El mitin

Apenas Peppone leyó en las esquinas el manifiesto en el cual se decía que un orador de la ciudad hablaría en la plaza en un mitin a invitación del comité del Partido Liberal, dió un brinco.

—¿Aquí, en el baluarte rojo, se podrá permitir una provocación semejante? —gritó—. ¡Ya veremos quién manda aquí!

Convocó a su estado mayor y el suceso inaudito fue estudiado y analizado. La proposición de incendiar inmediatamente el comité del Partido Liberal quedó descartada. La de impedir la reunión también fue rechazada.

—¡Vean las insidias de la democracia! —concluyó Peppone—. ¡Que el primer atorrante pueda permitirse el lujo de hablar en una plaza pública!

Decidieron permanecer en el orden y la legalidad: movilización general de todas las fuerzas, organización de escuadras de vigilancia para evitar celadas; ocupar los puntos estratégicos, custodiar el comité y alistar los mensajeros para pedir refuerzos en las fracciones vecinas.

—El hecho de realizar un mitin aquí demuestra que están seguros de arrollarnos —dijo—. De todos modos no nos tomarán desprevenidos.

Los vigías apostados a lo largo de las calles de acceso al pueblo debían comunicar cualquier movimiento sospechoso. Entraron en servicio desde la mañana del sábado, pero durante el día no se vió ni un gato.

Por la noche el Flaco avistó a un ciclista sospechoso, que luego resultó ser un borracho normal. El mitin debía efectuarse la tarde del domingo y hasta las 15 no se vió a nadie.

—Llegarán todos con el tren de las 15 y 35 —dijo Peppone. Y dispuso una vigilancia perfecta en los alrededores de la estación.

Y he aquí que llegó el tren y solamente bajó de él un hombrecito flacucho con una pequeña valija de fibra.

—Se ve que han sabido algo y no se han sentido con suficientes fuerzas para dar el golpe —argumentó Peppone.

En aquel momento el hombrecito se acercó y saludando cortésmente, preguntó a Peppone si tendría la amabilidad de indicarle dónde estaba el comité del Partido Liberal.

Peppone lo miró estupefacto.

—¿El comité del Partido Liberal?

—Sí —explicó el hombre—, debo pronunciar un pequeño discurso dentro de veinte minutos y no quisiera llegar tarde.

Todos miraron a Peppone y éste se rascó la cabeza.

—Realmente es algo difícil explicarle, pues el centro urbano está a un par de kilómetros de aquí.

El hombrecito tuvo un gesto de contrariedad.

—¿Será posible hallar un medio para llegar?

—Tengo el camión afuera —gruñó Peppone—. Si quiere subir.

El hombre agradeció. Se dirigió al camión y cuando lo vió lleno de sujetos de aspecto torvo, de pañuelo rojo y distintivo, miró a Peppone.

—Soy el jefe —dijo Peppone—. Venga delante conmigo.

A mitad del camino Peppone frenó el vehículo y miró en la cara al hombrecito, que era un señor de mediana edad, delgado, de facciones muy finas.

—¿Luego usted es liberal? —preguntó.

—Sí —contestó el señor.

—¿Y no tiene miedo al encontrarse aquí solo entre cincuenta comunistas?

—No —contestó tranquilo el hombre.

Un murmullo amenazador se alzó entre los hombres del camión.

—¿Qué lleva en esa valija? ¿Un explosivo? —preguntó Peppone.

El hombre se echó a reír y la abrió.

—Un pijama, un par de pantuflas y un cepillito de dientes —explicó.

Peppone manoseó el sombrero y se golpeó los muslos.

—¡Cosa de locos! —gritó—. ¿Se puede saber por qué no tiene miedo?

—Justamente porque estoy solo y ustedes son cincuenta —explicó tranquilamente el hombrecito.

—¡Qué cincuenta y no cincuenta! —gritó Peppone—. ¿Usted no piensa que yo solo y con una sola mano soy capaz de hacerlo volar hasta aquel canal?

—No, no lo pienso —contestó el hombre con calma.

—Entonces usted es un loco, o un inconsciente, o uno que busca engatusar al pueblo.

El hombre rió de nuevo.

—Mucho más simple, señor mío: soy un hombre de bien.

Peppone se paró.

—¡No, mi querido señor! ¡Si usted fuese un hombre de bien no sería un enemigo del pueblo! ¡Un sirviente de la reacción! ¡Un instrumento del capitalismo!

—Yo no soy enemigo de nadie ni sirviente de nadie. Soy uno que piensa de distinto modo que usted.

Peppone volvió a sentarse y partió velozmente.

—¿Ha hecho usted testamento antes de venir? —le preguntó burlonamente mientras marchaban.

—No —contestó el hombre con naturalidad—. Mi única riqueza es mi trabajo y si muero no puedo dejárselo a nadie.

Antes de entrar en el pueblo Peppone se detuvo un momento para hablar con el Flaco, que era el motociclista mensajero. Luego, por calles secundarias llegó al comité del Partido Liberal.

Las puertas y las ventanas estaban cerradas.

—Nadie —dijo sombrío Peppone.

—Ciertamente ya estarán todos en la plaza, pues es tarde —comentó el hombre.

