CAPÍTULO III
Las mujeres del humanismo

Por eso una mujer es siempre mujer, es decir, loca, por muchos esfuerzos que realice para ocultarlo.

ERASMO DE ROTTERDAM

Bien feliz eres, lector, si no perteneces a este sexo al cual le están vedados todos los bienes, al vedársele la libertad, a fin de concederle como única felicidad, como virtudes soberanas y únicas, hacer el tonto y servir.

MADAME DE GOURNAY

A lo largo de los últimos siglos de la Edad Media, buena parte de Europa fue evolucionando hacia ese fenómeno de eclosión cultural que se llamó Renacimiento, un largo momento de consolidación de los principios de la moderna civilización occidental en aspectos tan diversos —aunque interrelacionados entre sí— como el arte, el pensamiento, la teoría política, el desarrollo económico o la ciencia. El fervoroso teocentrismo medieval cedió poco a poco el paso a un mundo en el cual, sin que la presencia de Dios dejara de ser intensa en la vida de cada europeo, la consciencia del individuo adquirió un nuevo y fundamental papel en la historia. Fue el triunfo del humanismo, el comienzo del desarrollo de la idea de la criatura humana como un ser autónomo, liberado en buena medida de aquella cadena que durante tantos siglos lo había mantenido atado a un tenebroso fatalismo lleno de superstición. Fue también el momento de la búsqueda, a través de los conceptos de la filosofía renovada de Platón, de una belleza que, aunque sombra de lo divino, no dejaba de ser plenamente humana. La recuperación de la vieja idea ateniense del hombre como centro y medida de todas las cosas.

El hombre, sí. Pero cabe preguntarse si en ese concepto estaba incluida la humanidad al completo o si se refería tan sólo al género masculino. Porque lo cierto es que, en medio del extraordinario proceso intelectual y civilizador que fue el humanismo, la mujer siguió ocupando mayoritariamente su tradicional situación de sombra, elevada en el mejor de los casos al nivel de espejo y reflejo del poder o la sabiduría masculina. Las viejas ideas sobre la inferioridad natural del sexo femenino seguían dominando la mayor parte de las corrientes de pensamiento y de comportamiento moral, refrendadas por las ideas cristianas sobre la condición pecadora y por lo tanto temible de las hijas de Eva. Este texto del humanista y gran escritor francés del siglo XVI François Rabelais resume muy bien el miedo masculino frente a las mujeres, seres que poseen en su interior, según creencia de la época, «un cierto animal o miembro (útero) que no se encuentra en el hombre y que produce con frecuencia ciertos humores salobres, nitrosos, voraces, amargos, mordaces, punzantes y amargamente cosquilleantes, mediante el doloroso escozor y culebreo por el cual […] se estremece todo el cuerpo femenino, se exacerban todos los sentidos y todas las pasiones se satisfacen y todo se vuelve confuso»[53]. O, como diría el expresivo castellano fray Martín de Córdoba, las mujeres «todo lo hacen por extremo y por cabo» y tienen grandes dificultades para controlar sus apetitos carnales «como es comer e dormir e folgar e otros que son peores», cosa lógica si se piensa que son «más carne que espíritu»[54].

En general, seguía considerándose que las mujeres eran seres peligrosos, dañinos e inferiores, lo cual justificaba la obligación por parte de los hombres de mantenerlas permanentemente bajo control. Los siglos que iniciaron la era moderna vieron sin embargo avivarse a través de los humanistas el debate sobre la inteligencia femenina y la conveniencia o no de instruir a las mujeres, debate al que Cristina de Pisan había prestado con tanta firmeza su voz al iniciar la «querella de las damas». Eran muchos los que seguían negándole al sexo en su conjunto la capacidad de entendimiento. Entre muchos humanistas y moralistas de la época siguió desarrollándose la idea de raigambre medieval de que era conveniente que las mujeres fuesen instruidas, pero sólo dentro de los límites razonables que las ayudasen a ser buenas cristianas, esposas decentes y madres responsables. Preconizaban por lo tanto para ellas una educación que no estaba destinada a su desarrollo integral como seres humanos, sino a situarlas en mejores condiciones al servicio del bienestar de la familia y, en último término, del marido. Ésa era la tesis que sostenía, por ejemplo, el influyente Erasmo de Rotterdam. En 1526, el pensador holandés publicó su Christiani matrimonii Institutio (Instrucción del matrimonio cristiano), que dedicó a Catalina de Aragón, hija de los Reyes Católicos y primera —y pronto repudiada— esposa de Enrique VIII de Inglaterra, que estaba considerada como una mujer de gran cultura y, a la vez, de destacada virtud.

En su texto, Erasmo critica a los progenitores de las clases privilegiadas que sólo se ocupan de enseñar a sus hijas a tejer tapices y sedas, pues «sería mejor que les enseñaran a estudiar, porque el estudio ocupa todo el espíritu […]. No es sólo un arma contra el ocio, es también un medio de imprimir en la mente de las niñas los más altos preceptos que las llevarán hacia la virtud»[55]. Esta generosidad de Erasmo no debe sin embargo engañarnos, pues su concepto de la mujer no era demasiado elevado; en su famoso Elogio de la locura, en diversas ocasiones llama a las mujeres «locas», y desprecia a las que pretenden demostrar el desarrollo de su intelecto: «Si una mujer quiere hacerse pasar por prudente, no hace más que añadir una nueva locura a la que ya padece»[56].

