El arte es ajeno al espíritu de las mujeres, pues esas cosas sólo pueden realizarse con mucho talento, cualidad casi siempre rara en ellas.
BOCCACCIO
Pues si las mujeres son capaces de hacer tan bien a los seres humanos al darles la vida, ¿cómo puede maravillarnos que aquellas que lo desean sean capaces de hacerlos igualmente bien pintándolos?
VASARI
Durante muchos y muchos siglos, las artes plásticas gozaron de una consideración social bien distinta de la que ahora les otorgamos. Pintores, escultores y arquitectos —a los que habría que añadir los músicos— veían por supuesto reconocido su talento por parte de la Iglesia, la nobleza o la alta burguesía, que eran sus principales y casi exclusivos clientes. Sin embargo, los miembros de las élites valoraban a los artistas más como trabajadores manuales que como iguales suyos; eran, por así decir, artesanos de alto nivel, seres que podían llegar a ser admirados y muy bien remunerados por sus cualidades, pero que casi nunca formaban parte de los estrictos y limitados grupos de los elegidos del poder y la riqueza. La mayor parte de ellos se veían obligados por ley a integrarse en los gremios, igual que los herreros o los zapateros, y debían pues atenerse a las normas que éstos imponían sobre el aprendizaje, el pago de impuestos y otras cuestiones laborales. Casi siempre trabajaban por encargo, aceptando no sólo desarrollar los temas que les eran solicitados por sus patronos, sino viéndose incluso obligados a acatar las decisiones de éstos sobre el tamaño de las obras, las figuras que debían aparecer representadas en ellas o la calidad —y por lo tanto el precio— de los pigmentos. La inmensa mayoría de las obras de las artes plásticas europeas fueron concebidas en esas condiciones de trabajo que hoy en día nos resultan inaceptables para un creador. Muchos artistas se rebelaron contra esa situación, esforzándose por demostrar no sólo la inmensidad de su talento, sino también la profundidad de su cultura y su dignidad personal. Podemos afirmar que algunos de los grandes genios estuvieron muy cerca de lograrlo: Miguel Ángel, Rafael, Rubens o Velázquez —ennoblecido al final de su vida con el codiciado hábito de Santiago— fueron considerados por los poderosos algo más que simples criados sometidos a sus caprichos, y fueron admirados y honrados como hombres extraordinarios. Pero, a decir verdad, habría que esperar hasta el gran fenómeno del Romanticismo, con su exaltación del individuo y su sublimación del talento artístico, para llegar a encontrarse con estirpes de artistas «libres», creadores por iniciativa personal y no por encargo, defensores a ultranza de su propia idiosincrasia, héroes del yo más personal y, a la vez, víctimas o ídolos del nuevo mercado del arte, basado ya no en el patronazgo de las élites, sino en la aceptación o el forzamiento del gusto burgués.
Hasta llegar a ese momento de transformación definitiva de su papel, los artistas plásticos de prestigio ejercían casi siempre su labor en el marco bien organizado de los talleres, donde ellos eran las cabezas visibles de grupos más o menos amplios de ayudantes y aprendices, que a menudo participaban como un auténtico equipo en las obras del maestro. Al igual que solía ocurrir con los músicos, era frecuente que pintores y escultores perteneciesen a sagas familiares, largas genealogías de creadores que vivían del negocio familiar. El taller del pintor, como el de la mayor parte de los trabajadores manuales, estaba profundamente imbricado en la familia, y la familia, a su vez, en el taller. El propio lugar de trabajo formaba parte de la casa. Allí mismo solían estar las habitaciones donde se preparaban tablas y lienzos, se molían y mezclaban los materiales de los pigmentos —una actividad casi alquímica de obtención personal de colores y texturas—, se hacían los bocetos, se realizaban las obras y se reproducían las muchas copias que a menudo el mercado solicitaba cuando un cuadro alcanzaba un gran éxito. Aprendices y ayudantes compartían normalmente la residencia del maestro, formando parte de la familia. Era normal que niños de procedencia humilde que destacaban por una cierta facilidad para el dibujo o por su fascinación por la pintura fuesen llevados a partir de los siete u ocho años como aprendices a un taller; allí permanecían mucho tiempo encargándose de las tareas más menudas y aprendiendo el oficio, hasta que el gremio les concedía el grado de oficial o ayudante y más tarde —de acompañarles la suerte y el talento— el de maestro, lo cual les permitía establecer a su vez su propio taller.
Dada la intimidad de las relaciones en las estrechas viviendas de los artistas y la poca movilidad vertical de la sociedad, a menudo los matrimonios de los descendientes de pintores y escultores se celebraban con personas del mismo círculo. Que un ayudante prometedor tomase por esposa a la hija de su maestro era normal: el tan conocido caso de Velázquez, que se casó con Juana, la hija de su maestro Francisco Pacheco, es sólo uno de los muchos que se dieron a lo largo de la historia.
E igualmente era normal que las hijas y esposas de los artistas colaborasen en el taller, formando parte del equipo del cabeza de familia. El grado de colaboración variaba según diversas condiciones: las necesidades del propio estudio, el talento de las mujeres y, por supuesto, el grado de permisividad del padre o marido. Sin embargo, los ejemplos son tan numerosos como para no resultar casuales. Tan sólo en España, podemos citar los nombres de un buen puñado de ayudantes femeninas de sus padres o maridos, algunas de las cuales lograron incluso desarrollarse por sí mismas: la propia Juana Pacheco, según diversos testimonios, fue pintora y quizá colaborase con Velázquez en algunas de sus obras; parece que ella es la mujer retratada, sosteniendo en su mano una tablilla o un cartón de dibujar, en la obra de su marido conocida como Sibila; siguiendo la tradición, su hija Francisca se casaría con un discípulo del padre, Juan Bautista Martínez del Mazo, aunque ignoramos si también ella ejerció la pintura. Unas décadas antes, en la segunda mitad del XVI, las hijas del valenciano Juan de Juanes habían llegado a ser pintoras destacadas en el seno de una familia de artistas prestigiosos; Dorotea y Margarita Joanes Massip aprendieron el arte de la pintura al lado de su padre, pero, además de colaborar con él, llegaron a recibir encargos propios, como las obras que realizaron para diversos altares de la iglesia de la Santa Cruz de Valencia, obras desaparecidas cuando el templo fue demolido en 1869; la tradición les atribuye también las pinturas del altar de la capilla donde está enterrado su padre, en Santa Cruz de Bocairente, y parece probable que muchos de los cuadros considerados hoy en día del taller de Juan de Juanes fuesen creación suya. En la misma época, fue famosa en Madrid Isabel Sánchez, hija del pintor de cámara de Felipe II, Alonso Sánchez Coello; Isabel fue, según parece, excelente retratista, asidua colaboradora de su padre y, además, destacada intérprete musical; Juan Pérez de Moya, que la conoció cuando era muy joven, escribió asombrado sobre ella: «Retrata con grande admiración de los que de este arte mucho entienden. Alléguese a esto su música de tecla, arpa, vihuela de arco, cítara y otros instrumentos, y hácenla más clara su gentileza, bondad, honestidad y mucha discreción; es de edad de diecisiete años»[99]. Casada con el escultor Francisco de Herrera y Saavedra, su casa se convirtió en centro de reunión de artistas y escritores, como Lope de Vega, quien alabó su talento en algunos de sus versos. Contemporánea suya fue la hija y ayudante del retratista Felipe de Liaño, cuyo nombre ni siquiera conocemos.
