Porque cosa de tan poco ser es esto que llamamos mujer.
FRAY LUIS DE LEÓN
Vos [Dios] sois justo juez, y no como los jueces del mundo, que como son hijos de Adán, y, en fin, todos varones, no hay virtud de mujer que no tengan por sospechosa.
TERESA DE ÁVILA
Cuando la monja Egeria viajó en el año 381 a los Santos Lugares y escribió sus cartas a las religiosas del monasterio de Galicia del que era superiora, las tierras de España aún formaban parte del Imperio romano[77]. Habrían de pasar muchos siglos y muchas dominaciones de pueblos diferentes, muchas conquistas y reconquistas, muchos nacimientos y desintegraciones de reinos, muchas generaciones de seres humanos, hasta que volviera a dejarse oír en este rincón del mundo alguna voz de mujer. Más de mil años transcurren en efecto desde la peregrinación de la monja hasta que, en el siglo XV, aparecen otros textos escritos y firmados en femenino. Para entonces, el latín de Egeria se había convertido en una lengua conocida sólo por las élites más cultas, los idiomas prerromanos habían desaparecido por completo —salvo el euskera— y la gente hablaba y escribía comúnmente en aquellas lenguas romances aún en proceso de consolidación, el castellano, el gallego-portugués, el asturiano o el catalán. ¿Hubo otras mujeres autoras entre Egeria y las damas del siglo XV? Cabe suponer que sí. Tal vez algunas monjas escribieran en los conventos, igual que miniaban y copiaban textos en los scriptoria. Puede que hubiera exquisitas trovadoras, como ocurría en Occitania, o juglaresas viajeras y desenfadadas, semejantes a las que recorrían otras muchas zonas de Europa. Quizá muchas mujeres del pueblo crearan cantos y poemas, contribuyendo así al gran corpus de obra anónima medieval. Evidentemente, el hecho de que no conozcamos ningún texto escrito por ellas no quiere decir, sin embargo, que no hayan podido existir. Y a juzgar por lo que sabemos respecto a otros países, lo más probable es que así haya sido. Pero, por desdicha, el papel de las mujeres en la cultura de las tierras de España ha sido menos investigado que en otros lugares.
Hoy por hoy, el primer escrito en prosa firmado por una mujer española que conocemos está fechado en 1402. Y ni siquiera se trata de una obra literaria propiamente dicha, sino de unas Memorias que una dama noble, Leonor López Carrillo de Córdoba, dictó ante un notario con alguna finalidad que ignoramos. Sin embargo, esas Memorias resultan apasionantes por los hechos que narran, y constituyen un documento histórico de gran importancia. La vida de esa mujer, que probablemente nació en 1362, está llena de acontecimientos sorprendentes, que ponen de relieve lo que podía llegar a ser la turbulenta existencia de una dama de su época, sometida a toda clase de cambios de fortuna y empujada además en su caso particular por un carácter tan ambicioso como soberbio. Leonor pertenecía a la más alta nobleza castellana: era hija de una sobrina de Alfonso XI y del maestre de Alcántara y de Calatrava. De hecho, se crió en el Alcázar de Segovia con las hijas del rey Pedro I el Cruel. Con tan sólo siete años, su padre la casó con un caballero de otra importante familia, Ruy Gutiérrez de Hinestrosa. «A mi marido —relata en su texto, describiendo lo que podía ser la fortuna de un hombre de alta cuna de la época— le quedaron de su padre muchos bienes y muchos lugares; tenía hasta trescientos caballeros, y cuarenta madejas de perlas tan gruesas como garbanzos, y quinientos moros y moras [esclavos] y vajilla por valor de dos mil marcos de plata; y las joyas y preseas de su casa no se podrían escribir en dos pliegos de papel[78]». Pero ambas familias, la suya y la de su marido, fueron víctimas de la guerra civil entre Pedro I y su hermano Enrique, que reinó luego como Enrique II de Trastámara. Cuando éste asesinó a Pedro I en 1369, el padre de Leonor, fiel al monarca fallecido, se refugió con las infantas en la ciudad de Carmona, que enseguida fue sitiada por el nuevo rey. Tras un largo asedio, López de Córdoba negoció su rendición a cambio de que las pequeñas princesas fueran enviadas a la corte de Inglaterra y también de que su vida y la de los suyos fuese respetada. Enrique II cumplió la primera parte del pacto, pero no la segunda: el padre de Leonor fue decapitado, y toda su familia encerrada en las atarazanas de Sevilla. Las Memorias describen la crueldad con la que los prisioneros podían ser tratados en aquellos tiempos: «Y nuestros maridos tenían cada uno sesenta libras de hierro en los pies, y mi hermano don Lope López tenía encima de los hierros una cadena en la que había setenta eslabones; él era un niño de trece años, la criatura más hermosa que había en el mundo. Y a mi marido, en especial, le ponían en el algibe del hambre, donde le tenían seis o siete días sin comer ni beber nunca». Toda la familia y el séquito que los acompañaba, salvo la propia Leonor y su marido, murió durante una epidemia de peste que asoló la prisión. Al cabo de nueve años de encierro, el matrimonio fue liberado al fallecer Enrique II. Leonor, que tendría entonces diecisiete o dieciocho años, fue acogida en Sevilla por una tía. Su marido trató inútilmente durante mucho tiempo de recuperar sus bienes, que le habían sido incautados. Ella en cambio, con su desmesurada ambición, logró ir rehaciendo su hacienda. Aquella mujer llena de soberbia narra en su autobiografía sin ningún disimulo las astucias que utilizó con su propia familia para hacerse con un nuevo patrimonio, pero, a la vez, se permite achacar sus logros materiales a su devoción religiosa: «Y antes de todo esto, yo había ido treinta días a maitines, con aguas y con vientos y descalza, ante santa María la Amortecida, que está en la Orden de San Pablo de Córdoba; y le rezaba sesenta y seis veces, con sesenta y seis avemarías, la oración que sigue, en reverencia de los sesenta y seis años que Ella vivió con amargura en este mundo, para que Ella me diese casa. Y Ella me dio casa, y casas, por su misericordia mejores que las que yo merecía». La piedad no era desde luego para Leonor un obstáculo en la obtención de sus fines: quizá fuera consecuencia del cruel trato recibido en prisión y de su familiaridad con la enfermedad