Otro de los moralistas y pedagogos más influyentes de la época, el valenciano de origen judío Juan Luis Vives, mantenía ideas muy semejantes en su Institutio foeminae christianae (Instrucciones para la mujer cristiana), una obra que conoció un gran éxito en su época y fue traducida a casi todas las lenguas europeas. Según él, las jóvenes debían ser instruidas en «estudios que formen la moral y la virtud, conocimientos que enseñen la forma de vivir más religiosa y mejor. Recomiendo que no se preocupen por la retórica, pues la mujer no necesita de ella; lo que necesita es probidad y prudencia; no es malo que la mujer sea callada, lo que es necio y abominable es que sea voluntariosa»[57]. Los límites a su aprendizaje estaban pues muy claros. Y, sobre todo, los límites a su capacidad para la vida pública. Vives consideraba, en efecto, que el intelecto de las mujeres era débil y caprichoso y, por ese motivo, insistía en la vieja idea de que no debía permitírseles enseñar o predicar: «Veloz es el pensamiento de la mujer y tornadizo por lo común, y vagoroso y andariego, y no sé bien adónde le trae su propia lubricada ligereza […]. Puesto que la mujer es un ser flaco, inseguro en su juicio y muy expuesto al engaño, según mostró Eva, que por muy poco se dejó embobar por el demonio, no conviene que enseñe, no sea que, persuadida de una opinión falsa, con su autoridad de maestra influya en sus oyentes y arrastre fácilmente a los otros a su propio error»[58]. También fray Luis de León, que gozó de gran consideración, veía a la mujer como un ser inferior («flaca y deleznable más que ningún otro animal»), que debía mantenerse sometida y callada, pues «así como a la mujer buena y honesta la naturaleza no la hizo para el estudio de las ciencias, ni para los negocios de dificultades, sino para un solo oficio simple y doméstico, así les limitó el entender, y por consiguiente, les tasó las palabras y las razones»[59].

En la época de desarrollo del humanismo, el debate sobre la capacidad femenina era no sólo una polémica de alta trascendencia intelectual y moral, sino un asunto de moda entre las élites. De hecho, Baltasar de Castiglione lo recogió en su famosísimo Libro del Cortesano. Publicada con enorme éxito en 1534, en esta obra se fijan los cánones del comportamiento social más refinado del momento.

En ella se reproducen diversas controversias entre personajes reales, conversaciones sobre temas variados que tenían lugar en las reuniones organizadas en su bellísimo palacio por Elisabetta Gonzaga, duquesa de Urbino. Uno de los debates del libro gira precisamente en torno a la supuesta inferioridad de las mujeres, defendida por el humanista Gasparo Pallavicino: «Porque debía bastarles hacer de esta dama de la corte un ser hermoso, discreto, casto, afable y capaz de entretener […], pero querer darle conocimiento de todas las cosas del mundo y permitirle poseer esas virtudes que tan pocos hombres han poseído en los últimos siglos es algo que no se puede soportar ni escuchar». Su oponente, Giuliano de Médicis, sostenía en cambio con firmeza su convicción acerca de la igualdad moral e intelectual entre los dos sexos: «Si las cualidades accidentales pertenecen a la mente, diré que las mujeres pueden entender todas las cosas que entienden los hombres y que la inteligencia femenina puede penetrar donde quiera que penetre la inteligencia masculina»[60]. Realmente, estas ideas de Giuliano de Médicis eran muy adelantadas para su época. Muy pocos tratadistas se dignaron elevar a las mujeres al nivel de los hombres. Uno de los más valientes —y solitarios— defensores de este concepto fue el humanista y médico alemán Cornelius Agrippa Von Nettesheim, quien publicó en 1529 su avanzada obra De nobilitate et praecellentia foeminei sexus (Sobre la dignidad y excelencia del sexo femenino), en la que desarrollaba principios que, hasta entonces, sólo Cristina de Pisan y un pequeño puñado de mujeres escondidas se habían atrevido a expresar: «El alma de la mujer no tiene un sexo diferente de la del hombre. Ambos recibieron almas exactamente iguales y de igual condición. Las mujeres y los hombres están dotados de los mismos dones espirituales, la razón y la capacidad de expresarse mediante palabras. Fueron creados para el mismo fin y sus diferencias sexuales no tienen que influir en su destino»[61].

Si las extremas ideas de Von Nettesheim apenas tuvieron eco, las de pensadores tan prestigiosos como Erasmo o Vives contribuyeron en cambio a favorecer el desarrollo de un cierto nivel de educación femenina entre las clases sociales más cultas y ricas, aunque fuera una educación tan limitada en sus objetivos y siempre favorable a los intereses masculinos de control sobre las mujeres. Entre la inmensa mayoría de la población siguió predominando no obstante la idea de la absoluta nulidad intelectual femenina, contribuyendo a mantener durante siglos una sociedad de mujeres incultas y sometidas al deseo y las necesidades de los hombres, moviéndose entre las dos situaciones extremas de criadas-para-todo o muñecas sobreprotegidas.

Es curioso comprobar cómo la mayor parte de las excepciones a esta regla lo fueron por expreso deseo paterno, es decir, masculino: las mujeres verdaderamente cultas llegaron casi siempre a serlo porque sus padres —ellos mismos hombres amantes del estudio— se ocuparon de educarlas y de desarrollar sus talentos intelectuales y artísticos, desafiando así las reglas de la sociedad patriarcal. Padres generosos que quisieron regalar a sus hijas el placer del conocimiento y la reflexión, alejándolas de la vacuidad de la existencia de la inmensa mayoría de las mujeres de su clase, otorgándoles vías para alcanzar por sus propios medios la libertad individual, y sin duda tratando también de evitarles los abusos que algún día podrían llegar a cometer sobre ellas sus posibles maridos. Gracias a ellos, fueron no pocas las mujeres que a lo largo del Renacimiento llegaron a alcanzar conocimientos importantes, y pudieron desarrollar sus talentos y su inteligencia. En aquellos siglos hubo en efecto en toda Europa, y especialmente en la esplendorosa Italia, un movimiento de mujeres cultas, de humanistas que entregaron sus vidas al estudio, que alcanzaron la sabiduría, dominaron lenguas, tuvieron profundos conocimientos en las materias filosóficas, científicas y artísticas del momento y analizaron el mundo y la vida a través de sus escritos.

