CAPÍTULO VI
Visionarias, místicas y herejes. El diálogo femenino con la divinidad

La virginidad de la que hablo es la integridad de la mente que se extiende al cuerpo: es una existencia totalmente incorrupta. No hay vida que se parezca más a la vida celestial que la de una virgen.

JUAN LUIS VIVES

Así, Jesucristo es nuestra Madre. De Él recibimos nuestra existencia, allí donde tiene su origen la Maternidad; con todas las dulces emanaciones de amor que de allí sin cesar derivan. Así como es cierto que Dios es nuestro padre, es igualmente cierto que Dios es nuestra madre.

MARGERY KEMPE

O santas o pecadoras. Durante siglos, la estructura moral sobre la que se basaba la civilización cristiana mantuvo a las mujeres ligadas a esas dos polaridades. La sociedad presionaba sobre cada una de ellas para que fuese un ejemplo de «virtudes»: castidad, sumisión, modestia, discreción, templanza, silencio… Quienes no alcanzaban la excelencia eran consideradas pecadoras, a veces sin remisión. Quienes sobresalían en ella, santas. Pero a menudo el límite que separaba las dos condiciones era confuso, farragoso y arriesgado como arenas movedizas, y el ansiado «camino de perfección» podía conducir a muchas mujeres —y también no pocos hombres— a convertirse en cuerpos torturados en las cárceles de la Inquisición o incluso en cuerpos carbonizados en sus hogueras.

Entre la santidad y la herejía, la diferencia era a menudo cuestión de levísimos matices. Sin embargo, a pesar del peligro, centenares de miles de mujeres vivieron durante buena parte de la historia de Europa consagradas a una intensa vida de fervor religioso, de búsqueda de lo divino y entrega a la oración o a la caridad, que convirtió a muchas de ellas en objeto de veneración y a otras muchas en seres sospechosos cuando no abiertamente condenados. Las razones para esa profunda espiritualidad son sin duda diversas y a veces incluso contradictorias: infinidad de mujeres aceptaban así llevar la existencia ejemplar que les exigía un mundo que, desde una remota antigüedad, consideraba la virginidad como el estado perfecto para el sexo femenino, la rara pureza que lo ligaba de una forma misteriosa a la divinidad. Otras muchas buscaban un consuelo para sus vidas llenas de desdichas, miserias y sometimiento. Pero un número nada desdeñable de ellas, como ya he indicado, se concedían a sí mismas de esa manera la posibilidad de desarrollar una existencia individual y acceder a través de la vida en religión al conocimiento, la intervención en la sociedad o el poder, evitando de paso tener que entregarse a la autoridad de un esposo desconocido y arruinar su salud y acaso su vida en incesantes embarazos y partos. Que el matrimonio podía llegar a convertirse en un auténtico infierno del que no resultaba posible escapar era algo sabido y aceptado. Teresa de Ávila se dirigía en su Libro de las fundaciones a las jóvenes monjas, haciéndoles ver que «no conocen la gran merced que Dios les ha hecho en escogerlas para sí y librarlas de estar sujetas a un hombre que muchas veces les acaba la vida, y pluga a Dios que no sea también el alma»[121]. Y fray Luis de León, en La perfecta casada, se esforzaba en convencer a las esposas maltratadas de que debían aceptar su destino no sólo con resignación, sino con orgullo: «¡Oh, que es un verdugo! Pero es tu marido. ¡Es un beodo! Pero el nudo matrimonial le hizo contigo uno. ¡Un áspero, un desapacible! Pero miembro tuyo ya y miembro el más principal»[122]. La entrada en religión significaba librarse cuando menos de esos peligros, aunque la vida en los monasterios y conventos femeninos fuese a veces muy dura, dependiendo de la orden de la que se tratase, y estuviera a menudo sometida a condiciones de pobreza mucho más extremas que las que solían darse en las casas de monjes.

De cualquier manera, ni disciplina ni pobreza parecían amedrentar a aquellas cohortes de mujeres dispuestas a entregarlo todo en nombre de la salvación de sus almas y quizá también de la libertad de sus cuerpos. De hecho, infinidad de damas de todas las edades procedentes de familias ricas y nobles eran capaces de renunciar a sus privilegiadas formas de vida y someterse a una existencia de privaciones. Un gran número de ellas llegaba incluso a huir de sus familias poderosas para consagrarse a la religión, como santa Clara, la compañera de san Francisco de Asís, o su hermana Agnes. Otras muchas vivían como una verdadera liberación la muerte de un marido impuesto por los progenitores y el consiguiente estado de viudedad, que les permitía acceder al claustro. Quizás uno de los casos más extremos sea el de Angela da Foligno, mística franciscana del siglo XIII, capaz de admitir que había rezado para que muriesen todos los suyos, incluidos sus propios hijos, y poder así entregarse a la voluntad divina: «Y para este tiempo Dios quiso que muriera mi madre, que era un gran impedimento para mí. Al poco tiempo, mi marido y todos mis hijos murieron. Y como había seguido el camino que ya he mencionado y le pedía a Dios que todos muriesen, sentí un gran consuelo cuando murieron. Desde entonces pienso que Dios hizo esto por mí, para que mi corazón siempre estuviese en el corazón de Dios y el corazón de Dios en el mío»[123]. Que semejante confesión no sólo no resultara vergonzosa, sino que fuera narrada con total naturalidad por la venerada y más tarde beatificada mística, pone de relieve la diferencia de criterios morales y sentimentales respecto al mundo actual: la fe estaba por encima de cualquier otro asunto terrenal, incluso por encima de los lazos familiares y del respeto a la vida y, a juzgar por ese texto, no sólo en lo tocante a las incesantes guerras de religión.

Pero no todas las mujeres que se entregaron a la vida espiritual lo hicieron a través de los cauces oficiales de las órdenes religiosas. Muchas de ellas, las más valientes, las más exaltadas o las más independientes, buscaron formas distintas de existencia. Durante la Edad Media fueron habituales las reclusas o emparedadas, mujeres que se encerraban voluntariamente de por vida entre cuatro paredes (en iglesias, cementerios o junto a las murallas de las ciudades) para dedicarse a la oración por la salvación de todos los pecadores. Su único contacto con el mundo era un estrecho ventanuco, a través del cual recibían los escasos alimentos que la caridad pública les otorgaba. A menudo se trataba de mujeres marginadas, viudas miserables, prostitutas arrepentidas, huérfanas sin recursos. Era frecuente que antes de recluirse se celebrase por ellas una misa de difuntos y se les diera la extremaunción. Realmente, eran auténticas muertas en vida, seres entregados a la pasividad más absoluta, a la total inacción.

