversos hombres y quizá también con alguna mujer— y la defendía para todas sus congéneres.
Además, a través de su obra literaria participó plenamente en la intensa vida política del momento: a lo largo del reinado de Carlos II, el Parlamento se dividió entre tories y whigs. Los primeros eran partidarios de que el sucesor del rey fuese su hermano, el católico Jacobo, duque de York; los segundos querían alzar al trono al hijo ilegítimo —y protestante— del monarca, el duque de Monmouth. Se trataba en realidad de la defensa de dos maneras distintas de ver la vida, la primera más respetuosa con las libertades en todos los sentidos, también el moral, y la segunda mucho más estricta y pudibunda. Behn se proclamó desde el comienzo ferviente tory y, al igual que hacían la mayor parte de los autores de su tiempo, utilizó sus obras dramáticas, novelas y poemas para criticar a los whigs, creando personajes y sucesos de ficción que eran trasunto de personajes y sucesos reales, perfectamente reconocibles para sus contemporáneos. Sus mordaces poemas políticos circulaban en pliegos sueltos por las tabernas y los salones londinenses, a menudo de forma anónima, y servían para animar a los partidarios de la causa tory: «Maldito gobernante tan astuto, / que vigila e intriga toda la insomne noche / con sediciosas arengas a los Whigs de la ciudad, / y en traidor se torna por rencor y malicia. / Deja que use y atormente a su magra carroña, / que conciba un complot fraudulento, / hasta que el rey, obispos y barones, / al fin, por el bien público logren extirparlo»[168].
De los casi cien poemas de Aphra Behn que conocemos, muchos son de temática amorosa. Pero que nadie piense encontrar en ellos la dulce voz de una mujer enternecida. Por el contrario, la escritora utiliza a menudo para hablar del amor su registro erótico o su tono más agudamente sarcástico. A veces une erotismo y sátira, como en «El desengaño», una larga y atrevida composición que narra una escena de fracaso sexual masculino: «Placer que demasiado amor destruye: / las deseadas prendas por él arrebatadas, / y el cielo abierto ante sus ojos, / loco por poseerla, allá se lanza / sobre la hermosa doncella sin defensa. / Pero ¡oh, qué envidioso dios conspira / y su poder le roba, dejándole el deseo! / […] / Desmayo invade sus laxos nervios: / en vano su airada juventud intenta / que el fugaz vigor regrese, / pues el movimiento nada logra mover. / Demasiado amor su amor traiciona: / en vano se afana, en vano ordena, / mas el insensible yace lloroso en su mano»[169].
En 1683, en uno de sus misteriosos viajes en misión secreta, Behn se trasladó a París. Es probable que allí conociera a algunos autores de novelas, un género que iniciaba su expansión por Europa y que en Inglaterra aún no se había desarrollado, al menos en su fórmula moderna. En cualquier caso, aquel contacto con la más innovadora literatura francesa supuso un estímulo importante para la escritora. Al regresar a Londres algunos meses después y encontrarse con una escena en decadencia, en la que los encargos habían disminuido a causa de la fusión de las dos compañías más importantes, Behn tuvo que buscar otros recursos para sobrevivir. Comenzó entonces a traducir a diversos novelistas franceses y ella misma se atrevió a abordar, con gran éxito, ese nuevo género. Love-Letters Between a Nobleman and His Sister [Cartas de amor entre un caballero y su hermana] fue, en 1684, su primera novela. Aunque su tema aparente fuera la narración de los estragos que el deseo puede causar en los seres humanos —hombres y mujeres—, lo cierto es que Behn no dejó tampoco esta vez de hacer política a través de su obra: la historia se basaba en un suceso real, el escandaloso romance de un noble perteneciente a la facción whig con su propia cuñada; tras los nombres supuestos de los personajes, los ingleses podían descubrir a los auténticos protagonistas de los sucesos, criticados por su despotismo y su hipocresía. Política fue también su novela más famosa, Oroonoko, publicada en 1688 y basada, como ya he dicho, en las observaciones, tal vez auténticas, hechas durante su estancia en la colonia de Surinam. Firmemente comprometida con la libertad del ser humano y en contra de la tiranía, Oroonoko está considerada la primera obra antiesclavista de la literatura inglesa.
