Ese sexo (femenino) envenenó a nuestro primer padre, decapitó a Juan Bautista y llevó a la muerte al valiente Sansón. ¡Ay de ese sexo, en el que no hay temor, ni bondad, ni amistad, y al que hay que temer más cuando se le ama que cuando se le odia!
GEOFFROY DE VENDÓME
Los que insultan a las mujeres por envidia son hombres indignos que, habiendo conocido a muchas mujeres de mayor inteligencia y de más noble conducta que la suya, sienten hacia ellas amargura y rencor.
CRISTINA DE PISAN
Desprecios, insultos, vejaciones, amenazas… Como tantas otras mujeres que se atrevieron a rebelarse contra la situación de exclusión, silencio y dominio masculino a la que se veían sometidas, Cristina de Pisan atravesó a lo largo de su vida por momentos muy duros. Sin embargo, el sentido de las muchas injusticias que se cometían contra ella y contra el sexo femenino en general le dio fuerzas para convertirse en una mujer excepcional, que llegó a ocupar un lugar destacado en la historia: poeta, historiadora y tratadista de asuntos morales y políticos, fue la primera escritora que logró ganarse la vida con sus libros y una de las primeras en alzar fuertemente su voz a favor de sus congéneres y entregarse con valentía a su defensa.
Aunque siempre se sintió francesa de corazón y francesa fue la lengua en la que escribió, Cristina había nacido en Venecia en 1364. Pertenecía a una familia de gentes muy cultas y bien relacionadas con el poder: su padre, Tomás de Pisan —o Pizan—, era un destacado médico y astrólogo, cuyos cuidados se disputaban algunos de los príncipes más importantes de la época. Ahora puede resultarnos extraña esa mezcla de ciencia médica y superstición, pero en aquella época era sin embargo algo normal. La astrología gozaba entonces de gran prestigio; se consideraba que las posiciones de los planetas y sus movimientos influían de manera determinante en las personas, y no sólo en lo referente a su carácter o su estado de ánimo, sino también en todo lo que tenía relación con su organismo, sus enfermedades y los remedios que se debían aplicar para curarlas. De hecho, las cátedras de Astrología, así como las de Matemáticas y Geometría, necesarias para poder hacer los cálculos astrológicos, formaban parte habitualmente de las facultades de Medicina[28].
Al llegar a la madurez, Tomás de Pisan siguió la costumbre habitual durante siglos en una sociedad muy poco dada a la movilidad, la de contraer matrimonio dentro del propio nivel social e incluso en el seno de una misma actividad profesional: su esposa era la hija de otro afamado médico. De aquel matrimonio nacieron, además de Cristina, dos hijos varones. Hacia 1365 —cuando la niña tenía alrededor de un año—, el astrólogo fue llamado a Francia por Carlos V, conocido como el Prudente, un monarca cuyo reinado, entre 1364 y 1380, marcó un breve período de calma en un siglo lleno de guerras y de catástrofes. Tan sólo unos años antes, en 1348, la terrible Peste Negra había provocado que Europa perdiera casi la mitad de sus habitantes, que quedaron reducidos por aquel entonces a cincuenta millones. Carlos el Prudente era un hombre culto y sensible, al que le gustaba rodearse de sabios y que disponía de una extraordinaria biblioteca —origen de la actual Biblioteca Nacional de París—, llena de ricos manuscritos. A Tomás de Pisan le demostró su aprecio colmándolo de dinero, propiedades y honores y, cuando en 1368, su esposa, su hija Cristina y sus dos hijos varones llegaron desde Venecia para instalarse junto a él en París, el propio rey les dio la bienvenida en su recién restaurado palacio del Louvre. Las puertas de la corte permanecieron siempre abiertas para la pequeña Cristina, llenando luego sus recuerdos de nostalgia e idealización, como si hubiera vivido entonces en un mundo mágicamente delicioso. Años más tarde, describía de esta manera el lujo y la belleza en el que vivía su admirado Carlos V: «[…] los nobles tapices de oro y de seda trabajados en gran lizo que cubrían las paredes de las ricas habitaciones, de terciopelo bordado con grandes perlas, con oro y seda […] los pabellones y doseles de aquellos altos palios y aquellos tronos cubiertos, las vajillas de oro y plata de la mejor calidad con las que se servían las mesas, los grandes trincheros sobre los que descansaban jarras de oro, copas y cálices y demás vajillas de oro con piedras preciosas, las hermosas fuentes, los vinos, las carnes deliciosas servidas con largueza […]»[29].
Su infancia fue, desde luego, excepcional. No sólo estuvo rodeada de bienestar, sino también de afecto. Según ella misma recuerda en sus textos, fue una criatura feliz, mimada y bien atendida por sus padres: «Fui como niña bautizada / y bien alimentada y querida / por mi madre, / quien tanto me amó, / que me crió a sus pechos»[30]. Es significativo cómo en esos versos Cristina subraya el hecho realmente especial de que su propia madre le diera de mamar: ésa era desde luego una costumbre muy poco habitual entre las damas de su posición, que solían entregar a los hijos para que fuesen criados por nodrizas. En la familias más ricas, el ama de cría podía vivir en la casa, pero era bastante frecuente que los recién nacidos, sobre todo las niñas, fuesen enviados al campo para ser amamantados por campesinas con las que solían permanecer, en caso de sobrevivir hasta cumplir los dos o tres años. Esta costumbre sólo desapareció a partir del siglo XVIII, cuando Rousseau y sus seguidores difundieron entre las clases cultas los conceptos de un nuevo sentimentalismo familiar; a partir de entonces se extendió la idea de los beneficios de la lactancia materna, comenzó a darse mucha más importancia al trato íntimo con los hijos, y la infancia empezó a ser reconocida como una etapa fundamental de la vida, en la que el cariño y la protección de los progenitores eran esenciales para el desarrollo de los individuos. Hasta ese momento, el hábito de dejar a los bebés a cargo de las nodrizas contribuía a los altos índices de natalidad de las élites, mucho más elevados que los que se daban entre las clases bajas: las mujeres humildes solían utilizar el período de lactancia para evitar nuevos embarazos, pues se creía que la leche materna se corrompía con el acto sexual y podía, por lo tanto, provocar la muerte del bebé. Las patricias, en cambio, se veían obligadas a asegurar el futuro de la dinastía del marido trayendo al mundo hijo tras hijo. Era frecuente que tuviesen una gestación cada año o cada año y medio durante su vida fértil. Cumplían así al pie de la letra con los preceptos de los moralistas cristianos, muchos de los cuales consideraban que la principal razón de la existencia de las mujeres sobre la tierra era su papel de vientres portadores de nuevas vidas. En el siglo XIII santo Tomás de Aquino lo enunciaba de esta manera: «Tal y como dicen las escrituras, fue necesario crear a la hembra como compañera del hombre; pero como compañera en la única tarea de la procreación, ya que para el resto, el hombre encontrará ayudantes más válidos en otros hombres, y a ella sólo la necesita para ayudarle en la procreación»[31]. Trescientos años más tarde, Lutero sería aún más brutal: «Aunque se agoten y se mueran de tanto parir, no importa, que se mueran de parir, para eso existen»[32].
Y así ocurría, en efecto, que morían de parir, pues la muerte a causa de las complicaciones del embarazo, los abortos, el parto o el posparto era algo habitual. Por lo tanto, es lógico que para infinidad de mujeres, la procreación no fuera un momento placentero —como suele serlo ahora para las mujeres del primer mundo—, sino algo peligroso que provocaba en muchas de ellas un miedo terrible. A esos temores había que añadir, además, la preocupación por la supervivencia de los hijos: se ha calculado que a lo largo de los siglos que van desde la Edad Media hasta el XIX, la mortalidad infantil en Europa oscilaba, según las épocas y las regiones, entre el 50 y el 80%. En el mejor de los casos, pues, sólo uno de cada dos niños llegaba a alcanzar la edad adulta. Atravesar el embarazo, el parto y la infancia de los hijos era a menudo un camino de profundo sufrimiento y angustia.