Algunas décadas después, el gran pintor barroco José de Ribera el Spagnoletto, contó con la asistencia en muchas de sus obras de su hija menor, María Blanca, quien según parece abandonó la casa paterna para fugarse con don Juan de Austria, bastardo de Felipe IV. En los mismos años, Jesualda Sánchez, hija y viuda de pintores, mantenía en Valencia su propio taller. Pintora y grabadora destacada en aquellos tiempos del Barroco fue también la sevillana Josefa de Ayala, hija de un pintor portugués y de Catalina de Ayala, que pertenecía igualmente a una familia de artistas; casi toda su vida trabajó en la ciudad portuguesa de Obidos, como maestra de su propio taller. Otra de las grabadoras de renombre en el siglo XVII fue María Eugenia de Beer, hija del también grabador y pintor flamenco Cornelius de Beer, que se instaló en España hacia 1630; María Eugenia realizó numerosas portadas e ilustraciones de libros, así como una importante colección de estampas de aves, dedicada al príncipe Baltasar Carlos; es una de las pocas artistas de su época que firmó todas sus obras, demostrando la consciencia que sin duda tenía de su valía. En las últimas décadas del siglo XVII y primeras del XVIII, tuvo mucho éxito como miniaturista la sevillana María de la Concepción Valdés Carrasquilla, hija del gran pintor Valdés Leal y de la también pintora Isabel Carrasquilla. Era la misma época en que triunfaba en la corte su conciudadana Luisa Ignacia Roldán, escultora de cámara de Carlos II y de Felipe V, que había aprendido el oficio con su padre, Pedro Roldán[100].
En el siglo XVIII, Josefa María Larraga, hija del artista valenciano Apolinario Larraga, llegó a tener en Valencia su propio taller de pintura religiosa, a pesar de tener las manos contrahechas, y fundó una escuela de pintura para mujeres. Miniaturista importante en la corte de Felipe V fue la napolitana María Menéndez, hija del pintor de cámara de ese rey, Antonio Menéndez. Algo más tarde, Ana María Mengs, hija de Antón Rafael Mengs, pintor de cámara de Carlos III, llegó a ser muy respetada en Madrid como retratista y también miniaturista; fue nombrada pintora de cámara del infante don Luis y logró ingresar en la Academia de Bellas Artes de San Fernando como académica de honor y mérito.
Un caso muy especial, por el renombre de su maestro y posible padre, es el de María del Rosario Weiss, alumna y tal vez hija bastarda de Goya. Nacida en Madrid en 1814, María del Rosario se fue a vivir con el propio Goya a los siete años, supuestamente por una serie de desdichas ocurridas en su familia, cercana al círculo del pintor. Desde entonces, el maestro inició el aprendizaje de la niña, que lo acompañó durante su exilio en Burdeos. Fuera o no su verdadero padre, Goya se comportó como tal, e incluso en sus cartas hablaba a sus amigos de los talentos de su joven pupila con un orgullo que parece más paterno que propio de un simple preceptor: «Esta asombrosa niña desea aprender a pintar miniaturas y yo también quiero que lo haga, porque probablemente es el mayor fenómeno de su edad en el mundo»[101]. De regreso en Madrid, Weiss inició una prestigiosa carrera que la llevó a ingresar como miembro honorario de la Academia de San Fernando y a dar clases de pintura a la reina Isabel II. Sin embargo, murió demasiado joven, con tan sólo veintinueve años, sin haber podido desarrollar plenamente su talento.
Los nombres de hijas o esposas de artistas reconocidas por su propia valía se repiten por toda Europa: Lievina Teerlinck —hija de uno de los pintores de cámara de Enrique VIII—, Margarethe van Eyck —hermana de los extraordinarios Jan y Hubert—, Antonia Uccello —hija de Paolo—, Marietta Tintoretta —hija del gran Tintoretto— o la asombrosa Artemisia Gentileschi —hija de Orazio—[102], son sólo algunas de esas mujeres que compartieron el talento con los hombres de sus familias y aprendieron de sus manos el oficio. A ellas se les unen otras muchas de orígenes diversos, que a lo largo de los siglos lograron vivir dignamente de su trabajo y, en muchos casos, conocieron el éxito más indiscutible.
Sin embargo, apenas ninguna de las artistas femeninas es mencionada habitualmente en los libros de historia del arte. Son mujeres desaparecidas. No sólo sus nombres fueron borrados de los cánones, sino que sus obras fueron en innumerables ocasiones atribuidas con el paso del tiempo a hombres, a sus padres, hermanos o maridos o, simplemente, a pintores de sus respectivos círculos o escuelas. Tan sólo desde la década de 1970, una cada vez más activa historiografía feminista ha puesto en marcha un ingente proceso de búsqueda de documentación y datos fiables sobre esas creadoras y de revisión de innumerables autorías. El trabajo de los expertos en mujeres artistas —facilitado por las modernas técnicas de análisis— ha obligado a muchas pinacotecas del mundo a cambiar numerosos rótulos de las obras exhibidas y ha puesto de relieve las injusticias cometidas con la memoria de las pintoras. Algunos casos son emblemáticos: Judith Leyster, por ejemplo, fue una famosa pintora nacida en la ciudad holandesa de Haarlem alrededor de 1610; a pesar del éxito que logró alcanzar y de que todos sus cuadros están firmados con su anagrama, muchos de ellos han sido atribuidos durante siglos a artistas de primerísima línea, como Frans Hals o Rembrandt. El extraordinario pintor neoclásico David ha gozado durante mucho tiempo de la supuesta autoría de ciertos retratos debidos a las manos de algunas de sus muchas discípulas. Buena parte de los magníficos cuadros de Artemisia Gentileschi, por ejemplo, han figurado en los museos como obra de su padre Orazio o de otros pintores de la época. La lista de errores empieza a ser interminable, y sin duda seguirá aumentando a lo largo del tiempo.
Evidentemente, hay también muchos artistas del sexo masculino a los que les ha sido «robada» parte de su obra por los historiadores, considerándola creación de otros pintores. A decir verdad, la guerra de autorías es una constante en la historiografía del arte y en el ámbito de la conservación. Salvo en los casos más obvios —cuando el cuadro está debidamente firmado y documentado su origen—, los errores, cambios de atribución y disputas entre los expertos sobre la adscripción a diversos artistas son muy frecuentes. Pero la forma como ha sido borrada de la memoria del mundo del arte la presencia innegable y el peso comprobado por los testimonios de sus contemporáneos de muchas mujeres responde no sólo a ese tipo de debates, sino también a un deseo real, consciente o inconsciente, de minusvalorarlas en la historia de la creación artística.
Algunos críticos se empeñan en sostener la idea de que si las pintoras han sido olvidadas, es porque todas ellas fueron artistas menores. Esta justificación es, por supuesto, refutable. Para empezar, el concepto de artistas menores es siempre discutible, y a menudo depende de los gustos del tiempo. Incluso la valoración dada a genios que ahora nos parecen incuestionables, como Miguel Ángel, Velázquez o Goya, ha ido cambiando según las épocas. Muchas veces, pintores menospreciados durante siglos son de pronto redescubiertos, despiertan el interés de los especialistas y los aficionados y sus obras empiezan a alcanzar elevadas cotizaciones. También sucede a menudo, por supuesto, el fenómeno contrario. Pero incluso aceptando la indiscutibilidad de ciertos criterios, hay que recordar que la mayor parte de los pintores considerados menores han conservado a pesar de todo su lugar en los museos, en las colecciones privadas y en los libros de historia del arte, mientras que las mujeres, incluso las grandes artistas, han desaparecido. Por otro lado, el hecho de que casi ninguna de esas mujeres fueran verdaderos genios es lo normal: tampoco la mayor parte de los hombres artistas lo fueron; sólo unos pocos de los muchísimos que a lo largo de los siglos se dedicaron a las artes gozaron de un talento inmenso y de verdadera capacidad innovadora. Pero esa situación que en el campo de la creación hecha por hombres se considera natural, sirve sin embargo para desprestigiar a las mujeres artistas como colectivo.
Al observar el espacio de la pintura o la escultura femeninas, es justo tener además en cuenta las condiciones de trabajo y de vida de esas mujeres: sometidas a las estrictas reglas de la sociedad patriarcal, creando casi siempre bajo la sombra de un hombre, era difícil que lograsen tener la suficiente confianza en sí mismas como para desarrollar plenamente sus capacidades. Cuando llegaban a independizarse, pocas veces conseguían encargos importantes e, incluso si lo lograban, solían cobrar menos por su trabajo que sus colegas. En el caso de la pintura, eso llegaba a afectar a la calidad de sus materiales, que muchas veces eran peores que los de los pintores, contribuyendo a la desaparición de sus obras. Además, su escaso reconocimiento en el gran mercado del arte hacía que a menudo se viesen obligadas a especializarse en géneros considerados menores, como los bodegones, las flores o las escenas domésticas, y en obras de pequeño formato. Por supuesto, el canon de lo mayor y lo menor ha sido siempre establecido por hombres. Sería justo, pues, revisar ese concepto y aceptar que acaso esas formas minusvaloradas pudieran acomodarse en muchas ocasiones a sus verdaderos gustos e intereses, a su manera de estar en el mundo, a sus miradas femeninas, igual de dignas e importantes que las de sus grandiosos colegas.