Ese mismo año de 1688, Aphra Behn debió de sufrir una gran decepción cuando Jacobo II, que había llegado al trono a la muerte de su hermano Carlos II tres años atrás, huyó a Francia. El monarca católico, apoyado firmemente hasta entonces por los tories, no fue capaz de hacer frente al ataque de las tropas del estatúder de Holanda, Guillermo III de Orange, que había sido llamado por la facción whig del Parlamento. Podemos imaginar los sentimientos de la escritora: buena parte de la lucha de toda su vida personal y profesional había sido traicionada por la actitud cobarde de Jacobo. Su salud, siempre frágil, se vio seriamente afectada. Murió poco después, el 16 de abril de 1689. Tenía cuarenta y cinco años, y una vida agitada, intensa y productiva tras de sí. Fue enterrada en la abadía de Westminster, donde sólo eran acogidos los restos de personajes de prestigio: su actividad literaria y su esforzado apoyo a la monarquía debieron de unirse para que le fuese concedido semejante privilegio.
Algunos años antes, aquella mujer cuya parte masculina, como ella misma decía, ansiaba la fama, había escrito estas palabras: «Déjame llegar a ser como Safo y Orinda / ¡oh, sagrada ninfa!, por ti alguna vez adornada, / y concédeles a mis versos inmortalidad»[170]. Durante algunas décadas, la ninfa pareció respetar el deseo de Behn: sus poemas, obras dramáticas y novelas fueron reeditados en diversas ocasiones hasta mediados del siglo XVIII; a veces, según los vaivenes de la moralidad, fueron también censurados por gobiernos timoratos. Después, su obra desapareció de las librerías y las bibliotecas y, cómo no, de las historias de la literatura inglesa. Sólo Virginia Woolf, con su amor por las voces femeninas, rescató su nombre del olvido en la primera mitad del siglo XX y lo lanzó de nuevo hacia su ansiada inmortalidad.
Quizá durante su breve estancia en París en 1683, Aphra Behn pudiera haber conocido a algunas de las escritoras que triunfaban en el entorno de la corte de Luis XIV, como Mademoiselle de Scudéry, Madame de La Fayette o Madame D’Aulnoy. Francia vivía por entonces un momento de esplendor cultural, su Gran Siglo, al que en absoluto fueron ajenas las mujeres. Un número importante de damas de la aristocracia contribuyeron intensamente a la creación de un ámbito de civilización y refinamiento que al fin se expandía más allá del pequeño mundo de las cortes medievales o renacentistas para alcanzar las mansiones urbanas y, de alguna manera, democratizarse, incorporando en condiciones de igualdad a nobles, burgueses interesados por la cultura y artistas. Nacían así los salones femeninos, que hasta finales del siglo XIX se convertirían en toda Europa en espacios imprescindibles para el desarrollo intelectual y artístico, pero también de las ideas políticas.
Fue Madame de Rambouillet quien inauguró esa fecunda costumbre cuando, en 1610, abrió a sus inteligentes amigos las puertas de su palacio parisino, previamente diseñado por ella de tal manera que rompía con la tradición nobiliaria de los espacios de mera representación para crear un lugar adecuado al encuentro y la conversación, mediante salas que se prolongaban las unas en las otras y en las que muebles, chimeneas, objetos decorativos e incluso comidas y bebidas se ponían no al servicio de la ostentación y el protocolo, sino al de la comodidad de los invitados. El diseño del Hotel de Rambouillet contribuyó a cambiar las ideas establecidas hasta entonces sobre la vivienda privada —de la alta clase social, por supuesto— e hizo de aquella residencia el centro de reunión favorito de las personas más cultas de París, al que acudían desde Richelieu hasta Corneille, y donde se estrenaban composiciones musicales, se leían por primera vez las grandes obras del teatro clásico o se debatía sobre asuntos muy diversos bajo un lema significativo, «Savoir et savoir vivre» [«Saber y saber vivir»]. Ese lema ponía de relieve la importancia para aquel grupo de personas del conocimiento, pero también de la sociabilidad, un concepto fundamentalmente femenino que Madame de Rambouillet y sus muchas seguidoras al frente de numerosos salones en cualquier rincón de Europa pusieron en práctica con inteligencia y acierto.