y la muerte durante aquellos años de su adolescencia, pero el caso es que se muestra capaz de todo con tal de conseguir lo que desea. Incluso, con la mayor frialdad posible, da a entender que llegó a cometer un asesinato cuando algunas de las damas o criadas de su tía trataron de influir a ésta en su contra: «Y sentí tal desconsuelo que perdí la paciencia; y la que más me llevó la contraria con mi señora tía se murió en mis manos comiéndose la lengua». Las Memorias continúan narrando cómo, durante una epidemia de peste que azotó Andalucía entre 1400 y 1401, murieron varias personas de su entorno y hasta su propio hijo por su empeño en hacerles cuidar a uno de sus servidores enfermo, un niño judío huérfano al que ella había recogido y bautizado: «Mandé llamar a un criado del señor maestre, mi padre […], y le rogué que llevara a aquel chico a su casa. Y el desdichado tuvo miedo y dijo: “Señora, ¿cómo le voy a llevar con la peste, para que me mate?”. Y le dije: “Hijo, no lo quiera Dios”. Y él, con vergüenza de mí, se lo llevó. Y, por mis pecados, las trece personas que lo velaron de noche, todas murieron. […] Y yo rezaba esa oración todas las noches rogando a Dios que me quisiese librar a mí y a mis hijos; o que, si a alguno se tuviera que llevar, se llevase el mayor porque era muy enfermizo. Y quiso Dios que, una noche, no encontraba quien velase aquel chico enfermo porque habían muerto todos los que hasta entonces le habían velado. Y vino a mí ese hijo mío, que le llamaban Juan Fernández de Hinestrosa como su abuelo, que tenía doce años y cuatro meses, y me dijo: “Señora, no hay quien vele a Alonso esta noche”. Y le dije: “Veladlo vos, por amor de Dios”. Y me respondió: “Señora, ahora que han muerto otros, ¿queréis que me mate a mí?”. Y yo le dije: “Por la caridad que yo hago, Dios tendrá piedad de mí”. Y mi hijo, por no salirse de mi mandato, fue a velarle; y, por mis pecados, aquella noche le dio la peste, y al otro día le enterré. Y el enfermo vivió después, habiendo muerto todos los que he dicho». Aunque la autobiografía de Leonor López de Córdoba termine bruscamente en ese punto, poseemos sin embargo más datos de su agitada vida. Sabemos que, a partir de 1404, reinando Enrique III, regresó a la corte como valida de la reina Catalina de Lancaster, que era hija de una de las infantas con las que ella se había criado y a las que su padre había protegido contra Enrique II. Al morir el rey en 1407, Catalina de Lancaster pasó a gobernar como regente, y junto a ella permaneció Leonor, gozando de un enorme poder, hasta 1412. Su carácter intrigante hizo sin embargo que la reina terminara por expulsarla de la corte. Regresó entonces a Córdoba, convertida eso sí en una riquísima dama, y allí murió en 1430.
Además de ese texto autobiográfico, conocemos algunas obras en prosa redactadas en el siglo XV en castellano y catalán por dos monjas, Teresa de Cartagena e Isabel de Villena, dos mujeres a las que podemos considerar autoras literarias en un sentido estricto, pues a través de sus escritos trataron de transmitir sus vivencias y sus ideas a sus lectores, dos religiosas capaces de sobreponerse al retiro y el silencio del claustro y de su propio sexo para crear una personal e importante vía de comunicación con el mundo exterior. El caso de Teresa de Cartagena es especialmente llamativo, pues a esa doble reclusión como mujer y como religiosa se unía además su condición de sorda. Nacida en Burgos hacia 1425, Teresa provenía probablemente de una importante familia de judíos conversos, origen que comparte por cierto con otras muchas religiosas destacadas de la historia de los reinos de España, incluida la propia santa Teresa. Pudo haber sido nieta del obispo de Burgos Pablo de Santo María, que antes de su conversión había ejercido como rabino mayor de la ciudad. En cualquier caso, debió de recibir una magnífica educación, y ella misma confiesa haber estudiado durante algunos años en Salamanca, sin duda alguna en los ambientes próximos a la prestigiosa universidad. Sin embargo, su vida se vio truncada cuando, en la adolescencia, contrajo una enfermedad que la privó de la audición. Se convirtió así en un ser aislado y profundamente afligido, no sólo a causa de la muralla de incapacidad que la separaba del mundo, sino también porque aquella sociedad trataba con enorme dureza y desprecio a los disminuidos, como ella misma denunciaría más tarde en sus escritos: «Los amigos nos olvidan, los parientes se enojan, y aun la propia madre se enoja con la hija enferma, y el padre aborrece al hijo que con continuas dolencias le ocupa la posada […], que su mismo padre y madre dispongan de despacharlo prestamente de su casa y ponerlo donde ninguno detrimento y confusión les pueda venir»[79]. En esas condiciones, Teresa fue «abandonada» por sus progenitores en algún convento, costumbre que las familias pudientes solían adoptar respecto a los hijos discapacitados. Quizá fuera en el de las agustinas de San Ildefonso de Burgos, fundado por uno de sus tíos. Durante largos años se debatió allí en medio de lo que ella misma llama su «exilio y tenebroso destierro», sintiéndose «más en un sepulcro que en una morada», rebelándose en vano contra aquel destino de mujer incomunicada. Sin embargo, lentamente aprendió no sólo a aceptar su minusvalía, sino a amarse a sí misma en ella y a Dios a través de ella. Fue entonces cuando compuso su Arboleda de los enfermos, un tratado místico de carácter singular, pues se centra en la reivindicación de su diferencia —y la de los afectados por cualquier enfermedad grave— respecto a las personas sanas, y en el encuentro con Dios a través de ese sufrimiento, hasta llegar a la plena conformidad con su situación: «Mi dolor es ya de la forma de mi padecimiento, y mi querer está tan de acuerdo con mi padecer, que ni yo deseo oír ni me pueden hablar, ni yo deseo que me hablen. Las que llamaba enfermedades las llamo ahora resurrecciones»[80]. El hermoso texto de la Arboleda de los enfermos muestra la personalidad de una mujer de gran cultura, de exquisita sensibilidad y, a la vez, de fortaleza poco común, capaz de convertir el mal en bien gracias a una intensa y consciente ejercitación en la paciencia.