Otras muchas mujeres, en cambio, trataban de mezclarse activamente y sin trabas en el mundo, y llevar así a cabo sus tareas de caridad o enseñanza, al margen de las órdenes religiosas. Ése era el caso de las beguinas, cuyos primeros grupos surgieron en los Países Bajos y Alemania en el siglo XIII para extenderse rápidamente por casi toda Europa, adoptando nombres y formas diferentes. En general, se trataba de mujeres que, sin necesidad de entregar la dote exigida en la mayor parte de las órdenes, hacían votos de castidad y pobreza y organizaban auténticas comunidades, teóricamente carentes de jerarquía, en las que todo se compartía. A menudo llegaron a gozar de un gran prestigio por sus virtudes y su santidad, y eran llamadas «maestras». Se dedicaban a trabajos como la enseñanza de niñas o la asistencia a los pobres y enfermos, una actividad especialmente valiosa en los frecuentes momentos de pestes. Una parte muy importante de sus actividades tenía que ver con todo lo relacionado con la muerte: acompañaban a los moribundos en sus últimas horas, amortajaban y velaban los cadáveres y muchos devotos consideraban que sus rezos por los difuntos eran especialmente valiosos para conducir sus almas desde el purgatorio hasta el cielo.

En los reinos de España, el beguinaje adquirió una forma particular, la de las comunidades de beatas, una palabra que ha permanecido en nuestra lengua con un carácter peyorativo. Su historia, sin embargo, es semejante en lo malo y en lo bueno a la de tantas mujeres que en toda Europa trataron de llevar una vida diferente a la que marcaban las normas, lo mismo las de las órdenes religiosas que las del matrimonio: pobreza, castidad, oración e intensa caridad eran siempre su camino. Antonia de Jesús, fundadora de un beaterío en el barrio granadino del Albaicín en el siglo XVII, cuenta en su autobiografía las condiciones casi miserables en las que voluntariamente vivían ella y sus compañeras: «Nuestra comida era lo más ordinario, pan y agua, y el día de mucho regalo hierbas cocidas, y aunque mi padre nos enviaba otras cosas como pescado y huevos, gastábamos poco en casa, porque se daba a los pobres»[124]. Ese era el espíritu de renuncia que reinaba en aquellas comunidades de mujeres diferentes. Pero fue precisamente su alejamiento de las pautas oficiales lo que supuso su final: sospechosas a menudo de herejes o, cuando menos, de poco fiables por su excesiva independencia, la Iglesia fue sometiendo poco a poco a las rebeldes beguinas y beatas, obligándolas primero a ponerse bajo la vigilancia de las órdenes religiosas y, finalmente, a profesar como monjas. La propia Antonia de Jesús terminó por transformar su beaterío en un convento de recoletas. Algunas de sus compañeras, más insumisas o dotadas de menos apoyos, cayeron en manos de la Inquisición: Marguerite Porete, beguina y mística francesa del siglo XIII, fue quemada en la hoguera por hereje, a pesar de lo cual su importante y hermoso libro Espejo de las almas sencillas aniquiladas conoció una gran difusión.

En los reinos de la península Ibérica, no fueron pocas las beatas perseguidas por el Santo Oficio. Uno de los casos más destacados fue el de Isabel de la Cruz, beata de Guadalajara, que vivió en la primera mitad del siglo XVI. Era el momento en el que en el seno de la Iglesia surgían diversas corrientes de renovación, que trataban de ordenar y limpiar una institución manchada por la corrupción, la incultura y la codicia de muchos de sus más altos dignatarios. De entre ellas, la Reforma llevada a cabo por Lutero y sus seguidores fue, sin duda, la más importante, la que pronto rompió la milenaria unidad de la Iglesia cristiana. Pero hubo otros movimientos que también se enfrentaron con valentía al poder de Roma y a los principios de ortodoxia establecidos desde allí. Isabel de la Cruz, mujer culta y dotada de un gran carisma, encabezó uno de esos fenómenos espirituales, la herejía de los alumbrados, que mostraban una profunda rebeldía frente a la estructura jerárquica eclesiástica y al peso del culto y de los sacramentos; acercándose en algunos puntos a los postulados de Lutero, la beata predicaba la relación directa y no mediatizada con Dios y el abandono total a su voluntad. Su creciente influencia, especialmente entre los profesores y estudiantes de la universidad de Alcalá, llegó a irritar de tal manera a la Inquisición —obsesionada por aquellos años en perseguir cualquier rastro de heterodoxia en los reinos de España—, que en 1523 fue arrestada y acusada de hereje junto con su discípulo predilecto, Pedro de Alcaraz. Las actas de su proceso se han perdido y se desconoce cuál fue la sentencia; sí se sabe, en cambio, que Alcaraz fue condenado a prisión perpetua, aunque se le liberó diez años después.

Todavía en fecha tan tardía como 1781, la temible Inquisición sevillana, muy activa siempre contra las mujeres, acusó a la beata invidente María Dolores López de santidad fraudulenta; condenada a muerte, se la ahorcó primero y después se quemó su cadáver en una pira ejemplar[125]. Ella fue una de las últimas víctimas de la tenebrosa institución de la Iglesia romana, que en España perduró hasta 1834.

Pero el Santo Oficio no persiguió solamente a aquellas mujeres que vivían al margen de las órdenes. Muchas monjas profesas fueron también sometidas a interrogatorios y torturas por un exceso de celo en las manifestaciones de su fe. Es de sobra conocido el caso de santa Teresa, que logró sin embargo salir bien parada de la encuesta sobre sus visiones y arrobos. Peor suerte corrió sor Magdalena de la Cruz, priora del convento de Santa Isabel de Córdoba, visionaria y mística, que fue encarcelada bajo sospechas de falsedad en 1544. Amenazada de torturas y gravemente enferma, terminó por confesar, como tantas veces ocurría, lo que los inquisidores querían escuchar: no sólo reconoció haber fingido sus éxtasis, sino que llegó a autoinculparse de haber hecho un pacto con el diablo a cambio de obtener honra y fama. Fue condenada a una afrenta pública, consistente en abandonar la cárcel de la Inquisición con una mordaza en la boca y una soga al cuello, y a permanecer encerrada el resto de su vida en un monasterio, degradada de cualquier cargo y aislada.

Algunas décadas después, algo parecido le sucedió a sor Luisa de la Ascensión, religiosa del convento de Santa Clara en Carrión de los Condes (Palencia), una monja que vivió rodeada de una creciente fama de santidad; su prestigio la llevó a ser consejera de muchos personajes importantes del reino, entre otros el propio monarca Felipe III, y se le adjudicaron decenas de milagros. Pero ni su popularidad ni sus relaciones con la corte impidieron que, en 1635, a la avanzada edad de setenta y cinco años, fuera arrestada por la Inquisición y sometida a intensos interrogatorios, en un proceso que fue seguido con gran interés en toda Castilla. Sor Luisa murió antes de que se dictase la sentencia, que resultó finalmente ser absolutoria, aunque se prohibió la reproducción de su imagen y la veneración de reliquias que tuvieran que ver con ella. Un caso parecido, aunque con peores resultados, fue el de sor María de la Visitación, monja lisboeta del siglo XVI, consejera también de hombres poderosos y condenada, por haber fingido fraudulentamente los estigmas, a prisión perpetua en un monasterio, silencio inquebrantable, mínima alimentación y a recibir azotes dos veces por semana, así como a ser maltratada por sus compañeras.