En sus recuerdos posteriores, Cristina de Pisan tan sólo confesaba haber vivido un conflicto durante aquellos años felices de su niñez: la tensión entre su temprana pasión por el conocimiento, heredada de su padre, y el empeño maternal en convertirla en una mujer virtuosa al uso, es decir, preparada para ejercer como esposa y madre, lejos de cualquier peligrosa tentación intelectual. Siguiendo a los pedagogos de la época, una niña del nivel social de Cristina debía ser someramente instruida, con el único y claro objetivo de poder responsabilizarse de sus deberes religiosos, maritales y domésticos. Un tratado francés para las esposas publicado en el mismo siglo en que ella vivió, Le Ménagier de Paris, llegaba incluso a especificar que las damas podían leer pero sólo aquellas cosas «escritas de puño y letra de su marido…, y ésas han de leerlas ellas solas, y para las otras pidan compañía y mándenlas leer a otros delante de ellas; y digan a menudo que no saben muy bien leer otra letra y escritura sino la de su marido. Y ello les sirve de buena doctrina y de muy grande bien, para evitar incluso las murmuraciones y sospechas»[33]. Le Ménagier de Paris, que conoció un gran éxito a lo largo de varios siglos, había sido escrito por un marido de avanzada edad para su joven esposa de quince años. En él se proponía como modelo de mujer a Griselda, un personaje de los cuentos populares, una muchacha de extracción humilde casada con un noble, sin más dote que la promesa de su obediencia, sometida por el esposo a pruebas que resultan ser verdaderas torturas y de las que ella, por supuesto, sale victoriosa gracias a su absoluta sumisión.
No sabemos si Cristina estudió en casa —con su propio padre o a cargo de algún preceptor— o si asistió a alguna escuela monacal para hijas de la nobleza o incluso a alguna de las escuelas laicas que existían en las ciudades más importantes, regidas por maestras. Pero cabe suponer que el papel de su padre en su esmerada instrucción debió de ser importante.
No era desde luego habitual que una mujer llegara a profundizar tanto en el conocimiento como ella hizo: las privilegiadas, las que tenían acceso a la educación, siempre una minoría, tan sólo aprendían a leer, pues incluso escribir solía considerarse algo peligroso; se les enseñaba también, por supuesto, la inevitable religión y los cuidados de la casa, en particular costura y tejido. Evidentemente, dado el nivel económico de esas niñas, casi ninguna de ellas tendría que ocuparse de las tareas domésticas, que recaerían en los criados o en los esclavos. Pero sí se les exigiría que vigilasen los trabajos de la servidumbre; y, si el futuro marido tenía la suficiente confianza en ellas, podría incluso llegar a permitirles participar en la administración de la casa, convirtiéndolas en depositarias de las llaves de la despensa, una auténtica caja fuerte en cualquier vivienda acomodada de la época, allí donde se almacenaban los granos, alimentos, condimentos y bebidas que serían imprescindibles en las estaciones frías o, aún más importante, en los frecuentes momentos de sequías y malas cosechas.
Además de la vigilancia de los criados y, en el mejor de los casos, el control de la despensa, la ocupación fundamental de las damas tenía que ver con todo lo relacionado con el tejido, ocupación que compartían con sus congéneres de las clases menos afortunadas: hilar, tejer, bordar o coser han sido en efecto durante siglos y siglos actividades típicamente femeninas. Las mujeres han vivido a lo largo de la historia rodeadas de husos, ruecas, telares, hilos, cintas, tejidos, agujas y alfileres, elaborando con sus manos todo un mundo de piezas útiles o suntuarias, modestas telas de estambre para las ropas más humildes, pobres trajes remendados una y otra vez, suaves linos bordados para sus ajuares, ricas tapicerías de hilos de seda con las que cubrir ventanas y paredes y alejar los fríos, mantos de terciopelo y oro para adornar con devoción las imágenes sagradas… Espacios femeninos, salas, habitaciones o patios donde las mujeres han permanecido horas y horas inclinadas sobre sus labores, a solas consigo mismas o en compañía de amigas y familiares, charlando, riéndose, cantando, burlándose quizás a veces un poco de los hombres, contándose historias de hadas y demonios, creando un lenguaje propio de imágenes, colores y símbolos que apenas ha sido considerado más que el resultado de un puro entretenimiento, de una obligación doméstica o incluso moral, pues, como proclamaban los tratadistas, semejante tarea las mantenía alejadas de la peligrosa ociosidad, madre de tantas tentaciones.
Pero en muchos casos, los trabajos textiles no eran sólo una simple distracción o una parte de las tareas domésticas: para numerosas mujeres constituían una verdadera profesión con la que se ganaban dignamente la vida. A decir verdad, la idea de que el sexo femenino no ha trabajado nunca pertenece a una falsa mitología en torno a nuestra condición creada a lo largo del siglo XX. Por supuesto que las nobles, las damas ricas y las hijas de la burguesía acomodada permanecían alejadas de cualquier actividad que generase dinero y, por lo tanto, conllevase una vida pública y la posibilidad de acceder a la independencia. Pero ellas eran sólo una minoría. En el resto de las clases sociales, las mujeres han trabajado siempre, participando intensamente en la economía familiar, con la responsabilidad siempre añadida del hogar y de los hijos. Si comenzamos observando los niveles más bajos, los del campesinado, podemos comprobar que la actividad femenina era exactamente igual que la de los hombres; de hecho, en muchos de los latifundios de Europa, a los colonos casados se les atribuía el doble de tierra que a los solteros, lo cual demuestra que los brazos de una mujer valían lo mismo que los de su marido. El testimonio de una joven criada de la Inglaterra rural del siglo XIV pone de relieve la cantidad de responsabilidades que podían recaer sobre una chica del campo: «Tengo que aprender a hilar, rastrillar, cardar, tejer, limpiar los conejos, elaborar bebidas, hornear, hacer malta, cosechar, amontonar gavillas, quitar las malas hierbas, ordeñar, alimentar a los cerdos y limpiar sus pocilgas. En la casa tengo que hacer las camas, barrer, fregar y, en la cocina, limpiar los cacharros, lavar los platos, recoger la leña y encender el fuego, hervir la leche, limpiar el fogón y engrasar los moldes, hacer el queso y ocuparme de que todo esté en orden»[34].
Sin duda alguna, la agitada vida de esa criada no era nada excepcional. La servidumbre ha sido —y aún sigue siendo— uno de los sectores en los que millones de mujeres han trabajado desde tiempos inmemoriales, y lo han hecho a menudo durante horas y horas, sin apenas descanso, gozando de poquísimos derechos y muy mal retribuidas. Creo que no es exagerado afirmar que muchas de las mujeres que a lo largo de la historia han disfrutado y disfrutan de su propio tiempo lo han hecho a costa de explotar a otras mujeres. Normalmente, y hasta bien entrado el siglo XX, las niñas de las familias pobres eran enviadas a servir entre los ocho y los doce años. Su salario, cuando existía, era siempre menor que el de los hombres que se ocupaban de tareas similares, y no se les solía entregar hasta que salían de la casa para casarse. Ese sueldo acumulado constituía, por lo tanto, la dote que las jóvenes sirvientas aportaban al matrimonio. Pero muchos amos sin escrúpulos —o, aún peor, muchas amas— echaban a menudo a sus criadas sin pagarles nada. Esas mujeres abandonadas y desprotegidas terminaban en las calles, dedicadas a la prostitución de baja estofa o malviviendo de la mendicidad, aunque quizá sería más justo decir malmuriendo.