Escrita hacia 1455, la obra de Teresa debió de conocer una cierta relevancia, a la vez que provocó un intenso rechazo. Algunos consideraban inadecuado que una mujer alzase orgullosamente la voz en su propia defensa y acusara de falta de caridad a la sociedad que la rodeaba. Muchos sostuvieron que no era posible que una mujer y, para colmo de males, sorda —lo cual era tanto como decir boba—, fuese capaz de escribir un libro como aquél: admirados de su profundidad y su sabiduría, llegaron a afirmar que debía de haberlo copiado. ¿Cómo podía aceptar semejante muestra de inteligencia femenina un mundo que consideraba a las mujeres prácticamente privadas de intelecto? Al fin y al cabo, era un tiempo en que los tratados de los hombres sabios estaban llenos de frases como estas que Huarte de San Juan escribe todavía un siglo después: «Luego la razón de tener la primera mujer, Eva, no tanto ingenio, le nació de haberla hecho Dios fría y húmeda, que es el temperamento necesario para ser fecunda y paridera, y el que contradice al saber […]. Si la sacara templada como Adán, fuera sapientísima, pero no pudiera parir ni venirle la regla, si no fuera por vía sobrenatural»[81]. Una vez más, la eterna dicotomía: o femineidad o inteligencia. Pero Teresa era una mujer a quien su larga lucha contra el aislamiento había vuelto fuerte y consciente de su propia valía, que ella consideraba un don divino. En lugar de quedarse callada ante las críticas, emprendió la redacción de un segundo tratado, Admiración de las obras de Dios, que respondía directamente a sus detractores. No exenta de ironía, defendió en él la idea de que Dios puede dotar de sabiduría tanto a los hombres como a las mujeres, y se atrevió incluso a afirmar que la dedicación intelectual es digna y adecuada para el sexo femenino: «Que manifiesto es que más a mano viene a la hembra ser elocuente que no ser fuerte, y más honesto le es ser entendida que no osada, y más ligera cosa le será usar de la péñola [pluma] que de la espada».
Isabel de Villena fue prácticamente contemporánea de Teresa. Vivió entre 1430 y 1490 y llegó a ser abadesa del convento de clarisas de la Santa Trinidad de Valencia. Pertenecía a una familia de la alta nobleza castellano-aragonesa y era descendiente por vía bastarda de reyes, en tiempos en que la condición de bastardía era todavía aceptada con naturalidad en el mundo cortesano. Ella misma, a pesar de sus orígenes, se educó en la corte de la reina María, esposa de Alfonso el Magnánimo de Aragón, que vivía en Valencia, rodeada de mujeres cultas y piadosas. A los quince años ingresó en el convento de las clarisas, una orden de especial significación en el mundo femenino, pues fue la primera fundada por una mujer, santa Clara de Asís, la hermana espiritual de san Francisco. Siendo ya abadesa, Isabel de Villena escribió en catalán para sus monjas y para las mujeres iletradas que solían acudir al convento una hermosa y singular Vita Christi [Vida de Cristo], que hace de ella la primera escritora —y relevante escritora— en lengua catalana. En su obra hay una forma particular de rebeldía contra la tradición patriarcal de los textos sagrados, pues el protagonismo de su narración no lo tiene Cristo, sino las mujeres que le rodean, fundamentalmente su abuela Santa Ana, la Virgen y María Magdalena. En un exquisito ejercicio de acercamiento de la historia a sus coetáneas menos cultas, Isabel humaniza a las santas mujeres, las dota de sentimientos comunes y, siguiendo la tradición practicada desde tiempo atrás en la pintura, describe sus ropas y los ambientes en los que viven como si pertenecieran al mundo contemporáneo. Así narra, por ejemplo, la reacción de la Virgen María ante las primeras palabras de su hijo, semejante a la de cualquier madre cariñosa: «Entre los dolores y trances que la Señora soportó estando en Egipto, tuvo un grandísimo gozo; y fue cuando el amado Hijo empezó a hablar. Y la primera palabra que dijo fue el nombre de su Señora Madre, con tanta dulzura y amor que el alma de su merced fue colmada de grandísimo consuelo y dijo: “Anima ea liquefacta est ut dilectus locutus est mihi”, queriendo decir: “Mi alma rezuma de grandísimo gozo porque mi amado me ha hablado”. Y abrazaba su alteza a aquel divino Hijo, besándole muchas veces con soberana consolación, y le decía: “O eterna veritas et vera caritas, quam dulcia faucibus meis eloquia tua”, queriendo decir: “¡Oh, verdad eterna y caridad verdadera y perfecta! ¡Qué dulces son para mí vuestras palabras!”. Y cada vez que el Señor le decía “madre” se encendía nueva alegría en el corazón de su señoría»[82]. Igual de histórica y cercana es su descripción de María Magdalena: «Mientras predicaba el Señor en Jerusalén, sucedió que [había] una gran señora muy hacendada, singular en belleza y gracia sobre todas las mujeres de su estado, libre del dominio del padre y la madre, pues ya habían muerto y le habían dejado grandes riquezas y abundancia de bienes […] Y esta señora era gran amiga de festejos e inventora de trajes, tenía corte y estrado en su casa, donde se juntaban todas las mujeres jóvenes deseosas de deleites y placeres, y allí hacían fiestas y banquetes todos los días»[83]. A través de su mirada tan específicamente femenina, que descansa sobre la cotidianeidad y la sentimentalidad de las mujeres de su propia época, Isabel de Villena logró despojar a los hechos de la historia sagrada de la característica sublimidad de los teólogos y los exégetas, y los volvió verosímiles para un público que ella sabía poco formado intelectualmente. Su obra conoció sin embargo un gran éxito fuera de los muros de su convento, en los ambientes cultos de la época. La propia Isabel la Católica la hizo imprimir en 1497, contribuyendo de esa manera a su difusión.
