La epidemia de peste que asoló Europa desde finales de 1347 comenzó a remitir a partir del año 1352, para luego reaparecer en varias ocasiones con mayor o menor virulencia: en 1360, 1368, 1372, 1630, 1665, 1702 y 1896. Pero ninguna de ellas tuvo el alcance y las consecuencias de la primera. Casi una cuarta parte de la población europea, que antes de la llegada de la enfermedad podía alcanzar los setenta y cinco millones de habitantes, pereció víctima de la plaga.
Sin embargo, las repercusiones no sólo se dieron en el ámbito demográfico. El espíritu humanista que daría lugar al Renacimiento se gesta en esos duros tiempos. La peste derrumba esquemas de pensamiento y valores que se creían inamovibles, y el hombre comienza a asumir su independencia moral e intelectual.
En el orden económico se produce un renacer de lo urbano, resultado de la regeneración de los habitantes de las ciudades. El sistema de explotación feudal se deteriora y colapsa. Los reyes aprovechan el debilitamiento de sus nobles para acrecentar su poder y crear estados totalitarios fuertes. Las relaciones de producción cambian. La burguesía comienza a ocupar el sitio que le corresponde y el capitalismo aparece de forma embrionaria.
La epidemia apareció en un momento de cambio y lo aceleró. La enfermedad transformó Europa y a sus habitantes, uniéndose al conjunto de causas que llamamos paso de la Edad Media a la Edad Moderna.
Un virus que habita en el esófago de la pulga de los roedores de las estepas centrales de Asia cambiaría la historia. Este invitado no esperado fue capaz de dar el espaldarazo definitivo a la Europa moderna. Un nacimiento que trajo infinito dolor y al que asistieron la guerra, el hambre y la muerte, y a los que se unió el cuarto jinete, que se convertiría en compañero inseparable durante siglos: la peste.
Fin