Aún peor que la situación de la servidumbre era, por supuesto, la de los esclavos, una vergonzante realidad durante largos siglos en Europa, y en particular en España. Heredada del mundo antiguo, la esclavitud fue legitimada por la Iglesia cristiana, aunque con ciertos matices: si griegos y romanos consideraban aceptable esclavizar a los vencidos en las guerras, fuera cual fuese su origen, la Iglesia prohibía esta costumbre cuando se tratase de fieles cristianos. A lo largo de la Edad Media, la mayor parte de los esclavos utilizados en los países europeos procedían de las tribus eslavas, aún no convertidas a la fe de Cristo. De hecho, la propia palabra esclavo, sclavus, nace en el latín medieval como una deformación de siavus. En la península Ibérica, la esclavitud se nutrió especialmente de musulmanes y norteafricanos, cuyo tráfico contribuyó a partir del siglo IX al desarrollo del comercio en los puertos del Mediterráneo, particularmente en Barcelona.
Pero desde finales de la Edad Media, los esclavos desaparecían de la mayor parte de Europa, pasando a convertirse en un «capricho» que muy pocos se atrevían a exhibir. Sólo en las tierras de la península Ibérica siguieron siendo habituales: al comenzar la colonización de las tierras americanas, se inició la costumbre de enviar allí a numerosos esclavos africanos a través de las sedes del comercio negrero, que radicaban en Lisboa, Sevilla y Las Palmas de Gran Canaria. Esta afluencia de seres humanos en compra-venta facilitaba su adquisición por parte de las familias portuguesas y españolas acomodadas. El tema ha sido aún poco investigado y se ignora el número total de esclavos que podían existir en las tierras de España en uno u otro momento, pero sí se sabe que abundaban en lugares como Sevilla, Valencia y, por supuesto, en la corte. Incluso se ha podido determinar que, en una ciudad como Salamanca, a principios del siglo XVI, las familias con cierto poder económico poseían uno o dos esclavos, mientras que las más importantes llegaban a tener hasta veinte[35]. Algunos propietarios de seres humanos demostraban una enorme avidez por aquel tipo de perversa propiedad: uno de los arzobispos de Toledo, Alonso de Fonseca, tenía en 1525 más de cien esclavos[36]. Semejante comercio era, por supuesto, muy rentable para mucha gente: para los dueños que se beneficiaban del trabajo gratuito, para los traficantes, para los colonos americanos y también para los sucesivos monarcas, que se ocupaban de otorgar las licencias a cambio de elevados cánones. La Corona llegó incluso a utilizar el tráfico negrero para financiar algunas de sus guerras: en 1551, Felipe II, como príncipe regente de Castilla, autorizó a un tal Hernando Ochoa a llevar 23 000 negros a las Indias occidentales a cambio de 184 000 ducados que servirían para combatir la rebelión de los príncipes protestantes alemanes[37]. No sé si cabe mayor cinismo: seres humanos vendidos para poder sostener una guerra contra otros seres humanos en nombre de Dios. Por cierto, resulta sorprendente el hecho de que la esclavitud no fuera abolida en España hasta 1880, durante el reinado de Alfonso XII, y sólo tras un largo período de intensas presiones por parte de los gobiernos de Estados Unidos y Gran Bretaña. Entretanto, es fácil imaginar la triste existencia de los esclavos españoles y de las esclavas en particular: ellas constituían la inmensa mayoría de los seres humanos que se vendían aquí; a menudo eran utilizadas por sus propietarios como mercancía sexual y forzado depósito de sus desahogos, pues no había, por supuesto, ningún castigo previsto para la violación de las mujeres negras; ni siquiera se consideraba que la relación sexual con una esclava fuera adulterio en el caso de que el hombre que se acostaba con ella estuviera casado.
La excusa moral era bien simple: fornicar con las esclavas era algo así como una inversión económica, pues los hijos nacidos de ellas —fuera quien fuese el padre— eran igualmente esclavos y contribuían, por lo tanto, a aumentar el patrimonio de su propietario. Aquellas desdichadas mujeres vivían y morían sin que las cobijase jamás ningún derecho, ni la menor compasión. En el mundo urbano de la artesanía y el comercio, la actividad profesional femenina era también normal. Hasta la Revolución francesa y sus posteriores consecuencias en toda Europa, el sistema laboral estuvo organizado alrededor de los gremios. Pues bien, los archivos gremiales de gran número de ciudades europeas permiten asegurar que, además de su intensa participación en toda la industria textil, existían numerosas mujeres activas en los gremios de zapateros, orfebres, herreros, maestros, encuadernadores, ilustradores e impresores de libros, trabajadores del cuero y las pieles, pintores, carreteros, prestamistas, hosteleros y comerciantes de todas clases. Un Libro de los oficios escrito en París a finales del siglo XIII nos hace saber que había mujeres trabajando en 86 de las 100 profesiones que aparecen recogidas en el texto.
En muchos de esos gremios, las mujeres podían llegar a ser admitidas como maestras, aunque nunca llegaban a ejercer puestos de responsabilidad dentro de las organizaciones gremiales, reservados exclusivamente para los hombres. Sin embargo, a partir del Renacimiento, a medida que la elaboración de determinados productos comenzaba a abandonar el campo de los antiguos talleres familiares en un lento proceso de industrialización, las trabajadoras empezaron a ser relegadas a los niveles más bajos y peor pagados de la producción. En el ámbito tan específicamente femenino de lo textil, ese fenómeno comenzó en el siglo XIV y fue intensificándose hasta llegar a la industrialización definitiva del XVIII. A lo largo de ese período, los trabajos especializados pasaron a ser realizados por los hombres, mientras que las mujeres quedaban arrinconadas en las tareas de categoría ínfima, tales como cardar, hilar, hervir el lino, preparar los ovillos, etcétera. En los archivos de los gremios se comprueba en efecto cómo, poco a poco, los nombres femeninos van desapareciendo de las listas de oficiales y maestros, eclipsándose tras la presencia casi exclusivamente masculina.
Obviamente, el nivel económico de la familia de Cristina de Pisan estaba muy por encima del de todas aquellas mujeres del pueblo, forzosamente trabajadoras, y parecía garantizarle una vida lo bastante cómoda como para que no necesitase ejercer ninguna profesión. Sin embargo, una serie de desgracias iban a convertirla en la auténtica cabeza de una casa venida a menos, y su actividad literaria terminaría por resultar imprescindible para la supervivencia familiar. Todavía en 1379, cuando cumplió los quince años, ese cambio de fortuna resultaba inimaginable. Fue entonces cuando contrajo matrimonio con el hombre elegido por sus padres, Étienne Castel, un caballero ligado a la corte que pronto obtendría el importante nombramiento de notario y secretario del rey. No sabemos si la elección contó con la previa aquiescencia de la novia, pero de cualquier manera resultó ser acertada: «Nadie —escribiría Pisan años más tarde al recordar a su marido— pudo nunca igualarle en bondad, en dulzura, en lealtad y tierno amor».
Es evidente que el hecho de que el matrimonio no se basase en el concepto actual del enamoramiento —o al menos no sólo en eso— no significa que muchas de las infinitas parejas que han existido a lo largo de la historia de Europa no hayan podido ser afortunadas y amarse incluso intensamente. A decir verdad, el concepto del amor, enormemente variable y complejo, solía estar presente en cualquier diseño ideal de la vida de un matrimonio, aunque pudiera entenderse de formas muy distintas a como lo hacemos ahora. Hasta los moralistas más estrictos de aquel final de la Edad Media consideraban conveniente que existiese amor entre los esposos. Desde el siglo XII, la Iglesia exigía incluso el consentimiento mutuo de la pareja para celebrar los matrimonios, requisito que antes de esa fecha no había sido en cambio imprescindible. Pero a la vez, imponía también la aceptación por parte de los progenitores. De hecho, los matrimonios celebrados sin el permiso paterno eran declarados nulos, y las leyes de la mayor parte de Europa sostenían que ésa era causa justificada para desheredar a un hijo. La consecuencia de este doble juego era que muy a menudo la voluntad de los contrayentes era forzada por las familias: en la práctica, seguían siendo los progenitores los que elegían a las futuras parejas de sus hijos mediante compromisos que muchas veces se firmaban cuando los futuros novios eran aún niños.