Sin embargo, la mayoría de esas mujeres tuvieron que luchar desesperadamente, a veces en condiciones incluso trágicas, por mantenerse en su camino una vez superado el territorio de la infancia y por ser respetadas como iguales por los hombres doctos. En general, ellos se negaban a considerar a aquellos «prodigios» de la naturaleza como iguales. Mientras eran jóvenes, las llamaban con paternalista admiración «puellae doctae» («niñas sabias») y las elogiaban por su rareza, pero muy pocos estaban dispuestos a aceptarlas entre sus filas una vez que se convertían en adultas, a permitirles expresarse y a debatir con ellas los mismos asuntos que discutían entre sí: sus voces de niñas podían ser tiernas y agradables, sus voces de mujeres resultaban en cambio chillonas, molestas, despreciables. Pero tampoco la inmensa mayoría de las demás mujeres las aceptaba con naturalidad, recelosas de sus conocimientos y sus talentos. Así pues, las humanistas pagaron a menudo un precio demasiado elevado a cambio del amor a la sabiduría, el de la soledad y el aislamiento. Incluso las pocas que lograron ser admiradas y respetadas perdieron a los ojos de la gente su carácter femenino, convirtiéndose en seres asexuados situados en tierra de nadie. De hecho, eran muchas las que se veían obligadas a elegir entre el matrimonio y el conocimiento, en el que sólo lograban profundizar si permanecían encerradas entre los muros de sus propias casas o bajo las bóvedas de los conventos. «¿Debo casarme o entregar mi vida al estudio?», le preguntaba en una carta la joven humanista Alessandra Scala a su amiga y compañera Cassandra Fedele. Ambas se casaron y ambas renunciaron a seguir el camino de la sabiduría. Era como si la sociedad —y ellas mismas— considerase imposible que una mujer culta más allá de lo normal pudiera vivir también plenamente su femineidad, llevando una vida sexual activa y teniendo hijos, sin renunciar por ello a su pasión por el conocimiento y a sus dotes creativas.

Fueron muchas las que, en esa difícil situación, se refugiaron en los conventos o en el interior de sus propias casas, seguro pero solitario. La historia de la humanista Isotta Nogarola, que vivió en la Verona del siglo XV, resume bien la condición de estas mujeres rechazadas tanto por sus colegas masculinos como por muchas de sus congéneres. Isotta y su hermana Ginevra —ambas curiosamente bautizadas con nombres de tradición artúrica—, huérfanas de padre, fueron extraordinariamente educadas por varios preceptores contratados por su madre. Ginevra abandonó sus estudios para contraer matrimonio. Isotta optó cambio por el celibato para poder dedicarse al saber y, consciente de su valía, trató de introducirse como una más en los círculos humanistas masculinos. Pero fue rechazada sin contemplaciones. Tuvo que hacer frente además a una acusación que ha perseguido tradicionalmente a muchas mujeres inteligentes, la de la promiscuidad; en su caso, el asunto fue incluso más grave, pues se la quiso culpabilizar de cometer incesto con su propio hermano: «Ella —escribía el informante anónimo de esta infamia—, que ha logrado tanta admiración por su elocuencia, hace cosas que no se corresponden con su erudición y su reputación, pero he oído algo de hombres sabios que tengo por cierto: que una mujer elocuente nunca es casta; y el comportamiento de muchas mujeres cultas confirma que esto es verdad»[62]. Todo aquel asunto provocó las burlas de ciertas damas de Verona, contentas de comprobar el fracaso de esa joven sin duda superior intelectualmente a todas ellas. Como otras muchas mujeres sometidas a persecuciones y desprecios semejantes a lo largo de la historia, Nogarola se sintió profunda e injustamente humillada. A uno de los humanistas que se había negado a responder a sus cartas le escribió estas dolidas palabras: «¿Por qué tuve que nacer mujer para ser insultada por los hombres en palabras y obras? […] Su injusticia al no escribirme me ha hecho sufrir mucho, tanto que no creo que haya sufrimiento mayor […] Porque se burlan de mí en la ciudad, las mujeres se mofan de mí. No puedo encontrar un sitio para esconderme y las burras me desgarran con sus dientes y los bueyes me clavan sus cuernos»[63]. A pesar de todo, Isotta Nogarola decidió no abandonar su búsqueda de la erudición, aunque se dio por vencida en su intento de lograr ser recibida como una igual por los hombres. Se retiró pues del mundo y permaneció prácticamente recluida el resto de su vida en su palacio, entregándose al estudio de las Sagradas Escrituras. Durante esos años escribió uno de los textos más interesantes de los que crearon las humanistas italianas, De pari aut impari Evae atque Adae peccato, en el que se debate la responsabilidad de Adán y Eva en la caída. Frente al pensamiento imperante en la Iglesia, Nogarola hace a Adán copartícipe del pecado original. Sin embargo, incapaz de librarse del todo de la profunda concepción patriarcal de su tiempo sobre su sexo —y acaso influida por su propio carácter—, su defensa de Eva se basa en su inevitable debilidad femenina.

Otra de las mujeres vencidas por la intensa presión exterior fue Laura Cereta, que vivió en Brescia en la segunda mitad del siglo XV. Educada por su padre, un prestigioso médico, Cereta era experta en latín, griego, matemáticas, astrología y filosofía moral. En su Correspondencia arremete contra los hombres que pretenden hacerse pasar por cultos, pero también contra las mujeres frívolas, entregadas tan sólo al cuidado y la exhibición de sus cuerpos y no al desarrollo de sus espíritus: «¡Observad a las mujeres en la plaza! […] Una se ata un nudo hecho con el cabello de otra persona en su propia cabeza, otra tiene la frente rodeada de rizos encrespados. Otra, para mostrar el cuello, se ata sus cabellos dorados con una cinta. Otra se cuelga una cadena del hombro, otra del brazo y otra del cuello, al pecho. Otras se ahorcan con collares de perlas. Nacieron libres y luchan por estar cautivas. ¡Oh, la debilidad de nuestro sexo, que corre hacia la voluptuosidad!»[64]. Casada a los quince años y viuda a los dieciséis, Cereta decidió, como Cristina de Pisan o Isotta Nogarola, encerrarse en su casa, dedicada al estudio. Sin embargo, tras las críticas que suscitó la publicación de su interesante Correspondencia, permaneció en silencio el resto de su corta vida.

