CAPÍTULO I
Hildegarda de Bingen y las monjas sabias

Las mujeres deben permanecer calladas en las iglesias, pues no les corresponde a ellas hablar, sino vivir sometidas, como dice la Ley.

SAN PABLO

¡Oh, figura femenina, cuán gloriosa eres!

HILDEGARDA DE BINGEN

¿Quién es esa mujer que, desde dentro de la Iglesia y en pleno siglo X se atreve a lanzar semejante grito a favor de las mujeres —«¡Oh feminea forma, quam gloriosa es!»— frente al tradicional desprecio hacia lo femenino que imperaba en la cristiandad europea? De creerla a ella misma, se trata tan sólo de una «miserable mujer», a la que Dios ha elegido para revelar su Palabra. Pero si seguimos de cerca su vida y su obra, se nos muestra, sin embargo, como una persona culta, fuerte y rebelde, capaz de sobreponerse a todos los prejuicios de su tiempo y de llegar a convertirse, con la única energía de su voluntad y su talento, en consejera de papas y emperadores, fundadora de monasterios, autora de libros visionarios y tratados científicos, médica y compositora de espléndidas piezas musicales. Una mujer sin duda alguna extraordinaria, cuya sabiduría, valor y talento sobrepasan de lejos los límites impuestos por la costumbre a su condición femenina.

Hildegarda había nacido en 1098 en la aldea de Bemersheim, en el Palatinado, décima y última hija de una familia noble. El Palatinado, una región situada al oeste de la actual Alemania, formaba parte por aquel entonces del Sacro Imperio Romano Germánico, que había heredado los sueños unitarios de Carlomagno. El título imperial lo ostentaba en esos años Enrique IV, que a duras penas lograba mantener su poder sobre los numerosos señores feudales propietarios de gran parte del territorio y siempre reticentes a dejarse dominar. Pero la tensión política a la que vivía sometido el emperador tenía además otro de sus ejes en el papado, empeñado en extender y consolidar su dominio supuestamente espiritual sobre Europa a través de los nombramientos de los dignatarios eclesiásticos, privilegio empecinadamente disputado por los príncipes cristianos. Tres años antes del nacimiento de Hildegarda, en 1095, el papa Urbano II acababa de poner en marcha la Primera Cruzada para la reconquista de los Santos Lugares, que habían caído en manos musulmanas en el siglo VII. A decir verdad, semejante tarea no parecía en aquel momento un objetivo imprescindible de la cristiandad: a pesar de haber expulsado al Imperio bizantino de la región, los árabes se habían mostrado hasta entonces lo suficientemente tolerantes como para permitir el acceso pacífico de los peregrinos cristianos que lo desearan a las tierras bíblicas. Pero una nueva amenaza empezaba a cernirse sobre Occidente, la de los turcos selyúcidas que, convertidos a su vez al Islam, habían invadido a lo largo del siglo X Asia Menor, Armenia y Siria —zonas de intensa y antigua tradición cristiana—, y parecían dispuestos a continuar con firmeza su paseo militar ahora que habían logrado llegar a las puertas europeas del cada vez más menguado Imperio bizantino[1]. Para los jefes cruzados, aquella guerra santa era pues sobre todas las cosas una llamada de atención al impulso conquistador turco. Para el papa Urbano II, una manera de imponer su influencia, y por lo tanto, la de la Iglesia de Roma. Para los participantes, una posibilidad de ganar las indulgencias prometidas por el pontífice, pero también de buscar fortuna y de dar salida a un afán belicista que imperaba por todas partes: eran tiempos agitados y violentos, llenos de sueños de pretendidas heroicidades, de tremendas exaltaciones de la fe y de una imparable energía de expansión en todos los sentidos. El llamamiento de Urbano II obtuvo un éxito más allá de todo lo previsible: además de los ejércitos regulares —mandados fundamentalmente por nobles franceses—, verdaderas muchedumbres de desheredados y fanáticos, mal armados y peor aprovisionados, se lanzaron hacia Oriente, cometiendo toda clase de excesos a su paso y pereciendo también a miles tanto durante el largo camino como al llegar a Asia Menor, donde fueron arrasados por los turcos. Estos sucesos se repetirían más veces a lo largo de las cruzadas, que duraron hasta finales del siglo XIII. Quizá de todas las historias de harapientos que trataron de participar en la conquista de los Santos Lugares la más triste sea la llamada «cruzada de los niños», que en 1210 movilizó en Francia y Alemania a miles de críos, agitados por algunos visionarios. Los que lograron sobrevivir al durísimo viaje fueron finalmente vendidos como esclavos en Egipto por mercaderes marselleses.

El año en que nació Hildegarda, 1098, los cruzados regulares lograban conquistar Antioquía, y unos meses después Jerusalén, donde Balduino de Bouillon se proclamaría rey en 1100. En Germania, la niña crecía mientras tanto, siempre enfermiza y débil, entre las paredes del pequeño castillo de su familia. Era aún muy pequeña cuando tuvo su primera visión: «En mi tercer año de edad —escribiría mucho más tarde—, vi tal luz que mi alma se sintió estremecida, pero debido a mi corta edad, no pude decir nada». Quizá fueran consecuencia de sus constantes enfermedades, de la debilidad causada por la mala alimentación, del consumo de abundantes hierbas curativas y también en algunos casos alucinógenas, o simplemente de su fantasía, alimentada por un entorno propicio y rico en creencias mágico-religiosas, pero lo cierto es que las visiones acompañaron a Hildegarda durante toda su vida y, cuando años más tarde se decidió a contarlas por escrito, le dieron de inmediato fama de santidad. Para entonces era ya abadesa del monasterio de Disibodenberg, al que había sido enviada a los ocho años.

En la Edad Media —y durante muchos siglos después, al menos hasta el XIX—, las dos únicas opciones posibles para las mujeres de alta cuna eran el matrimonio o la vida religiosa. No resultaba ni siquiera imaginable que una dama permaneciera soltera por voluntad propia si no entregaba su vida, y por lo tanto su virginidad, a Dios. Habitualmente, y con muy pocas excepciones, la elección ni siquiera era personal: los progenitores se ocupaban de decidir el futuro de sus hijas, casi siempre desde que eran muy pequeñas. En particular el pater familias, quien, según las leyes, tenía toda la autoridad y toda la responsabilidad sobre su descendencia. Los hijos varones obtenían sus propios derechos a medida que alcanzaban la mayoría de edad. Las mujeres, en cambio, permanecían de por vida bajo el dominio jurídico y económico de un hombre: padre, hermano, marido o cualquier otro familiar o tutor legal en caso de orfandad o viudedad. Por supuesto, las legislaciones incluían numerosas variantes según las zonas geográficas, las épocas y hasta las clases sociales, pero en términos generales, se puede decir que las mujeres europeas fueron consideradas jurídicamente perpetuas menores de edad hasta bien entrado el siglo XX. La idea venía evidentemente de lejos, perdiéndose en el lento curso del tiempo y en las culturas que se fueron sucediendo a lo largo de la historia. Filósofos, teólogos, moralistas y juristas dieron voz durante miles de años al concepto de la mujer como un ser débil, irracional e influenciable por naturaleza, al que era preciso someter a la eterna custodia masculina. Por ceñirnos exclusivamente a la civilización cristiana, encontramos esa idea repetida una y otra vez en infinidad de comentaristas; la mayor parte de ellos se inspiraron originalmente en san Pablo, cuya misoginia ha resultado proverbial a lo largo de la historia, aunque no pueda acusársele de ser el único —ni siquiera el primero— en sostener conceptos que estaban en la mente de la mayoría. El mito de la creación tal y como es narrado en el Génesis —la mujer formada por Dios a partir de la costilla del hombre— sirvió de sustento teológico a la creencia en su innata inferioridad. «El varón no debe cubrirse la cabeza —dice el apóstol en una de sus cartas a los Corintios—, porque él es imagen y gloria de Dios; mas la mujer es gloria del varón, pues no procede el varón de la mujer, sino la mujer del varón; ni fue creado el varón para la mujer, sino la mujer para el varón[2]». Los Padres de la Iglesia se convirtieron en convencidos exégetas de este concepto. San Agustín, entre los siglos IV y V, lo completó de esta manera: «Por el bien del orden, es necesario en la familia humana que sean los más sabios quienes gobiernen. Y por esta clase de sujeción está la mujer de modo natural sometida al hombre, porque en el hombre predominan el discernimiento y la razón»[3].

Para las mujeres de la nobleza, el matrimonio era mucho más que una forma de vida personal. Desde su llegada al mundo —siempre y cuando lograran sobrevivir a las numerosas enfermedades y accidentes que amenazaban a la infancia en aquellos siglos—, se convertían en piezas clave en las estrategias de relaciones sociales y económicas de sus familias. Al menos, de las que podían permitírselo. Porque casar a una hija era un asunto que ponía en juego no sólo el honor de la familia, sino también su economía: un ajuar lujoso y, sobre todo, una dote importante, eran imprescindibles —incluso a su propio nivel entre las clases bajas— para encontrar un marido adecuado. En realidad, la dote era una garantía para la futura esposa, al menos teóricamente, pues ese dinero le pertenecía a ella y no al marido, al igual que ocurría con los bienes procedentes de las posibles herencias de sus familiares. De hecho, en caso de anulación del matrimonio o de viudedad, la dote revertía a la esposa, quien podía además disponer libremente de ella en su testamento; y si la mujer fallecía antes que el marido, la cantidad debía ser devuelta a su familia. Sin embargo, la mayor parte de las legislaciones no permitían a las mujeres administrar su propio patrimonio; de este modo, eran finalmente los hombres quienes tenían la posibilidad de mantener y acrecentar el capital de sus esposas o, por el contrario, dilapidarlo y dejarlas sin bienes en caso de necesidad. Todo dependía pues del carácter, las intenciones o el buen o mal hacer del marido. En los últimos siglos de la Edad Media y a lo largo del Renacimiento, la costumbre de la dote llegó a alcanzar cifras tan desmesuradas que en algunos lugares, como Florencia, surgieron los llamados monti delle doti, algo así como «fondos de dotes», depósitos con interés en los que los padres colocaban desde la infancia de sus hijas el dinero imprescindible para las futuras bodas.