También el amor entre los miembros de la pareja era objeto de un doble rasero, estableciéndose diferencias en su intensidad según el sexo. La mayor parte de los tratadistas consideraban que el amor de la esposa hacia el marido debía ser absoluto. Jacopo de Varazze, un moralista del siglo XIII, lo expresaba diciendo que la mujer debía estar convencida de que «no hay nadie más sabio, más fuerte, más guapo que su esposo»; el amor del hombre debía ser, en cambio, moderado y racional, para no caer en los peligros a los que se habían expuesto Adán y tantos otros personajes bíblicos. Semejante diferenciación intentaba por supuesto asegurar, mediante el amor ciego por parte de la mujer, su total sometimiento a la voluntad masculina. Y en último término, garantizarle al marido, gracias a la fidelidad de la esposa, que su herencia era transmitida a los hijos de su propia sangre y no a vástagos espurios. Los moralistas no solían fingir al respecto y a menudo reconocían abiertamente que la custodia del hombre sobre el cuerpo de su mujer era la única manera de que éste se sintiera tranquilo respecto a su descendencia. Todavía en el siglo XVI, Baltasar de Castiglione ponía en boca de uno de sus personajes de El Libro del Cortesano la afirmación de que si los hombres ponían tan empecinado freno a la libertad sexual de sus mujeres era «porque no estemos en duda de nuestros mismos hijos, de si son nuestros o ajenos». Evidentemente, ese concepto de índole claramente económica fue transformándose en una premisa moral, que llegó incluso con el tiempo a arrebatar a las mujeres decentes, convertidas en seres angélicos, la posibilidad misma del deseo. Dada la trascendencia de la fidelidad de las esposas, la consideración moral y jurídica era diferente según los sexos: si la femenina era obligada, la masculina, aunque aconsejada por la Iglesia y los tratadistas, resultaba en cambio fruto de la voluntad y la virtud y, por lo tanto, nunca imprescindible. De hecho, el adulterio masculino no se consideraba delito y, durante los siglos medievales, no fue infrecuente que algunos hombres conviviesen bajo el mismo techo con la esposa legal y la concubina. En cambio, el castigo para la infidelidad femenina solía ser terrible en la mayor parte de los códigos. En las Constitucions de Catalunya se recoge una disposición de mediados del siglo XIV que autoriza a los nobles a emparedar a sus mujeres adúlteras en una celda «de doce palmos de largo, seis de ancho y dos cañas de altura», donde permanecerían durante el tiempo que el marido considerase justo —que podía ser el resto de sus vidas—, durmiendo en un saco, evacuando en un orificio excavado en el suelo y alimentándose sólo de pan y agua, que se les entregaba a través de un ventanuco[38]. Otros muchos códigos autorizaban el asesinato de los amantes por parte del marido o contemplaban la pena de muerte, considerando a la mujer adúltera como culpable de traición.
Cristina de Pisan y Étienne Castel se amaron intensa y apasionadamente, quizá más incluso de lo deseado por los moralistas, a juzgar por los recuerdos que ella transmitirá en sus textos en prosa y en sus poemas, en los que no siempre evita las referencias a su vida más íntima: «Enloquezco de deseo cuando / mi príncipe me dice que es todo mío. / Me derrite con su dulzura, / sí, mi hombre sabe en verdad amarme». Sin embargo, apenas recién casados, se abrió «la puerta de sus infortunios», como dirá ella misma, y también de los de Francia. Las desdichas comenzaron con la muerte del rey Carlos y, ocurrida en septiembre de 1380. Su heredero, el delfín Carlos, tenía sólo doce años cuando comenzó su desgraciado gobierno bajo las riendas de sus ambiciosos tíos. Tomás de Pisan perdió de pronto sus apoyos en la corte, de manera que sus rentas y su sueldo fueron suspendidos. Sin embargo, la situación no era del todo mala: el médico poseía algunas propiedades y Étienne logró mantener su cargo de notario y secretario del nuevo monarca. Pero el destino se mostraría en seguida implacable: cinco años después de la muerte de su rey, en 1385, fue el propio Tomás el que falleció; y, en un nuevo ciclo de cinco años, en octubre de 1390, sería el turno de Étienne Castel, que moriría durante un viaje con Carlos VI, probablemente a consecuencia de la peste.
Cristina de Pisan sintió entonces que el mundo se hundía bajo sus pies. Tenía veinticinco años y, a juzgar por sus escritos, nunca logró recuperarse de la pérdida del ser amado, a cuya memoria permaneció siempre fiel, negándose a volver a contraer matrimonio o a relacionarse íntimamente con ningún otro hombre. Los alegres poemas cortesanos que había empezado a escribir algún tiempo atrás se convirtieron ahora en lastimosas quejas por su pena incurable:
«Estoy viuda, sola, vestida de negro; / adornado mi rostro de tristeza, / llena de pena y de clara aflicción, / llevo este amargo luto que me mata. / […] / ¡Adiós, días hermosos! Mi alegría se ha ido, / mi fortuna ha sido abatida; / estoy viuda, sola, vestida de negro»[39].
Tiempo después, Pisan llegará a confesar que a menudo se había visto tentada en aquel momento por la idea del suicidio: no sólo sufría el duelo por su amor muerto sino que, de pronto, sin sentirse preparada para ello, se veía obligada a convertirse en «el capitán de la nave sola en medio de la tempestad», según sus propias palabras. Dada la difícil situación económica de la familia, sus dos hermanos varones decidieron regresar a su Venecia natal, donde aún conservaban algunas propiedades de las que podrían vivir. Cristina quedaba pues al cargo de su madre viuda, sus tres hijos de nueve, siete y cinco años, y una sobrina sin recursos que vivía con ellos. Sola y responsable de tantas cosas en un mundo de hombres, en el que sería sometida a toda clase de abusos y vejaciones. Pero sin duda fueron esas inesperadas y en principio terribles obligaciones las que la convirtieron en una mujer decidida y valiente más allá de todo lo que ella misma hubiera podido imaginar. En su Libro de la mudanza de Fortuna, escrito catorce años después, explicará cómo la desdicha la transformó en un ser nuevo al que ella considera, por su sorprendente coraje, varonil: «Me descubrí un corazón fuerte y osado, / lo cual me asombró, mas sentí / que me había convertido en un verdadero hombre»[40].
Para empezar, Pisan tuvo que enfrentarse a su total ignorancia de los asuntos económicos de su marido; como era habitual, éste la había mantenido alejada de esos temas, de los que una esposa no necesitaba —y no debía— ocuparse. Pronto empezaron a aparecer los acreedores, que cayeron sobre ella como lobos para intentar recuperar deudas en buena medida falsas o, cuando menos, amplificadas. «Como suele ocurrirles a las viudas, audiencias y juicios me rodearon por todas partes», explicará más tarde, al recordar aquellos difíciles momentos. Las propiedades de su marido fueron embargadas mientras todo se solucionaba. Y la modesta suma de dinero en efectivo que había heredado le fue robada por un mercader a quien se la entregó, según una costumbre de la época, para que hiciese con ella negocios.
A su vez, tuvo que iniciar un largo juicio de trece años contra la administración de la corte para poder cobrar los muchos atrasos que se le debían a su marido. Para hacer frente a los gastos ordinarios y a los generados por los diversos procesos a los que se vio sometida, comenzó a vender las propiedades heredadas de su padre, los bienes inmuebles primero y, más adelante, también sus joyas, los tapices que cubrían las paredes, los cuadros, los muebles, y hasta algunos hermosos manuscritos hebraicos que Carlos V había regalado a su querido astrólogo y físico. Agobiada, enferma y reducida prácticamente a la pobreza, Pisan tuvo además que soportar ese tipo de rumores insidiosos, tan habituales en torno a una joven viuda, sobre sus imaginarios amoríos con diversos hombres.