El hecho de que la reina Isabel se interesara por los escritos de una mujer no fue nada excepcional en su vida: en efecto, la soberana de Castilla se preocupó intensamente por favorecer su propio desarrollo intelectual y el de otras damas a las que siempre sostuvo y apoyó. Ella fue una de las muchas reinas, princesas y nobles que, a lo largo de la historia, ejercieron como mecenas de creadores de ambos sexos, una de las muchas que coleccionaron obras de arte y libros y que quisieron rodearse en sus cortes de personajes destacados del mundo de la cultura. A veces, esas mecenas eran a su vez creadoras, como Lucrezia Tuornabuoni de Médicis o Verónica Gàmbara[84]. Sin embargo, no fue habitual que las mujeres de alta cuna, sobre todo las de sangre real, expusieran sus obras literarias o artísticas a los ojos del público. Una de las poquísimas reinas que a lo largo de la historia se atrevieron a tanto fue Margarita de Navarra, hermana de Francisco I de Francia y esposa de Enrique de Albret, soberano de Navarra[85]. Margarita, que vivió entre 1492 y 1549, adoptó posiciones religiosas cercanas al protestantismo y protegió en sus castillos de Pau y Nérac a numerosos humanistas perseguidos como herejes en sus países de origen. Fue sin duda una mujer valiente que, además de su defensa de la heterodoxia, contribuyó a mantener viva la «querelle des dames», tomando siempre partido a favor de la causa intelectual de las mujeres. Su obra literaria, que circuló con gran éxito, incluyó poesía, teatro y narraciones. El sentimiento religioso impregnó buena parte de sus poemas, algunos de los cuales le crearon problemas con esa vieja enemiga de las mujeres y defensora de la ortodoxia que era la universidad parisina. Pero Margarita no renunció a los temas profanos, sobre todo en su importante colección de relatos, el Heptamerón, en la cual los personajes femeninos tienen un papel destacadamente activo en las decisiones que toman sobre sus propias vidas.
El mecenazgo de Isabel la Católica presenta sin embargo ciertas características particulares: por un lado, el interés de la reina de Castilla estuvo casi exclusivamente centrado en el arte y la literatura de contenido religioso, algo que la alejó de la tendencia más tolerante con lo mundano de otras princesas europeas; por otra parte, su educación había distado mucho de ser erudita, y fue ella misma la que tuvo que esforzarse, después de su llegada al poder, por cubrir las muchas lagunas que había en su preparación. Realmente, cuando la infanta nació en 1451, nadie había pensado que algún día llegaría a ocupar el trono de Castilla y, por añadidura, el de Aragón. En la historia de los reinos hispánicos, sólo una mujer había gobernado hasta entonces por sí misma, Urraca de Castilla y León, que reinó entre 1109 y 1126, sometida a diversas guerras civiles —que no cabe atribuir a una persecución contra su sexo, pues eran comunes en la época— y a toda clase de rumores y difamaciones sobre su vida privada, que llenaron incluso muchas páginas de las crónicas del tiempo. Antes y después de ella, cuando por fallecimiento de los varones de la familia la sucesión recayó en alguna mujer, los nobles cercanos al trono siempre se las arreglaron para apartar de alguna manera a la heredera del poder, o para hacer que éste fuera ejercido por un marido expresamente elegido, dejándole a la esposa el papel de simple consorte. El caso de Isabel la Católica fue excepcional en la historia de España; de hecho, sólo otras dos mujeres llegaron a ser reinas por sí mismas. La primera fue su propia hija Juana; sin embargo, aunque fue acatada nominalmente como soberana, nunca llegó a ejercer el poder, detentado primero por su padre Fernando y después por su hijo Carlos I; como es bien sabido, la excusa para no permitirle gobernar fue su estado mental, pero los historiadores no terminan de ponerse de acuerdo al respecto y algunos sostienen que su situación nunca fue tan lamentable como se quiso hacer creer o que, al menos, habría mejorado mucho de habérsele prestado atención en lugar de dejarla abandonada y encerrada en Tordesillas, algo que, indudablemente, convenía a los varones de la familia. Después de ella, habría que esperar más de tres siglos para que otra mujer, Isabel II, llegase a reinar en España; también en este caso su subida al trono en 1833 ocurrió en condiciones excepcionales, por falta de un heredero masculino y tras numerosas indecisiones de su propio padre, Fernando VII; el profundo rechazo por parte de muchos a aquel reinado femenino hizo estallar las sangrientas y largas guerras carlistas, que trataron de defender el derecho a la sucesión del hermano del rey fallecido.
Si Isabel la Católica llegó a ser reina, fue a causa de una serie de circunstancias favorables para ella, pero también gracias a su tenaz ambición. La infanta supo aprovechar las enemistades entre los diversos clanes nobiliarios para proclamarse a sí misma heredera de su medio hermano Enrique IV, que falleció en 1473 sin descendencia masculina. Sus partidarios se enfrentaron al bando que apoyaba a la hija de Enrique, Juana la Beltraneja. La excusa —nunca probada— para desencadenar aquella guerra civil fue que el rey difunto era impotente y que, por lo tanto, Juana no podía ser descendiente suya. Fuera o no verdad, lo más probable es que quienes apoyaron a Isabel —igual que quienes apoyaron a la Beltraneja— lo hicieran creyendo que sería fácil manejarla. Pero la joven reina demostró enseguida su extraordinario interés por los asuntos de gobierno, su voluntad de hierro y su carácter inflexible. Tras vencer a su rival en 1479, Isabel logró ganarse el respeto de sus súbditos creando con gran inteligencia y perspicaz sentido de la propaganda una imagen mixta de hombre-mujer, masculina en sus acciones públicas, su belicismo y su intransigencia religiosa, femenina en su conducta privada de esposa amante y fiel, madre siempre preocupada por sus hijos y mujer recatada, caritativa y piadosa[86]. Por lo tanto, parece que puso en práctica el consejo que su preceptor fray Martín de Córdoba le había dirigido en el Jardín de nobles doncellas: «La señora, aunque es hembra por naturaleza, trabaje por ser hombre en virtud». Así describe su personalidad y su ejercicio del poder Juan de Lucena, con una prosa laudatoria muy característica de la época, que expresa sin embargo muy bien esa doble sexualidad simbólica de la reina: «Todos callamos ante la muy resplandeciente Diana, Reina nuestra Isabel, casada, madre, reina, y tan grande, asentando nuestros reales, ordenando nuestras batallas; nuestros cercos parando; oyendo nuestras querellas; nuestros juicios formando; inventando vestires; pompas hablando; escuchando músicos; toreas [corridas] mirando; rodando sus reinos; andando, andando, y nunca parando; gramática oyendo recrea. ¡Oh ingenio del cielo armado en la tierra! ¡Oh esfuerzo real, asentado en flaqueza! ¡Oh corazón de varón vestido de hembra, ejemplo de todas las reinas, de todas las mujeres dechado y de todos los hombres materia de letras!»[87].