Uno de los instrumentos que utilizaron aquellas damas parisinas del XVII en su esfuerzo de culturización de una sociedad demasiado volcada hasta entonces en el mundo bélico fue el del lenguaje. Ellas contribuyeron a refinar la lengua francesa, estableciendo conscientemente normas de uso que trataban de evitar una excesiva vulgarización del idioma y, a la vez, de dotarlo de profundidad y belleza en sus conceptos, vocabulario y construcciones. Pero en ese esfuerzo radicó precisamente su derrota: por supuesto, ninguna de aquellas mujeres fue nunca aceptada en la Académie Française, fundada por el cardenal de Richelieu en 1635 con el objetivo de ennoblecer la lengua. Además, cuando el excesivo cuidado lingüístico de algunas de ellas cayó en la utilización de ciertos tópicos hueros, pusieron en manos de muchos hombres —y también mujeres— el arma que necesitaban para despreciarlas y burlarse de ellas. Pronto se convirtieron en las «précieuses», las «amaneradas», damas que provocaban la risa y la sátira mordaz de muchos compatriotas, bien representadas en una de las más famosas comedias de Molière, Les précieuses ridicules [Las amaneradas ridículas].
Una de las «précieuses» satirizadas en esa obra y en otros textos de autores diversos fue Madeleine de Scudéry. A pesar del enorme éxito que conoció en vida —o tal vez a causa de él—, la imagen que Mademoiselle de Scudéry ha dejado en la historia francesa es realmente caricaturesca: una solterona fea y relamida, incluso apodada con sarcasmo «la virgen del Marais» (por el barrio de París en el que tenía su casa), que vivía rodeada de loros y camaleones y escribía unas novelas tan extensas como cursis. Una auténtica «précieuse ridicule». Sin embargo, la verdad es bastante distinta: si bien es cierto que las novelas de Scudéry (Artamenes o el gran Ciro y Clelia) no tienen gran interés para el público actual, fue una innovadora de la literatura. Renovó el género de la novela francesa, anclado hasta entonces en la temática pastoral, construyendo obras heroicas y galantes, intensas narraciones que, tras el decorado histórico, describían con viveza sucesos y personajes de la vida contemporánea. Mademoiselle de Scudéry fue una mujer inteligente, culta y animada, dotada de un gran sentido del humor y de capacidad para la ironía. Pero ninguna de esas cualidades le sirvió para evitar sentirse profundamente afectada por las burlas y sátiras generadas contra ella: después de la publicación de Clelia, en 1660, permaneció callada durante veinte años, hasta que en 1680 dio a la luz unas Conversaciones sobre temas diversos en las que apuntaba tendencias estéticas y morales que se adelantaban en varias décadas al espíritu prerromántico de Rousseau. Ni su inteligencia, su discreción, su buen hacer o el gran éxito de lectores obtenido en vida le sirvieron, sin embargo, para ganarse el respeto de los críticos franceses o de sus propios colegas.
Sin duda alguna el ejemplo de su desdichada amiga Madeleine de Scudéry debió de influir en el silencio que siempre mantuvo a su alrededor Madame de La Fayette, autora de una de las más hermosas novelas francesas jamás escritas, La princesse de Clèves [La princesa de Clèves]. Marie-Madeleine Pioche de la Vergne había nacido en 1634 en una familia perteneciente a la pequeña nobleza, pero con intereses culturales que le permitieron gozar de una buena educación y de un contacto temprano con escritores y pensadores. El segundo matrimonio de su madre con un caballero de un nivel social más elevado le facilitó además el acceso a la corte de Luis XIV y a los círculos intelectuales cortesanos, en los que fue bien recibida por su excelente preparación. A los veintiún años contrajo matrimonio con el conde de La Fayette, de quien se separó pronto de manera amistosa, estableciéndose desde entonces por su cuenta en París. Allí mantuvo de forma muy estrecha su relación con la corte —llegó a ser la favorita de Enriqueta de Inglaterra, cuñada del rey— y también con el mundo literario. Durante muchos años fue incluso la más estrecha colaboradora y amiga —quizá también amante— de Francois de La Rochefoucauld, uno de los escritores más famosos de su tiempo, al que muchos atribuyeron durante los dos siglos siguientes la autoría o, cuando menos, la inspiración y corrección de La princesa de Clèves: habiendo cerca un hombre de prestigio, ¿cómo aceptar que la creadora de una novela de calidad tan indiscutible pudiera ser simplemente una mujer?