Monjas, beguinas, beatas, «espirituales» laicas entregadas con fervor a la vivencia de su religiosidad… Muchas de esas mujeres contribuyeron a desarrollar una forma de comunicación con la divinidad que, sin ser exclusivamente femenina, sí encontró en ellas maneras peculiarmente intensas: el misticismo. La experiencia de la unión con Dios a través de visiones, éxtasis, viajes del alma o conversaciones divinas arrebató durante siglos a miles de mujeres de toda Europa en un asombroso fenómeno de profunda raigambre tanto psicológica como cultural, difícil de definir y acotar. Que entre ellas existieran falsarias y fingidoras no se puede negar. Pero es igualmente cierto que la gran mayoría vivió convencida de la realidad de sus encuentros cara a cara con Dios, y lograron convencer además al mundo que las rodeaba y que las veía como elegidas del Señor, mediadoras entre el luminoso cielo y la tierra lúgubre y miserable.

¿Delirios de mentes sugestionadas? ¿Expresiones de la histeria propia de tantos seres de alas cortadas? ¿Alucinaciones de cerebros afectados por los largos ayunos, las feroces disciplinas que se autoimponían o la ingesta de brebajes alcohólicos y drogas tomadas como medicinas? ¿Verdades absolutas de una vida espiritual difícilmente comprensible desde la mirada del mundo actual? Las preguntas y las respuestas a esas manifestaciones pueden ser infinitas y, probablemente, nunca del todo definitivas.

Sin embargo, es posible extraer algunas conclusiones a través de los textos que muchas de ellas escribieron narrando sus experiencias. Las obras de Hildegarda de Bingen y Teresa de Ávila son sin duda las más conocidas, pero ellas son tan sólo dos de entre las muchas místicas que, al menos desde el siglo XII, buscaron comunicar sus vivencias a través de la escritura, creando una verdadera tradición de literatura religiosa por un lado y de autobiografías femeninas por el otro. Un género literario, por cierto —el de la introspección en el yo y la memoria de lo vivido—, del que se sirvieron también infinidad de mujeres laicas a lo largo de la historia, aunque la mayor parte de las veces no lo hicieran con la intención de ser publicadas, sino tan sólo con el ánimo de revelarse ante sí mismas o de dejar constancia de su existencia a sus descendientes, en ese ejercicio típicamente femenino, maternal, de transmisión del recuerdo y la experiencia.

El hecho de que tantas místicas dieran testimonio por escrito de sus vidas —aunque a menudo lo hicieran animadas en principio, como santa Teresa, por un confesor— pone ya de relieve una primera cuestión: la consciencia de su propia valía, del carácter excepcional y ejemplificador de sus vivencias, dignas de ser compartidas con otros. A menudo se sienten mujeres especiales, favoritas del Señor que las distingue con su amor, en una extraña mezcla de humildad frente a Dios y de orgullo de su propia condición ante los seres humanos. Christina Ebner, mística alemana del siglo XIV, narra en sus escritos sus conversaciones con la divinidad con palabras que llegan a rozar la soberbia: «Eres uno de los seres humanos a los que he otorgado más cosas extraordinarias desde el principio del mundo», le decía el Señor. Y también: «Te he dado más suavidad que a otros mil. Te he sacado de ti misma para llevarte a la vida divina. Te he considerado como una imagen mía. […] Mi nobleza te ha elevado. Mi altura te ha hecho alta. Mi favor está contigo. Eres uno de los seres humanos a través de los cuales puedo ahora hacer lo mejor en la tierra. […] Yo, noble fruto, he florecido de ti»[126].

El amor está siempre presente en la relación de las místicas con la divinidad. Un amor absoluto y obsesivo, como el que proclama en el siglo XV Catalina de Génova: «El puro y claro amor no puede querer nada de Dios, por muy bueno que sea, que signifique compartirlo, pues lo que quiere es a Dios mismo, que es todo pureza, claridad y grandeza; y si le faltase el más pequeño átomo, no podría darse por satisfecho e incluso creería estar en el infierno […]. He pues decidido, mientras viva, decirle al mundo: “En lo externo, haz de mí lo que quieras, pero en mi interior, déjame; pues ni puedo, ni quiero, ni querría poder querer ocuparme de nada salvo de Dios, que ha tomado para sí mi interior y lo ha encerrado en Él de tal manera que no quiere abrírselo a nadie. Debes saber que lo que Él hace es devorar interior y exteriormente a su criatura humana; y cuando ésta se halle consumida por entero en Él, ambos saldrán de este cuerpo y ascenderán, unidos, hacia la patria. Así pues, no puedo ver en mi interior ninguna otra cosa que no sea Él, pues Él no deja entrar a nadie más, y a mí misma menos que a los demás, pues soy su enemiga”»[127].

El amor de las místicas a menudo supera la índole de lo estrictamente espiritual para expresarse en términos de pura sensualidad, de amor físico y, por lo tanto, humano: muchas de ellas consideran a Jesucristo como su esposo y sueñan, imaginan, anhelan establecer con él una unión que podemos calificar de plenamente erótica, tal vez como efecto de la sublimación de sus deseos reprimidos. Los testimonios a este respecto son numerosos e inequívocos. Santa Brígida de Suecia confesaba en el siglo XIV que, tras la muerte de su marido, Jesús se le presentó para tomarla como mujer: «Te he escogido y te he traído a mi lado para poder revelarte mis secretos según mi voluntad. […] A ti, por lo tanto, mi esposa, pues no hay nada que desees excepto a mí, pues desprecias todas las cosas por mí, no sólo hijos y padres sino honores y riquezas, yo te daré una recompensa dulce y preciosa: no te doy oro ni plata, sino a mí mismo como marido, Yo, que soy el rey de la gloria»[128]. Margery Kempe, mística inglesa del siglo XV, fue igualmente visitada por Jesús, que se le apareció «en forma de hombre, el más guapo y hermoso y digno de ser amado que jamás se haya visto». Él le propuso ser su esposo y, a la vez, su hijo: «Tómame como tu esposo, como tu bien amado y como tu hijo querido y seré amado como un hijo es amado por su madre y así me amarás tú, hija, como una buena esposa debe amar a su marido»[129]. Es preciso añadir, para tratar de comprender las extrañas analogías de Kempe, que era una mujer casada, madre de catorce hijos —el nacimiento de cada uno de los cuales supuso para ella una verdadera tortura física y anímica—, y que había renunciado a la vida de familia para entregarse a su fervor espiritual, a través del cual pareció encontrar una rara sustitución de su anterior papel en la vida. Mechthilde de Magdeburgo, maravillosa escritora alemana del siglo XIII, describe con detalle e intensidad poética el anhelado encuentro entre el alma, a la que llama «la amante», y el Señor, «el Príncipe». Tras un largo camino recorrido por la amante, ambos se reúnen al fin en «el lecho del amor», donde el Señor le ordena desnudarse. «“Señor —dice el alma—, soy ahora un alma desnuda y tú en ti mismo un Dios espléndido. Nuestra unión es una alegría eterna sin muerte”. Y entonces una calma bienaventurada se extendió sobre ellos. Él se entrega a ella y ella se entrega a Él. Lo que ocurre entonces, ella lo sabe, y no es preciso contarlo. Pero no puede durar mucho. Cuando dos amantes están juntos en secreto, a menudo se ven obligados a separarse rápidamente[130]». Santa Catalina de Siena, en el siglo XIV, celebra su boda con Cristo teniendo como testigos a la Virgen María, Juan el Evangelista, san Pablo, santo Domingo y el rey David. Según su confesor y biógrafo, Jesús, «que llevaba un anillo de oro adornado con cuatro preciosísimas perlas y un riquísimo diamante, lo puso en el anular de Catalina, diciendo estas palabras: “Y ahora te desposo conmigo con una fe que durará desde esta hora por siempre inmutable, hasta que en el glorioso tálamo nupcial del cielo, en perfecta unión conmigo, en bodas sempiternas, cara a cara te sea lícito verme todo y gozarme”»[131].