Lo que la salvó del hundimiento definitivo, tanto anímico como económico, fueron la literatura y el ansia de conocimiento. Se acostumbró a pasar su tiempo libre y solitario en la Biblioteca Real, cuyo responsable había sido buen amigo de su padre, o en lo que ella misma llama a menudo con cariño su «pequeño estudio», un espacio personal y rico de significados, que recuerda a la «habitación propia» que siglos después Virginia Woolf considerará imprescindible para la actividad intelectual de las mujeres. Y entonces pudo entregarse con pasión al aprendizaje tan deseado desde pequeña: «Así como un hombre que ha pasado por peligrosos caminos se vuelve hacia atrás, contemplando sus pasos […], así, considerando el mundo como un lugar lleno de peligrosos pantanos y pensando que el único bien que existe es la vía de la verdad, me volví hacia el camino al que mi propia naturaleza me inclina, es decir, el amor al estudio»[41]. Se dedicó a leer todo lo que caía en sus manos, desde los versos de los clásicos hasta los tratados filosóficos contemporáneos, y a escribir mucho. En los primeros tiempos, poesía, algo que había hecho desde su adolescencia pero que ahora empezó a tomarse cada vez más en serio. Al advertir el interés con que sus versos eran acogidos, en 1399 se decidió al fin a reunir en un primer libro sus Cien baladas, casi todas de tema amoroso, dedicadas muchas de ellas al recuerdo del amado ausente o, por el contrario, a cantar la alegría sensual del deseo y de los encuentros entre enamorados.
Como poeta, Cristina de Pisan seguía una larga tradición en la que la había precedido un buen número de mujeres. La primera, por supuesto, Safo, la madre de todas las poetas, la que cantaba en versos luminosos el deseo por otros cuerpos femeninos: «Y el amor me sacudió / las entrañas, cual viento que en el monte agita encinas». Pero también, desde la antigua Grecia, la acompañaban los nombres de Myrtis, Corinna, Praxila, Anyte o Erinna. Mucho más cercanas en el tiempo y el espacio, la escritora parisina podía sentirse hermana de las trovadoras, las trobairitz de la lengua de oc, aquellas damas que en los siglos XI y XII convirtieron los castillos provenzales en verdaderas cours d’amour, cortes entregadas por igual al juego caballeresco de la guerra o los torneos que al juego refinado del amor cortés y sus expresiones poéticas.
Pero en la poesía provenzal, las damas no jugaron solamente el papel pasivo de señoras de sus «dulces amigos» e inspiradoras de sus versos, sino que muchas de ellas ejercieron con talento y éxito la labor de trovar. La historiografía tradicional ha desdeñado a esas poetas, manteniéndolas ausentes de las recopilaciones, como si nunca hubieran existido. Sin embargo, su presencia se ha ido imponiendo poco a poco en los últimos años. Hoy por hoy, se conocen los nombres y las obras de una veintena de ellas, altas damas occitanas, esposas o hijas de señores, compañeras de los trovadores en los juegos poéticos en torno al deseo amoroso. En términos generales, su poesía tiene un fuerte contenido erótico y sensual —una constante de la poesía femenina de todos los tiempos— y una sencillez propia del llamado trobar leu o llano, que otorga a sus obras una modernidad superior a la de muchos de sus compañeros, seguidores de otras fórmulas más sofisticadas y conceptuales. Éstos son algunos ardientes versos de Béatrice de Die, trobairitz de la segunda mitad del siglo X: «¡Cuánto deseo tener a mi caballero / una noche en mis brazos desnudos, / pues su alma se elevaría hasta las nubes / con sólo servirle de almohada! / Él me da más felicidad / de la que Blancaflor habrá recibido de Floris. / Suyos son mi amor y mi corazón, / mis pensamientos, mis miradas, mi vida… / Buen amigo, tan digno de amor, tan afable, / ¿cuándo os tendré en mi poder? / Si alguna noche puedo acostarme a vuestro lado / y daros amorosos besos, / imaginad qué embriaguez sentiré / al teneros así como marido, / con tal de que vos juréis / someteros a mí por entero»[42]. Desde luego, podemos afirmar que Béatrice de Die no disimulaba en absoluto ni su deseo erótico ni su ansia de dominio sobre el amante, tan alejada de la idea mil veces repetida de la mujer sometida y pasiva.
A pesar de la importancia de las trobairitz, la poeta francesa anterior a Cristina de Pisan más reconocida por la posteridad fue Marie de France, que no formó parte del mundo trovadoresco. Aunque vivió en pleno siglo XII, en el momento de auge del amor cortés, ella había nacido en el norte de Francia, lejos de Occitania, probablemente en Bretaña, y debió de pasar buena parte de su vida en la corte de Enrique III de Inglaterra, para quien escribía en francés.
Se han conservado tres obras suyas: el Yposet, una colección de fábulas, inspiradas en parte en Esopo, y que a su vez sirvieron de inspiración a La Fontaine (algunos críticos consideran que realmente el célebre escritor plagió sin vergüenza a Marie de France); Le purgatoire de Saint Patrice (El purgatorio de San Patricio), obra de encargo en la que se cuenta la historia de ese santo irlandés, y sus famosos Douze lais bretons (Doce lais bretones), poemas en versos octosílabos de origen celta que se interpretaban acompañados de música, llenos de maravillosas historias de amor y de magia: «Ocurría con ellos dos lo mismo / que con la madreselva / que al avellano se agarra, / y cuando lo ha abrazado y tomado / y crecido alrededor de su tronco, / ya sólo juntos pueden permanecer. / Quien quiere desunirlos / hace morir al avellano / y a la madreselva con él. / Mi bella amiga, así nos ocurre a nosotros: / Ni vos sin mí, ni mí sin vos»[43]. Las historias recogidas en los lais tienen una estrecha relación con los cuentos de hadas, cuyas primeras recopilaciones harían en el siglo XVII francés precisamente algunas mujeres como Marie-Catherine d’Aulnoy o Marie-Jeanne Lhéritier de Villandon, aunque la fama inmortal en este género se la hayan llevado su contemporáneo Charles Perrault y otros autores masculinos[44].
A las Cien baladas, la primera obra dada a la luz por Cristina de Pisan, le seguirán a lo largo de los años más de una treintena, que ella hacía editar en preciosos libros copiados a mano en alguno de los muchos talleres que por aquel entonces existían en París, ilustrados con delicadas miniaturas por su amiga y colaboradora Anastasie, y encuadernados en ricas telas, metales preciosos y bien curtidas pieles. Esos volúmenes lujosos iban a parar a manos de los más altos personajes de la corte, incluida la propia reina Isabeau, quienes le pagaban por ellos fuertes sumas de dinero o bien exquisitos y caros regalos. Así logró Pisan sacar adelante a su familia y convertirse, seguramente sin pretenderlo y movida por la necesidad, en lo que muchos consideran la primera escritora «profesional» de la historia, la primera al menos, de entre los nombres que conocemos, que pudo ganarse la vida con sus escritos.
Su obra no sólo alcanzó el éxito en París, sino que también tuvo una gran resonancia en la corte inglesa, que a finales del siglo XIV parecía vivir un momento de dulces relaciones con Francia, una breve tregua en medio de aquella fuerte hostilidad secular —la guerra de los Cien Años (1337-1453)—, que pronto se vería rota por un nuevo conflicto. Pero en el espejismo de la paz, cuando Ricardo II de Inglaterra enviudó en 1395, los intereses diplomáticos hicieron recaer la elección de su nueva esposa en la princesa Isabel, hija de Carlos VI de Francia, que por aquel entonces tenía cinco años. Como tantas veces a lo largo de la historia, la pobre niña de sangre real no era más que un peón político cuyo bienestar no preocupaba a nadie, de tal manera que, a pesar de su corta edad, la boda se celebró de inmediato y la pequeña reina partió a vivir a Londres, a las neblinosas tierras de su marido. El interés que despertaba la poesía de Cristina de Pisan entre los ingleses hizo que, durante la estancia en París del séquito que debía llevarse al otro lado del mar a la nueva soberana, el conde de Salisbury se ofreciera a ella como protector y se hiciera cargo de la educación de su hijo mayor, Jean Castel, que tenía por aquel entonces doce o trece años. Ésta era una gran oportunidad para el muchacho, que, como tantos jóvenes de familias ilustradas, podría así prepararse para ejercer en el futuro cargos cortesanos, igual que había hecho su propio padre.