Desde luego, la actitud de la propia Madame de La Fayette no favoreció precisamente el reconocimiento público: ya cuando en 1662, a los veintiocho años, editó su primera novela, La princesse de Montpensier [La princesa de Montpensier] lo hizo de manera anónima. Años más tarde colaboró con La Rochefoucauld y con un tercer amigo, Jean Renaud de Segrais, en la redacción de un nuevo relato, Zaïde. Pero también esta vez renunció a firmarlo. Y lo mismo hizo cuando apareció en 1678 su obra maestra, esa delicada historia de seducción, pasiones y culpa, que fue igualmente publicada sin nombre de autor. Aunque muchos rumores la señalaban a ella como autora de esas obras, Madame de La Fayette nunca quiso reconocerlo. Su actitud resulta desde luego extraña, pero no es difícil suponer sus razones: cuando ella comenzó a escribir, hacía años que venía desarrollándose la persecución contra las «précieuses» y, en general, contra todas las mujeres que tuvieran pretensiones de ser algo más que hijas, esposas y madres. Probablemente la condesa no tuvo la fuerza o la voluntad suficientes para enfrentarse a las burlas con las que solía ser recibida Madeleine de Scudéry. Reconocer su autoría podía significar poner en entredicho su nombre y su papel de gran dama tanto en la corte como en el propio ambiente literario, que la respetaba como mujer inteligente y culta pero que, muy probablemente, la habría despreciado como competidora. Madame de La Fayette no quiso o no pudo enfrentarse de tal manera a la sociedad de su tiempo. Y eso a pesar de haber escrito una obra extraordinaria, que inauguró la fecunda tradición francesa de la novela psicológica, luego continuada por tantos autores. Pero su temor y su inseguridad como mujer pudieron sin duda más que su orgullo de creadora. ¿Quién se atrevería a condenarla por su discreción?
No deja de ser significativo que la única mujer que sobrevivió sin problemas en aquel grupo de grandes escritoras francesas del siglo XVII fuera una aventurera, una persona, igual que Aphra Behn, de moralidad desenfadada, a quien probablemente no le importaba demasiado que su reputación fuera puesta en entredicho. Marie-Catherine le Jumel de Barneville, baronesa de Aulnoy, fue autora, entre otras muchas obras, de la interesante e inteligente Relación del viaje de España a la que me he referido al comienzo de este capítulo. Deliciosa narradora y astuta falsaria, la baronesa había nacido hacia 1650 en una familia de la pequeña nobleza de provincias, y a los quince o dieciséis años contrajo matrimonio con el barón de Aulnoy, un hombre mucho mayor que ella y mucho más rico. La madre de Marie-Catherine, ansiosa de obtener para su propia familia la fortuna del yerno, urdió un complot para acusarlo de alta traición; pero el asunto fue descubierto, sus cómplices ejecutados y las dos mujeres, madre e hija, se esfumaron de la escena francesa. La madre reapareció años más tarde en Madrid, donde trabajaba como agente doble para los servicios de espionaje español y francés. En cuanto a Marie-Catherine, no se sabe si estuvo o no implicada en la trama contra su marido —aunque éste se separó de ella y la desheredó—, pero lo cierto es que no volvió a hacer acto de presencia en París hasta veinte años después, alrededor de 1690, cuando comenzó a publicar. Ella sostenía que se había pasado esos años viajando por Europa. Fruto de sus viajes serían sus Memorias de la Corte de Inglaterra y dos obras sobre España, la Relación ya citada y otras Memorias de la Corte de España. Son libros magníficamente escritos, interesantes y amenos, llenos de curiosas observaciones sobre la vida cotidiana y de reflexiones profundas sobre la situación política, cargados también de crítica social. Pero la fantasía de la autora y su inexactitud en muchos datos históricos hace que se ponga en duda que realmente conociera ambos países. Si esto es cierto, Madame