Todas estas complicaciones hacían que, a menudo, las niñas más pequeñas de las familias nobles fuesen destinadas a la vida religiosa: aunque la mayor parte de las órdenes exigían también una dote —práctica que fue respaldada oficialmente en el Concilio de Letrán de 1212, con el pretexto de evitar que muchas criaturas fuesen abandonadas sin más ni más por sus padres o hermanos en los conventos—, la cantidad que se pedía a las monjas solía ser mucho menor que la de las novias. Sin duda alguna, la fe también contribuía a esta costumbre: el miedo al castigo eterno y el ansia de salvación fue durante muchos siglos de convencida religiosidad uno de los estímulos que marcaban de manera profunda la vida de los creyentes.

La relación con una orden o un monasterio determinado, que se prolongaba a veces a lo largo de sucesivas generaciones, significaba para muchos una garantía de perdón divino a través de la oración incesante de sus familiares. En el caso de Hildegarda, tanto ella como su hermana Mechtilde fueron enclaustradas desde niñas. Justo es decir que dos de sus hermanos siguieron también la carrera eclesiástica; pero para ellos las expectativas eran sin duda diferentes, pues a través de la Iglesia, los hombres podían alcanzar poder y bienes económicos; es decir, podían hacer una verdadera carrera, ya que los altos cargos y todas las regalías y privilegios que los acompañaban estaban reservados para los hijos de la nobleza. Abades, priores, obispos, arzobispos, cardenales y papas procedían siempre de las más altas capas sociales y tenían la oportunidad de vivir, si tal era su deseo, ejerciendo firmemente su poder, llevando a cabo una intensa actividad pública y política y gozando de todos los lujos. La situación de las mujeres dentro de la Iglesia era, en cambio, de subordinación y de pobreza respecto a la de sus hermanos de religión: durante muchos siglos no existieron órdenes exclusivamente femeninas, de tal manera que los monasterios de monjas estaban siempre sometidos a la autoridad masculina.

Paradójicamente, las mujeres habían desarrollado un papel importante en la expansión inicial del cristianismo dentro del Imperio romano. Los mismos Evangelios reservan un lugar destacado a algunas figuras femeninas: la Virgen María, Marta o María Magdalena son personajes inseparables de la vida de Cristo. En los primeros siglos, los conceptos de igualdad, fraternidad y caridad que imperaban en la nueva religión hicieron que ésta prendiese con fuerza entre grupos de población sujetos a duras condiciones de vida: esclavos, gentes de extracción humilde, pero también muchas mujeres de relevancia social que encontraban en aquellas ideas la encarnación de su propia visión de la existencia, alejada del belicismo, la exaltación del dominio absoluto de unos individuos sobre otros y la relajación ética que imperaba en gran medida entre la alta sociedad romana. De hecho, según la tradición, la cristianización definitiva del Imperio romano a partir del siglo IV se debe a una mujer, santa Elena. Ella espoleó durante mucho tiempo a su hijo, el emperador Constantino el Grande, hasta que éste abrazó la fe de Cristo y cambió así el rumbo de la historia: no sólo concedió a los cristianos hasta entonces perseguidos el derecho a la libertad de culto, sino que les confirió toda una serie de privilegios gracias a los cuales la Iglesia comenzó su larga historia de poder espiritual y temporal. Sin embargo, el inicio de su oficialización supuso a la vez el final de la relevancia femenina en el seno de la institución. Desde entonces imperaron sin paliativos las ideas expuestas cuatro siglos atrás por san Pablo: «Las mujeres deben permanecer calladas en las iglesias, pues no les corresponde a ellas hablar, sino vivir sometidas, como dice la Ley»[4]. No sólo se les prohibió, pues, ser sacerdotisas y acceder a cualquier dignidad eclesiástica relevante, sino incluso predicar, utilizar su propia voz; este veto fue haciéndose más férreo a lo largo de los siglos, y sólo lograron superarlo un puñado de seres excepcionales por su valor, pero también a menudo por los apoyos con los que contaban. Para las mujeres que deseaban llevar una vida de entrega a la religión, quedaba reservado, exclusivamente, el claustro.

El monacato había nacido a finales del siglo III en los desiertos de Egipto, Palestina, Líbano y Siria. En el mundo occidental adquirió una gran relevancia tras la constitución de la Regla de San Benito, un abad italiano que vivió a caballo entre los siglos V y VI, y fundó la poderosa orden benedictina, cuya norma vital esencial era el famoso «ora et labora» («ora y trabaja»). La reforma de la regla llevada a cabo en el monasterio francés de Cluny a principios del siglo X sirvió para asentarla como la orden más importante durante los siguientes doscientos años. Hasta que, a finales del XI, Bernardo de Claraval volvió a reformarla y fundó la nueva orden del Císter, cuya austeridad y fervor espiritual no le impidieron convertirse en una institución de enorme importancia económica y política en los últimos siglos de la Edad Media.

A lo largo de este período, era habitual que los monasterios fuesen dúplices, es decir, que acogiesen a monjes y monjas. Ambos sexos vivían en edificios separados, pero dentro del mismo recinto. A cambio de la protección que las mujeres recibían por parte de sus hermanos en tiempos a menudo violentos, ellas y sus sirvientas se ocupaban de la alimentación, la limpieza, las tareas relacionadas con el hilado, tejido o bordado de ropas y elementos litúrgicos, y de ciertas actividades consideradas por aquel entonces femeninas, como la pesca o la elaboración de la cerveza y otras bebidas. Pero si este intercambio de servicios pudo haber sido en principio la idea que impulsó a la creación de los monasterios dúplices, éstos terminaron por convertirse en el marco idóneo para la tutela de las monjas por parte de sus compañeros. El papel de las mujeres en el desarrollo del culto fue restringiéndose cada vez más, hasta llegar a prohibírseles acercarse al altar o tocar los objetos litúrgicos, reservados para las manos de los hombres. También se les impidió algo que había sido habitual en los primeros tiempos de los monasterios dúplices, el cuidado de los pobres o enfermos del sexo masculino. Y, por supuesto, los abades lograron al fin tener bajo su control la administración de las dotes de las monjas —que revertían a su muerte al patrimonio del cenobio— y de los bienes específicos de las comunidades femeninas, bienes otorgados por los fundadores y donantes y que consistían tanto en tierras como en objetos preciados, tesoros artísticos y reliquias.

Incluso cuando a lo largo del siglo X los monasterios dúplices fueron desapareciendo y las monjas pasaron a vivir en sus propios recintos, separadas de sus hermanos, las sucesivas reformas papales habían ido dejando las cosas establecidas de tal manera que las comunidades femeninas apenas gozaban de libertad, sometidas siempre al control de los abades y priores de sus órdenes, los obispos de la diócesis correspondiente y los confesores que vigilaban a diario todos sus movimientos. Las reticencias y hasta la abierta rebeldía de muchas abadesas —como la propia Hildegarda— sólo sirvieron para que el cerco se estrechara cada vez más: en 1293, la bula Periculoso del papa Bonifacio VIII prohibía definitivamente a cualquier monja salir del convento bajo ningún pretexto sin el permiso de su obispo. La clausura, que había sido hasta entonces una norma bastante flexible, se volvía cada vez más estricta, hasta llegar a la imposición total en el siglo XVI con la Contrarreforma y el Concilio de Trento. Incluso una monja andariega y rebelde como santa Teresa la aceptaba como imprescindible: «[…] y que más me parece (que un convento sin clausura) es paso para caminar al infierno las que quisieran ser ruines que remedio para sus flaquezas». La mujer decente debía permanecer siempre al margen del mundo, encerrada entre los muros de su propia casa o del templo.

Cuando Hildegarda fue enviada por sus padres al monasterio de Disibodenberg, en 1106, la vida de las monjas era todavía mucho más abierta y activa que en los siglos posteriores. Disibodenberg, cerca del Rin, era un rico monasterio dúplice de la orden benedictina. Por supuesto, las niñas que ingresaban en él pertenecían a la nobleza. Durante siglos y siglos de la historia del cristianismo, sólo las vírgenes de alta alcurnia o de casa rica podían tomar los hábitos en la gran mayoría de las órdenes religiosas. A menudo formaban parte de las familias fundadoras y benefactoras de los conventos, que depositaban en ellos no sólo a las hijas destinadas al claustro, sino también a muchas viudas que, sin necesidad de hacer los votos si no lo deseaban, se recogían al perder al marido en medio de aquellas sociedades femeninas, no siempre tan castas, sobrias y humildes como las reglas pretendían.