El camino hasta llegar a esa perfecta unión místico-erótica con la divinidad estaba lleno de duras pruebas que las propias místicas solían autoimponerse: bajo la pretensión de revivir los martirios de Cristo durante la Pasión, aquellas mujeres se torturaban incesantemente con ayunos larguísimos, privaciones de todo tipo, noches sin dormir, rezos durante horas y horas y, por supuesto, extremas disciplinas, mortificaciones y hasta mutilaciones de sus propios cuerpos de mujer, los cuerpos malditos de los doctores de la Iglesia, cuerpos tentadores para los hombres e inclinados por naturaleza al pecado, de los que ellas parecían renegar y a los que castigaban con rigor extremo, negándoles su condición de materia y, específicamente, de materia femenina, sexuada. Algunos casos conocidos son realmente estremecedores: Colomba da Rieti llevaba bajo su camisa de esparto unas cadenas cubiertas de púas que pinchaban incesantemente sus pechos y sus caderas. Francesca Bussi —que estaba casada— se flagelaba con una soga llena de clavos, y llegó a quemarse los genitales con cera ardiente en una extrema negación del placer sexual. Margherita da Cortona desarrolló tal odio contra su propia belleza que se mutiló la nariz y el labio superior con una cuchilla. Angela da Foligno bebía el agua con la que había lavado previamente a los leprosos a los que cuidaba. Y santa Catalina de Siena vivió desde adolescente encerrada en su habitación, con el pelo rapado, con una cadena atada fuertemente alrededor de sus caderas cubiertas de llagas y llena de pústulas y heridas; sólo se alimentaba de agua, un poco de pan y hierbas crudas; murió de inanición a los treinta años.

Uno de los casos más sorprendentes es el de la noble extremeña Luisa de Carvajal y Mendoza, evangelizadora católica en la Inglaterra protestante del siglo XVI, que fue sometida durante su adolescencia a terribles sesiones de sadismo por parte de su tutor, el marqués de Almazán. En su autobiografía, ella no sólo lo cuenta con naturalidad, sino que llama a su torturador «mi buen tío», dando a entender que los latigazos sobre su cuerpo desnudo y las demás barbaridades cometidas por aquel pervertido habían sido buenas para su desarrollo espiritual, a pesar de reconocer el sufrimiento que habían significado en su momento para ella: «Y muchas veces me pareció que no pudiera sentir más la misma muerte, y más cuando se resolvía en que la disciplina fuese de los pies a la cabeza, con una toalla puesta por la cintura, de la manera que se pinta un crucifijo, y atada a una columna que para eso había hecha a propósito, y los pies en la tierra fría, y una soga de cáñamo a la garganta, con cuyos cabos se ataban las muñecas y manos a la columna»[132]. Todos estos ataques contra sí mismas, que hoy en día serían sin duda considerados síntomas de serios problemas psicológicos, eran en cambio vistos por sus contemporáneos como tantas pruebas de la santidad de esas mujeres capaces de superar el estadio terrestre corporal, de igualar al Hijo de Dios en su dolor y llevar sufridamente su alma hasta los cielos, en un proceso de salvación que beneficiaba a todos y cada uno de los cristianos, y especialmente a sus devotos.

La negación del cuerpo y la multiplicidad de manifestaciones patológicas relacionadas con él están incesantemente presentes en la vida de las místicas. Enfermas la mayor parte de ellas a causa de sus propios malos tratos, sus cuerpos padecen además de manera especial en los momentos de éxtasis: fuego en las entrañas, dolores de corazón, jaquecas terribles, llantos irrefrenables, parálisis de los miembros, incapacidad para hablar, ceguera temporal o estados catatónicos son fenómenos que las acompañan siempre en sus momentos de rapto, y que se repiten una y otra vez en sus textos. «Otras veces [el éxtasis] da tan recio —cuenta expresivamente Teresa de Ávila—, que eso [rezar] ni nada no se puede hacer, que corta todo el cuerpo, ni pies ni brazos no puede menear; antes si [el cuerpo] está en pie se siente como una cosa transportada, que no puede ni aun resolgar [resollar]; sólo da unos gemidos, no grandes, porque no puede más.»[133] En ocasiones, por el contrario, el éxtasis les procura una energía más allá de todo lo previsible. Así le ocurría a la mística italiana del siglo XVI Maria Maddalena de’ Pazzi, según su confesor y biógrafo: «A veces la invadía un ardor tan grande que no podía mantenerlo oculto en su pecho, y se le estallaba en el rostro, en las acciones y las palabras. Ella, a la que de ordinario veíamos débil a causa de sus penitencias, abatida, pálida y demacrada, recuperaba la fuerza cuando era sorprendida por las llamas del amor, y su rostro se volvía redondo y sonrosado, sus ojos eran como dos estrellas brillantes y su mirada serena y alegre como la de un santo ángel. […] Entonces, durante sus accesos, la veíamos correr rápidamente de un lugar a otro; como loca de amor atravesaba el claustro exclamando a voces: “Amor, amor, amor”. Y como no podía soportar tan gran abrasamiento de amor, decía: “¡Oh, Señor mío, no más amor, no más amor!”»[134].

Pero más allá de los síntomas de enfermedades de todo tipo y de los fenómenos psicosomáticos, los cuerpos de las místicas parecen ser capaces de trascender las limitaciones de la materia y generan a veces sucesos suprarreales, milagrosos: Magdalena Beutler, monja de Friburgo del siglo XV, permaneció como muerta ante el altar de su convento durante veinticuatro horas, observada por una multitud de feligreses a la espera de algún acontecimiento extraordinario, que se produjo en efecto cuando, al iniciarse en el templo la recitación de la Pasión, la muerta en vida lanzó un grito terrible y en sus pies y en sus manos se abrieron las heridas de los clavos de Cristo, de las que manó sangre. La estigmatización, es decir, la reproducción en sus propias carnes de los estigmas de Jesús, fue un fenómeno relativamente frecuente entre las místicas. Igual que la levitación, que Catalina de Siena describió de esta manera: «Con frecuencia mi cuerpo se levanta de la tierra por la perfecta unión del alma con Dios, cual si el cuerpo pesado se volviese ligero. Mas no es porque haya perdido su gravedad, sino porque la unión que el alma ha hecho con Dios es más perfecta que la unión entre el alma y el cuerpo; y por ende, la fortaleza del espíritu, unida en mí, alza del suelo la gravedad del cuerpo»[135]. Algunas místicas vivieron incluso el fenómeno de la bilocación, siendo visto su cuerpo en lugares muy lejanos de aquellos donde se encontraban. Así le ocurrió a sor María de Jesús de Agreda, abadesa del convento de concepcionistas franciscanas de esa villa soriana, consejera del rey Felipe IV, quien, a pesar de no haber salido jamás de los muros de su claustro, evangelizó en Nuevo México y Texas a multitudes de indios que, después, acudían a solicitar el bautismo a los misioneros franciscanos presentes en la región. El asunto fue investigado por la Inquisición, que terminó por aceptarlo. Ella misma contó que era llevada hasta aquellas lejanas tierras sobre las alas de san Miguel, acompañada por una cohorte de ángeles custodios.