Un caso ejemplar de absoluta inseguridad fue el de la noble veneciana Lucrezia Cornaro Piscopia. Como tantas de sus colegas, Cornaro vivió retirada del mundo, consagrada a Dios como oblata benedictina, es decir, sometida a la orden pero sin la obligación de vivir en clausura. Fue la primera mujer que recibió el título de doctora en filosofía, tras superar las pruebas correspondientes en la Universidad de Padua. Pero su aspiración era alcanzar el grado de doctora en teología. A pesar de estar suficientemente preparada para lograrlo, cuando tuvo que intervenir frente al tribunal que la examinaba, se retiró tras pronunciar una terrible frase que expresa muy bien el confuso sentimiento de todas esas mujeres sometidas a una profunda y larguísima tradición de cultura patriarcal: «No puedo hacerlo; al fin al cabo, sólo soy una mujer». Y una mujer sola no podía enfrentarse a todo un mundo.

Hacía falta una firmísima autoestima para superar ciertos límites, una poderosa seguridad en sí mismas que para la gran mayoría era inalcanzable. Incluso alguien tan valiente en ciertas actitudes vitales como Olimpia Morata se mostró temerosa de exponerse ante el público. Educada por su padre, un destacado humanista de Ferrara, Morata creció en la corte de esa ciudad, famosa en toda Italia por la cultura de sus mujeres. Allí comenzó a componer en latín y griego poemas, cartas y diálogos, un género habitual en la literatura de estirpe humanista. En griego precisamente escribió estos versos, en los que ella misma se autoexcluye de la tradicional condición femenina: «Yo, una mujer, he abandonado los símbolos de mi sexo, / lana, lanzadera, canasta e hilo. / Amo tan sólo el florido Parnaso con sus coros alegres».

Morata fue una de las pocas humanistas que mantuvo su actividad erudita después del matrimonio, quizá gracias a las especiales circunstancias que lo rodearon: su abierta simpatía por la causa protestante —perseguida por la Inquisición en todo el territorio italiano— hizo que fuera expulsada de la corte de Ferrara cuando tenía dieciocho años. Se refugió en Alemania, y allí se casó con un médico luterano, que siempre respetó su pasión por el conocimiento. Sin embargo, igual que les ocurrió a infinidad de mujeres creadoras, nunca se atrevió a dar a la luz su extensa obra, que sólo fue publicada después de su muerte, temiendo sin duda enfrentarse a un público que tal vez la habría criticado sin piedad.

En el terreno de la poesía —terreno fecundamente femenino desde los comienzos de la historia— fue sin embargo más habitual que las mujeres italianas de los siglos XV y XVI dejaran oír sus voces, muchas de ellas llenas de talento y recibidas con verdadera admiración. La mayor parte pertenecían por supuesto a familias nobles, como Lucrezia Tuornabuoni, esposa de Piero de Médicis, madre de Lorenzo el Magnífico y abuela de los pontífices León X y Clemente VII. Lucrezia, que vivió entre 1425 y 1482, fue una dama de talento político, implicada directamente en muchos de los asuntos de gobierno de Florencia. Pero también desempeñó un papel muy importante como mecenas en aquel extraordinario entorno de los Médicis en el que se renovaron profundamente la filosofía, la política, las artes, la literatura y hasta la lengua toscana, apoyada por ellos como un idioma culto y no sólo popular, como un idioma de alta creación literaria que, con el paso del tiempo, llegaría a ser el italiano hablado en toda la Península. En toscano precisamente escribió Lucrezia sus cartas y sus poemas, de intenso contenido religioso.

Otra de las grandes damas del tiempo que fueron reconocidas como poetas fue Veronica Gámbara, una valiente mujer que, a principios del siglo XVI, tras quedarse viuda muy joven del señor del pequeño Estado de Correggio, gobernó sus tierras con inteligencia e incluso supo defenderlas con las armas, a la vez que patrocinaba las artes, organizaba en su corte un espléndido círculo de literatos y artistas y se dedicaba ella misma a la poesía. Sus poemas, de tradición petrarquista, abordan a menudo los asuntos amorosos, pero no desdeñan la actualidad política y bélica de Italia. Como la de Cristina de Pisan y tantas otras mujeres a lo largo de la historia, su voz clama siempre a favor de la paz y el entendimiento. En este soneto se dirige al papa Pablo III, pidiéndole que proteja las tierras italianas de las invasiones del emperador Carlos V y de Francisco I de Francia, y que busque la tregua entre ellos: «Tú que de Pedro el glorioso manto / vistes dichoso, y del celeste reino / tienes las llaves, pues eres digno / ministro de Dios, y pastor sabio y santo, / mira la grey a ti confiada, y cuánto / la mengua el fiero lobo; y así seguro / sostén de tu sagrado ingenio / ella reciba, y él justa pena y llanto. / Expulsa decidido del rico nido / al enemigo de Cristo, ya que ambos reyes / se han dirigido a ti. / Si así lo haces, no será el eco / de tus buenas obras y hechos egregios / menor que el de aquel cuyo gran nombre llevas»[65].