En ese difícil contexto, el triunfo indiscutible de una mujer en el mundo del arte resultaba ser casi siempre un fenómeno excepcional, una rareza que, como ya he dicho, solía verse acompañada del silencio de la posteridad. La historia de Sofonisba Anguissola es un perfecto ejemplo de esa situación: a pesar del éxito que conoció en vida, su recuerdo desapareció rápidamente. Durante siglos, buena parte de sus retratos fueron atribuidos a grandes pintores, y ella sólo fue mencionada como una anomalía de la historia, una mujer noble que se dedicó al arte sin llegar a ser una artista «profesional». Solamente en las dos últimas décadas ha renacido el interés por su obra, aunque aún hoy la autoría de muchos de sus posibles cuadros sigue siendo un asunto discutido.
Realmente, los orígenes sociales de Anguissola y su modo de vida constituyen un hecho extraño dentro del mundo ya de por sí excepcional de las pintoras: no formaba parte de ninguna saga de artistas, sino que provenía de una familia de la pequeña aristocracia de Cremona (ciudad perteneciente al ducado de Milán), donde había nacido probablemente en 1532. El matrimonio formado por sus padres, Bianca Ponzoñe y Amilcare Anguissola, tuvo una amplia descendencia de seis hijas y un hijo. Sofonisba fue la mayor y, siguiendo una tradición familiar, fue bautizada con un nombre procedente de la antigua historia de Cartago, igual que su padre llevaba el nombre del general Amílcar Barca y su hermano el de Asdrúbal.
Amilcare debía de ser uno de esos padres del Renacimiento que decidieron educar a sus hijas de la mejor manera posible, convirtiéndolas en jóvenes prodigios del humanismo. Por lo que sabemos, todas ellas practicaron la música y la pintura, y al menos una, Minerva, fue conocida también por sus escritos[103]. Sin embargo, hay que decir que el hecho de que una dama pintase no era en aquellos tiempos muy habitual. Como ya he explicado, las artes plásticas eran consideradas un trabajo manual, alejado de la dignidad que debía acompañar la existencia nobiliaria. Habrá que esperar hasta el siglo XVIII para que verdaderos regimientos de duquesas, princesas y señoras de la más alta burguesía se lancen a dibujar, pintar o esculpir como un refinado pasatiempo; las escuelas de pintura, a veces dirigidas por grandes maestros, empiezan a aceptar en aquellos años a numerosas mujeres entre su alumnado (aunque hasta el siglo XX se les prohibirá el acceso a las sesiones con modelos desnudos, tanto hombres como mujeres); y las Academias de Bellas Artes, que florecen por todas partes en Europa, admiten entonces a muchas aristócratas como miembros honorarios. Pero en los tiempos de Sofonisba, ni siquiera estaba prevista la enseñanza de la pintura para mujeres que no perteneciesen al ámbito familiar de un maestro.
No sabemos qué movió por lo tanto a Amilcare Anguissola a instruir a sus hijas en ese arte. ¿Fue suya la decisión o de ellas mismas? Observando acaso sus dotes infantiles, ¿pensó tal vez que aquel raro aprendizaje les daría prestigio, facilitándoles las relaciones sociales y los futuros matrimonios, o se planteó desde el principio la posibilidad de que se convirtieran en pintoras «profesionales»? Ignoramos todo de sus razones o sus intenciones, pero no deja de ser sorprendente que, en 1546, Sofonisba y su hermana Elena se instalasen como alumnas en la casa del pintor Bernardino Campi. Sofonisba debía de tener por aquel entonces trece o catorce años, y Elena, diez u once. Campi era un pintor manierista, conocido por sus cuadros religiosos y sus retratos, y muy importante en Cremona. Obviamente, las niñas nobles no entraron en su taller en calidad de aprendizas comunes, sino como una especie de estudiantes de pago que, además, vivían con el propio Campi y su esposa. Allí permanecieron unos tres años, desarrollando su talento inicial y aprendiendo las labores básicas del oficio, como la compleja tarea de preparar un lienzo o una tabla antes de pintar o el delicado trabajo de obtención de los pigmentos. Como era habitual en los aprendices, debieron de copiar las obras de su maestro y las de algunos otros pintores importantes presentes en las iglesias de la ciudad. Y empezaron a retratar del natural, cuestión que, probablemente, debió de plantear ciertos problemas: sin duda no parecería muy adecuado que las jóvenes utilizasen como modelos a los otros miembros del taller o a vecinos y amigos del pintor, como era habitual. De manera que las Anguissola se acostumbraron a retratar a los propios miembros de su familia.
Esa práctica, obligada por las circunstancias, terminó sin embargo por dotar a la pintura de Sofonisba de ciertas características muy personales: mientras que la inmensa mayoría de los retratistas de la época tratan a sus modelos con la distancia y el respeto que su elevada dignidad de nobles, ricos o altos dignatarios de la Iglesia debe conferirles a los ojos de los demás, la pintora Anguissola observa a los miembros de su familia con cercanía y ternura, y los capta en momentos de la vida cotidiana, llenos de la energía que fluye permanente en las pequeñas cosas, en los gestos nimios, comunes y, por eso mismo, hermosamente humanos. Sofonisba dibuja a su hermano Asdrúbal, con dos o tres años, llorando a causa de la mordedura de un cangrejo, a la vez que una de las crías de la casa trata pacientemente de consolarlo. Retrata con afecto a las viejas sirvientas de la familia, arrugadas y bondadosas. O hace reír alegres a sus hermanas, a pesar de sus envarados trajes de niñas aristócratas, mientras juegan una partida de ajedrez. Aprende así a observar atenta y respetuosamente a sus modelos, que siempre serán tratados por ella con la humildad y el talento de una mujer que sabe que detrás de una mirada, de un gesto diminuto de las manos, de un leve quiebro del cuello o de una profunda arruga surcando la piel pálida de un rostro puede esconderse toda una vida, una manera de ser y estar y sentir.
Anguissola adquirió también la costumbre, compartida con muchos artistas, de retratarse una y otra vez a sí misma, explorando minuciosamente su rostro y sus actitudes, dejando ver el paso del tiempo sobre su cuerpo. La conocemos desde sus catorce o quince años —con la cara redonda, el pelo rubio recogido en trenzas alrededor de la cabeza, la ropa elegante pero sencilla y los ojos claros, a menudo inflamados— hasta casi los noventa años, una anciana vestida de negro, con los cabellos cubiertos por un fino velo transparente, y una rara decisión y energía en la mirada con la que se observa atentamente a sí misma y, a través de sí misma, al espectador que la contempla.
Durante ese lapso de casi ochenta años transcurrió la vida de una mujer que conoció el éxito y los halagos de un mundo poco dado a halagar el talento femenino, y que demostró tener siempre una intensa pasión por la pintura, una voluntad sin duda férrea, una rara confianza en sí misma y en su capacidad para desarrollarse como artista. De hecho, cuando en 1549, después de tres años de estudio, su maestro Campi abandonó Cremona, Sofonisba, apoyada siempre por su padre, decidió seguir adelante con su aprendizaje. Mientras su hermana Elena —de quien no conocemos ninguna obra— ingresó en esa época en un convento, ella continuó sus clases con otro de los pintores más destacados de la ciudad, Bernardino Gatti, junto al que permaneció tres o cuatro años más. Para entonces, su reputación había ido creciendo y, lentamente, iba recibiendo encargos para retratar a algunos personajes de la nobleza relacionados con su propia familia. Pero Anguissola aspiraba a más: profundamente enamorada del arte de la pintura, no quería convertirse en una rareza dentro de la aristocracia cremonense, sino que estaba empeñada en llegar a ser una pintora bien preparada, capaz de competir en condiciones de igualdad en un mundo dominado absolutamente por los hombres. Así, en 1554, a los veintiún años, decidió viajar a Roma, completar allí su formación y establecer contacto con algunos de los artistas más importantes de la época. En particular con Miguel Ángel, que, pese a sus setenta y cinco años, seguía desplegando su extraordinaria energía como pintor y escultor al servicio del papado y dominando desde la inmensidad de su talento y su personalidad el ambiente artístico de toda la península de Italia.