Las leyendas sobre conventos llenos de banquetes, músicas profanas y trajes lujosos, sobre monjas infanticidas, novicias raptadas por sus amantes o religiosas que se fugaban para nunca más volver han llenado la tradición oral y la literatura, desde el Decamerón de Boccaccio hasta las Crónicas italianas de Stendhal. En buena medida, esas historias responden cuando menos a una parte de la realidad: muchas de aquellas niñas enclaustradas por sus padres sin contar para nada con su voluntad trataban en la medida de lo posible de disfrutar según su propio criterio, al menos en las comunidades en las que imperaba cierta relajación, o intentaban huir para siempre, como hizo Catalina de Erauso la monja Alférez, que en 1603, con tan sólo once años, se escapó del convento donostiarra de las dominicas; Catalina consiguió llegar a América haciéndose pasar por un muchacho y allí se alistó en el ejército, llevando una vida llena de aventuras, homicidios y amoríos con otras mujeres que ella misma contó en su Autobiografía, publicada después de haber sido descubierta y perdonada por su impostura. Menos se ha hablado en cambio de dos aspectos fundamentales de la vida religiosa femenina durante siglos: el espacio de relativa libertad e independencia que los conventos suponían para muchas mujeres frente a la obligada sumisión a un marido impuesto y a su deber como esposas de procrear incesantemente; y la posibilidad para una gran cantidad de ellas de desarrollar una vida intelectual y creativa intensa, que muy pocas podían permitirse fuera de los recintos de las órdenes religiosas.

Es bien sabido que, durante los primeros siglos de la Edad Media, la cultura letrada permaneció en gran medida encerrada dentro del ámbito monacal. En medio de un mundo en el que predominaba el analfabetismo de una manera abrumadora —incluso en la sociedad nobiliaria—, los monjes custodiaron la palabra escrita de los textos sagrados, preservaron el conocimiento de las lenguas clásicas (hebreo, griego y latín) y mantuvieron viva la tradición literaria mediante nuevas aportaciones al saber teológico en comentarios y exégesis, y, especialmente, mediante sus copias de libros. La cultura occidental, tal como la entendemos hoy en día, probablemente no existiría de no haber sido por aquellos religiosos que permanecían la mayor parte de sus vidas encerrados en las frías salas de los scriptoria, copiando sobre pergamino los Evangelios, los libros de los Padres de la Iglesia, los salmos y las oraciones del culto, o transcribiendo las palabras de los nuevos sabios y las composiciones musicales destinadas a la liturgia del monasterio. Algunos de ellos miniaban además sus códices con extraordinarias ilustraciones que configuran una de las más antiguas manifestaciones del arte cristiano occidental, llena de expresividad alegórica, de un sorprendente simbolismo que prefigura y acompaña los grandes logros de la escultura y la pintura románicas.

Tradicionalmente, se ha considerado que todas esas tareas de transmisión del conocimiento y de creación de un lenguaje artístico propio habían sido sólo masculinas. Las investigaciones más recientes han puesto sin embargo de relieve el papel de las mujeres en el ámbito intelectual y artístico de los monasterios. E incluso fuera de ellos, porque, en muchos lugares de Europa, durante la Alta Edad Media, mientras los hombres se dedicaban a guerrear y despreciaban todo lo que no tuviera que ver con las armas y la caza, las mujeres nobles aprendían al menos a leer, para poder así tener acceso a los libros de devoción. Las crónicas recogen ejemplos de rechazo masculino a la cultura, como sucedió cuando la hija del rey ostrogodo Teodorico trató de educar a su hijo y su pueblo se lo impidió, alegando que el conocimiento de las letras afeminaba a los hombres. De hecho, los Padres de la Iglesia y los moralistas y pedagogos de los siglos siguientes preconizaron casi siempre un cierto grado de enseñanza para las niñas —al menos las de la nobleza—, pues eso las convertiría en mejores compañeras para sus esposos y en mejores cristianas, capaces de ocupar su tiempo en la lectura de los textos sagrados o devocionales, en lugar de malgastarlo en el peligroso ocio. Los programas pedagógicos destinados a las mujeres se irían perfeccionando a lo largo de los siglos siguientes, aunque siempre estableciendo el límite a su enseñanza en aquello que era decoroso para ellas mismas, útil para sus maridos y, sobre todo, en lo que podía ayudarlas a encontrar la salvación a través de la más pura y controlada ortodoxia. Entretanto, en los siglos finales de la Edad Media ocurría un fenómeno cultural irreversible hasta hace unas décadas: a medida que desde el siglo XII avanzaba la cultura urbana, se desarrollaban las primeras universidades; con ellas, el saber salía del ámbito monacal y se extendía a sectores más amplios de la población, a la vez que muchas actividades se profesionalizaban y especializaban. Pero desde sus orígenes, las mujeres europeas quedaban excluidas del ámbito universitario, que les estuvo casi totalmente vedado hasta el siglo XX. De esa manera, se abría una brecha insalvable entre la cultura y la actividad masculina y la femenina, constreñida al espacio de lo doméstico. Sólo algunas mujeres excepcionales lograrían saltarse los estrictos límites impuestos a su capacidad de saber, de manera casi siempre autodidacta y a menudo dentro del mundo aislado de los conventos.

Sin embargo, todavía en tiempos de Hildegarda de Bingen no era tan raro que las monjas adquiriesen cierto renombre por sus conocimientos, talentos y capacidades intelectuales o artísticas. En una época en la que el concepto de creación individual no se había desarrollado aún con la misma fuerza que adquiriría a partir del Renacimiento, cuando muchos de los autores de textos escritos, composiciones musicales y obras de arte o arquitectura permanecían en el anonimato, se han conservado no obstante un número destacado de nombres de religiosas que fueron conocidas como escritoras, copistas, miniaturistas o mujeres doctas en diversas especialidades.

Algunas de ellas dejaron su recuerdo en los cenobios de la península Ibérica. Aquí el monacato alcanzó desde el comienzo un esplendor particular, que fue especialmente relevante durante el proceso de la Reconquista: toda vez que los monasterios contribuían a asentar el cristianismo en las regiones recuperadas a los musulmanes, las fundaciones de cenobios importantes se sucedieron incesantemente desde mediados del siglo IX. Aunque las investigaciones sobre el papel femenino en el monacato hispánico son aún muy incompletas, dos monjas al menos destacan por la importancia de sus creaciones. La más remota es Egeria, abadesa en el siglo IV de un monasterio situado en las tierras de Galicia. En el año 381, inició un peregrinaje a Tierra Santa, tal vez formando parte durante el trayecto hasta Constantinopla del séquito del emperador Teodosio I, a cuya familia podría haber pertenecido. Atreverse a emprender semejante viaje, larguísimo y lleno de inimaginables peligros y dificultades, demuestra su espíritu inquieto y su energía. Algo que ponen igualmente de relieve las vivaces cartas que, durante tres años, hasta 384, fue escribiendo en latín a sus hermanas del monasterio hispánico y que se han conservado parcialmente, reunidas en lo que constituye su Peregrinación o Itinerario. En las cartas, Egeria narra todas las cosas asombrosas que descubre a su paso, desde Constantinopla hasta Mesopotamia, describiendo con entusiasmo lugares, costumbres, personajes y leyendas maravillosas, y demostrando además su gran cultura. Así les cuenta a sus compañeras cómo transcurren los oficios de maitines en Jerusalén: «Ya que vuestro afecto desea saber cuál es el orden de los servicios día a día en los Santos Lugares, debo informaros, pues sé que os agradará saberlo. Cada día, antes del canto del gallo, se abren todas las puertas del Anastasis (templo) y todos los monjes y vírgenes, como aquí las llaman (a las monjas), acuden juntos, y no sólo ellos, sino también mucho pueblo lego, hombres y mujeres, que desean comenzar temprano sus vigilias. Y desde esa hora hasta el amanecer se recitan himnos y se cantan salmos con mucho gusto, y antífonas del mismo modo; y se reza después de cada uno de los himnos. Pues sacerdotes, diáconos y monjes se reparten los turnos en grupos de dos o tres para rezar a diario después de cada himno o antífona. Pero cuando amanece, empiezan a recitar los himnos de maitines. Entonces llega el obispo con el clero, y de inmediato entra en la gruta, y desde detrás del iconastasio primero dice una oración para todos, mencionando los nombres de aquellos a los que quiere conmemorar; entonces bendice a los catecúmenos, luego dice otra oración y bendice a los fieles. Y cuando el obispo sale de detrás del cancel, todos le toman la mano, y él va bendiciéndolos uno a uno a medida que va saliendo, y tiene lugar la despedida, ya a la luz del día»[5]

La otra monja cuyo nombre nos ha llegado desde aquellos tiempos oscuros es Ende, a la que podemos considerar la primera pintora hispana conocida. Ella firma como Ende pintrix en un magnífico códice de los Comentarios al Apocalipsis de Beato de Liébana. Beato fue un monje del reino de Asturias que, en 776, escribió ese texto imbuido de la creencia en el próximo fin del mundo. La obra conoció una gran difusión hasta el siglo X y se han conservado de ella 34 códices —repartidos ahora por bibliotecas de diversos países—, muchos de ellos miniados y considerados extraordinarias joyas bibliográficas por la misteriosa belleza de las ilustraciones. El espléndido Beato en el que aparece el nombre de Ende como ilustradora está fechado en 975 en el monasterio dúplice de San Salvador de Tábara, uno de los cenobios más importantes del expansivo reino de Asturias, que se alzaba al norte de la actual provincia de Zamora y que fue prácticamente destruido durante una razia de Almanzor, a finales del siglo X. El códice, actualmente en la catedral de Gerona, está firmado por otros cuatro monjes, que lo elaboraron junto a ella. La existencia de Ende y de otras muchas mujeres cuyos nombres se han conservado en obras procedentes de los monasterios de Francia o de Germania demuestra que, en contra de las ideas comúnmente aceptadas, las monjas trabajaban en los scriptoria como copistas e ilustradoras al lado de sus hermanos.