Tal vez la poeta noble más famosa de la época haya sido Vittoria Colonna, que vivió entre 1492 y 1547 y que pertenecía a una vieja estirpe de príncipes. Casada a los diecisiete años con el marqués de Pescara, uno de los más destacados militares al servicio de Carlos V, se quedó viuda aún joven al morir su marido en la batalla de Pavía en 1525. Desde entonces se dedicó en cuerpo y alma a sus intereses más profundos, intelectuales y artísticos pero también espirituales: Colonna estuvo muy cercana a los movimientos reformistas y fue por ello investigada y seguida de cerca por la Inquisición. Fue amiga de algunos de los más importantes escritores de la época, como Ariosto, Aretino, Castiglione o Bembo y, sobre todo, de Miguel Ángel Buonarroti, con quien mantuvo una intensa relación de mutuo amor platónico; fue a ella a quien el artista dedicó algunos de sus mejores versos, tratándola siempre en masculino —«Muerte me ha arrebatado un gran amigo», dice en el doloroso poema que escribió tras su fallecimiento—; sin duda lo hacía en señal de respeto y admiración, demostrando así que la consideraba no una mujer, y por lo tanto un ser inferior, sino una igual. La poesía de Colonna, amorosa, religiosa y también de contenido político, circuló ampliamente por toda Italia, primero en manuscritos y después en numerosas ediciones. Muchos de esos poemas están dedicados al dolor por la muerte de su marido: «Cuando muerte deshizo el nudo amado / que ataron amor, naturaleza y cielo, / robó a mis ojos el placer y al corazón su sustento, / mas unió las almas de forma aún más es trecha. / Ése es el lazo del que me alabo y glorio, / el que me aleja de todo error mundano: / me mantiene en el camino honrado / donde de mis deseos aún gozo. / Estériles los cuerpos, mas fecunda el alma, / pues su valor dejó tan claro rayo / que siempre será luz de mi nombre. / Si el cielo me fue avaro en otras gracias, / y si mi amado bien muerte me esconde, / aún con él vivo: y ya más no deseo»[66].

A pesar de su relevancia social e intelectual, Colonna no se vio libre de burlas y ataques por parte de algunos de sus colegas masculinos, como Niccok Franco que, en este cruel soneto, se mofa de su amor por el marido muerto: «Cual emisario, oh Príapo, aquí vengo / de parte de una poetisa nuestra, / manifestando todos los respetos / que se le deben a un emperador. / Dicen que siempre te hallas en su pecho / y al escuchar por la mañana misa, / Dios sabe, si te ruega, que hasta ella / se extraña de que tanto amor le nazca. / Y aunque derroche su arte y su intelecto / haciendo rimas, y aunque te haga agravio, / porque tan pocos versos te dedica, / todo esto se trueca en honor tuyo, / y estás forzado a estarle agradecido / si llora el rabo del marido muerto»[67].

Ese tipo de burlas masculinas recayeron también a menudo sobre las poetas cortesanas, un grupo peculiar de mujeres de vidas libres y de intensa y original creación lírica. Fue a lo largo del siglo XVI cuando surgieron por toda Italia estas «cortigiane oneste», meretrices de alto nivel que vivían no sólo de su belleza sino también de su inteligencia y su talento, aplicados al amor físico y a su propio desarrollo artístico e intelectual, a la manera de las antiguas hetairas de la Atenas clásica. Poseedoras de un poder de seducción basado en sus ricas personalidades, formaban parte de los círculos sociales de muchos de los hombres más importantes de la época, nobles, artistas, literatos, pensadores, entre los que a menudo eran significativamente llamadas «compagnesse», compañeras. Ellas acompañaban en efecto a aquellos hombres en numerosos aspectos de sus vidas que ellos no hubieran podido compartir con las virtuosas, aburridas e incultas esposas que la sociedad patriarcal les imponía: capaces de interpretar música y de bailar, de componer versos, de debatir asuntos literarios, artísticos o filosóficos, eran a la vez mujeres que se entregaban sin disimulos a las relaciones puramente físicas o al más intenso y libre amor pasional. La sociedad las consideraba prostitutas, pero cabe preguntarse hasta qué punto ellas —que gozaban del privilegio moral de elegir a sus amantes— traficaban con su cuerpo más de lo que lo hacían las mujeres que se casaban con hombres a los que no querían y a los que se entregaban a cambio, en el mejor de los casos, de estabilidad, prestigio y protección. No creo que sea exagerado considerar que, durante siglos y siglos, infinidad de mujeres han vivido de sus cuerpos, intercambiándolos por dinero o por un estatus. La diferencia entre las esposas y las prostitutas es que las primeras actuaban dentro de las condiciones aceptadas y reguladas por los sistemas sociales, jurídicos y religiosos, mientras que las segundas lo hacían en los márgenes. Pero tanto a unas como a otras no les quedaban muchas más opciones en un mundo en el que, como miembros del sexo femenino, o el ínfimo rango dentro de cada estamento social y apenas disponían de libertad de elección para poder encarar la vida de otra manera.

En cualquier caso, es preciso situar históricamente el concepto de prostituta, que no coincide en todos sus aspectos con la visión actual. Para empezar, la prostitución fue considerada un oficio como cualquier otro hasta finales del siglo XVI, cuando triunfaron la Reforma en los países del norte y la Contrarreforma en los del sur. En los siglos finales de la Edad Media, a medida que las ciudades se iban desarrollando e iban creando leyes que las regían en todos los aspectos, fue controlada y sometida a normas que la regulaban con la misma naturalidad con la que se regulaba la venta de vinos o la fabricación de zapatos. Durante mucho tiempo, el negocio de la carne se consideró no sólo lícito, sino incluso un privilegio reservado a quienes gozaban de buenas relaciones con las cortes y los ayuntamientos: en 1497, el príncipe don Juan, hijo de los Reyes Católicos y gobernador de Salamanca, le concedía a uno de sus servidores un solar para instalar una casa de mancebía, que más tarde le fue alquilada por uno de los regidores de la ciudad[68]. Por lo demás, las rameras tenían que cumplir con las obligaciones previstas en los decretos municipales, tales como no abandonar los barrios en los que vivían durante la noche o en los días en los que se celebraban fiestas religiosas. También se les solía regular la manera de vestirse, exigiéndoseles por ejemplo que llevasen siempre puesto un velo amarillo —un elemento común en muchos lugares de Europa—, de tal manera que pudiesen ser identificadas por la calle y no se hicieran pasar por mujeres honestas. Igualmente, se las sometía a constantes controles médicos, más importantes a medida que la sífilis, llegada de América a principios del siglo XVI se extendía como una peste imparable por todo el continente.