No sabemos cómo ni por cuánto tiempo pero, de alguna manera, Miguel Ángel ayudó y aconsejó a Sofonisba durante los dos años que la pintora pasó en Roma. Amilcare, cada vez más convencido de que su hija podía establecerse como artista, utilizó sin duda todos sus contactos hasta conseguir llegar al más grande, al Divino. Y éste debió de sentir curiosidad y simpatía, quizá también cierta admiración, por aquella joven llena de talento y de pasión. En los archivos del propio Miguel Ángel se conservan dos cartas de Amilcare en las que le agradece las enseñanzas y el apoyo que le prestó, con un tono exageradamente halagador, propio de la correspondencia de la época: «Vuestra alma bondadosa, excelentísima y virtuosa (dones todos ellos de Dios) —le escribe en la primera, fechada en 1557— me ha dejado de vos el recuerdo que merece un caballero tan extraordinario. Y lo que me convierte, a mí y a toda mi familia, en vuestro más humilde servidor, es haber comprendido el afecto honesto y sincero que sentís hacia Sofonisba, mi hija, a la que habéis iniciado en el tan honrado arte de la pintura. Os aseguro que me siento más agradecido por el favor que recibo de vuestro honestísimo afecto que por todas las riquezas que un príncipe podría conceder, pues me siento obligado por las gracias generosas y virtuosas que nos habéis concedido […], y que coloco por encima de cualquier honor y beneficio que se pueda dar en este mundo. Os pido pues, ya que en el pasado habéis sido tan generoso, con vuestra encantadora cortesía, de dirigiros a mi hija y animarla, que os dignéis compartir con ella vuestro divino pensamiento». En la segunda carta, fechada un año más tarde, el tono es más directo, y el padre de nuevo agradece el apoyo y las alabanzas concedidas por el gran maestro a su hija: «Os aseguro que, entre los numerosos favores que le debo a Dios, figura el de saber que un caballero tan eminente y tan repleto de talento —más que ningún otro ser en el mundo— ha sido tan bueno como para examinar, juzgar y alabar las pinturas realizadas por mi hija, Sofonisba»[104]. En las dos epístolas, Amilcare se refiere a Miguel Ángel como un «caballero», título que en su caso no era un honor metafórico sino real: Buonarroti fue uno de los primeros artistas profesionales que no procedía de un medio humilde o ligado tradicionalmente a la pintura o la escultura, sino que había nacido en una familia florentina de ricos comerciantes y hombres próximos al poder; de hecho, su deseo de dedicarse al arte provocó la ira y el total rechazo de su padre, Ludovico, que en la cumbre de su carrera política había llegado a ser gobernador de diversas ciudades del Estado florentino y que consideraba que un hijo suyo no podía rebajarse socialmente de tal manera; su negativa a apoyar a Miguel Ángel no impidió sin embargo que, durante años, a medida que su situación financiera empeoraba, le pidiera dinero una y otra vez a su famosísimo descendiente. Cabe pensar que el ejemplo de aquel hombre único pudiese influir en el hecho de que Amilcare Anguissola, y la sociedad de su tiempo, no encontrasen del todo descabellado que una dama de la pequeña nobleza se dedicara al mismo oficio que con tanto éxito y dignidad ejercía Buonarroti.
Quienes durante siglos se han negado a reconocer el talento artístico de Sofonisba han pasado por alto, por supuesto, el hecho de que Miguel Ángel se ocupase de ella y que, como dice su propio padre, alabara sus obras. Sin embargo, ser de alguna manera protegida por él suponía sin duda la mejor carta de presentación para cualquier artista de su época. Así supo comprenderlo Amilcare y, desde luego, algunos de los entendidos y comitentes habituales de cuadros de la época. De hecho, fue durante su estancia en Roma cuando su carrera comenzó a despegar: su nombre se puso en circulación en los ambientes artísticos y uno de sus autorretratos pasó a engrosar las impresionantes colecciones del papa Julio III.
Fue probablemente en esa época, mientras ella estaba en Roma, cuando visitó su casa Giorgio Vasari. Arquitecto y pintor, Vasari ha pasado a la historia por ser el autor de la primera enciclopedia sobre artistas, el libro llamado Vidas de los más sobresalientes arquitectos, escultores y pintores. Poco influenciado por la misoginia y el desprecio al talento femenino, en su obra cita a algunas famosas mujeres de su siglo: la escultora boloñesa Properzia de’Rossi, que vivió entre 1490 y 1530, y que proporciona una triste historia de fracaso que el propio Vasari atribuye a la persecución masculina; según él, ciertos escultores se sintieron indignados porque la artista había sido contratada como «uno más» para participar en la obra pública más importante de la ciudad, la decoración de la fachada de la basílica de San Petronio; en efecto, algo extraño sucedió que hizo que Rossi fuese finalmente apartada del proyecto; murió poco tiempo después, sola y pobre, en un hospital de caridad. En la lista de Vasari aparece también la monja florentina sor Plautilla, hija del pintor Luca Nella, que, tras aprender el oficio con su padre, profesó como dominica a los catorce años y, aun recluida en su convento, realizó diversas obras religiosas para su propia casa y para diversos monasterios e iglesias. Hija y hermana de pintor era asimismo Barbara Longhi, otra de las mujeres que aparecen en las Vidas, una artista de Ravenna especializada en pintura religiosa, cuya obra ha empezado a ser recuperada y observada con interés en los últimos años. Vasari menciona igualmente a la florentina Lucrezia Quistelli della Mirandola, discípula de Alessandro Allori, un famoso pintor manierista al servicio de los Médicis. También a la veneciana Irene di Spilimbergo, que aprendió de la mano del propio Tiziano; el crítico la describe como una joven prodigio, capaz de escribir versos, interpretar música y pintar; pero murió a los dieciocho años, antes de que su talento pudiera desarrollarse. Tras citar a todas esas artistas, Vasari guarda un lugar especial para Anguissola, a la que sitúa por encima de ellas: «Pero Sofonisba la cremonesa, hija del señor Amilcaro Angusciola [sic], se ha esforzado más que ninguna otra mujer de nuestros tiempos, con más estudio y con mayor gracia, en las cosas del dibujo, pues ha logrado no sólo dibujar, colorear y retratar del natural y copiar excelentemente cosas de otros, sino que por sí sola ha hecho obras de pintura únicas y bellísimas; por lo que ha merecido que Felipe, rey de España, habiendo escuchado de boca del señor duque de Alba sus virtudes y méritos, haya mandado a buscarla para conducirla muy honorablemente a España, donde la mantiene al lado de la reina, con gran liberalidad y para asombro de toda aquella corte, que admira como algo maravilloso la excelencia de Sofonisba[105]».
En la fecha en que Vasari publica esta referencia en la segunda edición de sus Vidas, Anguissola vivía en efecto desde hacia nueve años en la corte de España, la más poderosa del mundo en aquel momento. Lo cierto es que, además del talento, también la suerte parecía acompañarla desde el comienzo de su carrera. Tras abandonar Roma, probablemente en 1556, su fama había ido creciendo poco a poco. En principio regresó a Cremona, donde siguió haciendo los deliciosos retratos de su familia y sus famosos autorretratos, a la vez que enseñaba pintura a sus hermanas menores. Pero comenzó a desplazarse a menudo a otras ciudades próximas, como Mantua, Plasencia o Milán, para realizar diversos cuadros de personajes de la nobleza, miembros del clero, monjas y frailes. Eran modelos bien elegidos por sus circunstancias, personas de confianza y de probada moralidad, cuyo contacto no perjudicaba en nada la virtud de la pintora y la dignidad de su condición social. Sin embargo, la relación de Sofonisba con ellos como artista era peculiar, pues la necesidad de salvaguardar su fama de doncella noble le impedía cobrar por su trabajo: como ya he dicho, que una mujer se desenvolviera en el mundo con una actividad pública y, además, recibiera dinero a cambio de ella significaba una mancha a veces irremediable para el honor[106]. Las estrictas conveniencias imponían pues que sólo pudiese recibir a cambio de su trabajo regalos que, sin duda, serían de cierto valor.