Hubo también religiosas que llegaron a ser autoras de libros de gran éxito, como Hroswitha de Gandersheim, canonesa germana del siglo X, que compuso poemas, dramas y narraciones, verdaderos clásicos de la literatura devocional que todavía siglos después eran traducidos a diversos idiomas. O Herrade de Landsberg, abadesa de un monasterio de Alsacia y contemporánea de Hildegarda, que escribió para sus monjas hacia 1180 una obra extraordinaria, el Hortus deliciarum (Jardín de las delicias), considerada por los medievalistas como una verdadera enciclopedia del saber y de las técnicas de la época, en la que se mezclan consideraciones religiosas con crónicas históricas, descripciones de labores del campo o conocimientos astronómicos.

Pero sin duda alguna, de entre las figuras femeninas religiosas que emergen del extenso y oscuro período que llamamos Edad Media, las dos más destacadas son Hildegarda de Bingen y Eloísa de Paracleto, hijas ambas del innovador siglo X y ambas relevantes por su gran cultura y por la profundidad de su pensamiento, que las convierte en verdaderas filósofas comparables a los hombres doctos de su época.

Sus vidas fueron, sin embargo, muy distintas: Eloísa conoció con intensidad el amor heterosexual —frente a la virginidad de Hildegarda—, no vivió el claustro con gozo sino como una penitencia a la que se sometió obligada y, mal considerada por su época, no llegó jamás a alcanzar ni de lejos la enorme influencia que tuvo su contemporánea alemana.

La historia de la pasión de Eloísa y Pedro Abelardo ha sobrevivido durante novecientos años como un ejemplo de la intensidad y la valentía del amor de una mujer enfrentada a los estereotipos culturales de una época. Había nacido en el 1102 y era sobrina de un canónigo de la catedral de Notre-Dame de París, Fulberto, quien se ocupó de educarla en profundidad, haciendo de ella una mujer extraordinaria por sus conocimientos, que incluían el latín, el griego y hasta la rara lengua hebrea. Apenas tenía dieciséis años cuando conoció a Pedro Abelardo, uno de los filósofos más reputados de su tiempo, una auténtica celebridad que era considerado el gran maestro de teología de la joven Universidad de París. Tras convertirse en su discípula, la diferencia de edad —él estaba a punto de cumplir los cuarenta— no impidió sin embargo que ambos se enamoraran y se entregaran el uno al otro con un entusiasmo que se basaba tanto en la atracción física como en la posibilidad de compartir sus excepcionales intelectos. Muchos años más tarde, en las famosas cartas que Eloísa le escribió, ella recordaba así su deslumbramiento ante él: «¿Qué rey, qué filósofo podría igualarte en la fama? ¿Qué país, qué pueblo, qué ciudad no vibraba de emoción al verte? ¿Quién, pregunto, no se apresuraba a admirarte cuando aparecías en público? […] ¿Qué mujer casada, qué mujer soltera, no te deseaba en tu ausencia, no ardía en tu presencia? […] Poseías dos dones especiales que atraían al instante el corazón de cualquier mujer: sabías componer y sabías cantar […], dones completamente ausentes en los demás filósofos»[6]

Cuando la relación fue descubierta por el canónigo Fulberto, los amantes fueron obligados a separarse. Para entonces, Eloísa estaba embarazada, y Fulberto decidió con el acuerdo del propio Abelardo que la pareja debía contraer matrimonio. No contaban sin embargo con la resistencia de la joven, que se negaba a casarse para no perjudicar la carrera de su amado: la moral de la época consideraba que un hombre docto debía permanecer célibe para entregarse sin ataduras a sus quehaceres; si decidía no ordenarse sacerdote, se le permitía tomar una concubina, pero no una esposa que le obligase a satisfacer sus necesidades y las de sus hijos. Abelardo y Eloísa llegaron al fin a un pacto: se casarían en secreto, lo cual beneficiaba al marido, que mantenía así ante el público la apariencia del celibato, pero perjudicaba en cambio la reputación de la mujer, sobre quien enseguida empezaron a correr rumores insidiosos. Dispuesta a darlo todo por Abelardo, a ella no parecía importarle aquella situación; así le explicaba en sus cartas su total entrega al amor:

«Nunca, Dios lo sabe, he buscado en ti sino a ti mismo; tú, no tu concupiscencia. No deseaba los lazos del matrimonio ni esperaba beneficios; y he anhelado no la satisfacción de mis deseos y de mis voluptuosidades, sino, y bien lo sabes, de los tuyos. Sin duda, el nombre de esposa parece más sagrado y más fuerte, pero yo siempre he preferido el de amante y, perdóname si lo digo, el de concubina y el de prostituta. Puesto que cuanto más me humillaba por ti, más esperaba encontrar la gracia junto a ti»[7]. Pero el tío de Eloísa, indignado por el deshonor que aquello suponía para la familia, comenzó a amenazarla y a pegarle; finalmente su marido, por protegerla, la llevó a escondidas a un monasterio. Fulberto, empecinado en la defensa de su buen nombre, interpretó erróneamente que el teólogo quería desentenderse de sus obligaciones e imaginó una horrible venganza: contrató a unos sicarios que entraron en el dormitorio de Abelardo una noche y le cortaron los testículos. Humillado, por supuesto, pero convencido según propia confesión de que aquél era un castigo divino merecido por haber desatendido el saber en nombre del amor, Pedro Abelardo decidió de manera radical el futuro de su vida y de la de su esposa: ambos hicieron votos perpetuos el mismo día, él en la prestigiosa abadía real de Saint Denis, ella —que sólo tenía dieciocho años— en el monasterio de Argenteuil. Eloísa se plegó una vez más a la voluntad de su marido por amor a él. Obligados así a vivir separados y en castidad para el resto de sus días, nunca se desentendieron sin embargo el uno del otro. Abelardo fundó el convento del Paráclito, del que ella fue abadesa, y concibió un verdadero programa pedagógico para las novicias y las monjas, basado en su confianza en la sabiduría de su mujer. Ella, por su parte, comenzó a escribirle algunos años más tarde su intenso epistolario en latín, lleno de referencias cultas y de lúcidos comentarios filosóficos, pero en el que se muestra igualmente capaz de describir con pasión y desesperanzada nostalgia su amor por él: «No sólo los actos realizados, sino también los momentos y los lugares donde los experimenté a tu lado, están tan fijos en mi memoria que revivo lo mismo y contigo en las mismas circunstancias, incluso durmiendo, y no me dan paz»[8]. Para algunos autores posteriores, especialmente ciertos románticos como Lamartine, el Epistolario de Eloísa del Paráclito es un maravilloso ejemplo de la fuerza del amor. Para otros muchos, en cambio, su explícita rebeldía contra la reclusión y la castidad que le habían sido impuestas por su propio marido ha sido una prueba de la lascivia y la irracionalidad del sentimiento femenino, frente a la paciente, piadosa aceptación de su destino por parte de Pedro Abelardo[9].

Si la increíble fortaleza de Eloísa se volcó en sacrificar su vida a su amor y llevar así una existencia interiorizada, enclaustrada físicamente dentro de los muros del convento y vitalmente dentro de los límites que los prejuicios de la época impusieron a su pasión, la energía de Hildegarda fue en cambio extrovertida, llena de actividad, goce de la fe —pero también de la vida— e infatigable ejercicio del poder. Fue no sólo inteligente, sino astuta y hasta manipuladora cuando le convino. Y al igual que otras muchas mujeres a lo largo de la historia, siempre disimuló su talento y su sabiduría detrás de un discurso aplacador de las posibles iras masculinas, el de la pobre mujer ignorante que había sido sin embargo elegida por Dios para dar testimonio de su verdad sobre la tierra. «En la misma visión —escribiría un día, refiriéndose a sus años de juventud—, entendí los escritos de los profetas, de los Evangelios y de los demás santos y de algunos filósofos, sin haber recibido instrucción de nadie, y expuse ciertas cosas basadas en ellos, aunque apenas tenía conocimientos literarios, al haberme educado como mujer poco instruida[10]». Los guardianes de la ortodoxia cristiana y los feroces detractores del intelecto femenino podían estar tranquilos: la monja no se creía más lista que ellos, no se había vuelto «loca en su celda», como temía el influyente san Jerónimo respecto a las religiosas que estudiaban en exceso, ni se había empeñado a toda costa en compartir sus conocimientos en contra de la imposición del silencio a las mujeres; simplemente, había recibido un regalo de la divinidad.

Se sabe poco sobre su educación en el convento, de la que se ocupó personalmente la abadesa, Jutta von Sponheim. Probablemente, como era habitual en las escuelas monásticas, seguiría un programa formado por el aprendizaje del latín, música, el estudio en profundidad de las Escrituras y de los textos de los Padres de la Iglesia, y tal vez incluso algunas nociones de medicina, pues la asistencia a los enfermos de los alrededores era una de las actividades de los monasterios y muchos de ellos se preocupaban por preparar a los novicios y novicias para practicar esa tarea, en la que Hildegarda llegaría a ser experta.