Pero es importante señalar que la condición de prostituta solía extenderse según las leyes a todas las mujeres que, simplemente, no eran castas. Los decretos venecianos al respecto pueden servir como ejemplo. Venecia fue una de las ciudades donde más prostitutas hubo en el siglo XVI, llegando a suponer hasta alrededor de un 10% de la población. Pues bien, una ley de 1543 las define como aquellas mujeres solteras o separadas que «tengan comercio o práctica con uno o más hombres». Comercio o práctica: no se consideraba por lo tanto imprescindible el hecho de que cobrasen dinero a cambio de sus relaciones. En consecuencia, cualquier mujer que tuviera diversos amantes, tanto simultáneos como consecutivos, podía ser considerada meretriz.

Ese concepto, de índole moral más que estrictamente económica, era el que predominaba en toda Europa. Numerosas mujeres que gozaban de una cierta libertad en sus costumbres eran con frecuencia acusadas de prostitutas. Si a ello se añadía el hecho de que frecuentasen los a menudo desvergonzados ambientes literarios, teatrales, artísticos o musicales y que, además, se expusieran ante el público con sus propias obras y recibiesen dinero a cambio de ellas, para mucha gente no cabía ninguna duda respecto a su condición.

Así les ocurrió, entre otras muchas, a la dramaturga inglesa Aphra Behn[69] o a la gran poeta francesa del siglo XVI Louise Labé. Nacida en Lyon en 1526, Labé no pertenecía, como la inmensa mayoría de las escritoras de aquellos siglos, a la nobleza o la alta burguesía, sino que era hija de un simple cordelero, un artesano de la industria textil. Aunque, según parece, el señor Labé era analfabeto, a medida que fue mejorando su situación económica mediante sucesivos matrimonios, se preocupó por darle a su hija una educación exquisita. Su cultura y su capacidad creativa —además de ser escritora, cultivaba también la música con maestría— terminaron por hacer de ella el centro de la vida intelectual y literaria de Lyon. En su casa se reunían poetas, humanistas y músicos, entre ellos algunas otras mujeres escritoras, animadas por su destacado ejemplo. Pero Louise Labé no se libró de recibir críticas aceradas contra sus «reprobables» costumbres sexuales. Ella mantuvo sin embargo la cabeza bien alta y bien viva su autoestima como creadora y como persona. Prolongando en el tiempo la voz de Cristina de Pisan, se rebeló una y otra vez contra la ignorancia en la que los hombres mantenían a las mujeres, defendiendo con ardor su derecho a la educación, a través de la cual consideraba posible lograr la igualdad, como había sido indudablemente su caso: «Ha llegado el momento —le escribía a su amiga Clémence de Bourges— de que las severas leyes de los hombres dejen de impedirles a las mujeres el estudio de las ciencias y otras disciplinas. Me parece que aquellas de nosotras que puedan valerse de esta libertad, codiciada durante tanto tiempo, deben estudiar para demostrar a los hombres lo equivocados que estaban al privarnos de este honor y beneficio. Y si alguna mujer aprende tanto como para escribir sus pensamientos, que lo haga y que no desprecie el honor, sino que lo exhiba, en vez de exhibir ropas finas, collares o anillos»[70]. Su obra comprende elegías, sonetos y, a la manera de los humanistas, un Debate de Locura y Amor. Sus poemas suelen ser de tema amoroso, íntimos e intensos a la vez, llenos de sensualidad: «Bésame otra vez, rebésame y besa: / dame uno de tus besos más sabrosos, / dame uno de los más cariñosos: / yo te devolveré cuatro más ardientes que brasas. / ¿Te cansas, dices? Ven que calme ese mal / dándote otros diez muy dulces. / Y así, mezclando nuestros dichosos besos, / gocemos el uno del otro a capricho»[71].

Otra creadora sobre la que corrieron rumores insidiosos fue la compositora Barbara Strozzi; pero a ella, al contrario que a Louise Labé, sí que la afectaron anímicamente y, por lo que parece, de una manera profunda. Nacida en Venecia en 1617, Barbara era hija adoptiva —y quizá natural— del poeta Giulio Strozzi. Excepcionalmente dotada para la música, fue una prolífica autora de piezas vocales de altísimo nivel. Pero, mientras otras músicas de la época, como las hermanas Francesca y Settimia Caccini, realizaban sus carreras interpretando sus propias obras en diversas cortes y teatros de toda Europa, Strozzi se negó siempre a comparecer ante el público. Cuando comenzó su carrera, a los quince años, lo hizo en su propia casa, ante los miembros de la Accademia degli Unisoni que había fundado su padre; aquélla era una tertulia de intelectuales y artistas con fama de libertinos. La presencia de la joven entre semejantes hombres, por mucho que estuviera respaldada por su padre, hizo correr enseguida venenosos rumores sobre su vida sexual. Pronto se le aplicó el calificativo de cortesana. Strozzi respondió a las insidias renunciando a una posible vida pública, negándose a comparecer en ningún escenario y limitándose a dar a conocer su importante obra musical a través de la imprenta.