Fueron sus frecuentes viajes en aquella época los que terminaron por ponerla en contacto con Felipe II, señor —entre tantos territorios repartidos por el mundo— de Milán: en 1535, tras la muerte de su gobernante Francisco María Sforza sin heredero, el ducado había pasado a manos de Carlos V; pero cuando su hijo Felipe se casó con la reina de Inglaterra María Tudor en 1554, Carlos se lo cedió como parte de sus regalos de boda. Los Austrias vivían en conflicto permanente en sus posesiones de Italia contra otros príncipes y, especialmente, contra el papado; para mantenerse a cubierto de las incesantes hostilidades, Felipe II concedió los cargos de comandante en jefe de las fuerzas en Italia, virrey de Nápoles y capitán general de Milán a su mejor general, el tercer y temible duque de Alba, Fernando Álvarez de Toledo. Alba coincidió con Anguissola en la ciudad en 1558 y, habiendo oído alabar el talento de la pintora, le encargó su retrato, hoy en día perdido. Como señala Vasari, así nació su contacto con la corte de España.
Unos meses después de ese primer encuentro entre el duque y Anguissola, Felipe II se preparaba para su tercer matrimonio. Las negociaciones de la Paz de Cateau-Cambresis, que ponía fin en abril de 1559 a los largos enfrentamientos bélicos entre Francia y España, habían incluido el compromiso de la boda del monarca, viudo ya por dos veces, con la jovencísima Isabel de Valois, hija de Enrique II de Francia y de Catalina de Médicis. La ceremonia se celebró por poderes en París en junio de 1559, pero los festejos consiguientes se convirtieron de inmediato en luto: durante uno de los torneos entre caballeros, la astilla de una lanza partida hirió en un ojo a Enrique II y penetró hasta su cerebro, ocasionándole la muerte. Comenzaba así el trágico final de los Valois: treinta años después, tras los reinados desastrosos y sangrientos de tres de sus hijos, la casa de Valois se extinguía, cediendo el trono de Francia a la de Borbón.
A pesar de esos tristes augurios, el matrimonio de Isabel de Valois y Felipe II fue dichoso, al menos para él, aquel rey sombrío, atormentado por su intransigente fe, que encontró en la joven francesa un aliciente para vivir. No sabemos si su esposa se sintió igual de feliz, aunque hay razones para sospechar que quizá no tanto: al fin y al cabo, en el momento de contraer matrimonio sólo tenía catorce años; era una niña en el sentido literal de la palabra, pues ni siquiera había tenido aún su primera menstruación, que llegaría bastante tiempo después de la boda; sin embargo, se veía casada con un hombre de treinta y dos, y obligada a abandonar la alegre y lujosa corte de Francia para vivir en medio de la austeridad y las obras permanentes del Alcázar madrileño, en una corte que se caracterizaba por estar sometida no sólo a la más intensa devoción, sino también al más envarado protocolo de cuantos regían la existencia en los palacios europeos. Isabel tenía pues razones de sobra para no creerse demasiado afortunada, aunque lo más probable es que ni se cuestionase su situación: como la mayor parte de las mujeres de sangre real, había sido educada férreamente por su madre para entregar su vida al servicio de los intereses dinásticos y políticos. Ignoramos sus sentimientos más profundos, pero sí sabemos que durante su breve existencia cumplió su papel de reina y de esposa a la perfección, a pesar de su juventud. Fue además la madre de las dos hijas queridísimas de Felipe II, las infantas Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela, tal vez las dos únicas debilidades de aquel monarca estricto como una roca.
Felipe deseaba sin duda que su joven esposa se sintiese a gusto en su nuevo país. Conociendo su interés por la música y las artes, él y Alba decidieron que sería adecuado llamar a Sofonisba Anguissola a la corte como compañera de la reina. La artista italiana, que debía de tener por aquel entonces unos veintisiete años, se perfilaba por sus orígenes, su educación y su talento como una excelente candidata para acompañar a Isabel de Valois en sus aficiones. Pero hubo que buscar una fórmula que permitiera justificar su presencia sin dañar la honorabilidad de su familia: aunque humildes, los Anguissola pertenecían al fin y al cabo a la nobleza; no hubiera sido pues adecuado otorgarle un cargo «utilitario» (como pintora de cámara, por ejemplo, o preceptora de la reina), ya que los servicios de esa categoría estaban reservados a personas de extracción social más baja. Y así, a pesar de sus escasos cuarteles de nobleza, Sofonisba viajó finalmente a España en calidad de dama de honor de Isabel de Valois, y como tal permaneció en la corte los siguientes catorce años. Acompañada de un pequeño séquito y bien provista de dinero enviado por el rey para que su viaje estuviese a la altura de su nueva dignidad, la pintora llegó a Guadalajara a finales de 1559, un poco antes de que lo hiciese la nueva reina, que se encontraría allí con Felipe II.
Ella fue la única italiana —si bien súbdita del rey de España como cremonesa— de un grupo formado por dieciséis damas de honor, siete españolas y ocho francesas, además de la propia Anguissola. Por supuesto, las damas llevaban una vida llena de lujos y diversiones, las favoritas de la reina: comedias y representaciones de títeres, bailes, largos paseos a caballo por los alrededores de las residencias reales de Madrid, el Pardo o Valsaín (Segovia), juegos de azar y de cartas… Pero también tenían que someterse a la imprescindible devoción, cada vez más ostensible en el entorno de aquel rey patológicamente obsesionado con la defensa de la fe católica frente al triunfante protestantismo. Una de las damas francesas, Madame de Clermont, daba cuenta en sus cartas a Catalina de Médicis de las largas sesiones de rezos, misas o penitencias: «Nuestros servicios de cuaresma —le escribe una vez— nos duran todas las mañanas seis horas, y no están acabados hasta la una o las dos [de la tarde], lo que nos hace sentirnos muy reconfortados de poder comer. La reina vuestra hija está liberada esta cuaresma a causa de su mal [unas viruelas], y come carne»[107]. También vivían sujetas a una serie de normas estrictas sobre sus costumbres y horarios. El reglamento de la Casa del Príncipe, que debía de ser parecido al de la Casa de la Reina, estipulaba por ejemplo que las damas «deben comer todas juntas y consumir las porciones [los platos] destinadas a ellas en el lugar y la hora para ello previsto; no deben pedir ninguna ración para sí ni comidas aparte […]. Ninguna de ellas debe tener dentro del palacio más de una criada, aunque digan que quieren tenerlas a sus expensas»[108].
A pesar de la diferencia de más de diez años que las separaba, Isabel de Valois y Sofonisba establecieron enseguida una complicidad artística y personal que las mantendría siempre unidas. Las dos tenían un carácter alegre, eran mujeres cultas y compartían gustos y aficiones. Anguissola se convirtió así en una de las favoritas de la reina, una de las personas con las que la joven soberana pasaba más tiempo. Sin duda, una verdadera amiga. Juntas tocaban la espineta o escuchaban música y juntas pintaban, pues Isabel decidió no limitarse a admirar la pintura ajena, sino que, animada por el ejemplo de su dama, comenzó ella misma a dibujar. El embajador del duque de Mantua en la corte de Madrid se lo explicaba así a su señor: «La Reina ha empezado a pintar, y dice Sofonisba la cremonesa, que es quien le enseña y es muy favorita suya, que retrata del natural con un carboncillo de tal manera que enseguida se conoce a la persona que ha retratado»[109].