Su vida en el monasterio debía someterse, además de al estudio, a la obligación del rezo y el canto en las horas canónicas, que marcaban —y aún marcan— el día y la noche de los religiosos benedictinos, con su alternancia entre la oración y el trabajo, que podía ser intelectual o manual: la jornada comenzaba con el canto de laudes al alba, y tras él, las primas. Después de la celebración de la eucaristía, solía tener lugar el desayuno, al que seguía el oficio de tercias (la tercera hora tras la salida del sol, es decir, entre las 8 y las 9), y un tiempo dedicado al trabajo hasta la hora de sextas, entre 11 y 12, cuando las monjas detenían su actividad para comer. Había luego un descanso hasta la hora nona (entre 2 y 3), para volver al trabajo hasta el oficio de vísperas, hacia las 6 o las 7, al que seguía la cena y, a menudo, un capítulo durante el cual todas las religiosas se reunían con la abadesa; el último canto, al llegar la oscuridad plena, era el de completas, tras el cual era obligado el silencio, roto no obstante por el oficio de maitines, poco después de la medianoche.

Hildegarda tomó los hábitos cuando tenía catorce o quince años, una edad relativamente tardía para la época: en casi toda Europa, las niñas pasaban a ser consideradas mujeres a los doce años, coincidiendo más o menos con la pubertad. A partir de ese momento podían contraer matrimonio —al menos en la nobleza, donde era costumbre casarlas muy jóvenes—, o ser enviadas a ganarse la vida lejos de la familia, normalmente como sirvientas, si pertenecían a las clases populares. Para los hombres, la mayoría de edad era en general un poco más tardía, a los catorce años. La infancia era pues un tiempo muy breve, más incluso de lo que esos datos parecen indicar: en el mundo de las gentes humildes, entre los campesinos y los artesanos, era habitual que los niños empezasen a colaborar en las tareas familiares a los cuatro o cinco años. La familia era por aquel entonces una auténtica «empresa», una unidad de producción en la que todos los brazos resultaban imprescindibles y donde cada miembro, incluso el más débil, desarrollaba labores específicas que debían contribuir al mantenimiento y cuidado de todo el grupo. Por otra parte, el hecho de que se alcanzase la madurez tan pronto no resulta sorprendente si pensamos que la vida media era mucho más corta que en los tiempos actuales. Diversos estudios han logrado establecer que la edad promedio a la que morían las mujeres en aquellos siglos era la de treinta y seis años. La inmensa mayoría había fallecido antes de alcanzar los cuarenta, mientras que los hombres vivían por término medio unos cinco años más. Por lo tanto, sobrepasar los cincuenta era algo poco común. Llegar como Hildegarda hasta los ochenta y uno, un verdadero milagro.

Pero aquella monja singular comenzó la época más intensa de su vida precisamente a partir de los treinta y ocho años, es decir, a una edad en que la mayor parte de las mujeres de su tiempo había fallecido o se acercaba a la muerte. Hasta entonces apenas sabemos nada de su existencia. Por su obra posterior, podemos deducir que sin duda alguna debió de dedicarse con intensidad al estudio, al teológico, como correspondía a una religiosa docta, pero también al musical y, aún más allá, al científico y médico. Es fácil imaginarla, mientras llegaba su momento de madurez vital, leyendo, observando el mundo con intensa curiosidad, practicando la medicina, cantando y rezando. Entretanto, seguía teniendo sus visiones —que sólo compartía con su abadesa— y sufría a menudo indefinidas enfermedades y aquellos intensos dolores que solían acompañar sus éxtasis, en esa extraña manifestación somática tan habitual en las vidas de los místicos[11]. «¡Pobre alma —escribirá sobre sí misma—, hija de tantas miserias! Estás como calcinada por tantos y tan crueles sufrimientos físicos. Sin embargo, todavía te invade el flujo abismal de los misterios de Dios».

Ese flujo mana imparable a partir del año 1136, cuando muere Jutta von Sponheim y Hildegarda la sustituye como abadesa. De pronto, del silencio y el secreto del cenobio de Disibodenberg surge la voz atronadora de una mujer al margen de todas las convenciones. Ayudada por un monje, Volmar, que le serviría durante años como devoto secretario y copista, Hildegarda empieza poco tiempo después de su llegada al poder abacial la redacción de su primer libro de visiones, Scivias (Conoce los caminos). Por primera vez se ve obligada en el prólogo a justificar su atrevimiento, asegurando que fue la propia voz divina, lo que ella llama «la Luz viva», quien la conminó a escribir todo lo que viera y oyera en sus éxtasis: «Por lo tanto tú, ¡oh, hombre![12], di las cosas que veas y oigas; y escríbelas no según tu parecer ni según el de otro hombre, sino según la voluntad del que sabe, el que ve y el que dispone todas las cosas en los secretos de sus misterios[13]». A pesar de su prudencia, a medida que empezaron a conocerse aquellos textos llenos de sensuales descripciones de los espacios celestes, de misteriosas palabras sobre el reino de Dios y los infiernos y las criaturas terrenales, de clamores contra el pecado y alegóricas alabanzas a los santos, la jerarquía eclesiástica se sintió alarmada. El delator fue su propio compañero Kuno, el abad del cenobio masculino de Disibodenberg, con quien Hildegarda pronto entraría en guerra abierta. Los altos eclesiásticos de la provincia se creyeron obligados a averiguar si aquellos escritos sobre los que empezaban a extenderse los rumores eran los de una verdadera visionaria a la que el Espíritu hablaba al oído, o los de una mujer sometida, por el contrario, al poder del demonio. Por suerte para la abadesa, la casualidad quiso que por aquellas fechas, a finales de 1147, se celebrase un sínodo de prelados en Tréveris, cerca del monasterio, que sería presidido por el propio papa Eugenio III, antiguo monje cisterciense. Éste encargó una seria investigación del asunto, que le llevó no sólo a aprobar sino incluso a admirar la obra de Hildegarda de tal modo que él mismo llegó a leer en público algunos fragmentos de las visiones. Después le escribió personalmente para animarla a seguir su camino de transmisión de la palabra divina: «Nos te felicitamos —le decía en su carta— y nos dirigimos a ti para que sepas que Dios se resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes. Conserva pues y mantén esa gracia que existe en ti de manera que puedas sentir lo que te es entregado en espíritu, y que lo transmitas con toda prudencia cada vez que lo oigas»[14].

El apoyo entusiasta del papa y el poder hipnótico de sus escritos convirtieron a Hildegarda a partir de aquel momento en uno de los personajes más influyentes de la cristiandad. Hasta el final de su vida, mantuvo una intensa correspondencia con los sucesivos pontífices (Anastasio IV, Adriano IV y Alejandro III), con los emperadores del Sacro Imperio Germánico Conrado III y Federico Barbarroja, con la emperatriz Irene de Bizancio, con reinas y reyes como Leonor de Aquitania o Enrique II de Inglaterra, y con una larga serie de arzobispos, obispos, abades y abadesas de diversos monasterios de Alemania y otros territorios.

La mayor parte de estos interlocutores se dirigían a ella en busca de consejos —espirituales, pero también de gobierno— o incluso de predicciones de futuro. Hildegarda observaba en sus respuestas el juego de la paupercula femina, la miserable mujer, pero en un rasgo que pone de relieve la osadía de su carácter, jamás se mostraba complaciente con los grandes del mundo. Incluso se permitía amonestarlos y clamar contra la crueldad y el pecado, utilizando el poder que le conferían ante ellos sus visiones: «Huye de la abyección —le escribió al emperador Federico Barbarroja—, oh rey, sé un soldado, un caballero armado, aquel que combate valientemente al demonio, para no dispersarte y para que tu reino terrestre no sufra por ello. […] Rechaza la avaricia, elige la abstinencia, que es lo que realmente quiere el Rey de reyes. Pues es imprescindible que seas siempre prudente. Te veo, en visión mística, viviendo toda clase de perturbaciones y contrariedades a los ojos de tus contemporáneos; sin embargo, alcanzarás, durante el tiempo de tu reino, lo que es adecuado para los asuntos terrenales. Ten pues cuidado, no vaya a ser que el Rey Soberano te derribe a causa de la ceguera de tus ojos que no ven con claridad cómo debes sostener en la mano el cetro de tu reino. Sé pues de tal manera que la gracia de Dios no te abandone»[15]. Sólo al escribir a alguien a quien consideraba más cercano al Señor que ella misma se entregaba a la humildad; así, en esta carta a san Bernardo de Claraval, el fundador del Císter: «Oh Padre rectísimo y dulcísimo, escucha en tu bondad a tu indigna sirvienta, a mí que, desde la infancia, jamás he vivido segura. […] Quiero, Padre, que por el amor de Dios me recuerdes en tus oraciones. Hace dos años te vi en una visión como un hombre que miraba al cielo, no sólo sin temor, sino con gran audacia, y lloré porque yo soy tímida y sin audacia. Buen y dulcísimo Padre, hazme un lugar en tu alma, reza por mí para que pueda decir lo que veo y lo que oigo, pues tengo grandes sufrimientos en las visiones»[16]

Sin embargo, esa mujer «tímida y sin audacia» había sido capaz de dirigir una auténtica rebelión contra el poder masculino de su orden dominica: poco después de recibir el apoyo del papa, Hildegarda decidió abandonar con sus monjas el monasterio dúplice de Disibodenberg para crear uno nuevo, exclusivamente femenino. ¿Qué razones la empujaron a ello? Probablemente el deseo de alejarse del control y la vigilancia poco amistosa del abad Kuno.

Éste mostró una fuerte resistencia, pues la huida de las religiosas significaba para él una gran pérdida en muchos sentidos: no sólo socavaba su prestigio, sino que suponía tener que renunciar a la parte del trabajo que ellas aportaban al cenobio y a sus importantes dotes; además, la creciente fama de Hildegarda llevaba aparejada la llegada de numerosos visitantes y peregrinos, y el aumento de las donaciones hechas a la comunidad por sus fieles. En cambio, ésta debió de ser la razón principal de la seguridad de la abadesa en su proyecto: su propio prestigio iba a permitirles a ella y a sus monjas vivir al fin independientes, en un monasterio sólo de mujeres y en el que ella, Hildegarda, podría ejercer su poder sin que ninguna autoridad masculina vigilase su vida cotidiana.