D’Aulnoy demuestra en esas obras, además de su gran talento como escritora, una capacidad innata y deslumbrante para la narración, pues su cercanía a los hechos y a los personajes hace creer al lector que en verdad estuvo allí. Así describe por ejemplo, en la Relación del viaje de España, un día de fiesta en Madrid: «Respecto al paseo del primero de mayo, es sumamente agradable ver a los burgueses y al pueblo sentados; unos en los trigos nacidos, los otros a orillas del Manzanares; algunos a la sombra, algunos otros al sol, con sus mujeres, sus hijos, sus amigos o sus amantes. Los unos comen una ensalada de ajo y cebolla; los otros, huevos duros; algunos jamón y hasta pollos. Todos beben agua y tocan la guitarra o el arpa. El rey [Carlos II] acude allí con don Juan, el duque de Medinaceli, el condestable de Castilla y el duque de Pastrana. Tan sólo vi su carroza de hule verde, tirada por seis caballos píos, los más bellos del universo, todos cargados de rizadores de papel dorado y lazos de cintas de color de rosa. Las cortinillas de la carroza eran de damasco verde, con una franja de oro, pero estaban tan bien cerradas que no se podía ver más que a través de los pequeños vidrios de las cortinas de cuero. Hay costumbre de que cuando el rey pasa se detengan y en señal de respeto corran las cortinillas, pero nosotras lo hicimos a la moda francesa y dejamos las nuestras abiertas, contentándonos con hacer una profunda reverencia. El rey advirtió que yo llevaba en mi compañía a una perrita que la marquesa de Alui, que es una señora muy amable, me había rogado llevase a la condestablesa Colonna; y como yo la estimaba mucho, me la enviaba de tiempo en tiempo. El rey me la hizo pedir por el conde de Arcos, capitán de la guardia española, el cual marchaba junto a su portezuela. Se la di al punto, y tuvo el honor de ser acariciada por su majestad, que encontró las pequeñas campanillas que llevaba al cuello y los pendientes de sus orejas muy de su gusto»[171]. ¿Realidad o imaginación?
Además de esos libros de viajes, D’Aulnoy publicó veintiocho volúmenes en total de géneros diversos, que incluyen novelas, relatos, cuentos de hadas, poemas, memorias y una selección epistolar, un género frecuentemente abordado en la literatura francesa por muchas mujeres que, como Madame de Sévigné, Ninon de Lenclos y tantas otras, supieron transmitir a través de sus cartas no sólo la manera de vivir de diversas épocas, sino también sus profundas e intelectualmente refinadas visiones del mundo. Madame D’Aulnoy llegó a ser una escritora de éxito, que pudo permitirse incluso, gracias a sus ganancias y su nombre, regentar uno de los salones de moda en París entre gentes no demasiado exigentes con las reputaciones propias o ajenas. Pero en 1699 se vio implicada en otro suceso desagradable, cuando el marido de una de sus amigas —que fue luego condenada a muerte— apareció asesinado a la puerta de su casa.
Además de haber sido una gran escritora, la baronesa de Aulnoy inauguró un nuevo género, el de los cuentos de hadas, al que dedicó tres libros. Estas historias fantásticas, inspiradas en parte en la tradición popular, giran alrededor de los personajes femeninos, heroínas activas y poderosas, implicadas en crisis de crecimiento y maduración. Los cuentos —que ella no escribió para un público infantil, sino adulto— le permitieron llevar más lejos que nunca su crítica a las estructuras sociales y su defensa de los derechos de la mujer, y crear un mundo metafórico lleno de fantasía y magia, pero también de humor y hasta sátira. Sin embargo, la memoria de Madame D’Aulnoy y de otras mujeres que la siguieron fue rápidamente borrada de la historia de la literatura, que atribuye a su contemporáneo Charles Perrault la creación de los primeros y mejores cuentos de hadas: nunca ha resultado fácil aceptar que una mujer haya sido la primera o la mejor en nada.