Anguissola e Isabel de Valois no eran las únicas mujeres que en la corte de España se dedicaban a las artes. Tres años antes de la llegada de ambas, en 1556, había viajado aquí la pintora flamenca Catharina van Hemessen, quien acompañó a la reina María de Hungría cuando ésta decidió retirarse a Valladolid tras abandonar el gobierno de Flandes que ejercía en nombre de su hermano Carlos V[110]. Como tantas otras artistas, Catharina era hija de un prestigioso pintor, Jan Sanders van Hemessen, con el cual había aprendido el oficio. Sin embargo, no llegó a coincidir con Anguissola, pues, tras la muerte de su señora en 1558, decidió regresar a Flandes. La italiana sí que debió de conocer en cambio a Catalina de Mendoza, dama de honor de Juana de Austria, la hermana de Felipe II. Catalina pertenecía a una de las familias de la más alta nobleza castellana. Debía de ser una mujer de gran inteligencia y preparación, pues cuando su padre fue nombrado virrey de Nápoles, ella permaneció en Castilla como administradora en su nombre del inmenso patrimonio familiar. Sabemos que era muy culta y religiosa, y, lo mismo que Juana de Austria, tomó los votos como jesuita, un caso excepcional en la historia de la orden fundada por san Ignacio de Loyola. Catalina no fue una pintora profesional, pero sí muy bien dotada: realizó numerosos bodegones y cuadros de flores —temática «menor» desde el punto de vista del canon masculino—, que están diseminados por diversos museos europeos. Anguissola también debió de coincidir en la corte con Isabel Sánchez, la hija del pintor de cámara de Felipe II, Alonso Sánchez Coello, a la que ya me he referido. Sin embargo, Isabel nació en 1564; cuando Sofonisba abandonó la corte, ella tenía tan sólo nueve años y sin duda estaba iniciando su aprendizaje con su padre. No sabemos si llegaron a tratarse, aunque es probable que así fuera, pues la pintora de la reina y el pintor del rey debieron de compartir espacios comunes y quizá también ayudantes. Podemos imaginar a la niña observando tal vez admirada el trabajo de aquella mujer noble, toda una dama de la reina a la que no le importaba ensuciarse las manos y los trajes con los enfarragosos pigmentos.
Porque, además de su actividad como compañera y maestra de Isabel de Valois, Anguissola se mantuvo muy activa como retratista durante sus años en la corte de España. Están documentados sus retratos de la mayor parte de los miembros de la familia real: varios de la reina, por supuesto, pero también del rey, del príncipe don Carlos, de las infantas Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela, de Juana de Austria y de otros diversos personajes de la corte. Sin embargo, la pista de casi todos esos retratos se ha perdido durante siglos. La mayor parte de ellos han estado expuestos en diversos museos y colecciones del mundo como obras de otros artistas, sobre todo de los pintores activos en la corte de Felipe II, como Tiziano, Antonio Moro, Alonso Sánchez Coello o Juan Pantoja de la Cruz. Solamente en las últimas dos décadas ha empezado a revisarse la autoría de algunas de esas obras, siempre con reticencias[111]. Hay diversas razones que parecen haber contribuido a este olvido o ignorancia, razones históricas, documentales y, por supuesto, sociológicas. El papel en la corte de Anguissola era un tanto confuso para nuestra mentalidad. De hecho, no firmó ninguno de sus retratos de la familia real y, durante sus años en Madrid, no fue retribuida como pintora, sino como dama de honor; por los documentos conservados en el Archivo de Simancas, sabemos que disponía de una paga anual de 100 ducados, además de las «raciones» [la comida], ropa, gastos de lavandería, cebada y paja para sus caballos y mulas y algunos otros pagos en especie, costumbre habitual en la corte; Felipe II, que siempre fue generoso con ella, llegó incluso a concederle el importe de un impuesto sobre el vino de Cremona, cantidad que le permitió ayudar a su familia. Pero también sabemos que, aunque no cobrase dinero por sus retratos de corte, recibió a menudo regalos importantes a cambio de su obra, telas riquísimas o joyas, como el diamante de cuatro caras que, según parece, el príncipe don Carlos le entregó cuando hizo su retrato. Sin embargo, la falta de documentación oficial en los archivos respecto a pagos realizados por sus cuadros ha sido una de las razones que han servido para poner en duda su trabajo. Otro de los factores que influyeron en el hecho de que las obras de Anguissola hayan sido atribuidas a diversos autores es que, a menudo, los retratos de los miembros de la familia real eran reproducidos una y otra vez por los talleres de la corte; esto sucedía sobre todo cuando al retratado le gustaba el cuadro y, por lo tanto, exigía copias para colgarlas en las diversas residencias o enviarlas a las cortes extranjeras y a las instituciones que representaban a la monarquía en todos los territorios de la Corona, igual que ahora sucedería con las fotografías. Según parece, los retratos de Anguissola eran muy estimados en el entorno de Felipe II; aunque la pintora sabía mantener el aspecto de dignidad real de sus figuras, siguiendo el modelo que habían establecido algunos años atrás Tiziano o Antonio Moro, tampoco se olvidaba de dotarlos de vida, añadiendo siempre algún detalle anecdótico: Isabel de Valois sujetando ligeramente uno de los cierres de su falda, Ana de Austria dejando caer su largo collar entre sus dedos, levísimos gestos de espontaneidad que hacía que fuesen muy apreciados no como retratos oficiales, sino como obras privadas, que circulaban en copias dentro del amplio y cosmopolita ámbito familiar. Sabemos que tanto los retratistas de cámara (Sánchez Coello o Pantoja de la Cruz) como otros grandes pintores visitantes de la corte, por ejemplo Rubens, realizaron copias de algunas de las obras de Anguissola, haciendo que durante siglos se les haya adjudicado a ellos el modelo original. La costumbre de las copias se complica más de lo habitual en el caso de los retratos de la familia de Felipe II: en 1604, un incendio asoló el palacio de El Pardo y destruyó o estropeó gravemente muchas de las obras que colgaban en su galería de retratos, entre ellas varias de Anguissola; algunos de esos cuadros fueron retocados después por Juan Pantoja de la Cruz, dificultando aún más la labor de identificación. A todo esto se une, como ya he dicho, el silencio y la confusión interesada que tantas veces han pesado sobre las pintoras. De hecho, en 1724, cuando el pintor Antonio Palomino publica la tercera parte de su obra El museo pictórico y escala óptica, en la cual habla de diversos artistas de distintas épocas, el recuerdo de Anguissola es muy confuso; tanto, que en su breve mención, entre otros errores, confunde su apellido con el de Artemisia Gentileschi: «Sofonisba Gentilesca. Pintora. Sofonisba Gentilesca fue aquella ilustre dama, y famosa en este arte, que la Serenísima Reina de España Doña Isabel de la Paz, nuestra señora (que está en el cielo), trajo de Francia a esta Corte, y fue insigne en hacer retratos, especialmente pequeños. Y así hizo muchos de Sus Majestades, y del Serenísimo Príncipe Don Carlos, hijo del Señor Felipe Segundo, nuestro señor, y de otras damas, y señoras de palacio, donde murió año de 1587»[112].
El año de 1568 fue terrible para la corte española: en enero, el rey hizo apresar a su propio hijo y heredero don Carlos. El desgraciado príncipe había nacido en 1545 del primer matrimonio de Felipe con su doble prima María Manuela de Portugal. Era un ser deforme físicamente, enfermizo y víctima de un carácter cuando menos extravagante, que se intensificó después de haber sufrido un fuerte golpe en la cabeza durante una aventura galante, en la que estuvo a punto de perder la vida. Don Carlos se volvió cada vez más raro y agresivo, llegando a atacar a su propio tío don Juan de Austria y a amenazar de muerte al todopoderoso duque de Alba. Obsesionado por la desconfianza y la frialdad de su padre hacia él, decidió conspirar con los rebeldes flamencos contra el rey y preparó su huida de palacio. Fue entonces cuando Felipe II lo hizo detener y encerrar en un torreón del propio Alcázar. Para Isabel de Valois, que sentía una gran simpatía por su hijastro —al que había estado prometida antes de casarse con el padre—, aquello significó un gran disgusto que agravó su estado de salud, delicado desde el nacimiento unos meses antes de su segunda hija. En julio murió el príncipe en su celda en circunstancias extrañas, que contribuyeron a crear la leyenda negra en torno a Felipe II, pues se le acusó de haber dado orden de asesinarlo; lo más probable es sin embargo que falleciese de inanición, ya que se negaba a comer como protesta por su encierro[113]. Fuera como fuese, aquel duro golpe empeoró aun más la complicada situación de la reina: embarazada de nuevo, durante semanas la acompañaron migrañas constantes, vahídos y vómitos; en septiembre padeció un fuerte cólico renal; y en octubre, después de un aborto, murió. Tenía veintidós años.