Apoyada por el pontífice, que parecía realmente fascinado por aquella monja de inaudito talante, la abadesa logró llevar adelante su plan. En 1150 estaba ya instalada con una veintena de monjas y su fiel secretario Volmar en el nuevo cenobio, situado en Bingen, unos 30 kilómetros al norte del monasterio original, y puesto bajo la advocación de san Roberto. Quince años más tarde, en 1165, fundaría una nueva casa, Eibingen, en Rüdesheim[17].

Dirigir a solas su propia comunidad le permitió a la abadesa, entre otras cosas, poner en marcha todo un programa estético aplicado a la liturgia, que fue muy controvertido. Mientras su amigo san Bernardo preconizaba a través del Císter la más absoluta sobriedad, prohibiendo incluso en sus monasterios las exuberantes representaciones iconográficas del románico anterior, Hildegarda de Bingen embellecía el espacio de sus rezos y los cuerpos de sus monjas con pinturas, adornos, diademas, velos, coreografías, representaciones de dramas paralitúrgicos y, por supuesto, la omnipresente música, compuesta ahora por ella misma. La voluptuosidad de los objetos y de los materiales era sin duda importante para la monja, pues aparece de manera recurrente en sus textos: «Tendida en mi lecho de enferma —cuenta en una de sus visiones—, en el año 1170 de la Encarnación del Señor, vi, estando despierta de cuerpo y alma, una bellísima imagen, que tenía forma de mujer, exquisita en su dulzura, preciosa en sus gozos. Y era tanta su hermosura, que resulta inconcebible para la mente humana, y de estatura iba desde la tierra hasta el cielo. Vestía una túnica de la seda más blanca, y la envolvía un manto tachonado de piedras preciosísimas: esmeraldas, zafiros y perlas de varias clases, y se cubría los pies con calzado de ónice»[18]. Cuando la abadesa del monasterio de Anturnach le escribió para reprocharle aquel derroche en los cultos que tanto estaba dando que hablar, cuando le recordó que san Pablo aconsejaba siempre a los cristianos la modestia, ella replicó que esos consejos no iban dirigidos a quienes vivían entregados a la vida monacal, pues éstos «permanecen en la belleza y en la íntegra simplicidad del Paraíso». Esa «íntegra simplicidad» parecía relacionarse en su mente con los colores y el brillo de las piedras preciosas o las materias delicadas, con los placeres y las emociones de los sentidos.

También la música significaba para Hildegarda de Bingen un regreso al Paraíso. Sus composiciones musicales son sin duda su aportación más notable y duradera a la cultura occidental. Al menos, la que mejor podemos compartir con ella desde el momento presente. Y un hecho casi excepcional en la historia de las mujeres europeas. La relación de la Iglesia con la música y la voz femenina fue durante mucho tiempo muy tensa. Si bien en la primera época del cristianismo ambos sexos podían cantar conjuntamente en los templos, tal como narraba Egeria durante su estancia en Jerusalén, a partir del siglo IV fue imponiéndose la idea paulina del silencio femenino también en lo referente al canto. Sólo las iglesias reformadas incorporarán de nuevo a su culto la voz de las mujeres, al permitirles la interpretación de los salmos y los himnos. En el seno del catolicismo, el veto se extendió sin embargo —con mayor o menor relajación según los momentos y los lugares— hasta principios del siglo XX. Todavía en 1874, cuando Verdi quiso estrenar en San Marcos de Milán la bellísima Misa de Réquiem que había compuesto para el escritor Alessandro Manzoni, se encontró con grandes trabas por parte de la jerarquía eclesiástica, que se resistía a permitir a las mujeres cantar un oficio solemne en un templo. A lo largo de todos esos siglos, la voz femenina había sido sustituida en el culto por la de los niños y, desde el Renacimiento tardío, en las catedrales y en las iglesias más ricas, por la de los castrati, en una atroz costumbre que donde más perduró fue justamente en el corazón de la Iglesia católica, el propio Vaticano: las voces blancas de la Capilla Papal corrieron a cargo de los castrados (o capones, como se les solía llamar en España) hasta 1902.

Durante los siglos de la Edad Media, la interpretación de música por parte de las mujeres fue quedando relegada al ámbito profano, a las celebraciones populares, a la educación de las grandes damas —que jamás debían, sin embargo, exhibir ante un público desconocido sus talentos— y también a las actuaciones de las juglaresas profesionales, que muy a menudo eran esclavas[19]. Sólo las monjas tenían permiso para cantar en los templos de sus monasterios, pues la música vocal formaba parte imprescindible de los oficios, tanto de los diarios como de los solemnes. En la jerarquía de las comunidades femeninas existía incluso la figura de la cantrix, la religiosa encargada de elegir el repertorio, vigilar las copias de los cantorales, dirigir los coros y, probablemente, en muchos casos, componer, igual que hacían algunos monjes en sus cenobios masculinos. De hecho, se conocen los nombres de siete compositoras de himnos bizantinos, procedentes de conventos orientales. Pero tal vez la más recordada y original de las autoras de música religiosa que han existido en la historia sea Hildegarda de Bingen.

La música ocupaba un lugar muy especial en la concepción litúrgica y hasta teológica de la abadesa. El canto significaba para ella, como ya he dicho, el regreso al Paraíso perdido: «Recordemos cuánto deseó el ser humano encontrar de nuevo la voz del Espíritu Vivo que Adán había perdido por causa de su desobediencia, él que, antes de su falta, siendo aún inocente, tenía una voz semejante a la que poseen los ángeles por su naturaleza espiritual. […] Así pues, para que los seres humanos pudiesen gozar de esa dulzura y de las alabanzas divinas de las que el propio Adán gozaba antes de su caída, y de las que ya no podía acordarse en su exilio, los profetas, incitados por el Espíritu que habían recibido, inventaron no solamente salmos y cánticos, que eran cantados para aumentar la devoción de los que los oían, sino también diversos instrumentos de música […]. Y así sabios y estudiosos, imitando a los santos profetas, encontraron a su vez ciertas clases de instrumentos, gracias a su arte, para poder cantar según el afán del alma»[20].

Hasta nosotros han llegado setenta y siete composiciones musicales de Hildegarda de Bingen, entre ellas un precioso ciclo de cantos titulado Sinfonía de la armonía de las revelaciones celestes, un grupo de ocho antífonas que forman una narración sobre santa Úrsula y un drama musical, el Orto virtutum o Jardín de las virtudes. Todas estas obras se enmarcan dentro del ámbito de la monodia medieval (es decir, grupos de voces que cantan a la par, siguiendo la misma melodía), pero su estilo es muy personal, pues la línea melódica adquiere en sus obras una fluidez y, a la vez, una variedad que la alejan del ensimismamiento del canto gregoriano tradicional: gamas de dos y hasta tres octavas, ascensos y descensos en saltos de quinta y melismas que llegan a incluir cuarenta o cincuenta notas en algunas palabras, confieren a sus composiciones una cualidad sensitiva y dinámica, una rara belleza genuinamente femenina, como si quienes las interpretasen fuesen los seres de un paraíso compuesto no tanto por ángeles como por sirenas.

Entre las religiosas que se instalan en Bingen y participan de aquel mundo litúrgico tan peculiar que Hildegarda crea en torno a ella, hay una que ocupa un lugar muy especial en su corazón: Richardis von Stade, una joven noble que había ingresado en el convento años atrás en compañía de una de sus hermanas. Ésta es, probablemente, la monja que aparece representada junto a Hildegarda y a Volmar en algunas de las ilustraciones que adornan sus códices. ¿Cuál fue la relación entre las dos mujeres durante el tiempo que permanecieron juntas? Es imposible saberlo con certeza. Ciertos autores sugieren que se trató de una relación de amor homosexual. Puesto que no hay ninguna prueba, ninguna declaración que lo atestigüe, es atrevido afirmar que llegara a existir entre ellas una pasión física. Pero sí es evidente la intensidad de los sentimientos de la abadesa hacia su pupila, puestos de manifiesto en el desgarro con el que vivió su alejamiento. Ocurrió hacia 1150 —poco después de haberse trasladado a Bingen—, cuando la familia de Richardis decidió enviarla a otro monasterio del que sería abadesa, cargo que se correspondía bien con su alto rango nobiliario. Aunque Richardis aceptó la decisión de su familia, Hildegarda, aterrorizada ante la idea de perderla, puso en marcha toda su influencia e inició una verdadera ofensiva epistolar en la que no dudó en servirse de sus visiones para conseguir que su hija espiritual permaneciese en el convento, y en la que mezcló ruegos y amenazas. Comenzó escribiendo a la propia madre de Richardis, que se mantuvo firme en su idea. Se dirigió entonces al responsable de su diócesis, el arzobispo de Maguncia, acusándolo de haber permitido el traslado de la joven a otro monasterio por simonía, es decir, porque le habían pagado su aceptación. Pero no hubo nada que hacer: Richardis partió al fin de Bingen hacia Bassum, en Bremen. Desesperada, Hildegarda prosiguió, no obstante, la lucha para recuperar a la joven monja. Trató de influir ahora sobre el arzobispo de Bremen y, por último, se atrevió a dirigirse al propio Papa, pidiéndole que revocase el nombramiento de Richardis como abadesa. Todo resultó inútil. Esta fue su única derrota, o al menos la mayor. Cuando al fin comprendió que había perdido a su amiga para siempre, le envió una conmovedora carta; en ese escrito afirmaba haber comprendido al fin sus razones para aceptar su nuevo cargo y haberla perdonado por su huida, pero, llena de dolor, se atrevía a comparar su sufrimiento al de la Virgen al perder a su hijo; admitía, además, la anormal pasión que sentía por ella con estas encendidas palabras: «Yo amaba la nobleza de tu talante, tu sabiduría y tu castidad, y tu espíritu y todo tu ser, hasta el punto de que muchos me decían: ¿Qué haces?». Y clamaba por su ausencia desde la absoluta desolación del abandono: «Ahora, que lloren conmigo todos aquellos que sufren un dolor semejante». Tristemente, la amada Richardis apenas sobrevivió un año a la separación de su maestra. Hildegarda aceptó su muerte con resignación y tuvo el consuelo de saber que, en sus últimos momentos de vida, su pupila había expresado el deseo de regresar a su lado.