Otra mujer perseguida a lo largo del tiempo por la fama de cortesana, a pesar de que no haya ninguna prueba al respecto, es la espléndida poeta Gaspara Stampa, una veneciana nacida en 1523. Gaspara fue, desde luego, un ser libre: tuvo sucesivos amantes, pues, como ella misma decía, «¿Qué puedo hacer, si el arder me es fatal, / si voluntariamente acepto ir / de un fuego a otro, de uno a otro mal?»[72]. Pero nada confirma que recibiese dinero o regalos a cambio de su entrega. Su poesía, poderosa, original y llena de sensualidad, está casi toda ella dedicada a uno de los hombres a los que amó, el conde Collaltino di Collalto, al placer y la felicidad que su presencia le proporcionaban, pero también al malestar que le causaban sus frecuentes ausencias y desdenes. Stampa era una enamorada tan apasionada como inteligente, que conocía las reglas a menudo caprichosas y llenas de crueldad del amor y se plegaba a ellas: «Dura es mi estrella, mas mayor dureza / es la de mi conde: él me rehúye, / yo le sigo; otros por mí se consumen, / yo no puedo mirar otra belleza. / Odio a quien me ama, amo a quien me desprecia; / a quien me es sumiso, mi corazón le ruge, / y soy sumisa con el que irrita mi esperanza; / a tan raro manjar está mi alma hecha. / Él sólo da causa a más enfados, / ellos me quieren dar consuelo y paz: / a ellos los dejo, y me entrego al otro. / Así en tu escuela, Amor, se hace lo contrario siempre de lo que es bueno: / se desprecia al humilde, al impío se complace»[73].

Sus Rimas fueron publicadas con gran éxito póstumamente en 1554, algunos meses después de su muerte, ocurrida cuando tenía tan sólo treinta y un años.

Sobre la romana Tullia D’Aragona, contemporánea de Gaspara Stampa, sí que hay datos ciertos que confirman que era una cortesana, aunque ella nunca lo reconociese en sus escritos. Sin embargo, sabemos que su madre también lo había sido —y no era inhabitual que una madre cortesana educara a su hija para ejercer la misma profesión— y se conservan documentos que dan fe de cómo, viviendo en Florencia, Cosme de Médicis la autorizó a no tener que cubrirse con el velo amarillo obligatorio para las prostitutas porque «era una poeta». Una gran poeta, por cierto, que alcanzó una fama comparable a la de Vittoria Colonna, la refinada y espiritual amiga de Miguel Ángel, y que formó parte muy activa de los círculos literarios de las diversas ciudades en las que vivió y ejerció su profesión. Además de sus numerosos poemas, D’Aragona escribió un Dialogo dell’infinitá d’amore (Diálogo sobre la infinitud del amor) en el cual, con cierta divertida contradicción respecto a su propia vida, defendía ardientemente la superioridad del amor como un sentimiento invasor de la vida frente al amor puramente físico. Muchas de sus composiciones fueron respuestas a otros poemas que le habían sido dedicados por algunos de los literatos más prestigiosos de su tiempo, lo cual pone de relieve su importancia y el respeto que fue capaz de ganarse. Sus versos hablan a menudo de un amor doliente y arrebatador, al cual, igual que Gaspara Stampa, la autora parece entregarse a conciencia; su tono es, sin embargo, menos personal, más estereotipado —elegante y petrarquianamente estereotipado, desde luego— que el de Stampa: «Una vez Amor en lento fuego / hizo arder mi vida, y me destrozó / el doliente corazón de tal modo, que lo que para otro / sería martirio, para él será ya dulzura y juego. / Puedan desdén y piedad, muy lentamente, / apagar la llama; y pueda yo, / libre de tan largo y fiero deseo, / vivir cantando alegre en cualquier parte. / Mas, desdichada, el cielo aún no se ha saciado / de mis dolores, y entre suspiros / me lleva de nuevo a mi antigua suerte: / y tan aguda espuela clava en mis flancos, / que temo, al primer cruel martirio / caer, y como menos mal ansiar la muerte»[74].

A pesar de su fama como cortesana y como poeta, Tullia D’Aragona murió a los treinta y seis años pobre y olvidada, un triste destino que fue muy a menudo el de las prostitutas, incluso las más refinadas: el deterioro físico de la edad terminaba por convertirlas demasiadas veces en mujeres abandonadas por todos aquellos que, durante años, las habían deseado y admirado y habían gozado con ellas. Así era la hipocresía de aquella sociedad masculina de amantes del arte y los placeres, de todos esos hombres capaces de gastarse fortunas para disfrutar de la compañía de las cortesanas, capaces de halagarlas y perseguirlas y de compartir con ellas momentos intensos y variados, pero igualmente capaces de dejarlas caer en el olvido cuando la vejez, la enfermedad o la pobreza las asolaban.

Precisamente la tercera de las grandes poetas-cortesanas, Veronica Franco, fue consciente de esa situación y, durante mucho tiempo, trató de convencer al gobierno de Venecia de que era necesario crear una institución de caridad que recogiese a las prostitutas envejecidas o enfermas, que a menudo se veían obligadas a pasar sus últimos años mendigando. Franco fue —ella sí que con toda seguridad— una de las meretrices más famosas de Venecia y, a la vez, un importante miembro de los círculos literarios y artísticos de la ciudad. Su celebridad en todos los sentidos era tanta, que en 1575 durante una visita de Enrique III de Francia, los dirigentes de la Serenísima República la eligieron a ella para que el monarca pasase una noche en su compañía: hermosa, refinada y culta, Franco era en efecto la mejor «compagnessa» para entretener a todo un rey. Nacida en Venecia en 1546, quizás hija, como Tullia D’Aragona, de otra mujer del oficio, Veronica se casó muy joven con un médico del que pronto se separó, iniciando entonces una carrera que la llevó a ser la más famosa de las «cortigiane oneste», amiga y colega de los mejores escritores y pintores, retratada nada más y nada menos que por Tintoretto, quien fue tal vez uno de sus amantes.