Desde el comienzo de su reinado, Isabel demostró ser una mujer interesada por los asuntos culturales y artísticos, en parte por afición personal y en parte también porque la fama de reina letrada, mecenas y coleccionista servía para aumentar su prestigio, especialmente ante las cortes europeas. Así inauguró una tradición que luego continuarían los monarcas de la Casa de Austria, creando un extraordinario patrimonio artístico. Hizo levantar edificios tan característicos e importantes como la Catedral de Granada, San Juan de los Reyes en Toledo, Santo Tomás de Ávila, el palacio del monasterio de Guadalupe o los hospitales de Toledo y Santiago de Compostela, monumentos que han llevado a algunos historiadores a hablar de un «estilo isabelino». Encargó y coleccionó numerosas pinturas, algunas de artistas tan magníficos como Roger van der Weyden o Juan de Flandes —al que incluso llamó a su lado como retratista—, y valiosísimos tapices y piezas de orfebrería. Dio gran importancia a la música en todas las actividades de la corte, tanto profanas como religiosas, rodeándose de compositores e intérpretes. Favoreció mediante leyes protectoras el desarrollo de la reciente industria de la imprenta, aunque también es cierto que estableció la obligación de la censura previa y permitió la destrucción de libros considerados peligrosos, como los numerosos volúmenes árabes que ardieron en Granada por orden del cardenal Cisneros en 1500, en una lamentable quema de la que sólo se salvaron las obras de medicina, entregadas a la Universidad de Alcalá. Reunió una excelente biblioteca de alrededor de cuatrocientos ejemplares, un número muy destacado para la época, compuesta en parte por libros encargados y patrocinados por ella misma. Se ocupó de que tanto su hijo y heredero, el príncipe Juan, como sus hijas Isabel, Juana, María y Catalina recibieran una cuidadosa educación, que hizo que las infantas de Castilla figurasen entre las princesas más cultas de su época. Y protegió personalmente a eruditos y humanistas, hombres y también mujeres, algunas de las cuales vivieron siempre cerca de ella.
Es precisamente en el entorno de su corte donde aparecen los primeros ejemplos de poesía femenina en lengua castellana. Aunque al hablar de poesía en España sería injusto olvidarse de un grupo de poetas de gran importancia que desarrollaron su actividad en al-Andalus: su tradición literaria provenía de Oriente y su lengua era el árabe, pero aquellas mujeres nacieron y vivieron en tierras de la península Ibérica y contribuyeron a enriquecer nuestra variada y mestiza cultura. Ellas constituyen una maravillosa excepción en el terreno desértico de la literatura femenina durante los siglos medievales y, junto con los numerosos poetas masculinos que las acompañaron, alzaron la lírica hispanoárabe a niveles de excelencia.
Se han podido rescatar hasta treinta y nueve nombres femeninos en las fuentes árabes clásicas[88]. Algunas de ellas eran esclavas, exquisitas cantoras que deleitaban a otras mujeres y a los hombres con sus composiciones, pero la mayor parte pertenecía a familias nobles. Ése es el caso de Wallāda bint al-Mustakfĩ, probablemente la más conocida de todas las poetas de al-Andalus. Wallāda, que vivió en el siglo XI, era hija del califa de Córdoba Mohamed III, una princesa culta y poco amiga de las convenciones, que se permitía amar abiertamente y que reunía en su casa a los más importantes poetas y hombres sabios de su época. Pero quizá su fama se deba no tanto al recuerdo de su propia obra como al hecho de haber inspirado algunos versos que muchos especialistas consideran entre los más bellos de la literatura hispanoárabe, los de su amante Ibn Zaydūn, a quien también ella dedicó a su vez breves y apasionados poemas: «Siento un amor por ti que si los astros lo sintiesen / no brillaría el sol, / ni la luna saldría, y las estrellas / no emprenderían su viaje nocturno»[89]. Cuando Ibn Zaydūn comenzó a cortejar a una de sus esclavas, Wallāda rompió con él; pero, en venganza, decidió escarnecerlo en algunos versos burlones hasta la crueldad: «Tu apodo es el hexágono, un epíteto / que no se apartará de ti / ni siquiera después de que te deje la vida: / pederasta, puto, adúltero, / cabrón, cornudo y ladrón». Nada más lejos de la sumisión, la dulzura y la decencia en el lenguaje —esos estereotipos tantas veces aplicados a las mujeres y a su literatura— que los bravíos versos de Wallāda.
Es el mismo carácter insumiso e independiente que demuestra otra espléndida poeta hispanoárabe, Hafsa bint al-Hāŷŷ ar-Rakū. Hafsa había nacido hacia 1135 en una familia noble de la Granada almohade. Sus poemas y su biografía están también relacionados con el amor, aunque en su caso de una manera trágica: era amante del poeta Abū Ŷa’far, con el que mantenía una profunda relación reflejada en los hermosos versos que se escribían el uno al otro, como estos que Hafsa le envía una noche: «Van a verte mis versos, / deja a sus perlas que adornen tus orejas. / Así el jardín, pues no puede ir a verte, / te envía su perfume». La respuesta de su amante es igual de sencilla y bella: «Me han llegado tus versos y parece / que el cielo se ha cubierto de luceros para honrarme. / Hablan por ellos unos labios / que mi boca ha jurado besar». Pero ese amor se truncó cuando el gobernador de la ciudad se enamoró de la poeta y Abū Ŷa’far, en un arranque de celos, no sólo se atrevió a burlarse de él públicamente, sino que se incorporó a las filas de un grupo rebelde contra los almohades. Perseguido incansablemente —aquello no era sólo un asunto político, sino personal—, al final fue prendido y crucificado. Hafsa, que siempre se negó a relacionarse con el gobernador, tuvo además la valentía de guardar luto por su amante muerto, a pesar de las muchas amenazas que recibió. Con el tiempo se trasladó a vivir a Marrakech, donde su gran cultura la llevó a ser preceptora de las hijas del califa almohade, y donde falleció en 1191, sin haber dado a conocer más poemas.