Pero ni siquiera un dolor como aquél, unido a sus incesantes sufrimientos físicos, logró acabar con la energía de la abadesa. Entre 1158 y 1170 (es decir, entre los sesenta y los setenta y dos años, cuando era ya una auténtica anciana para la época), Hildegarda emprendió varios viajes a lo largo del Rin que la llevaron a predicar en diversos lugares. «Las mujeres deben permanecer calladas en las iglesias…» No ella, desde luego, no aquella visionaria, aquella religiosa tan docta como atrevida, que parecía llevarse por delante todas las convenciones con la fuerza de un fenómeno de la naturaleza. A pesar de la edad y de los achaques, Hildegarda viajó infatigable, a pie por los caminos nevados o navegando a lo largo de los ríos, y alzó bien fuerte su voz desde los coros de las iglesias, desde los impresionantes púlpitos de las catedrales de Colonia o Mayenza —que antes y después de ella sólo acogieron cuerpos y voces masculinas—; alzó su voz contra el pecado, recordando a los fieles y al propio clero la indignidad de sus vidas: «¡Oh, qué perverso es que los hombres no quieran volverse hacia el bien ni por Dios ni por los propios hombres, sino que procuren el honor sin esfuerzo y las recompensas eternas sin abstinencia! […] No tenéis ojos, pues vuestras obras no brillan ante los hombres con el fuego del Espíritu Santo, y no les recordáis los buenos ejemplos; de ahí que el firmamento de la justicia de Dios no resplandezca para vosotros con la luz del sol, y que el aire carezca de los suaves olores de la mansión donde moran las virtudes»[21].

Entretanto, la abadesa seguía redactando sus obras visionarias: hacia 1160 terminó el Liber vitae meritorum (Libro de los méritos de la vida) y en 1174, a los setenta y seis años, el Liber divinorum operum (Libro de las obras divinas). Los escritos de Hildegarda, llenos de alegorías, de símbolos y de extrañas referencias, resultan en gran medida incomprensibles para los lectores de hoy: «Es más, junto al citado extremo oriental —escribe al describir una de sus visiones—, estaban otras dos apariciones cercanas entre sí, de las cuales una […] tenía la cabeza y el pecho como un leopardo; en cambio, los brazos eran de hombre, pero sus manos se asemejaban a las garras del oso. La otra aparición […] vestía una túnica de piedra, y ni a un lado ni a otro se movía, sino que volvía atrás su mirada hacia el viento. Pero la otra imagen […] tenía la cara y las manos de hombre enroscadas entre sí, y mostraba unos pies de ave de presa. Y vestía una túnica como de madera […] También llevaba puesta una espada, colocada sobre su costado, y, permaneciendo inmóvil, volvía su rostro hacia occidente»[22]. Seres monstruosos, minerales, colores, armas, gestos… Metáforas e imágenes que a menudo recuerdan el fascinante mundo iconográfico del arte medieval cuyo significado hoy hemos olvidado en buena medida, pero que sin duda eran entendidas por sus contemporáneos, al menos por las gentes cultas. Porque, a pesar de sus constantes protestas sobre su ignorancia, lo cierto es que los escritos de Hildegarda revelan un profundo conocimiento de la teología y la filosofía; y no sólo de las Sagradas Escrituras o los textos de los Padres de la Iglesia, sino también del pensamiento más innovador de su época, el interés renacido por el platonismo y el neoplatonismo o los conceptos teológicos de la Escuela de Chartres que ella, como una auténtica filósofa-creadora, traducía en un lenguaje simbólico y lleno de fuerza.

El siglo XII fue en efecto en buena parte de Europa, un momento de efervescencia cultural, que se volcó en la incorporación de nuevos o al menos renovados conceptos filosóficos y, al mismo tiempo, se entregó con entusiasmo a la observación de los fenómenos naturales. Por primera vez en la historia de la cultura cristiana, la naturaleza dejó de ser considerada un espacio mitológico, tan imprescindible como poco amistoso, para empezar a ser vista como la obra de Dios y, por lo tanto, digna de ser estudiada.

Con estas tendencias innovadoras se relacionan los dos textos más sorprendentes de Hildegarda. Sorprendentes porque su contenido pertenece a un ámbito, el científico, del que las mujeres permanecerían alejadas durante largos siglos. Physica y Causae et curae son los títulos de esas dos obras en las que la monja sabia transmite no ya sus visiones de la Luz divina, su imagen inspirada del Espíritu transhumano, sino su observación cercana y realista de la materia.

La Physica —cuyo verdadero título es Los nueve libros de las sutilidades de las diversas naturalezas de las criaturas— es un auténtico tratado de lo que ahora denominaríamos ciencias naturales. En él, Hildegarda describe amorosa y minuciosamente plantas, árboles, minerales, metales y animales, basándose casi siempre en su propio trabajo de campo, aunque se ve obligada en ciertos momentos a tomar datos de otros textos anteriores. Aunque se adscribiese intelectualmente a los movimientos más novedosos de su época, su concepción del mundo, patente en estos escritos, no deja de ser plenamente medieval. Cree en la estrecha correspondencia entre el macrocosmos y el microcosmos (el ámbito del firmamento celeste y el terrenal), e interpreta la materia en función de la idea de lejana ascendencia griega de los cuatro elementos que constituyen todo lo que existe, es decir, tierra, fuego, aire y agua, que se corresponden con los cuatro humores del cuerpo, melancolía, bilis, sangre y flema, y que, al relacionarse con las posiciones de los planetas, dan lugar a una serie de combinaciones que marcan las características físicas y psicológicas de los seres.

Estas ideas están especialmente presentes en Causae et curae, un extenso tratado medicinal, asombroso no sólo por los conocimientos que demuestra la autora, sino por la delicadeza y atención con las que se acerca a los fenómenos del cuerpo y de la mente humana. El hecho de que una monja del siglo XI fuese médica no es tan sorprendente como puede parecernos ahora: durante largos períodos de la historia, las mujeres practicaron la medicina, al menos atendiendo a otras mujeres. Para las monjas, en particular, era una tarea habitual, pues los hospitales para pobres, como ya he dicho, formaban parte de todos los monasterios. Pero incluso fuera de ellos está acreditada la existencia de médicas y cirujanas (llamadas también «barberas»), es decir, personas que no habían estudiado en centros institucionalizados, sino que aprendían con la mera práctica. En el censo de París de 1292, se menciona a ocho mujeres médicas y veinte cirujanas. En Italia, la existencia de doctoras era muy habitual. La primera de la que se tiene constancia es Trotula que, según la tradición, enseñó medicina en el siglo X en la importante Escuela de Salerno —cuyos licenciados tenían fama en toda Europa— y escribió un tratado de ginecología. Muchos autores dudan de su existencia real, pero el hecho de que haya podido ser un personaje legendario pone de relieve la importancia que las médicas tuvieron durante algún tiempo en la escuela de Salerno y en Europa en general. En los siglos XIV y XV hubo mujeres profesoras de medicina en varias universidades italianas. Y todavía en el XVI, Oliva Sabuco de Barrera, nacida en Alfaraz (Albacete) en 1562, podía permitirse publicar y dedicar a Felipe II —con la tradicional petición de excusas por su condición de mujer— un interesante compendio de cinco tratados titulado Nueva filosofía de la naturaleza del hombre. Hija de un boticario, Sabuco era más que una médica. Era una auténtica filósofa, erudita e investigadora, una mujer docta, empeñada en reformar a través de sus textos la enseñanza de la medicina y de la filosofía y capaz de aportar ideas innovadoras, como su descripción de la circulación menor o la localización del alma en el cerebro, concepto de una sorprendente modernidad. Pero lo cierto es que obras como la de Oliva Sabuco eran ya en esos momentos una excepción, hasta tal punto que son muchos los que han cuestionado históricamente su autoría, adjudicándole la obra a su padre. Porque a medida que crecía el poder de las universidades y se impedía a las mujeres el acceso al saber, a las titulaciones y a la práctica inherente a ellas, fueron apartadas del campo de la medicina. Treinta años después del censo de 1292, que reconocía la existencia en París de médicas y cirujanas, en 1322, se celebró allí un juicio contra una mujer acusada de practicar la medicina de manera ilegal. Desde entonces, la actividad femenina quedó restringida exclusivamente a la asistencia en los partos: la partera o comadrona —que solía provenir de sagas femeninas dedicadas a esa tarea— fue en efecto una figura fundamental en la vida de la mayor parte de las mujeres europeas a lo largo de muchos siglos, al menos hasta el XIX, cuando en las familias más ilustradas o ricas se inició lentamente la costumbre de que fuesen los médicos los que se ocupasen de los nacimientos. Otras muchas mujeres siguieron practicando durante centenares de años al margen de la ley una medicina empírica, basada en las hierbas, los remedios naturales y los brebajes, según arcanas sabidurías heredadas de sus antepasadas, que acabó conduciéndolas infinidad de veces a las cárceles y a las hogueras de la Inquisición, acusadas de brujería. Sólo a partir de la segunda mitad del siglo XIX, las mujeres fueron aceptadas de nuevo en la práctica de la medicina, cuando los horrores causados por las guerras empezaron a movilizar un voluntariado femenino que pudo organizarse a través de nuevas instituciones, como la Cruz Roja, y que dio paso a la profesionalización de las enfermeras.