Transgresión de la materia, aspiración de amor absoluto de la divinidad, el misticismo es por ello mismo una forma de pensamiento sobre y hacia la muerte, deseada con ansia por esas mujeres que aspiran a la definitiva unión con el Esposo divino en la eternidad, a la liberación definitiva del insoportable peso en sus vidas de lo corporal. Estas palabras de Ana de San Bartolomé, seguidora de santa Teresa, lo dicen todo en su sencillez: «Pues morir es la verdadera vida del alma». La mayor parte de la literatura mística femenina hace hincapié en ese empeño de total fusión con el amado, y las conversaciones con el Señor a menudo tienen como conclusión final la promesa de la gloria pronto compartida. Los versos tan conocidos de Teresa expresan sin duda con perfección poética ese anhelo: «Vivo sin vivir en mí / Y tan alta vida espero / Que muero porque no muero».

Teresa de Ávila es la única religiosa española cuyos escritos han trascendido los siglos, conservando íntegra su fama literaria y su prestigio espiritual. Sin embargo, ella sólo fue una de las muchas monjas que en los conventos y los monasterios de la Península se dedicaron a las letras, en una larga genealogía que, por lo que conocemos, arranca en el siglo XV con Teresa de Cartagena e Isabel de Villena[136] y llega hasta el siglo XVIII. La mayor parte de esos escritos se han perdido o yacen ocultos en lugares recónditos de los claustros femeninos. Aun así, han podido recuperarse numerosos textos que constituyen un conjunto de obras de calidad diversa, pero que testimonian el alto nivel cultural de muchas monjas españolas y su interés por buscar una voz propia a través de la cual transmitir no sólo sus sentimientos y su fe, sino también sus conocimientos. Además de las numerosas autobiografías y de los escritos propiamente místicos, el afán literario de esas mujeres se expresa fundamentalmente mediante poemas, dramas sacros, vidas de santos o de monjas fundadoras y cartas.

Tras Teresa de Cartagena e Isabel de Villena, una de las primeras monjas escritoras que conocemos es Juana de la Cruz. En contra de lo habitual, Juana no pertenecía a ninguna familia noble o poderosa, sino que era hija de labradores modestos. Había nacido en 1481 en el pueblo de Azaña, en Toledo. A los quince años huyó del matrimonio concertado por su padre y, carente de dote para ingresar en una orden religiosa, entró en la comunidad de beatas de Cubas, que ya habían sido puestas por entonces bajo la vigilancia franciscana. A partir de ese momento se intensificaron las visiones y los arrobos místicos que aseguraba haber vivido desde pequeña. Pero Juana no se limitó, como la inmensa mayoría de las místicas, a dejar por escrito sus experiencias. Ella fue más allá, atreviéndose a transgredir la norma que impedía a las mujeres predicar, y estableció la costumbre de pronunciar ante un público cada vez más numeroso una serie de discursos, setenta y dos de los cuales serían tiempo más tarde recogidos en el llamado Libro del conorte. Utilizando el recurso que siglos atrás ya usara Hildegarda de Bingen, Juana afirmaba que era el Espíritu Santo quien hablaba a través de ella, elegida por él como mediadora para comunicarse con los seres humanos. Durante algunos años pudo proseguir su actividad sin conflictos con la jerarquía eclesiástica, gracias fundamentalmente al apoyo del cardenal Cisneros y al hecho de que se mantuvo siempre dentro de los límites estrictos de la ortodoxia. Sin embargo, con el pretexto de que a través de sus discursos la beata podía estar aspirando a lograr una notoriedad inapropiada para una mujer, la Iglesia terminó por prohibir la presencia de público en sus «sermones» y, finalmente, ella y todas sus compañeras de Cubas fueron obligadas a profesar como monjas de clausura.

Corrían en efecto por aquel entonces tiempos cada vez más duros para la independencia, siempre relativa, de las religiosas. Primero fue Cisneros quien, animado por Isabel la Católica, llevó a cabo a finales del siglo XV una profunda reforma tanto de las órdenes monásticas como del clero secular. Esta reforma encontró una fuerte resistencia en diversos conventos femeninos: bajo la excusa de terminar con las costumbres demasiado mundanas existentes en gran número de ellos, Cisneros y la reina sometieron a las religiosas a normas mucho más rígidas y las presionaron para encerrarse en los claustros, intensificando además la vigilancia masculina sobre ellas y limitando estrechamente sus lecturas con la prohibición de que ningún libro que no fuera de contenido religioso pudiese ser introducido en los conventos. La resistencia fue especialmente importante entre las clarisas, dedicadas activamente a la asistencia a los pobres y a los enfermos y con una larga tradición de vida intelectual. Sin embargo, la renovación encabezada por Cisneros terminó por imponerse y triunfó definitivamente a partir del Concilio de Trento, con la obligación ineludible de la clausura total y el sometimiento absoluto al confesor. El Concilio se reunió en tres etapas, entre 1545 y 1563, con la idea de poner orden en una Iglesia que había sido rota por la Reforma luterana. Aquella Contrarreforma, como fue llamada más tarde, estructuró formal e ideológicamente el catolicismo, dejando aún menos espacio a la heterodoxia.

A pesar de todo, los preceptos cada vez más represores no lograron acabar con la actividad literaria de las religiosas españolas, y los siglos XVI y XVII vieron nacer entre los muros de los conventos una gran cantidad de obras de alto nivel, entre las que se cuentan, por supuesto, las de santa Teresa de Jesús, estrecha colaboradora del espíritu reformista de los tiempos, que sirvió de ejemplo a muchas de aquellas mujeres empeñadas, a pesar de todo, en comunicarse con el mundo que las rodeaba.

Una de las más prolíficas fue sor Hipólita de Jesús Rocaberti, de familia noble barcelonesa, que vivió entre 1549 y 1624; fue monja dominica en el convento de Nuestra Señora de los Ángeles y autora de veinticuatro tomos de poemas, obras devocionales y textos místicos, imbuidos del espíritu de la Contrarreforma trentina; gracias al apoyo de su tío, arzobispo de Valencia, sus obras fueron publicadas y lograron una gran difusión. Dominica y barcelonesa fue también Juliana Morell, nacida a finales del siglo XVI, y mujer de preparación y talento singulares; siendo aún una niña, su padre fue acusado de homicidio, y la familia se refugió en Francia, donde ella pasaría el resto de su vida; su formación intelectual, a cargo de su padre, fue tan intensa que a los diecisiete años dominaba catorce idiomas y tenía profundos conocimientos de filosofía, teología, jurisprudencia y música; lo extraordinario de su saber la llevó a confrontarse en diversas disputas filosóficas públicas con otros humanistas e hizo que, a pesar de su sexo y su juventud, se le concediera el grado de doctora en el palacio Pontificio de Aviñón; sin embargo, Juliana fue una de aquellas mujeres letradas que prefirieron la vida en el claustro a un matrimonio que probablemente la habría alejado de toda actividad intelectual; profesó pues en el convento de dominicas de Santa Práxedes de Aviñón, del que llegó a ser priora, y allí desarrolló su obra literaria, traduciendo textos del latín al francés y creando en este idioma diversos tratados devocionales y estudios históricos sobre su orden.