La aventura inglesa de la princesa Isabel y de Jean Castel estuvo sin embargo a punto de acabar en tragedia, en medio de las conmociones que asolaron el país en 1399: ese año, Ricardo II fue obligado a abdicar tras una rebelión encabezada por Enrique de Lancaster, que se hizo coronar como Enrique IV. Ricardo murió unos meses después de hambre y de frío en la fortaleza de Pontrefact, donde había sido encerrado. El nuevo rey se negó en principio a devolver a la niña viuda, aunque las presiones de Francia hicieron que finalmente fuera enviada de nuevo a su país en 1401. Entretanto, Pisan pasó un tiempo de profunda angustia: su segundo hijo varón murió en aquellos años, su hija profesó en el convento de San Luis de Poissy y del mayor, Jean, dejaron de llegar noticias en cuanto comenzó la sublevación en Inglaterra. Al cabo de muchos meses de inquietante silencio, la poeta recibió en su propia casa la visita de dos mensajeros personales del nuevo rey; ellos le hicieron saber que Jean estaba con él en Londres y que el monarca reclamaba allí la presencia de su madre, de cuya obra era gran admirador: como a tantos príncipes y señores de la época, a Enrique IV le gustaba rodearse de gentes cultas y brillantes que dieran esplendor a su corte, y no reparaba en los medios para conseguirlo. Cristina supo sin embargo jugar el falso juego de la diplomacia y mostró su firme voluntad de no trasladarse a Inglaterra hasta que su hijo hubiera regresado antes a su lado y ella pudiera estar segura de que se encontraba bien. Jean fue devuelto a su madre, pero ésta jamás inició su prometido viaje a Londres. Con el tiempo, y tras muchas peticiones de ayuda y protección a diversos personajes de la corte por parte de Pisan, su hijo llegaría a obtener el mismo puesto que había tenido el padre fallecido, el de notario y secretario del rey.
Entretanto, la obra de Cristina de Pisan iba evolucionando de manera sorprendente: poco a poco fue abandonando la poesía amorosa para arriesgarse en un camino realmente singular para una mujer, el de historiadora y tratadista política y moral. Pero lo que más asombro y desprecio —¿o acaso era temor?— ocasionó en muchos de sus contemporáneos fue su intensa actividad como polemista. Sin ser consciente de ello, la escritora inició lo que con el tiempo se llamaría «la querelle des dames», «la querella de las damas», un intenso debate sobre las cualidades intelectuales y morales de las mujeres que, a lo largo de tres siglos, implicó a numerosos ensayistas de ambos sexos en diversos países europeos.
A pesar de la sorpresa y el furor que causó a muchos hombres de su tiempo, lo cierto es que su evolución como escritora fue absolutamente lógica en una mujer tan inteligente y preparada como ella. Ya durante sus años de lucha jurídica contra aquella sociedad misógina que se burlaba y abusaba de una viuda obligada a salir adelante sin la protección y la custodia de un hombre, el tono de los poemas de Pisan había ido cambiando. De la exaltación del amor o el duelo por el amado de sus primeras obras, había ido pasando a una poesía en la que se lamentaba de la pérdida de los valores caballerescos, con su respeto hacia las mujeres, y en la que constataba el nacimiento de una nueva sociedad basada en el dominio de la fuerza física y la violencia, donde los seres más débiles —y las mujeres por supuesto entre ellos— se veían sometidos a toda clase de vejaciones y malos tratos. En 1399, su extenso poema Épître au dieu Amour (Epístola al dios Amor) había sorprendido por la novedad de su tema: «Así se quejan las mencionadas Damas / de los robos, vituperios, difamaciones, / traiciones, graves ultrajes, / falsedades y otros muchos daños / que a diario reciben de tantos desleales/que las censuran, difaman y engañan»[45].
La «querella» propiamente dicha comenzó en 1401, cuando un importante personaje, Jean de Montreuil, preboste de la ciudad de Lille, le hizo llegar a Cristina de Pisan un tratado que acababa de escribir sobre Le Roman de la Rose (El libro de la rosa). Aunque había sido escrito en el siglo XIII Le Roman de la Rose se había puesto muy de moda entre los intelectuales franceses en los últimos años del XIV. Es un largo poema en torno a la búsqueda del amor; la primera parte había sido compuesta por Guillaume de Lorris en el tono alegórico propio de la poesía cortés; la segunda, sin embargo, obra de Jean de Meung, un respetadísimo profesor de la Universidad de París, establecía mediante abstracciones pseudofilosóficas una extensa teoría misógina, en la que las mujeres eran consideradas, como tantas otras veces, seres astutos y traidores, y el amor, lejos de los delicados conceptos de la primera mitad del libro, se convertía en la pura satisfacción de los deseos, al servicio de las necesidades del macho. La obra abunda en frases como ésta:
«Bien insensato es el que toma mujer en matrimonio, pues la vida en tal estado es difícil y penosa a causa de las disputas y las peleas, que son resultado de la necedad y del orgullo de las mujeres, a causa de los obstáculos que ellas crean todo el tiempo, y los reproches, las reclamaciones y las quejas que hacen con cualquier motivo. […] Quien casa con mujer pobre, debe ocuparse de alimentarla, vestirla y calzarla; y si cree mejorar de estado tomando mujer rica, apenas logra soportarla, tan orgullosa y arrogante resulta ser. Si es hermosa, todos la persiguen, todos se apresuran a servirla […], y al final la consiguen, de tanto como se esfuerzan, pues una torre sitiada por todas partes raramente evita ser tomada. Si es fea, quiere gustar a todos, ¿y cómo sería posible mantener guardada a una criatura a la que todos acosan o que quiere que todos la miren?»[46].
Harta de tantos desprecios, indignada por tanto tono de superioridad procedente de los hombres, Pisan tomó la pluma para responder al preboste de Lille y mostrar su alto grado de consciencia y orgullo respecto a su ser femenino: «¡no se me impute como locura, arrogancia o presunción el hecho de atreverme yo, una mujer, a responder y contradecir a un autor tan sutil, cuando él, un hombre solo, se ha atrevido a difamar y a reprobar sin excepción a todo un sexo!». El preboste no se dignó responderle directamente, aunque la denunció en público por atreverse, a pesar de ser mujer, a «ofrecer sus escritos a los lectores»; en aquel discurso, llegó incluso a compararla con «la cortesana griega Leoncia, quien, tal y como nos cuenta Cicerón, osó escribir contra el gran filósofo Teofrasto». Quien sí se dirigió a ella fue un destacado miembro de la Cancillería Real, que en una carta de tono admonitoriamente paternalista, la conminó a arrepentirse «del error manifiesto, locura o demencia que te ha atacado […] Sintiendo hacia ti compasión por caridad, te ruego, aconsejo y requiero para que corrijas tus palabras y enmiendes tu error hacia el excelente e irreprensible doctor en la santa divina Escritura, noble filósofo y sabio profundo, al que osas tan horriblemente corregir y reprehender». Una pobre mujer alzando su voz y su opinión contra los doctos hombres herederos de tantas generaciones de sabios era, desde luego, algo excesivo para muchos de ellos. Pero Pisan había soportado ya demasiado por causa de los hombres poderosos y supuestamente sabios como para dejarse intimidar por ellos. De nuevo escribió, contestándole esta vez al canciller en tono atrevidamente irónico: «Oh, sabio sutil en el entendimiento filosófico, elegante en la ciencia, rápido en la bonita retórica y la sutil poética […] me has escrito cartas llenas de injurias, reprochándome mi sexo femenino (al que consideras apasionado por naturaleza, movido por la locura y la presunción)». Le recordó «la noble memoria y continua experiencia de muy grandes multitudes de mujeres valiosas» y le hizo ver que «una pequeña punta de un cortaplumas o de un cuchillo puede agujerear un gran saco lleno e hinchado de cosas pesadas»[47].