Es tres siglos después, precisamente en el mismo momento en que el último reino árabe de la Península, el de Granada, era vencido por las tropas de los Reyes Católicos, cuando encontramos en la corte de Isabel a las primeras poetas en lengua castellana. Un cierto número de versos escritos por mujeres fueron en efecto incluidos en aquellos tiempos en los Cancioneros, que eran recopilaciones de poemas de diversos autores. Entre esas voces femeninas fragmentarias, la más original es sin duda alguna la de Florencia Pinar, una de las damas de la reina. Algunos de sus poemas aparecen en el famoso Cancionero General que Hernando del Castillo hizo publicar en 1511. Apenas sabemos nada de su vida, pero el hecho de que figurara en esa célebre colección y en algunas otras es prueba de que debió de gozar de renombre. Parece ser que fue la primera mujer que participó en las justas poéticas que solían celebrarse en la corte durante los festejos de acontecimientos importantes. Su poesía, aunque contiene muchos de los tópicos de la época sobre el amor, es más directa y atrevida de lo que sin duda cabría esperar de una dama recatada, y transmite la personalidad de una mujer activa en el deseo amoroso, como expresa esta glosa: «Será perderos pediros / esperanza que es incierta, / pues cuanto gano en serviros / mi dicha lo desconcierta. / Crece cuando más va a más / un quereros que me hace / consentir, pues que a vos place / mis bienes queden atrás. / Mas veréis con mis suspiros / la pena más descubierta, / pues cuanto gano en serviros / mi dicha lo desconcierta»[90].
También en los tiempos de la reina Católica aparecieron en las tierras de España un cierto número de mujeres humanistas. El desarrollo del humanismo, con su revisión filosófica, política, ética y estética del mundo, no tuvo en la Península el mismo impulso del que gozó en otros países, especialmente en Italia o Francia. Pero, a pesar de todo, dejó algunos nombres y obras prestigiosas. Entre las mujeres que se dedicaron en aquellos tiempos a la erudición y a la profundización en la cultura clásica, la más famosa fue Beatriz Galindo la Latina, maestra y consejera de la soberana. Su vida ha podido ser reconstruida tan sólo de manera fragmentaria. Había nacido en Salamanca entre 1465 y 1475. Se ignoran las condiciones sociales de su familia, aunque podemos imaginar que se tratara de una de esas dinastías de hombres letrados de las que se proveía la administración de justicia o el gobierno, pues tanto ella como su hermano lograron acceder a la corte, ella como profesora de latín de la reina y él como su secretario particular. Su formación, quizás a cargo de su padre, fue sin duda muy exigente, y a los dieciséis años asombraba por su erudición a la sociedad de Salamanca, que le otorgó el sobrenombre de Latina, aludiendo por supuesto a sus conocimientos de la antigua lengua. Fue probablemente durante la guerra de Granada cuando la reina, decidida a ejercer el poder con todos los recursos a su alcance, se empeñó en aprender latín, que era el idioma culto por excelencia de la época, el que permitía entenderse con príncipes y diplomáticos de otros países y leer no sólo los textos clásicos y los libros religiosos, sino también las muchas obras eruditas que se publicaban en aquel momento en cualquier lugar de Europa. Con su débil tradición humanista y su largo empeño en la lucha contra los musulmanes, la Corona de Castilla era a este respecto una excepción, y el conocimiento del latín resultaba aquí tal rareza, que incluso el aprendizaje de Isabel dio lugar a no pocos comentarios de sorpresa entre los cortesanos. Pero la soberana tenía las ideas muy claras. Tanto, que en lugar de hacer llamar como preceptor a algún famoso humanista, avalado por el prestigio de su sexo, decidió convocar a la corte a aquella jovencísima Beatriz Galindo, asombro de eruditos. La Latina inició así, antes de cumplir los veinte años, una larga carrera de ascenso social y económico. Se convirtió en amiga y consejera de la reina, a la que acompañó hasta el momento de su muerte, en 1504, y gracias a los muchos regalos y propiedades que ésta le concedió, llegó a ser una mujer muy rica. Isabel la casó —otorgándole ella misma una importante dote— con uno de los más destacados caballeros de sus huestes durante la guerra de Granada, Francisco Ramírez el Artillero, del que enviudó alrededor de 1500. Tras la muerte de la reina, Beatriz Galindo se trasladó a Madrid, donde tenía diversas fincas y casas. Allí fundó el primer hospital para pobres de la villa, el de la Concepción, conocido popularmente por su apodo de la Latina, que ha perdurado en el tiempo como nombre del barrio en el que se levantaba. También fundó dos conventos femeninos, el de la Concepción, de monjas franciscanas, y el de la Concepción de la Madre de Dios, de monjas jerónimas. Las fundaciones y el apoyo a comunidades religiosas o a instituciones de caridad fueron durante muchos siglos una práctica habitual de los europeos pudientes y, especialmente, de las mujeres. Se trataba de una forma de solidaridad en una sociedad en la que la asistencia social no estaba estructurada, sino que dependía de la voluntad individual. Muchas damas de la nobleza utilizaban buena parte de sus recursos en este tipo de obras, creando o sosteniendo hospitales para pobres, asilos de ancianos, casas de expósitos, hogares de recogida para mujeres descarriadas, comedores de mendigos o incluso fondos de dotes para doncellas sin recursos, además de los siempre imprescindibles conventos. Desde la óptica contemporánea y desde nuestro ideal —nunca del todo cumplido— del reparto equitativo de los bienes públicos, podemos poner en duda un sistema basado en el concepto de la caridad, discutir las razones que movían a esas personas a actuar de esa manera o incluso la forma como eran tratados en aquellas instituciones los más desprotegidos. A pesar de todo, la generosidad y la entrega de los donantes era a veces asombrosa, y muchos de esos centros permitieron a infinidad de personas llevar una vida más digna, recuperarse de enfermedades graves o morir al menos en una cama y no en medio del barro y el polvo de las calles.