A caballo entre el siglo XVI y el XVII vivió sor Valentina Pinelo, agustina del rico convento de San Leandro de Sevilla, donde se educó desde los cuatro años. En 1601 se publicó su Libro de las alabanzas y excelencias de la gloriosa Santa Anna. Siguiendo la tradición iniciada cien años atrás por Isabel de Villena en su Vita Christi, sor Valentina reivindica en su escrito la genealogía femenina de Cristo a través de la figura de su abuela y su madre, a las que considera copartícipes en la obra de la Redención. Mujer culta y acaso más atrevida que su antecesora, critica el discurso patriarcal judeo-cristiano, presente cómo no en las Sagradas Escrituras, y la tradición de las genealogías basadas exclusivamente en la filiación paterna. En el prólogo de su obra defiende además con ardor la capacidad y el derecho de las mujeres a la creación literaria.

Sor María de Jesús de Agreda, que vivió entre 1602 y 1645, fue sin duda una de las monjas más influyentes de la historia de España. Hija de una familia muy piadosa de origen judío converso del pueblo de Agreda, en Soria, profesó a los diecisiete años en el convento de clarisas de la Concepción, fundado por su propia madre, de la que sor María de Jesús heredó un carácter decidido. Enseguida se iniciaron sus experiencias místicas, visiones y éxtasis, que rápidamente fueron conocidos en toda la Corona, dándole fama de santa. Ya he contado cómo la Inquisición investigó, con resultado favorable para ella, sus supuestas apariciones a los indios de México, más que probable invención utilizada en la disputa por la evangelización de aquellas tierras entre los frailes de su orden franciscana y los jesuitas. A pesar de este aspecto cuando menos extravagante de su vida, sor María de Jesús fue una mujer culta y de intensa actividad intelectual. Además de una autobiografía incompleta, escribió diversas obras místicas y piadosas: Escala para subir a la perfección, Leyes de la esposa, Opúsculos y La mística ciudad de Dios, su libro más importante. En él narra la «historia divina de la Virgen, Madre de Dios, dictada y manifestada por la misma Señora a su esclava sor María de Jesús». Nos encontramos pues de nuevo ante la defensa de la genealogía femenina de Cristo y del papel activo de su madre en la Redención. Quizá por temor a la Inquisición, ella misma destruyó la obra, aunque años más tarde volvió a redactarla. Sus temores resultaron ser acertados: publicada después de su muerte, la obra fue puesta en el índice de libros prohibidos de 1681 y condenada por la universidad parisina de la Sorbona en 1696; esas suspensiones hicieron que se paralizase el proceso de beatificación que se había iniciado tras su fallecimiento en 1665.

Pero si el nombre de sor María de Jesús de Agreda se ha conservado en los libros de historia no ha sido por su obra literaria, sino por su relación epistolar con el rey Felipe IV. Atraído por su aura de santidad, el monarca la visitó en su convento en 1643. En ella encontró una inteligente consejera y, sobre todo, una mediadora entre Dios y él. Aquel hombre sin duda culto y afable vivió inmerso siempre en sus patológicas debilidades e indecisiones, y se debatió entre paralizantes sentimientos de culpa, terminando por ser el torpe soberano de un imperio que se desmoronaba rápidamente, sin que el timorato rey supiera hacer nada para remediarlo. Sor María de Jesús fue para él una voz consoladora en las derrotas militares, las crisis económicas o políticas, las enfermedades y las muertes de su esposa Isabel de Borbón y de nueve de sus trece hijos legítimos[137], y fue especialmente una vía segura hacia la ansiada salvación. «Salí de Madrid desvalido —le escribe en una de sus primeras cartas—, sin medios humanos, fiando sólo en los divinos. Fío muy poco de mí, porque es mucho lo que he ofendido a Dios y le ofendo, y así acudo a vos para que me cumpláis la palabra que me disteis de clamar a Dios por mí.»[138]

La correspondencia entre el rey y la monja duró veintidós años, hasta la muerte de Felipe, ocurrida en 1665, unos meses antes que la de sor María de Jesús. Se conservan en total seiscientas cartas, un intenso epistolario en el que ella, igual que siglos atrás había hecho Hildegarda de Bingen al dirigirse a los reyes y emperadores, se justifica siempre por su ignorancia femenina, pero a la vez, como intermediaria de Dios, hace llegar al rey sus consejos sobre asuntos de todo tipo, desde política internacional hasta economía. Como buena parte de sus contemporáneos, ambos comparten la idea de que las desdichas del reino se deben al mal comportamiento de sus pobladores y, especialmente, de sus dirigentes. Sin embargo, a pesar de su exaltada creencia en la Providencia, la religiosa parece mantenerse al tanto de la realidad terrenal; sus llamadas de atención tienen siempre un profundo contenido moral y no duda en reprender a aquellos a los que considera errados, por muy elevada que sea su posición, recordando una y otra vez en sus consejos la obligada protección de los más débiles: «Mande V. M. expresamente a sus ministros —le escribe en 1661— que castiguen lo que los ricos y poderosos supeditan a los pobres, tomándoles y usurpándoles sus haciendas; que los ministros inferiores hagan justicia con igualdad y equidad; que castiguen vicios inmundos y todo género de pecado; que el Gobierno de esta Corte tome buena forma; y, por amor de Dios, que se moderen algunos tributos de los pobres, que me consta que han desamparado algunos lugares y que con pan de cebada y hierbas del campo se sustentan y se despechan mucho. […] Tantas mudanzas de moneda son dañosísimas, porque como es el tesoro de los hombres, que le granjean con el sudor de su rostro, le tienen muy asido y se aíran en tocándoles en él, con que se inmutan o hay grandes peligros de inmutarse. Muchos sujetos tiene V. M. de grandes cabezas, desinteresados, que informarán de estas verdades; yo no lo estoy de nadie, sino que la fuerza de mi interior y lo que amo a V. M. me compele a decir esto»[139].

Aunque su fama no fue tan grande como la de sor María de Jesús, quizá la escritora religiosa más importante del siglo XVII español sea sor Marcela de San Félix, que sin duda heredó parte del talento de su genial padre, Lope de Vega. Sor Marcela había nacido en Toledo en 1605, fruto de los amores adúlteros del mujeriego dramaturgo con la actriz Micaela Lujan. Tanto ella como su hermano Lope Félix fueron criados durante su niñez por una sirvienta; sólo en 1613, al morir su segunda esposa, Lope de Vega se los llevó a ambos a su casa. La niña aprendió entonces, de manos de su propio padre, a amar la literatura y a practicarla ella misma. El cariño y la admiración que debía de sentir por él los demuestra al adoptar su nombre en religión, pues se pone bajo la advocación del santo correspondiente al primer patronímico del escritor, Félix. Fue a los dieciséis años cuando profesó, parece que por voluntad propia, en el convento de las trinitarias descalzas de Madrid. La dote imprescindible se la proporcionó el duque de Sessa, protector de Lope de Vega.