Como literata, inició su actividad ejerciendo de editora en algunas antologías de poemas. En 1575 publicó su propia colección de Rimas y en 1580, una selección de su correspondencia, bajo el título de Lettere familiari a diversi (Cartas íntimas a diversos). Franco, que era una mujer fuerte, inteligente, muy bien preparada y, desde luego, atrevida, estuvo en el centro de diversas polémicas y a menudo fue atacada con virulencia. Uno de sus enemigos fue el patricio Maffeo Venier, a quien ella rechazó: ya he dicho que era privilegio de las cortesanas el poder elegir a sus amantes. Humillado, Venier le dedicó ciertos versos ofensivos que hizo publicar y circular por toda Venecia, «Verónica, ver unica puttana» (Verónica, verdadera única puta). Franco no era, por supuesto, la primera cortesana insultada con crueldad en algún libelo: muchos escritores que gozaban a menudo de su compañía se sentían sin embargo con suficiente autoridad moral como para arremeter contra ellas en sus textos; era sin duda su única manera de vengarse de aquellas mujeres poderosas por su sensualidad, su libertad y su talento y que, para colmo, lograban obtener dinero de ellos aprovechándose de sus debilidades.

Pero Veronica Franco no dejó de plantar cara a sus perseguidores y supo defenderse a través de sus propios poemas, defendiendo a la vez a todas las mujeres: «¡Pobre sexo de tan mala fortuna, / siempre en peligro pues siempre está / sometido y carente de libertad!»[75]. Supo defenderse tan bien, que incluso logró salir inocente de un proceso incoado por la Inquisición, ante la cual había sido acusada de practicar la brujería, permitir que en su casa se jugasen fuertes sumas de dinero, descuidar los sacramentos, comer carne en días prohibidos y hasta pactar con el demonio para lograr que ciertos hombres se enamorasen de ella, acusaciones extensas y variadas que respondían a los prototipos de denuncias ante el Santo Oficio. Pero si el poder de la institución era enorme, también debía de serlo el de Franco, quien logró demostrar que todo respondía a un complot en su contra: quizá los muchos apoyos y relaciones que había establecido a lo largo de su vida con los personajes más influyentes de la ciudad pudieron ayudarla en aquel espinoso asunto. Por las actas del juicio sabemos que, en aquella fecha de 1580, Verónica mantenía en su casa a cinco hijos. Ese hecho parece demostrar que ella no fue una de las muchísimas mujeres que, a lo largo de la historia, abandonaban a los recién nacidos cuando no podían o no querían criarlos; esa práctica habitual coexistía con el infanticidio, un crimen más común de lo que pueda pensarse en un mundo en el que no existían métodos fiables de control de la natalidad.

En el momento de la causa con la Inquisición, la escritora tenía treinta y un años, edad suficiente en la época para que el deterioro físico empezase a abalanzarse sobre ella. Ese mismo año de 1580, aquella mujer que en sus poemas hablaba sin disimulos de su condición de cortesana y se enorgullecía de «cuánto las meretrices tienen de bueno, / cuánto de gracioso y de gentil», publicaba en su selección epistolar una carta escrita a una amiga, aconsejándole que no empujara a su hija a ejercer la prostitución, ni siquiera la de alto nivel: «Cosa muy desdichada y muy contraria al sentido humano es obligar al cuerpo y al espíritu a tal servidumbre, que asusta sólo de pensar en ella. Darse como botín a tantos, con el riesgo de ser despojada, de ser robada, de ser asesinada, de que uno solo pueda quitarte todo aquello que con muchos y a lo largo de mucho tiempo has adquirido, con tantos otros peligros de injurias y de enfermedades contagiosas y espantosas; comer con boca ajena, dormir con ojos ajenos, moverse según los deseos ajenos, corriendo en manifiesto naufragio siempre de las facultades y de la vida: ¿Qué mayor miseria? ¿Qué riquezas, qué comodidades, qué delicias pueden pagar tamaño agravio? Creedme: entre todas las desdichas mundanas, ésta es la mayor; y si, además, a las razones del mundo se añaden las del alma, ¿qué perdición y qué certeza de condena es ésa? Cuidaos de lo que os dicen y no queráis serviros, en las cosas que pertenecen a la vida y a la salvación del alma, de ejemplos ajenos; no contribuyáis a que las carnes de vuestra miserable hijita sean reveladas y vendidas, siendo además vos misma el carnicero»[76].

Tal vez la cercanía de la vejez había cambiado su manera de ver las cosas. Acaso hubiera tenido alguna mala experiencia. O quizá simplemente sabía que había que poseer mucho talento y dominio del propio carácter para no dejarse arrastrar como prostituta al total sometimiento y dependencia de los hombres, para ser capaz de mantener, como ella había hecho, la fortaleza y el respeto de sí misma. ¿Se arrepentía de su propio pasado? No lo sabemos a ciencia cierta, aunque una leyenda no demostrada afirma que vivió sus últimos años sumida en una profunda devoción religiosa. Lo que sí parece ser cierto es que en ese momento ya no ejercía la prostitución. Sin embargo, Veronica tenía muy presente en su mente la situación de muchas de sus compañeras, menos privilegiadas que ella: fue en esa época cuando propuso al gobierno de la Serenísima República la fundación de una casa de retiro a la que pudieran acogerse aquellas que, por voluntad o por necesidad, abandonaran el oficio. Aunque la idea tardó aún un tiempo en cuajar, el hecho de que una prostituta tuviera la posibilidad de dirigirse directamente a los gobernantes de la ciudad con un proyecto de semejante envergadura pone de relieve sus contactos y el destacado papel que desempeñaba en la vida ciudadana de su tiempo.

Los últimos años de Veronica Franco permanecen sumidos en la oscuridad. Tan sólo sabemos que murió en 1591, a los cuarenta y cuatro años, cuando el tiempo del humanismo y de las «cortigiane oneste» llegaba a su fin, y una ola de fervor religioso contrarreformista inundaba los países católicos, encerrando a las mujeres aún con más intensidad, en nombre de la virtud, bajo los tenebrosos muros de la ignorancia, el aislamiento y el silencio.