Galindo fue una de esas excepcionales mujeres que prefirieron vivir con mayor modestia de la que hubieran podido permitirse y, a cambio, ayudar a los demás o contribuir a través de sus conventos a la oración, que sin duda ella consideraba, como la inmensa mayoría de sus contemporáneos, imprescindible para la salvación del mundo. En su testamento explica y justifica ante sus hijos cómo prefirió gastar su dinero en esas fundaciones en lugar de hacerlo en sí misma: «Todo lo que había de gastar según lo que tenía y la honra en la que estaba, lo gasté en estas obras pías y en otras, más que en vivir honradamente como lo pudiera hacer»[91]. A pesar de todo, Beatriz Galindo no abandonó nunca su actividad de erudita y llegó a fundar en su casa de Madrid una «academia» o tertulia de filosofía. Fue autora de varias obras, todas ellas perdidas. Tradicionalmente se le han atribuido diversos poemas escritos en latín y dos tratados redactados en la misma lengua, Notas y comentarios sobre Aristóteles y Anotaciones sobre escritores clásicos. El tema de estos supuestos escritos suyos pone de relieve sin duda alguna la amplitud de sus conocimientos. Si a pesar de esa rara sabiduría Beatriz Galindo pudo llegar a casarse y mantenerse activa en sus investigaciones sin que sobre ella pesasen sombras de sospecha o rumores malintencionados, se debió sin duda a la estrecha protección que siempre le otorgó la reina Isabel. La fama de su talento perduró en el tiempo y, casi un siglo después de su muerte, Lope de Vega le dedicó una de sus silvas en el Laurel de Apolo, el personal homenaje del gran escritor a los poetas más importantes de distintas épocas: «[…] aquella Latina / que apenas nuestra vista determina / si fue mujer o inteligencia pura, / docta con hermosura, / y Santa en lo difícil de la Corte. / Célebre vivirá de gente en gente / con nombre de Latina eternamente»[92].
Conocemos los nombres de algunas otras mujeres cultas del entorno de Isabel la Católica, famosas por su precoz sabiduría, que las llevó a formar parte del grupo de las «puellae doctae» europeas. Dos de ellas en particular llegaron a tener destinos sorprendentes, impartiendo clases en las universidades de Salamanca y Alcalá. En Salamanca enseñó Luisa de Medrano. Debió de nacer en Atienza, cerca de Guadalajara, hacia 1484, y murió antes de 1527. Nos informa de su presencia en la universidad el humanista italiano Lucio Marineo Siculo, quien anota en sus Cosas memorables de España: «En Salamanca conocimos a Lucía [sic] de Medrano, doncella elocuentísima. A la cual oímos no solamente hablando como orador, mas también leyendo y declarando en el Estudio de Salamanca libros latinos públicamente»[93]. Del rector de esa universidad, Pedro de Torres, se conserva además una nota en la que dice: «A. D. 1508, día 16 de noviembre, hora tercia, lee [enseña] la hija de Medrano en la Cátedra de Canónico». El hecho de que sea mencionada como «la hija de Medrano» podría tal vez indicar que su propio padre fuera también profesor, como lo fue el padre de la otra mujer que impartió clases en una universidad, en este caso la de Alcalá. Se llamaba Francisca de Nebrija y era hija de Antonio de Nebrija, el gran humanista y filólogo español, autor de obras tan importantes como las Introductiones latinae, el Léxico latino-español, o la primera Gramática de la Lengua Castellana, publicada en 1492. Antonio de Nebrija, hombre de saber enciclopédico, era muy admirado por Isabel la Católica. Debió de ocuparse personalmente de la educación de su hija, quien, según parece, colaboró con él en la Gramática. Tras su muerte en 1522, Francisca de Nebrija lo sustituyó en la cátedra de retórica de Alcalá. Es todo lo que sabemos de ella. Por lo demás, ignoramos cómo fueron recibidas aquellas valientes y sin duda excepcionalmente inteligentes mujeres en la comunidad universitaria, y si sus carreras terminaron pronto o se prolongaron en el tiempo. Quizá, como Novella d’Andrea, que impartió clases en la Universidad de Bolonia, tuvieran que hacerlo escondidas tras un biombo, para no alterar la tranquilidad masculina con su presencia. Fueron «rarezas», por supuesto, pero su memoria fue borrada casi por completo de la historia. La Contrarreforma, aquel intransigente movimiento que se inició a mediados del siglo XVI para salvaguardar la ortodoxia católica frente a la ruptura que había supuesto la Reforma protestante, hizo que las mujeres perdieran las escasas libertades que habían ido alcanzando en los siglos anteriores y el siempre discutido prestigio intelectual del que algunas habían gozado. Las universidades españolas se cerraron a cal y canto para ellas, y no volvieron a abrirse hasta 1910. Para entonces, la existencia de aquellas lejanas antecesoras había sido olvidada.
De otras «puellae doctae» de la época tan sólo conocemos sus nombres, mencionados por algunos autores, especialmente por Lucio Marineo Siculo, a quien le gustaba visitar durante sus viajes por la Península a aquellas criaturas de rara erudición. Él mismo fue maestro de Juana de Contreras, que formaba parte del entorno cortesano de Isabel. La joven Juana tuvo la osadía de sostener con el humanista un debate epistolar en torno a ciertos conceptos filológicos, que terminó con esta paternalista amonestación del italiano: «Basta, pues, de este tema, y sobre todo tengo la seguridad de que estarás de acuerdo en no despreciar la autoridad de Siculo. Mas, entretanto, no aplaudo que reivindiques para ti la fama de las heroínas. Pues así como te exhorto a la fama y a los auténticos loores de la virtud, de la misma forma debo disuadirte también de la ambición»[94]. La virtud por encima de todo, por supuesto, la castidad, la decencia, la modestia, el comportamiento honesto y sumiso en todos los sentidos. Nunca la ambición, desde luego, nunca el deseo de sobresalir, de comunicarse con el mundo, de demostrar a los demás la propia valía, demostración que acabaría con la discreción imprescindible en cualquier mujer virtuosa. No en vano los tratadistas escribían en aquellos años frases como éstas de Ermolao Barbaro: «Por lo tanto, quisiera que las mujeres mostraran modestia siempre y en todo lugar. Esto se hará manteniendo la ecuanimidad y controlando el movimiento de sus ojos, su forma de andar y de mover el cuerpo, porque el movimiento de los ojos, el andar descuidado y el excesivo movimiento de manos o de otra parte del cuerpo no conllevan otra cosa que la pérdida de la dignidad; y esas cosas siempre van unidas a la vanidad y son signos de frivolidad. Por esto, las esposas deben cuidarse de que su rostro, su semblante y sus gestos sean decentes. Si son cuidadosas en estos asuntos, serán merecedoras de dignidad y de honor, pero si son negligentes, no podrán evitar la censura y la crítica»[95]. Sumisión, control, encierro y silencio, también en la gestualidad corporal. Decididamente, la única fama deseable para una mujer, como señalaba Siculo, era la de su virtud.