La desolación de la corte fue absoluta: al fallecimiento de dos de las personas de la familia real en tan pocos meses se unía el preocupante hecho de que el rey, cerca de los cuarenta años, se había quedado viudo por tercera vez y no tenía heredero masculino, solamente aquellas dos pequeñas infantas huérfanas de madre a las que nadie quería imaginar gobernando el país. La tristeza de Anguissola fue, según parece, muy profunda: «La señora Sofonisba —escribe el embajador de Urbino— dice que ya no quiere vivir». Tal vez, además de sentir la pérdida de su joven amiga y señora, la pintora temiese por su porvenir. La reina le había dejado en su testamento una importante cantidad de dinero, aunque no la suficiente desde luego para garantizar económicamente su futuro, comprometido además por los problemas financieros de su familia. La muerte de la reina significaba la disolución de su Casa y la consiguiente pérdida de su empleo. De hecho, todas las damas francesas regresaron pronto a su país. Sin embargo, la italiana se quedó: su desprotección familiar, su destacado papel en la corte, el afecto de Isabel y su estrecha relación con las pequeñas infantas debieron de contribuir al hecho de que Felipe II decidiera mantenerla en el Alcázar. Anguissola permaneció allí cuatro años más, pintando algunos retratos y ocupándose de las niñas junto con su gobernanta.
Dos años después del fallecimiento de Isabel de Valois, en noviembre de 1570, el rey volvió a casarse, esta vez con su sobrina, la archiduquesa Ana de Austria. Las cosas cambiaban en la corte: se reorganizaban las Casas de las infantas y de la nueva soberana, y, con esos cambios, la vida de Anguissola iba a dar un giro. No se sabe si lo decidió ella misma o el rey, pero, de pronto, Sofonisba se encontró casada con un hombre al que ni siquiera conocía. A pesar de su edad, que debía de rondar los cuarenta años —ampliamente excesivos para una primera boda en aquellos tiempos—, parece ser que hubo diversos candidatos dispuestos a contraer matrimonio con una mujer tan cercana a Felipe II y que gozaba de tanto prestigio. La elección —suya, del propio monarca o, más probablemente, por acuerdo entre ambos— recayó en un caballero de la más alta nobleza siciliana, don Fabrizio de Moneada, segundo hijo del príncipe de Paternò y descendiente de una de las dinastías más poderosas del antiguo reino de Aragón[114]. El propio Felipe II le concedió a Sofonisba la imprescindible dote. Su montante —al que se unió una pensión vitalicia sobre los derechos de aduana de Palermo y Mesina— lo conocemos por un documento del rey, en el cual se mencionan diversos méritos de la novia, pero no su labor como retratista, quizá porque tal condición no parecía la más adecuada para una dama de la reina que ahora iba a ser la esposa de un encumbrado aristócrata: «Dada la estima que sentimos por la manera exquisita como vos, Sofonisba Anguissola, habéis servido a la muy serena reina doña Isabel, mi muy amada esposa (que descansa en la gloria) y habéis sido su dama de honor, y como prueba de satisfacción y de reconocimiento por vuestra presencia, los cuidados de vuestro cargo, y otras tareas que habéis cumplido entre el personal de su casa, y por las cuales ella os concedió un legado en su testamento, y por toda responsabilidad y obligación que la citada reina y nos mismos podemos tener hacia vos, tenemos la intención de concederos por este documento 3000 ducados […] de capital para vuestra dote y matrimonio, que se añadirá a la suma de 250 000 maravedís que hemos pedido en vuestro nombre a Melchor de Herrera, nuestro tesorero general, en la fecha de este documento, lo que constituirá un total de 375 000 maravedís. […] Deseo de vos otro favor: que residáis en una de nuestras propiedades reales de Castilla o algún lugar equivalente»[115]. Respecto a esta última frase, doy por supuesto que si Felipe II quería que Anguissola viviera en sus territorios, no era tanto por tenerla cerca como por mantener bajo un cierto control a una persona que había estado durante mucho tiempo en la corte y sabía mucho de la intimidad de la familia real y quizás incluso de ciertas decisiones políticas. Que siguiera siendo súbdita suya significaba una garantía de su silencio.
En las capitulaciones matrimoniales, firmadas como era costumbre antes de la boda, se menciona el ajuar que la novia aporta al hogar como parte de su dote; constituyen un documento curioso, que refleja algunos de los objetos —ricos aunque sin exageración— que una dama de su posición podía poseer: «[…] una argolla de oro de cuatro troncos retorcidos y en las junturas unas manos asidas esmaltadas en blanco; una cintura de oro que tiene treinta y cuatro piezas con las tronchas, las diecisiete con cuatro perlas y las otras de oro; toda una sarta de ágatas de setenta cuentas con siete extremos de oro engastadas en oro; setenta botones de oro con cuatro perlas; setenta botones de pina de cristal guarnecidos de oro; treinta y un botones de diamantes pequeños; cuarenta botones chicos de cristal guarnecidos en oro; […]; una medalla de un camafeo engastada en oro; otra medalla de oro con unos niños esmaltados de blanco; una caja para retratos de oro; de una parte, una divisa de un águila que mira el sol y de la otra, una gallina y alrededor unas culebras; treinta botones de oro pequeños redondos esmaltados de blanco; una cruz pequeña de seis diamantes y cinco rubíes […]; treinta y cinco piedras de oro delgadas esmaltadas de diversas maneras […]; una sortija de un diamante grande; otra sortija de un diamante pequeño; una fuente de plata y un aguamanil de plata; una copa de plata; una escudilla de plata; una cuchara de plata; un candelero de plata; una saya de plata dorada […]»[116].
La boda se celebró por poderes en el Alcázar madrileño el 26 de mayo de 1573, en presencia del propio monarca, una ilustre ceremonia, sin duda alguna, para una ilustre mujer. Tras casi catorce años de servicio en la corte más poderosa del momento, Sofonisba partió enseguida hacia Sicilia para reunirse con aquel marido al que nunca había visto. Apenas sabemos nada de su vida en Paternò durante los escasos cinco años que duró su primer matrimonio. ¿Fueron una pareja feliz, se entendieron cuando menos, o acaso se detestaron silenciosamente el uno al otro? No hay ninguna noticia al respecto. Sí sabemos que, en mayo de 1578, Sofonisba se quedó viuda: su marido murió en el mar, durante un asalto de piratas a la galera en la que viajaba camino de Nápoles. Sin embargo, menos de dos años más tarde estaba de nuevo casada, y esta vez en circunstancias un tanto especiales.
Tras poner en orden los asuntos de la herencia, no muy cuantiosa según parece, Anguissola había decidido regresar a su ciudad natal, donde aún vivían su madre, su hermano y, probablemente, alguna de sus hermanas. Pero algo sorprendente sucedió durante el viaje, y Sofonisba no llegó nunca a Cremona: los siguientes treinta y cinco años los pasó en Génova con su nuevo marido, Orazio Lomellini, un hombre más joven que ella y del que apenas se sabe nada. Los datos parecen apuntar a que era el capitán del barco en el que ella viajaba desde Sicilia a la península. ¿Fue una verdadera historia de amor, como algunos comentaristas han señalado, o simplemente buscó en él compañía, acaso la protección masculina que en ese momento quizá le faltara a una mujer cercana a los cincuenta años y desprovista de una gran fortuna? Su familia seguía viviendo con muchas estrecheces, hasta el punto de que se vio obligada a rogarle a Felipe II que le traspasase a su hermano Asdrúbal una de las pensiones que le había otorgado. Asdrúbal no podía, por lo tanto, facilitarle una vida digna de la posición prestigiosa de que gozaba. ¿Podía haber intentado lograrla por sí misma a través de sus cuadros? Difícilmente, pues, como ya he explicado, las reglas del tiempo no hubieran admitido que una mujer de su condición recibiese dinero en efectivo a cambio de un trabajo que debía ser —o, mejor dicho, parecer— un mero entretenimiento, por muy excelsa que fuese su calidad. Tal vez hubiera podido resignarse a las condiciones de estrechez propias de tantas viudas, o haberse retirado a un convento, como otras muchas hacían. Pero la vida colocó inesperadamente a su lado a un hombre con el que compartir intereses o quizás incluso amor. Fuera como fuese, el matrimonio no sentó bien en su entorno: ni la familia de su difunto marido ni la suya propia querían que se casase con Orazio Lomellini, tal vez por la diferencia de edad que había entre ellos o por su condición social, inferior a la de la novia.