En el convento, sor Marcela desempeñó diversos cargos, y allí falleció a una edad muy avanzada para la época, los ochenta y dos años, en 1687. Entretanto, creó una obra literaria de gran calidad, en la que se mezclan poemas y piezas dramáticas en forma de coloquios entre personajes alegóricos —el alma, la oración, la paz, el amor divino—, a las que algunos críticos consideran los modelos originales de un género literario característico, el del teatro conventual, que representaban las propias monjas en sus fiestas y en momentos especiales del año. Si en los coloquios sor Marcela trata asuntos estrictamente religiosos y doctrinales, en su obra poética se muestra en cambio a menudo como una mujer de espíritu vivaz y llena de sentido del humor. Suele inspirarse en los pequeños acontecimientos del convento, dedicando versos a las nuevas monjas, a la muerte de alguna de ellas o incluso al jardín. En sus loas —obras dramáticas en un solo acto—, llega incluso a burlarse con gracia bienintencionada de la situación de pobreza del convento y de las mezquindades de las religiosas, especialmente de las provisoras, las encargadas de la despensa, cargo que ella misma desempeñó durante algún tiempo. Estos versos, por ejemplo, pertenecen a su Loa en la profesión de la hermana Isabel del Santísimo Sacramento: «El otro día apostaron / la madre ministra y ella, / a cuál haría más actos / de escasez y de miseria. / Y sucedió un caso raro / que pide atención entera, / que entrambas a dos ganaron / y quedaron muy contentas»[140]. Pero la poeta es igualmente capaz de expresar su profunda devoción en excelentes versos de la mejor estirpe castellana: «Con cuatro nudos, amor / divinamente la enlaza; / prisiones son, pero dulces, / que más que afligen, dilatan. / ¡Oh, mil veces venturosa / quien güella con tanta gala!»[141]. Sin embargo, la ingeniosa y animada sor Marcela tampoco se libró del miedo a la Inquisición y, según parece, quemó parte de sus obras por indicación de su confesor, que tal vez las consideraba demasiado atrevidas para una modesta monja madrileña, por muy inspirada hija de genio que fuera.

Un caso especial dentro de la literatura religiosa española, pues nunca llegó a ser monja, lo constituye Luisa de Carvajal y Mendoza, a la que ya he mencionado por los castigos corporales que recibía de su sádico tío, Francisco Hurtado de Mendoza, marqués de Almazán. Como la mayor parte de las mujeres doctas de esos siglos, pertenecía a la más alta nobleza, y se crió de niña en el Alcázar madrileño, donde su tía, doña María Chacón, era camarera de las hijas de Felipe II. Aunque nunca tomó los hábitos, fue sin duda una de las damas espiritualmente más exaltadas de la España de la Contrarreforma. Tras pasar muchos años sometida a las torturas de su tutor, que sólo terminaron con la muerte de éste en 1592, Luisa de Carvajal decidió entregarse al espíritu religioso, inevitablemente tortuoso, que había sentido crecer dentro de ella en medio de sus sufrimientos y humillaciones. Sin embargo, no quiso ingresar en ningún convento. ¿Acaso su tío había llegado más lejos en su relación de lo que ella misma confiesa en su autobiografía? Es una probabilidad no descartable: quizás aquella mujer de veintiséis años ya no fuera virgen, o sintiera al menos su cuerpo tan ensuciado por manos masculinas que no se atreviera a profesar. Sí se sabe, cuando menos, que nunca soportó ser tocada, acariciada o abrazada por nadie y que, antes de morir, expresó claramente el deseo de que su cadáver no fuera exhumado bajo ningún concepto. Lógicas consecuencias de las perversas prácticas del marqués de Almazán. Fuera como fuese, Luisa de Carvajal permaneció fuera del claustro, residiendo en su propia casa. Allí reunió a su alrededor una pequeña comunidad de mujeres célibes, mantuvo una estrecha relación con los miembros de la joven orden de los jesuitas y, sostenida espiritualmente por ellos, hizo votos de pobreza, obediencia y martirio. Según confiesa en su autobiografía, la idea de convertirse en una mártir —sin duda provocada por las anormales experiencias de su juventud— la perseguía desde los dieciséis años. Y hacia el martirio voluntario se lanzó, exaltada, cuando en 1605 decidió partir a Londres.

Desde la década de 1530, Enrique VIII, decidido a resolver sus problemas matrimoniales y aprovechando el cisma creado por la Reforma de Lutero, había impuesto en Inglaterra la Iglesia anglicana. Luisa de Carvajal llega al país el mismo año en que se descubre un complot católico que había intentado acabar con el rey Jacobo I y con el Parlamento en pleno colocando barriles de pólvora bajo la sala donde se hallaban reunidos. Así pues, corrían malos tiempos para los católicos británicos, que habían provocado con su intento terrorista el odio y la represión de las instituciones. Sin dejarse amilanar, ella recorre las prisiones visitando a los sacerdotes y fieles encarcelados, evangeliza, funda comunidades de mujeres católicas y una y otra vez exhibe en público su fanática fe. Finalmente, en 1613, es detenida. Su encarcelación provoca por cierto una de las primeras manifestaciones femeninas que se recuerdan, cuando las esposas de varios embajadores europeos, acompañadas por muchas simpatizantes, acuden a las puertas de la prisión para exigir su liberación. El asunto llegó a causar una verdadera crisis diplomática entre España e Inglaterra. Al cabo de unos meses, el embajador español logró sacarla de la cárcel, aunque no se le permitió trasladarse a España. Enferma y deprimida, murió poco tiempo después, en 1614, a los cuarenta y ocho años. Pero ni siquiera entonces se resolvió el problema de su regreso, de manera que el cuerpo hubo de permanecer durante mucho tiempo insepulto en la propia casa del embajador, dentro de un ataúd de plomo, hasta que pudo ser llevado a escondidas al convento de la Encarnación de Madrid. Allí se conservan, además de sus restos, parte de los manuscritos de su obra literaria, que incluyen su Vida espiritual o autobiografía, en la que narra con total inocencia las prácticas sádicas de su «buen tío», y el extenso epistolario enviado desde Londres a sus amigas de Madrid, en el que da cuenta de sus muchos esfuerzos a favor del catolicismo sin olvidarse de describir las menudencias de la vida cotidiana en aquella ciudad que sentía tan extraña como enemiga, incluso en lo gastronómico. Se conocen además varios poemas suyos que fueron publicados después de su muerte, versos intensos dedicados a Dios y a Jesucristo, en los que la autora se llama a sí misma Silva. Este es uno de sus Sonetos espirituales, titulado «De sentimientos de amor y ausencia profundísimos»: «¿Cómo vives, sin quien vivir no puedes? / Ausente, Silva, el alma, ¿tienes vida, / y el corazón aquesa misma herida / gravemente atraviesa, y no te mueres? / Dime, si eres mortal o inmortal eres. / ¿Hate cortado Amor a su medida, / o forjado, en sus llamas derretida, / que tanto el natural límite excedes? / Vuelto ha tu corazón cifra divina / de extremos mil Amor, en que su mano / mostrar quiso destreza peregrina, / y la fragilidad del pecho humano / en finísima piedra diamantina, / con que quedó hecho alcázar soberano»[142].