La tradición de apoyo a las humanistas iniciada por Isabel la Católica se mantuvo en tiempos de Carlos I, cuya propia hija, Juana de Portugal, fue una mujer de gran cultura y de espiritualidad profunda, mecenas de artistas, coleccionista y fundadora del riquísimo convento madrileño de las Descalzas Reales. En esa época vivió una de las escasas escritoras profanas del Renacimiento español cuyas obras han llegado íntegras hasta nosotros, Luisa Sigea de Velasco, aunque ella trabajó al servicio de la corte de Portugal. Persona de enormes conocimientos y de verdadero y original talento literario, Sigea logró, igual que Beatriz Galindo, mantenerse gracias a su trabajo, aunque su triste final pone de relieve el declive de la siempre moderada tradición humanista en España. Luisa Sigea nació en 1522, probablemente en Tarancón. Igual que otras muchas mujeres cultas, debió su educación al interés personal de su padre, que las instruyó cuidadosamente tanto a ella como a su hermana Ángela, quien llegó a ser muy conocida como música. Luisa, por su parte, fue desde muy joven experta en latín, griego, hebreo y hasta árabe, toda una rareza en aquella época. Cuando su padre fue nombrado preceptor del duque de Braganza, hacia 1542, ella lo acompañó a la corte portuguesa, donde fue contratada como maestra de lenguas de la infanta María, hija de Manuel I el Afortunado. Doña María fue una de aquellas princesas de la época que supieron rodearse de una corte de artistas y escritores, entre los que se contaban diversas mujeres. Gracias a su protección, Luisa Sigea pudo proseguir sus estudios en la Biblioteca Real y realizar sus obras más importantes: el poema Cintra, inspirado por la belleza del entorno de una de las residencias reales, y el Duarum virginum colloquium de vita aulica et privata [Coloquio de dos doncellas sobre la vida áulica y la retirada], un diálogo en la mejor tradición humanista.
Apasionada por el estudio y consciente del privilegio del que gozaba gracias al patronazgo de la infanta, Sigea le mostró en la dedicatoria de esta obra su sincero agradecimiento: «Entre tantos beneficios tan importantes con que habéis siempre procurado honrarme, Serenísima Princesa, hay uno, fruto de la generosidad de vuestro espíritu divino, que permanecerá en primer término fijado en mi pecho mientras viva: que mientras graves preocupaciones os apartaban de los muy alegres estudios en los cuales eran útiles nuestros servicios, vos me concedierais tiempo libre para las letras y un lugar a ello consagrado, donde yo pudiera reemprender el estudio de diversas lenguas y de otras artes que había adquirido al precio de tanto sudor y de constantes vigilias, y enriquecer este capital de intereses cada día más importantes»[96].
Su correspondencia, de la que se conserva una buena parte, está llena de interesantes y profundas reflexiones sobre la vida y la condición humana. Esto le escribía, por ejemplo, a un caballero de nombre desconocido: «En fin, con todas estas imaginaciones crecía más la pena de la soledad y no sabía caer en la cuenta de qué, hasta que atiné que tenía ausentes tres cosas mías que la falta de la menor de ellas basta para engendrar tal pasión [padecimiento]. Las cuales son la voluntad, la afición, la libertad de espíritu, que son las compañeras mías leales del alma porque, en faltar todas éstas, todo está ausente. […] Y, faltando la libertad, qué puede haber que dé consuelo ni contento, que sólo estás sustenta [firme] cuando se tiene y duele cuando se pierde»[97].
Sigea permaneció soltera mientras vivió en la corte de Portugal. Pero en 1555, después de trece años de servicio, la abandonó, sin que conozcamos sus razones, y se instaló en Burgos. Allí contrajo matrimonio con Francisco de Cuevas. Fue una boda sin duda rara, pues la novia tenía treinta y tres años —edad muy avanzada en la época para un primer matrimonio— y el novio, a pesar de ser noble, no disponía de recursos económicos. De hecho, en 1557, la escritora, viéndose en una situación apurada, ofreció sus servicios a la reina María de Hungría, hermana de Carlos I, una mujer de extraordinaria personalidad que, viuda desde los veintidós años, había servido fielmente al emperador y a la causa católica como gobernadora de los Países Bajos. Al abdicar su hermano en 1556, ella abandonó también sus responsabilidades políticas y se retiró a vivir en Valladolid. Sigea pasó a formar parte de su corte, pero una «cruda estrella», como ella misma dirá, parecía acompañar ahora su existencia: María de Hungría murió pocos meses después, dejándola de nuevo en una situación de desamparo. Luisa Sigea escribió entonces a Felipe II, solicitando su protección, sin recibir ninguna respuesta. Tampoco la logró de la reina Isabel de Valois —tercera esposa del monarca—, ni del heredero, el príncipe don Carlos. Habían terminado los buenos tiempos del saber humanista, que iba decayendo en una Europa obsesionada por las guerras de religión, y mucho más en aquella corte de Madrid asfixiada entre la enconada defensa del catolicismo y la administración del Imperio de ultramar, y gobernada por un monarca de alma torturada, que había ido alejándose de sus tentaciones humanísticas juveniles para convertirse en el austero y fanático señor de un mundo tan devoto como tenebroso. Debió de ser por aquel entonces cuando una decepcionada Sigea escribió estos versos llenos de escepticismo: «[…] Así que en fantasías / se me pasan los meses y los días, / en fantasías y cuentos / la vida se me pasa; / los días se me van con lo primero, / las noches en tormentos, / que el alma se traspasa / echando cuenta a un cuento verdadero / cual es desde que espero / el fin de mi deseo; / ¡cuántas habré pasadas / de noches trabajadas / sufriéndolas por ver lo que aún no veo! / Éstas muy bien se cuentan, / mas ¡ay, que las que quedan más me afrentan!»[98]. La vida se le pasaba, en efecto. En octubre de 1560, Luisa Sigea de Velasco falleció en Valladolid, sin que la corte del rey Felipe II hubiera hecho el menor gesto para ayudarla. Tenía treinta y ocho años. Quienes la querían o la admiraban achacaron su muerte al dolor que le causó el desprecio de los grandes de España, ajenos a su penuria y totalmente desinteresados de su talento y su sabiduría. Una historia que, por desdicha, nos resulta demasiado familiar.