El problema adquirió incluso tintes de asunto de Estado; antes de la boda, la pareja se instaló en Pisa, que pertenecía al ducado de Florencia; en diciembre de 1579, el gran duque Francisco de Médicis escribió a Anguissola, presionándola para que no contrajera matrimonio: «Habiendo sabido que Vuestra Señoría se encuentra en Pisa con intención de casarse en contra del parecer de vuestros parientes y de la condición de vuestra casa, movido por el conocimiento que tuve de vos cuando estuve en la Corte del rey de España y del afecto que siempre os he tenido, no he querido dejar de poner en vuestra consideración que, sierva de Su Majestad, no sólo deberíais darle noticia de todas vuestras intenciones sino también escoger un sujeto digno de vos, de vuestra casa, y de la servidumbre que habéis prestado a aquellos príncipes, pues muchas veces el sentimiento propone aquello que parece útil y honorable, pero, sometido después a la razón, se descubre que es lo opuesto, y frecuentemente con vano arrepentimiento. Mirad muy bien lo que hacéis, pues, por la consideración de mujer sabia en que siempre os he tenido, estoy convencido de que no querréis perder el buen nombre que con tanto esfuerzo habéis adquirido, y yo me ofrezco con toda presteza a hacer todo lo que juzguéis adecuado y beneficioso; que Dios os conceda felicidad»[117]. Pero Sofonisba debía de saber muy bien lo que quería: aunque siempre destacó por su afabilidad, la vida que había llevado hasta entonces, permaneciendo desde niña fuera de su casa, en condiciones excepcionales para una dama de su época, es prueba por sí misma de que, más allá de sus dotes sociales y su talante alegre, era una mujer firme y segura de sí misma. De modo que, a pesar de todas las opiniones contrarias, se casó con Orazio: «[…] habría bastado la voluntad de Vuestra Alteza Serenísima —le contestó a Francesco de Médicis—, de quien soy tan afecta servidora desde hace muchos años, para haber supeditado cualquier parecer mío a cuanto Vuestra Alteza Serenísima me hubiese mandado; pero como los matrimonios primero se hacen en el cielo y después en la tierra, la carta de Vuestra Alteza Serenísima me llegó tarde, por lo que no puedo demostrarle mi muy afecta obligación a Vuestra Alteza Serenísima, a quien suplico ardientemente que me perdone»[118].
Aquel matrimonio «hecho en el cielo» parece haber sido más o menos feliz, al menos a juzgar por los escasos datos de que disponemos. Desde luego, fue muy duradero, pues Anguissola llegó a superar los noventa años, una edad extraordinaria para la época, y Orazio aún la sobrevivió. La pareja se instaló en Génova. Sabemos muy pocas cosas de su vida durante esa larga etapa, aunque es seguro que la pintora siguió realizando retratos y ahora también cuadros religiosos, cada vez más solicitados en aquel ambiente de la Contrarreforma, donde la obra artística de carácter sacro se consideraba un elemento imprescindible en la decoración de los templos. A través de los cuadros debía azuzarse la devoción de las gentes, especialmente de las grandes masas de iletrados que, si bien no eran capaces de leer, sí que en cambio podían emocionarse o extasiarse ante las grandes pinturas que representaban toda clase de asuntos relacionados con la historia sagrada, las vidas de los santos o las cuestiones teológicas. Era el momento de la explosión inicial del gran arte barroco, que cubriría con su potencia y su energía todo el siglo XVII. El estilo de Anguissola, forjado en el clasicismo y el manierismo de la primera mitad del siglo, con su gusto por el equilibrio y una cierta sobriedad, debía de empezar a resultar ligeramente anticuado. A pesar de todo, siguió recibiendo encargos y, según parece, probablemente enseñó el arte de la pintura a algún que otro discípulo.
En 1599, la artista recibió en Génova la visita de la infanta Isabel Clara Eugenia, que viajaba a los Países Bajos para contraer matrimonio con su primo, el archiduque Alberto de Austria. La princesa se había mantenido soltera hasta edad muy avanzada —los treinta y tres años—, acompañando siempre a su padre, para quien era no sólo una hija queridísima, sino una estrecha colaboradora en los asuntos de Estado. Al casarse, Felipe II le concedió como dote el siempre conflictivo territorio español en el norte de Europa, donde Isabel permaneció como gobernadora hasta su muerte en 1633. Durante su estancia en Génova, Anguissola realizó el retrato de bodas de aquella hermosa mujer a la que había visto nacer y a la que había cuidado de niña.
Además de ese encuentro físico, la pintora mantuvo siempre el contacto epistolar con la corte de España, en particular con el rey y con la infanta. Una de las pocas cartas suyas que se conservan es una petición al monarca a favor de su marido. El tono de la epístola, humilde, aunque alejado de los desorbitados halagos al uso de la época, puede darnos una idea de la naturalidad con la que Sofonisba se trataba con los grandes del mundo: «Con mi esposo Orazio Lomellino, le he escrito a Vuestra Majestad suplicándole que me conceda la gracia de recomendarle a mi marido, que desea un favor de vos. Reitero mi demanda para recordar a Vuestra Majestad que le conceda lo más pronto posible lo que solicita. Confío en la benevolencia y la generosidad hacia sus súbditos de las que Vuestra Majestad da pruebas tan a menudo, siendo yo misma la más afectísima de vuestras servidoras. Espero recibir este favor de vuestras reales manos, de las que depende mi dicha. Conservaré el recuerdo de esta bondad entre las muchas que Vuestra Majestad me ha otorgado. Con reverencia y humildad, beso vuestro mano, rogando a Dios que os conceda una vida larga y dichosa»[119].
Aunque trabajando más lentamente que en su juventud, Anguissola se mantuvo activa como pintora hasta 1620, cuando debía de estar cerca de los noventa años. De esa época procede el último autorretrato suyo que conocemos, quizá su última obra. Pero su vista se debilitaba poco a poco, y tuvo que dejar de pintar. No obstante, según parece, seguía gustándole mucho hablar de pintura y aconsejar a los jóvenes artistas que la visitaban, ahora en Sicilia, adonde se había trasladado con su segundo marido alrededor de 1615. Allí, en Palermo, unos meses antes de su muerte, recibió la visita de Anton van Dyck, joven y brillantísimo discípulo de Rubens, que estaba convirtiéndose en uno de los retratistas más solicitados de su tiempo. El artista realizó dos espléndidos retratos de la anciana, y anotó esto en su diario: «Sigue teniendo una buena memoria y el talante muy vivo, y me recibió muy amablemente. A pesar de su vista debilitada por la edad, le gustó mucho que le enseñase algunos cuadros. Tenía que acercar mucho su cara a la pintura, y con esfuerzo conseguía distinguir un poco. Se sentía muy dichosa. Mientras dibujaba su retrato, me dio indicaciones: que no me colocase demasiado cerca, ni demasiado alto, ni demasiado bajo, para que las sombras no marcasen demasiado sus arrugas. También me habló de su vida y me dijo que había sabido pintar muy bien del natural. Su mayor pena era no poder pintar a causa de su mala vista. Pero su mano no temblaba nada»[120]. Qué vívida y emocionante esa imagen de una mujer casi centenaria, que aún mantenía intacta su coquetería y, sobre todo, que conservaba plenamente activa su apasionada vocación de pintora.
El 16 de noviembre de 1625, Sofonisba Anguissola falleció en su casa de Palermo. Debía de tener noventa y tres años. Dejaba tras de sí una obra artística de gran calidad, que respondía en buena medida a los cánones de la época, pero que también destacaba por su personal visión del hálito de la vida detrás de cada personaje, humilde o encumbradísimo. Sin embargo, su nombre sería pronto borrado de la historiografía del arte, mientras la mayor parte de sus cuadros eran adjudicados durante siglos a algunos de los mejores artistas de su tiempo.