Setecientos años antes, sin embargo, Hildegarda de Bingen había podido demostrar sus conocimientos sin que nadie se escandalizase o pretendiera acusarla por ello de bruja. Y eso a pesar de que sus nociones sobre el cuerpo femenino se alejaban notablemente de la ortodoxia: siguiendo los conceptos de Galeno y, a partir del siglo XIII, del recuperado Aristóteles, los fisiólogos y médicos medievales —y aun los de muchos siglos posteriores— consideraban el cuerpo de la mujer y especialmente sus órganos sexuales como un mero espejo en negativo del cuerpo del hombre. Aristóteles, tan respetado durante siglos por los pensadores y médicos europeos, había llegado a escribir frases como éstas: «La hembra es como si fuera un macho estéril; en realidad, la hembra es hembra por una incapacidad, a saber: no puede producir semen, y esto es debido a su naturaleza fría. […] La hembra es como si fuera un macho deforme, y la descarga menstrual es semen, sólo que impuro: le falta un elemento básico, el alma. Este elemento ha de ser aportado por el semen masculino, y cuando el residuo femenino lo recibe, entonces se forma el feto.[…] Así, la parte física, el cuerpo, proviene de la hembra, y el alma del macho, ya que el alma es la esencia de un ente particular. […] Debemos considerar la condición femenina como si fuera una deformidad, si bien se trata de una deformidad natural»[23]. Todavía veinticuatro siglos después, Sigmund Freud parecía seguir teniendo de alguna manera esas ideas en su cabeza cuando justificaba buena parte de los conflictos psicológicos femeninos en lo que él llamaba la «envidia del pene» o «el complejo de castración». Parece como si, durante miles de años, muchos hombres doctos hubieran vivido asustados por el misterioso poder sexual y procreador de la mujer, y hubieran disimulado ese miedo tras encendidos discursos misóginos, en los que el género femenino —descendiente para los cristianos de la lujuriosa y pecadora Eva— era considerado no sólo irracional, mudable y débil en lo referente al alma, sino además peligroso, deforme y lleno de impurezas en cuanto al cuerpo.

Hildegarda, en cambio, se acercó al organismo femenino sin prejuicios y con el íntimo conocimiento que le había otorgado la observación no sólo de su propio cuerpo, sino de los de las muchas mujeres a las que probablemente tuvo que atender como médica. Y si bien consideraba, al igual que la mayor parte de los moralistas y pensadores de su época, que la castidad es siempre más deseable que la entrega física, era consciente de que para determinados temperamentos resulta imposible someterse a una vida sin sexo. El acto sexual podía ser para ella incluso algo bello, muy lejos del pánico que provocaba en tantos tratadistas, y podía serlo además tanto para los hombres como para las mujeres. Idea atrevida y hasta algo heterodoxa, pues los moralistas tendían a considerar que las mujeres capaces de gozar del acto sexual eran lujuriosas y, por lo tanto, pecadoras; ella defendió, en cambio, el placer femenino y hasta describió el orgasmo con científica naturalidad, haciendo prevalecer incluso el goce femenino sobre el masculino: «Cuando la mujer se une al varón, el calor del cerebro de ésta, que tiene en sí el placer, le hace saborear a aquél el placer en la unión y eyacular su semen. Y cuando el semen ha caído en su lugar, este fortísimo calor del cerebro lo atrae y lo retiene consigo, e inmediatamente se contrae la riñonada de la mujer, y se cierran todos los miembros que durante la menstruación están listos para abrirse, del mismo modo que un hombre fuerte sostiene una cosa dentro de la mano»[24].

En su tratado médico, Hildegarda ofrece además toda una serie de recetas basadas en remedios naturales. Se ocupa por supuesto de la cura de ciertas enfermedades, afecciones de la piel o dolores diversos, pero, curiosamente, parece interesarse de una manera particular por los males del alma, y propone así diversas ayudas para combatir la melancolía o la cólera: «Coger un puñado de pétalos de rosa y un poco menos de salvia, reducirlo a polvo y, cuando la cólera surge, colocar este polvo debajo de la nariz. Pues la salvia calma y la rosa alegra». En general, sus métodos curativos consisten en recetas y recomendaciones alimentarias que tienen que ver con lo que ahora llamaríamos medicina natural y que intentan establecer un equilibrio entre lo físico y lo anímico, en busca de una energía esencial que facilite el bienestar exterior e interior y la actividad[25].

En medio de su incesante y variado trabajo, entre sufrimientos y enfermedades sin nombre, Hildegarda vivió hasta los ochenta y un años. Algunos meses antes de su muerte tuvo que soportar una situación que sin duda debió de ser durísima para una creyente tan convencida como ella: la excomunión. Más que de un asunto teológico, da la impresión de haber sido en realidad una lucha de poder. Todo empezó cuando la abadesa aceptó enterrar en su monasterio a un noble que, supuestamente, había sido a su vez excomulgado. El clero de Maguncia, en ausencia de su arzobispo, decidió aprovechar la ocasión para iniciar un intenso pulso contra aquella mujer que había logrado tanta in fluencia, a quien se adjudicaban ya en vida numerosos milagros, y cuyas casas recibían peregrinos y donaciones incesantes. Se la conminó a sacar el cadáver impío del recinto sagrado, bajo la amenaza de ser excomulgadas tanto ella como sus monjas. A pesar de su edad y de la enfermedad que amenazaba ya acabar con su vida, Hildegarda no se arredró. Demostró una vez más su independencia y su fortaleza, y se negó a cumplir las órdenes, secundada por sus hijas espirituales, que prefirieron someterse junto a ella a la terrible pena de la excomunión antes que abandonarla. Cuando llegó al fin la sentencia, respondió enviando a los prelados una durísima carta en la que utilizó el argumento de sus visiones para situarse por encima de ellos y amenazarlos a su vez con el castigo divino. En ese escrito llama la atención que una de sus protestas más enérgicas es contra la prohibición de los cantos en su monasterio, pues el castigo implicaba que debían suspenderse los oficios y, con ellos, la música: «Cuando el diablo engañoso supo que el hombre, por inspiración de Dios, había empezado a cantar […], se sintió aterrorizado y atormentado y se dio a reflexionar y a averiguar […] cómo podría en adelante no sólo multiplicar en el corazón de los hombres las sugerencias malvadas y pensamientos inmundos o diversas distracciones, sino incluso en el corazón de la Iglesia, a través de disensiones y escándalos o mediante órdenes injustas, perturbando o impidiendo la celebración y la belleza de la divina alabanza y de los himnos espirituales. Por eso, vosotros y todos los prelados debéis reflexionar con extrema vigilancia, y antes de cerrar con vuestra sentencia la boca de alguien que en la Iglesia canta las alabanzas de Dios al suspenderlo y prohibirle recibir los sacramentos, antes de hacer todo eso, debéis examinar con cuidado las causas por las que lo hacéis, pensando sobre ellas con la mayor atención»[26].

Como tantas veces, Hildegarda salió victoriosa de esta última lucha contra el poder masculino: dada su increíble resistencia y los muchos apoyos de que gozaba, el clero de Maguncia se vio al fin obligado a aceptar la alegación de que el fallecido había sido perdonado y había comulgado antes de su muerte, y levantó la excomunión sobre ella y sus monjas. Seis meses después, el día 15 de las calendas de octubre (17 de septiembre de nuestro calendario actual) de 1179, la abadesa fallecía en su monasterio de Eibingen. Los redactores de su Vida, escrita algunos años más tarde, dejaron constancia de los prodigios que siguieron a su muerte: «Por encima de la casa en la cual la virgen santa entregó su alma dichosa a Dios, al comienzo de la noche del domingo, dos arcos muy brillantes y de diversos colores aparecieron en el cielo y fueron dilatándose hasta alcanzar la anchura de una vasta meseta que se extendía hacia las cuatro partes de la tierra […] Los dos arcos se entrecruzaban en la cima: una clara luz emergía, como la de la esfera lunar, y, extendiéndose a lo lejos, parecía alejar de la casa las tinieblas de la noche. En esa luz brillaba una cruz rutilante, pequeña al principio pero que, creciendo lentamente, se hizo inmensa, y a su alrededor había innumerables círculos de colores variados, en los que se veían otras pequeñas cruces brillando en sus propios círculos»[27]. Visión digna de la muerte de la gran monja visionaria.

La devoción que Hildegarda de Bingen despertó en vida y que se intensificó después de su fallecimiento, el hálito de santidad que le conferían muchos devotos, la fama de sus curaciones milagrosas y las peregrinaciones incesantes a su tumba hicieron que, cincuenta años después de su muerte, en 1233, se iniciase un proceso de canonización que, sin embargo, nunca fue concluido. Probablemente había sido demasiado independiente, poderosa y heterodoxa como para que una Iglesia cada vez más empeñada en los caminos de la estricta ortodoxia y de la misoginia pudiera considerarla santa.