Desde luego, poco tenía que ver esa mujer valiente y segura de sí misma con la viuda ignorante y amedrentada de doce años atrás: el dolor, los problemas, la responsabilidad, el estudio, todo había con tribuido a convertir a Cristina de Pisan en un ser humano capaz de demostrar una gran madurez.
Para sorpresa e indignación de muchos, la escritora no se encontraba sola en su defensa de las mujeres: a pesar de la misoginia habitual de la universidad parisina —de la que procedían todos los hombres con los que la escritora mantenía su debate—, el canciller de la propia institución, Jean Gerson, la apoyó públicamente o, más bien, atacó públicamente al segundo autor de Le Roman de la Rose en un sermón en el que cuestionaba el contenido de su moral y la de sus seguidores, que él consideraba poco cristiana. También algunos altos personajes de la corte se pusieron de su lado, y, haciendo gala en un último canto del cisne de aquel espíritu caballeresco que iba cayendo poco a poco en el olvido, crearon la Orden de la Rosa, cuyos miembros masculinos se comprometían a defender el honor de las damas, representadas por su guardiana Cristina de Pisan. La querella o debate se mantuvo viva al menos durante tres años más antes de renacer una y otra vez en los siglos venideros, sucediéndose las cartas de los defensores y los atacantes de las mujeres, y siempre entre ellos la voz de Pisan, que cada vez se dejaba oír con más seguridad, con más rigor y confianza en sí misma y en sus congéneres.
Gracias a su talento como polemista, su fama y su prestigio se acrecentaron tanto a los ojos de muchos que, en 1404, el duque de Borgoña le hizo un encargo excepcional: le pidió que escribiera una relación del reinado de su hermano, el tan añorado Carlos V el Prudente. Un trabajo como ése, que habría de servir de recordatorio y testimonio de la vida del difunto monarca para la posteridad, conllevaba lógicamente una gran responsabilidad. Hasta entonces, las crónicas de la historia de la familia real francesa habían corrido siempre a cargo de los monjes de la abadía de Saint-Denis o de algunos grandes personajes muy cercanos al trono. Era la primera vez que se le pedía una obra semejante a una persona ligada a la corte por lazos secundarios y que, además, era mujer. La petición pone pues de relieve la importancia que Pisan había adquirido y lo mucho que algunos confiaban en sus conocimientos y sus dotes como escritora y pensadora. Le Livre des faits et bonnes mœurs de Charles V (Libro de los hechos y buenas costumbres de Carlos V) es, en efecto, más que un simple relato sobre el reinado del Prudente: es un verdadero tratado político en el que la autora muestra sus bien reflexionadas ideas sobre el cometido del príncipe y las bases del buen gobierno. Anticipándose al papel que tantos humanistas desarrollarán décadas más tarde, Cristina elabora en su obra nuevos conceptos sobre el ejercicio del poder. Para ella, el derecho del monarca sobre sus súbditos emana de Dios, y significa no tanto un privilegio como una tremenda responsabilidad moral; se muestra enemiga de la tiranía y considera que el príncipe debe regirse según las leyes del derecho natural, cuya lógica consecuencia es el bien común, el único objetivo que debe mover todas las decisiones de los gobernantes.
Las ideas de Cristina de Pisan no servirían de mucho en una Francia que pronto se vería sacudida por terribles convulsiones. Mientras ella terminaba su libro, fallecía el duque de Borgoña, dejando al país sumido en una profunda crisis, pues él había sido el único capaz de mantener el orden mientras la razón de su sobrino Carlos VI se desmoronaba poco a poco. Hacía ya doce años que el joven rey había sufrido su primer ataque de locura, arremetiendo inesperadamente con su espada contra los miembros de su escolta, cuatro de los cuales murieron antes de que el enfermo pudiera ser detenido[48]. En el momento de la muerte del duque de Borgoña, en 1404, era ya evidente la incapacidad casi total del rey, así como la desidia moral o la desenfrenada ambición del resto de los miembros varones de la familia. Su propio hijo y heredero Juan, que llegaría a ser conocido como Juan Sin Miedo, era un hombre tenebroso y violento, dispuesto a enfrentarse con quien hiciera falta por alcanzar el poder y a llevarse por delante a todos los que consideraba sus enemigos. Las hostilidades de los príncipes llevaron pronto al inicio de una guerra civil larvada entre los partidarios del nuevo duque de Borgoña y los del de Orleans —o borgoñones y armañacs—, guerra que estallaría abiertamente a partir de 1410.
En aquella difícil situación, Pisan se posicionó de inmediato a favor de Orleans y, sobre todo, a favor de la paz, e inició una nueva campaña de inútiles epístolas que dirigió a la reina y a los grandes personajes del reino, solicitando su intervención para calmar los ánimos y restablecer la convivencia y el respeto. A lo largo de los siguientes años, dio además a la luz diversos tratados en los que una y otra vez insistía en la necesidad de la paz y el buen gobierno, lamentándose de que, frente a las antiguas batallas entre caballeros, que sólo los enfrentaban a ellos en buena lid —concepción sin duda idealizada pero también sincera por su parte—, los nuevos tiempos estuviesen alumbrando una forma de guerra en la que se atacaba impunemente a la población civil, y en la que se sucedían los saqueos y la violencia gratuita, basada en el ansia de venganza personal.
Pero ni siquiera en aquellos momentos tan difíciles para Francia abandonó Cristina de Pisan su vieja lucha a favor de las mujeres. Fruto de sus profundas reflexiones al respecto y de sus intensos estudios, en 1405 escribió su obra más famosa, Le Livre de la Cité des Dames (Libro de la Ciudad de las Damas), un tratado alegórico en el que la autora reivindicaba el valor moral, intelectual, político y hasta guerrero de las mujeres a lo largo de la historia. La obra comienza con una Cristina atormentada, tras muchas lecturas, por su condición de mujer: «Filósofos, poetas y moralistas —y su lista sería muy larga—, todos parecen hablar con una misma voz para llegar a la conclusión de que la mujer es profundamente mala e inclinada al vicio […]. Casi me era imposible dar con un texto moral, fuera quien fuese el autor, en el que no me encontrase algún capítulo o párrafo donde no se censurase a las mujeres […].Decidí al fin que Dios había hecho algo bien abyecto al crear a la mujer».