En la Inglaterra anglicana que conoció Luisa de Carvajal, y en el resto de los países donde había triunfado la Iglesia reformada, las mujeres llevaban una vida que, en algunos aspectos, se diferenciaba bastante de la de sus congéneres católicas. Las órdenes religiosas habían sido prohibidas, los conventos cerrados, y los líderes reformistas, especialmente los dos más importantes, Lutero y Calvino, ofrecían al sexo femenino la única posibilidad del matrimonio y la procreación, desterrando definitivamente la ancestral fascinación de muchas culturas por la virginidad. El propio Lutero se casó con una antigua monja «reformada» por él, Katarina von Bora. Sin embargo, al preconizar la relación directa con Dios y con la palabra sagrada, sin necesidad de intermediarios, los protestantes adjudicaban un nuevo papel a la mujer: en contra de la tendencia tan extendida entre los tratadistas de la Iglesia romana de mantener al sexo femenino en la ignorancia, las nuevas confesiones aconsejaban que las niñas de todas las clases sociales recibiesen una buena instrucción, que les permitiera en el futuro leer y comentar la Biblia en compañía de sus maridos e hijos. A finales del siglo XVI ya existían escuelas femeninas en la inmensa mayoría de las ciudades protestantes, a las que acudían niñas de toda condición. En fecha tan temprana como 1637, los suecos podían presumir de que todos los niños del reino, de ambos sexos, sabían leer y escribir, incluidos los de las familias más humildes.

La educación obligatoria para las mujeres y la realidad de la soltería de muchas de ellas —que se impuso inevitablemente a pesar de las ideas de los reformadores— terminó por hacer surgir en numerosos países de fe protestante verdaderas sagas de mujeres intelectuales y creadoras, mujeres célibes que se integraron por necesidad o por vocación en la vida activa y profesional y terminaron por dar origen a los primeros movimientos feministas y sufragistas, reivindicando la plena igualdad de derechos civiles y políticos con los hombres. Una de sus pioneras fue la británica Mary Astell, que vivió a caballo entre el siglo XVI y XVII; habiendo recibido una exquisita educación humanística y científica, fue capaz de labrarse una carrera literaria en Londres; profunda y convencida practicante de la fe anglicana, Astell se rebeló sin embargo una y otra vez en sus escritos contra la autoridad masculina y la imposición del matrimonio, defendió la idea de que las mujeres podían subsistir por sí mismas con su trabajo y llegó a proponer la creación de comunidades de solteras que vivieran y estudiaran juntas, en un ideal semejante al de los conventos del catolicismo.

A fin de cuentas, la lucha por la dignidad y la libertad del sexo femenino terminaba por unir a los espíritus más cultos y rebeldes, fueran cuales fuesen sus creencias. Cabe preguntarse si para muchas de aquellas mujeres doctas y devotas, la relación con Dios no era una justificación, una excusa, acaso el único camino posible de autorizarse ante sí mismas y ante la sociedad la plena utilización de su razón y su intelecto. Bajo esa clave se pueden interpretar las palabras de la mejicana del siglo XVII sor Juana Inés de la Cruz, una de las más extraordinarias e inteligentes escritoras surgidas de entre los muros de los conventos, y por ello mismo, una de las más atacadas por la misógina sociedad de su tiempo, hasta confinarla en el silencio absoluto. Sirva su confesión para expresar el secreto anhelo de tantas de sus hermanas en la devoción a Dios e, igualmente, en el amor a la sabiduría que les negaban los hombres: «Con esto proseguí dirigiendo siempre, como he dicho, los pasos de mi estudio a la cumbre de la Sagrada Teología; pareciéndome preciso para llegar a ella, subir por los escalones de las ciencias y artes humanas; porque, ¿cómo entenderá el estilo de la Reina de las Ciencias quien aún no sabe el de las ancuas? ¿Cómo sin Lógica sabría yo los métodos generales y particulares con que está escrita la Sagrada Escritura? ¿Cómo sin Retórica entendería sus figuras, tropos y locuciones? ¿Cómo sin Física, tantas cuestiones naturales de las naturalezas de los animales de los sacrificios, donde se simbolizan tantas cosas ya declaradas, y otras muchas que hay? […] ¿Cómo sin Aritmética se podrán entender tantos cómputos de años, de días, de meses, de horas, de hebdómadas tan misteriosas como las de Daniel, y otras para cuya inteligencia es necesario saber las naturalezas, concordancias y proporciones de los números? ¿Cómo sin Geometría se podrán medir el Arca Santa del Testamento y la Ciudad Santa de Jerusalén, cuyas misteriosas mensuras hacen un cubo en todas sus dimensiones, y aquel repartimiento proporcional de todas sus partes tan maravilloso? ¿Cómo sin Arquitectura, el gran Templo de Salomón, donde fue el mismo Dios el artífice que dio la disposición y la traza, y el Sabio Rey sólo fue sobrestante que la ejecutó; donde no había basa sin misterio, columnas sin símbolo, cornisas sin alusión, arquitrabe sin significado? […] ¿Cómo sin grande conocimiento de reglas y partes de que consta la Historia se entenderán los libros historiales? […] ¿Cómo sin grande noticia de ambos Derechos podrán entenderse los libros legales? ¿Cómo sin grande erudición tantas cosas de historias profanas, de que hace mención la Sagrada Escritura, tantas costumbres de gentiles, tantos ritos, tantas maneras de hablar? ¿Cómo sin muchas reglas y lección de Santos Padres se podrá entender la oscura locución de los Profetas? Pues sin ser muy perito en la Música, ¿cómo se entenderán aquellas proporciones musicales y sus primores que hay en tantos lugares? […] Allá en el Libro de Job le dice a Dios: “¿Podrás acaso juntar las brillantes estrellas de las Pléyades, o detener el giro de Arturo? ¿Eres tú acaso el que hace comparecer a su tiempo el Lucero, o que se levante el Véspero sobre los hijos de la Tierra?”, cuyos términos, sin noticia de Astrología será imposible entender. Y no sólo estas nobles ciencias; pero no hay arte mecánica que no se mencione. Y en fin, cómo el Libro que comprende todos los libros, y la Ciencia en que se incluyen todas las ciencias, para cuya inteligencia todas sirven; y después de saberlas todas (que ya se ve que no es fácil, ni aun posible), pide otra circunstancia más que todo lo dicho, que es una continua oración y pureza de vida, para impetrar de Dios aquella purgación de ánimo e iluminación de mente que es menester para la inteligencia de cosas tan altas; y si esto falta, nada sirve de lo demás»[143]. ¿La sabiduría al servicio de la religión, o tal vez la religión como excusa para la sabiduría?