—¡Ya! Debe ser así —admitió Peppone, guiñando un ojo al Brusco.

Llegados a la plaza, Peppone y los suyos rodearon al hombre, hendieron el gentío y lo condujeron a la tribuna. El hombre subió a ella y al encontrarse ante dos mil personas de pañuelo rojo, se dirigió a Peppone, que lo había acompañado hasta el palco.

—Disculpe —dijo— ¿no me he equivocado, por casualidad, de reunión?

—No —aseguró Peppone—. Sucede que los liberales son en total veintitrés y no sobresalen mucho de entre la masa. Le digo la verdad, si yo hubiese estado en su pellejo, ni hubiera soñado convocar un mitin aquí.

—Se ve que los liberales tienen mayor fe que usted en la corrección democrática de los comunistas —replicó el hombre.

Peppone tragó bilis y luego se acercó al micrófono.

—¡Compañeros! —gritó. Les presento a este señor que pronunciará un discurso. Cuando acabe todos ustedes irán a inscribirse en el Partido Liberal.

Una enorme carcajada acogió esas palabras, y cuando se hizo algún silencio el hombre habló.

—Agradezco la cortesía de vuestro jefe —dijo—; pero tengo el deber de manifestaros que no responde a mis deseos lo que él ha afirmado. Pues, si al final de mi discurso, todos fuesen a inscribirse en el Partido Liberal, yo me vería obligado a inscribirme en el Partido Comunista, y esto sería contrario a mis principios. No pudo proseguir porque en ese instante llegó silbando un tomate que dió al orador en la cara.

La gente se echó a reír y Peppone palideció.

—¡El que ríe es un puerco! —gritó en el micrófono. La gente enmudeció.

El hombre no se había movido y con la mano procuraba limpiarse la cara. Peppone era un instintivo y, sin saberlo, era capaz de actitudes grandiosas. Sacó el pañuelo del bolsillo, luego volvió a guardarlo, desanudó el gran pañuelo rojo que llevaba al cuello y se lo ofreció al hombre.

—Lo llevaba cuando estuve en los montes —dijo—. Límpiese.

—¡Bravo, Peppone! —gritó una voz tonante desde una ventana del primer piso de una casa vecina.

—No necesito la aprobación del clero —contestó con orgullo Peppone, mientras don Camilo se mordía la lengua por haberse dejado escapar ese grito.

El hombre sacudió la cabeza, se inclinó y se acercó al micrófono.

—Demasiada historia está encerrada en este pañuelo para que la manche un vulgar episodio que pertenece a la crónica menos heroica del mundo —dijo—. Para limpiar esta mancha basta un pañuelo común.

Peppone enrojeció y se inclinó también él, y entonces mucha gente se conmovió y prorrumpió en un formidable aplauso, mientras el muchachón que había arrojado el tomate partía a puntapiés en las asentaderas hacia la salida de la plaza.

El hombre volvió a hablar calmosamente, sin acritud, suavizando aristas, evitando argumentos duros, pues había comprendido que aun cuando se desbocase, nadie le habría dicho nada y habría sido una vileza aprovecharse de la impunidad.

Al finalizar lo aplaudieron y cuando bajó de la tribuna le abrieron paso.

Llegado al fondo de la plaza se encontró bajo el pórtico de la municipalidad y quedó allí turbado con su valijita en la mano, pues no sabía hacia dónde ir ni qué hacer. En ese momento apareció don Camilo y encaró a Peppone, que se hallaba detrás del hombrecito, a dos pasos de distancia.

—¡Se ponen pronto de acuerdo ustedes, gente sin Dios, con los tragafrailes liberales! —exclamó en voz alta don Camilo.

—¿Qué? —dijo Peppone estupefacto, dirigiéndose al hombrecito—. ¿Usted entonces es un tragafrailes?

—Pero… —balbuceó el hombre.

—¡Cállese! —lo interrumpió don Camilo—. ¡Avergüéncese, usted que quiere la Iglesia libre en el Estado libre!

El hombre iba a protestar, pero Peppone no lo dejó comenzar.

—¡Bravo! —gritó—. ¡Venga esa mano! ¡Cuándo se trata de tragafrailes, yo soy amigo hasta de los liberales reaccionarios!

—¡Muy bien! —respondieron los hombres de Peppone.

—¡Usted es mi huésped! —dijo Peppone al hombre.

—¡Ni por sueños! —rebatió don Camilo—. El señor es mi huésped. Yo no soy un villano que tira tomates a la cara de los adversarios.

Peppone se plantó amenazante delante de don Camilo.

—He dicho que es mi huésped —dijo con voz bronca.

—Y como también lo he dicho yo —repuso don Camilo— significa que si quieres, resolvemos el asunto a trompadas, y así recibes también las que debían recibir los papanatas de tu descalabrado Dynamos.

Peppone apretó los puños.

—Vámonos —dijo el Brusco—. ¿Vas a ponerte ahora a trompearte en la plaza con los curas? Finalmente se resolvió realizar un encuentro en campo neutral. Los tres fueron a comer al merendero de Luisón, hostelero completamente apolítico, y de esa manera el torneo de la democracia terminó con resultado cero.