Es entonces cuando la pensadora, avergonzada de su propio sexo, recibe la visita de tres figuras alegóricas, Razón, Rectitud y Justicia, quienes le explican los motivos del desprecio masculino hacia las mujeres: «Muchos hombres han censurado a las mujeres por diversas razones: unos a causa de sus propios vicios, otros a causa de la imperfección de sus propios cuerpos, otros por pura envidia, otros incluso porque les gusta murmurar. Algunos, para demostrar que han leído mucho, se basan en lo que han encontrado en los libros y sólo citan a otros autores, repitiendo lo que ya ha sido dicho». No, las grandes señoras alegóricas de Cristina de Pisan no parecen sentir mucha piedad hacia los hombres, igual que ellos no la demuestran en sus palabras hacia las mujeres: «Te aseguro que todo hombre que disfrute hablando mal de las mujeres tiene un alma abyecta, pues actúa contra Razón y contra Naturaleza: contra Razón, porque es ingrato e ignora los beneficios que las mujeres otorgan, beneficios tan importantes y tan numerosos, que nadie sería capaz de devolvérselos, y cuya necesidad es permanente; contra Naturaleza, porque no existe animal ni pájaro que no busque de manera natural su otra mitad, es decir, la hembra; si un hombre dotado de razón hace lo contrario, no deja de ser algo desnaturalizado». Razón, Rectitud y Justicia proponen entonces a Cristina crear una Ciudad de las Damas, un espacio utópico en el que puedan reunirse todas las mujeres que a lo largo de la historia han demostrado su valor, su talento, su castidad, su fuerza, su inteligencia, su generosidad, sus muchas virtudes en campos bien diversos. A partir de ese momento, en el libro se suceden innumerables narraciones sobre mujeres tomadas de la Biblia, de la literatura clásica o de la historia más reciente, a través de las cuales Cristina de Pisan construye un universo de autoestima y dignidad femeninas nunca visto hasta entonces. La conclusión es tan sencilla y lógica como demoledora para la tradicional misoginia de los supuestos sabios: «La excelencia o la inferioridad de los seres no residen en sus cuerpos según el sexo, sino en la perfección de sus conductas y virtudes»[49].
El Libro de la Ciudad de las Damas conoció gran éxito —y provocó grandes rechazos— hasta el siglo XVII, inspirando a muchas de las mujeres que participaron en la larga «querelle des dames», como la reina Margarita de Navarra o María de Zayas. Luego fue cayendo en el olvido, hasta que el interés del siglo XIX por la Edad Media lo recuperó del silencio. Pero las opiniones de algunos de los críticos e historiadores que se ocuparon de la obra y de su autora volvieron a ser entonces tan misóginas como aquéllas contra las que Cristina de Pisan había alzado su voz. En su prestigiosa Histoire de la Littérature Française, publicada en 1894, Gustave Lanson escribía lo siguiente: «[Cristina de Pisan fue] buena hija, buena esposa, buena madre, pero por lo demás una de las más auténticas marisabidillas (bas-bleus) de cuantas han existido en nuestra literatura, la primera de esa insoportable saga de mujeres autoras a las que ninguna obra cuesta el menor esfuerzo y que, durante toda la vida que Dios les concede, sólo se preocupan por multiplicar las pruebas de su infatigable facilidad, igual a su universal mediocridad»[50].
Sólo la crítica feminista desarrollada en los últimos años ha permitido redescubrir la obra de Cristina de Pisan y otorgarle el lugar que realmente ocupa en la historia de la literatura y en la del pensamiento femenino.
Entretanto, la situación en Francia era cada vez más trágica: a la guerra civil, que continuaba con mayor violencia, se unía en 1415 la invasión por parte de los ejércitos ingleses bajo el mando del nuevo rey, Enrique y, que aspiraba a hacerse coronar también en París y trataba de aprovecharse de la debilidad de aquel país trágicamente dividido. A partir de ese momento quedaba demostrado lo que Pisan llevaba desde hacía años proclamando y lamentando en sus libros. Los nobles tiempos de la caballería habían terminado. Las pesadas armaduras de los caballeros franceses los volvían impotentes frente a los ligeros arqueros ingleses y las masacres gratuitas se sucedían: tras la batalla de Azincourt, los ingleses ejecutaron a todos los prisioneros, salvo aquellos a cambio de los cuales podrían lograr un elevado rescate. Había comenzado la era de las guerras de exterminio, que asolarían Europa de norte a sur y de este a oeste durante interminables siglos de sangre y dolor.
Mientras Carlos VI el Demente era ya poco más que una sombra, Juan Sin Miedo, imparable en su ambición, pactaba con el monarca inglés y, mediante traiciones, lograba hacerse con el poder en París. El borgoñón fue finalmente asesinado en 1419, pero su hijo Felipe prosiguió la guerra contra sus parientes y reconoció a Enrique V de Inglaterra como sucesor al trono de Francia. El año 1422 marcó un momento decisivo en medio de aquel largo conflicto: los dos monarcas, el de Francia y el de Inglaterra, fallecieron casi a la vez. Los borgoñones se apresuraron entonces a proclamar rey en París al hijo del invasor, Enrique VI. Por su parte, los armañacs coronaban en Berry a Carlos VII, heredero del rey loco. Y la guerra proseguía con su interminable secuela de horrores.
Cristina sintió entonces que no podía más: había empleado tanta energía en aconsejar y suplicar la paz, que la prolongación de los enfrentamientos se convirtió para ella en un profundo fracaso personal. Envejecida, agotada, decepcionada de los seres humanos se refugió junto a su hija en el convento de Poissy. Allí al menos podía llevar una vida tranquila, rodeada de otras mujeres, entregada como siempre al estudio y también a la oración. De hecho, en once años, tan sólo escribió un libro de contenido religioso, Les Heures de contemplation sur la Passion de Notre Seigneur (Horas de contemplación de la Pasión de Nuestro Señor), lleno de piedad hacia el sufrimiento humano.
Pero, de pronto, ocurrió algo extraordinario: una mujer o, mejor dicho, una muchacha de extracción humilde logró hacer alzar la cabeza a los humillados franceses y, enarbolando la espada, se puso al frente de los curtidos ejércitos de Carlos VII. Toda una fuerza armada de hombres acostumbrados a las mayores barbaridades cayó rendida a los pies de la diminuta Juana de Arco, a la que sólo movía la extraordinaria fuerza de su fe. En 1429 Juana consiguió liberar de los ingleses la importante ciudad de Orleans. A partir de ese momento se sucedieron las victorias para Francia. Carlos VII podía ser al fin coronado, como mandaba la tradición, en Reims.
Cuando estas noticias llegaron al convento de Poissy, Pisan volvió a sentir por un momento la exaltación de los viejos tiempos: la paz estaba próxima y llegaría, además, de la mano de una joven virgen. La poeta decepcionada, cuya voz había sido acallada por el dolor, recuperó el deseo perdido de escribir y cantó, en casi quinientos versos exaltados, el valor extraordinario de Juana: «Una muchachita de dieciséis años, / (¿No es en verdad algo sobrenatural?) / A quien no le pesan las armas. / Y ante ella van huyendo / los enemigos, que ninguno se le resiste. / […] ¡Ah!, qué honor al femenino / sexo, al que Dios ama»[51].
No sabemos en qué fecha murió Cristina de Pisan. Pudo haber sido en 1430, a los sesenta y cinco o sesenta y seis años. Probablemente nunca llegó a saber que los enemigos de la mujer convertirían a Juana de Arco en una de sus víctimas favoritas: en ese mismo año fue hecha prisionera por los borgoñones, que la entregaron a los ingleses. Todos conocemos su final: en 1431 fue quemada en la hoguera en la ciudad de Ruán. Lo más triste es que su terrible muerte no fue justificada en nombre de la guerra, sino en nombre de la fe, pues Juana ardió por herética, por haberse atrevido a proclamar que la voz de Dios sonaba en su cabeza, llamándola a defender a su país contra el enemigo inglés. Lo más triste es también que quienes mejor contribuyeron durante el juicio a su sentencia condenatoria fueran los tenebrosos y misóginos sabios de la Universidad de París, vendidos al poder del duque de Borgoña y de Enrique VI. Y que, junto con sus visiones, la causa fundamental de las acusaciones se basara en sus ropas masculinas: «Rechazó y renunció a las vestiduras femeninas», se atrevió a ponerse «una camisa, pantalones, un jubón con medias amarradas con veinte lazos, leotardos, un vestido corto hasta las rodillas, una gorra, botas, espuelas largas, espada, daga, escudo, lanza y otras armas», y todo eso suponía «una violación al canon de la ley, resulta abominable a Dios y a los hombres y está prohibido por la Iglesia»[52]. Así quedó expuesto en el juicio. Mejor pues pensar que la valiente Cristina de Pisan murió ignorando que, decididamente, su voz de mujer había clamado en vano en el desierto.